martes, 19 de agosto de 2014

Marcos Aguinis. Novela: La gesta del marrano.


Marcos Aguinis es un escritor argentino nacido en Córdoba, Argentina, en el año 1935

Su necesidad de expresión artística empezó en la adolescencia: literatura, música y plástica fueron practicadas con obstinación desde los 10 años de edad. Quiso seguir una carrera humanística, pero no le gustó el clima reaccionario de sus Facultades y terminó eligiendo la que abarca al hombre en su totalidad: medicina. Tampoco le gustó la psiquiatría que entonces se enseñaba y optó por la neurocirugía, que perfeccionó en Francia y Alemania. Quince años más tarde realizó su formación psicoanalítica. Al mismo tiempo, como si fuese una disciplina secreta, fue cultivando su oficio de escritor.

A los 26 años publicó su primer libro y luego siguieron casi una treintena de obras entre novelas, ensayos, cuentos, biografías e infinidad de artículos.

En 1981 empezó a combatir la dictadura militar con artículos osados y una revista política. En 1982 se unió a los intelectuales que apoyaron la candidatura de Raúl Alfonsín. En 1983 fue invitado a integrar el gobierno de la democracia y se convirtió en uno de los protagonistas de la primavera cultural que oxigenó a la Argentina.

Premios y una masa cada vez más numerosa de lectores lo estimuló a concentrar sus esfuerzos en la literatura.

Es un humanista osado que se expresa con claridad y coraje, aunque a menudo resulte políticamente incorrecto. En la actualidad su palabra y sus escritos tienen una fuerte demanda dentro y fuera de su país.
RESEÑA: (31175)
“La gesta del marrano”, publicada en 1991, es una magnífica novela histórica cuya trama se desarrolla en el Virreinato del Perú durante el siglo XVII, en la que cuenta la historia de Francisco Maldonado da Silva, un médico judío que se convierte en un defensor de la libertad de conciencia, enfrentando a la Inquisición, que lo persigue, y a los prejuicios hacia los judíos.
A partir de un histórico auto de fe cometido en Lima, Aguinis despliega un conmovedor himno a la libertad y una de las denuncias más rotundas contra la discriminación étnica e ideológica, recreando, en una impresionante pintura de la sociedad colonial de América, la atmósfera de hipocresía, autoritarismo y corrupción que aún permanece vigente en nuestros días.
lmm-11-3-2012


LA GESTA DEL MARRANO
MARCOS AGUINIS

A Francisco Maldonado da Silva,
que defendió heroicamente el arduo derecho
a la libertad de conciencia.

A mi padre, que enriqueció mi niñez
con animadas historias
y se hubiera emocionado con ésta.


LIBRO PRIMERO: GÉNESIS

BRASAS DE INFANCIA

1
Mugre, piel y huesos, con los tobillos y las muñecas ulce-rados por los grilletes, Francisco es una brasa que arde bajo los escombros. Los jueces miran con fastidio a ese esperpento: un incordio decididamente intolerable.
Hacía doce años que lo habían enterrado en las cárce-les secretas. Lo habían sometido a interrogatorios y priva-ciones. Lo enfrentaron con eruditos en sonoras controversias. Lo humillaron y amenazaron. Pero Francisco Maldonado da Silva no cede. Ni a los dolores físicos ni a las presiones espirituales. Los tenaces inquisidores sudan rabia porque no quieren enviarlo a la hoguera sin arrepenti-miento ni temor.
Cuando seis años antes el reo efectuó un ayuno que casi lo disolvió en cadáver, los inquisidores ordenaron hacerle comer a la fuerza, darle vino y pasteles; no tolera-ban que ese gusano les arrebatase la decisión de su fin. «Es la Inquisición —no sus prisioneros— quien establece las penas y ordena su cumplimiento.» Francisco Maldonado da Silva tardó en recuperarse, pero logró demostrar a sus verdugos que podía sufrir no menos que un santo.
En su maloliente mazmorra el estragado prisionero suele evocar su odisea. Nació en 1592, exactamente un siglo después de que los judíos fueran expulsados de España y Colón descubriera las Indias Occidentales. Vio la luz en el remoto oasis de Ibatín, en una casa donde predominaba el color pastel con manchones de azul. Después su familia se trasladó a Córdoba precipitadamente. Tenían que huir de una persecución que pronto les daría alcance. Navegó por tierras amenazadas: indios, pumas, ladrones, alucinantes salinas. Tenía nueve años cuando arrestaron a su padre. Un año después arrancaron violentamente de su hogar a su hermano mayor. Cumplió once años y ya no quedaban en su vivienda bienes sin confiscar. Su madre, vencida, se entregó a la muerte.
Completó su educación en un convento: escuchaba el violín de Francisco Solano, leía la Biblia, aprendió rápida-mente el latín. Pero también sangró a un apoplético y cabalgó por las portentosas serranías, y conoció las flage-laciones. Antes de cumplir dieciocho años decidió partir hacia Lima para graduarse de médico en la Universidad de San Marcos. Allí esperaba encontrar a su padre, balda-do por las torturas de la Inquisición. Su viaje de miles de kilómetros en carreta y en mula lo llevaron desde las pam-pas del Sur a la puna del Norte. Alternó vicisitudes con inesperados descubrimientos. Y descendió a la bulliciosa Ciudad de los Reyes para recibir la revelación final. Allí conoció y ayudó al primer santo negro de América, parti-cipó en las defensas del Callao contra el pirata holandés Spilbergen y se graduó en una brillante ceremonia.
La persecución que empezó en Ibatín y siguió en Cór-doba, volvió a enardecerse en Lima. Decidió, entonces, embarcar hacia Chile. Allí fue contratado como cirujano mayor del hospital de Santiago: era el primer profesional con títulos legítimos que ejercía en el país. Su biblioteca personal superaba todas las colecciones de libros existen-tes en conventos o reparticiones públicas. Visitó salones y palacios, alternó con altas autoridades civiles y religiosas, recibió halagos por su cultura. Se casó. Era un hombre exitoso y apreciado; su bienestar reparaba la sarta de pa-decimientos anteriores.
Un hombre común no habría alterado esta situación. Pero en su espíritu llameaba un tizón inextinguible. Era una rebelión que ascendía desde los abismos. Mucha gen-te deambulaba por el mundo sosteniendo sus creencias en secreto. Era difícil e indigno. Contra la lógica de la conve-niencia, optó por quitarse la máscara y defender sus dere-chos. Hasta ese instante había sido un marrano .
Cuando vivía en hipócrita paz, en Chile, decidió pegar el salto. Para que no lo tentase el arrepentimiento afiló su escalpelo y se circuncidó a sí mismo. La marca física —considerada infamante— era el doloroso pabellón de su libertad. Poco después ocurrió lo esperable: la Inquisición fue en su busca. Era el comienzo de la batalla. Cuando lo hicieron comparecer ante el adusto Tribunal, no pidió clemencia. Los muros temblaron con la provocación que implicaba su increíble juramento: con él se reivindicaban miles de víctimas.
Cuando pudo escabullirse por el ventanuco de su celda, no lo hizo para huir: se arrastró a las cámaras vecinas e insufló ánimo a los otros prisioneros. Lo impelía una profunda convicción en la justicia de su causa. Escarado y anémico, continuaba el combate. En la penumbra de su tabernáculo urdía discursos y los volcaba en las sesiones como las olas del mar a los acantilados. Eran explosiones de espuma y de luz que los jueces cancelaban abruptamente, sobrepasados y perplejos. Se preguntaban consternados cómo fue la vida de ese hombre, cuándo surgieron sus dudas, quiénes moldearon su diabólica insolencia. Era necesario saberlo porque se trataba de una historia inusual, peligrosa.
El Santo Oficio empieza los preparativos de un multitudinario Auto de Fe que tendría lugar en enero de 1639. Ha descubierto la llamada Conspiración Grande. Muchos reos serán ejecutados. La oportunidad aconseja terminar con este reptil. Los jueces convocan entonces a Fernando de Montesinos, respetado autor de muchas obras, para que haga la relación pormenorizada del Auto de Fe y la biografía de los condenados. El excelente trabajo sería mandado a imprimir por orden del Ilustrísimo Inquisidor General. No sospechan que, de esta forma, las víctimas ascenderían a la inmortalidad.
Medio siglo antes de la espectacular matanza, el médi-co portugués Diego Núñez da Silva —padre del futuro mártir— había llegado al oasis de Ibatín. El bucólico entorno apenas insinuaba el comienzo de una epopeya.

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