CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
jueves, 14 de agosto de 2014
Juan Josè Saer. Novela: EL ENTENADO.
Juan Jose Saer nació en Serodino, ubicado en la provincia de Santa Fe, Argentina, el 28 de junio de 1937. Enseñó `Historia del Cine y Crítica y Estética Cinematográfica` en la Universidad del Litoral, y en 1968 se instaló en París, donde falleció el 11 de junio de 2005, tras sufrir cáncer de pulmón.
Su obra narrativa abarca los géneros más disímiles, habiendo hecho incursiones en poesía, cuento, ensayo y novela, indudablemente su predilecto. Entre las mismas encontramos:
` En la zona (1960)
` Responso (1964)
` Palo y hueso (1965)
` La vuelta completa (1966)
` Unidad de lugar (1967)
` Cicatrices (1968)
` El limonero real (1974)
` La mayor (1976)
` Nadie nada nunca (1980)
` Narraciones (1983)
` El entenado (1983)
` Glosa (1986)
` El arte de narrar (1988)
` La ocasión (1988). Con esta novela ganó el Premio Nadal en 1987.
` El río sin orillas (1991)
` Lo imborrable (1993)
` La pesquisa (1994)
` El concepto de ficción (1997)
` Las nubes (1997)
` La grande (2005)
http://www.literatura.org/Saer/Saer.html
Juan José Saer nació en Serodino (Provincia de Santa Fe) el 28 de junio de 1937. Fue profesor de la Universidad Nacional del Litoral, donde enseñó Historia del Cine y Crítica y Estética Cinematográfica. En 1968 se radicó en París. Su vasta obra narrativa, considerada una de las máximas expresiones de la literatura argentina contemporánea, abarca cuatro libros de cuentos -En la zona (1960), Palo y hueso (1965), Unidad de lugar (1967), La mayor (1976)- y diez novelas: Responso (1964), La vuelta completa (1966), Cicatrices (1969), El limonero real (1974), Nadie nada nunca (1980), El entenado (1983), Glosa (1985), La ocasión (1986, Premio Nadal), Lo imborrable (1992) y La pesquisa (1994). En 1983 publicó Narraciones, antología en dos volúmenes de sus relatos. En 1986 apareció Juan José Saer por Juan José Saer, selección de textos seguida de un estudio de María Teresa Gramuglio, y en 1988, Para una literatura sin atributos, conjunto de artículos y conferencias publicada en Francia. En 1991 publicó el ensayo El río sin orillas, con gran repercusión en la crítica, y en 1997, El concepto de ficción. Su producción poética está recogida en El arte de narrar (1977), paradójico título que expresa, quizás, el intento constante de Saer por -según sus propias palabras- `combinar poesía y narración`. Ha sido traducido al francés, inglés, alemán, italiano y portugués.
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***
El entenado narra la desventurada expedición española que a comienzos del siglo XVI es diezmada por una horda de antropófagos en los playones del Río de la Plata. El grumete de la tripulación, único sobreviviente, incursionará en el ámbito arcaico de los colastiné y se convertirá en memoria vital de aquellos rituales violentos ejecutados para darle continuidad a su mundo de imprecisiones. La larga convivencia entre la tribu se interrumpe cuando el entenado es arrastrado río abajo, hacia una flota de galeones anclada en la desembocadura. El mozalbete de 10 años atrás ha dado paso a un hombre alienado, reafirmado en la sensación de ser el extranjero de siempre, oculto al entendimiento de los otros. Saer, una de las voces más auténticas de la literatura argentina, fallecido en París en 2005, sostenía que `el lenguaje nunca alcanzaría para cubrir todo lo que el tiempo y el pensamiento reclaman`. El Entenado, más allá de ser una novela histórica o crónica de las primeras travesías de ultramar que propiciaron el establecimiento del régimen colonial en el Nuevo Mundo, es una historia sobre la soledad, el exilio interior, la precariedad del lenguaje para nominar el conflicto insoluble entre sociedad e individuo. `Cuando nos olvidamos, es que hemos perdido, sin duda alguna, menos memoria que deseo`, afirmará el entenado porque sabe que detrás de la escritura, con la que revalida su patente marginalidad, sólo hay silencio recorriendo las fístulas del tiempo. Estas líneas resumen el argumento de `El entenado`, la última obra del argentino -aunque residente en París- Juan José Saer (Santa Fé, 1937), considerado unánimemente por la crítica como uno de los mejores escritores en lengua castellana de la actualidad
(Fragmento de novela: El entenado).
De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo. Más de una vez me sentí diminu-to bajo ese azul dilatado: en la playa amarilla, éramos como hormigas en el centro de un desierto. Y si ahora que soy un viejo paso mis días en las ciudades, es por-que en ellas la vida es horizontal, porque las ciudades disimulan el cielo. Allá, de noche, en cambio, dormía-mos, a la intemperie, casi aplastados por las estrellas. Estaban como al alcance de la mano y eran grandes, in-numerables, sin mucha negrura entre una y otra, casi chisporroteantes, como si el cielo hubiese sido la pared acribillada de un volcán en actividad que dejase entre-ver por sus orificios la incandescencia interna.
La orfandad me empujó a los puertos. El olor del mar y del cáñamo humedecido, las velas lentas y rígi-das que se alejan y se aproximan, las conversaciones de viejos marineros, perfume múltiple de especias y amontonamiento de mercaderías, prostitutas, alcohol y capitanes, sonido y movimiento: todo eso me acunó, fue mi casa, me dio una educación y me ayudó a cre-cer, ocupando el lugar, hasta donde llega mi memoria, de un padre y una madre. Mandadero de putas y mari-nos, changador, durmiendo de tanto en tanto en casa de unos parientes pero la mayor parte del tiempo sobre las bolsas en los depósitos, fui dejando atrás, poco a poco, mi infancia, hasta que un día una de las putas pagó mis servicios con un acoplamiento gratuito —el primero, en mi caso- y un marino, de vuelta de un mandado, premió mi diligencia con un trago de alco-hol, y de ese modo me hice, como se dice, hombre.
Ya los puertos no me bastaban: me vino hambre de alta mar. La infancia atribuye a su propia ignoran-cia y torpeza la incomodidad del mundo; le parece que lejos, en la orilla opuesta del océano y de la experien-cia, la fruta es más sabrosa y más real, el sol más ama-rillo y benévolo, las palabras y los actos de los hombres más inteligibles, justos y definidos. Entusiasmado por estas convicciones -que eran también consecuencia de la miseria- me puse en campaña para embarcarme co-mo grumete, sin preocuparme demasiado por el desti-no exacto que elegiría: lo importante era alejarme del lugar en donde estaba, hacia un punto cualquiera, he-cho de intensidad y delicia, del horizonte circular.
En esos tiempos, como desde hacía unos veinte años se había descubierto que se podía llegar a ellas por el poniente, la moda eran las Indias; de allá volvían los barcos cargados de especias o maltrechos y andrajosos, después de haber derivado por mares desconocidos; en los puertos no se hablaba de otra cosa y el tema daba a veces un aire demencial a las miradas y a las conversa-ciones. Lo desconocido es una abstracción; lo conoci-do, un desierto; pero lo conocido a medias, lo vislum-brado, es el lugar perfecto para hacer ondular deseo y alucinación. En boca de los marinos todo se mezclaba; los chinos, los indios, un nuevo mundo, las piedras pre-ciosas, las especias, el oro, la codicia y la fábula. Se hablaba de ciudades pavimentadas de oro, del paraíso so-bre la tierra, de monstruos marinos que surgían súbi-tos del agua y que los marineros confundían con islas, hasta tal punto que desembarcaban sobre su lomo y acampaban entre las anfractuosidades de su piel pétrea y escamosa. Yo escuchaba esos rumores con asombro y palpitaciones; creyéndome, como todas las criaturas, destinado a toda gloria y al abrigo de toda catástrofe, a cada nueva relación que escuchaba, ya fuese dichosa o terrorífica, mis ganas de embarcarme se hacían cada vez más grandes. Por fin la ocasión se presentó: un capitán, piloto mayor del reino, organizaba una expedición a las Malucas, y conseguí que me conchabaran en ella.
No fue difícil. En los puertos se hablaba mucho, pero cuando el momento del embarque llegaba, eran pocos los que se presentaban. Más tarde comprende-ría por qué. Lo cierto es que obtuve el puesto de gru-mete, en la nave capitana, la principal de las tres que constituían la expedición, sin ninguna dificultad. Cuando llegué a conchabarme, se hubiese dicho que estaban esperándome; me recibieron con los brazos abiertos, me aseguraron que haríamos una excelente travesía y que volveríamos de Indias unos meses más tarde, cargados de tesoros. El capitán no estaba pre-sente; trabajaba en ese momento en la Corte, y llega-ría el día de la partida. El oficial que reclutaba me asig-nó una cama en el dormitorio de los marineros y me dijo que me presentara más tarde para recibir instruc-ciones sobre mi trabajo. En la semana que precedió a la partida, bajé casi todos los días a tierra a hacer man-dados para los oficiales e incluso para los marineros, sin demorarme en calles ni en tabernas porque el empleo de grumete me llenaba de orgullo y quería cum-plirlo a la perfección.
Por fin llegó el día de la partida. La víspera, el ca-pitán había aparecido con una comitiva discreta, ins-peccionando, con su segundo, hasta el último rincón de las naves. Cuando estuvimos en alta mar reunió a marineros y oficiales en cubierta y profirió una arenga breve exaltando la disciplina, el coraje, y el amor a Dios, al rey, y al trabajo. Era un hombre austero y distante, sin rudeza, y de vez en cuando se lo veía trabajar en cu-bierta con el mismo rigor que los marineros. A veces se paraba, solo, en el puente, con la mirada fija en el ho-rizonte vacío. Parecía no ver ni mar ni cielo, sino algo dentro de sí, como un recuerdo inacabable y lento; o tal vez el vacío del horizonte se instalaba en su interior y lo dejaba ahí, durante un buen rato, sin parpadear, pe-trificado sobre el puente. A mí me trataba con bondad distraída, como si uno de los dos estuviese ausente. La tripulación lo respetaba pero no le tenía miedo. Sus convicciones rigurosas parecían sabidas de memoria y las hacía aplicar hasta en los más mínimos detalles, pe-ro era como si también de ellas estuviese ausente. Se hubiese dicho que había dos capitanes: el que transmi-tía, con precisión matemática, órdenes que emanaban, sin duda, de la corona, y el que miraba fijo un punto invisible entre el mar y el cielo, sin parpadear, petrifi-cado sobre el puente.
En ese azul monótono, la travesía duró más de tres meses. A los pocos días de zarpar, nos internamos en un mar tórrido. Ahí fue donde empecé a percibir ese cielo ilimitado que nunca más se borraría de mi vida. El mar lo duplicaba. Las naves, una detrás de otra a distancia regular, parecían atravesar, lentas, el vacío de una inmensa esfera azulada que de noche se volvía negra, acribillada en la altura de puntos luminosos. No se veía un pez, un pájaro, una nube. Todo el mundo conocido reposaba sobre nuestros recuerdos. Nosotros éramos sus únicos garantes en ese medio liso y uniforme, de co-lor azul. El sol atestiguaba día a día, regular, cierta alte-ridad, rojo en el horizonte, incandescente y amarillo en el cenit. Pero era poca realidad. Al cabo de varias sema-nas nos alcanzó el delirio: nuestra sola convicción y nuestros meros recuerdos no eran fundamento sufi-ciente. Mar y cielo iban perdiendo nombre y sentido. Cuanto más rugosas eran la soga o la madera en el in-terior de los barcos, más ásperas las velas, más espesos los cuerpos que deambulaban en cubierta, más proble-mática se volvía su presencia. Se hubiese dicho, por mo-mentos, que no avanzábamos. Los tres barcos estaban, en fila irregular, a cierta distancia uno del otro, como pegados en el espacio azul. Había cambios de color, cuando el sol aparecía en el horizonte a nuestras espal-das y se hundía en el horizonte más allá de las proas in-móviles. El capitán contemplaba, desde el puente, como hechizado, esos cambios de color. A veces hubiésemos deseado, sin duda, la aparición de uno de esos mons-truos marinos que llenaban la conversación en los puertos. Pero ningún monstruo apareció.
En esa situación tan extraña le esperan, el grume-te, adversidades suplementarias. La ausencia de muje-res hace resaltar, poco a poco, la ambigüedad de sus for-mas juveniles, producto de su virilidad incompleta. Eso en que los marinos, honestos padres de familia, pien-san con repugnancia en los puertos, va pareciéndoles, durante la travesía, cada vez más natural, del mismo modo que el adorador de la propiedad privada, a me-dida que el hambre carcome sus principios, no ve en su imaginación sino desplumado y asado al pollo del vecino. Es de hacer notar también que la delicadeza no era la cualidad principal de esos marinos. Más de una vez, su única declaración de amor consistía en po-nerme un cuchillo en la garganta. Había que elegir, sin otra posibilidad, entre el honor y la vida. Dos o tres veces estuve a punto de quejarme al capitán, pero las amenazas decididas de mis pretendientes me disua-dieron. Finalmente, opté por la anuencia y por la in-triga, buscando la protección de los más fuertes y tra-tando de sacar partido de la situación. El trato con las mujeres del puerto me fue al fin y al cabo de utilidad. Con intuición de criatura me había dado cuenta, ob-servándolas, que venderse no era para ellas otra cosa que un modo de sobrevivir, y que en su forma de actuar el honor era eclipsado por la estrategia. Las cuestiones de gusto personal eran también superfluas. El vicio fundamental de los seres humanos es el de querer contra viento y marea seguir vivos y con buena salud, es querer actualizar a toda costa las imágenes de la es-peranza. Yo quería llegar a esas regiones paradisíacas: pasé, por lo tanto, de mano en mano y debo decir que, gracias a mi ambigüedad de imberbe, en ciertas oca-siones el comercio con esos marinos —que tenían algo de padre también, para el huérfano que yo era- me deparó algún placer: y en ese ir y venir estábamos cuando avistamos tierra.
La alegría fue grande; aliviados, llegábamos a ori-llas desconocidas que atestiguaban la diversidad. Esas playas amarillas, rodeadas de palmeras, desiertas en la luz cenital, nos ayudaban a olvidar la travesía larga, mo-nótona y sin accidentes de la que salíamos como de un período de locura. Con nuestros gritos de entusiasmo, le dábamos la bienvenida a la contingencia. Pasábamos de lo uniforme a la multiplicidad del acaecer. La lisura del mar se transformaba ante nuestros ojos en arena ári-da, en árboles que iniciaban, desde la orilla del agua, una perspectiva accidentada de barrancas, de colinas, de sel-vas; había pájaros, bestias, toda la variedad mineral, ve-getal y animal de la tierra excesiva y generosa. Teníamos enfrente un suelo firme en el que nos parecía posible plantar nuestro delirio. El capitán, que nos observaba desde el puente, no participaba, sin embargo, de nues-tro entusiasmo, como si no le incumbiese. Contempla-ba, al mismo tiempo, sin ver una ni otro, la tripulación y el paisaje, con una sonrisa ajena y pensativa insinua-da, no en su boca, sino más bien en su mirada. En su ca-ra comida por la barba, las arrugas alrededor de los ojos se volvían, a causa de su expresión, un poco más pro-fundas. A medida que íbamos acercándonos a la orilla, la euforia de la tripulación aumentaba. Final de penas y de incertidumbres, esa región mansa y terrena parecía benévola y, sobre todo, real. El capitán dio orden de an-clar y de preparar embarcaciones para dirigirse a tierra. Muchos marinos -e incluso algunos oficiales- ni siquie-ra esperaron que las embarcaciones estuviesen listas: se echaron al agua desde la borda y ganaron a nado la ori-lla. Llegaron antes que las embarcaciones. Mientras nos aproximábamos nos hacían señas, saltando en la orilla, sacudiendo los brazos, chorreando agua, semidesnudos y contentos: era tierra firme.
Al llegar, nos dispersamos como animales en es-tampida. Algunos se pusieron a correr sin finalidad, en línea recta y en todas direcciones; otros en círculo, en un espacio limitado; otros saltaban en el mismo lugar. Un grupo encendió una inmensa fogata y se quedó contemplando el fuego, cuyas llamas empalidecían en la luz de mediodía. Dos viejos, al pie de un árbol, se burlaban de un pájaro grande que no se decidía a par-tir y que chillaba, saltando de rama en rama. Hacia el fondo, tierra adentro, al pie de una loma, varios hom-bres perseguían a una gallinácea de plumaje multico-lor. Algunos se trepaban a los árboles, otros escarbaban el terreno. Uno, parado en la orilla, orinaba en el agua. Algunos, incomprensiblemente, habían preferido que-darse en el barco y nos contemplaban desde lejos, apo-yados en la borda. Al anochecer, estábamos todos reu-nidos en la playa, alrededor del fuego a cuyas brasas se cocinaban los productos de la caza y de la pesca. Cuan-do llegó la noche, las llamas iluminaban las caras bar-budas y sudorosas de los marinos sentados en círculo. Uno, un viejo, se puso a cantar. Los otros lo acompañá-bamos golpeando las manos. Después, poco a poco, el cansancio nos fue ganando, mientras el fuego se con-sumía. Había quienes cabeceaban ya de sentados, quie-nes se recostaban de lado en la arena tibia, quienes iban a buscarse un lugar al abrigo del sereno, al pie de la lo-ma o bajo un árbol. Diez o doce tomaron una embar-cación y se fueron a dormir a las naves. El silencio fue instalándose en la playa. Aprovechándose de la oscuri-dad, y por pura broma, un marinero se tiró un largo pedo que fue recibido con risotadas. Yo me estiré boca arriba y me puse a contemplar las estrellas. Como no se veía la luna, el cielo estaba lleno; había amarillas, ro-jizas, verdes. Titilaban, nítidas, o permanecían fijas, o destellaban. De vez en cuando, alguna se deslizaba en la oscuridad trazando una curva luminosa. Estaban co-mo al alcance de la mano. Yo le había oído decir a un oficial que cada una de ellas era un mundo habitado, como el nuestro; que la tierra era redonda y que flota-ba también en el espacio, como una estrella. Me estre-mecí pensando en nuestro tamaño real si esas estrellas habitadas por hombres como nosotros no parecían, vistas desde la playa, más que puntitos luminosos.
Al otro día, me despertó un tumulto de voces. De pie o acuclillados, capitanes y marineros discutían en la playa. Estaban diseminados sobre la arena y habla-ban en voz alta y sin embargo contenida, como si repri-mieran la cólera. El sol teñía de rojo el mar y ennegre-cía las siluetas de los barcos que resaltaban contra sus primeros rayos. De la nave principal había venido la or-den de zarpar de inmediato, poniendo proa hacia el sur. Las tierras que habíamos abordado no eran todavía las Indias sino un mundo desconocido. Debíamos bordear esas costas y llegar a las Indias, que estaban detrás. Dos grupos se oponían en la discusión; el primero, mayori-tario, se plegaba a las órdenes de la nave capitana. El se-gundo, compuesto de dos oficiales y de una quincena de marineros, sostenía que había que quedarse en la tie-rra sobre la que estábamos parados e iniciar su explo-ración. En ese tira y afloje estuvieron casi una hora. Cuando los ánimos se caldeaban, las manos iban, rá-pidas, como por instinto, a las empuñaduras de las es-padas. Las voces, contenidas a duras penas, dejaban escapar, de tanto en tanto, insultos y exclamaciones.
Cuando los del primer grupo hablaban, los del segun-do los escuchaban sacudiendo la cabeza en signo de ne-gación desde las primeras frases, sin dignarse a escu-char sus argumentos. Cuando eran los del segundo los que tenían el uso de la palabra, los del primero se mi-raban entre sí y sonreían despectivamente, adoptando aires de superioridad. En un momento dado, los rebel-des, tres o cuatro de los cuales estaban sentados en la arena, se incorporaron y retrocedieron unos, pasos, echando mano a las espadas. Los del otro grupo, sin avanzar, prepararon también las armas. El sol hacía re-lumbrar bronce y aceros. Los cascos de metal destellaban, fugaces, cuando los hombres, coléricos, sacudían la cabeza. Después de esa bravuconada, los dos grupos quedaron inmóviles, a varios pasos de distancia, con-templándose con las armas en la mano. Las largas som-bras matinales de los que querían hacer cumplir las ór-denes se estiraban, escuálidas, sobre la arena, y sus puntas se quebraban entre las piernas de sus adversarios.
La batalla parecía inminente cuando uno de los rebeldes, cuyo grupo daba la cara al mar, envainando su espada exclamó: ¡el capitán!, y comenzó, distraído pe-ro no sin rapidez, a darse palmadas en las nalgas y en el resto del cuerpo para sacudir la arena adherida a su ves-timenta.
El capitán venía parado rígido, con las piernas abiertas, en la embarcación, entre los remeros,, digno y sosegado, la mano derecha en la empuñadura (de la es-pada que pendía contra su flanco izquierdo. Si su cuer-po oscilaba, lo hacía con el mismo ritmo que la embar-cación, como si sus pies estuviesen clavados en el fondo. Pudo verse que no era así cuando la embarcación llegó a la orilla: tieso y ágil, el capitán, pasando por sobre las cabezas de los remeros, puso pie a tierra y, sin detenerse un instante, comenzó a caminar con paso decidido sobre la arena. Sus botas, sus armas, sus joyas y sus doblones producían ruidos metálicos rít-micos y repetidos. Su sombra larga lo precedía, desli-zándose sobre el suelo amarillo. Los que estábamos en la playa viéndolo avanzar, esperábamos que llegara hasta nosotros y se pusiera a declamarnos una de sus arengas distraídas pero, inesperadamente, al llegar al punto en que nos encontrábamos, en lugar de detener-se siguió de largo, sin modificar para nada el ritmo de su marcha, y entonces pudimos comprobar que su mi-rada, inalterable y digna, que había parecido estar po-sándose sobre nosotros desde que la embarcación se empezó a distanciar de la nave, en realidad iba fija en los árboles que crecían al pie de la loma, donde termi-naba la playa y comenzaba la selva. Tan fija iba en ese punto que, cuando comprobamos que el capitán se-guía de largo, muchos de los que estábamos en la playa giramos curiosos o sorprendidos la cabeza mirando en la misma dirección, pero por más que escudriñamos e incluso escrutamos el punto en cuestión, no logramos ver nada fuera de lo común, nada como no fuese la franja verde de vegetación y la loma verde y poco pro-minente que iniciaban la selva. Con su paso solemne y regular, el capitán continuó caminando un buen tre-cho todavía, hasta que por fin, de un modo brusco, y sin cambiar de actitud, se detuvo, adoptando una in-movilidad completa. Al principio pensé -y sin duda muchos de los que estaban en la playa reaccionaron del mismo modo- que el capitán había venido, mientras
avanzaba, ultimando los detalles de su arenga, redon-deando las frases que tenía pensado dirigirnos y las ideas que nos iba a comunicar, y que el hecho de pasar de largo no tenía otra finalidad que la de ganar tiem-po y terminar de pulir su discurso que comenzaría a ser proferido cuando hubiese alcanzado el punto má-ximo de su desplazamiento, después de girar gallardo los talones y ponerse a recorrer su camino en sentido inverso; pero, a pesar de nuestra expectativa, el giro de talones no se produjo, y el capitán se quedó inmóvil, como un poste, dándonos la espalda y mirando sin du-da sin pestañear, el mismo punto impreciso entre los árboles que se elevaban en el borde de la selva. En esa actitud debió permanecer por lo menos cinco minu-tos. Los de la playa, leales o rebeldes, se olvidaron por completo de la polémica que había estado oponiéndo-los hasta un momento antes y, después de unos minu-tos de espera, empezaron a interrogarse unos a otros con la mirada. Unos metros más allá, la espalda del ca-pitán seguía firme y tiesa. Yo miraba, alternadamente, esa espalda inmóvil, los dos grupos de marinos, sepa-rados por un espacio de arena vacía sobre la que se imprimían las sombras largas de los que estaban más cerca de la orilla, y detrás de éstos, en el agua, la em-barcación en la que esperaban, impávidos, los reme-ros, y más lejos, en lo hondo, las tres naves cuyas velas empezaban a relumbrar en la luz matinal. No soplaba ninguna brisa y, a pesar de su aparición reciente, el sol empezaba a arder en esa costa vacía. Tampoco se oía ningún ruido, aparte del de la ola, demasiado monó-tono y familiar como para que le prestásemos aten-ción, que venía a romper a la playa, formando una línea semicircular de espuma blanca y sacudiendo, rít-mica y periódica, la embarcación con los remeros. La expectativa aunaba a los marinos, inmovilizados por la misma estupefacción solidaria. Por fin, después de esos minutos de espera casi insoportable, ocurrió al-go: el capitán, dándonos todavía la espalda, emitió un suspiro ruidoso, profundo y prolongado, que resonó nítido en la mañana silenciosa y que estremeció un po-co su cuerpo tieso y macizo. Han pasado, más o me-nos, sesenta años desde aquella mañana y puedo decir, sin exagerar en lo más mínimo, que el carácter único de ese suspiro, en cuanto a profundidad y duración se refiere, ha dejado en mí una impresión definitiva, que me acompañará hasta la muerte. En la expresión de los marinos, ese suspiro, por otra parte, borró la estupe-facción para dar paso a un principio de pánico. El más inconcebible de los monstruos de esa tierra descono-cida hubiese sido recibido con menor conmoción que esa expiración melancólica. Acto seguido, el capitán realizó, por fin, su esperado giro de talones, y empezó a recorrer en sentido inverso su camino, pasando jun-to a los marineros sin siquiera advertir su presencia, sacudiendo como para sí la cabeza, la barba corta hun-dida en el pecho, dirigiéndose hacia la embarcación. Cuando estuvo arriba, pasó por sobre las cabezas de los remeros y se quedó parado en medio de ellos cuan-do empezaron a remar. Con sacudones lentos, la em-barcación comenzó a alejarse de la orilla, o a aproxi-marse, si se quiere, a las naves inmóviles. Sin hacer el menor comentario, los marinos se olvidaron por com-pleto de su diferendo y envainando las espadas, sin ha-blar, sin atreverse a mirarse a los ojos, se pusieron a caminar hacia las embarcaciones vacías que se balancea-ban en la otra punta de la playa.
Bordeando siempre tierra firme, las naves se diri-gieron hacia el sur. Por momentos, la costa, que divisá-bamos, constante, se retiraba un poco, arqueándose, transformándose en un semicírculo, o bien penetraba en el agua, pétrea y atormentada, empujándonos mar adentro. A veces divisábamos bestias y pájaros, cuadrú-pedos peludos que ramoneaban, en la orilla, monos que pasaban, con desdén y agilidad, de un árbol a otro, pájaros multicolores que volaban rápido, como proyec-tiles, paralelos a las naves y que después, de golpe, cam-biaban de dirección y desaparecían en la selva. De hom-bres, sin embargo, no percibimos ni rastro. Nadie. Si ésas eran las Indias, como se decía, ningún indio», apa-rentemente, las habitaba; nadie que supiese de sí, como nosotros, que tuviese encendida en sí mismo la luceci-ta que da forma, color y volumen al espacio en torno y lo vuelve exterior.
De distante, el capitán se volvió remoto: parecía flotar en una dimensión inalcanzable. En los días que siguieron al desembarco, casi ni se lo vio en cubierta. Sus subordinados se ocupaban de todo y él no salía de su camarote. Al principio pensamos que estaría enfer-mo, pero dos o tres apariciones fugaces y distraídas de su silueta robusta nos convencieron de lo contrario. Una noche en que, a causa de la enfermedad del mari-nero que lo hacía habitualmente, me mandaron de la cocina a servirle la cena, cuando volví para levantar la mesa estuve golpeando a la puerta del camarote sin ob-tener respuesta hasta que, creyéndolo ausente, (decidí entrar, y entonces descubrí que en realidad estaba todavía sentado a la mesa, solo, en el centro del camaro-te iluminado, observando con atención el pescado que le había servido un rato antes y que yacía entero sobre su plato. Ni siquiera me oyó entrar o, por lo menos, na-da demostró en su actitud que me hubiese oído. La mi-rada del capitán, encendida y vaga al mismo tiempo, permanecía fija en el pescado y, sobre todo, en el ojo único y redondo que la cocción había dejado intacto y que parecía atraerlo, como una espiral rojiza y girato-ria capaz de ejercer sobre él, a pesar de la ausencia de vida, una fascinación desmesurada.
Al tiempo de navegar a lo largo de la costa, nos adentramos en un mar de aguas dulces y marrones. Era tranquilo y desolado. Cuando alcanzamos una de sus orillas, pudimos comprobar que el paisaje había cam-biado, que ya la selva había desaparecido y que el terre-no se hacía menos accidentado y más austero. Unica-mente el calor persistía: y ese mar de color extraño, al revés del otro, azul, que refresca, con sus vientos que vienen de lo hondo, las playas del mundo, no lo miti-gaba. Cielo azul, agua lisa de un marrón tirando a do-rado, y por fin costas desiertas, fue todo lo que vimos cuando nos internamos en el mar dulce, nombre que el capitán le dio, invocando al rey, con sus habituales gestos mecánicos, cuando tocamos tierra. Desde la ori-lla vimos al capitán internarse en el agua hasta casi la cintura y cortar muchas veces el aire y rozar el agua con su espada que cimbreaba a causa de las manipulacio-nes ceremoniales. Mis ojos primerizos siguieron con in-terés los gestos precisos y complicados del capitán, pe-ro no lograron percibir el cambio que mi imaginación anticipaba. Después del bautismo y de la apropiación, esa tierra muda persistía en no dejar entrever ningún signo, en no mandar ninguna señal. Desde el barco, mientras nos alejábamos hacia lo que suponíamos la desembocadura del río que teñía de marrón las aguas, me quedé mirando el punto en el que habíamos de-sembarcado, y aunque hacía apenas unos pocos minu-tos que habíamos vuelto a zarpar, no quedaba ningún rastro de nuestra presencia. Todo era costa sola, cielo azul, agua dorada. Teníamos la ilusión de ir fundando ese espacio desconocido a medida que íbamos descu-briéndolo, como si ante nosotros no hubiese otra cosa que un vacío inminente que nuestra presencia poblaba con un paisaje corpóreo, pero cuando lo dejábamos atrás, en ese estado de somnolencia alucinada que nos daba la monotonía del viaje, comprobábamos que el es-pacio del que nos creíamos fundadores había estado siempre ahí, y consentía en dejarse atravesar con indi-ferencia, sin mostrar señales de nuestro paso y devo-rando incluso las que dejábamos con el fin de ser reco-nocidos por los que viniesen después. Cada vez que desembarcábamos, éramos como un hormigueo fugaz salido de la nada, una fiebre efímera que espejeaba unos momentos al borde del agua y después se desva-necía. Cuando entramos en el río salvaje que formaba el estuario -después supe que eran muchos- navega-mos unas leguas alborotando las cotorras que anidaban en las barrancas de tierra roja, despabilando un poco el grumo lento de los caimanes en las orillas pantanosas. El olor de esos ríos es sin par sobre esta tierra. Es un olor a origen, a formación húmeda y trabajosa, a creci-miento. Salir del mar monótono y penetrar en ellos fue como bajar del limbo a la tierra. Casi nos parecía ver la vida rehaciéndose del musgo en putrefacción, el barro vegetal acunar millones de criaturas sin forma, minús-culas y ciegas. Los mosquitos ennegrecían el aire en las inmediaciones de los pantanos. La ausencia humana no hacía más que aumentar esa ilusión de vida primige-nia. Así navegamos casi un día entero, hasta que por fin, al anochecer, nos detuvimos en medio de esas orillas primordiales. Por prudencia -temor de fieras, o de hombres, o de peligros innominados- el capitán apla-zó el desembarco hasta el día siguiente.
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Disminuido en mi cuerpo... Fragmento. Novela. Inédita. LA CONFESIÓN.
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