miércoles, 20 de agosto de 2014

German Espinosa. "La tejedora de coronas" Novela.




Por JUAN CARLOS GARCIA



En las últimas semanas me entregado a la lectura de un nuevo escritor, Germán Espinosa, que es colombiano y murió hace dos años en Bogotá, no lo había leído. Me he ido empapando de él, me he leído LA TEJEDORA DE CORONAS, que aún no termino del todo, y he leído otras cosas, entrevistas más que todo, algún libro con frases e ideas generales del autor, he mirado y leído una que otra página de las novelas, poemas o cuentos o ensayos de Espinosa. Tengo que decir que LA TEJEDORA DE CORONAS es excelente, creo que es la mejor novela colombiana escrita jamás, por encima de CIEN AÑOS DE SOLEDAD, incluso. Qué destreza discursiva, cuánta poesía visual, qué erudición, cuánta universalidad, qué conocimiento del alma femenina. Impresionante, he buscado comentarios del autor sobre esta novela y de otros sobre la novela. Repito: me ha encantado Espinosa y la figura de Genoveva Alcocer en la novela citada.



Genoveva Alcocer es la mujer más bella de la literatura que yo me haya leído en toda la vida. Más que M. Bovary o Karenina y otras. No sé por qué hasta ahora llego a Espinosa, pero ha sido gratificante. Espinosa ha sido opacado por García Márquez y porque es más universal que Gabo, de hecho se decía que Espinosa era el otro Nobel posible que tenía Colombia. Hay algo que me llama la atención en este autor: su erudición... Fantástica, increíble, un hombre de mundo, más que Gabo o que Fernando Vallejo, pero no menos que Alvaro Mutis, por ejemplo.  Y el otro punto es la arqueología de Espinosa, él no hace historia, sino arqueología, lo cual es de resaltar en sus novelas. LA TEJEDORA DE CORONAS alude al siglo XVIII, leído desde una mujer cartagenera que incluso conocerá y será amante de Voltaire, hace la conexión con la ilustración francesa, la masonería y las ideas liberales que darán pie a la Revolución Francesa, la Independencia de Colombia y el derrumbe de la Inquisición, el Santo Oficio y la Iglesia Católica. Maravillosa es la crítica religiosa hecha por Genoveva, la crítica histórica, social, cultural, científica, porque Genoveva es científica!!! Espinosa, repito, es más universal que García Márquez. Ahora, LA TEJEDORA DE CORONAS, no es para cualquier lector, hay una exigencia, pues se presenta una erudición no fácil de aplaudir en todo escritor.



Espinosa critica a García Márquez, ese realismo poco realista de la historia. Y sí, el enfoque histórico de Espinosa es apabullante, fue un extraordinario lector, con una voracidad a toda prueba, de ahí la precisión y la universalidad como literato. El mismo año en que García Márquez recibía el Nobel de literatura, Espinosa publicaba LA TEJEDORA DE CORONAS, y no se vendió casi ningún libro y la edición la tuvieron que recoger, hasta que uno o dos años después, empezará a ser la gran novela, pero como digo, CIEN AÑOS DE SOLEDAD opacó esta gran novela de Espinosa. García Márquez ni Vallejo ni Mutis hubieran escrito algo así. Qué maravilla el personaje de Genoveva Alcocer!



Tiene esta novela un lenguaje muy poético, cosa que no he encontrado en Vallejo, García Márquez y Mutis. Es música, una gran melodía literaria. Espinosa es el escritor, novelista histórico de Colombia, como ninguno otro, estoy es una joya. Otra obra monumental es EL SIGNO DEL PEZ, que narra en el siglo I el ascenso del cristianismo en el imperio romano con Pablo de Tarso, otra novela interesante es SINFONÍA DESDE EL NUEVO MUNDO, que narra la travesía de Bolívar en Jamaica (para Espinosa, Bolívar es un "republicano"). Espinosa, es inclasificable, y poco leído, hay que decirlo. Por favor, acercarse a LA TEJEDORA DE CORONAS. Resalto al novelista, pues creo que es mejor que el ensayista o incluso el poeta. Hasta alguna obra de teatro hizo y periodismo.



Sólo les quería compartir este descubrimiento, que para mí rosa los límites del apasionamiento.

Fragmento. La tejedora de coronas.
GERMÁN ESPINOSA

  LA TEJEDORA DE CORONAS

Primera reimpresión
Alfaguara, Colombia,
Marzo, 2003


A Nefferth Valencia y a su ángel guardián.

I

 Al entrarse la noche, los relámpagos comenzaron a zigzaguear sobre el mar, las gentes devotas se persignaron ante el rebramido bronco del trueno, una ráfaga de agua salada, levantada por el viento, obligó a cerrar las ventanas que daban hacia occidente, quienes vivían cerca de la playa vieron el negro horizonte desgarrarse en globos de fuego, en culebrinas o en hilos de luz que eran como súbitas y siniestras grietas en una superficie de bruñido azabache, así que, de juro, mar adentro había tormenta y pensé que, para tomar el baño aquella noche, el quinto o sexto del día, sería mejor llevar camisola al meterme en la bañadera, pues ir desnuda era un reto al Señor y un rayo podía muy bien partir en dos la casa, pero tendría que volver al cuarto, en el otro extremo del pasillo, para sacarla del ropero, y Dios sabía lo molondra que era, de suerte que me arriesgué y desceñí las vestiduras, un tanto complicadas según la usanza de aquellos años, y quedé desnuda frente al espejo de marco dorado que reflejó mi cuerpo y mi turbación, un espejo alto, biselado, ante cuyo inverso universo no pude evitar la contemplación lenta de mi desnudo, mi joven desnudo aún floreciente, del cual ahora, sin embargo, no conseguía enorgullecerme como antes, cuando pensaba que la belleza era garantía de felicidad, aunque los mayores se inclinaran a considerarla un peligro, no conseguía enorgullecerme porque lo sabía, no ya manchado, sino invadido por una costra, costra larvada en mi piel, que en los muslos y en el vientre se hacía llaga infamante, para purificarme de la cual sería necesario que me bañara muchas, muchas veces todos los días, tantas que no sabía si iba a alcanzarme la vida, costra inferida por la profanación de tantos desconocidos, tantos que había perdido la cuenta, durante aquella pesadilla de acicalados corsarios y piratas desarrapados que, transcurridos todos aquellos meses, con el horror medio empozado en los corazones y la peste estragando todavía la ciudad, aún dominaba mis pensamientos, apartándolos del que debía ser el único recuerdo por el resto de mi vida, el de Federico, el muchacho ingenuo y soñador que creía haber descubierto un nuevo planeta en el firmamento, el adorable adolescente que me había hecho comprender el sentido de esos encantos ahora nuevamente resaltados por el espejo, el orden y la prescripción del fino dibujo de mis labios, el parentesco de mi ancha pelvis con la del arborícola cuadrúpedo, la función nada maternológica ni mucho menos lactante de mis eréctiles pezones y, en fin, el muchacho cuya memoranza me hacía bajar de tristeza los ojos, sólo para repasar con ellos el delicado nudo de los tobillos, bajo los cuales se cimentaba la espléndida arquitectura, para torcer el gesto ante las rodillas firmes y antiguas, como moldeadas al torno, para ascender voluptuosamente por la vía láctea de los muslos hasta detenerlos en el meandro divino, en el delta codiciado por el que medievales caballeros cruzaron sus espadas en justas de honor, perfecto intercolumnio cuyos soportes cilíndricos habían de rostrar, no los espolones de las naves fenicias, sino las suaves garras del amor, y tras escalar con un estremecimiento el declive ligero de la pelvis y el vientre, dirigirlos hacia el ombligo egipcio y diminuto, para pensar en lo bella que una cicatriz puede llegar a ser si se le sujeta bien un cabezal y se la deja secar, como había visto hacer con los recién nacidos, e imaginar a Federico otra vez desnudo frente a mí y preguntarme si era bello también el ombligo de Federico, su masculino ombligo irrecordable, si era bello su pecho como el mío que ahora hacía más retador amparando con las manos la parte inferior de los senos y fijando la vista en los pezones rosados y ya erectos, como ágatas incrustadas en el centro de un escudo, cuando sólo restaba ir paseando los ojos sobre el reflejo del cuello marmóreo pero estrangulable, hasta la barbilla en acto permanente de agresión, los labios desdeñosos y la nariz un tanto respingada, para hallar a esos mismos ojos en una suerte de súplica muda, ya avergonzados del recorrido escalofriante, ordenándome retirarme de allí, eludir esa luna biselada donde mi cuerpo dejaba de serlo para convertirse en un pecado, en un pecado ajeno, del cual era necesario desviar la mirada, que no obstante permanecía allí con denuedo, erguida toda yo como una elocuente estatua griega, los ojos fijos en la comba del vientre, absorta en mi cuerpo como en el oficio de una mística milenaria, negándome a creer pero creyendo casi exacerbadamente en el milagro de mí misma, en la hendidura que parecía temblar de placer bajo la maleza rojiza del vello, cuya contemplación me hacía sentir un escalofrío eléctrico, como de ámbares frotados, una especie de zigzagueante relámpago como esos que alborotaban el mar, recorrerme las piernas, que apretaba entonces como los niños cuando no pueden retener la orina, y el efecto era igual que si me hubiesen masajeado los muslos, como una esclava hizo alguna vez para curarme un calambre, así que pensaba en mi buen confesor, muerto por los piratas, y en sus advertencias piadosas sobre los desvíos compulsivos que Satanás nos alienta, e imaginaba un cabezal apropiado para cauterizar la cisura de aquella enervante sangría, para restañarme la herida del sexo como si fuera la del cordón umbilical, y sentí entonces la necesidad de algo que lo taponara profundamente hasta cortar o estancar aquel flujo magnético que me hacía apretar los muslos y evocar con furor el cuerpo amado de Federico, su viril pero aún casi tierna complexión, a punto de poseerme aquel mediodía tan reciente y tan remoto en que, aprovechando un descuido de mi padre, subí las escaleras hasta el mirador de la casa de Goltar y lo hallé escudriñando el oeste con su famoso catalejo, el oeste donde el mar desenvolvía todavía, bajo la leve tramontana, las crespas furias que irían decreciendo a medida que abril aplanara sus láminas recalcitrantes y sollamara sus vahos estuosos, porque le gustaba seguir con la vista a los pescadores, que tendían los chinchorros o sumergían los palangres según pescaran en la orilla o mar afuera, utilizando botes de remo y depositando en el vientre cóncavo las coleteantes mojarras y los sábalos de aletas listadas de azul, abundantes en ese sitio frente a los terraplenes realzados en la muralla a espaldas del convento de Santa Clara, pues Federico amaba el mar y, en varias ocasiones, había ido con aquellos hombres de tez curtida y se había sentido muy excitado con la pesca de la tintorera, grande y saltarina como un látigo arqueado en el aire, peligrosa y de basto empaque, con dentadura afilada como sierra a flor de la boca despectiva de media luna, rebelde al arponeo de la fisga de tres dientes, debatiéndose y haciendo saltar el agua en violentas florituras de espuma ante la vista de ese muchacho tan amado cuyo amor por el mar era hereditario, ya que por algo era hijo de marinero y las profundidades marinas lo atraían con igual poder que la esfera celeste sembrada de parpadeantes hachoncillos, con igual poder porque había en ambas una misma dimensión de misterio, una análoga posibilidad de aventura y no sólo de aquélla a riesgo de daño físico, sino esa otra, la de la imaginación, donde nada era imposible y los antiguos monstruos quiméricos iban adquiriendo una fisonomía familiar, racional, ajena a supercherías de marineros, más ajena a esas fábulas inocentes en la medida en que el hombre, según Federico no cesaba de proclamar, interrogar a sus heladas honduras donde bullía la vida, donde pululaban los escurridizos nadadores bordados de escamas como de caprichosas lentejuelas o las pequeñas fieras que se arrastraban o formaban sus nichos en las rocas subacuáticas ocultas bajo la malla fina y gelatinosa de las algas marinas, las interrogara como, ciertamente, poco lo había hecho hasta el momento, al menos en comparación con lo que Federico, embebido en lecturas solitarias y casi heroicas en aquella ciudad de mercachifles, ningún otro con antiguas proezas náuticas como su padre, podía desesperadamente soñar al enterarse, como una vez me lo confió mientras compartíamos uno de esos rarísimos momentos de soledad en el almacén de abarrotes, de que cierto agustino, fray Andrés de Urdaneta, había sido el único en intuir, más de un siglo atrás, la necesidad de cartografiar a ras y hondura el viejo océano vomitador de cadáveres, ese mito trémulo y vivo, ese leviatán multiforme, antro de soledades insospechadas, porque aquel fraile, cuyo primer contacto como joven veterano de las guerras alemanas e italianas con el temible Mare Erythreum de los antiguos, con el padre de todos los seres de las turbadoras cosmogonías de Oriente, ocurrió con ocasión de la expedición de García Jofre de Loaysa, salida de La Coruña con la esperanza de hallar la ruta occidental hacia las Islas de la Especiería, aquel fraile trazó el itinerario de las Molucas y, tras hacerse agustino en la devastada Tenochtitlán, formó por mandato del rey parte de una segunda expedición, esta vez a las Islas Filipinas, sobre cuyos resultados, en su convento novohispalense, dejó escritas relaciones y memorias donde quedaban establecidas las analogías entre la circulación oceánica del Pacífico y la del Atlántico, bien poca cosa todavía, según mi pobre Federico, pues habría que acometer alguna vez una historia física del mar, definir las formas vagas que se agitaban bajo su superficie, sondear acaso sus abismos para enfrentar a ese gigantesco pulpo, el Kraken, cuya leyenda crispaba de terror a los navegantes, o a ese diablo de mar, de forma de vampiro, sumergido en los precipicios de los golfos boreales, o a ese pez-mujer al que Ulises identificó con las sirenas, o a ese sátiro marino de cabeza y cuernos de morueco, tronco humano y cola de pez, o a ese obispo de mar tiarado y escamado, vicario divino de las aguas abisales, o a tantas otras criaturas sumergidas en ese reino sin mesura, para cuyo conocimiento no bastaría desafiar sus trombas y huracanes a bordo de galeones impulsados por el viento, sino que habría que sumergirse en sus míticos dominios para sacar a flote la verdad, esa misma que para Federico montaba por encima de todo, pues su único sueño era hacerse hombre de ciencia a cualquier costa, ambición casi imposible en esta ciudad iletrada pero jactanciosa, donde su padre había tenido que hacerse comerciante y donde la Inquisición campeaba como una inmensa sombra y donde el diablo parecía retozar en cada rincón, a juzgar por los muchos pecados de la grey, por las muchas artes mágicas que caían bajo las zarpas de los dominicos, por la mucha astrología judiciaria, por los muchos judíos disfrazados, por los muchos frailes solicitantes, por los muchos sortilegios, augurios y maleficios de que hablaban las viejas y, desde luego, por el esfuerzo que me costó una vez en la bañadera, aquella noche de tempestad, desprenderme de los ojos la imagen obsesiva del espejo, en momentos en que ya el agua resbalaba por mis carnes, las penetraba como una reconfortante cura oclusiva que me inspiraba otro género de voluptuosidad, cosquilleante voluptuosidad que me compelía a compenetrarme con el elemento multiforme que me rodeaba, que me acariciaba, que me poseía en un abrazo resbaladizo listo siempre a reproducir, de una manera lujuriosa y yo diría que pérfida, el contorno de mi cuerpo súbitamente laxo y placentero, apto ahora para sólo pensar en él, para expulsar de mi mente el recuerdo de las pelucas empolvadas de los franceses y de los rostros rencorosos de los filibusteros de la Tortuga y sólo pensar en él, en Federico, fijar la memoria en aquella noche, la noche anterior a ese mediodía en que lo sorprendí en el mirador espiando a los pescadores, la noche en que dijo a Cipriano, de sopetón, bajo la luz oleosa de aquella luna de abril, que había descubierto un planeta, sólo para que Cipriano le preguntara si estaba loco y él insistiera en haber descubierto un planeta, mientras incrustaba de tal modo, en la cuenca del ojo derecho, el anteojo de Galileo, que hubiera bastado un ligero golpe para dejárselo en compota, en tanto el otro muchacho, quiero decir mi hermano, lo observaba con bobalicona mezcla de incredulidad y recelo, como si temiera ser objeto de una especie de bromazo astronómico, y la ventana enrejada del mirador se abría hacia un cielo nocturno y despejado, cuyas parpadeantes incandescencias les llegaban cernidas por un harnero de ébano, con uno que otro parche de nubes en la superficie lustrosa y, en la profundidad de la negrura perforada y cintilante, una espesa selva de mundos haciendo guiños con esa ironía particularmente evasiva de las cosas intemporales, milenarias, casi crueles, ante las cuales el hombre se disminuye y queda perplejo, mundos ajenos y lontanos, mundos que se mofan como si observaran nuestras miserias a través del microscopio de Leeuwenhoek, mundos ante cuya visión es anonadante el sentido de nuestra insignificancia, allá Sirio del Can Mayor, el más irónico, acullá Cápela del Cochero, de pestañeo sarcástico, hacia el horizonte Alpha Centauri, muy próximo a las cuatro aspas de la Cruz del Sur, y en intranquilo enjambre Achernar de Erídano, Agena del Centauro, Vega de la Lira, Arturo de Boyero, Cánopo del Navío, Fomalhaut del Pez Austral y toda la cegadora muchedumbre de los orbes calcinados y viejos, nuestras viejas, ignotas y queridas estrellas que acaso compelían a Cipriano a arrebatarle el telescopio, pero lo hacían arrepentirse con un estremecimiento de pavura y preguntarle, más bien, como quien sigue la corriente a un lunático, de qué manera había pensado bautizar al nuevo planeta, a lo que Federico, con evidente excitación, como mi hermano con fruición malévola me lo relató aquella misma noche, respondería que no era broma, que podía verlo a simple vista allí, en la dirección de su dedo, casi en la órbita del sol, con un color que tiraba a verde, a lo cual replicaría Cipriano que eran tonterías, que no podía ser más que una estrella grande, y el muchacho de pelo castaño que mantenía el anteojo parapetado en un travesaño de madera por entre los barrotes de la ventana, insistiría en que las estrellas titilan y éste, en cambio, brillaba con luz quieta, sólo para que el otro se obstinara en que, entonces, debía tratarse de un cometa, mientras una fresca y pestilente vaharada de miasmas de mar venía con la ventolina que, a ratos, cobraba fuerza suficiente como para amenazar a la bujía colocada sobre una especie de mesita de cartografía, en el cómodo mirador techado, de cuya adosadura se levantaba, clavada a la pared, cierta lámina entresacada de la Harmonía Microcósmica de Cellarius que representaba al sistema solar según la concepción de Copérnico, pues aquel altillo era, en realidad, algo así como la cueva de un astrónomo o geógrafo, lleno de mapas, cosmogramas e instrumentos de medición, esferas armilares, barómetros, brújulas y las representaciones más en boga de los hemisferios terrestres, todo un marco apropiado para las extravagantes actividades del muchacho que ahora apartaba el ojo del reflector y cavilaba un momento, antes de decidirse por la razón o la fantasía, para opinar por último que tampoco podía tratarse de un cometa, porque los cometas tienen cola y éste era un cuerpo redondo, aserción que no podía satisfacer al adolescente de pelo negro, cuyos ojos brillaban entre burlona y maliciosamente, en tanto el pliegue de la comisura iniciaba una sonrisa, que no se decidía por la condescendencia o el sarcasmo, en el momento de preguntar, qué remedio, si no era posible que tuviesen cola los cuerpos redondos, a lo cual secamente respondió Federico que éste no la tenía, un hecho así de simple, y Cipriano indagaría muy antipático si iba a bautizarlo el planeta Goltar, pero no, que lo llamara como quisiera, la cuestión era que eso que veía allí no era cometa ni estrella, sino planeta, planeta, planeta, el planeta Goltar, según la insistente chirigota de Cipriano, claro, el planeta Goltar, séptimo en la necesaria revisión que debería hacerse de la astronomía, porque, diablos, exactos dos siglos y cinco años después del descubrimiento de las Indias por Colón, el genial Federico Goltar daba en la flor de descubrir un bonito planeta verde, y no hubo más remedio que reír, reían ambos, podía muy bien representarme la escena cuando me la relataron, en el momento en que la puerta crujió para dar paso a Lupercio Goltar, cuya obesidad debió verse a gatas para zafarse del último peldaño de la escalera y aposentarse en definitiva sobre el suelo de piedra del mirador, pues lo agitaban las subidas y se advertía jadeante, a pesar de sus ojos risueños e inteligentes, cuando les preguntó de qué reían, reparando en el anteojo parapetado entre la reja de la ventana y, al imaginar que podían haber encontrado algo gracioso, porque él lo halló alguna vez, en la faz milenaria de la luna, les dijo que él, a fuer de viejo jardinero, podía asegurarles que esa luna de abril era roja como una cereza y tenía influencia perniciosa sobre los cultivos, y que a ellos, si seguían embebidos en su contemplación, les haría salir un lunar en el bozo, lo cual era indicio de que Lupercio Goltar venía de buen humor o de que, en realidad, como Cipriano lo suponía, el padre de Federico estaba siempre de buen humor, razón de más para no temer el sacarlo de su engaño y encararlo a la simple y a la vez inquietante verdad, cosa que hizo sin titubear, convencido como estaba de que el sesudo comerciante se pondría de parte del buen juicio, anunciándole un poco pomposamente que no se trataba de la luna, que de lo que ciertamente se trataba era de que su hijo creía haber descubierto un planeta nuevo en el firmamento, frase que no produjo respuesta inmediata, salvo una ligera sombra en los ojos del buen señor, que alzó una lámina de la mesita y se puso a estudiarla en silencio o, mejor, en una suspensión que no cuadraba con la expectación ansiosa de su hijo, que bien sabía que aquella lámina no podía despertar mayor interés en él, pues se limitaba a reproducir algo que se conocía de sobra, las doce casas del cielo astrológico, que sin embargo su padre parecía saborear evocando aquella caprichosa y analógica descripción que le hizo alguna vez, cuando le dijo que la de la vida poseía la forma aproximada de una ípsilon griega, la de la riqueza la testa vacuna del primer jeroglífico sinaítico, la de los hermanos las dos íes del par latino, la de los padres por infanda sugerencia un perfecto sesenta y nueve, la de los hijos una landa griega jorobada, la de la salud una eme y un travesaño similar al de la erre de los recetarios, la del matrimonio una especie de clave de do horizontal, la de la muerte una perfecta eme gótica, la de la religión un ancla atravesada, la de las dignidades una extraña te semiuncial de cabo retorcido, la de los amigos unas líneas ondulantes paralelas, y la de los enemigos una suerte de angosta hache merovingia, todo ello proclivemente insinuante en el sentir del obeso caballero, que alzó la vista cuando oyó la voz de Federico explicarle que era en serio, papá, que si quería podía verlo por el anteojo, a lo cual sólo podía contestar, sin tratar siquiera de aproximarse a la ventana, que no lo dudaba, pero que si era un cometa no quería verlo, porque sería anuncio de ruina, para volver a extender su sonrisa, franca, allanadora, sobre los muchachos, como para desbaratar cualquier sospecha de seriedad o superstición, mas tener que oír a Federico advirtiéndole que no era un cometa, papá, los cometas tenían cola y éste no, de modo que sin duda era un planeta, argumento que impulsó a Lupercio Goltar a avanzar hacia el enrejado y, llevándose al ojo derecho el telescopio, irlo ajustando con sus dedos rechonchos, entre los cuales el aparato cobraba una apariencia primorosa y frágil, preguntando dónde estaba, oyendo a su hijo anunciarle que allá, cerca de la eclíptica, en la dirección de su dedo, con voz que pregonaba la trascendencia que confería a su descubrimiento, e indicarle que era precisamente aquél que poseía una coloración verdosa, valido de lo cual el comerciante arrugó la cara para escrutar concienzudamente, ocupación en la que tenía cierta práctica, ya que había sido marino y no jardinero, de modo que aquella selva de orbes locos desperdigados por el vacío le era, hasta cierto punto, familiar, lo cual no debió obstar para que, por un instante, creyera sentir el vértigo del infinito, como si de repente el mirador, la casa, la ciudad hubiesen desaparecido y él se hallara flotando en el éter misterioso definido por los filósofos antiguos como el alma del mundo, pero claro, su gordura era lo bastante contundente como para sacarlo al rompe de ese engaño y permitirle declarar, bajando el telescopio, que no, que nada veía que antes no estuviese allí, afirmación que satisfizo malignamente a Cipriano, quien se apresuró a deplorarlo hipócritamente, porque Goltar hubiera sido lindo nombre para un planeta, antes de oír empeñarse a Federico en que nadie había hablado de algo que antes no estuviera allí, lo que él afirmaba era que no se trataba de una estrella sino de un planeta, deducción palmaria en el hecho de no titilar, de ser su luz quieta y fría, palabras articuladas con un comienzo irracional de desesperación que su padre advirtió, pero que no le impidió recordar cómo eran seis los planetas y de qué forma, pues por algo había sido marino, sabía él desde mucho tiempo atrás dónde se encontraban, argumento tan sumiso que motivó en Federico un gesto desolado, pues su juventud le vedaba comprender el poco interés que el hallazgo inspiraba a su padre, antes de aducir la posibilidad de que, por todo este tiempo, hubiésemos tomado por estrella algo que en realidad era planeta, porque humano es errar, ¿no?, pero Lupercio Goltar alzó y examinó, casi acariciándolo, el astrolabio depositado sobre la mesita, junto a la bujía, para opinar que astrónomos había en Europa que no sabían equivocarse y que no recordaba ocasión alguna en que la naturaleza dijera sí y la sabiduría no, coronando otra vez la frase con su condescendiente, colaboradora sonrisa, la cual iría desapareciendo a medida que su hijo redarguyera que él sí que lo recordaba, pues todavía no habían pasado setenta años desde cuando el Santo Oficio condenó a Galileo Galilei a recitar todas las semanas los salmos penitenciales por el solo pecado de divulgar el sistema de Copérnico y, bien lo sabían ellos, entonces se concebía a la Tierra como el ombligo del universo, a cuyo alrededor giraban el sol, la luna y las estrellas, así que lo repetía, no habían pasado setenta años desde entonces, y hoy, aunque la mayoría de las gentes siguiera dando crédito a aquellas supercherías, hoy se podía afirmar que todo era muy distinto, hoy conocíamos la mecánica de Newton, referencia que debió hacer sentir al comerciante como si un escalofrío le trepanara el espinazo, ya que, por muy en la póstuma gloria que Galileo Galilei se encontrara, el Santo Oficio seguía siendo el Santo Oficio y el sabio pisano un teórico proscrito, certidumbre que acaso lo forzó a pensar, con un poco de horror, en el invitado que tenían a cenar aquella noche, la noche de aquel Martes Santo de 1697, antes de razonar que nada de aquello demostraba que lo visto por el anteojo fuera un planeta y no una estrella, porque cuál necesidad tenían ellos, en este mirador, en aquel preciso momento, y lo inquirió desesperadamente, como si sus viejas aventuras, su antiguo amor por esos objetos que lo circuían, todo hubiese sido humo de pajas, qué necesidad tenían de que aquel malhadado punto de luz fuese un planeta y no una estrella, y para cancelar con ello la cuestión, abrió la puerta y se aprontó a bajar, consciente de que Federico seguía confuso, de que no creía reconocer a su padre, al hombre que le enseñó el manejo de esos instrumentos, las maravillas de ese cielo asperjado de mundos, en el caballero forrado de convencionalismos que se disponía a retirarse sin ver que él trataba de balbucear alguna cosa, algo referente a la necesidad de hacer brillar la verdad, expresión que no podía arrancar al viejo sino una furtiva sonrisa, en tanto les recordaba que tenían invitados a cenar, que constara que se había tomado el trabajo de subir a refrescarles la memoria, había que estar listos y puntuales y recordar, por si nunca lo habían oído, que en lo que él llevaba de vida no había visto jamás que decir la verdad rindiera provecho a nadie, con lo que dio por concluido el asunto y abordó, con su habitual torpeza, las escaleras, mientras Federico tomaba rápidamente el anteojo y volvía a dirigirlo hacia el punto, próximo a la eclíptica, en que su planeta brillaba en frío, tal como había venido observándolo de varias semanas atrás, sin el fulgor chisporroteante de sus gemelos, de sus arrogantes mellizos aparentes, y el miasma marino volvía a recalarle las fosas nasales como un efluvio de bajeles putrefactos donde las algas entrelazaran sus corrompidas enredaderas de fibras yodadas y sus rojizas frondas de sargazos, y Cipriano le echaba la mano al hombro, en gesto conciliador, para indagar si, en serio, creía haber descubierto un nuevo planeta en el firmamento, ante lo cual se vio obligado a preguntarle en un susurro, como si ahora quisiera mantener todo aquello en equívoco secreto, si era que se imaginaba que jugaba a las cabañuelas, lo cual motivó que Cipriano, no tan imaginativo como su amigo ni tan apasionado por estas cuestiones inútiles, aunque se inclinara por sentir hacia sus devotos una mezcla de admiración y lástima, porque ¡astrónomos, Dios mío!, ¡tipos capaces de hacer, por un planeta más o menos en el cielo, tamaño escándalo, como si algo se ganara con ello!, agachara la cabeza, ahora que el viento se había hecho sibilante y sacudía con fuerza las cartas de marear adheridas con puntillas a las paredes, las carcomidas cartas de marear del antiguo marino, dueño de casa, sin traer, sin embargo, el tufo húmedo de las lluvias de abril, que aún demoraban, y preguntara con timidez rebuscada si Federico deseaba de veras hacerse astrónomo, y todavía más, si no era un oficio un tanto extravagante, como el de augur, porque confundía astronomía y astrología en su deplorable cabeza, aunque, desde luego, la confusión no fuese tan grave, ya que hasta hacía muy poco constituían una sola ciencia, la de los astrólogos caldeos o la de Hiparco, a la que alegóricamente se representaba aún entonces rodeada por las tres Parcas, para ver cómo Federico, por única respuesta, volvía a indicarle el lugar donde su planeta, quieto y verdeante, permanecía como en éxtasis, planeta acaso bilioso y de mal carácter, trabajo iba a costar convencer a la gente de su existencia, mientras Cipriano volvía a la carga interrogándose sobre la utilidad de estas fachendas, sí claro, Pitágoras, pero ¿a quién importaba Pitágoras?, aunque, desde luego, el cuadrado de la hipotenusa, la suma de cuadrados de los catetos, eso parecía más práctico, y entonces Federico se quedó mirándolo, con algo muy parecido a la preocupación, para, sin transparentar la pobre opinión que el comentario le merecía, hacerle ver que sería preciso escribir a Europa, llamar la atención de los astrónomos sobre ese cuerpo frío, y preguntarle si no sentía alguna emoción, a lo cual Cipriano se limitó a recordar que Lupercio había pedido que bajaran, que había invitados, de modo que Federico suspiró resignadamente y lo asió del brazo para empujarlo hacia la escalera, y Cipriano lo miró amoscado mientras depositaba el telescopio en la mesita y soplaba la bujía, luego, cuando descendían el uno tras del otro, dio en farfullar, como queriendo hacer méritos, como para persuadir al amigo de que su incredulidad no era tan absoluta, si no sería conveniente escribir al mismísimo Isaac Newton, le parecía lo más indicado y lindo, sí, muy lindo, repuso Federico, que los ingleses se lleven la gloria, ahora el loco era él, porque nadie iba a buscarse que lo juzgaran por traición a la patria y porque, además, qué correo podía utilizarse, ¿acaso la flota del almirante Neville?, vaya idea tan conmovedora, así que Cipriano se congestionó de vergüenza, rubor oculto muy bien por la oscurana, pues sólo ahora caía en la cuenta de que Isaac Newton era inglés, tan inglés como Sir Walter Raleigh, y cómo sonreía yo, entre mi congoja, al evocar el episodio, que Federico me relató apenas unos días antes que el pánico y el horror se cernieran sobre la ciudad, antes que la pesadilla se esponjara y cobrase realidad ante nuestros ojos, sólo poco antes de precipitarse ese vendaval de acontecimientos que yo debía esforzarme por olvidar, pero que recordaba con una nitidez y una terquedad invencibles, como si en el mundo no debiera recordarse nada más, ni siquiera aquel mediodía tan reciente y tan remoto, el mediodía siguiente a la noche del anuncio del descubrimiento del planeta verde, cuando, aprovechando un descuido de mi padre, subí las escaleras hasta el mirador y hallé a Federico, a mi pobre Federico, escudriñando el oeste con su famoso catalejo, lleno más que nunca de ese aire soñador e ingenuo, y deposité mi mano blanca sobre su hombro casi crispado, porque los pescadores habían capturado un delfín de gran tamaño, que resoplaba todavía juguetón entre las redes, y él seguía sus movimientos con absorta emoción, de forma que volvió la vista como si despertara de un sueño hipnótico, no despejada aún la maraña portentosa de sus deseos insatisfechos, confundido en sus sentimientos como en una bruma que fuera preciso romper, bruma entretejida ahora a su propia narcohipnia, y sonrió sin exacta conciencia del riesgo que para mí significaba el haber osado llegar sin compañía, ese Miércoles Santo, al sitio donde él tejía sus ensueños, circunstancia que me obligó a hablarle en un susurro, a indicarle con un dedo sobre los labios que guardara mucha discreción, que su padre y el mío discutían abajo acerca de unas pipas de vino y que me había escabullido porque deseaba hablarle, pero que debíamos hacerlo muy quedo, no fuera que nos oyeran y armaran un pequeño revuelo, y así logré que volviera en sí, bajo la impresión de mi rostro emoliente, porque me sabía ya una mujer, sabía que en mis ojos oscuros relumbraba, con vivaz inteligencia, algo que, aplicado a sus solitarias ensoñaciones, cobraba un íntimo y excitante cariz de complicidad, de suerte que me estrechó rápidamente contra el pecho, con friolento amor, aún revuelta la imaginación en espectros de expediciones temerarias e impedimentos infranqueables, y creí experimentar como en un golpe de conciencia de qué modo la vibración de su espíritu poseía el intranquilo aspecto de un espasmo torturado, pues buscó mis labios con avidez casi rabiosa, alborotó mis tupidos cabellos y estuvo a punto de gemir al apoyar la cabeza en la abertura de mis senos y estrechar mis caderas, en tanto yo lo rechazaba con dulzura, con ese rechazo tan a pesar nuestro con el que damos a entender las mujeres que todo esto será tuyo, muchacho, pero una vez cumplidos los requisitos, pues a la alcoba de las jóvenes honestas se entra por la iglesia, todo ello mientras desfallecemos en una especie de placentera frustración, como desfallecía yo de castidad exasperada aquel mediodía en que el aliento ahumado de las cocinas cercanas, atenuado por la brisa del Atlántico, subía hasta ese mirador que sobresalía de los tejados de la barriada como la torre de un astrónomo persa en la llanura febril, la torre de un soñador que me pedía la ofrenda de mi cuerpo y a quien yo imponía plazos convencionales, sin saber que muy pronto mi cuerpo sería de tantos otros a quienes no amaba, como sí, en cambio, a él, a quien, sin embargo, mis ojos invitaban a ser razonable mientras, ciñéndome con ambos brazos, me conducía hasta la silla de cedro y paja entrelazada, colocada frente a la mesita de cartografía, y me escuchaba indagar, con ansia refrenada y llena de orgullo, si era verdad lo que Cipriano me había relatado la noche pasada, si era cierto que acababa de hacer un descubrimiento muy trascendente, el de un planeta, porque me resistía a creer lo que a renglón seguido agregaba mi hermano, o sea que, a fin de cuentas, se había tratado tan sólo de una ilusión, pues mientras cenábamos con fray Miguel Echarri y fray Tomás de la Anunciación, el astro había desaparecido sin dejar huellas, como si fuera apenas una estrella fugaz, o un cometa, o algo por el estilo, de cuya existencia de todas formas él nada me había informado, y le supliqué decirme lo que en verdad ocurría, él sonrió y se alisó los cabellos, dando a los ojos ese intenso fulgor que a veces me los fingía felinos, en el momento de explicarme que esperaba, para comunicármelo, la llegada de la noche, pero que lo inquietaba la reacción que en mí pudiera suscitar la noticia, particularmente después de la cena de anoche, donde salieron a relucir algunos prejuicios locales, cena que a mí me había parecido tan desabrida, aunque creo que mi padre debió reparar por primera vez en lo mal que su hijo Cipriano usaba los cubiertos y que debió pensar en que, si no fuera por la guerra, valdría la pena costearle un viaje a Francia, donde aseguraban que el opulento viudo de nuestra muy amada infanta María Teresa refinaba los modales hasta el rigor más cruel, y digo que debió reparar en la mala urbanidad de su hijo, pero trinchaba torpemente, de todas formas, su pechuga de paujil y paseaba la vista complacido, antes de llevarla a la boca, por todos los presentes a la mesa, ya por el corpulento y mantecoso Goltar, su huésped y amigo, cuya urbanidad no era ahora la de un marinero, sino la de un comerciante, o por el frailuco Tomás de la Anunciación, glotón como un abad, o por la señora de Goltar, bella todavía a su edad, como si en los ojos soñadores, que eran los mismos de Federico, le vagaran los mirajes espléndidos que trastornaron las peregrinaciones navales de su marido, o por los cuatro adolescentes situados en el otro extremo, Federico, Cipriano y las dos lindas jovencitas, esbeltas en nuestras basquiñas de colores, la una rubia y muy parecida a Federico, yo trigueña y con el mismo aire serio de Cipriano, y desde luego, por el invitado de honor que ocupaba la cabecera, hacia quien convergían miradas y atenciones, el ambiguo fray Miguel Echarri, el insondable, el receloso, el protocolario secretario del secreto del Santo Oficio, y entonces volvía a morder la pechuga, dudando acaso del buen empleo que él mismo hiciera del servicio de mesa, pero excusándose lo más seguramente con pensar que no era otra cosa que un soldado, sí, un burdo y viejo soldado, y que no deseaba esa profesión para su hijo, mientras oíamos, trastornando las sonrisas, a fray Tomás de la Anunciación, el cual, al encomiar con arriscado entusiasmo las virtudes juglarescas de los clerici vagantes o frailes goliardos, autores de una irreverente colección de parodias de los cantos litúrgicos, conservada en un códice tudesco bajo el nombre de Carmina Burana, había acabado por enfrascarse en un laberinto de consideraciones teológicas rayanas en la estupidez, razón de más para que todos mirásemos con inquietud hacia el sitio donde el impredecible dominico tosía con ayuda de la servilleta y aseguraba que fray Tomás no lo asustaba, porque si tuviera la inteligencia de Giordano Bruno, ya estaríamos viendo cómo lo meneaba el aire en la horca, frase nada apacible, ante la cual todos nos vimos forzados a reír, con un énfasis que sólo remarcaba la mala gana, todos menos el frailuco, quien se concentró en su presa de paujil, y habló después, con la boca llena, cuando hubo saboreado muy a conciencia la salsa que ahora le caía en manchones por la barba blanca, por la barba florida, para afirmar con escalofriante osadía, aunque lo hiciera de pura broma, que sí, que la de Echarri era ésa que llamaban justicia de Peralvillo, ahorcar y después hacer la pesquisa, y agregar tranquilamente que no sabía, caballeros, a qué se debía temer más, si a récipe de médico, a etcétera de escribano, a párrafo de legista o a infra de canonista, sin dejar de subrayar que él recelaba más de lo último, ni de darse cuenta, por supuesto, de que lo acolitaba sólo un silencio imparcial y medroso, lo cual lo divertía, pues no ignoraba que, por mucha simpatía que sus ingenuas lucubraciones despertaran, la presencia, nada simbólica sino sobrecogedoramente física, del Santo Oficio neutralizaba cualquier propensión al esparcimiento doctrinal, ya que, aunque empañados algunos de sus antiguos esplendores, el poder y la jurisdicción de la Inquisición de Cartagena de Indias seguían siendo casi infinitos a los ojos de todos, máxime cuando rebasaban los límites del Nuevo Reino para extenderse hasta Cuba y las Islas de Barlovento, hasta Puerto Cabello y Santo Domingo, y máxime también cuando Echarri, hombre calculista pero nervioso, era como el epítome vivo de todo el fárrago de procesos y memoriales resguardado como preciosa tradición en los archivos de la institución eclesiástica, canonista sin entrañas, ratón de cartapacios, argumentista ad hominen y explorador de aguas negras, cuyo poder era limitado sólo en cuanto lo era su propio talento, pues tiempo hacía que sus superiores habían delegado en él no sólo las irrecusables potestades jurídicas, sino también el gusto por los espectáculos y achicharramientos procesales, de suerte que era, como quien dice, el Santo Oficio en persona, un Santo Oficio quizás un poco deslucido, pero siempre al acecho, siempre ganoso de recobrar su prestigio, de hacer valer sobre los fieles su potestad de decretar la excomunión mayor, latae sententiae trina canónica, monitione praemissa, aun a aquel que pecara por omisión cautelosa en la denuncia de la herética pravedad y apostasía, pensando acaso en lo cual, Emilio Alcocer, quiero decir mi padre, se creyó, como soldado del rey, llamado a romper el hielo comentando, mientras por la ventana embalaustrada, a su izquierda, el viento dejaba entrar en el comedor, iluminado por dos candelabros de brazos finamente labrados, colocados en los extremos de la mesa, el mismo afrodisíaco efluvio de miasmas que turbó poco antes en el mirador la fantasía astronómica de Federico Goltar, cómo estaba visto que fray Tomás tenía esa noche trasnochado el sentido del humor, a lo cual Echarri, tal vez con intención apaciguadora, repuso que por él nada había que temer, pues era, como todos sabían, un hombre muy pacífico, y que, aunque sus superiores le habían delegado funciones de alta responsabilidad, solía ser bonancible como el mar cuando no lo agitaba la tempestad, de lo cual podía dar buen ejemplo recordándonos cómo, hacía poco, debió entendérselas con un astrólogo que, como Asdente, el zapatero de Parma, abandonó el cuero y la lezna para embobarse con el Tractatus Astronomiae de Bonatti de Forli y cómo, acaso ya nos hubiésemos enterado, le puso coroza, sambenito y una vela en la mano, lo paseó por los extramuros y lo hizo abjurar en un periquete de aquellas insensateces, para zamparlo a renglón seguido en una mazmorra donde se maduraba tranquilamente, sin necesidad de grandes alardes públicos ni de altísimas hogueras, de donde saldría convertido en un buen cristiano, como no lo era en esos momentos Cipriano Alcocer, quiero decir mi hermano, que miraba adrede a su izquierda, al sitio donde mi pobre Federico se apresuraba a inclinarse sobre el plato y atiborrarse de comida la boca para esconder la intensa palidez, mientras mi padre insistía en el tema, preguntando a Echarri si a última instancia, caso de no retractarse el zapatero, lo habría llevado a la hoguera, a lo que Echarri volvió a dibujar su sonrisa de enfermo, que dejaba al descubierto su dentadura cariada, amarillenta y dispar, y los flemones de sus encías, mirando con elocuentísima mirada que obligó a Federico a realizar un esfuerzo heroico por no atragantarse, sabiéndose observado además por dos ojos muy negros y muy asombrados, ajenos a su repentino drama interior, los ojos de esta desdichada Genoveva Alcocer, que aquella noche de tormenta, unos meses después, desnuda y acariciada por el agua evocaría con tristeza la escena, los ojos de la jovencita trigueña cuyos modales no preocupaban, como los de Cipriano, al viejo soldado que reía entre sorbo y sorbo de vino para apuntar que acaso Echarri exagerase, pues ¿no hubiera sido excesiva la hoguera para un pobre diablo que creía en las doce casas del cielo?, pregunta que el inquisidor absolvió haciéndole ver que no era cosa suya sino, como diría fray Tomás, cosa de cánones, ya que no sólo la astrología judiciaria estaba condenada por la Iglesia, sino que además la ignorancia no excusaba el pecado, ni el libre arbitrio, aunque de origen divino, autorizaba al hombre a hacer uso de él separándose de Dios por las vías de lo demoníaco, con lo cual el frailuco debió pensar que se le invitaba una vez más a meter la cucharada y opinó que el derecho eclesiástico tenía también sus leguleyos y que, en llegando a altos cargos, las cañas se volvían lanzas, porque si, por ejemplo, al gobernador Diego de los Ríos le diera por consultar a los astros sobre futuros contingentes y casos ocultos, podía jurar que nadie le tocaría un pelo, momento en que comprendí que Federico, cuya palidez crecía por instantes, tenía anudada en el galillo alguna pregunta que no se atrevía a soltar, alguna inquietud que lo torturaba y en que vi lo mucho que lo sorprendió, bajo el reojo sarcástico de Cipriano, que fuese su madre, Cristina Goltar, la primera en quebrar el silencio inducido por las frases del terciario para inquirir, con su habitual tono desvaído y respetuoso, ya que era una mujer muy lejana y como desasida de las cosas terrenas, si estaba o no equivocada al pensar que algunos reyes muy cristianos habían empleado astrólogos a su servicio, pues hacía poco había leído, en alguno de aquellos libros traídos en otros tiempos de Europa por su marido, que la muy cristiana Catalina de Médici había hecho construir en cercanías de París un observatorio para su astrólogo de cabecera, un tal Nostradamus, interpelación que debió producir, aunque yo aquella noche no pudiese darme cuenta, dada mi absoluta ignorancia en tales materias, profundo desasosiego en Lupercio Goltar, si se piensa en el cúmulo de trabas y restricciones impuesto, desde los tiempos de Felipe II, a la circulación de libros en los territorios indianos, y cuyos ejecutores eran precisamente los dominicos, cuyo epítome vivo no pestañeó, sin embargo, quizá porque albergaba en su agostado corazón de funcionario algún atisbo de simpatía hacia esta familia cuya sencillez y lealtad eran proverbiales, sino que se apresuró a ratificar que, en efecto, se trataba de un tal Michel de Nostre-Dame, una mala hierba de origen judío, cuya real privanza no debía inquietar, ya que, como médico, había prestado cierta colaboración durante una peste que diezmaba al mediodía francés, razón por la cual el rey Carlos IX, de cuya fe no era posible dudar pues había sabido cascarles las liendres a los hugonotes la noche de San Bartolomé, le tomó cierto afecto y confianza y porque, además, Jean, el hermano de Nostradamus, había sido hombre influyente, procurador del parlamento de Lyon, lo cual dio pie una vez más a fray Tomás de la Anunciación para meter cizaña, recalcando con un gesto cómico de ojos cuánta razón lo asistía al afirmar que una cosa eran los hechiceros desamparados y otra los validos, mientras trataba, con ayuda del dedo pulgar, de embutirse completa una butifarra, no sin añadir, a título ilustrativo, cómo había oído a varios príncipes franceses aseverar que Nostradamus, en sus Centurias, había predicho con pelos y señales la forma como el rey Enrique II moriría a consecuencia de la herida inferida en un ojo, durante un torneo, por el conde de Montgomery, parloteo de terciario zafio que a los demás pasó inadvertido, porque Lupercio Goltar acababa de decidirse a tomar parte en la conversación preguntando al inquisidor cómo explicaba el que personajes como Alberto Magno y Tomás de Aquino, santos del santoral y ambos dominicos, practicasen en su tiempo la astrología y aun la alquimia, ya que del primero se narraban numerosas historias, entre ellas la de haber evocado el espectro de la emperatriz María a pedido de Federico Barbarroja, o la de haber fabricado un autómata cuyo cuerpo estaba sometido a las influencias astrales y respondía a todo género de preguntas, y del segundo se sabía que escribió un opúsculo alquímico dedicado a su amigo el hermano Regnault, a lo cual Miguel Echarri, que se restregaba los ojos con los dedos índice y del corazón de la mano derecha, reconoció con fastidio la posibilidad de que Santo Tomás no desconociera ciertos procedimientos prohibidos, pero advirtiendo que lo mismo resultaba evidente su primordial interés en la salud del alma y, en cuanto San Alberto Magno, las obras astrológicas y alquímicas que se le atribuían pertenecían en realidad a algunos discípulos suyos, que a su hora fueron a calentarse en las hogueras inquisitoriales o en las del infierno, porque todo, queridos amigos, eran añagazas del diablo, de las que debíamos cuidarnos, y en ello pensábamos ya con un poco de espanto cuando, de improviso, sin preámbulos, bajo la fulminante y horrorizada mirada de mi padre, Cipriano espetó al dominico una pregunta que heló de miedo a los comensales, le preguntó si su señoría había leído a Isaac Newton, se lo preguntó con la mayor seriedad, como si las obras de Newton pudieran conseguirse, ya traducidas, en cualquier abacería, y todos queríamos que nos tragara la tierra cuando Echarri, sin responder a la pregunta, pero depositando una mirada suave sobre el adolescente, le pidió en tono paternal que acabara primero de salir del cascarón y después tratara de clavarle las espuelas, que por lo pronto se limpiara, que estaba de huevo, que por lo pronto sacara las uñas del plato, antes que se las ensuciara, pero Cipriano, ante el escándalo de todos, en lugar de callar por puro instinto, lanzó el gran requerimiento que hacía rato le llenaba la boca y lo tenía como sentado en un hormiguero, quiero decir que preguntó a Echarri si podía considerarse herejía el descubrir un nuevo planeta en el firmamento, ante lo cual, como era apenas de esperarse, hubo un general estallido de carcajadas que eran más de disimulo que de burla, no importa lo ingenua que todos supiéramos la actitud de mi hermano, mientras el dominico, manteniendo la sonrisa, enturbiaba la mirada, como quien se contiene al comprender que la villana ofensa proviene de un niño, y Federico, que jamás imaginó el grado de infidencia a que su amigo podía llegar, se deslizaba materialmente bajo la mesa, hasta resbalar del asiento y quedar enredado entre las basquiñas de las muchachas, que emitimos un gritico, al tiempo que mi padre, por dar un vuelco a la conversación y desviar a atención de mi hermano, borraba bruscamente la sonrisa de su rostro, bebía otro poco de vino y, dirigiéndose al anfitrión, Por estar él en el comercio y frecuentar los buques mercantes, le pedía noticias de la política y de la guerra con Francia, a lo cual Lupercio, sin parecer muy convencido, opinó que sólo había fatiga, que se tenía la impresión de que los recursos estaban agotados y había cansancio en ambas partes, pues, a la postre, qué quería Luis XIV sino un tasajo honorable, un tasajo y nada más, a despecho de los tratados de partición sostenidos todavía, sobre la herencia del rey Carlos, por Inglaterra, Holanda y su país, y que el monarca francés, al decir de los navegantes que llegaban de Europa, mandaría a un cuerno si nuestro amado rey accediera a nombrar sucesor a Felipe de Anjou que, como todos sabíamos, era nieto del rey Luis y, claro, como trató de redondearlo fray Tomás, incorporándose para atraerse los desperdicios de la fuente de perdices, de nuestra difunta infanta María Teresa, cuya muerte debíamos lamentar, ya que, si viviera, nada de esto ocurriría, opinión que Emilio Alcocer, quiero decir mi padre, no compartió, pues consideraba que la muy marrullera nunca movió un dedo en beneficio de España, que se consideró siempre pariente de los reyes de Francia y sólo de ellos, lo cual hasta cierto punto se explicaba, porque era sobrina de Luis XIII o, lo que es lo mismo, prima de su marido y, así, el Tratado de los Pirineos, que le permitió casar con aquel lechuguino, no había significado para ella sino el regreso de la hija pródiga, que muy vivita estaba cuando la paz de Nimega nos hizo perder el Franco Condado y que, además, no movió un dedo para evitar la ruptura, actitud que, según Echarri, se había debido a que jamás le interesó la política, defensa que a nadie convenció, tal vez porque era estupendo poder contradecir a un inquisidor en materia ajena a sus potestades, de modo que Lupercio aprovechó los cabeceos de escepticismo para advertir, mientras cruzaba sobre el plato los cubiertos, que una cosa se temía para su capote y era que, si las nuevas sociedades comerciales, ésas que florecían de un tiempo a esa parte en los puertos franceses, a tira más tira convencían a Luis XIV, éste podría organizar una expedición para armar un sainete en las Indias y presionar a su primo a testar a favor del d'Anjou, pues de buena tinta sabía que en Brest había armadores dispuestos a lo que fuera por repartirse el botín y debían tener el ojo puesto a Portobelo, razón por la cual él había decidido, de meses atrás, concentrar sus mercancías en Cartagena, frase que repitió a instancia de fray Tomás, porque el terciario no entendía de dónde podía inferirse que no atacarían a Cartagena, pero Lupercio, sacándose la grasa con la servilleta, aseguró que él tenía su olfato, que Cartagena no era tan codiciada como Portobelo, lo cual aprobó Echarri, para el cual resultaba evidente que, si algo deseaban los franceses, no podía ser otra cosa que apoderarse de los galeones de escolta surtos ahora en Portobelo, los muy canallas, y esto pareció despertar cierta curiosidad en Federico, cuya palidez no daba tregua a pesar de mis miradas inquisitivas, que lo instaban a comportarse, y que preguntó, con cierta timidez, que daba a sus palabras un aire tan infantil como aquél de las de Cipriano, si en caso de ser atacada Cartagena, lo sería por la flota del rey de Francia, del rey galantuomo, a lo cual su padre, que acababa de depositar la servilleta sobre la mesa como indicando que el festín había concluido, le contestó que sí, pero que no vendrían a edificar aquí Trianones ni Versalles, sino a arrasar con todo lo que encontraran a su paso, dicho lo cual nos levantamos, aunque claro, fray Tomás de la Anunciación alcanzó a chupar una última ala de paujil antes de unirse al grupo de mayores que se dirigía a la sala, y los muchachos quedamos en el comedor, silenciosos, herida la imaginación por las historias de cocimientos públicos de astrólogos, de observatorios construidos por una reina de Francia para un hereje judío y por el presentimiento de las emociones que viviría Portobelo cuando fuese atacada por la armada del Rey Sol, por los finos pero denodados franceses, capaces de violar criollas y abatir bucaneros en el Caribe, pero también de pasear sus altos tacones y pelucas empolvadas por la galería de los espejos de Versalles, y fue entonces cuando Federico nos invitó a subir al mirador, cuando emprendimos el ascenso de la angosta y crujiente escalera, yo a su lado, confundida en una mezcla de miedo y equívoco placer, y delante Cipriano y María Rosa, quiero decir la hermana de Federico, lo cual nos resultaba muy conveniente porque así pudimos estrecharnos las manos hasta el momento mismo en que encendimos la bujía y se abrió ante nuestros ojos el pequeño reducto erizado de cartografías y aparatos de medición, con los mapas del Theatrum Orbis Terrarum colgados incluso de las vigas del techo, los planisferios de Alberto Cantino empequeñecidos ante los pronósticos meteorológicos de los calendarios milaneses y el atlas monumental de Mercator presidiendo, desde la pared del fondo, toda una panopsis de proyecciones cónicas, cilíndricas o tangentes del globo terráqueo, aunque, por supuesto, lo que primero llamó la atención de Cipriano fue el anteojo de Galileo, demasiado complejo para nuestra comprensión de entonces, pero cuyo aumento se obtenía simplemente por la relación entre la distancia focal del objetivo y la del ocular, así que lo tomó para dirigirlo, con medrosa inquietud, al lugar celeste donde el planeta verde debía hallarse, según sus toscos cálculos, brillando aún en frío, sin el menor centelleo, sin los efusivos resplandores de Régulo del León o Aspidiska de la Quilla que ya, a simple vista, eran identificados por María Rosa y por mí, en un afán de impresionar a Federico, y fue entonces cuando quedó de una pieza al comprobar que el planeta verde había desaparecido, que sólo quedaban las constelaciones, dulces y misteriosas en la esfera celeste, aparentemente inmóviles desde la antigüedad, pero moviéndose burlonas en sus ignotas órbitas, sembrando de fanales el cielo de los navegantes, desplegadas por los hemisferios boreal y austral y prefigurando con sus lumbres los ojos de Taurus o la hoz y el martillo de los Gemelos, inmutables para el hombre, Sagittarius, Capricornus, preservando su inestimable y suave distancia, aturdiéndonos con su mensaje indescifrable, sembrando el espíritu de hormigueos coruscantes, aquellos nudos de luz en cuyas pulsaciones latían los presagios más amables o siniestros, y entre cuya jungla de fuego, que sabía apartarse misericordiosamente para que el viejo lobo distinguiera la línea amada y pura de las Osas y Casiopea, no estaba ahora el planeta verde, de suerte que Cipriano, bien que en su interior saltara de malévola alegría, juzgó oportuno demostrar alguna alarma, entonces comprendió que Federico no hacía caso de sus pesquisas estelares y se consagraba, sobre la mesita de la bujía, a ilustrarnos a María Rosa y a mí sobre el modo como los geógrafos disponían las superficies auxiliares para proyectar sobre un plano la redondez de la Tierra, a familiarizarnos con los mapas portulanos donde se consignaban las rutas de navegación, a sacarnos de la cabeza ideas tan anticuadas, pero aún en boga por esos años, como aquélla de que Jerusalén era el centro del mundo, y así, mientras María Rosa fingía interesarse en los temas, pero en realidad cerraba su mente a ellos, porque en la escuela aprendió hacía tiempos que todas aquellas lucubraciones no eran otra cosa que triquiñuelas de Satanás, yo parecía captar muy bien, en cambio, toda esa vedija de aplicaciones geométricas, porque amaba al muchacho que movía con destreza ante mis ojos el compás de clavillo movible, trazando semicírculos de un polo a otro del plano imaginario, como quien parte con hendiduras verticales una naranja sin dejar que los trozos se separen, y porque, además, me sabía amada por ese geógrafo precoz, que ahora me hacía observar, en la vieja carta de Waldseemüller, ese nombre de América con que, por algunos, eran designadas estas Indias Occidentales, ese nombre con el cual se honraba tal vez a un mediocre cosmógrafo llamado Américo Vespucci o quizá se recordaba el nombre indígena de Amerik, revelado a Colón cuando en su cuarto y último viaje al Nuevo Mundo un huracán lo arrojó a la costa y desembarcó en el cabo que bautizó Gracias a Dios, materias que a Cipriano se le antojaban pedantes, pues no parecían convencerlo esos esporádicos raptos de inspiración de Federico, cuyo desinterés por las cosas prácticas y cuya pasión por estos fantaseos aparentemente inútiles, que en vez de granjearle las palmas de la gloria podrían atraerle las del martirio, lo exasperaban, máxime ahora, cuando teníamos dentro de la casa al mismísimo Echarri, de quien se aseguraba por aquellos días, acaso por su vieja rivalidad con el gobernador, que estaba replegándose para acometer un salto grande y renovar los esplendores del Santo Oficio lo cual explica el pecaminoso regocijo que parecía sentir al decir a Federico, lo más alto que pudo, que le dolía participárselo, pero era lo cierto que su planeta verde se había evaporado, a lo mejor no se trataba sino de un espejismo, sólo para que el otro lo mirase de pies a cabeza, con la preocupación que siempre le suscitaba Cipriano, y sin prestarle más atención volviese a inclinarse sobre las trazas y, apuntando al Océano Atlántico, nos encareciese de cuál manera nos hubiese aterrado esa gran extensión de agua salada si hubiéramos vivido en la Europa de mediados de la centuria antepasada, cuando se creía que la Tierra era plana y que, más allá de las Columnas de Hércules, el mar se precipitaba por las fauces de un bestión descomunal, como esos de la Topografía Cristiana de Cosmas Indopleustes, superchería barrida, hacía ya tiempos, por Colón, Magallanes y Elcano, pues hoy sabíamos que la Tierra, como ya lo había afirmado Aristóteles, era redonda y podía circunnavegarse y que, además, esos puntitos que brillaban en el cielo eran otras tierras, otros cuerpos enormes como éste, más enormes aun, y algunos de ellos carecían de luz propia, no ignifluían sino que reflejaban la de una estrella y, por tanto, podían ser habitables, para ponderar lo cual extendió el brazo en ambicioso ademán hacia la ventana, con lo que logró que María Rosa observase desganadamente el recuadro por donde filtraba su luz refleja la luna de abril, pero obtuvo de mí un gesto de inteligencia que le bastó para comprender que no había perdido el tiempo ni la saliva, mientras una nubarrada de mosquitos, atraídos quizá por la llama, se colaba en el mirador y Cipriano trataba en vano de aniquilarla a papirotazos, como en una locura súbita, y la voz de Emilio Alcocer, quiero decir de mi padre, se dejaba oír abajo indicándonos que nos íbamos, ea, que era tarde, bajamos como habíamos subido, en parejas, nos reunimos en el portón con el grupo de mayores, rodeado del cual gesticulaba fray Tomás para sostener, en tono inútilmente colérico, que la precaria salud del rey Carlos se debía a hechizos de brujos, para maldecir a Luis XIV y fastidiar ostensiblemente a fray Miguel Echarri, que hubiera preferido ser el centro de atención y ahora no parecía apaciguarse ni siquiera al oír las bromas que Lupercio Goltar, nervioso, trataba de traer de los ralos cabellos, asegurando que esos maleficios y sortilegios a los cuales solía atribuirse la mala salud del monarca no eran sino cuentos de viejas, que dejaran a los pretensos hechiceros, que bien inofensivos eran, a lo cual el inquisidor, finalmente, decidió darse por aludido y dijo que él a los brujos los dejaba en paz, Goltar, y hasta a ciertas personas que se daban el lujo de leer sobre Nostradamus, o sobre Paracelso, o sobre no sé cuáles otros picaros o belitres, lecturas muy claramente proscritas por la Congregación del índice, pero que no le vinieran con astrologías, que si alguien había descubierto un planeta por esos contornos, se lo guardara muy bien, porque esa luna vieja ya bien se decía que hacía las malas noches en verano y se gastaba en enseñar a gruñir los vientos y a murmurar los vientecitos, así que mucho cuidado, pues no deseaba escuchar ni esos gruñidos ni esas murmuraciones, dicho lo cual se internó en la tranquila oscuridad de la calle, mientras Cipriano debía suspirar pensando que ya no existía peligro, porque el puñetero planeta verde había desaparecido del cielo.

martes, 19 de agosto de 2014

Marcos Aguinis. Novela: La gesta del marrano.


Marcos Aguinis es un escritor argentino nacido en Córdoba, Argentina, en el año 1935

Su necesidad de expresión artística empezó en la adolescencia: literatura, música y plástica fueron practicadas con obstinación desde los 10 años de edad. Quiso seguir una carrera humanística, pero no le gustó el clima reaccionario de sus Facultades y terminó eligiendo la que abarca al hombre en su totalidad: medicina. Tampoco le gustó la psiquiatría que entonces se enseñaba y optó por la neurocirugía, que perfeccionó en Francia y Alemania. Quince años más tarde realizó su formación psicoanalítica. Al mismo tiempo, como si fuese una disciplina secreta, fue cultivando su oficio de escritor.

A los 26 años publicó su primer libro y luego siguieron casi una treintena de obras entre novelas, ensayos, cuentos, biografías e infinidad de artículos.

En 1981 empezó a combatir la dictadura militar con artículos osados y una revista política. En 1982 se unió a los intelectuales que apoyaron la candidatura de Raúl Alfonsín. En 1983 fue invitado a integrar el gobierno de la democracia y se convirtió en uno de los protagonistas de la primavera cultural que oxigenó a la Argentina.

Premios y una masa cada vez más numerosa de lectores lo estimuló a concentrar sus esfuerzos en la literatura.

Es un humanista osado que se expresa con claridad y coraje, aunque a menudo resulte políticamente incorrecto. En la actualidad su palabra y sus escritos tienen una fuerte demanda dentro y fuera de su país.
RESEÑA: (31175)
“La gesta del marrano”, publicada en 1991, es una magnífica novela histórica cuya trama se desarrolla en el Virreinato del Perú durante el siglo XVII, en la que cuenta la historia de Francisco Maldonado da Silva, un médico judío que se convierte en un defensor de la libertad de conciencia, enfrentando a la Inquisición, que lo persigue, y a los prejuicios hacia los judíos.
A partir de un histórico auto de fe cometido en Lima, Aguinis despliega un conmovedor himno a la libertad y una de las denuncias más rotundas contra la discriminación étnica e ideológica, recreando, en una impresionante pintura de la sociedad colonial de América, la atmósfera de hipocresía, autoritarismo y corrupción que aún permanece vigente en nuestros días.
lmm-11-3-2012


LA GESTA DEL MARRANO
MARCOS AGUINIS

A Francisco Maldonado da Silva,
que defendió heroicamente el arduo derecho
a la libertad de conciencia.

A mi padre, que enriqueció mi niñez
con animadas historias
y se hubiera emocionado con ésta.


LIBRO PRIMERO: GÉNESIS

BRASAS DE INFANCIA

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Mugre, piel y huesos, con los tobillos y las muñecas ulce-rados por los grilletes, Francisco es una brasa que arde bajo los escombros. Los jueces miran con fastidio a ese esperpento: un incordio decididamente intolerable.
Hacía doce años que lo habían enterrado en las cárce-les secretas. Lo habían sometido a interrogatorios y priva-ciones. Lo enfrentaron con eruditos en sonoras controversias. Lo humillaron y amenazaron. Pero Francisco Maldonado da Silva no cede. Ni a los dolores físicos ni a las presiones espirituales. Los tenaces inquisidores sudan rabia porque no quieren enviarlo a la hoguera sin arrepenti-miento ni temor.
Cuando seis años antes el reo efectuó un ayuno que casi lo disolvió en cadáver, los inquisidores ordenaron hacerle comer a la fuerza, darle vino y pasteles; no tolera-ban que ese gusano les arrebatase la decisión de su fin. «Es la Inquisición —no sus prisioneros— quien establece las penas y ordena su cumplimiento.» Francisco Maldonado da Silva tardó en recuperarse, pero logró demostrar a sus verdugos que podía sufrir no menos que un santo.
En su maloliente mazmorra el estragado prisionero suele evocar su odisea. Nació en 1592, exactamente un siglo después de que los judíos fueran expulsados de España y Colón descubriera las Indias Occidentales. Vio la luz en el remoto oasis de Ibatín, en una casa donde predominaba el color pastel con manchones de azul. Después su familia se trasladó a Córdoba precipitadamente. Tenían que huir de una persecución que pronto les daría alcance. Navegó por tierras amenazadas: indios, pumas, ladrones, alucinantes salinas. Tenía nueve años cuando arrestaron a su padre. Un año después arrancaron violentamente de su hogar a su hermano mayor. Cumplió once años y ya no quedaban en su vivienda bienes sin confiscar. Su madre, vencida, se entregó a la muerte.
Completó su educación en un convento: escuchaba el violín de Francisco Solano, leía la Biblia, aprendió rápida-mente el latín. Pero también sangró a un apoplético y cabalgó por las portentosas serranías, y conoció las flage-laciones. Antes de cumplir dieciocho años decidió partir hacia Lima para graduarse de médico en la Universidad de San Marcos. Allí esperaba encontrar a su padre, balda-do por las torturas de la Inquisición. Su viaje de miles de kilómetros en carreta y en mula lo llevaron desde las pam-pas del Sur a la puna del Norte. Alternó vicisitudes con inesperados descubrimientos. Y descendió a la bulliciosa Ciudad de los Reyes para recibir la revelación final. Allí conoció y ayudó al primer santo negro de América, parti-cipó en las defensas del Callao contra el pirata holandés Spilbergen y se graduó en una brillante ceremonia.
La persecución que empezó en Ibatín y siguió en Cór-doba, volvió a enardecerse en Lima. Decidió, entonces, embarcar hacia Chile. Allí fue contratado como cirujano mayor del hospital de Santiago: era el primer profesional con títulos legítimos que ejercía en el país. Su biblioteca personal superaba todas las colecciones de libros existen-tes en conventos o reparticiones públicas. Visitó salones y palacios, alternó con altas autoridades civiles y religiosas, recibió halagos por su cultura. Se casó. Era un hombre exitoso y apreciado; su bienestar reparaba la sarta de pa-decimientos anteriores.
Un hombre común no habría alterado esta situación. Pero en su espíritu llameaba un tizón inextinguible. Era una rebelión que ascendía desde los abismos. Mucha gen-te deambulaba por el mundo sosteniendo sus creencias en secreto. Era difícil e indigno. Contra la lógica de la conve-niencia, optó por quitarse la máscara y defender sus dere-chos. Hasta ese instante había sido un marrano .
Cuando vivía en hipócrita paz, en Chile, decidió pegar el salto. Para que no lo tentase el arrepentimiento afiló su escalpelo y se circuncidó a sí mismo. La marca física —considerada infamante— era el doloroso pabellón de su libertad. Poco después ocurrió lo esperable: la Inquisición fue en su busca. Era el comienzo de la batalla. Cuando lo hicieron comparecer ante el adusto Tribunal, no pidió clemencia. Los muros temblaron con la provocación que implicaba su increíble juramento: con él se reivindicaban miles de víctimas.
Cuando pudo escabullirse por el ventanuco de su celda, no lo hizo para huir: se arrastró a las cámaras vecinas e insufló ánimo a los otros prisioneros. Lo impelía una profunda convicción en la justicia de su causa. Escarado y anémico, continuaba el combate. En la penumbra de su tabernáculo urdía discursos y los volcaba en las sesiones como las olas del mar a los acantilados. Eran explosiones de espuma y de luz que los jueces cancelaban abruptamente, sobrepasados y perplejos. Se preguntaban consternados cómo fue la vida de ese hombre, cuándo surgieron sus dudas, quiénes moldearon su diabólica insolencia. Era necesario saberlo porque se trataba de una historia inusual, peligrosa.
El Santo Oficio empieza los preparativos de un multitudinario Auto de Fe que tendría lugar en enero de 1639. Ha descubierto la llamada Conspiración Grande. Muchos reos serán ejecutados. La oportunidad aconseja terminar con este reptil. Los jueces convocan entonces a Fernando de Montesinos, respetado autor de muchas obras, para que haga la relación pormenorizada del Auto de Fe y la biografía de los condenados. El excelente trabajo sería mandado a imprimir por orden del Ilustrísimo Inquisidor General. No sospechan que, de esta forma, las víctimas ascenderían a la inmortalidad.
Medio siglo antes de la espectacular matanza, el médi-co portugués Diego Núñez da Silva —padre del futuro mártir— había llegado al oasis de Ibatín. El bucólico entorno apenas insinuaba el comienzo de una epopeya.

lunes, 18 de agosto de 2014

Tomás Eloy Martìnez. Novela: El vuelo de la reina.


El jurado del premio Alfaguara 2002 jugó sobre seguro al premiar al argentino Tomás Eloy Martínez, autor de dos novelas de éxito, La novela de Perón (1985) y Santa Evita (1995) y relatos como Lugar común la muerte y La pasión según Trelew

Colaborador de “La Nación”, “El País”, y del “New York Times”, vive en los EE.UU., donde dirige el Programa de Estudios Latinoamericanos en la Rutgers University (New Jersey). El vuelo de la reina es la novela de un personaje que invade el conjunto del relato, el director de un periódico en una Argentina que se desmorona, como advertiremos que le ocurre al protagonista. Se trata, en el excelente comienzo, del análisis del poder casi omnímodo ejercido mediante la información. Pero el protagonista, convertido en un voyeur, espía por la ventana con un telescopio a una mujer.

Sus traumas psicológicos desplazarán el factor socio-político hacia el análisis de una pasión que desembocará en la locura, el asesinato y la decadencia. El propósito fundamental se dispersa en otras direcciones: la identidad; la búsqueda de unos orígenes; el desprecio a la mujer; la corrupción; la visión pesimista de un país acosado por la pobreza. Descubriremos en la ambiciosa novela rasgos borgeanos: el doble, Buenos Aires como laberinto, los paralelismos, la ruptura de tiempos. Todo ello, tras el suicidio de un ex presidente de la República, aquél que había visto a Cristo en su jardín, se había recluido en un monasterio en la Pampa y habría justificado así el reportaje de Reina, la joven reportera, y la casi inmediata relación con su director.

Cabe afirmar, pues, que El vuelo de la reina es una novela de protagonista. El brillante director del periódico actúa como si los medios de comunicación fueran tan independientes como todopoderosos. Camargo resulta un excelente retrato en el que se combina el amor a la profesión con los rasgos de una personalidad maníaca, que llegará a la violencia con su amante, a ignorar a su mujer y a su familia hasta el punto de no acudir siquiera al entierro de su hija. La llamada del “cuarto poder” resulta superior a cualquier sentimiento y coincide con su obsesión paranoica hacia Reina, la reportera a la que dobla en edad. La novela se va convirtiendo, a la vez, en una indagación sobre el amor. Pero hay quizá excesivos personajes contenidos en Camargo y múltiples formas de amor en los tres años que dura la relación.

Dada la naturaleza del personaje, éste resultará incapaz de superar el desdén. Urdirá una compleja y poco verosímil venganza, desde la atalaya de voyeur, de naturaleza sexual y, no satisfecho con ella, acabará asesinándola.

El ritmo narrativo es trepidante, casi al filo del best-seller policíaco. El novelista describe un mundo corrompido. Poder, riquezas, perversiones, políticos corruptos y periodistas que no les desmerecen en la lucha por una información exclusiva, convierten la novela en un artefacto llamativo. Sin embargo, pueden también advertirse con facilidad los costurones de la construcción. La trama finaliza con Camargo en una silla de ruedas atendido por su mujer, de la que se había divorciado, en una consideración sobre la novela que desearía escribir: “Una reflexión de Deleuze dice allí que la sustancia de toda novela, desde Chrétien de Troyes a Beckett, es un antihéroe: un ser absurdo, extraño y desorientado, que no cesa de errar de acá para allá, sordo y ciego. Para él, una novela es una abeja reina que vuela hacia las alturas, a ciegas [...]. Volar hacia el vacío es su único único orgullo, y su condena”.

El vuelo de la reina tiende a transmitirnos los datos de la realidad que rodean a los personajes. Su intención es no sólo ofrecernos la figura del “antihéroe”, sino la decadencia de una Argentina enferma, la nostalgia de un país en quiebra económica y moral. El contacto con el poder político alumbra el pesimismo de una sociedad y de unos personajes que se corrompen bajo el símbolo de La ventana indiscreta.
http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/4615/El_vuelo_de_la_reina

domingo, 17 de agosto de 2014

Juan Villoro. Novela: El testigo. Ganadora del Premio Herralde 2004.



Escritor mexicano nacido en Ciudad de México, el 24 de septiembre de 1956.
Es licenciado en sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana de México. Trabajó en la radio y fue nombrado agregado cultural de la Embajada de México en Berlín. Ha escrito en numerosos periódicos y revistas entre otros temas, de fútbol. Ha sido profesor de diversas universidades de Estados Unidos y de España (residió algún tiempo en Barcelona). También ha tenido incursiones en el mundo del cine como guionista.

Ha cultivado varios géneros literarios como la novela, el cuento, los libros para niños y el teatro, si bien se caracteriza por combinar varios géneros en una obra. Es un narrador de la cultura popular, ingenioso y agudo con amena lectura. Ha obtenido varios premios, entre ellos el Herralde en el año 2004 por su novela El testigo.
RESEÑA: (49649)
Julio Valdivieso, intelectual mexicano emigrado a Europa, profesor en la Universidad de Nanterre, vuelve a su país después de una larga ausencia. El PRI ha perdido al fin las elecciones y se inicia un peculiar período de transición. Pero esta vuelta a un presente muy distinto del que dejara cuando se fue, se convertirá en una oportunidad de descifrar su pasado, el de su familia, el de su país, en una novela que despliega su trama como un inquietante mecanismo de precisión. Y en ese retorno extático y terrible se suceden los reencuentros que lo llevan a las claves de un amor perdido, a un episodio de la guerra cristera del que depende su propio nombre, a la leyenda viva del poeta Ramón López Velarde, el primer poeta moderno de México... Una irónica revisión de los mitos y de la condición mediática del mundo contemporáneo y una exultante reinvindicación de la poesía como sustrato perdurable en el caos de la historia. Una de las novelas más ambiciosas y logradas de la literatura mexicana y latinoamericana contemporánea, que sitúa a su autor en la primerísima fila de escritores de su generación.

Fuente: N.N.

JUAN VILLORO.

Novela.
Fragmento.
El testigo




El día, 8 de noviembre de 2004, un jurado compuesto por Salvador Clotas, Juan Cueto, Esther Tusquets, Enrique Vila-Matas y el editor Jorge Herralde, otorgó el XXII Premio Herralde de Novela, por unanimidad, a El testigo, de Juan Villoro.
Resultó finalista Todos los Funes, de Eduardo Berti.





A Margarita



Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino se largo…
KONSTANTIN CAVAFIS

Solo algunos llegan a nada, porque
el trayecto es largo.
ANTONIO PORCHIA

¿y qué más haría sino seguir y no
parar y seguir?
FERNANDO PESSOA


I. Posesión por pérdida



1. LOS GUAJOLOTES


Le gustó que le tocara el cuarto 33. A ese hotel no había llegado la pretensión de que el cuarto 33 fuera el 303. Además, Ramón López Velarde había muerto a los 33 años y él necesitaba coincidencias. Cualquier dato supersticioso que lo acercara al poeta lo haría sentirse más capacitado. Sabía lo normal acerca de Ramón, lo cual equivalía a nada. Todo mundo sabía todo de él.
En cambio, su propio nombre, escrito en la tarjeta de registro del hotel, le produjo repentina extrañeza: «Julio Valdivieso», leyó en silencio, como si tuviera que cerciorarse de que regresaba en representación de sí mismo.
No había apoyado el portafolios en el piso (el bell-boy aguardaba su propina como una obsecuente estatua) cuando sonó el teléfono:
—¿Qué pues? ¿Ya llegaste? —dijo una voz desconocida.
—¿Quién habla?
—¿Ya no te acuerdas de los cuates? El Vikingo.
—¿Quién?
—Juan Ruiz. En el taller de Orlando Barbosa me decían el Vikingo. Llevo siglos en publicidad. Nadie ha hecho más que yo por el consumo de cuadripollo en Aridoamérica.
«Cocaína», pensó Julio Valdivieso. Siguió escuchando:
—Llegas caído del cielo. Me urge verte. ¿Qué te parece dentro de dos horas? Los Guajolotes está a la vuelta de tu hotel.
—¿Estuviste con Orlando Barbosa?
—Queríamos ser escritores pero nadie la hizo. —El Vikingo rio al otro lado de la línea, como si el resultado fuera espléndido—. Me acuerdo de ti: anduviste con Olga Rojas, la chilena.
—No anduve con ella.
—¡La modestia ya no está de moda! Puta, estoy entrando en una zona sin cobertura —un zumbido se apoderó de la línea—... usar un celular en este valle de los lamentos es una hazaña... ¿entonces qué? ¿En dos horas?
La comunicación se cortó. Julio hubiera preferido cenar solo, en la cafetería que vio junto a la alberca, pero ya no podía rectificar. No había querido llegar a casa de su madre para amortiguar su regreso a la patria, y ahora se sentía metido en un embrollo. ¿Quién era el Vikingo? En veinticuatro años europeos no había tenido un amigo con apodo (le decía el Hombre de Negro a Jean-Pierre Leiris, pero ése era un apodo secreto). Pensó en Olga Rojas, la chilena que parecía rusa. Sus ojos sugerían episodios trágicos. Por desgracia, Julio no fue uno de ellos. Olga tenía piel de jabón de avena, la mirada irritada por la nevisca, un cuerpo para temblar entre vapores de té y sábanas calientes.
    Cerró los ojos y se vio sentado detrás de Olga en el taller literario. La silla tenía un respaldo pequeño y dejaba ver la parte baja de la espalda, la camiseta descorrida sobre tres vértebras, una franja de piel pálida, cubierta de diminutos vellos dorados, una breve constelación de lunares y la línea negra del calzón. Olga Rojas sólo usaba calzones negros, al menos en el taller. Una tarde, un calvo de gabán esperaba a Olga al pie de la torre de Rectoría. Un tipo hosco, al que ya le habían pasado los dramas que anunciaban los ojos de ella. Aquel hombre acarició el pelo rubio de Olga con dedos gruesos y uñas sucias. Un deportado de Siberia. ¡Qué mal adaptaba la vida a Dostoievski! Olga se fue con él. Tal vez el Vikingo lo confundía con el asqueroso tipo del gabán.
En Europa siempre soñaba en el Canal México: veía Insurgentes, Niño Perdido, Obrero Mundial, el cine Alameda de San Luis, con su falso cielo nocturno. Su inconsciente no era de exportación. No recordaba haber visto al Vikingo en «la difusa patria de los sueños», como decía otro poeta (a últimas fechas, cualquiera que no fuese López Velarde se convertía para él en «otro» poeta). Alguna vez vio al tipo del gabán, muchas a Olga, espléndidamente triste, el pelo revuelto por la estepa que merecía, la nariz afilada y altiva en el aire helado, los ojos con lágrimas de furia o éxtasis.
Bajo el chorro de la regadera, luchó para otorgarle facciones al Vikingo. Se llamaba Juan Ruiz («como el Arcipreste de Hita», pensó Julio, para cerciorarse de que aún tenía memoria).
Disponer de un nombre era como entrar al vestidor de una compañía de teatro para reconstruir a un personaje por una prenda. ¿Quién existía bajo un gorro verde? ¿Un duende, un cazador, un príncipe en desgracia?
La regadera tenía una presión perfecta. Otro motivo para no llegar de inmediato a casa de su madre, en eterna guerra santa contra las tuberías. De pronto, al respirar el cloro que caía con el agua, se vio en la Alberca Olímpica. Estaba en las gradas de la fosa de clavados, con un absurdo libro en la mano (¿ya Pavese?, ¿todavía Cortázar?). Un amigo del taller tenía una eliminatoria. Vio al Vikingo subir a la plataforma y recorrer con parsimonia el trampolín. La suerte del clavado dependía de la concentración que se ganaba arriba. Despeñarse era un asunto mental. Esa tarde supo por qué le decían el Vikingo: siempre se quejaba de que el agua estaba tibia.
Juan Ruiz se mantuvo al borde del trampolín durante segundos eternos y se lanzó en piruetas espectaculares que sin embargo no bastaron para seleccionarlo. Había sacado demasiada agua al contacto con la superficie. Arqueó la espalda en forma imperceptible para Julio pero no para el entrenador. Un deporte hecho para la mirada paranoica y la cámara lenta.
Lejos de la fosa de clavados, el Vikingo parecía vivir con la misma celeridad del que cae en giros difíciles de evaluar.
Mientras se secaba en el hotel, Julio recordó su último encuentro en París con Jean-Pierre Leiris. Colocó su copa de Pernod muy cerca de la nariz para mitigar el olor del Hombre de Negro. Su colega era lo contrario del proselitista: no quería convencer sino agraviar. En el sopor del Café Cluny, Leiris asumió su habitual tono retador: le parecía increíble que Paola, la esposa de Julio, estuviera mucho más al tanto de lo que pasaba en México y tradujera a autores que él apenas conocía. Luego Leiris habló pestes de los intelectuales mexicanos, mandarines subvencionados que conspiraban al modo de los clérigos: «A ver si no te vuelves un protegido cuando regreses, uno de esos chulos de putas», habló con incierto españolismo, «aunque más bien eres un criollo metafísico, un mariachi evaporado.»
Había sido bueno ver a Leiris. Se quedó con cuatro tesis de doctorado que Julio estaba dispuesto a dirigir pero no a leer.
Curiosa la forma en que viajaban los olores. Julio carecía de la nariz de presa de Paola o de las niñas para detectar pestes contemporáneas, pero le llegaban con facilidad aromas de otros tiempos, el cloro de la alberca, el beneficio dulce del anís mezclado con la negra transpiración de Jean-Pierre. Por desgracia, esto jamás dependía de su voluntad. Una ráfaga de viento le traía a Nieves o a Paola, su deliciosa mezcla de secreciones y perfumes, pero no podía convocar la sensación adrede.
Se puso más loción para quedarse en el presente.


Al fondo del pasillo un torero esperaba el elevador. Seguramente filmaban un comercial en el hotel.
En una ocasión, en Niza, había visto un gigantesco frasco de yogur que flotaba en una alberca. Dentro del frasco nadaban muchachas en bikini. En la plataforma de clavados, una cámara normalizaba la escena.
Al llegar a la planta baja buscó al equipo de filmación que volviera lógico al torero.
—¡Miguelín, hijo mío! —Un hombre de unos cincuenta años y espléndida chamarra de cuero abrazó al matador con grandes aspavientos.
Detrás del hombre había tres tipos regordetes, con camisetas que les quedaban cortas y dejaban ver los ombligos. Estaban ahí con el aire de sobrar y sin embargo ser urgentes. Fueron ellos los que otorgaron extraña realidad a la escena. El apoderado chasqueó los dedos y le pidió a uno de los mozos que ayudara al diestro con la montera y los paños que cargaba. Los otros dos obedecieron antes que el aludido.
Miguelín y el hombre de chamarra enfilaron rumbo a la salida. En la calle los aguardaba un coche negro.
El coche avanzó muy despacio. Los tres acólitos trotaron detrás de él.
—Aquí se visten los toreros —le informó el bell-boy—. La plaza está a tres cuadras. Esta noche hay corrida.
En el camino a Los Guajolotes pasó por un bar del que salía un resplandor morado, un sitio de plástico, lleno de espejos. Cometió el error de asomarse por una ventana y escuchó las voces agudas y nasales de Supertramp.
Hay cosas que se detestan y otras que es posible aprender a odiar. Supertramp llegó a su vida como un caso más de rock basura, pero esa molestia menor encontró una refinada manera de superarse. El destino, ese croupier bipolar, convirtió las voces de esos castratti industriales en un imborrable símbolo de lo peor que había, no en el mundo, sino en Julio Valdivieso. Había educado su rencor en esa música, sin alivio posible. Olía a caldo de poro y papa, el caldo que bebió en la cafetería de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Iztapalapa, el día en que Supertramp dejó de ser un simple grupo infame con sinusitis crónica para representar la fisura que él llevaba dentro, una versión moral de la sopa de poro y papa o del cáncer de hígado o alguna otra enfermedad que el destino tuviera reservada para vencerlo.
Apuró el paso con rabia, seguido de las voces tóxicas: «Good-bye Mary, good-bye Jane...» No quería pensar en eso ahora. Vio un perro al que le faltaba una pata. Un perro callejero, color cerveza. Corría entre los autos con nerviosismo suicida. Esta imagen le ayudó a no recordar lo que llegaba con esa música. La Caída. El caldo ruin de la universidad.


Entró a Los Guajolotes en busca de una silla donde desplomarse.
La fragancia del chicharrón de pavo, los manteles verdes y blancos, el rostro asombrosamente familiar de un mesero —bigote canónico, nariz de muñeco de palo— le hicieron sentir que no había salido de México ni había dormido en los últimos veinticuatro años.
Como siempre, el capitán de meseros lo invitó a pasar al terrible segundo piso, que sólo servía para ligar con discreción. Como siempre, él insistió en quedarse junto a la pared de cristales gruesos, que convertía el tráfico de Insurgentes en una agradable marea difusa.
El sitio estaba casi desierto. Los televisores que pendían del techo explicaban la razón: Miguelín triunfaba en la Plaza México, llena hasta el reloj. Las mesas estaban reservadas para los aficionados que llegarían después. El rumor de la arena a cinco calles de distancia se alcanzaba a oír en el restorán. Los oles verdaderos parecían un eco de la televisión.
—¡Alcancé a llegar antes del sexto toro!
Julio alzó la vista. Encontró a un tipo robusto, con coleta entre castaña y pelirroja, barba ceniza, bolsas bajo los ojos, brazos fuertes, chaleco de corresponsal de guerra y una sonrisa cómplice que dependía de la mirada: «fui yo pero no lo digas». El Vikingo Juan Ruiz.
—¿Todavía vas a los toros? Escribiste un cuento que se ubicaba ahí, ¿no?
—«Rubias de sombra».
—Ése. Era bueno el jueguito entre el color del pelo y la sección de sombra de las gradas. ¿Sigues siendo aficionado al toro?
—En París no hay toros.
—Se me olvidaba —el Vikingo se pegó en la frente—. ¿Tú crees que la coca produce Alzheimer? —su antiguo amigo se precipitaba a mencionar la droga para dar por zanjado un tema tan obvio.
—¿Cómo supiste en qué hotel estoy? —preguntó Julio.
—Félix Rovirosa. Sabe todo de todo. Los comparatistas están cabrones.
Julio recordó el dictamen de Félix sobre sus cuentos: «Se puede ser simple sin ser Chéjov.»
El Vikingo se rascó un antebrazo con fuerza y se frotó los ojos, con energía sobrante. Llamó a un mesero; pidió dos cervezas micheladas, dos tequilas Cazadores dobles, en copa coñaquera, la cesta del pan, con bolillos pequeños, por favor, la salsa de pico de gallo, la cazuela de chiles y ajos en salmuera, ah, y la mantequilla, lo básico para sugerir que luego comerían.
Entretanto, Julio pensó en Félix Rovirosa. En cierta forma, estaba en México por él.
Rovirosa había hecho la preparatoria en West Point. En una época en que el Libro Rojo de Mao se vendía en los supermercados y los duros juzgaban imperialista beber Coca-Cola, Félix se declaraba conservador. Había sufrido en el internado pero se ufanaba de la disciplina castrense, como si las duchas de agua helada lo predispusieran a asumir el rigor que predicaba Orlando Barbosa. Julio viajó con él a la Feria de Texcoco para participar en un delirante ciclo de nueva narrativa. Compartieron cuarto y supo que en aquella institución de élite Félix había aprendido todo lo que debe saber un mayordomo. Tendía la cama como quien cumple un dogma y colocaba encima la cobija gris con ribetes dorados de West Point que por lo visto llevaba a todas partes. Imposible saber si esas destrezas de sirviente impregnaban carácter.
Félix citaba a Eliot en un inglés de piloto de Delta y defendía sus juicios impopulares con una entereza que hubiera sido admirable a la distancia, de no ser porque Julio también se acordaba, y muy bien, de lo que dijo de él y Chéjov.
Después de doctorarse en literatura comparada en la UNAM, el ex cadete se ocupó de los asuntos que más le molestaban; sus muchos intereses eran una forma intelectual de la irritación; investigaba a autores para demostrar lo mal que las endebles glorias nacionales lo habían hecho antes que él.
Julio había llegado a los cuarenta y ocho años sin comprender un delicado enigma de la condición humana: la preferencia que ciertas mujeres admirables sentían por la agresiva legión de los Félix Rovirosa. En el taller de Orlando Barbosa, una compañera dijo a propósito de él: «es el diablo», como si no hubiera mejor motivo para entornar los labios como quien besa algo que está a punto de perder el celofán.
Sí, un diablo cabrón. También un trabajador compulsivo en un país más bien aletargado. Y también: un amigo cariñoso por contraste. Bastaba que mitigara sus sarcasmos para que el interlocutor sintiera que lo trataba con deferencia. En el caso de Julio, tenía que reconocerlo, había ido aún más lejos. Cortejaba a Paola con el deportivismo de quien se sabe derrotado, derrochaba en él cenas con vinos recomendados por otros comparatistas, le regalaba oscuras ediciones del grupo de Contemporáneos.
Félix se veía a sí mismo como un incómodo heraldo de la verdad. Sin embargo, necesitaba amigos muy distintos de él. Con su peculiar mezcla de afecto y belicosidad le había dicho a Julio: «La hipocresía es el último de tus defectos y la primera de tus virtudes.»
Se habían encontrado unos meses atrás en el Jardín de Luxemburgo. Félix respiró el aire primaveral de los castaños. Acababa de llegar de México y para él todos los días de París eran ése, tenue y fragante. Su humor mejoraría aún más cuando comieran con Paola en el cercano restorán Balzar y él la hiciera reír con su habilidad para contar horrores de los amigos comunes.
Durante la comida, Julio tosió con el humo de un cigarro y Félix le dijo: «Cuídate, por Dios, pareces la Dama de las Camelias. Tienes que regresar al DF, el aire te hará bien.» La frase era algo más que una broma. Su antiguo compañero del taller lo había buscado para eso: estaba al frente del patronato de la Casa del Poeta, donde murió Ramón López Velarde, y que ahora albergaba un pequeño museo y un centro cultural. Había sustituido en el cargo a Guillermo Sheridan, biógrafo del poeta. «Sé que se acerca tu sabático, Paola me lo dijo.» Esta frase era falsamente delatora. Sí, Paola se lo dijo, en presencia de Julio, cuando cenaron en Toulouse un año atrás. En todo caso, lo sorprendente es que Félix atesorara el dato. Buscó la complicidad de Paola; en su calidad de traductora al italiano tenía que respirar el español de México, empaparse de la delgada luz del Valle de Anáhuac, conocer las especias, las flores, los coloridos aromas de los mercados.
Ante el entusiasmo de Félix, Julio se limitó a acariciarse la barba.
Antes de esa arenga, Paola ya estaba dispuesta al viaje. Quería que Claudia y Sandra conocieran la tierra de su padre. Aunque Julio sabía que su impulso de ir a México estaba más condicionado por las novelas que traducía que por lo que Félix decía en la mesa, le molestó que estuvieran de acuerdo. Trató de desviar el tema a Roland Barthes, que había almorzado en ese mismo restorán antes de morir. Lo atropellaron a unas calles de distancia. «No recuerdo una sola foto de Barthes sin cigarro», agregó Julio. «Por eso lo atropellaron», Félix dio por zanjado el tema, y volvió a lo suyo: el regreso. Julio era perfecto para formar parte del patronato; no estudiaba a López Velarde pero conocía bien a autores paralelos o circundantes o derivados; nadie sospecharía que estaba ahí para beneficiarse de algo. Había que cuidar las formas. «En México la forma es contenido», Félix citó a un político olvidado por Julio. El comparatista avanzó su tenedor al plato de Paola y picó una papa. Un abuso de confianza, a pesar de que ella había dejado todas sus papas. «Quiere un socio fantasma», pensó Julio, y su viaje a México comenzó a adquirir realidad.
También las pláticas con Jean-Pierre Leiris contribuyeron al retorno. Julio era de los pocos en Nanterre que aún tenía el privilegio de que el Hombre de Negro le dirigiera la palabra.
Vestido con total indiferencia por el clima (la única persona a la que Julio había visto sudar el chaleco y la corbata), Leiris estudiaba la literatura latinoamericana como una vasta oportunidad de documentar oprobios. El machismo, el cacicazgo, el ecocidio, la corrupción integraban la mitad yin de sus estudios; la mitad yang constaba de la barroca sofisticación con que los intelectuales mexicanos avalaban el régimen que los protegía. Leiris estaba en contacto con una difusa ONG que lo ponía al tanto de los abusos y las prebendas de la cortesana sociedad literaria del país de los aztecas. Aceptaba a Julio porque, a diferencia de sus paisanos, no tenía subsidios del gobierno (y sobre todo porque no tenía sirvienta). Sí, lo aceptaba, pero como se acepta un té cuando no hay café. Julio no estaba libre de pecados: enseñaba a autores semiperdidos, poetas exquisitos en tiempos de Revolución, seres de cejas depiladas, ajenos al devenir de la historia. En su oscura torre de marfil, el mexicano de Nanterre se evadía de la realidad: «¿Cómo puede ser que no vayas a México ahora que hay democracia?» En el Café Cluny, Leiris azotó un ejemplar de Libération que informaba de la caída del PRI después de setenta y un años de mandato.
Después de dar clases en Nanterre, a Julio le gustaba caminar por el barrio Picasso y seguir al parque Salvador Allende. Admiraba los altos edificios de fachadas onduladas, decorados con nubes para alegrar esa zona de inmigrantes. A diferencia de sus colegas de México, que conseguían sabáticos cada tres años y medio, Julio podía obtener uno o a lo sumo dos en su vida parisina. La oportunidad de ir a México adquiría un aire definitivo, rojo o negro en la ruleta.
Ante la camisa transpirada de Leiris, decidió su apuesta. «Negro», pensó, con nervios de apostador. A los pocos días fue a despedirse de las tumbas de Montparnasse, de Vallejo, que previó su muerte en París, un día de lluvia, del que ya tenía el recuerdo. Con la misma nostalgia anticipada pasó por la carita sonriente en la tumba de Cortázar, él, que leyó Rayuela como un libro de autoayuda, fue a París a agregarle un capítulo y no hizo otra cosa que vivir ahí. Entre las lápidas pensó en López Velarde y «El retorno maléfico». Recordó las palabras de remate, «una íntima tristeza reaccionaria», mientras buscaba la tumba de Porfirio Díaz. Finalmente dio con ella, una cripta como un armario con techo de dos aguas, con puerta y ventanita. Julio se asomó a ver la previsible Virgen de Guadalupe, las fotos del dictador, un florero que reclamaba mejores atenciones. Al borde del piso, le sorprendió una placa de piedra, con la leyenda: «México lo quiere, México lo admira, México lo respeta». El mensaje estaba firmado por un hombre de San Luis Potosí, con fecha al calce: «1994». En el año del levantamiento zapatista en Chiapas y el asesinato de Luis Donaldo Colosio, un paisano de Julio, potosino como él, había decidido homenajear al tirano que provocó la Revolución mexicana. ¿Para colocar la placa habría contado con la anuencia de la familia? Ahora, el PRI había caído después de setenta y un años en el poder. Ese hombre, que añoraba el pasado porfirista, ¿se sentiría justificado por el cambio? Los familiares con los que Julio aún tenía contacto en San Luis Potosí y la ciudad de México estaban fascinados con el triunfo de la decencia, veían la democracia como el regreso a las buenas costumbres y, sobre todo, como el fin de la Revolución. Había tratado de explicárselo a Jean-Pierre, pero su colega sólo creía en las rupturas hacia adelante: México se radicalizaba, Julio no podía seguir en su torre de marfil. En la cripta de Porfirio Díaz, el tiempo volvía sobre sí mismo. En 1994 alguien anheló ahí el remoto edén del orden y la fuerza. La lluvia empezó a caer, no tanto para honrar poéticamente a Vallejo, sino para inquietar a Julio con un cosquilleo frío en las ropas, como arañas del tiempo. Sus parientes lo instaban a regresar a México como si él fuera un exiliado de la Revolución y al fin pudiera repatriarse con decoro. «No ganó la derecha: perdió el PRI», Leiris tenía muy claras sus prioridades.
Julio decidió volver a México por un año, sin compartir del todo las razones de Leiris; caminaba por París con aire de sonámbulo, como si ya recordara el paisaje a la distancia.
¿Por qué soportaba la guerrilla de nervios que significaba hablar con su colega? Jean-Pierre pensaba que los otros existían para ser corregidos. Julio Valdivieso aprovechaba esta tendencia pasándole los trabajos de fin de curso que debía revisar. Hacía cuatro años que el Hombre de Negro calificaba en forma indirecta a sus alumnos (consciente del excesivo rigor de Leiris, Julio se ocupaba de subir todas las notas).


—¿Entonces qué? ¿La ola de racismo te expulsó de Europa? —el Vikingo mordía una galleta con abundante salsa.
Julio no tuvo necesidad de responder porque Juan Ruiz había ido a Los Guajolotes a hablar sin tregua ni concierto. La única función de su interlocutor consistía en tener cara.
Había regresado a México para satisfacer a Paola y sus exigencias de exotismo, para aclararle a Félix Rovirosa que no era el miembro fantasma del patronato (alguien incapaz de reaccionar al tenedor que metía en el plato de Paola), para mostrarle a Leiris su capacidad de cerrar un libro para entrar en la realidad. Seguramente había más razones, pero ninguna de ellas incluía al Vikingo, y sin embargo, al respirar sus palabras cargadas de tequila, le vino a la mente el nombre que tantas veces se decía y durante años representó el dolor de estar lejos de México. Nieves no fue con él. Había muchas formas de evocar su ausencia y demostrar por qué era decisiva. Ahora, ante el caldo xóchitl y los flotantes trocitos de cilantro, le llegó una de las muchas escenas que convocaba ese nombre idolatrado y perdido.
Estaba en una terraza, en Puerto Vallarta, viendo un atardecer perfecto, el disco de fuego que se hundía en un mar azul ultramarino. El sitio se llamaba Las Palomas; el Flaco Cerejido bebía un coctel margarita en un vaso para turistas, del tamaño de un florero. Julio había regresado por unos días a México para participar en un congreso, y aceptó la invitación del Flaco a Vallarta. Nieves acababa de morir.
Caminaron horas por la playa; como siempre, el Flaco lo hizo sentir bien con su curiosidad, como si la vida de Julio fuera intrincadísima. Le preguntaba las minucias más absurdas; si aún extrañaba el chile piquín, tonterías por el estilo. Con los años, la amistad de Cerejido se había vuelto imprescindible precisamente por esas bagatelas. Alguien se acordaba de los detalles, custodiaba su vida en México como si no se hubiera ido, o no del todo.
El Flaco llegó a Vallarta con su bronceado de sociedad civil. Había militado en numerosas siglas de la izquierda (PMT, PSUM, PRD) y apoyaba reivindicaciones que lo hacían gritar en Paseo de la Reforma y soportar horas de sol y discursos en el Hemiciclo a Juárez.
Cerejido sugirió los días en Puerto Vallarta porque un amigo le prestó un departamento y porque Nieves le había dejado un mensaje para Julio, algo simple, pero que no podía transmitir así nomás.
Los tres se conocían desde la infancia en San Luis. El Flaco vivía a tres casas de la suya, sobre una fabulosa tienda de refacciones eléctricas, que olía a inventos futuros y tenía miles de cajones llenos de resistencias como arañas de alambre y bulbos que se encendían como tubérculos hechizados.
Compartieron vacaciones en la hacienda de Los Cominos, donde también el Flaco se sometió a la precisa y cautivadora tiranía de Nieves. Quizá la amó en secreto, como se amaba en esas casas viejas, con miedo y vocación de martirio, con ganas de ser uno de los santos torturados que decoraban las paredes. En casa de los Cerejido había menos cuadros piadosos que en la de Julio, pero algunos recordaba. Un San Andrés crucificado en equis, un Cristo con estigmas al rojo vivo.
Según contó en Las Palomas de Puerto Vallarta, el Flaco veía poco a Nieves en los últimos tiempos. Ella tenía sus hijos, sus asuntos, un marido que la llevaba mucho a Monterrey, pasaba ocasionales vacaciones en Tampico, el puerto al que los tres llegaron en una borrachera adolescente, después de manejar la noche entera desde San Luis. La prima de Julio se había convertido en una mujer asombrosamente normal, del todo ajena al destino que presagiaban su risa y sus impulsos juveniles. Esto le dolía a Julio, como si fuese responsable de esa medianía, por más que fue ella quien faltó a la cita para huir juntos.
Dos o tres meses antes de que Nieves se quedara dormida en el coche que manejaba en la recta de Matehuala, el Flaco Cerejido se la encontró en San Luis, en la chocolatería Constanzo, la de ellos, la del centro de la ciudad, no las nuevas que seguían la dispersión de los nuevos centros comerciales. Nieves sostenía una caja de madera decorada con flores y soltó una de esas frases vagas, ambiguas, que adquieren coherencia retrospectiva cuando pasa algo terrible. Le preguntó al Flaco por Julio y le pidió que si acaso lo veía le dijera que ella estaba bien. No lo había olvidado, pero estaba bien. Llevaba una pequeña cruz de plata en el cuello, discreta, nada ostentosa, que la asimilaba a tantas señoras de camioneta Suburban o Cherokee de San Luis. El Flaco vio a los hijos de Nieves asomando del coche, allá afuera. Ella se despidió de prisa: «Dile a Julio que me acuerdo de él cada que leo Pasado en claro.»
Ante el Pacífico teñido de rojo por el crepúsculo, Julio recordó para sí mismo: «Familias, / criaderos de alacranes...» El poema de Paz les había servido de contraseña en su amor furtivo; ahora esa transgresión era un tiempo sin muchas vueltas, que no ameritaba puesta en claro. Le gustó que Nieves pensara en él y se lo dijera a su mejor amigo; también, que se mantuviera fiel a la poesía en la vida de ranchera rica que Julio le atribuía. Para el Flaco, la entrevista tuvo un tono de despedida profética, pero sólo lo pensó al enterarse del accidente en el que Nieves y su marido perdieron la vida, con la lógica artificial de todo destino que se piensa hacia atrás.
En Vallarta Julio disfrutó la compañía del Flaco, casi siempre silenciosa —los pasos de un gato en la sombra, la presencia que importa porque no se advierte—, antes de volver a Europa, a la fría Lovaina, por esos tiempos.


Juan Ruiz había pasado por dos matrimonios fallidos en medio de toda clase de affaires. Las mujeres habían sido para él un derroche del que estaba orgulloso pero en el que ya no quería incurrir. Se sentía como un piloto que ha chocado demasiados coches, un sobreviviente de lujo, al que le sobraban cicatrices. Naturalmente, estaba enamorado de una actriz de veintidós años.
Vio a Julio con ojos inyectados de sangre y le contó que había hecho un comercial siguiendo el desafío de Mallarmé del soneto en «IX» (llevaba la cuenta de lavadoras Bendix) por el que recibió varios premios, uno de ellos en el fuerte de San Diego, en Acapulco, con reflectores orientados hacia el cielo y edecanes de calidad playmate. Ahí había conocido a su novia actual.
—Perdón por tanto rodeo, manejar en esta ciudad te acostumbra a evitar las líneas rectas.
—¿Dejaste los clavados? —le preguntó Julio, sintiendo el cansancio en los párpados.
El restorán se llenaba con gente que venía de la plaza.
El Vikingo dijo que ya sólo se lanzaba de clavado al tequila y describió su desastrosa vida actual. Tenía un hijo en Cancún, que trabajaba de Hombre Langosta para anunciar una marisquería; su segunda mujer padecía ataques de vértigo y apenas le permitía ver a la hija que tuvo con ella; su novia de veintidós años le había exigido que instalara un gimnasio absurdo en la casa de campo que acababa de construir en Xochitepec.
Julio recordó una lejana sesión en el taller de Orlando Barbosa. Él había leído un inolvidable cuento infame. El taller se celebraba las noches del miércoles, en el piso 10 de Rectoría, las oficinas que habían dejado libres los burócratas; por los ventanales se veía la sombra del estadio olímpico. El resto del campus era una mancha negra. Nunca antes Julio había puesto tanto de sí mismo como en el relato que leyó ese miércoles. Escribió con desolladora franqueza, confiado en la virtud intrínseca de la autenticidad. La trama copiaba la relación con su prima. Describió el vello púbico de Nieves, erizado junto a los labios vaginales, terso y muy escaso en el monte de Venus, con un dejo de talco que recordaba a la niña de otros tiempos. Ningún cuento suyo sonó tan falso como esa confesión genuina. Los más aventajados del taller no creyeron una palabra: Julio era virgen. Faltaba veracidad, olor a cama, semen, el sexo abierto como un caracol enrojecido, según proclamaba un poeta recién premiado con el Casa de las Américas. Julio no sólo escribía mal: no cogía, o no cogía en serio. Aunque estaba prohibido defenderse, él balbuceó algo sobre el meollo del asunto y Orlando Barbosa lo atajó con un albur: «Lo que a esta mujer le falta es precisamente meollo.» Durante tres o cuatro sesiones agraviantes a Julio le dijeron el Meollo.
La tarde en que descubrió que la verdad descrita con minucia no siempre es literaria, el Vikingo tuvo la generosidad de cancelar la sonrisa con que oía los textos, su rictus de solidaridad en la derrota («a mí sí me gusta»). El cuento ni siquiera ameritaba esa compasión. Juan Ruiz se limitó a pasarle un brazo por la espalda. Lo acompañó los diez pisos de horror que los separaban de la planta baja. ¡Qué asesina podía ser la memoria! Hasta unos segundos atrás, Julio tenía presente su inolvidable cuento infame, pero había olvidado la mano decisiva del Vikingo que lo ayudó a salir del edificio sin desplomarse. Sólo ahora que su amigo era un desastre recuperaba ese gesto.
—Ahora ando en otros rollos —el Vikingo le puso una alarmante cantidad de sal a su taco de chicharrón de pavo—. Una onda supergenial y escabrosa. A ver, te cuento.
Su voz recobró ímpetu. La novia de veintidós años se llamaba Vladimira Vieyra, nombre tan vergonzoso que hacía soportable el seudónimo de Vlady Vey. Se habían conocido en aquella premiación en el fuerte de San Diego, entre los reflectores orientados al cielo, como una plegaria para que Acapulco fuera Hollywood. Él sostenía un trofeo que le daba autoridad, un atlante de Tula cromado, como un invasor extraterrestre (de hecho, las edecanes les decían «astronautas» a los trofeos; no sabían que eran figuras toltecas).
Vlady Vey le gustó a pesar del abismo mental que anunciaba su mirada. La invitó a su siguiente comercial, de Pato Purific. De un mundo que aceptaba un producto llamado así, se podía esperar cualquier cosa, incluyendo: 1) que fuera excitante verla acariciar la botella de Pato Purific, y 2) que ella se excitara acariciando a un publicista de cincuenta años. A partir de entonces, Juan Ruiz la tomó bajo custodia. Vlady Vey estaba transformada. No sabía que los griegos iban antes que los romanos, pero era algo más que una belleza que cachondea envases y confía en la expresividad poscoital de su pelo revuelto.
—Es de Los Mochis —el Vikingo resopló, como si soltara una confesión difícil.
—¿Y?
—Está buenísima pero es muy bronca. Los diálogos de una telenovela le suenan como Lope de Vega.
Julio se dispuso, fascinado, a escuchar horrores de la mujer que cautivaba al Vikingo Juan Ruiz.
El complejo de inseguridad de Vlady era tan grave que se preocupó de lo único de lo que no valía la pena preocuparse: su cuerpo. Después de sexualizar el Pato Purific, debutó como actriz en escenas que casi siempre incluían una alberca, un gimnasio, un río que debía cruzar con el agua hasta los pechos. Aunque sólo la contrataban por sus méritos biológicos, ella temía que en cualquier momento le brotara la verruga de la mala suerte.
Una noche llegó llorando al departamento del Vikingo porque había tenido que decir «parafernalia» en un diálogo, nada muy dañino, por supuesto, pero preocupante para alguien que no sabía lo que significaba «parafernalia». El director de escena, una gloria del teatro universitario que odiaba las telenovelas de las que vivía, expuso la ignorancia de Vlady ante los demás actores con el sadismo con el que había logrado que algunas de las mujeres más hermosas de México fueran sus amantes.
Vlady no pertenecía a la legión de las mujeres ofendibles. Estaba ofendida de antemano. Tampoco sucumbía a los encantos de la crueldad. La humillación del director le arruinó el día y casi la vida. Esa misma tarde conversó con su maquillista sobre un tema infinito: lo delgados que eran sus labios. De nada sirvieron los comentarios de Juan Ruiz cuando ella lloró en su departamento. El avión suicida de Vlady Vey había despegado.
En los comerciales de televisión, los fotógrafos le pedían que «relajara» la boca, lo cual significaba que debía adoptar el gesto de quien se dispone a chupar algo desconocido. Si se lo pedían tanto no era porque disfrutaran de su sugerente oralidad, sino porque sus labios estaban flacos.
El Drama de Parafernalia terminó así: Vlady se inyectó colágeno. Nadie volvería a pedirle que relajara la boca porque la tendría en perpetuo estado de excitación. Todo dependía de que el cirujano plástico actuara conforme a la estética pitagórica. El Vikingo bebió un largo trago: la operación no fue pitagórica:
—Salió de la chingada. Le quedó un gesto de disgusto. Muy ojete. Hasta cuando sonríe se ve de malas. Tiene veintidós años y ya sólo le ofrecen papeles de villana. Por eso me urgía verte.
Julio sentía los párpados de arena y una confusión mental que no sólo provenía de su cansancio.
Las televisiones repetían la corrida. Algunos fanáticos coreaban oles. El Vikingo se levantó para ir al baño. Julio fue tras él.
Había olvidado los urinarios llenos de hielos y bolas de naftalina. Un placer bizarro derretir hielos fragantes.
—Estoy que me caigo —dijo Julio—. Si no me das cocaína o cacahuates me desmayo.
—¿Lo dices en serio?
—Lo de los cacahuates fue broma.
Sin esperar otra respuesta, el Vikingo sacó un teléfono celular de uno de los muchos bolsillos de su chaleco. Marcó un número, dijo que hablaba de parte de Juanjo, saludó a una persona por su apodo: el Borrado.
—Ningún servicio funciona mejor en México —el Vikingo guardó su celular—. No pensé que los académicos fueran tan atacados.
—Sólo para adaptarnos a México.
Las veces que Julio había tomado cocaína había estado en el país.
Veinte minutos después, un tipo delgado, vestido como oficinista sin relieve (saco que no combinaba con el pantalón, corbata color aguacate), entró en Los Guajolotes y buscó el chaleco descrito por el Vikingo. El Borrado.
Se sentó unos segundos a la mesa, tomó el billete que el Vikingo había envuelto en una servilleta de papel, entregó un sobre de Federal Express:
—Mensajería urgente —sonrió con dientes afilados.
En su segundo trayecto al baño, Julio fue observado por las mujeres de la mesa de junto, «rubias de sombra», como las que él describió en su cuento. Debían de tener unos cuarenta años bien llevados; sin embargo, un brillo molesto les inquietaba la mirada, un brillo alimentado de un rencor que pretendían convertir en una virtud altiva. No habían dejado de revisar a Julio y al Vikingo, aunque tal vez lo hicieran para irritar a sus maridos, que habían dedicado sus últimos veinte años a engordar como signo de opulencia. O tal vez los veían con la intensa curiosidad que les suscitaban los pobres diablos con los que por suerte no se casaron.
Inhaló en el baño y el beneficio fue instantáneo. ¡Qué intoxicada delicia estar en México! Se lavó la cara con agua fría y se pasó las manos por las sienes con un furor sensual, sintiéndose despierto, alerta, capaz de doblar esquinas, recorrer distancias, fracturar a todo Supertramp. Se sintió, por definirse de algún modo, como un «archipiélago de soledades». En su condición de profesor en éxtasis, nada se le ajustaba más que esa definición del grupo de Contemporáneos. Julio era la corriente que unía sus muchas soledades. No una isla mental, aislada por la droga, sino un archipiélago, un torrente, el agua quemante de tan fría que azotaba sus partes sueltas.
El Vikingo inhaló en el compartimiento de al lado. Desde ahí dijo:
—¿Te sigo contando?
Regresaron al restorán con paso de comando. El Vikingo al frente, como si volviera a la plataforma de clavados.
Pidió otra ronda de tequilas y tomó a Julio del antebrazo:
—Adoro a Vlady, cabrón. Me la estoy jugando con ella al todo por el todo. Te digo que tengo un hijo en Cancún que trabaja de Hombre Langosta. También tengo una hija en Bosque de Las Lomas y la veo todavía menos. No puedo seguir improvisando.
Antes del colágeno, el Vikingo creía estar enculado con Vlady; sólo después, al verla llorar de desesperación, supo que la amaba con locura. Estaría con ella, sin que importara la forma en que su boca desairaba al mundo.
Juan Ruiz dejó la publicidad para escribir guiones de acendrado sentimentalismo. En las agencias había aprendido a hacerle creer a los anunciantes que sus ideas se le ocurrían a ellos. Esta destreza le ayudó a conseguir benefactores para la carrera de Vlady. Ahora estaba fascinado y aterrado. Contaba con apoyos casi inverosímiles para un megaproyecto:
—El tema es genial.
Julio se hizo un poco para atrás, estudió las facciones de su amigo, enrojecidas por la intensidad de su discurso. ¿Lo que diría a continuación sería suficiente para justificar las miradas de interés de las acaudaladas rubias en la mesa de junto?
—La guerra cristera.
Juan Ruiz sorbió tequila con suficiente lentitud para simular una comunión.
—Hace falta un melodrama que una a México —prosiguió el Vikingo—. Es increíble que una rebelión popular se haya silenciado de ese modo. Todo mundo es más o menos católico pero el PRI hizo hasta lo imposible por ocultar la verdad sobre los cristeros. Es una deuda moral que viene de los años veinte. Esa gente sólo luchaba por que la dejaran rezar, gente pobrísima, como la que murió en la Revolución. ¿Te das cuenta de la injusticia?
Julio supuso que no eran ésos los argumentos con los que su amigo convencía a los productores.
—Ahora que hay democracia y el PAN parte el queso, la Iglesia se ha vuelto chic y podemos hablar de la represión más silenciada de México.
—Supongo que Vlady tiene un papel.
—Es el meollo del asunto. ¿Te acuerdas de cuando te decíamos Meollo? ¡Qué cuento tan pinche escribiste!
—Para eso volví a México, para que me lo recordaras.
—Si te ofendes es que la coca es mala. Los productos que maneja el Borrado te vuelven inmune a las ofensas, al menos a las mías —el Vikingo sonrió, abriendo mucho la mandíbula.
«Una quijada marioneta, de cascanueces de madera», pensó Julio.
—Acaba de una vez —dijo—. Quiero saber por qué estoy contigo. Digo, aparte del gusto de verte.
—Sí, Vlady tiene un papel estelar. Con la iluminación adecuada, su cara es la de una mártir; deja de parecer una quejosa insoportable y se transforma en alguien que sufre a conciencia, por una causa. Será la hija de un hacendado de los Altos de Jalisco. Deja todo (pretendientes, caballos, jolgorios) con tal de apoyar la fe. Las mujeres jugaron un papel decisivo en la Cristiada. Viajaban en tren para transportar municiones. Llevaban verdaderos arsenales bajo las faldas. ¿Hay algo más cachondo que la lencería con explosivos? Aparte de las escenas semieróticas (la tele nacional no da para mucho, ya lo sabes), habrá una trama documentadísima. El criterio de autenticidad es tan fuerte que ¿sabes cómo se llama Vlady en la historia? Vladimira. ¡Su nombre real! Se acabaron las María Vanessa y las Yazmín Julieta. La gente ya no se traga la historia de la sirvienta de ojos azules, ya pasó la época de la otomí que es una princesa clandestina. Vladimira es una mujer de a de veras, que se jode y resiste y espera más de setenta años para que el país se entere de su historia. Antes de que me crucifiques, te digo
que no estoy en esto por beatería. Lo que contamos es la puritita verdad. Además, el catolicismo permite mucho morbo.
—¿Cómo se llama la telenovela?
—Por el amor de Dios.
Esa noche Julio Valdivieso quiso saber muchas cosas que no le importaban. La telenovela sería vista por veinte millones, un hito en la cultura nacional. Habría escenas fuertes: ahorcados, fusilamientos, torturados, la incómoda verdad.
    Hubiera sido capaz de compartir su torta especial de chorizo a cambio de que Jean-Pierre Leiris escuchara que México había entrado a la democracia para recuperar su fervor católico. Eso era el futuro: un viaje atrás, al punto donde la patria erró el camino.
—¿Por qué estoy aquí? Perdóname por ser directo.
—Ya lo sé, no vives en México, las cosas se te escapan —el Vikingo sorbió el exprés que acababan de traerle, en el que había exigido una cascarita de limón—. Hablé con tu tío Donasiano. Félix Rovirosa me pasó sus señas. Queremos filmar en Los Cominos. Treinta mil dólares por tres meses de renta. Tu sueldo sería aparte.
—¿Mi sueldo?
—Tu tío lleva años juntando papeles. Me dio cartas, fotos, actas de nacimiento, demandas, cosas de tu familia, papeles que se extienden de Jalisco a San Luis Potosí. Una tercera parte del territorio estuvo en manos de los cristeros; hay miles de datos cotidianos de la época, pero todo está hecho un desmadre. Tú puedes trazar conexiones, reconstruir circunstancias reales. ¡Tu tío me dijo que te llamas Julio por el Niño de los Gallos, el personaje del corrido! No te pido la información básica, para eso tenemos historiadores. Lo tuyo es distinto: ármame el archivo de tu tribu. Te ayudará a regresar a México. Y no te molestarán los cuatro mil dólares mensuales.
En la mesa aledaña, una rubia cambiaba la intensidad de su mirada y se aburría ante sus uñas color nácar.
—La cosa va en serio. Estamos hablando de cien capítulos, ciento cincuenta si nos va de lujo. Entre investigación y rodaje es un año de trabajo. No está mal para un sabático, ¿verdad?
—No sé un carajo de la guerra cristera.
—Son historias de gente tuya, te costará muy poco reconocerlos. Tu familia padeció y nadie les ha hecho justicia. Ya lo dijo Marx: la historia ocurre dos veces, primero como tragedia, luego como telenovela.
—¿Y si lo pienso?
—Ya lo pensaste.
—Por Dios, hombre, unos días...
¡Por el amor de Dios!

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