lunes, 18 de agosto de 2014

Tomás Eloy Martìnez. Novela: El vuelo de la reina.


El jurado del premio Alfaguara 2002 jugó sobre seguro al premiar al argentino Tomás Eloy Martínez, autor de dos novelas de éxito, La novela de Perón (1985) y Santa Evita (1995) y relatos como Lugar común la muerte y La pasión según Trelew

Colaborador de “La Nación”, “El País”, y del “New York Times”, vive en los EE.UU., donde dirige el Programa de Estudios Latinoamericanos en la Rutgers University (New Jersey). El vuelo de la reina es la novela de un personaje que invade el conjunto del relato, el director de un periódico en una Argentina que se desmorona, como advertiremos que le ocurre al protagonista. Se trata, en el excelente comienzo, del análisis del poder casi omnímodo ejercido mediante la información. Pero el protagonista, convertido en un voyeur, espía por la ventana con un telescopio a una mujer.

Sus traumas psicológicos desplazarán el factor socio-político hacia el análisis de una pasión que desembocará en la locura, el asesinato y la decadencia. El propósito fundamental se dispersa en otras direcciones: la identidad; la búsqueda de unos orígenes; el desprecio a la mujer; la corrupción; la visión pesimista de un país acosado por la pobreza. Descubriremos en la ambiciosa novela rasgos borgeanos: el doble, Buenos Aires como laberinto, los paralelismos, la ruptura de tiempos. Todo ello, tras el suicidio de un ex presidente de la República, aquél que había visto a Cristo en su jardín, se había recluido en un monasterio en la Pampa y habría justificado así el reportaje de Reina, la joven reportera, y la casi inmediata relación con su director.

Cabe afirmar, pues, que El vuelo de la reina es una novela de protagonista. El brillante director del periódico actúa como si los medios de comunicación fueran tan independientes como todopoderosos. Camargo resulta un excelente retrato en el que se combina el amor a la profesión con los rasgos de una personalidad maníaca, que llegará a la violencia con su amante, a ignorar a su mujer y a su familia hasta el punto de no acudir siquiera al entierro de su hija. La llamada del “cuarto poder” resulta superior a cualquier sentimiento y coincide con su obsesión paranoica hacia Reina, la reportera a la que dobla en edad. La novela se va convirtiendo, a la vez, en una indagación sobre el amor. Pero hay quizá excesivos personajes contenidos en Camargo y múltiples formas de amor en los tres años que dura la relación.

Dada la naturaleza del personaje, éste resultará incapaz de superar el desdén. Urdirá una compleja y poco verosímil venganza, desde la atalaya de voyeur, de naturaleza sexual y, no satisfecho con ella, acabará asesinándola.

El ritmo narrativo es trepidante, casi al filo del best-seller policíaco. El novelista describe un mundo corrompido. Poder, riquezas, perversiones, políticos corruptos y periodistas que no les desmerecen en la lucha por una información exclusiva, convierten la novela en un artefacto llamativo. Sin embargo, pueden también advertirse con facilidad los costurones de la construcción. La trama finaliza con Camargo en una silla de ruedas atendido por su mujer, de la que se había divorciado, en una consideración sobre la novela que desearía escribir: “Una reflexión de Deleuze dice allí que la sustancia de toda novela, desde Chrétien de Troyes a Beckett, es un antihéroe: un ser absurdo, extraño y desorientado, que no cesa de errar de acá para allá, sordo y ciego. Para él, una novela es una abeja reina que vuela hacia las alturas, a ciegas [...]. Volar hacia el vacío es su único único orgullo, y su condena”.

El vuelo de la reina tiende a transmitirnos los datos de la realidad que rodean a los personajes. Su intención es no sólo ofrecernos la figura del “antihéroe”, sino la decadencia de una Argentina enferma, la nostalgia de un país en quiebra económica y moral. El contacto con el poder político alumbra el pesimismo de una sociedad y de unos personajes que se corrompen bajo el símbolo de La ventana indiscreta.
http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/4615/El_vuelo_de_la_reina

domingo, 17 de agosto de 2014

Juan Villoro. Novela: El testigo. Ganadora del Premio Herralde 2004.



Escritor mexicano nacido en Ciudad de México, el 24 de septiembre de 1956.
Es licenciado en sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana de México. Trabajó en la radio y fue nombrado agregado cultural de la Embajada de México en Berlín. Ha escrito en numerosos periódicos y revistas entre otros temas, de fútbol. Ha sido profesor de diversas universidades de Estados Unidos y de España (residió algún tiempo en Barcelona). También ha tenido incursiones en el mundo del cine como guionista.

Ha cultivado varios géneros literarios como la novela, el cuento, los libros para niños y el teatro, si bien se caracteriza por combinar varios géneros en una obra. Es un narrador de la cultura popular, ingenioso y agudo con amena lectura. Ha obtenido varios premios, entre ellos el Herralde en el año 2004 por su novela El testigo.
RESEÑA: (49649)
Julio Valdivieso, intelectual mexicano emigrado a Europa, profesor en la Universidad de Nanterre, vuelve a su país después de una larga ausencia. El PRI ha perdido al fin las elecciones y se inicia un peculiar período de transición. Pero esta vuelta a un presente muy distinto del que dejara cuando se fue, se convertirá en una oportunidad de descifrar su pasado, el de su familia, el de su país, en una novela que despliega su trama como un inquietante mecanismo de precisión. Y en ese retorno extático y terrible se suceden los reencuentros que lo llevan a las claves de un amor perdido, a un episodio de la guerra cristera del que depende su propio nombre, a la leyenda viva del poeta Ramón López Velarde, el primer poeta moderno de México... Una irónica revisión de los mitos y de la condición mediática del mundo contemporáneo y una exultante reinvindicación de la poesía como sustrato perdurable en el caos de la historia. Una de las novelas más ambiciosas y logradas de la literatura mexicana y latinoamericana contemporánea, que sitúa a su autor en la primerísima fila de escritores de su generación.

Fuente: N.N.

JUAN VILLORO.

Novela.
Fragmento.
El testigo




El día, 8 de noviembre de 2004, un jurado compuesto por Salvador Clotas, Juan Cueto, Esther Tusquets, Enrique Vila-Matas y el editor Jorge Herralde, otorgó el XXII Premio Herralde de Novela, por unanimidad, a El testigo, de Juan Villoro.
Resultó finalista Todos los Funes, de Eduardo Berti.





A Margarita



Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino se largo…
KONSTANTIN CAVAFIS

Solo algunos llegan a nada, porque
el trayecto es largo.
ANTONIO PORCHIA

¿y qué más haría sino seguir y no
parar y seguir?
FERNANDO PESSOA


I. Posesión por pérdida



1. LOS GUAJOLOTES


Le gustó que le tocara el cuarto 33. A ese hotel no había llegado la pretensión de que el cuarto 33 fuera el 303. Además, Ramón López Velarde había muerto a los 33 años y él necesitaba coincidencias. Cualquier dato supersticioso que lo acercara al poeta lo haría sentirse más capacitado. Sabía lo normal acerca de Ramón, lo cual equivalía a nada. Todo mundo sabía todo de él.
En cambio, su propio nombre, escrito en la tarjeta de registro del hotel, le produjo repentina extrañeza: «Julio Valdivieso», leyó en silencio, como si tuviera que cerciorarse de que regresaba en representación de sí mismo.
No había apoyado el portafolios en el piso (el bell-boy aguardaba su propina como una obsecuente estatua) cuando sonó el teléfono:
—¿Qué pues? ¿Ya llegaste? —dijo una voz desconocida.
—¿Quién habla?
—¿Ya no te acuerdas de los cuates? El Vikingo.
—¿Quién?
—Juan Ruiz. En el taller de Orlando Barbosa me decían el Vikingo. Llevo siglos en publicidad. Nadie ha hecho más que yo por el consumo de cuadripollo en Aridoamérica.
«Cocaína», pensó Julio Valdivieso. Siguió escuchando:
—Llegas caído del cielo. Me urge verte. ¿Qué te parece dentro de dos horas? Los Guajolotes está a la vuelta de tu hotel.
—¿Estuviste con Orlando Barbosa?
—Queríamos ser escritores pero nadie la hizo. —El Vikingo rio al otro lado de la línea, como si el resultado fuera espléndido—. Me acuerdo de ti: anduviste con Olga Rojas, la chilena.
—No anduve con ella.
—¡La modestia ya no está de moda! Puta, estoy entrando en una zona sin cobertura —un zumbido se apoderó de la línea—... usar un celular en este valle de los lamentos es una hazaña... ¿entonces qué? ¿En dos horas?
La comunicación se cortó. Julio hubiera preferido cenar solo, en la cafetería que vio junto a la alberca, pero ya no podía rectificar. No había querido llegar a casa de su madre para amortiguar su regreso a la patria, y ahora se sentía metido en un embrollo. ¿Quién era el Vikingo? En veinticuatro años europeos no había tenido un amigo con apodo (le decía el Hombre de Negro a Jean-Pierre Leiris, pero ése era un apodo secreto). Pensó en Olga Rojas, la chilena que parecía rusa. Sus ojos sugerían episodios trágicos. Por desgracia, Julio no fue uno de ellos. Olga tenía piel de jabón de avena, la mirada irritada por la nevisca, un cuerpo para temblar entre vapores de té y sábanas calientes.
    Cerró los ojos y se vio sentado detrás de Olga en el taller literario. La silla tenía un respaldo pequeño y dejaba ver la parte baja de la espalda, la camiseta descorrida sobre tres vértebras, una franja de piel pálida, cubierta de diminutos vellos dorados, una breve constelación de lunares y la línea negra del calzón. Olga Rojas sólo usaba calzones negros, al menos en el taller. Una tarde, un calvo de gabán esperaba a Olga al pie de la torre de Rectoría. Un tipo hosco, al que ya le habían pasado los dramas que anunciaban los ojos de ella. Aquel hombre acarició el pelo rubio de Olga con dedos gruesos y uñas sucias. Un deportado de Siberia. ¡Qué mal adaptaba la vida a Dostoievski! Olga se fue con él. Tal vez el Vikingo lo confundía con el asqueroso tipo del gabán.
En Europa siempre soñaba en el Canal México: veía Insurgentes, Niño Perdido, Obrero Mundial, el cine Alameda de San Luis, con su falso cielo nocturno. Su inconsciente no era de exportación. No recordaba haber visto al Vikingo en «la difusa patria de los sueños», como decía otro poeta (a últimas fechas, cualquiera que no fuese López Velarde se convertía para él en «otro» poeta). Alguna vez vio al tipo del gabán, muchas a Olga, espléndidamente triste, el pelo revuelto por la estepa que merecía, la nariz afilada y altiva en el aire helado, los ojos con lágrimas de furia o éxtasis.
Bajo el chorro de la regadera, luchó para otorgarle facciones al Vikingo. Se llamaba Juan Ruiz («como el Arcipreste de Hita», pensó Julio, para cerciorarse de que aún tenía memoria).
Disponer de un nombre era como entrar al vestidor de una compañía de teatro para reconstruir a un personaje por una prenda. ¿Quién existía bajo un gorro verde? ¿Un duende, un cazador, un príncipe en desgracia?
La regadera tenía una presión perfecta. Otro motivo para no llegar de inmediato a casa de su madre, en eterna guerra santa contra las tuberías. De pronto, al respirar el cloro que caía con el agua, se vio en la Alberca Olímpica. Estaba en las gradas de la fosa de clavados, con un absurdo libro en la mano (¿ya Pavese?, ¿todavía Cortázar?). Un amigo del taller tenía una eliminatoria. Vio al Vikingo subir a la plataforma y recorrer con parsimonia el trampolín. La suerte del clavado dependía de la concentración que se ganaba arriba. Despeñarse era un asunto mental. Esa tarde supo por qué le decían el Vikingo: siempre se quejaba de que el agua estaba tibia.
Juan Ruiz se mantuvo al borde del trampolín durante segundos eternos y se lanzó en piruetas espectaculares que sin embargo no bastaron para seleccionarlo. Había sacado demasiada agua al contacto con la superficie. Arqueó la espalda en forma imperceptible para Julio pero no para el entrenador. Un deporte hecho para la mirada paranoica y la cámara lenta.
Lejos de la fosa de clavados, el Vikingo parecía vivir con la misma celeridad del que cae en giros difíciles de evaluar.
Mientras se secaba en el hotel, Julio recordó su último encuentro en París con Jean-Pierre Leiris. Colocó su copa de Pernod muy cerca de la nariz para mitigar el olor del Hombre de Negro. Su colega era lo contrario del proselitista: no quería convencer sino agraviar. En el sopor del Café Cluny, Leiris asumió su habitual tono retador: le parecía increíble que Paola, la esposa de Julio, estuviera mucho más al tanto de lo que pasaba en México y tradujera a autores que él apenas conocía. Luego Leiris habló pestes de los intelectuales mexicanos, mandarines subvencionados que conspiraban al modo de los clérigos: «A ver si no te vuelves un protegido cuando regreses, uno de esos chulos de putas», habló con incierto españolismo, «aunque más bien eres un criollo metafísico, un mariachi evaporado.»
Había sido bueno ver a Leiris. Se quedó con cuatro tesis de doctorado que Julio estaba dispuesto a dirigir pero no a leer.
Curiosa la forma en que viajaban los olores. Julio carecía de la nariz de presa de Paola o de las niñas para detectar pestes contemporáneas, pero le llegaban con facilidad aromas de otros tiempos, el cloro de la alberca, el beneficio dulce del anís mezclado con la negra transpiración de Jean-Pierre. Por desgracia, esto jamás dependía de su voluntad. Una ráfaga de viento le traía a Nieves o a Paola, su deliciosa mezcla de secreciones y perfumes, pero no podía convocar la sensación adrede.
Se puso más loción para quedarse en el presente.


Al fondo del pasillo un torero esperaba el elevador. Seguramente filmaban un comercial en el hotel.
En una ocasión, en Niza, había visto un gigantesco frasco de yogur que flotaba en una alberca. Dentro del frasco nadaban muchachas en bikini. En la plataforma de clavados, una cámara normalizaba la escena.
Al llegar a la planta baja buscó al equipo de filmación que volviera lógico al torero.
—¡Miguelín, hijo mío! —Un hombre de unos cincuenta años y espléndida chamarra de cuero abrazó al matador con grandes aspavientos.
Detrás del hombre había tres tipos regordetes, con camisetas que les quedaban cortas y dejaban ver los ombligos. Estaban ahí con el aire de sobrar y sin embargo ser urgentes. Fueron ellos los que otorgaron extraña realidad a la escena. El apoderado chasqueó los dedos y le pidió a uno de los mozos que ayudara al diestro con la montera y los paños que cargaba. Los otros dos obedecieron antes que el aludido.
Miguelín y el hombre de chamarra enfilaron rumbo a la salida. En la calle los aguardaba un coche negro.
El coche avanzó muy despacio. Los tres acólitos trotaron detrás de él.
—Aquí se visten los toreros —le informó el bell-boy—. La plaza está a tres cuadras. Esta noche hay corrida.
En el camino a Los Guajolotes pasó por un bar del que salía un resplandor morado, un sitio de plástico, lleno de espejos. Cometió el error de asomarse por una ventana y escuchó las voces agudas y nasales de Supertramp.
Hay cosas que se detestan y otras que es posible aprender a odiar. Supertramp llegó a su vida como un caso más de rock basura, pero esa molestia menor encontró una refinada manera de superarse. El destino, ese croupier bipolar, convirtió las voces de esos castratti industriales en un imborrable símbolo de lo peor que había, no en el mundo, sino en Julio Valdivieso. Había educado su rencor en esa música, sin alivio posible. Olía a caldo de poro y papa, el caldo que bebió en la cafetería de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Iztapalapa, el día en que Supertramp dejó de ser un simple grupo infame con sinusitis crónica para representar la fisura que él llevaba dentro, una versión moral de la sopa de poro y papa o del cáncer de hígado o alguna otra enfermedad que el destino tuviera reservada para vencerlo.
Apuró el paso con rabia, seguido de las voces tóxicas: «Good-bye Mary, good-bye Jane...» No quería pensar en eso ahora. Vio un perro al que le faltaba una pata. Un perro callejero, color cerveza. Corría entre los autos con nerviosismo suicida. Esta imagen le ayudó a no recordar lo que llegaba con esa música. La Caída. El caldo ruin de la universidad.


Entró a Los Guajolotes en busca de una silla donde desplomarse.
La fragancia del chicharrón de pavo, los manteles verdes y blancos, el rostro asombrosamente familiar de un mesero —bigote canónico, nariz de muñeco de palo— le hicieron sentir que no había salido de México ni había dormido en los últimos veinticuatro años.
Como siempre, el capitán de meseros lo invitó a pasar al terrible segundo piso, que sólo servía para ligar con discreción. Como siempre, él insistió en quedarse junto a la pared de cristales gruesos, que convertía el tráfico de Insurgentes en una agradable marea difusa.
El sitio estaba casi desierto. Los televisores que pendían del techo explicaban la razón: Miguelín triunfaba en la Plaza México, llena hasta el reloj. Las mesas estaban reservadas para los aficionados que llegarían después. El rumor de la arena a cinco calles de distancia se alcanzaba a oír en el restorán. Los oles verdaderos parecían un eco de la televisión.
—¡Alcancé a llegar antes del sexto toro!
Julio alzó la vista. Encontró a un tipo robusto, con coleta entre castaña y pelirroja, barba ceniza, bolsas bajo los ojos, brazos fuertes, chaleco de corresponsal de guerra y una sonrisa cómplice que dependía de la mirada: «fui yo pero no lo digas». El Vikingo Juan Ruiz.
—¿Todavía vas a los toros? Escribiste un cuento que se ubicaba ahí, ¿no?
—«Rubias de sombra».
—Ése. Era bueno el jueguito entre el color del pelo y la sección de sombra de las gradas. ¿Sigues siendo aficionado al toro?
—En París no hay toros.
—Se me olvidaba —el Vikingo se pegó en la frente—. ¿Tú crees que la coca produce Alzheimer? —su antiguo amigo se precipitaba a mencionar la droga para dar por zanjado un tema tan obvio.
—¿Cómo supiste en qué hotel estoy? —preguntó Julio.
—Félix Rovirosa. Sabe todo de todo. Los comparatistas están cabrones.
Julio recordó el dictamen de Félix sobre sus cuentos: «Se puede ser simple sin ser Chéjov.»
El Vikingo se rascó un antebrazo con fuerza y se frotó los ojos, con energía sobrante. Llamó a un mesero; pidió dos cervezas micheladas, dos tequilas Cazadores dobles, en copa coñaquera, la cesta del pan, con bolillos pequeños, por favor, la salsa de pico de gallo, la cazuela de chiles y ajos en salmuera, ah, y la mantequilla, lo básico para sugerir que luego comerían.
Entretanto, Julio pensó en Félix Rovirosa. En cierta forma, estaba en México por él.
Rovirosa había hecho la preparatoria en West Point. En una época en que el Libro Rojo de Mao se vendía en los supermercados y los duros juzgaban imperialista beber Coca-Cola, Félix se declaraba conservador. Había sufrido en el internado pero se ufanaba de la disciplina castrense, como si las duchas de agua helada lo predispusieran a asumir el rigor que predicaba Orlando Barbosa. Julio viajó con él a la Feria de Texcoco para participar en un delirante ciclo de nueva narrativa. Compartieron cuarto y supo que en aquella institución de élite Félix había aprendido todo lo que debe saber un mayordomo. Tendía la cama como quien cumple un dogma y colocaba encima la cobija gris con ribetes dorados de West Point que por lo visto llevaba a todas partes. Imposible saber si esas destrezas de sirviente impregnaban carácter.
Félix citaba a Eliot en un inglés de piloto de Delta y defendía sus juicios impopulares con una entereza que hubiera sido admirable a la distancia, de no ser porque Julio también se acordaba, y muy bien, de lo que dijo de él y Chéjov.
Después de doctorarse en literatura comparada en la UNAM, el ex cadete se ocupó de los asuntos que más le molestaban; sus muchos intereses eran una forma intelectual de la irritación; investigaba a autores para demostrar lo mal que las endebles glorias nacionales lo habían hecho antes que él.
Julio había llegado a los cuarenta y ocho años sin comprender un delicado enigma de la condición humana: la preferencia que ciertas mujeres admirables sentían por la agresiva legión de los Félix Rovirosa. En el taller de Orlando Barbosa, una compañera dijo a propósito de él: «es el diablo», como si no hubiera mejor motivo para entornar los labios como quien besa algo que está a punto de perder el celofán.
Sí, un diablo cabrón. También un trabajador compulsivo en un país más bien aletargado. Y también: un amigo cariñoso por contraste. Bastaba que mitigara sus sarcasmos para que el interlocutor sintiera que lo trataba con deferencia. En el caso de Julio, tenía que reconocerlo, había ido aún más lejos. Cortejaba a Paola con el deportivismo de quien se sabe derrotado, derrochaba en él cenas con vinos recomendados por otros comparatistas, le regalaba oscuras ediciones del grupo de Contemporáneos.
Félix se veía a sí mismo como un incómodo heraldo de la verdad. Sin embargo, necesitaba amigos muy distintos de él. Con su peculiar mezcla de afecto y belicosidad le había dicho a Julio: «La hipocresía es el último de tus defectos y la primera de tus virtudes.»
Se habían encontrado unos meses atrás en el Jardín de Luxemburgo. Félix respiró el aire primaveral de los castaños. Acababa de llegar de México y para él todos los días de París eran ése, tenue y fragante. Su humor mejoraría aún más cuando comieran con Paola en el cercano restorán Balzar y él la hiciera reír con su habilidad para contar horrores de los amigos comunes.
Durante la comida, Julio tosió con el humo de un cigarro y Félix le dijo: «Cuídate, por Dios, pareces la Dama de las Camelias. Tienes que regresar al DF, el aire te hará bien.» La frase era algo más que una broma. Su antiguo compañero del taller lo había buscado para eso: estaba al frente del patronato de la Casa del Poeta, donde murió Ramón López Velarde, y que ahora albergaba un pequeño museo y un centro cultural. Había sustituido en el cargo a Guillermo Sheridan, biógrafo del poeta. «Sé que se acerca tu sabático, Paola me lo dijo.» Esta frase era falsamente delatora. Sí, Paola se lo dijo, en presencia de Julio, cuando cenaron en Toulouse un año atrás. En todo caso, lo sorprendente es que Félix atesorara el dato. Buscó la complicidad de Paola; en su calidad de traductora al italiano tenía que respirar el español de México, empaparse de la delgada luz del Valle de Anáhuac, conocer las especias, las flores, los coloridos aromas de los mercados.
Ante el entusiasmo de Félix, Julio se limitó a acariciarse la barba.
Antes de esa arenga, Paola ya estaba dispuesta al viaje. Quería que Claudia y Sandra conocieran la tierra de su padre. Aunque Julio sabía que su impulso de ir a México estaba más condicionado por las novelas que traducía que por lo que Félix decía en la mesa, le molestó que estuvieran de acuerdo. Trató de desviar el tema a Roland Barthes, que había almorzado en ese mismo restorán antes de morir. Lo atropellaron a unas calles de distancia. «No recuerdo una sola foto de Barthes sin cigarro», agregó Julio. «Por eso lo atropellaron», Félix dio por zanjado el tema, y volvió a lo suyo: el regreso. Julio era perfecto para formar parte del patronato; no estudiaba a López Velarde pero conocía bien a autores paralelos o circundantes o derivados; nadie sospecharía que estaba ahí para beneficiarse de algo. Había que cuidar las formas. «En México la forma es contenido», Félix citó a un político olvidado por Julio. El comparatista avanzó su tenedor al plato de Paola y picó una papa. Un abuso de confianza, a pesar de que ella había dejado todas sus papas. «Quiere un socio fantasma», pensó Julio, y su viaje a México comenzó a adquirir realidad.
También las pláticas con Jean-Pierre Leiris contribuyeron al retorno. Julio era de los pocos en Nanterre que aún tenía el privilegio de que el Hombre de Negro le dirigiera la palabra.
Vestido con total indiferencia por el clima (la única persona a la que Julio había visto sudar el chaleco y la corbata), Leiris estudiaba la literatura latinoamericana como una vasta oportunidad de documentar oprobios. El machismo, el cacicazgo, el ecocidio, la corrupción integraban la mitad yin de sus estudios; la mitad yang constaba de la barroca sofisticación con que los intelectuales mexicanos avalaban el régimen que los protegía. Leiris estaba en contacto con una difusa ONG que lo ponía al tanto de los abusos y las prebendas de la cortesana sociedad literaria del país de los aztecas. Aceptaba a Julio porque, a diferencia de sus paisanos, no tenía subsidios del gobierno (y sobre todo porque no tenía sirvienta). Sí, lo aceptaba, pero como se acepta un té cuando no hay café. Julio no estaba libre de pecados: enseñaba a autores semiperdidos, poetas exquisitos en tiempos de Revolución, seres de cejas depiladas, ajenos al devenir de la historia. En su oscura torre de marfil, el mexicano de Nanterre se evadía de la realidad: «¿Cómo puede ser que no vayas a México ahora que hay democracia?» En el Café Cluny, Leiris azotó un ejemplar de Libération que informaba de la caída del PRI después de setenta y un años de mandato.
Después de dar clases en Nanterre, a Julio le gustaba caminar por el barrio Picasso y seguir al parque Salvador Allende. Admiraba los altos edificios de fachadas onduladas, decorados con nubes para alegrar esa zona de inmigrantes. A diferencia de sus colegas de México, que conseguían sabáticos cada tres años y medio, Julio podía obtener uno o a lo sumo dos en su vida parisina. La oportunidad de ir a México adquiría un aire definitivo, rojo o negro en la ruleta.
Ante la camisa transpirada de Leiris, decidió su apuesta. «Negro», pensó, con nervios de apostador. A los pocos días fue a despedirse de las tumbas de Montparnasse, de Vallejo, que previó su muerte en París, un día de lluvia, del que ya tenía el recuerdo. Con la misma nostalgia anticipada pasó por la carita sonriente en la tumba de Cortázar, él, que leyó Rayuela como un libro de autoayuda, fue a París a agregarle un capítulo y no hizo otra cosa que vivir ahí. Entre las lápidas pensó en López Velarde y «El retorno maléfico». Recordó las palabras de remate, «una íntima tristeza reaccionaria», mientras buscaba la tumba de Porfirio Díaz. Finalmente dio con ella, una cripta como un armario con techo de dos aguas, con puerta y ventanita. Julio se asomó a ver la previsible Virgen de Guadalupe, las fotos del dictador, un florero que reclamaba mejores atenciones. Al borde del piso, le sorprendió una placa de piedra, con la leyenda: «México lo quiere, México lo admira, México lo respeta». El mensaje estaba firmado por un hombre de San Luis Potosí, con fecha al calce: «1994». En el año del levantamiento zapatista en Chiapas y el asesinato de Luis Donaldo Colosio, un paisano de Julio, potosino como él, había decidido homenajear al tirano que provocó la Revolución mexicana. ¿Para colocar la placa habría contado con la anuencia de la familia? Ahora, el PRI había caído después de setenta y un años en el poder. Ese hombre, que añoraba el pasado porfirista, ¿se sentiría justificado por el cambio? Los familiares con los que Julio aún tenía contacto en San Luis Potosí y la ciudad de México estaban fascinados con el triunfo de la decencia, veían la democracia como el regreso a las buenas costumbres y, sobre todo, como el fin de la Revolución. Había tratado de explicárselo a Jean-Pierre, pero su colega sólo creía en las rupturas hacia adelante: México se radicalizaba, Julio no podía seguir en su torre de marfil. En la cripta de Porfirio Díaz, el tiempo volvía sobre sí mismo. En 1994 alguien anheló ahí el remoto edén del orden y la fuerza. La lluvia empezó a caer, no tanto para honrar poéticamente a Vallejo, sino para inquietar a Julio con un cosquilleo frío en las ropas, como arañas del tiempo. Sus parientes lo instaban a regresar a México como si él fuera un exiliado de la Revolución y al fin pudiera repatriarse con decoro. «No ganó la derecha: perdió el PRI», Leiris tenía muy claras sus prioridades.
Julio decidió volver a México por un año, sin compartir del todo las razones de Leiris; caminaba por París con aire de sonámbulo, como si ya recordara el paisaje a la distancia.
¿Por qué soportaba la guerrilla de nervios que significaba hablar con su colega? Jean-Pierre pensaba que los otros existían para ser corregidos. Julio Valdivieso aprovechaba esta tendencia pasándole los trabajos de fin de curso que debía revisar. Hacía cuatro años que el Hombre de Negro calificaba en forma indirecta a sus alumnos (consciente del excesivo rigor de Leiris, Julio se ocupaba de subir todas las notas).


—¿Entonces qué? ¿La ola de racismo te expulsó de Europa? —el Vikingo mordía una galleta con abundante salsa.
Julio no tuvo necesidad de responder porque Juan Ruiz había ido a Los Guajolotes a hablar sin tregua ni concierto. La única función de su interlocutor consistía en tener cara.
Había regresado a México para satisfacer a Paola y sus exigencias de exotismo, para aclararle a Félix Rovirosa que no era el miembro fantasma del patronato (alguien incapaz de reaccionar al tenedor que metía en el plato de Paola), para mostrarle a Leiris su capacidad de cerrar un libro para entrar en la realidad. Seguramente había más razones, pero ninguna de ellas incluía al Vikingo, y sin embargo, al respirar sus palabras cargadas de tequila, le vino a la mente el nombre que tantas veces se decía y durante años representó el dolor de estar lejos de México. Nieves no fue con él. Había muchas formas de evocar su ausencia y demostrar por qué era decisiva. Ahora, ante el caldo xóchitl y los flotantes trocitos de cilantro, le llegó una de las muchas escenas que convocaba ese nombre idolatrado y perdido.
Estaba en una terraza, en Puerto Vallarta, viendo un atardecer perfecto, el disco de fuego que se hundía en un mar azul ultramarino. El sitio se llamaba Las Palomas; el Flaco Cerejido bebía un coctel margarita en un vaso para turistas, del tamaño de un florero. Julio había regresado por unos días a México para participar en un congreso, y aceptó la invitación del Flaco a Vallarta. Nieves acababa de morir.
Caminaron horas por la playa; como siempre, el Flaco lo hizo sentir bien con su curiosidad, como si la vida de Julio fuera intrincadísima. Le preguntaba las minucias más absurdas; si aún extrañaba el chile piquín, tonterías por el estilo. Con los años, la amistad de Cerejido se había vuelto imprescindible precisamente por esas bagatelas. Alguien se acordaba de los detalles, custodiaba su vida en México como si no se hubiera ido, o no del todo.
El Flaco llegó a Vallarta con su bronceado de sociedad civil. Había militado en numerosas siglas de la izquierda (PMT, PSUM, PRD) y apoyaba reivindicaciones que lo hacían gritar en Paseo de la Reforma y soportar horas de sol y discursos en el Hemiciclo a Juárez.
Cerejido sugirió los días en Puerto Vallarta porque un amigo le prestó un departamento y porque Nieves le había dejado un mensaje para Julio, algo simple, pero que no podía transmitir así nomás.
Los tres se conocían desde la infancia en San Luis. El Flaco vivía a tres casas de la suya, sobre una fabulosa tienda de refacciones eléctricas, que olía a inventos futuros y tenía miles de cajones llenos de resistencias como arañas de alambre y bulbos que se encendían como tubérculos hechizados.
Compartieron vacaciones en la hacienda de Los Cominos, donde también el Flaco se sometió a la precisa y cautivadora tiranía de Nieves. Quizá la amó en secreto, como se amaba en esas casas viejas, con miedo y vocación de martirio, con ganas de ser uno de los santos torturados que decoraban las paredes. En casa de los Cerejido había menos cuadros piadosos que en la de Julio, pero algunos recordaba. Un San Andrés crucificado en equis, un Cristo con estigmas al rojo vivo.
Según contó en Las Palomas de Puerto Vallarta, el Flaco veía poco a Nieves en los últimos tiempos. Ella tenía sus hijos, sus asuntos, un marido que la llevaba mucho a Monterrey, pasaba ocasionales vacaciones en Tampico, el puerto al que los tres llegaron en una borrachera adolescente, después de manejar la noche entera desde San Luis. La prima de Julio se había convertido en una mujer asombrosamente normal, del todo ajena al destino que presagiaban su risa y sus impulsos juveniles. Esto le dolía a Julio, como si fuese responsable de esa medianía, por más que fue ella quien faltó a la cita para huir juntos.
Dos o tres meses antes de que Nieves se quedara dormida en el coche que manejaba en la recta de Matehuala, el Flaco Cerejido se la encontró en San Luis, en la chocolatería Constanzo, la de ellos, la del centro de la ciudad, no las nuevas que seguían la dispersión de los nuevos centros comerciales. Nieves sostenía una caja de madera decorada con flores y soltó una de esas frases vagas, ambiguas, que adquieren coherencia retrospectiva cuando pasa algo terrible. Le preguntó al Flaco por Julio y le pidió que si acaso lo veía le dijera que ella estaba bien. No lo había olvidado, pero estaba bien. Llevaba una pequeña cruz de plata en el cuello, discreta, nada ostentosa, que la asimilaba a tantas señoras de camioneta Suburban o Cherokee de San Luis. El Flaco vio a los hijos de Nieves asomando del coche, allá afuera. Ella se despidió de prisa: «Dile a Julio que me acuerdo de él cada que leo Pasado en claro.»
Ante el Pacífico teñido de rojo por el crepúsculo, Julio recordó para sí mismo: «Familias, / criaderos de alacranes...» El poema de Paz les había servido de contraseña en su amor furtivo; ahora esa transgresión era un tiempo sin muchas vueltas, que no ameritaba puesta en claro. Le gustó que Nieves pensara en él y se lo dijera a su mejor amigo; también, que se mantuviera fiel a la poesía en la vida de ranchera rica que Julio le atribuía. Para el Flaco, la entrevista tuvo un tono de despedida profética, pero sólo lo pensó al enterarse del accidente en el que Nieves y su marido perdieron la vida, con la lógica artificial de todo destino que se piensa hacia atrás.
En Vallarta Julio disfrutó la compañía del Flaco, casi siempre silenciosa —los pasos de un gato en la sombra, la presencia que importa porque no se advierte—, antes de volver a Europa, a la fría Lovaina, por esos tiempos.


Juan Ruiz había pasado por dos matrimonios fallidos en medio de toda clase de affaires. Las mujeres habían sido para él un derroche del que estaba orgulloso pero en el que ya no quería incurrir. Se sentía como un piloto que ha chocado demasiados coches, un sobreviviente de lujo, al que le sobraban cicatrices. Naturalmente, estaba enamorado de una actriz de veintidós años.
Vio a Julio con ojos inyectados de sangre y le contó que había hecho un comercial siguiendo el desafío de Mallarmé del soneto en «IX» (llevaba la cuenta de lavadoras Bendix) por el que recibió varios premios, uno de ellos en el fuerte de San Diego, en Acapulco, con reflectores orientados hacia el cielo y edecanes de calidad playmate. Ahí había conocido a su novia actual.
—Perdón por tanto rodeo, manejar en esta ciudad te acostumbra a evitar las líneas rectas.
—¿Dejaste los clavados? —le preguntó Julio, sintiendo el cansancio en los párpados.
El restorán se llenaba con gente que venía de la plaza.
El Vikingo dijo que ya sólo se lanzaba de clavado al tequila y describió su desastrosa vida actual. Tenía un hijo en Cancún, que trabajaba de Hombre Langosta para anunciar una marisquería; su segunda mujer padecía ataques de vértigo y apenas le permitía ver a la hija que tuvo con ella; su novia de veintidós años le había exigido que instalara un gimnasio absurdo en la casa de campo que acababa de construir en Xochitepec.
Julio recordó una lejana sesión en el taller de Orlando Barbosa. Él había leído un inolvidable cuento infame. El taller se celebraba las noches del miércoles, en el piso 10 de Rectoría, las oficinas que habían dejado libres los burócratas; por los ventanales se veía la sombra del estadio olímpico. El resto del campus era una mancha negra. Nunca antes Julio había puesto tanto de sí mismo como en el relato que leyó ese miércoles. Escribió con desolladora franqueza, confiado en la virtud intrínseca de la autenticidad. La trama copiaba la relación con su prima. Describió el vello púbico de Nieves, erizado junto a los labios vaginales, terso y muy escaso en el monte de Venus, con un dejo de talco que recordaba a la niña de otros tiempos. Ningún cuento suyo sonó tan falso como esa confesión genuina. Los más aventajados del taller no creyeron una palabra: Julio era virgen. Faltaba veracidad, olor a cama, semen, el sexo abierto como un caracol enrojecido, según proclamaba un poeta recién premiado con el Casa de las Américas. Julio no sólo escribía mal: no cogía, o no cogía en serio. Aunque estaba prohibido defenderse, él balbuceó algo sobre el meollo del asunto y Orlando Barbosa lo atajó con un albur: «Lo que a esta mujer le falta es precisamente meollo.» Durante tres o cuatro sesiones agraviantes a Julio le dijeron el Meollo.
La tarde en que descubrió que la verdad descrita con minucia no siempre es literaria, el Vikingo tuvo la generosidad de cancelar la sonrisa con que oía los textos, su rictus de solidaridad en la derrota («a mí sí me gusta»). El cuento ni siquiera ameritaba esa compasión. Juan Ruiz se limitó a pasarle un brazo por la espalda. Lo acompañó los diez pisos de horror que los separaban de la planta baja. ¡Qué asesina podía ser la memoria! Hasta unos segundos atrás, Julio tenía presente su inolvidable cuento infame, pero había olvidado la mano decisiva del Vikingo que lo ayudó a salir del edificio sin desplomarse. Sólo ahora que su amigo era un desastre recuperaba ese gesto.
—Ahora ando en otros rollos —el Vikingo le puso una alarmante cantidad de sal a su taco de chicharrón de pavo—. Una onda supergenial y escabrosa. A ver, te cuento.
Su voz recobró ímpetu. La novia de veintidós años se llamaba Vladimira Vieyra, nombre tan vergonzoso que hacía soportable el seudónimo de Vlady Vey. Se habían conocido en aquella premiación en el fuerte de San Diego, entre los reflectores orientados al cielo, como una plegaria para que Acapulco fuera Hollywood. Él sostenía un trofeo que le daba autoridad, un atlante de Tula cromado, como un invasor extraterrestre (de hecho, las edecanes les decían «astronautas» a los trofeos; no sabían que eran figuras toltecas).
Vlady Vey le gustó a pesar del abismo mental que anunciaba su mirada. La invitó a su siguiente comercial, de Pato Purific. De un mundo que aceptaba un producto llamado así, se podía esperar cualquier cosa, incluyendo: 1) que fuera excitante verla acariciar la botella de Pato Purific, y 2) que ella se excitara acariciando a un publicista de cincuenta años. A partir de entonces, Juan Ruiz la tomó bajo custodia. Vlady Vey estaba transformada. No sabía que los griegos iban antes que los romanos, pero era algo más que una belleza que cachondea envases y confía en la expresividad poscoital de su pelo revuelto.
—Es de Los Mochis —el Vikingo resopló, como si soltara una confesión difícil.
—¿Y?
—Está buenísima pero es muy bronca. Los diálogos de una telenovela le suenan como Lope de Vega.
Julio se dispuso, fascinado, a escuchar horrores de la mujer que cautivaba al Vikingo Juan Ruiz.
El complejo de inseguridad de Vlady era tan grave que se preocupó de lo único de lo que no valía la pena preocuparse: su cuerpo. Después de sexualizar el Pato Purific, debutó como actriz en escenas que casi siempre incluían una alberca, un gimnasio, un río que debía cruzar con el agua hasta los pechos. Aunque sólo la contrataban por sus méritos biológicos, ella temía que en cualquier momento le brotara la verruga de la mala suerte.
Una noche llegó llorando al departamento del Vikingo porque había tenido que decir «parafernalia» en un diálogo, nada muy dañino, por supuesto, pero preocupante para alguien que no sabía lo que significaba «parafernalia». El director de escena, una gloria del teatro universitario que odiaba las telenovelas de las que vivía, expuso la ignorancia de Vlady ante los demás actores con el sadismo con el que había logrado que algunas de las mujeres más hermosas de México fueran sus amantes.
Vlady no pertenecía a la legión de las mujeres ofendibles. Estaba ofendida de antemano. Tampoco sucumbía a los encantos de la crueldad. La humillación del director le arruinó el día y casi la vida. Esa misma tarde conversó con su maquillista sobre un tema infinito: lo delgados que eran sus labios. De nada sirvieron los comentarios de Juan Ruiz cuando ella lloró en su departamento. El avión suicida de Vlady Vey había despegado.
En los comerciales de televisión, los fotógrafos le pedían que «relajara» la boca, lo cual significaba que debía adoptar el gesto de quien se dispone a chupar algo desconocido. Si se lo pedían tanto no era porque disfrutaran de su sugerente oralidad, sino porque sus labios estaban flacos.
El Drama de Parafernalia terminó así: Vlady se inyectó colágeno. Nadie volvería a pedirle que relajara la boca porque la tendría en perpetuo estado de excitación. Todo dependía de que el cirujano plástico actuara conforme a la estética pitagórica. El Vikingo bebió un largo trago: la operación no fue pitagórica:
—Salió de la chingada. Le quedó un gesto de disgusto. Muy ojete. Hasta cuando sonríe se ve de malas. Tiene veintidós años y ya sólo le ofrecen papeles de villana. Por eso me urgía verte.
Julio sentía los párpados de arena y una confusión mental que no sólo provenía de su cansancio.
Las televisiones repetían la corrida. Algunos fanáticos coreaban oles. El Vikingo se levantó para ir al baño. Julio fue tras él.
Había olvidado los urinarios llenos de hielos y bolas de naftalina. Un placer bizarro derretir hielos fragantes.
—Estoy que me caigo —dijo Julio—. Si no me das cocaína o cacahuates me desmayo.
—¿Lo dices en serio?
—Lo de los cacahuates fue broma.
Sin esperar otra respuesta, el Vikingo sacó un teléfono celular de uno de los muchos bolsillos de su chaleco. Marcó un número, dijo que hablaba de parte de Juanjo, saludó a una persona por su apodo: el Borrado.
—Ningún servicio funciona mejor en México —el Vikingo guardó su celular—. No pensé que los académicos fueran tan atacados.
—Sólo para adaptarnos a México.
Las veces que Julio había tomado cocaína había estado en el país.
Veinte minutos después, un tipo delgado, vestido como oficinista sin relieve (saco que no combinaba con el pantalón, corbata color aguacate), entró en Los Guajolotes y buscó el chaleco descrito por el Vikingo. El Borrado.
Se sentó unos segundos a la mesa, tomó el billete que el Vikingo había envuelto en una servilleta de papel, entregó un sobre de Federal Express:
—Mensajería urgente —sonrió con dientes afilados.
En su segundo trayecto al baño, Julio fue observado por las mujeres de la mesa de junto, «rubias de sombra», como las que él describió en su cuento. Debían de tener unos cuarenta años bien llevados; sin embargo, un brillo molesto les inquietaba la mirada, un brillo alimentado de un rencor que pretendían convertir en una virtud altiva. No habían dejado de revisar a Julio y al Vikingo, aunque tal vez lo hicieran para irritar a sus maridos, que habían dedicado sus últimos veinte años a engordar como signo de opulencia. O tal vez los veían con la intensa curiosidad que les suscitaban los pobres diablos con los que por suerte no se casaron.
Inhaló en el baño y el beneficio fue instantáneo. ¡Qué intoxicada delicia estar en México! Se lavó la cara con agua fría y se pasó las manos por las sienes con un furor sensual, sintiéndose despierto, alerta, capaz de doblar esquinas, recorrer distancias, fracturar a todo Supertramp. Se sintió, por definirse de algún modo, como un «archipiélago de soledades». En su condición de profesor en éxtasis, nada se le ajustaba más que esa definición del grupo de Contemporáneos. Julio era la corriente que unía sus muchas soledades. No una isla mental, aislada por la droga, sino un archipiélago, un torrente, el agua quemante de tan fría que azotaba sus partes sueltas.
El Vikingo inhaló en el compartimiento de al lado. Desde ahí dijo:
—¿Te sigo contando?
Regresaron al restorán con paso de comando. El Vikingo al frente, como si volviera a la plataforma de clavados.
Pidió otra ronda de tequilas y tomó a Julio del antebrazo:
—Adoro a Vlady, cabrón. Me la estoy jugando con ella al todo por el todo. Te digo que tengo un hijo en Cancún que trabaja de Hombre Langosta. También tengo una hija en Bosque de Las Lomas y la veo todavía menos. No puedo seguir improvisando.
Antes del colágeno, el Vikingo creía estar enculado con Vlady; sólo después, al verla llorar de desesperación, supo que la amaba con locura. Estaría con ella, sin que importara la forma en que su boca desairaba al mundo.
Juan Ruiz dejó la publicidad para escribir guiones de acendrado sentimentalismo. En las agencias había aprendido a hacerle creer a los anunciantes que sus ideas se le ocurrían a ellos. Esta destreza le ayudó a conseguir benefactores para la carrera de Vlady. Ahora estaba fascinado y aterrado. Contaba con apoyos casi inverosímiles para un megaproyecto:
—El tema es genial.
Julio se hizo un poco para atrás, estudió las facciones de su amigo, enrojecidas por la intensidad de su discurso. ¿Lo que diría a continuación sería suficiente para justificar las miradas de interés de las acaudaladas rubias en la mesa de junto?
—La guerra cristera.
Juan Ruiz sorbió tequila con suficiente lentitud para simular una comunión.
—Hace falta un melodrama que una a México —prosiguió el Vikingo—. Es increíble que una rebelión popular se haya silenciado de ese modo. Todo mundo es más o menos católico pero el PRI hizo hasta lo imposible por ocultar la verdad sobre los cristeros. Es una deuda moral que viene de los años veinte. Esa gente sólo luchaba por que la dejaran rezar, gente pobrísima, como la que murió en la Revolución. ¿Te das cuenta de la injusticia?
Julio supuso que no eran ésos los argumentos con los que su amigo convencía a los productores.
—Ahora que hay democracia y el PAN parte el queso, la Iglesia se ha vuelto chic y podemos hablar de la represión más silenciada de México.
—Supongo que Vlady tiene un papel.
—Es el meollo del asunto. ¿Te acuerdas de cuando te decíamos Meollo? ¡Qué cuento tan pinche escribiste!
—Para eso volví a México, para que me lo recordaras.
—Si te ofendes es que la coca es mala. Los productos que maneja el Borrado te vuelven inmune a las ofensas, al menos a las mías —el Vikingo sonrió, abriendo mucho la mandíbula.
«Una quijada marioneta, de cascanueces de madera», pensó Julio.
—Acaba de una vez —dijo—. Quiero saber por qué estoy contigo. Digo, aparte del gusto de verte.
—Sí, Vlady tiene un papel estelar. Con la iluminación adecuada, su cara es la de una mártir; deja de parecer una quejosa insoportable y se transforma en alguien que sufre a conciencia, por una causa. Será la hija de un hacendado de los Altos de Jalisco. Deja todo (pretendientes, caballos, jolgorios) con tal de apoyar la fe. Las mujeres jugaron un papel decisivo en la Cristiada. Viajaban en tren para transportar municiones. Llevaban verdaderos arsenales bajo las faldas. ¿Hay algo más cachondo que la lencería con explosivos? Aparte de las escenas semieróticas (la tele nacional no da para mucho, ya lo sabes), habrá una trama documentadísima. El criterio de autenticidad es tan fuerte que ¿sabes cómo se llama Vlady en la historia? Vladimira. ¡Su nombre real! Se acabaron las María Vanessa y las Yazmín Julieta. La gente ya no se traga la historia de la sirvienta de ojos azules, ya pasó la época de la otomí que es una princesa clandestina. Vladimira es una mujer de a de veras, que se jode y resiste y espera más de setenta años para que el país se entere de su historia. Antes de que me crucifiques, te digo
que no estoy en esto por beatería. Lo que contamos es la puritita verdad. Además, el catolicismo permite mucho morbo.
—¿Cómo se llama la telenovela?
—Por el amor de Dios.
Esa noche Julio Valdivieso quiso saber muchas cosas que no le importaban. La telenovela sería vista por veinte millones, un hito en la cultura nacional. Habría escenas fuertes: ahorcados, fusilamientos, torturados, la incómoda verdad.
    Hubiera sido capaz de compartir su torta especial de chorizo a cambio de que Jean-Pierre Leiris escuchara que México había entrado a la democracia para recuperar su fervor católico. Eso era el futuro: un viaje atrás, al punto donde la patria erró el camino.
—¿Por qué estoy aquí? Perdóname por ser directo.
—Ya lo sé, no vives en México, las cosas se te escapan —el Vikingo sorbió el exprés que acababan de traerle, en el que había exigido una cascarita de limón—. Hablé con tu tío Donasiano. Félix Rovirosa me pasó sus señas. Queremos filmar en Los Cominos. Treinta mil dólares por tres meses de renta. Tu sueldo sería aparte.
—¿Mi sueldo?
—Tu tío lleva años juntando papeles. Me dio cartas, fotos, actas de nacimiento, demandas, cosas de tu familia, papeles que se extienden de Jalisco a San Luis Potosí. Una tercera parte del territorio estuvo en manos de los cristeros; hay miles de datos cotidianos de la época, pero todo está hecho un desmadre. Tú puedes trazar conexiones, reconstruir circunstancias reales. ¡Tu tío me dijo que te llamas Julio por el Niño de los Gallos, el personaje del corrido! No te pido la información básica, para eso tenemos historiadores. Lo tuyo es distinto: ármame el archivo de tu tribu. Te ayudará a regresar a México. Y no te molestarán los cuatro mil dólares mensuales.
En la mesa aledaña, una rubia cambiaba la intensidad de su mirada y se aburría ante sus uñas color nácar.
—La cosa va en serio. Estamos hablando de cien capítulos, ciento cincuenta si nos va de lujo. Entre investigación y rodaje es un año de trabajo. No está mal para un sabático, ¿verdad?
—No sé un carajo de la guerra cristera.
—Son historias de gente tuya, te costará muy poco reconocerlos. Tu familia padeció y nadie les ha hecho justicia. Ya lo dijo Marx: la historia ocurre dos veces, primero como tragedia, luego como telenovela.
—¿Y si lo pienso?
—Ya lo pensaste.
—Por Dios, hombre, unos días...
¡Por el amor de Dios!

sábado, 16 de agosto de 2014

Alan Pauls. Novela: El pasado.


Alan Pauls.
(Buenos Aires, 22 de abril de 1959) es un escritor, crítico literario y guionista argentino, ganador del Premio Herralde 2003.
Obtuvo fama internacional con su cuarta novela, El pasado, que ganó el Premio Herralde 2003 y que cuatro años más tarde fue llevada al cine con el mismo nombre por Héctor Babenco.
Como crítico, `ha escrito algunas páginas definitivas sobre los más grandes escritores argentinos: Puig, Borges, Arlt, Mansilla`.1
Pauls ha enseñado teoría literaria en la Universidad de Buenos Aires y ha trabajado como periodista en el suplemento cultural del diario Página/12.

Sus novelas, ensayos y cuentos han sido traducidos a numerosos idiomas.
Pauls Alan El Pasado
RESEÑA:
Dividida en cuatro partes, esta extensa novela, ambientada en Buenos Aires narra los avatares de la relación entre un traductor (Rímini) y una psicoanalista (Sofía) desde el momento de la separación de la pareja, tras diez años de convivencia, hasta su reconciliación varios años después. A lo largo de su soltería «recobrada» Rímini emprende un itinerario de escapismo en el que entra a fondo en el mundo de la cocaína y el sexo hasta que su deteriorada autoestima se desmorona hasta la anulación total. Años después, tras unos cuantos días de encarcelamiento por haber robado un Riltse a Nancy, su adinerada amante que lo ha traicionado, Rímini se encuentra con Sofía, quien además de pagar la fianza para su liberación, decide reincorporarlo a su nueva vida y a su nuevo piso.
Fuente: N.N.

viernes, 15 de agosto de 2014

Reverso, espejos y mundos: El lugar sin límites de José Donoso.


Reverso, espejos y mundos: El lugar sin límites de José Donoso
por Bárbara González G.
Artículo publicado el 08/11/2006.
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XVII.
Como reacción a la literatura mimética criollista y regionalista de la primera mitad del siglo XX, en la década de los años 60’s se desarrolla en Latinoamérica un movimiento llamado el “Boom”, quizás referido despectivamente por aquellos que pensaron que sería una tendencia fugaz que no tendría repercusiones a futuro. Sin embargo, quienes lo componían, tenían una clara conciencia de lo que estaban fraguando con sus propias manos y mentes. Al ser plenamente concientes de la situación social e histórica de Latinoamérica, estas ideas revolucionarias se esparcieron y tomaron una trascendencia quizás insospechada para la época. La superación del realismo imperante que deja atrás el servilismo a una técnica o temática establecida, es uno de los principales motores que mueven a autores como Ernesto Sábato, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, e incluso al mismo José Donoso. La idea fundamental de estos y otros autores es dar un vuelco a las directrices imperantes y enfocarse en modelos externos para crear literatura social. A ellos les debemos la internacionalización de lo hispanoamericano, pues el criterio comienza a abandonar lo regionalista y Europa mira hacia Hispanoamérica, desenterrando a la, antes, literatura marginal.

En el presente trabajo, se hará un análisis de la obra El lugar sin límites (1965) del autor nacional José Donoso. Tomando como base los antecedentes no miméticos de la literatura de Boom, este análisis se centrará en la presentación de los mundos que plantea la obra, las técnicas que se utilizan para lograrlos y la interpretación, tanto dentro del texto, como fuera de él, de estos mundos.

Para comenzar, El lugar sin límites, cuenta la historia de varios de los habitantes del pueblo de Estación El Olivo, donde destacan, principalmente, las figuras de Don Alejo, la Manuela, la Japonesita, y la visita de todas las vendimias, Pancho Vega.

Desde el inicio de la narración, es posible asistir a la decadencia de este pueblo, una decadencia que comenzó con la llegada de la Manuela y una decadencia que se presenta netamente como finalización del mundo al revés, tomando en cuenta la definición de carnaval dada por Bakhtin. Esto se da como contraparte de lo que sucede hasta ese entonces en la literatura: mimesis, arquetipos y presentaciones realistas de la sociedad.

La Manuela es quien, con su llegada, introduce a El Olivo en el carnaval, disfrazándolo y disfrazándose para dar rienda suelta a los impulsos del sujeto, dejando atrás, de esta manera, las convenciones sociales como culturales. Es en este personaje donde se da la esencia del carnaval: la fusión de contrarios. Asistimos a la presentación de un travesti que lleva en su cuerpo, tanto el mundo del carnaval como la negación a lo establecido, es decir, a su calidad de ser masculino, la cual es invertida para dar paso al personaje, a la representación carnavalesca.

De esta manera, comienzan a darse las inversiones, tanto de los personajes de la obra, como de las relaciones que dentro de ella se formulan: prostitutas decadentes, patrones egoístas y una cuidad cuyo centro es un burdel. Sin embargo, existe una relación en particular que se mantiene como cable a tierra dentro de este mundo trastocado, una convención que existe para conservar la verosimilitud del relato y que representa la realidad que hace patente la existencia de un mundo al revés. Sobre la base del contraste entre lo real y lo inverso se reconoce, por una parte, la voz oficial y, por otra, el sentido de espejo invertido que representa El Olivo. Esta relación es la de patrón / sirviente, una relación que guía los hilos de la obra y que, como voz oficial, debe ser  destronada a través del carnaval.

Es así como, para destronar a esta voz oficial, toda interacción y presentación de caracteres dentro la obra, existen sobre la base del espectáculo y de la representación teatral. La Manuela el inicio, fuente e influencia de este mundo al revés. Ella es quien, originalmente, comienza el carnaval a través de sus bailes. Antes de su llegada, es posible hablar de una especie de paraíso, donde todo giraba en torno a la relación feudal que se establecía entre don Alejo y su pueblo. Sin embargo, después todo cambia. Ella es el carnaval y, por ende, la fusión de los opuestos. El vestido de española es la máscara a través de la cual acalla los convencionalismos y lucha contra ellos de manera inconsciente. En él esconde su sexo y da rienda suelta al mundo inverso: el de él / ella visto como una verdadera mujer.

De esta manera se va configurando el carnaval en El Olivo, y la mayor aprobación del mismo es la aceptación, por parte de don Alejo, de la Manuela. Este gesto, que se puede tomar como de buena voluntad, simplemente esconde las reales intenciones del creador de El Olivo. Es él quien debe apropiarse de todo lo que llegue a sus dominios y sacar el mejor provecho posible. Es por esto que don Alejo acepta el carnaval en El Olivo, pero solo por los beneficios que éste le puede acarrear. En la medida que él sea capaz de mantener contento al vasallaje, podrá obtener todo lo que de ellos desee, incluso sus cuerpos, tal como lo hizo con la Manuela, a través de la Japonesa Grande. De esta manera, Don Alejo acepta un carnaval, pero bajo sus condiciones y bajo su mirada omnipresente. Es por esta razón que la relación de vasallaje jamás se rompe dentro de su mundo, aunque sí lo hace fuera de él: Pancho logra su independencia a través del contacto con el exterior y la declara en la hacienda de don Alejo, lugar que no es parte del mundo creado por este último.

Como ya se mencionó, el baluarte de la polisemia carnavalesca está en el personaje de la Manuela. La femineidad que ella presenta en su diario vivir posee una doble significación dentro de la obra. En primer lugar, la de hombre que procrea. Es decir, ella, quien se sabe hombre, en el acto sexual, es seducido y conducido como mujer, dando a luz a su hija. Y, en segundo lugar, a través de la función de objeto. Ella es un objeto a poseer, tanto por hombres como por mujeres. Este máscara le otorga la opción de dejar atrás su representación masculina  que se descubre como un objeto poseído y dominado por una verdadera mujer, por su hija, la Japonesita quien, como todas las mujeres del pueblo, lleva las riendas y ve al hombre solo como proveedor, tanto de placer carnal, como de dinero.

De esta forma, dentro de la dinámica que se da al interior del pueblo, la Japonesita representa la realidad, un ser sin máscaras, que no se debe confundir con instutucional. Ella es la mujer verdadera, por lo tanto, tiene poder sobre la Manuela, quien está consciente de su desventaja y se deja dominar. La realidad de la Japonesita es ausencia para la Manuela. Es decir, la Japonesita representa lo que la Manuela jamás podrá ser: primero que todo, mujer, y segundo, joven.

Es así como los opuestos se funden en El Olivo: la Japonesita representa la realidad, el ser verdadero y sin disfraz, mientras que la Manuela es la carnavalización de esta realidad, su opuesto, pero un opuesto complementario. La Manuela solo se define como hombre o como mujer en funciónde su relación con la Japonesita. Sin ella no podría ser mujer, pues a través de ella es madre y posee a Pancho, ni tampoco podría recordar su condición masculina, pues es ella quien constantemente la llama “papá” y busca su protección y amparo viril. Es por esto que El Olivo se transforma en un gran espejo donde todos conviven con su otro y donde existe la opción de asumirlo o de obviarlo, a conveniencia.

Como centro del carnaval, todos los personajes acceden de una u otra forma a la Manuela y forman parte del festejo, aunque sea momentáneamente. De esta manera, y a través de la fusión de contrarios, los diversos personajes se olvidan de sí cuando están en el festejo, pero, a la vez, accedan a la revelación de sus auténticos seres. Esto es lo que sucede con Pancho, quien, en principio, se deja llevar por el carnaval, disfruta de su máscara pero, en el último encuentro, se le es revela su verdadera esencia. La Manuela actúa como el imput en la conciencia de Pancho y le revela su ser.

En el desplazamiento que se produce entre la suerte de la Japonesita con la visita de Pancho, su primera vez en el acto sexual, y lo que finalmente sucede con la Manuela, se reafirma, por una parte, la situación de opuestos complementarios de estos dos personajes y, por otra, el hecho de que, mediante este acto, se produce una transformación en Pancho: al hombre se le cae su máscara, su posición de macho. Esto produce un cambio en el mundo interior del personaje: reconoce su posición en El Olivo y su condición de homosexual reprimido. Es por esto que, al violentar sexualmente a la Manuela, Pancho le mantiene encima el vestido desgarrado. El vestido, que representa la femineidad de la Manuela, nunca es rasgado totalmente y, en ese momento en particular, ayuda a conservar el sentido de los opuestos. El desgarrarlo totalmente implicaría entrar en lo real, acallar la voz carnavalesca, asumir lo que se prefiere obviar y que, al darse dentro de los límites del carnaval, está permitido… esa es la disculpa.

La vejación produce, también, un efecto de transmutación de mundos dentro de la Manuela: con el desgarro de su vestido, es rota su máscara, el teatro apaga sus luces y el carnaval termina. Al estar moribunda en los bordes del pueblo, asume su condición real de hombre, de ser del sexo masculino. El acto sexual mata a la niña y da paso al hombre, responde al acceso a la realidad sin caretas y al final de la representación carnavalesca, es decir, de los opuestos.

De esta manera, la obra se presenta como un constante cambio entre mundos internos (cada uno de los personajes vistos como mundos individuales, mediante la polifonía) y desplazamientos simbólicos a través de imágenes especulares (conciencia de la inversión del yo en el otro) dentro de un lugar delimitado. Paradójicamente, este lugar sin límites es cerrado, aislado y enclaustrado, pero dentro de él se transgreden los límites eternamente y se acepta lo que en otras circunstancias estaría vedado. El Olivo se presenta como el espejo invertido de la sociedad reflejada en la literatura criollista, es la caída de la concepción cultural de realidad y el descenso del ángel del paraíso a la tierra, creando el infierno. El motivo por el cual este “lugar sin límites”, este mundo creado sobre la base del carnaval, se trasforma en infierno, es porque todas las máscaras van cayendo lentamente y se van hundiendo en la tierra, tal como lo hace el burdel. Al quedar todos al descubierto, las cosas se descontrolan y pierden sentido: el carnaval no es eterno, por lo tanto, a su finalización, se produce un lento descenso al abismo.

El paso del personaje emblema del carnaval, la Manuela, a un estado de pseudo conciencia de la realidad, termina por matar la representación. El desplazamiento de mundos que realiza la Manuela da cuenta de que el universo que se representa en El Olivo debe desaparecer. Así como las máscaras están cayendo, El Olivo debe terminar de hundirse en la tierra que lo vio nacer.
Bibliografía

    Donoso, José. El lugar sin límites. Alfaguara. Santiago. 1995

    Gutiérrez Mouat, Ricardo. José Donoso: impostura e importación: la modelización lúdica y carnavalesca de una producción literaria. “La modelización lúdica en El lugar sin límites”. Gaithersburg. Hispanoamérica. 198-. (Págs. 119 – 143)
http://critica.cl/literatura/reverso-espejos-y-mundos-el-lugar-sin-limites-de-jose-donoso

jueves, 14 de agosto de 2014

Juan Josè Saer. Novela: EL ENTENADO.


Juan Jose Saer nació en Serodino, ubicado en la provincia de Santa Fe, Argentina, el 28 de junio de 1937. Enseñó `Historia del Cine y Crítica y Estética Cinematográfica` en la Universidad del Litoral, y en 1968 se instaló en París, donde falleció el 11 de junio de 2005, tras sufrir cáncer de pulmón.

Su obra narrativa abarca los géneros más disímiles, habiendo hecho incursiones en poesía, cuento, ensayo y novela, indudablemente su predilecto. Entre las mismas encontramos:

` En la zona (1960)
` Responso (1964)
` Palo y hueso (1965)
` La vuelta completa (1966)
` Unidad de lugar (1967)
` Cicatrices (1968)
` El limonero real (1974)
` La mayor (1976)
` Nadie nada nunca (1980)
` Narraciones (1983)
` El entenado (1983)
` Glosa (1986)
` El arte de narrar (1988)
` La ocasión (1988). Con esta novela ganó el Premio Nadal en 1987.
` El río sin orillas (1991)
` Lo imborrable (1993)
` La pesquisa (1994)
` El concepto de ficción (1997)
` Las nubes (1997)
` La grande (2005)

http://www.literatura.org/Saer/Saer.html

Juan José Saer nació en Serodino (Provincia de Santa Fe) el 28 de junio de 1937. Fue profesor de la Universidad Nacional del Litoral, donde enseñó Historia del Cine y Crítica y Estética Cinematográfica. En 1968 se radicó en París. Su vasta obra narrativa, considerada una de las máximas expresiones de la literatura argentina contemporánea, abarca cuatro libros de cuentos -En la zona (1960), Palo y hueso (1965), Unidad de lugar (1967), La mayor (1976)- y diez novelas: Responso (1964), La vuelta completa (1966), Cicatrices (1969), El limonero real (1974), Nadie nada nunca (1980), El entenado (1983), Glosa (1985), La ocasión (1986, Premio Nadal), Lo imborrable (1992) y La pesquisa (1994). En 1983 publicó Narraciones, antología en dos volúmenes de sus relatos. En 1986 apareció Juan José Saer por Juan José Saer, selección de textos seguida de un estudio de María Teresa Gramuglio, y en 1988, Para una literatura sin atributos, conjunto de artículos y conferencias publicada en Francia. En 1991 publicó el ensayo El río sin orillas, con gran repercusión en la crítica, y en 1997, El concepto de ficción. Su producción poética está recogida en El arte de narrar (1977), paradójico título que expresa, quizás, el intento constante de Saer por -según sus propias palabras- `combinar poesía y narración`. Ha sido traducido al francés, inglés, alemán, italiano y portugués.
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El entenado narra la desventurada expedición española que a comienzos del siglo XVI es diezmada por una horda de antropófagos en los playones del Río de la Plata. El grumete de la tripulación, único sobreviviente, incursionará en el ámbito arcaico de los colastiné y se convertirá en memoria vital de aquellos rituales violentos ejecutados para darle continuidad a su mundo de imprecisiones. La larga convivencia entre la tribu se interrumpe cuando el entenado es arrastrado río abajo, hacia una flota de galeones anclada en la desembocadura. El mozalbete de 10 años atrás ha dado paso a un hombre alienado, reafirmado en la sensación de ser el extranjero de siempre, oculto al entendimiento de los otros. Saer, una de las voces más auténticas de la literatura argentina, fallecido en París en 2005, sostenía que `el lenguaje nunca alcanzaría para cubrir todo lo que el tiempo y el pensamiento reclaman`. El Entenado, más allá de ser una novela histórica o crónica de las primeras travesías de ultramar que propiciaron el establecimiento del régimen colonial en el Nuevo Mundo, es una historia sobre la soledad, el exilio interior, la precariedad del lenguaje para nominar el conflicto insoluble entre sociedad e individuo. `Cuando nos olvidamos, es que hemos perdido, sin duda alguna, menos memoria que deseo`, afirmará el entenado porque sabe que detrás de la escritura, con la que revalida su patente marginalidad, sólo hay silencio recorriendo las fístulas del tiempo. Estas líneas resumen el argumento de `El entenado`, la última obra del argentino -aunque residente en París- Juan José Saer (Santa Fé, 1937), considerado unánimemente por la crítica como uno de los mejores escritores en lengua castellana de la actualidad

(Fragmento de novela: El entenado).
De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo. Más de una vez me sentí diminu-to bajo ese azul dilatado: en la playa amarilla, éramos como hormigas en el centro de un desierto. Y si ahora que soy un viejo paso mis días en las ciudades, es por-que en ellas la vida es horizontal, porque las ciudades disimulan el cielo. Allá, de noche, en cambio, dormía-mos, a la intemperie, casi aplastados por las estrellas. Estaban como al alcance de la mano y eran grandes, in-numerables, sin mucha negrura entre una y otra, casi chisporroteantes, como si el cielo hubiese sido la pared acribillada de un volcán en actividad que dejase entre-ver por sus orificios la incandescencia interna.
La orfandad me empujó a los puertos. El olor del mar y del cáñamo humedecido, las velas lentas y rígi-das que se alejan y se aproximan, las conversaciones de viejos marineros, perfume múltiple de especias y amontonamiento de mercaderías, prostitutas, alcohol y capitanes, sonido y movimiento: todo eso me acunó, fue mi casa, me dio una educación y me ayudó a cre-cer, ocupando el lugar, hasta donde llega mi memoria, de un padre y una madre. Mandadero de putas y mari-nos, changador, durmiendo de tanto en tanto en casa de unos parientes pero la mayor parte del tiempo sobre las bolsas en los depósitos, fui dejando atrás, poco a poco, mi infancia, hasta que un día una de las putas pagó mis servicios con un acoplamiento gratuito —el primero, en mi caso- y un marino, de vuelta de un mandado, premió mi diligencia con un trago de alco-hol, y de ese modo me hice, como se dice, hombre.
Ya los puertos no me bastaban: me vino hambre de alta mar. La infancia atribuye a su propia ignoran-cia y torpeza la incomodidad del mundo; le parece que lejos, en la orilla opuesta del océano y de la experien-cia, la fruta es más sabrosa y más real, el sol más ama-rillo y benévolo, las palabras y los actos de los hombres más inteligibles, justos y definidos. Entusiasmado por estas convicciones -que eran también consecuencia de la miseria- me puse en campaña para embarcarme co-mo grumete, sin preocuparme demasiado por el desti-no exacto que elegiría: lo importante era alejarme del lugar en donde estaba, hacia un punto cualquiera, he-cho de intensidad y delicia, del horizonte circular.
En esos tiempos, como desde hacía unos veinte años se había descubierto que se podía llegar a ellas por el poniente, la moda eran las Indias; de allá volvían los barcos cargados de especias o maltrechos y andrajosos, después de haber derivado por mares desconocidos; en los puertos no se hablaba de otra cosa y el tema daba a veces un aire demencial a las miradas y a las conversa-ciones. Lo desconocido es una abstracción; lo conoci-do, un desierto; pero lo conocido a medias, lo vislum-brado, es el lugar perfecto para hacer ondular deseo y alucinación. En boca de los marinos todo se mezclaba; los chinos, los indios, un nuevo mundo, las piedras pre-ciosas, las especias, el oro, la codicia y la fábula. Se hablaba de ciudades pavimentadas de oro, del paraíso so-bre la tierra, de monstruos marinos que surgían súbi-tos del agua y que los marineros confundían con islas, hasta tal punto que desembarcaban sobre su lomo y acampaban entre las anfractuosidades de su piel pétrea y escamosa. Yo escuchaba esos rumores con asombro y palpitaciones; creyéndome, como todas las criaturas, destinado a toda gloria y al abrigo de toda catástrofe, a cada nueva relación que escuchaba, ya fuese dichosa o terrorífica, mis ganas de embarcarme se hacían cada vez más grandes. Por fin la ocasión se presentó: un capitán, piloto mayor del reino, organizaba una expedición a las Malucas, y conseguí que me conchabaran en ella.
No fue difícil. En los puertos se hablaba mucho, pero cuando el momento del embarque llegaba, eran pocos los que se presentaban. Más tarde comprende-ría por qué. Lo cierto es que obtuve el puesto de gru-mete, en la nave capitana, la principal de las tres que constituían la expedición, sin ninguna dificultad. Cuando llegué a conchabarme, se hubiese dicho que estaban esperándome; me recibieron con los brazos abiertos, me aseguraron que haríamos una excelente travesía y que volveríamos de Indias unos meses más tarde, cargados de tesoros. El capitán no estaba pre-sente; trabajaba en ese momento en la Corte, y llega-ría el día de la partida. El oficial que reclutaba me asig-nó una cama en el dormitorio de los marineros y me dijo que me presentara más tarde para recibir instruc-ciones sobre mi trabajo. En la semana que precedió a la partida, bajé casi todos los días a tierra a hacer man-dados para los oficiales e incluso para los marineros, sin demorarme en calles ni en tabernas porque el empleo de grumete me llenaba de orgullo y quería cum-plirlo a la perfección.
Por fin llegó el día de la partida. La víspera, el ca-pitán había aparecido con una comitiva discreta, ins-peccionando, con su segundo, hasta el último rincón de las naves. Cuando estuvimos en alta mar reunió a marineros y oficiales en cubierta y profirió una arenga breve exaltando la disciplina, el coraje, y el amor a Dios, al rey, y al trabajo. Era un hombre austero y distante, sin rudeza, y de vez en cuando se lo veía trabajar en cu-bierta con el mismo rigor que los marineros. A veces se paraba, solo, en el puente, con la mirada fija en el ho-rizonte vacío. Parecía no ver ni mar ni cielo, sino algo dentro de sí, como un recuerdo inacabable y lento; o tal vez el vacío del horizonte se instalaba en su interior y lo dejaba ahí, durante un buen rato, sin parpadear, pe-trificado sobre el puente. A mí me trataba con bondad distraída, como si uno de los dos estuviese ausente. La tripulación lo respetaba pero no le tenía miedo. Sus convicciones rigurosas parecían sabidas de memoria y las hacía aplicar hasta en los más mínimos detalles, pe-ro era como si también de ellas estuviese ausente. Se hubiese dicho que había dos capitanes: el que transmi-tía, con precisión matemática, órdenes que emanaban, sin duda, de la corona, y el que miraba fijo un punto invisible entre el mar y el cielo, sin parpadear, petrifi-cado sobre el puente.
En ese azul monótono, la travesía duró más de tres meses. A los pocos días de zarpar, nos internamos en un mar tórrido. Ahí fue donde empecé a percibir ese cielo ilimitado que nunca más se borraría de mi vida. El mar lo duplicaba. Las naves, una detrás de otra a distancia regular, parecían atravesar, lentas, el vacío de una inmensa esfera azulada que de noche se volvía negra, acribillada en la altura de puntos luminosos. No se veía un pez, un pájaro, una nube. Todo el mundo conocido reposaba sobre nuestros recuerdos. Nosotros éramos sus únicos garantes en ese medio liso y uniforme, de co-lor azul. El sol atestiguaba día a día, regular, cierta alte-ridad, rojo en el horizonte, incandescente y amarillo en el cenit. Pero era poca realidad. Al cabo de varias sema-nas nos alcanzó el delirio: nuestra sola convicción y nuestros meros recuerdos no eran fundamento sufi-ciente. Mar y cielo iban perdiendo nombre y sentido. Cuanto más rugosas eran la soga o la madera en el in-terior de los barcos, más ásperas las velas, más espesos los cuerpos que deambulaban en cubierta, más proble-mática se volvía su presencia. Se hubiese dicho, por mo-mentos, que no avanzábamos. Los tres barcos estaban, en fila irregular, a cierta distancia uno del otro, como pegados en el espacio azul. Había cambios de color, cuando el sol aparecía en el horizonte a nuestras espal-das y se hundía en el horizonte más allá de las proas in-móviles. El capitán contemplaba, desde el puente, como hechizado, esos cambios de color. A veces hubiésemos deseado, sin duda, la aparición de uno de esos mons-truos marinos que llenaban la conversación en los puertos. Pero ningún monstruo apareció.
En esa situación tan extraña le esperan, el grume-te, adversidades suplementarias. La ausencia de muje-res hace resaltar, poco a poco, la ambigüedad de sus for-mas juveniles, producto de su virilidad incompleta. Eso en que los marinos, honestos padres de familia, pien-san con repugnancia en los puertos, va pareciéndoles, durante la travesía, cada vez más natural, del mismo modo que el adorador de la propiedad privada, a me-dida que el hambre carcome sus principios, no ve en su imaginación sino desplumado y asado al pollo del vecino. Es de hacer notar también que la delicadeza no era la cualidad principal de esos marinos. Más de una vez, su única declaración de amor consistía en po-nerme un cuchillo en la garganta. Había que elegir, sin otra posibilidad, entre el honor y la vida. Dos o tres veces estuve a punto de quejarme al capitán, pero las amenazas decididas de mis pretendientes me disua-dieron. Finalmente, opté por la anuencia y por la in-triga, buscando la protección de los más fuertes y tra-tando de sacar partido de la situación. El trato con las mujeres del puerto me fue al fin y al cabo de utilidad. Con intuición de criatura me había dado cuenta, ob-servándolas, que venderse no era para ellas otra cosa que un modo de sobrevivir, y que en su forma de actuar el honor era eclipsado por la estrategia. Las cuestiones de gusto personal eran también superfluas. El vicio fundamental de los seres humanos es el de querer contra viento y marea seguir vivos y con buena salud, es querer actualizar a toda costa las imágenes de la es-peranza. Yo quería llegar a esas regiones paradisíacas: pasé, por lo tanto, de mano en mano y debo decir que, gracias a mi ambigüedad de imberbe, en ciertas oca-siones el comercio con esos marinos —que tenían algo de padre también, para el huérfano que yo era- me deparó algún placer: y en ese ir y venir estábamos cuando avistamos tierra.
La alegría fue grande; aliviados, llegábamos a ori-llas desconocidas que atestiguaban la diversidad. Esas playas amarillas, rodeadas de palmeras, desiertas en la luz cenital, nos ayudaban a olvidar la travesía larga, mo-nótona y sin accidentes de la que salíamos como de un período de locura. Con nuestros gritos de entusiasmo, le dábamos la bienvenida a la contingencia. Pasábamos de lo uniforme a la multiplicidad del acaecer. La lisura del mar se transformaba ante nuestros ojos en arena ári-da, en árboles que iniciaban, desde la orilla del agua, una perspectiva accidentada de barrancas, de colinas, de sel-vas; había pájaros, bestias, toda la variedad mineral, ve-getal y animal de la tierra excesiva y generosa. Teníamos enfrente un suelo firme en el que nos parecía posible plantar nuestro delirio. El capitán, que nos observaba desde el puente, no participaba, sin embargo, de nues-tro entusiasmo, como si no le incumbiese. Contempla-ba, al mismo tiempo, sin ver una ni otro, la tripulación y el paisaje, con una sonrisa ajena y pensativa insinua-da, no en su boca, sino más bien en su mirada. En su ca-ra comida por la barba, las arrugas alrededor de los ojos se volvían, a causa de su expresión, un poco más pro-fundas. A medida que íbamos acercándonos a la orilla, la euforia de la tripulación aumentaba. Final de penas y de incertidumbres, esa región mansa y terrena parecía benévola y, sobre todo, real. El capitán dio orden de an-clar y de preparar embarcaciones para dirigirse a tierra. Muchos marinos -e incluso algunos oficiales- ni siquie-ra esperaron que las embarcaciones estuviesen listas: se echaron al agua desde la borda y ganaron a nado la ori-lla. Llegaron antes que las embarcaciones. Mientras nos aproximábamos nos hacían señas, saltando en la orilla, sacudiendo los brazos, chorreando agua, semidesnudos y contentos: era tierra firme.
Al llegar, nos dispersamos como animales en es-tampida. Algunos se pusieron a correr sin finalidad, en línea recta y en todas direcciones; otros en círculo, en un espacio limitado; otros saltaban en el mismo lugar. Un grupo encendió una inmensa fogata y se quedó contemplando el fuego, cuyas llamas empalidecían en la luz de mediodía. Dos viejos, al pie de un árbol, se burlaban de un pájaro grande que no se decidía a par-tir y que chillaba, saltando de rama en rama. Hacia el fondo, tierra adentro, al pie de una loma, varios hom-bres perseguían a una gallinácea de plumaje multico-lor. Algunos se trepaban a los árboles, otros escarbaban el terreno. Uno, parado en la orilla, orinaba en el agua. Algunos, incomprensiblemente, habían preferido que-darse en el barco y nos contemplaban desde lejos, apo-yados en la borda. Al anochecer, estábamos todos reu-nidos en la playa, alrededor del fuego a cuyas brasas se cocinaban los productos de la caza y de la pesca. Cuan-do llegó la noche, las llamas iluminaban las caras bar-budas y sudorosas de los marinos sentados en círculo. Uno, un viejo, se puso a cantar. Los otros lo acompañá-bamos golpeando las manos. Después, poco a poco, el cansancio nos fue ganando, mientras el fuego se con-sumía. Había quienes cabeceaban ya de sentados, quie-nes se recostaban de lado en la arena tibia, quienes iban a buscarse un lugar al abrigo del sereno, al pie de la lo-ma o bajo un árbol. Diez o doce tomaron una embar-cación y se fueron a dormir a las naves. El silencio fue instalándose en la playa. Aprovechándose de la oscuri-dad, y por pura broma, un marinero se tiró un largo pedo que fue recibido con risotadas. Yo me estiré boca arriba y me puse a contemplar las estrellas. Como no se veía la luna, el cielo estaba lleno; había amarillas, ro-jizas, verdes. Titilaban, nítidas, o permanecían fijas, o destellaban. De vez en cuando, alguna se deslizaba en la oscuridad trazando una curva luminosa. Estaban co-mo al alcance de la mano. Yo le había oído decir a un oficial que cada una de ellas era un mundo habitado, como el nuestro; que la tierra era redonda y que flota-ba también en el espacio, como una estrella. Me estre-mecí pensando en nuestro tamaño real si esas estrellas habitadas por hombres como nosotros no parecían, vistas desde la playa, más que puntitos luminosos.
Al otro día, me despertó un tumulto de voces. De pie o acuclillados, capitanes y marineros discutían en la playa. Estaban diseminados sobre la arena y habla-ban en voz alta y sin embargo contenida, como si repri-mieran la cólera. El sol teñía de rojo el mar y ennegre-cía las siluetas de los barcos que resaltaban contra sus primeros rayos. De la nave principal había venido la or-den de zarpar de inmediato, poniendo proa hacia el sur. Las tierras que habíamos abordado no eran todavía las Indias sino un mundo desconocido. Debíamos bordear esas costas y llegar a las Indias, que estaban detrás. Dos grupos se oponían en la discusión; el primero, mayori-tario, se plegaba a las órdenes de la nave capitana. El se-gundo, compuesto de dos oficiales y de una quincena de marineros, sostenía que había que quedarse en la tie-rra sobre la que estábamos parados e iniciar su explo-ración. En ese tira y afloje estuvieron casi una hora. Cuando los ánimos se caldeaban, las manos iban, rá-pidas, como por instinto, a las empuñaduras de las es-padas. Las voces, contenidas a duras penas, dejaban escapar, de tanto en tanto, insultos y exclamaciones.
   Cuando los del primer grupo hablaban, los del segun-do los escuchaban sacudiendo la cabeza en signo de ne-gación desde las primeras frases, sin dignarse a escu-char sus argumentos. Cuando eran los del segundo los que tenían el uso de la palabra, los del primero se mi-raban entre sí y sonreían despectivamente, adoptando aires de superioridad. En un momento dado, los rebel-des, tres o cuatro de los cuales estaban sentados en la arena, se incorporaron y retrocedieron unos, pasos, echando mano a las espadas. Los del otro grupo, sin avanzar, prepararon también las armas. El sol hacía re-lumbrar bronce y aceros. Los cascos de metal destellaban, fugaces, cuando los hombres, coléricos, sacudían la cabeza. Después de esa bravuconada, los dos grupos quedaron inmóviles, a varios pasos de distancia, con-templándose con las armas en la mano. Las largas som-bras matinales de los que querían hacer cumplir las ór-denes se estiraban, escuálidas, sobre la arena, y sus puntas se quebraban entre las piernas de sus adversarios.
 La batalla parecía inminente cuando uno de los rebeldes, cuyo grupo daba la cara al mar, envainando su espada exclamó: ¡el capitán!, y comenzó, distraído pe-ro no sin rapidez, a darse palmadas en las nalgas y en el resto del cuerpo para sacudir la arena adherida a su ves-timenta.
El capitán venía parado rígido, con las piernas abiertas, en la embarcación, entre los remeros,, digno y sosegado, la mano derecha en la empuñadura (de la es-pada que pendía contra su flanco izquierdo. Si su cuer-po oscilaba, lo hacía con el mismo ritmo que la embar-cación, como si sus pies estuviesen clavados en el fondo. Pudo verse que no era así cuando la embarcación llegó a la orilla: tieso y ágil, el capitán, pasando por sobre las cabezas de los remeros, puso pie a tierra y, sin detenerse un instante, comenzó a caminar con paso decidido sobre la arena. Sus botas, sus armas, sus joyas y sus doblones producían ruidos metálicos rít-micos y repetidos. Su sombra larga lo precedía, desli-zándose sobre el suelo amarillo. Los que estábamos en la playa viéndolo avanzar, esperábamos que llegara hasta nosotros y se pusiera a declamarnos una de sus arengas distraídas pero, inesperadamente, al llegar al punto en que nos encontrábamos, en lugar de detener-se siguió de largo, sin modificar para nada el ritmo de su marcha, y entonces pudimos comprobar que su mi-rada, inalterable y digna, que había parecido estar po-sándose sobre nosotros desde que la embarcación se empezó a distanciar de la nave, en realidad iba fija en los árboles que crecían al pie de la loma, donde termi-naba la playa y comenzaba la selva. Tan fija iba en ese punto que, cuando comprobamos que el capitán se-guía de largo, muchos de los que estábamos en la playa giramos curiosos o sorprendidos la cabeza mirando en la misma dirección, pero por más que escudriñamos e incluso escrutamos el punto en cuestión, no logramos ver nada fuera de lo común, nada como no fuese la franja verde de vegetación y la loma verde y poco pro-minente que iniciaban la selva. Con su paso solemne y regular, el capitán continuó caminando un buen tre-cho todavía, hasta que por fin, de un modo brusco, y sin cambiar de actitud, se detuvo, adoptando una in-movilidad completa. Al principio pensé -y sin duda muchos de los que estaban en la playa reaccionaron del mismo modo- que el capitán había venido, mientras
avanzaba, ultimando los detalles de su arenga, redon-deando las frases que tenía pensado dirigirnos y las ideas que nos iba a comunicar, y que el hecho de pasar de largo no tenía otra finalidad que la de ganar tiem-po y terminar de pulir su discurso que comenzaría a ser proferido cuando hubiese alcanzado el punto má-ximo de su desplazamiento, después de girar gallardo los talones y ponerse a recorrer su camino en sentido inverso; pero, a pesar de nuestra expectativa, el giro de talones no se produjo, y el capitán se quedó inmóvil, como un poste, dándonos la espalda y mirando sin du-da sin pestañear, el mismo punto impreciso entre los árboles que se elevaban en el borde de la selva. En esa actitud debió permanecer por lo menos cinco minu-tos. Los de la playa, leales o rebeldes, se olvidaron por completo de la polémica que había estado oponiéndo-los hasta un momento antes y, después de unos minu-tos de espera, empezaron a interrogarse unos a otros con la mirada. Unos metros más allá, la espalda del ca-pitán seguía firme y tiesa. Yo miraba, alternadamente, esa espalda inmóvil, los dos grupos de marinos, sepa-rados por un espacio de arena vacía sobre la que se imprimían las sombras largas de los que estaban más cerca de la orilla, y detrás de éstos, en el agua, la em-barcación en la que esperaban, impávidos, los reme-ros, y más lejos, en lo hondo, las tres naves cuyas velas empezaban a relumbrar en la luz matinal. No soplaba ninguna brisa y, a pesar de su aparición reciente, el sol empezaba a arder en esa costa vacía. Tampoco se oía ningún ruido, aparte del de la ola, demasiado monó-tono y familiar como para que le prestásemos aten-ción, que venía a romper a la playa, formando una línea semicircular de espuma blanca y sacudiendo, rít-mica y periódica, la embarcación con los remeros. La expectativa aunaba a los marinos, inmovilizados por la misma estupefacción solidaria. Por fin, después de esos minutos de espera casi insoportable, ocurrió al-go: el capitán, dándonos todavía la espalda, emitió un suspiro ruidoso, profundo y prolongado, que resonó nítido en la mañana silenciosa y que estremeció un po-co su cuerpo tieso y macizo. Han pasado, más o me-nos, sesenta años desde aquella mañana y puedo decir, sin exagerar en lo más mínimo, que el carácter único de ese suspiro, en cuanto a profundidad y duración se refiere, ha dejado en mí una impresión definitiva, que me acompañará hasta la muerte. En la expresión de los marinos, ese suspiro, por otra parte, borró la estupe-facción para dar paso a un principio de pánico. El más inconcebible de los monstruos de esa tierra descono-cida hubiese sido recibido con menor conmoción que esa expiración melancólica. Acto seguido, el capitán realizó, por fin, su esperado giro de talones, y empezó a recorrer en sentido inverso su camino, pasando jun-to a los marineros sin siquiera advertir su presencia, sacudiendo como para sí la cabeza, la barba corta hun-dida en el pecho, dirigiéndose hacia la embarcación. Cuando estuvo arriba, pasó por sobre las cabezas de los remeros y se quedó parado en medio de ellos cuan-do empezaron a remar. Con sacudones lentos, la em-barcación comenzó a alejarse de la orilla, o a aproxi-marse, si se quiere, a las naves inmóviles. Sin hacer el menor comentario, los marinos se olvidaron por com-pleto de su diferendo y envainando las espadas, sin ha-blar, sin atreverse a mirarse a los ojos, se pusieron a caminar hacia las embarcaciones vacías que se balancea-ban en la otra punta de la playa.
Bordeando siempre tierra firme, las naves se diri-gieron hacia el sur. Por momentos, la costa, que divisá-bamos, constante, se retiraba un poco, arqueándose, transformándose en un semicírculo, o bien penetraba en el agua, pétrea y atormentada, empujándonos mar adentro. A veces divisábamos bestias y pájaros, cuadrú-pedos peludos que ramoneaban, en la orilla, monos que pasaban, con desdén y agilidad, de un árbol a otro, pájaros multicolores que volaban rápido, como proyec-tiles, paralelos a las naves y que después, de golpe, cam-biaban de dirección y desaparecían en la selva. De hom-bres, sin embargo, no percibimos ni rastro. Nadie. Si ésas eran las Indias, como se decía, ningún indio», apa-rentemente, las habitaba; nadie que supiese de sí, como nosotros, que tuviese encendida en sí mismo la luceci-ta que da forma, color y volumen al espacio en torno y lo vuelve exterior.
De distante, el capitán se volvió remoto: parecía flotar en una dimensión inalcanzable. En los días que siguieron al desembarco, casi ni se lo vio en cubierta. Sus subordinados se ocupaban de todo y él no salía de su camarote. Al principio pensamos que estaría enfer-mo, pero dos o tres apariciones fugaces y distraídas de su silueta robusta nos convencieron de lo contrario. Una noche en que, a causa de la enfermedad del mari-nero que lo hacía habitualmente, me mandaron de la cocina a servirle la cena, cuando volví para levantar la mesa estuve golpeando a la puerta del camarote sin ob-tener respuesta hasta que, creyéndolo ausente, (decidí entrar, y entonces descubrí que en realidad estaba todavía sentado a la mesa, solo, en el centro del camaro-te iluminado, observando con atención el pescado que le había servido un rato antes y que yacía entero sobre su plato. Ni siquiera me oyó entrar o, por lo menos, na-da demostró en su actitud que me hubiese oído. La mi-rada del capitán, encendida y vaga al mismo tiempo, permanecía fija en el pescado y, sobre todo, en el ojo único y redondo que la cocción había dejado intacto y que parecía atraerlo, como una espiral rojiza y girato-ria capaz de ejercer sobre él, a pesar de la ausencia de vida, una fascinación desmesurada.
Al tiempo de navegar a lo largo de la costa, nos adentramos en un mar de aguas dulces y marrones. Era tranquilo y desolado. Cuando alcanzamos una de sus orillas, pudimos comprobar que el paisaje había cam-biado, que ya la selva había desaparecido y que el terre-no se hacía menos accidentado y más austero. Unica-mente el calor persistía: y ese mar de color extraño, al revés del otro, azul, que refresca, con sus vientos que vienen de lo hondo, las playas del mundo, no lo miti-gaba. Cielo azul, agua lisa de un marrón tirando a do-rado, y por fin costas desiertas, fue todo lo que vimos cuando nos internamos en el mar dulce, nombre que el capitán le dio, invocando al rey, con sus habituales gestos mecánicos, cuando tocamos tierra. Desde la ori-lla vimos al capitán internarse en el agua hasta casi la cintura y cortar muchas veces el aire y rozar el agua con su espada que cimbreaba a causa de las manipulacio-nes ceremoniales. Mis ojos primerizos siguieron con in-terés los gestos precisos y complicados del capitán, pe-ro no lograron percibir el cambio que mi imaginación anticipaba. Después del bautismo y de la apropiación, esa tierra muda persistía en no dejar entrever ningún signo, en no mandar ninguna señal. Desde el barco, mientras nos alejábamos hacia lo que suponíamos la desembocadura del río que teñía de marrón las aguas, me quedé mirando el punto en el que habíamos de-sembarcado, y aunque hacía apenas unos pocos minu-tos que habíamos vuelto a zarpar, no quedaba ningún rastro de nuestra presencia. Todo era costa sola, cielo azul, agua dorada. Teníamos la ilusión de ir fundando ese espacio desconocido a medida que íbamos descu-briéndolo, como si ante nosotros no hubiese otra cosa que un vacío inminente que nuestra presencia poblaba con un paisaje corpóreo, pero cuando lo dejábamos atrás, en ese estado de somnolencia alucinada que nos daba la monotonía del viaje, comprobábamos que el es-pacio del que nos creíamos fundadores había estado siempre ahí, y consentía en dejarse atravesar con indi-ferencia, sin mostrar señales de nuestro paso y devo-rando incluso las que dejábamos con el fin de ser reco-nocidos por los que viniesen después. Cada vez que desembarcábamos, éramos como un hormigueo fugaz salido de la nada, una fiebre efímera que espejeaba unos momentos al borde del agua y después se desva-necía. Cuando entramos en el río salvaje que formaba el estuario -después supe que eran muchos- navega-mos unas leguas alborotando las cotorras que anidaban en las barrancas de tierra roja, despabilando un poco el grumo lento de los caimanes en las orillas pantanosas. El olor de esos ríos es sin par sobre esta tierra. Es un olor a origen, a formación húmeda y trabajosa, a creci-miento. Salir del mar monótono y penetrar en ellos fue como bajar del limbo a la tierra. Casi nos parecía ver la vida rehaciéndose del musgo en putrefacción, el barro vegetal acunar millones de criaturas sin forma, minús-culas y ciegas. Los mosquitos ennegrecían el aire en las inmediaciones de los pantanos. La ausencia humana no hacía más que aumentar esa ilusión de vida primige-nia. Así navegamos casi un día entero, hasta que por fin, al anochecer, nos detuvimos en medio de esas orillas primordiales. Por prudencia -temor de fieras, o de hombres, o de peligros innominados- el capitán apla-zó el desembarco hasta el día siguiente.

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