viernes, 25 de abril de 2014

Robert Musil. Novela: "El hombre sin atributos".



Cuando estaba en la Universidad de Costa Rica allá por el año de 1980, y llegaba justísimo a la clase de Teoría General del Proceso por las mañanas, un querido y hasta ahora amigo y también abogado, siempre entre sus códigos portaba el Tomo I de “El hombre sin atributos” de Robert Musil.  Ignoro si al final leyó por completa la novela. Creo que sí porque, sabía de su terca disciplina para leer libros densos como la obra de Mann o la de Proust. Lo cierto es, que –y debo de confesarlo- sentía envidia de no ser yo el que leía el libro de Musil. Razones sobraban para querer leerlo. Se decía que “El hombre sin atributos es una obra cimera, imprescindible al momento de valorar la Literatura del Siglo XX europea. No sé si estas afirmaciones son gratuitas o son válidas. A mí en lo personal me parecen justas. Cuando tuve la oportunidad de leerla –años posteriores- me pareció una obra clásica contemporánea. Hoy he vuelto a releer algunos capítulos e igual pienso como lo pensé en mis años de estudiante de Derecho: ¿Robert Musil y “El hombre sin atributos? Una obra grandiosa, única irrepetible.
Hoy deseo transcribir un capítulo del tomo I de esta obra: “El hombre sin atributos” de Robert Musil. J.Méndez-Limbrick.

Robert Musil (Klagenfurt, 6-XI-1880 - Ginebra, 15-IV-1942) fue, sin dudas, un `Dichter`, es decir, un novelista en la más auténtica tradición goethana, un creador de ficciones elaboradas con el propósito de penetrar y registrar las profundidades de la condición humana y los detalles más discutibles de la vida social.

Buena parte de su adolescencia transcurrió en el agobiante clima de una acedemia militar (experiencia que retrata en el libro `Die Verwirrungen des Zöglings Törless`, Bildungsroman de 1906). Prosiguió estudios de ingeniería mecánica en Brno, antés de instalarse en Berlín para interiorizarse en la obra filosófica de Nietzsche y de Mach. Después de haber combatido en la Iº Guerra Mundial y de haberse desempeñado como funcionario gubernamental de la República de Austria, decidió dedicarse a la literatura a tiempo completo. Su vida como escritor (crítico de teatro, redactor de periodicos, publicista, editor, etc.) le reportó una constante penuria económica que sobrellevó en compañía de su mujer Martha Heimann-Marcovaldi -verdadero sostén espiritual del autor-, hasta que se constituyeron grupos privados con el propósito de finaciar la composición de su obra.

Pese a que incursionó con desigual éxito por el teatro (`Die Schwärmer` de 1921 y `Vinzenz und die Freundin bedeutender Männer` de 1926), el reconocimiento le llegó a partir de sus narraciones. `Vereinigungen` (1911), `Die Portugiesin` (1923), `Drei Fragüen` (1924), son textos contundentes, pero, indudablemente, `Der Mann Ohhe Eigenschaften` es su obra mayor. El libro se fue publicando en varios volúmenes a partir de 1930, quedando -como era de esperarse- inconcluso.

La prosa de Musil devela a un profundo pensador, que hace de la ficción un campo de reflexión sobre el (espíritu del) Hombre. El enorme trabajo de disección y vivisección del mundo de su época se manifiesta en cada una de las páginas por él escritas. Su tono es solemne, su humor es amonestador. Como todo buen novelista germano de la enteguerra, sus textos repiten el tópico del vacío y del silencio, del apocalipsis que ya acaecio y que, sin embargo, no ha redimido a la humanidad. Sus (anti)heroes emergen como seres-en-el-mundo, que deben apropiarse de sus circunstancias para abandonar el aturdimiento que les genera el espacio pleno y ausente de la Diferencia.

La perspectiva que pretende adoptar es la de un observador en los límites del mundo, que analiza absolutamente todos los aspectos de lo real, proyectando un mapa que oculta la ilusión de constituirse en una imagen luminosa del ahora irrepresentable universo.


Pablo Cerone
(aporte de pablocero)

  El hombre sin atributos fue escrita entre 1930 y 1942 y quedó interrumpida por la muerte del autor. Los actores principales de esta tragicomedia monumental son: Ulrich, el hombre sin atributos, el matemático idealista, el sarcástico espectador, Leona y Bonadea, las dos amadas del matemático, desbancadas por Diotima, cerebro dirigente de la «Acción Paralela» y mujer cuya estupidez sólo es comparable a su hermosura, y Arnheim, el hombre con atributos, un millonario prusiano cuya conversación fluctúa entre las modernas técnicas de la inseminación artificial y las tallas medievales búlgaras. Alrededor de ellos se mueve, como en un esperpéntico vodevil, la digna, honrada, aristocrática sociedad de Kakania (el imperio austro-húngaro), que vive los últimos momentos de su vacía decadencia antes de sucumbir a la hecatombe de la Gran Guerra. Esta cúspide de la novela de nuestro tiempo abre ante el lector de lengua castellana nuevas y aún más vastas regiones del mundo narrativo del siglo XX.


Fragmento. Novela. “El hombre sin atributos”.
    2 - Vivienda del hombre sin atributos



    LA calle en que había tenido lugar aquel leve accidente era una de esas largas y sinuosas vías urbanas que, a manera de estrella, irradian el tráfico desde el centro hasta los arrabales, cruzando toda la ciudad. Si nuestra elegante pareja hubiera seguido andando, hubiera visto algo que ciertamente les habría gustado. Era un jardín del siglo XVIII, o acaso del XVII, bien conservado en parte. Al pasar por delante, junto a la reja de forja, se divisaba entre árboles, sobre una pradera esmeradamente tundida, algo así como un pequeño palacete, un pabellón de caza o un castillito encantado de tiempos pasados. Exactamente, la parte baja databa del siglo XVII, el parque y el piso superior parecían pertenecer al siglo XVIII, la fachada había sido restaurada en el siglo XIX y otra vez se había deslucido; el conjunto total producía el efecto extravagante de varias impresiones fotográficas superpuestas en una misma lámina; pero de todos modos llamaba la atención. Si alguna vez la claridad, la ciencia, la belleza abrían sus ventanas, era permitido gozar, entre muros de libros, la exquisita paz de la mansión de un letrado.
     Esta mansión y esta casa pertenecían al hombre sin atributos.
     Él se ocultaba detrás de una de las ventanas y miraba hacia el otro lado del jardín, como a través de un filtro de aire de verdes delicados; contemplaba la calle borrosa, y cronometraba reloj en mano, hacía ya diez minutos, los autos, los carruajes, los tranvías y las siluetas de los transeúntes difuminadas por la distancia, todo lo que alcanzaba la red de la mirada girada en derredor. Medía las velocidades, los ángulos, las fuerzas magnéticas de las masas fugitivas que atraen hacia sí al ojo fulminantemente, lo sujetan, lo sueltan; las que, durante un tiempo para el que no hay medida, obligan a la atención a fijarse en ellas, a perseguirlas, apresarlas, a saltar a la siguiente. En resumen, después de haber hecho cuentas mentalmente unos instantes, metió el reloj en el bolsillo riendo y reconoció haberse ocupado en una estupidez.
     Si se pudieran medir los saltos de la atención, el rendimiento de los músculos de los ojos, los movimientos pendulares del alma y todos los esfuerzos que tiene que hacer un hombre para conseguir abrir brecha a través de la afluencia de una calle, es de presumir que resultaría -él así lo había imaginado al jugar a investigar lo imposible-una dimensión frente a la cual sería ridícula la fuerza que necesita Atlante para sostener el mundo. De ahí se podría deducir qué esfuerzo tan titánico supone el de un individuo moderno que no hace nada.
     El hombre sin atributos era en la actualidad uno de ellos.
     -”De esto se pueden sacar dos conclusiones” -se dijo para sí.
     El rendimiento de los músculos de un ciudadano, que cumple tranquilamente con sus deberes ordinarios durante toda la jornada, es mayor que el de un atleta que tiene que levantar una vez al día pesos enormes; esto está fisiológicamente demostrado. Es, pues, lógico que las pequeñas obras cotidianas, en su importe social y en cuanto interesan para esta suma, presten mucha más energía al mundo que las acciones heroicas. Una heroicidad aparece tan diminuta como un grano de arena echado ilusionadamente sobre un monte. Este pensamiento le agradó.
     Hay que añadir, sin embargo, que le agradó no porque amara la vida burguesa; o al contrario, le gustó porque se complacía en combatir sus inclinaciones. ¿No es precisamente el burgués refinado quien presiente el comienzo de un nuevo heroísmo colosal, colectivo e inquietante? Se le llama heroísmo racionalizado y se le encuentra así muy bonito. ¿Quién lo puede saber ya hoy? En tiempos pasados se hacían centenares de preguntas semejantes, que no por haber quedado sin contestar han disminuido en importancia. Flotaban en el aire, abrasaban bajo los pies. El tiempo corría. Gente que no vivió en aquella época no querrá creerlo, pero también entonces se movía el tiempo, y no sólo ahora, con la rapidez de un camello de carreras. No se sabía hacia dónde. No se podía tampoco distinguir entre lo que cabalgaba arriba y abajo, entre lo que avanzaba y retrocedía. “Se puede hacer lo que se quiera -se dijo a sí mismo el hombre sin atributos-; nada tiene que ver el amasijo de fuerzas con lo específico de la acción.” Se retiró como una persona que ha aprendido a renunciar, casi como un enfermo que evita todo esfuerzo violento; y cuando pasó junto al balón de boxeo que colgaba en la habitación contigua, le soltó un golpe tan rápido y fuerte como no es común en espíritus sumisos ni en estados de debilidad.

jueves, 24 de abril de 2014

Seneca: filósofo y moralista. Tratado de la Ira.


  LA HISPANIA ROMANA Y LA CORDUBA PATRICIA. ESPIRITUALISMO MORAL Y ESPIRITUALISMO ONTOLÓGICO EN LUCIO ANNEO SÉNECA.


1. Fin de la moral de Séneca

Séneca es un filósofo de «obediencia estoica». Pero no es un pensador pasivo y repetidor de una doctrina definida. Su estoicismo -insistimos- es pragmático y selectivo como correspondía a los grandes maestros estoicos. Ninguno de los estoicos, y mucho menos Séneca, disimulan su aversión natural a una vida vulgar, ajustada exclusivamente a normas convencionales y utilitarias sin aspiraciones más nobles. Los textos De beneficiis, De tranquillitate animi, De uita beata y las Naturales Quaestiones muestran el conocimiento que Séneca tenía del pensamiento estoico, epicúreo, cínico y académico en general, lo que no permite pensar en ignorancia cuando Séneca critica todo aquello que una filosofía hedonista pudiera proponerse. Su arquetipo está muy por encima de lo que significa el estricto interés material. No en vano se ha dicho que de las tres partes en que la Estoa dividió la filosofía -física, lógica y ética-, solamente esta última fue significativa para Séneca. Conocedor de grandes monstruosidades históricas -Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón-, Séneca no renuncia a sus convicciones ético-filosóficas dentro de la doctrina estoica: está convencido de que el «sumo bien» y la «felicidad» (efectos de la virtud moral) no sólo residen en el alma del hombre, sino que la fundan y engrandecen. De ahí que todas sus aspiraciones las veamos culminadas en un deseo importante: la formación
del sabio, como sinónimo de hombre virtuoso y contrapuesto al vulgo.

1.1. Sumo bien

El camino para alcanzar esta perfección no es desconocido: la meta es el sumo bien. Y desde el momento en que éste encierra cuanto un hombre pudiera desear para ser totalmente feliz, nadie tiene por qué pretender conseguir otros bienes. Importa, pues, precisar en qué objetiva Séneca el sumo bien. «El bien supremo es el rigor de un espíritu inquebrantable, y su clarividencia, y su sensatez, y su elevación, y su salud, y su libertad, y su firmeza, y su belleza» (Sobre la vida feliz 9, 4). Dicho con otras palabras: Séneca cree que el mayor bien no puede ser otro que la virtud: «Lo mejor en cada uno debe ser aquella cualidad para la que nace y por la que es valorado. En el hombre ¿qué es lo mejor? La razón: por ella aventaja a los animales y sigue de cerca de los dioses. La razón consumada constituye, por tanto, su bien propio. Las restantes cualidades las posee en común con los animales y las plantas. Cuando ella es recta y cabal sacia la felicidad del hombre. Luego si todo ser cuando lleva su bien propio a la perfección es laudable y alcanza el fin de su naturaleza, si el bien propio del hombre es la razón, cuando el hombre ha llevado ésta a la perfección es laudable y alcanza el fin de su naturaleza. Esta razón perfecta se llama virtud y coincide con la honestidad» (Carta 76, 9- 10). Y en otra ocasión, Séneca pregunta: «¿Cuál es, por tanto, tu bien? La razón perfecta» (Carta 124, 23). La naturaleza nos da la razón, con la razón seguimos los «principios naturales» que hay en nosotros, pero sólo el sabio lo hace de un modo perfecto. ¿Por qué? La sabiduría solamente la alcanza el hombre si es capaz de valorar la distinción entre instinto y razón y actuar en consecuencia, sobre todo porque la razón humana es algo divina: «la razón no es otra cosa que una parte del espíritu divino introducida en el cuerpo humano» (Carta 66, 12).
Por lo tanto, la virtud -es decir, seguir a la naturaleza y conformarse con ella-, además de ser objeto necesario para que el hombre alcance la felicidad, es lo «único suficiente» para colmar por sí mismo todas nuestras aspiraciones: «¿Qué pido a la virtud? Nada sino la misma virtud. Ella es premio de sí misma. Es grande porque es suficiente» (Carta 74, 12). Este es el pensamiento que magistralmente desarrolla en el capítulo 6 del tratado Sobre la constancia del sabio. Así, pues, la virtud también es inexpugnable y estable. La virtud es, además, el máximo bien, porque éste consiste en la «concordia del alma», y la virtud está allí donde hay unidad y armonía. La virtud es asimismo el premio único. Ningún bien hay sobre ella. No debemos, pues, buscarla como medio para otros fines, sino que ella ha de tener para nosotros significado de fin último: «Pero me dices: ‘Tú no ejercitas ni cultivas la virtud, sino porque esperas de ella algún placer’. En primer lugar, debes advertir que no porque la virtud ofrezca placer, se busca ésta por el deleite; pues no es placer lo único que la virtud nos ofrece ni se esfuerza con este único fin, sino que sus esfuerzos, aunque se dirijan a otras cosas, también consiguen esto que le es secundario. El sumo bien radica en los criterios que aplica al comportamiento una inteligencia extraordinaria; ésta, cuando ha cumplido con lo suyo y se ha ceñido a sus propios límites, ha alcanzado el sumo bien y nada echa ya en falta. Pues fuera del todo no hay nada, lo mismo que nada hay más allá de los confines. En resumen: en nuestras acciones hemos de buscar la virtud por sí misma; ni siquiera por el placer que proporciona. Porque la virtud es la que hace al sabio semejante a los dioses. Éstos son los que poseen plenamente la vida conforme al Logos. Pero ¿en qué se personifica la virtud? «(…) consideremos cuál es su naturaleza: un alma que contempla
la verdad, versada en lo que debe rehuir y apetecer, otorgando a las cosas el valor de acuerdo no con la opinión corriente, sino con su naturaleza, en conexión con todo el universo y dirigiendo su mirada penetrante a todos los fenómenos de éste, atenta por igual a sus pensamientos y a sus obras, noble y enérgica, invencible por igual frente a la aspereza y a la dulzura, sin rendirse por una u otra alternativa de la fortuna, elevándose por encima de todos los sucesos favorables o adversos, bellísima, con perfecta armonía de gracia y de vigor, sana y sobria, imperturbable, intrépida, a la que ninguna violencia puede quebrantar, ni los acontecimientos fortuitos exaltar o abatir. Semejante alma personifica la virtud» (Carta 66, 6). La participación en la vida de la razón otorga al sabio características que les hace ser diferente de los demás. En efecto, el sabio es «conquistador» de la genuina suficiencia y de la auténtica libertad frente al mundo, a los dioses y a sí mismo. Por eso, cualquier asomo de vicios o pasiones queda excluido del entorno de la sabiduría. El placer buscado con ansia es propio del instinto, hace abdicar a la razón, esclaviza.
Por otra parte, ¿qué fundamento puede aducirse para probar la licitud de las pasiones? ¿Que son más poderosas que la misma razón? Causa ésta más que sobrada para rechazarlas: «(…) la razón nunca invocará el auxilio de los impulsos desbocados y violentos, de suerte que no posea sobre ellos ninguna autoridad y que no pueda reprimirlos más que oponiéndoles resistencia mediante otros de naturaleza homóloga y que sean semejantes, como el miedo (contra la ira), la ira (contra la pasividad) y el deseo (contra el temor). ¡Lejos de la virtud la desgracia de que la razón acuda a los vicios! El espíritu así dispuesto no podría disfrutar de un ocio seguro, pues forzosamente se vería sacudido y zarandeado por depender su tranquilidad de los propios males, por no ser fuerte más que a través de la ira, emprendedor más que a través de la codicia, pacífico más que a través de la prevención; viviría en un régimen de despotismo, bajo la esclavitud de cualquier incontinencia.
¿No es motivo de sonrojo condenar las virtudes a ser dominadas por los vicios? Más aún: la razón perdería todo poder si de nada fuera capaz sin la pasión, a la cual comenzaría a parecerse y a igualarse. ¿Dónde estaría la diferencia, si la pasión sin razón es tan irreflexiva como ineficaz la razón sin pasión? Ambas cosas se identifican cuando la una no puede concebirse sin la otra, y ¿quién se atrevería a sostener que la pasión se equipara a la razón? ‘La pasión -dice- es útil cuando es moderada’. Pero tiene que ser útil por naturaleza, porque, si no acata el mando y la razón, con la templanza sólo consigue dañar menos a medida que menor es su fuerza; por lo cual, una pasión moderada no es más que un mal moderado» (Sobre la ira, I, 10, 1-4).
Virtud y vicio se repelen mutuamente: «’Hay que desterrar -dice- la maldad de la naturaleza si pretendes acabar con la ira, y ni lo uno ni lo otro es posible’.

1.2. Consecuencias prácticas

¿Qué se deduce de esta doctrina para la vida práctica del hombre? ¿Cuál será, por consiguiente, la actitud del sabio ante las desgracias y adversidades? El hombre tiene que contar con la adversidad; ésta es una consecuencia de la condición humana y llega a todos en algún momento. La fortuna dispone las adversidades y con ello la ocasión de probar la grandeza que cada uno tiene: «La prosperidad alcanza también a la plebe y a las almas viles, pero es propio de un varón esforzado poner bajo yugo las calamidades y todo cuanto es motivo de terror para los mortales; ser siempre afortunado y pasar la vida sin que el espíritu encaje herida alguna significa ignorar la otra mitad de la naturaleza. Eres varón fuerte, pero ¿cómo puedo yo saberlo si el destino no te concede ninguna oportunidad de mostrar tu valor? Te considero desgraciado por no haber sido nunca desgraciado; has pasado la vida sin ningún adversario: nadie sabe de lo que eres capaz de hacer, ni siquiera tú mismo’. Es necesario ponerse a prueba para conocerse: hasta dónde llega uno no lo aprende más que experimentando. Por esta razón se han lanzado algunos voluntariamente a la adversidad que no acaba de manifestarse y han buscado para su virtud que se mantenía en la sombra una oportunidad que le permitiera resplandecer; los grandes hombres, diría, se alegran a veces con la suerte adversa lo mismo que el soldado bravo con la guerra (…) Ansiosa de peligros está la virtud y piensa en su meta sin preocuparse por lo que haya de sufrir, porque el sufrimiento forma --parte también de su gloria. (…) Estimo que es a quienes desea que alcancen la cumbre a los que la divinidad facilita la ocasión de vivir alguna experiencia que requiera decisión y coraje, a cuyo fin se hace necesario un contratiempo: en medio de la tempestad reconocerás al timonel; al soldado, en el campo de batalla. ¿Cómo voy a saber hasta qué punto eres capaz de sobrellevar la pobreza si nadas en
la abundancia? ¿Cómo voy a saber hasta qué punto eres bueno para tolerar la ignominia, la infamia y el odio de la gente si envejeces entre aplausos y te asiste un favor popular inquebrantable y propicio por una especie de adhesión de las conciencias? ¿Cómo voy a saber con cuánta resignación llevas la muerte de un hijo si están vivos todos los que criaste? Te he oído consolar a otros; hubiera conocido tu carácter si te hubieses consolado
a ti mismo, si tú mismo hubieses puesto coto a tu dolor» (Sobre la providencia 4, 1-5).

En consecuencia, la pobreza y las pesadumbres serán para muchos el camino de la virtud: «(…) para formar a un varón que deba ser nombrado con respeto es menester un tejido más fuerte: no será el suyo un camino fácil. Es necesario que marche hacia arriba y hacia abajo, tendrá que navegar contra corriente y conducir la nave en medio del mar turbulento. Debe mantener su ruta contra la fortuna. Le sucederán accidentes duros y desagradables, pero podrá reducirlos y afrontarlos. El fuego pone a prueba el oro; la desgracia a los varones intrépidos. Mira cuán alto ha de subir la virtud y verás que la suya no es un camino sin obstáculos» (Sobre la providencia 5, 9-10). En la disposición de las cosas cada uno tiene una porción en el todo: hay una «pars fati» (cfr., Carta 96, 1). De ahí la necesidad de aceptar todo lo que nos viene impuesto no por casualidad, sino por decreto: «Ningún revés me sobrevendrá jamás que lo asuma con tristeza, con rostro enojado; ningún tributo pagaré contrariado. Todos los infortunios ante los cuales gemimos, por los cuales nos atemorizamos son tributos a la vida: no esperes, Lucilio querido, ni pidas verte libre de ellos» (Carta 96, 2).

La personalidad puede ser destruida por los temores y por los deseos: temor de perder lo que nos agrada, deseo de poseer lo que nos incita. Cuando el sabio es arrastrado por los temores y empujado por los deseos, pierde su libertad y se transforma en esclavo. Es necesario, pues, que el sabio se sitúe más allá de los temores y de los deseos: «(…) hay que lanzarse en busca de la libertad. No la proporciona más que la indiferencia ante la fortuna. Entonces surgirá un bien inapreciable: la quietud del espíritu que se siente seguro, y la elevación moral, y el inmenso e inamovible gozo que provoca la contemplación de la verdad (que ha dejado atrás los miedos), y en fin la afabilidad y la expansión del alma, no porque sean buenas, sino porque han nacido del bien que le es propio» (Sobre la vida feliz 4, 5). La victoria contra los temores y las injurias se alcanza con la fortaleza de la virtud, ya que «ésta es libre, inviolable, constante, inconmovible, tan endurecida ante las circunstancias imprevistas, que no puede ser desviada, y mucho menos derrotada, sino que frente a los enemigos encarnizados mantiene fija la mirada y el rostro impasible, ya sea la situación adversa o favorable» (Sobre la constancia del sabio 5, 4). Para el consuelo del sabio ante las desgracias y adversidades está la providencia. Séneca insiste en que el hombre virtuoso debe distinguirse del necio en que reconoce la providencia que todo lo determina para nuestro bien. De hecho gran parte de sus escritos están orientados a calmar los ánimos, a consolar a los tristes, a exhortar a la confianza, a vivir enfrentado a la muerte.


2. Sujeto y norma de la moralidad

2.1. El hombre y las leyes naturales

En el centro de la preocupación de Séneca está el hombre concreto con sus dimensiones personales, con su silueta moral, su destino espiritual, su integración social y política. El sujeto de la moral es el hombre. De ahí que -insistimos- el problema «filosófico» de Séneca sea el problema del hombre. Por otra parte, el obrar humano no se inscribe en el mundo de la dialéctica, ni en el mundo de la física. ¿Entonces? Sólo cabe una categoría: la libertad. Esto significa que la moral de Séneca implica dos postulados fundamentales: la libertad y la norma que regula los actos libres. Ahora bien, sabemos que el concepto estoico de libertad es reduccionista: ser libre es ser independiente de todo lo que no esté irremediablemente regulado por el Logos. ¿Es éste el pensamiento de Séneca? También aquí parece ser que el filósofo cordobés supera la dogmática del estoicismo. En efecto, la libertad implica -siguiendo al estoicismo- imperturbabilidad ante los acontecimientos exteriores e imperturbabilidad ante las exigencias interiores de cada uno. Pero además la libertad significa en Séneca el dominio de las propias acciones, de acuerdo con la razón que señala el camino de la virtud. Más todavía: es un axioma que el hombre está sometido a las leyes de la naturaleza: los fenómenos naturales, las enfermedades, las pasiones, y, sobre todo, la muerte se imponen inexorablemente como leyes físicas sin que sea posible la huida. Tampoco cabe el enfrentamiento. La única solución -en opinión de Séneca- es la aceptación libre de la ley. Y aún así es posible que la libertad se encare a la «fortuna adversa. La convicción moral de Séneca es ante todo una teoría razonada sobre el «bien» y el «mal». Y la diferencia objetiva entre el bien y el mal viene expresada por las «leyes naturales». Se entiende entonces que la idea de un «derecho natural». Pero tal convicción también es una doctrina de la sabiduría y un método para buscar la perfección del hombre. Esta perfección se centra -como se ha reiterado anteriormente- en el «summum bonum» y «unum bonum». La vida feliz consiste en una íntima compenetración entre el «summum bonum», el «honestum» y la «sapientia». Igualmente hay esencial avenencia entre el bien supremo y la naturaleza de lascosas: «Quod bonum est secundum naturam est». La virtud, la sabiduría, la razón son realidades naturales. Lo contrario es lo antinatural. El ideal del hombre consiste en alcanzar el bien supremo. Y el bien supremo consiste -como sabemos- en el juicio y la actitud de un «alma perfecta cuando ella ha consumado su camino». Hay un derecho común -«ius commune»- que nos obliga a cuidar del bien general (cfr., Sobre la clemencia, I, 18), y cuyo fundamento es la misma naturaleza. Así que el hombre tiene principios superiores a los que sujetar su voluntad. El valor de estos principios naturales es preferente a cualquier ley positiva, lo que se pone de manifiesto cuando se computa por «pecado formal» la infracción oculta de los mismos, o cuando se considera por completa la culpa aun en aquellos casos en los que se frustra la comisión del delito. Una vez más la doctrina de Séneca es reiterativa: el sumo bien es consecuencia de la práctica de la virtud. ¿Cómo se consigue esa virtud? Ya está dicho: actuando siempre conforme a la naturaleza y a la razón.
No son pocos los textos en los que el filósofo de Córdoba trata específicamente este tema, pero lo resuelve definitivamente en el tratado Sobre la vida feliz: «Busquemos algo que sea bueno no en su apariencia, sino consistente, duradero y más hermoso por la parte más oculta (…) Pero, para no hacerte dar rodeos, pasaré por alto las opiniones de los demás, pues es largo detallarlas y refutarlas una a una; escucha la nuestra. Y cuando digo la nuestra, no me limito a un maestro concreto de mis predecesores estoicos: también yo tengo derecho a opinar. De modo que seguiré a uno, mandaré a otro a que desglose su opinión. Tal vez, llamado a declarar después de todos, no censuraré nada de los juicios anteriores y diré: ‘De acuerdo, pero con una propuesta adicional’. Mientras tanto, y en esto concuerdan todos los estoicos, estaré en armonía con la naturaleza de las cosas: la sabiduría consiste en no alejarse de ella, y en irse configurando con arreglo a su ley y ejemplo. Por consiguiente, es una vida feliz la que va de acuerdo con la propia naturaleza» (3, 1-3).
La hermandad universal entre los hombres es doctrina del estoicismo por antonomasia.  Sin embargo, esto reclama la necesidad natural de un rey cuyas obligaciones y derechos tendrán, asimismo, valor natural. Esta forma de «organización social» es común con los animales, lo cual subraya el carácter natural de sus exigencias y la obligación absoluta de su puesta en práctica: «La naturaleza inventó al
rey, cosa que podemos saber gracias a otros animales, entre ellos las abejas. Pero el rey no tiene aguijón. La naturaleza no quiso que fuera cruel y que persiguiera una venganza que le iba a costar muy cara: le quitó el aguijón y dejó su cólera desarmada.

3. Medios específicos de la norma de moralidad

El pensamiento de Séneca está marcado por la moral, ya que como observa en su Carta 20 es la conducta y no la convicción teorética lo que constituye el propio fin de la filosofía, aunque en su Carta 89 agregue que la sabiduría es la «ciencia de las cosas divinas y humanas». De ahí que sólo la filosofía pueda desarrollar en nosotros la conciencia, otorgando a la razón el papel rector que le corresponde.
En el Prefacio a Naturales Quaestiones insiste en esta idea: confiesa que su interés en las ciencias físicas arranca del valor que las mismas poseen para el fortalecimiento de la convicción moral y la purificación del alma. Posiblemente éste sea el motivo de la «selección» que hace de sus presupuestos filosóficos: «Cualquier cosa que nos ha de hacer mejores y más felices, la naturaleza nos la ha puesto delante y al alcance de nuestras manos: si nuestro espíritu ha despreciado todo lo que nos ha llegado por azar; si se ha elevado por encima de los temores y, en una esperanza insaciable, no acoge perspectivas ilimitadas, sino que ha aprendido a buscar riquezas en sí mismo; si ha arrojado de sí el temor a los dioses y a los hombres, y aprende que tiene poco que temer del hombre y nada de dios; si, despreciando todo lo que forma el ornato de nuestra vida, que también es su tribulación, ha llegado a la conclusión de que la muerte no es fuente de mal alguno, sino término de muchas miserias; si ha dedicado su corazón a la virtud y a donde ésta lo invita, acude con facilidad; si en su condición de animal social y nacido para el bien común,
considera el mundo como una única mansión de todos y ha abierto el fondo de su alma a los dioses”. El análisis de este texto demuestra que hay un triple fundamento de su «filosofía estoica»: la interiorización del comportamiento, la moderación en nuestras aspiraciones y el
reconocimiento de la fraternidad humana. Todos estos son principios que -en rigor- contradicen las acusaciones de eclecticismo e indefinición con que ha sido acusado el pensamiento de Séneca. En efecto, cuando escribe que la razón es «el árbitro de los bienes y de los males» (cfr., Carta 66, 35), o cuando insiste en que la virtud es la criba del máximo bien y de la felicidad (cfr., Carta 74, 6), Séneca está interiorizando -en el alma y en la razón- toda la actividad humana.

Hemos hablado del fin y de la norma que debe regular nuestros actos, como sujetos que somos de la moral. Nos referimos ahora a la que podríamos llamar «ascética estoica», o medios específicos de la norma de moralidad. Ya dijimos que, en opinión de Séneca, el sabio no es insensible: experimenta las pasiones, el dolor, la violencia y las exigencias negativas que la vida conlleva. Pero sabe sobreponerse a ellas sometiéndolas a la razón. Nunca se deja dominar por la ira, ni el odio, ni la envidia. No apega su corazón a las riquezas, ni se intranquiliza cuando las pierde. Se opone con dignidad a los peligros, y lucha con heroísmo para no dejarse doblegar por las adversidades ni por la fortuna. Del mismo modo, el placer tiene mala reputación entre los estoicos, que mantienen la austeridad y buscan sólo los gozos del espíritu. Por eso, el placer tampoco debe ser el móvil de nuestras acciones. ¿Por qué? En primer lugar, por la insuficiencia de los placeres para satisfacer todas las ansias de los hombres: «Es verdad que una excesiva felicidad hace a la gente ansiosa, y las apetencias nunca son tan moderadas como para que desaparezcan con lo que se consigue» (Sobre la clemencia, I, 1, 7); después, porque del ansia de placeres se sigue una incertidumbre tal, que imposibilita el disfrute sosegado de los mismos.
Por otra parte, la abundancia de placeres no conlleva forzosamente la felicidad. El hombre feliz es el que está seguro, el que es inexpugnable, el que no conoce temor de ningún tipo porque practica la virtud.
En realidad, se trata ahora de dar respuesta a los temores que el hombre experimenta ante los males que le amenazan: enfermedades, desgracias, injurias y desprecios, fortuna adversa y, sobre todo, la muerte. La impasibilidad ha de ser la conducta del sabio frente a estos males, no porque no los sienta, sino porque está llamado a sobreponerse a sus sentimientos.
La forma de afrontar la experiencia de la muerte es la que pone a prueba la virtud del sabio. De hecho, la vida del sabio no ha de ser otra cosa que una «meditatio mortis»: «Quien tema la muerte no hará jamás nada a favor de la vida, pero quien sepa que arrastra esta condena desde que fue concebido vivirá en armonía con ella, y al mismo tiempo, procurará con igual fortaleza de ánimo que nada de lo que ocurre le resulte inesperado.

1. Espiritualismo psicológico

1.1. El hombre

En páginas anteriores hemos escrito que en el núcleo del pensamiento de Séneca está el hombre y su destino. «¿Qué es el hombre? Un recipiente quebradizo a cualquier golpe y a cualquier sacudida. No hay necesidad de un violento temporal para destrozarte: en cuanto te des un golpe, te desharás. ¿Qué es el hombre? Un cuerpo endeble y frágil, desvalido, indefenso por su misma naturaleza, necesitado de la ayuda ajena, abandonado a todas las insolencias de la suerte cuando ha fortalecido bien sus brazos, alimento de cualquier fiera, víctima de cualquiera; fabricado con materiales flojos y deleznables, elegante en sus rasgos exteriores; nada resistente al frío, al calor, a la fatiga y, en cambio, destinado a caer en la consunción por la misma inactividad y ocio; temeroso de su alimento, unas veces por falta de él [perece, otras por exceso] estalla; precisa una vigilancia ansiosa y atenta, su aliento es precario e inestable, le sobresalta un susto repentino o bien oír de pronto un ruido desagradable; motivo constante de preocupación para sí mismo, defectuoso e inútil» (Consolación a Helvia 11, 3). ¿Qué es el hombre? «Nosce te». Como vemos, no encontramos ni la menor mención del alma en tan solemne definición. ¿Qué significa esta ausencia? ¿Acaso Séneca niega tácitamente su existencia? Desde luego que no. En opinión de algunos autores se trataría, en este caso, de una restricción voluntaria de Séneca, sobre todo si tenemos en cuenta que está hablando de la vanidad de la vida y de los efectos de la muerte. Tampoco encontramos en Séneca una doctrina bien definida ni ideas metafísicas que justifiquen el dualismo cuerpo-alma, pero aún así no podemos dudar que el filósofo de Córdoba admitió en la práctica la platónica dualidad de principios en el hombre, distintos por completo entre sí: el alma y el cuerpo, distinguiendo asimismo -como Posidonio- entre parte racional e irracional.

Nos parece evidente, por tanto, que el hombre es para Séneca un compositum de cuerpo y alma: hay un alma que es libre y tiende hacia lo honesto por propia iniciativa, y hay un cuerpo sometido a la ley de la materia. La expresión definitiva de este pensamiento se encuentra en el tratado Sobre los beneficios: «Yerra muy mucho el que juzga que la esclavitud afecta al hombre íntegramente. La parte mejor de él está libre. Los cuerpos están sujetos al mandato y al castigo de sus señores, pero el alma es dueña de sí misma, la cual hasta tal punto queda libre y suelta que, ni aun la cárcel del cuerpo que la encierra, puede detenerla para que no haga uso de su fuerza y renueve proyectos grandiosos y se abalance al infinito en compañía de los seres celestes. Así que sólo el cuerpo es lo que la fortuna entregó al señor; él compra, vende el cuerpo. Pero la parte interior no puede ser entregada en propiedad. Todo lo que de ella procede es libre. Porque ni nosotros podríamos mandarle todas las cosas, ni los esclavos están obligados a obedecer en todo» (Sobre los beneficios, III, 20).
Así, pues, hay «algo» en el hombre que se escapa a todas las presiones del mundo y a todas las adversidades de la fortuna: este «algo» es el alma. Séneca hace ferviente profesión de fe en la existencia del alma, y aunque reconozca su ignorancia acerca de las cuestiones más sutiles de este tema (cfr., Cartas 65 y 66), siempre subrayará la superioridad del alma sobre el cuerpo: «El alma es la que nos hace ricos: ella nos sigue a los destierros y en la más rigurosa soledad; en cuanto encuentra lo suficiente para sustentar el cuerpo, disfruta en abundancia de sus propios bienes: el dinero no toca en nada al alma, no más que a los dioses inmortales.
Todo esto que ensalzan los temperamentos toscos y excesivamente apegados a sus cuerpos, los mármoles, el oro, la plata y los tableros de mesa grandes y bruñidos, son lastres terrenales que un espíritu íntegro y consciente de su condición no puede estimar, él que es ligero y despejado (…) Por esto nunca puede padecer destierro, libre como es y pariente de los dioses, comparable al universo entero y a la eternidad. En efecto, su pensamiento vaga por todo el cielo, se proyecta a cualquier tiempo pasado y por venir. Este pobre cuerpo, cárcel y cadena del alma, se ve zarandeado aquí y allí; en él se ensañan las torturas, los pillajes, las enfermedades; el alma es ciertamente inviolable, eterna y no se la puede poner encima la mano» (Consolación a Helvia 11, 5-7).  ¿Esta superioridad quiere decir que Séneca creyó en un alma espiritual? «Todos reconocerán que nosotros tenemos un alma, y por presión suya nos vemos impulsados en una u otra dirección. Sin embargo, en qué consiste esa alma que nos rige y domina, nadie te lo aclarará, como tampoco dónde se encuentra. El uno dirá que es una especie de soplo, el otro que cierta armonía, el otro que una energía divina, parte de dios, el otro la parte más delicada del principio vital, el otro un poder inmaterial; no faltará quien diga que la sangre, quien que el calor. Hasta tal punto el alma no puede ver claro lo demás, que se busca todavía a sí misma» (Cuestiones Naturales, VII, 25, 1-2). Séneca atribuye, pues, al alma propiedades incompatibles con la materia, propiedades que, por otra parte, explican su impasibilidad perenne y la seguridad inquebrantable que demuestran en las azarosas dificultades de este mundo borrascoso.

¿Espiritualismo teológico?

¿Teología senequista? La idea básica del sistema estoico es el monismo. No existe nada más que el
«todo»: Dios vendría a ser el «todo» confundido con la Naturaleza entera. Dios es una realidad, pero no es una sustantividad distinta, ni trasciende al «todo» en un más allá. La materialidad de la que se origina cuanto hay en el «todo» es corpórea, a pesar de que se llama Logos: corpóreas son las cosas reales, corpóreas son asi mismo las cualidades de estas cosas, y corpóreas son las almas, las virtudes, los vicios, las emociones, la sabiduría, la ciencia. Precisamente este principio de corporeidad -«todo lo que hace y lo hecho es corpóreo»- es el que marca la diferencia entre la doctrina estoica y la filosofía platónica, puesto que el concepto corpóreo de la realidad propio del estoicismo no debe interpretarse en estricto significado materialista, sino como oposición al idealismo platónico: no existen ideas, sólo hay seres concretos o cuerpos. Séneca contradice a veces el principio estoico de la «corporeidad de lo existente», y en otras ocasiones asume la argumentación propia del estoicismo. Y así, a la pregunta que le hace Lucilio sobre si «las virtudes son seres animados», responde evidenciando lo pueril, inútiles e innecesarias que resultan estas sutilezas: «Deseas que te escriba cuál es mi parecer acerca de una cuestión debatida entre lo estoicos: si la justicia, la fortaleza, la prudencia y las restantes virtudes son seres animados. Con estas sutilezas, Lucilio muy querido, hemos conseguido dar la impresión de que ejercitamos el ingenio con temas vanos y que consumimos el tiempo en disputas carentes de utilidad» (Carta 113, 1). En cambio, a la pregunta acerca de «si el bien es un cuerpo », Séneca contesta afirmativamente usando la inferencia del estoicismo a partir de Crisipo (cfr., Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de los filósofos, VII, 55): «El bien actúa, puesto que aprovecha; lo que actúa es un cuerpo. El bien excita la actividad del ánimo y, en cierto modo, lo configura y refrena, acciones éstas que son propias del cuerpo. Los bienes del cuerpo son cuerpos; luego también los bienes del espíritu, ya que también
éste es un cuerpo» (Carta 106,4). Ante el problema de Dios, Séneca se muestra ambiguo, contradictorio y poco coherente. Él mismo confiesa sus dudas y su afán sincero de conocerle: «Por mi parte, es claro que doy las gracias a la naturaleza, no precisamente cuando la contemplo bajo el aspecto que es común a todos, sino cuando me he introducido en sus profundidades, cuando aprendo cuál es la materia del universo, quién el responsable y guardián de él, qué es dios, si se repliega a sí mismo por entero o si también lanza su mirada alguna vez sobre nosotros; si es parte del mundo o es el mundo; si hace algo todos los días o lo hizo de una sola vez por todos; si le es posible, incluso hoy en día, decretar y derogar algo fijado por la ley del hado, o bien supone una mengua de su soberanía y reconocimiento de error el haber hecho mutable el universo» (Cuestiones Naturales, I, Pref., 3).

La persona humana y su apertura a la divinidad


Ya dijimos que un rasgo singular de la persona humana era el de ser en relación, es decir, estar en relación de apertura con el resto de los hombres y con los dioses, con la providencia. Las exigencias de apertura del hombre hacia Dios culminan en el sentimiento de la presencia real de la divinidad en el alma del hombre: «Así es, Lucilio: un espíritu sagrado, que vigila y conserva el bien y el mal que hay en nosotros, mora en nuestro interior; el cual, como le hayamos tratado, así nos tratará a su vez. Hombre bueno nadie lo es ciertamente sin la ayuda de Dios: ¿puede alguien, acaso, elevarse por encima de la fortuna, de no ser ayudado por él? Él es quien procura nobles y elevados consejos» (Carta 41, 2). Y sólo por el camino de la espiritualidad podremos acercarnos a Dios: «El supremo bien tiene su propia sede; no se produce donde el marfil, ni donde el hierro. ¿Quieres saber cuál es el lugar propio del sumo bien? El alma. Si ésta no es pura y santa no da cabida a Dios» (Carta 87, 21). Pero este Dios es el «que vigila y conserva el bien y el mal que hay en nosotros». ¿Cómo aborda Séneca el problema del mal en el mundo? Con vacilación y con convencimiento. Con dudas porque -siguiendo al estoicismo- niega la existencia del mal, afirmando en su justificación que los dioses protegen más al conjunto que a las criaturas concretas: «(…) te mostraré hasta qué punto no son males aquellas cosas que parecen serlo (…) esas cosas que tú llamas desagradables, adversas y abominables son provechosas, en primer lugar para aquellos a quienes acontecen, y después para el conjunto de los hombres, por los cuales los dioses se preocupan más que por cada hombre concreto (…) tales cosa suceden a quienes las quieren, y si no las quisieran tendrían el castigo merecido. Añadiré a estas consideraciones
que estos acontecimientos regidos por el hado acontecen a los buenos en virtud de la misma ley por la que son buenos. A partir de aquí no debes compadecer al hombre bueno, porque se le podrá llamar infortunado, pero es imposible que lo sea» (Sobre la providencia 3, 1). También hemos dicho que con convencimiento, por cuanto que Séneca reconoce la bondad por excelencia de Dios, y rechaza que, por lo mismo, desee el mal y perjudicar con éste al hombre. ¿Qué significación tiene entonces el acontecimiento experimentado del mal? La solución del filósofo estoico es la de convertir el «mal» en «mal educativo». Estas son sus palabras: «Deseo congraciarte de nuevo con los dioses, que son buenos con los buenos, ya que de ningún modo la naturaleza tolera que lo que es bueno perjudique a las personas buenas: entre los hombres buenos y los dioses hay una amistad sellada por la virtud. ¿Digo amistad? Más bien parentesco y semejanza, porque el hombre bueno sólo difiera de dios por la duración de su vida. Es discípulo suyo, imitador y verdadera familia. El padre, estricto al exigir la práctica de las virtudes, lo educa con rigor como los padres severos. De modo que cuando veas a los hombres buenos y gratos a los dioses pasar dificultades, sudar, subir empinadas cuestas, y a los hombres malos, por el contrario, llevando una vida libertina y arrastrados por los placeres, piensa que nosotros nos complacemos con la moderación de nuestros hijos y con los excesos de los esclavos, que se forja a los nuestros en una disciplina férrea y que se fomenta la osadía de los otros. Considera lo mismo a propósito de la divinidad: no mima al hombre bueno, sino que lo pone a prueba, lo endurece y lo prepara para sí» (Sobre la providencia 1, 5). La relación del hombre con Dios es íntima y libremente aceptada: «No se me obliga a nada, no sufro nada en contra de mi voluntad, no soy esclavo de dios, sino que me muestro conforme con él, principalmente porque sé que todo discurre de acuerdo con una ley infalible y dictada para la eternidad» (Sobre la providencia 5, 6). En este contexto de intimidad y libertad, Séneca rehusa en las Cuestiones Naturales ponerse a favor de aquellos que pretenden atentar contra los cultos religiosos, aunque indique claramente los peligros y posibles abusos que estos ritos pueden engendrar (cfr., II, 37), y, en contra de los epicúreos, se manifiesta partidario de la plegaria a los dioses por ser ésta el medio más adecuado que tiene el hombre para relacionarse con Dios: «Aun cuando muestres agradecimiento a los dioses por tus antiguos votos, formula otros nuevos: pídeles rectitud de la mente, buena salud del alma y también del cuerpo. ¿Por qué no formulas a menudo estos votos? Ruega a dios sin temor: no le vas a pedir nada que no esté a su alcance» (Carta 10, 4). De aquí se deduce una conclusión interesante: para Séneca, lo que en realidad importa es la «vida interior del espíritu» y no el culto externo: «Suelen darse preceptos sobre el modo de venerar a los dioses. (…) Por más que uno aprenda que debe guardar la medida justa en los sacrificios, que debe rechazar lejos la supersticiones enojosas, jamás progresarálo suficiente si no forma en su espíritu la idea conveniente de dios: que todo lo posee, que todo lo otorga, que presta su favor gratuitamente» (Carta 95, 47-48). Conclusión: podríamos apuntalar la estructura general de la ontología y teología de Séneca con las siguientes afirmaciones: Dios no es el universo ni el universo es Dios; pero Dios es, y su ser como concepto y realidad ha de entenderse en términos de un supremo bien, unitario, dinámico, causal, justo, sabio, poderoso y bello. Dios es personal, por lo tanto; pero claro está, su naturaleza personal no es entendible en el sentido de un limitado y literal antropomorfismo, sino de una inteligencia óntica y creativa, todo ello en la línea del cristianismo. De ahí que Lactancio asemejase el «Dios de los cristianos» con el «Dios de Séneca», y de manera sutilísima distinguiera entre los conceptos del alma y de Dios en los demás estoicos griegos y romanos, y el concepto de Dios y del alma y su inmortalidad en los escritos de Séneca (cfr., Divinarum Institucionum LibriVII, 2-4). Se comprende entonces por qué Tertuliano le llamó «Séneca saepe noster» (cfr., De anima, c. 20) y por qué San Jerónimo da testimonio de él en los siguientes términos: «Lucio Anneo Séneca, cordobés, discípulo del estoico Soción y tío del poeta Lucano, fue de vida muy sobria. No le pondría en el catálogo de los santos si no me incitara a ello las cartas leídas por muchísimos de Pablo a Sénea y de Séneca a Pablo. En ellas dice que quisiera ser para los suyos lo que es Pablo para los cristianos. Fue muerto por Nerón dos años antes que Pedro y Pablo fueran coronados por el martirio» (De viris illustribus, XII).
Fuente: lacavernadefilosofia.files.wordpress.com

Texto: DE LA IRA.
He aquí, un fragmento del Tratado de la Ira, texto escrito por Seneca que alcanza proyecciones universales y actuales y, sigue tan vigente como el día que fue escrito.

Libro primero
     I. Me exigiste, caro Novato, que te escribiese acerca de la manera de dominar la ira, y creo que, no sin causa, temes muy principalmente a esta pasión, que es la más sombría y desenfrenada de todas. Las otras tienen sin duda algo de quietas y plácidas; pero esta es toda agitación, desenfreno en el resentimiento, sed de guerra, de sangre, de suplicios, arrebato de furores sobrehumanos, olvidándose de sí misma con tal de dañar a los demás, lanzándose en medio de las espadas, y ávida de venganzas que a su vez traen un vengador. Por esta razón algunos varones sabios definieron la ira llamándola locura breve; porque, impotente como aquélla para dominarse, olvida toda conveniencia, desconoce todo afecto, es obstinada y terca en lo que se propone, sorda a los consejos de la razón, agitándose por causas vanas, inhábil para distinguir lo justo y verdadero, pareciéndose a esas ruinas que se rompen sobra aquello mismo que aplastan. Para que te convenzas de que no existe razón en aquellos a quienes domina la ira, observa sus actitudes. Porque así como la locura tiene sus señales ciertas, frente triste, andar precipitado, manos convulsas, tez cambiante, respiración anhelosa y entrecortada, así también presenta estas señales el hombre iracundo. Inflámanse sus ojos y centellean; intenso color rojo cubre su semblante, hierve la sangre en las cavidades de su corazón, tiémblanle los labios, aprieta los dientes, el cabello se levanta y eriza, su respiración es corta y ruidosa, sus coyunturas crujen y se retuercen, gime y ruge; su palabra es torpe y entrecortada, chocan frecuentemente sus manos, sus pies golpean el suelo, agítase todo su cuerpo, y cada gesto es una amenaza: así se nos presente aquel a quien hincha y descompone la ira. Imposible saber si este vicio es más detestable que deforme. Pueden ocultarse los demás, alimentarles en secreto; pero la ira se revela en el semblante, y cuanto mayor es, mejor se manifiesta. ¿No ves en todos los animales señales precursoras cuando se aprestan al combate, abandonando todos los miembros la calma de su actitud ordinaria, y exaltándose su ferocidad? El jabalí lanza espuma y aguza contra los troncos sus colmillos; el toro da cornadas al aire, y levanta arena con los pies; ruge el león; hínchase el cuello de la serpiente irritada, y el perro atacado de rabia tiene siniestro aspecto. No hay animal, por terrible y dañino que sea, que no muestre, cuando le domina la ira, mayor ferocidad. No ignoro que existen otras pasiones difíciles de ocultar: la incontinencia, el miedo, la audacia tienen sus señales propias y pueden conocerse de antemano; porque no existe ningún pensamiento interior algo violento que no altere de algún modo el semblante. ¿En qué se diferencia, pues, la ira de estas otras pasiones? En que éstas se muestran y aquélla centellea.

     II. Si quieres considerar ahora sus efectos y estragos, verás que ninguna calamidad costó más al género humano. Verás los asesinatos, envenenamientos, las mutuas acusaciones de cómplices, la desolación de ciudades, las ruinas de naciones enteras, las cabezas de sus jefes vendidas al mejor postor, las antorchas incendiarias aplicadas a las casas, las llamas franqueando los recintos amurallados y en vastas extensiones de país brillando las hogueras enemigas. Considera aquellas insignes ciudades cuyo asiento apenas se reconoce hoy: la ira las destruyó; contempla esas inmensas soledades deshabitadas; la ira formó esos desiertos. Considera tantos varones eminentes trasmitidos a nuestra memoria «como ejemplos del hado fatal»: la ira hiere a uno en su lecho, a otro en el sagrado del banquete; inmola a éste delante de las leyes en medio del espectáculo del foro, obliga a aquél a dar su sangre a un hijo parricida; a un rey a presentar la garganta al puñal de un esclavo, a aquel otro a extender los brazos en una cruz. Y hasta ahora solamente he hablado de víctimas aisladas; ¿qué será si omitiendo aquellos contra quienes se ha desencadenado particularmente la ira, fijas la vista en asambleas destruidas por el hierro, en todo un pueblo entregado en conjunto a la espada del soldado, en naciones enteras confundidas en la misma ruina, entregadas a la misma muerte... como habiendo abandonado todo cuidado propio o despreciado la autoridad? ¿Por qué se irrita tan injustamente el pueblo contra los gladiadores si no mueren en graciosa actitud? considérase despreciado, y por sus gestos y violencias, de espectador se trueca en enemigo. Este sentimiento, sea el que quiera, no es ciertamente ira, sino cuasi ira; es el de los niños que, cuando caen, quieren que se azote al suelo, y frecuentemente no saben contra quién se irritan: irrítanse sin razón ni ofensa, pero no sin apariencia de ella ni sin deseo de castigar. Engáñanles golpes fingidos, ruegos y lágrimas simuladas les calman, y la falsa ofensa desaparece ante falsa venganza.

miércoles, 23 de abril de 2014

William Faulkner (EEUU, 1897-1962). Novela: Absalón Absalón.


William Faulkner (EEUU, 1897-1962)

Uno de los novelistas estadounidenses más importantes de este siglo, famoso por sus cerca de veinte novelas en las que retrata el conflicto trágico entre el viejo y el nuevo sur de su país. El mayor de cuatro hermanos de una familia tradicional sureña, nació en New Albany (Mississippi) el 25 de septiembre de 1897 y creció en las cercanías de Oxford. En 1915 abandonó el colegio, que detestaba, para trabajar en el banco de su abuelo. En la I Guerra Mundial ingresó en las fuerzas aéreas de Canadá sin llegar nunca a entrar en acción. A su regreso ingresó como veterano en la Universidad de Mississippi, que pronto abandonó para dedicarse a escribir viviendo de trabajos ocasionales. En 1924 publicó por su cuenta El fauno de mármol, un libro de poemas poco originales. Al año siguiente viajó a Nueva Orleans donde trabajó como periodista y conoció al escritor de cuentos estadounidense Sherwood Anderson, que le ayudó a encontrar un editor para su primera novela, La paga de los soldados (1926), y le convenció para que escribiera acerca de la gente y los lugares que conocía mejor. Esta novela narra la historia de un soldado joven que vuelve a casa después de la I Guerra Mundial, inválido física y mentalmente, y cómo su enfermedad y muerte posterior afectan a su familia y amigos. Después de un breve viaje por Europa volvió a casa y comenzó a escribir su serie de novelas barrocas e inquietantes, ambientadas en el condado ficticio de Yoknapatawpha (inspirado en el condado de Lafayette, Mississippi), habitándolo con sus propios antepasados, indios, negros, oscuros ermitaños provincianos y groseros blancos pobres. En la primera de estas novelas, Sartoris (1929), caracterizó al coronel Sartoris como su propio bisabuelo, William Cuthbert Falkner, soldado, político, constructor ferroviario y escritor (Faulkner repuso la u que habían quitado de su apellido). El año 1929 fue crucial para Faulkner. A Sartoris siguió El sonido y la furia, novela que confirmó su madurez como escritor. Se casó con el amor de su infancia, Estelle Oldham, decidiendo establecer su casa y fijar su residencia literaria en el pequeño pueblo de Oxford. Aunque sus libros recibieron buenas críticas, sólo se vendió bien Santuario (1931). A pesar del sensacionalismo y brutalidad de la novela -trata de una horrible violación- su trasunto es la corrupción y la fuerza demoledora de la desilusión. Gracias al éxito del libro encontró trabajo, bastante más lucrativo, como guionista de Hollywood, lo que por un tiempo le liberó de escribir las novelas que su poderosa imaginación le dictaba.

Faulkner exige mucho a sus lectores. Para crear una atmósfera determinada, sus frases complejas y enrevesadas se alargan durante más de una página y, jugando con el tiempo de la narración, ensambla relatos, experimenta con múltiples narradores e interrumpe el discurso narrativo con divagantes monólogos interiores. En 1946, el crítico Malcolm Cowley, preocupado porque Faulkner era poco conocido y apreciado, publicó The portable Faulkner, libro que reúne extractos de sus novelas en una secuencia cronológica, dando a la saga de Yoknapatawpha una nueva claridad y poniendo así el genio del escritor al alcance de una nueva generación de lectores. Esta novela casi experimental creó escuela y las letras hispanas siguieron trabajando el género, como puede descubrirse en la obra del argentinochileno Manuel Rojas y de los mexicanos Juan Rulfo o Carlos Fuentes. El hecho de que tras la Guerra Civil española cayera la censura sobre Faulkner, hizo que su obra -que había empezado a traducirse en 1930- tardara en publicarse de nuevo, pero aun así, muchos escritores tanto en el exilio como en España reflejan su influencia como Luis Martín Santos y, por supuesto, Juan Benet. Las obras de Faulkner, que habían permanecido durante un largo tiempo lejos de las imprentas, comenzaron a reeditarse y empezó a considerársele no ya como una curiosidad regional sino como un gigante literario cuya mejor escritura iba mucho más allá de las tribulaciones y conflictos de su tierra natal. Sus logros fueron reconocidos internacionalmente en 1949 al concedérsele el Premio Nobel de Literatura. Continuó escribiendo, tanto novelas como cuentos, hasta su muerte en Oxford, el 6 de julio de 1962. Entre sus obras principales se encuentran Mientras agonizo (1930), Luz de agosto (1932), ¡Absalom, Absalom! (1936), Los invictos (1938), El villorrio (1940), Desciende Moisés (1942), Intruso en el polvo (1948), Una fábula (1954, Premio Pulitzer de 1955), La ciudad (1957), La mansión (1959) y Los rateros (1962), también ganadora de un Premio Pulitzer.
***
 William Faulkner cuenta en Absalom, Absalom! la historia de la familia Sutpen, antes, durante, y después de la Guerra de Secesión en el imaginario condado de Yoknapatawpha, en Mississippi. La historia es narrada por cuatro personajes, directa e indirectamente relacionados con los Sutpen, Rosa Coldfield, Shreve, Quentin Compson y su padre. Estos cuatro narradores intentan reconstruir los trágicos acontecimentos que rodearon a la familia Sutpen y que acabaron con la progresiva destrucción del patrimonio y la dinastía que había creado Thomas Sutpen en el idílico Sur, de la cultura de la plantación y de la esclavitud y que se vio súbitamente truncada por la Guerra Civil estadounidense.

Esta obra enigmática, ambigua, paradójica y de gran complejidad técnica gira alrededor del racismo, el amor, la venganza y el honor en el contexto histórico y cultural de la época de la esclavitud y las plantaciones de los grandes terratenientes del sur y la Guerra de Secesión (1861-1865) que acabó con todo ello. Pero el verdadero significado de Absalón, Absalón reside en los límites del conocimiento humano y la inexistencia de la verdadera objetividad, todo ello lo representan los cuatro narradores, que intentan recontruir una historia de la que desconocen gran parte de los hechos.

martes, 22 de abril de 2014

León Tolstói. ¿Qué es el arte?

LEÓN TOLSTÓI-¿QUÉ ES EL ARTE?

En ¿Qué es el arte? (1898), una condena de casi todas las formas de arte, tanto clásicas como modernas, de la que no se salvan ni siquiera sus propias obras, a las que consideró dirigidas exclusivamente a una elite cultural, abogó por un arte inspirado en la moral, en el que el artista comunicara los sentimientos y la conciencia religiosa del pueblo. Estos ensayos didácticos, traducidos a muchas lenguas, ganaron rápidamente numerosos adeptos de distintos países, profesiones e ideologías, muchos de los cuales visitaron Yasnia Poliana en busca de consejos.
Fuente:N.N.

He aquí, un fragmento de esta interesante obra literaria de uno de los más grandes escritores rusos de todos los tiempos.

Capítulo primero
El problema del arte

Para la producción del más sencillo baile, ópera, opereta, cuadro, concierto o novela, millares de hombres se ven obligados a entregarse a un trabajo que muy a menudo resulta humillante y penoso. Menos mal si los artistas cumplieran por si mismos la suma de trabajo que requieren sus obras; pero no ocurre así, porque necesitan el auxilio de numerosos obreros. Este auxilio lo obtienen de distintos modos, ya en forma de dinero dado por los ricos, ya en forma de subvenciones otorgadas por el Estado; en este caso, el dinero que reciben proviene del pueblo, que, en su mayoría, tiene que privarse de lo necesario para pagar la contribución y no goza jamás de lo que llaman esplendores del arte. Podría comprenderse esto en rigor para un artista griego o romano, o hasta para un ruso de la primera edad del siglo XIX, cuando habla aún esclavos, pues esos artistas podían considerarse con derecho a ser servidos por el pueblo. Pero ahora, cuando todos los hombres tienen un vago sentimiento de la igualdad y de sus derechos, no es posible admitir que el pueblo continúe trabajando, a su pesar, en favor del arte, sin decir antes, de un modo indubitable, si el arte es bastante bueno e importante para cohonestar todos los daños que engendra.
Es necesario, pues, en una sociedad civilizada en que se cultiva el arte, preguntarse si todo lo que pretende ser un arte lo es verdaderamente, y si (como se presupone en nuestra sociedad) todo la que es arte resulta bueno por serlo y digno de los sacrificios que entraña. El problema es tan interesante para los artistas como para el público, pues se trata de saber si lo que aquellos hacen tiene la importancia que se cree, o si simplemente los prejuicios del medio en que viven, les hacen creer que su labor es meritoria. También debe averiguarse si lo que toman a los otros hombres, así para las necesidades de su arte, como para las de su vida personal, se halla compensado por el valor de lo que producen. ¿Qué es ese arte considerado como cosa tan preciosa e indispensable para la humanidad?
¿Preguntáis lo que es el arte? ¡Grave pregunta! ¡El arte es la arquitectura, la escultura, la pintura, la música y la poesía bajo todas sus formas! Esto es lo que no dejan de contestar el hombre vulgar y el aficionado, y hasta el artista mismo, en la seguridad de que no se equivocan y que se trata de cosas perfectamente claras. Podríamos, sin embargo, preguntaréis: ¿No hay en arquitectura edificios que no son obras de arte y otros que, con pretensiones artísticas, son feos y desagradables a la vista, y que por lo tanto no pueden ser considerados como obras de arte? ¿No ocurre lo mismo en escultura, en música y en poesía? ¿Dónde reside entonces la señal característica de las obras de arte? El arte, en todas sus formas, hállase limitado, de un lado, por la utilidad práctica, del otro por la fealdad y la impotencia para producir arte. ¿Cómo se distinguirán esas dos cosas que le limitan? A tal pregunta, el hombre vulgar de nuestra sociedad que se llama cultivada, y hasta el artista, si no ha cuidado mucho de la estética, tienen respuesta preparada. Os dirán que esa respuesta se formuló hace mucho tiempo, y que nadie debe ignorarla. El arte, afirmarán, es una actividad que produce la belleza.
Pero -les objetaréis- si en esto consiste el arte, ¿son obras de arte un baile o una ópera bufa? El hombre instruido y el artista os contestarán aún, pero ya con cierta vacilación: SI; un buen baile y una linda ópera bufa también son arte, pues equivalen a manifestaciones de la belleza.
SI preguntáis en seguida a vuestros interlocutores cómo distinguen un buen baile y una linda ópera bufa de las malas, mucho les costará responder. Y al preguntarles en seguida si la actividad de atrecistas y peluqueros, si la actividad de costureras y sastres, de perfumistas y cocineros también es arte, os contestarán probablemente negándolo. Se engañarán en ello, porque son hombres vulgares y no especialistas y no se ocuparon en asuntos estéticos. Si les preocuparan tales asuntos, habríanse apresurado a leer en la obra del gran Renán, Marco Aurelio, una disertación que prueba que la labor del sastre es obra de arte, y que los hombres que no ven en los adornos de una mujer la más alta manifestación artística, son seres sin inteligencia, espíritus estrechos. Este es el gran arte, dijo Renán. Deberían saber también vuestros interlocutores que, en la mayoría de los sistemas estéticos modernos, el traje, los perfumes y hasta la cocina están considerados como artes especiales. Tal es en particular el parecer del sabio profesor Králik en su Belleza Universal, ensayo de estética general, así como el de Guyau, en sus Problemas de la estética contemporánea.
Existe un pentáculo de las artes, fundado en los cinco sentidos del hombre, dice Králik, y puntualiza, en consecuencia, las artes del gusto, del olfato, el tacto, el oído y la vista.
De las primeras, las del gusto, dice: Se ha generalizado demasiado la costumbre de admitir sólo dos o tres sentidos como dignos de proporcionar materia para un conjunto artístico. No se negará, sin embargo, que sea una producción estética la que el cocinero consigue hacer, cuando convierte el cuerpo de un animal muerto en objeto de placer para el hombre.
Igual opinión campea en la obra citada del francés Guyau, muy estimado por gran número de escritores contemporáneos. Habla muy seriamente del tacto, del gusto y del olfato como capaces de producirnos impresiones estéticas: Si el color falta al tacto, nos produce en cambio una noción que la vista sola no puede darnos, y que tiene un valor estético considerable, la de lo suave, lo liso, lo aterciopelado. Lo que caracteriza la belleza del terciopelo es la suavidad al tacto, cualidad que agrada tanto por lo menos como su brillantez. Al formarnos idea de la belleza de una mujer, lo satinado de su piel es un elemento esencial. Fijándonos algo, recordaremos los goces del gusto, que son verdaderos goces estéticos. Y Guyau cuenta, a guisa de ejemplo, que un vaso de leche que bebió le produjo un goce estético.
De todo ello resulta que la concepción del arte, consistente en manifestar la belleza, no es tan sencilla como parece. Pero el hombre, vulgar o refinado, no conoce esto o no quiere conocerlo, y está firmemente convencido de que todos los problemas del arte pueden resolverse claramente con sólo reconocer la belleza como única materia del arte. Le parece comprensible y evidente que el arte consiste en manifestar la belleza. La belleza le parece que basta para resolver cuanto al arte concierne.
¿Qué es, pues, esa belleza, qué forma la materia del arte? ¿Cómo se la define? ¿En qué consiste?
Como sucede siempre, cuanto más confusas y nebulosas son las ideas sugeridas por la palabra, con más aplomo y seguridad se emplea esta palabra y se sostiene que su sentido es demasiado claro, para que valga la pena de definirlo.
Esto es lo que ocurre de ordinario en los problemas religiosos, y también ocurre con esta concepción de la belleza. Se admite como fuera de duda que todos saben y comprenden lo que significa la palabra belleza. Y sin embargo, la verdad es que no sólo no todos lo saben, sino que, a pesar de que se han escrito montañas de libros acerca de tal asunto, desde hace ciento cincuenta años (desde que Baumgarten fundó la estética en 1750), la cuestión de saber lo que es la belleza no ha podido ser resuelta todavía, y cada nueva obra de estética da a tal pregunta una respuesta nueva. Una de las últimas obras que he leído acerca de tal materia, es un librito alemán de Julio Mithalter, titulado el Enigma de lo Bello. Este título expresa el verdadero estado del problema. A pesar de que millares de sabios lo han discutido durante ciento cincuenta años, el sentido de la palabra belleza es aún un enigma. Los alemanes lo definen a su guisa de cien modos diferentes. La escuela fisiológica, la de los ingleses Spencer, Grant Allen y otros, contesta a su manera; lo propio ocurre con los eclécticos franceses, y con Taine y Guyau, y sus sucesores; y todos estos escritores conocen y hallan deficientes todas las definiciones dadas antes por Baumgarten, Kant, Schiller, Winckelmann, Lessing, Hégel, Schopenhauer, Hartmann, Cousín, y otros mil.
¿Cuál es, pues, esa extraña expresión de la belleza, que tan sencilla parece a los que de ella hablan sin conocimiento de causa, pero que nadie llega a definir, desde hace ciento cincuenta años, lo cual no impide que todos los estéticos funden en ella todas sus doctrinas de arte?
En nuestra lengua rusa, la palabra krasota (belleza) significa simplemente lo que gusta a la vista. Y aun cuando, desde hace algún tiempo, se habla de una acción fea, de una música bella, eso no es buen ruso.
Un ruso del pueblo, que ignore las lenguas extranjeras, no os comprenderá si le decís que un hombre que da cuanto tiene hace una bella acción, o que una canción tiene una música bella. En nuestra lengua rusa, puede ser una canción caritativa, o buena, o mala, o execrable. Una música puede ser agradable y buena, o desagradable y mala. Pero no hay ni una acción bella ni una música bella. La palabra bello únicamente puede aplicarse a un hombre, a un caballo, a una casa, a un sitio, a un movimiento. De modo que la palabra y la noción de lo bueno implican para nosotros, en determinado orden de asuntos, la noción de lo bello; pero la noción de lo bello, por el contrario, no implica necesariamente la noción de lo bueno.
Cuando decimos de un objeto que apreciamos por su apariencia visible que es bueno, entendemos que este objeto es bello, pero si decimos que es bello no supone esto, necesariamente, que lo creamos bueno.
En las otras lenguas europeas, es decir, en las lenguas de las naciones entre las cuales se ha esparcido la doctrina que hace de la belleza la condición esencial del arte, las palabras bello, schoen, beautiful, beau, etc., guardando su sentido primitivo, expresan la bondad hasta el punto de convertirse en substitutos de la palabra bueno. Frecuentemente en esas lenguas se emplean expresiones como éstas: Un alma bella, un pensamiento bello, o una bella acción. Estas lenguas han acabado por no tener palabra propia para designar la belleza de la forma, y se ven obligadas a recurrir a combinaciones de palabras tales como: De bellas formas, de bella apariencia, etc.
¿Qué es, pues, esa belleza que de continuo cambia de sentido según los países y las épocas?
Para contestar a tal pregunta, para definir lo que las naciones europeas entienden hoy por belleza, me veré obligado a citar algunas definiciones de la belleza, admitidas en los sistemas estéticos actuales. Ruego al lector que no se aburra mucho al leer tales citas, y que se resigne, a pesar de su aburrimiento, a leerlas, o por mejor decir, a leer algunos de los autores que voy a citar en extracto. Para no hablar más que de obras muy sencillas y sumarias, tómese por ejemplo la alemana de Králik, la inglesa de Knikht, la francesa de Lévêque. Es indispensable haber leído una obra de estética para formarse idea de la divergencia de opiniones y de la oscuridad que reina en esa región de la ciencia filosófica.
He aquí, por ejemplo, lo que dice el tratadista de estética, el alemán Schásler, en el prefacio de su famosa, voluminosa y minuciosa obra de estética: En ninguna parte, en el dominio de la filosofía, es tan grande la disparidad de opiniones como en estética. Tampoco en ninguna parte se halla tanta palabrería hueca, un empleo tan constante de tecnicismos vacíos de sentido o mal definidos, una erudición más pedantesca y al propio tiempo más superficial. Y, en efecto, basta leer la propia obra de Schásler para convencerse de la acertado de esta observación.
Sobre el mismo asunto ha escrito Verón, en el prefacio de su notable obra de estética, lo siguiente: No hay ciencia que, como la estética, se haya prestado a las lucubraciones de los metafísicos. Desde Platón hasta las doctrinas oficiales de nuestros días, se ha hecho del arte una informe amalgama de misterios trascendentales y de teorías llevadas a la quintaesencia, que hallan su expresión suprema en la concepción absoluta de lo bello ideal, prototipo inmutable y divino de las cosas reales.
Tómese el lector la molestia de pasar la vista por las definiciones siguientes de la belleza, expresadas por los tratadistas de estética de gran renombre; y podrá juzgar por sí mismo cuán verdadera es la crítica de Verón.
No citaré, como se acostumbra, las definiciones de la belleza atribuidas a los antiguos, Sócrates, Platón, Aristóteles y los otros hasta Plotino, pues en realidad, como explicaré después, los antiguos tenían del arte una concepción distinta a la que forma la base y el objeto de nuestra estética moderna. Aplicando a nuestra concepción presente de la belleza los juicios que acerca de ella formaron, se da a sus palabras un sentido que no es el suyo propio

lunes, 21 de abril de 2014

Dostoievski-.Novela: Los demonios.



Hermanados por el terror
por Juan Forn

En 1869, Dostoievski y María Grigorievna recibieron en su exilio en Dresde la visita del hermano menor de María. El joven Snitkin, estudiante de agronomía en Moscú, hechizó a Dostoievski con sus relatos sobre el movimiento nihilista en las universidades rusas. Por esos días una noticia de la capital rusa escandalizaba a los socialistas de Europa: uno de aquellos grupúsculos secretos, comandado por un tal Nechaev y autobautizado «La Venganza del Pueblo», había ajusticiado a uno de sus miembros, por considerarlo un soplón de la policía. El cadáver del estudiante Ivanov había aparecido flotando en el Reservorio de Moscú, con las manos y los pies atados, cuatro balazos en el pecho y uno en la frente (el tiro de gracia).
Snitkin, que había conocido bien a Ivanov, le aseguró a Dostoievski que no lo habían matado por soplón sino por cuestionar las ideas de Nechaev. El episodio terminó de decidir a Dostoievski a hacer un ajuste de cuentas con su propio pasado revolucionario. En los cuadernos de notas de Los demonios dice que fue su propia generación, con su europeísmo libertario de juventud, la que había engendrado a la joven generación terrorista. Y que en su novela confluirán los relatos del joven Snitkin, la cobertura de prensa del asesinato de Ivanov y sus propios recuerdos de la célula que integró en 1849. «Lo que escribo es tendencioso. Transmite sin ambages mi opinión a la juventud actual. Que me llamen retrógrado y vociferen contra mí, pero voy a expresar con fuego cuanto pienso», escribe en una carta de 1870.
Es tan intenso y personal el duelo que libra Dostoievski contra Nechaev durante la escritura de Los demonios, que en ninguno de los borradores del libro figura el nombre que le daría después al protagonista (Piotr Verhovenski): siempre lo nombra como Nechaev, directamente. Esto llevó al Nobel sudafricano J. M. Coetzee a escribir la novela El maestro de Petersburgo, donde el estudiante asesinado no es Ivanov sino Pavel Isaev (aquel hijo adoptado por Dostoievski en su primer matrimonio), y Nechaev y su grupo cometen el crimen con el propósito de atraer a Dostoievski hacia ellos: hacerlo abandonar su exilio, lograr que entre clandestinamente en Rusia y que acepte convertirse en el líder de todas las facciones nihilistas rusas. Recordemos que Crimen y castigo y Memorias del subsuelo eran parte del combustible que inclinó al nihilismo a muchos de los jóvenes pobres que desde 1865 habían logrado acceder a la universidad, llamados con sorna «el proletariado del pensamiento».
Lo cierto es que ningún otro escritor ruso de la época dio a aquellos grupúsculos nihilistas la importancia que les daba Dostoievski. Ni siquiera Turgueniev, que era quien había acuñado el término «nihilista» en su novela Padres e hijos, adjudicaba la menor capacidad de cambiar al mundo a aquellos jóvenes conspiradores. Dostoievski, en cambio, sostenía que, así como Occidente había perdido a Cristo por culpa del catolicismo, Rusia iba a perderse por culpa de los nihilistas. Y los grandes culpables eran «esos liberales en pantuflas, esos miopes que se acercan al pueblo sin entenderlo», todos aquellos «intelectuales terratenientes» que simpatizaban con los jóvenes extremistas, con Turgueniev a la cabeza. (Aunque Padres e hijos es más ambigua que favorable al fenómeno nihilista, Dostoievski hace una parodia feroz de Turgueniev en Los demonios: lo pinta como un autor de moda de espesa melena, voz dulzona y vestuario impecable, que escribe únicamente para lucirse y que, relatando un naufragio que ve frente a la costa inglesa, dice: «Miradme mejor a mí, cómo no pude soportar la vista de aquel niño muerto en brazos de su madre muerta»).
La publicación de Los demonios recibió críticas hostiles de gran parte de la prensa rusa: el furibundo ataque contra las ideas liberales les parecía doblemente inaceptable por provenir de un ex presidiario político que se había pasado al bando contrario. Y las dimensiones y el extremismo que dio Dostoievski a los conjurados de su novela les parecieron, a todos sin excepción, excesivos, exagerados, inverosímiles.
Sí: excesivos, exagerados, inverosímiles. A pesar de que en el juicio a los asesinos de Ivanov —que fue contemporáneo a la publicación de Los demonios— se supo, por ejemplo, que el propósito oculto de Nechaev al ordenar el crimen fue unir más al grupo a través del terror. También se citó profusamente de El catecismo del revolucionario, un panfleto redactado a medias por Nechaev y el mismísimo Bakunin en Ginebra un año antes, que dice cosas como ésta: «El revolucionario es un hombre sin intereses propios, sin sentimientos, sin hábitos y sin propiedades; no tiene siquiera nombre. Todo en él está absorbido por un solo propósito: la revolución».
En aquel juicio se condenó a casi la totalidad de los procesados (ochenta y cuatro estudiantes) al exilio en Siberia. Nechaev no estaba entre ellos: fue el único de los asesinos que logró huir de Rusia (capturado en Ginebra a los pocos meses, permaneció una década en prisiones suizas). En el juicio en Moscú, sus reclutas contaron que una de las primeras tareas que tenían al ingresar en la sociedad secreta era memorizar un poema dedicado a la muerte del gran revolucionario Nechaev.
Por esa clase de paralelismos entre los nihilistas de carne y hueso y los inventados por Dostoievski, Máximo Gorki escribió en 1906 (cuando Dostoievski llevaba ya veinticinco años muerto y no era nada fácil en Rusia agenciarse un ejemplar de la novela): «Los demonios es el más perverso, y el más talentoso, de todos los intentos por difamar el movimiento revolucionario de la década del ’70».
Lo cierto es que aquella burguesía ilustrada que había respondido con escarnio a aquel pronóstico de Dostoievski en 1870 es la misma que, en 1917, huyó al extranjero y allí se sentó a esperar el fin de la pesadilla bolchevique, jurando que Dostoievski lo había vaticinado en su novela (tal como había anunciado su advenimiento): «Los demonios no permanecerán en el cuerpo que han penetrado. Llegará el día en que Dios los expulsará», se recitaban unos a otros.
Cuarenta años después, Albert Camus dijo que los argelinos que enfrentaban a los militares franceses le recordaban a aquellos nihilistas de Los demonios. Medio siglo más tarde, cuando cayeron las Torres Gemelas, volvieron a corporizarse los personajes de Dostoievski, esta vez como los terroristas islámicos que se inmolaron dentro de aquellos aviones. Los demonios tiene y seguirá teniendo ese efecto porque retrata como ninguna otra novela lo más electrizante, terrorífico y paradigmático de toda conjura: ese lugar donde la fe se cruza con el fanatismo, los fines se cruzan con los medios y los poseídos se topan con los vulgares mortales (a propósito, Los poseídos y Los endemoniados son los otros dos títulos que ha recibido esta novela en su traducción a nuestro idioma).

domingo, 20 de abril de 2014

Emile Zola. Novela: Naná.



NANA
Género y corriente: Novela naturalista.

Cuando Zola escribe Naná (1880) es ya famoso. El éxito que alcanza con La taberna (1877) eclipsa incluso los éxitos del rey supremo, Víctor Hugo, el viejo veterano aureolado por el prestigio del destierro y de la lucha infatigable contra la farsa y el oropel de tramoya del Segundo Imperio. Naná es precisamente una gigantesca simbolización y una parodia de ese Segundo Imperio y de su farsa. Un ataque implacable a su mundo.
De cuatro o cinco generaciones de borrachos, de una sangre viciada por una larga herencia de embriaguez y miseria, surge zumbando una “mosca de oro”, Naná. Crecida en la calle, criada en el arroyo parisiense, planta de estercolero y fermento del pueblo que corrompe y desbarata “entre sus muslos de nieve” al París burgués y aristócrata. Naná es fuerza de la naturaleza y arma destructora. Una mosca resplandeciente como el sol, libadora de muerte, que entra por los ventanales de los palacios del poder y envenena a los hombres.
Pero Naná supera los condicionamientos rígidos del esquema simbólico: el símbolo es, a la vez, ser vivo inmerso en un mundo real. El escritor logra plasmar esa cristalización creadora que caracteriza a la obra de arte. Zola cuenta su historia, la historia de Naná, con precisión de cronista implacable. Centra su microscopio narrativo en un sector del mundo del Segundo Imperio y lo disecciona con feroz bisturí. A las fiestas de Versalles del antiguo régimen, arrollado por la Revolución, y a los desfiles militares del Primer Imperio suceden las fiestas del derroche burgués. El oropel de los patios de butacas y los palcos de los teatros de vodevil, el mundo frívolo de las fiestas y las excursiones campestres y las carreras de caballos. Allí triunfa Naná.
Naná, mediocre artista, con sólo la fuerza de su radiante desnudez, delicada, sin obreros ni máquinas, conmueve a París y reina circundada, aupada y sostenida por catástrofes que provoca ella misma arrastrada por un impulso irresistible.
Su sexo se eleva en una apoteosis como un sol iluminando un campo de batalla sembrado de cadáveres (como en el Sadán, en que se hundirá al fin el Segundo Imperio). Su inocencia persiste deslumbrante, brilla por encima de los desastres, incólume.  Naná conserva siempre su ingenuidad de animal orgulloso que obra sin malicia, “buena muchacha siempre”.  La pilluela de París, educada en al calle, posee un poder que es un profundo abismo por el que despeñan la fortuna y la dignidad y la vida los lobos del Imperio, los banqueros y especuladores burgueses y también la nueva y la vieja aristocracia.
Su muerte coincide con ese griterío que recorre las calles de París llamando a los franceses a la guerra imperial: “¡A Berlín, A Berlín!” Gritos que encienden anhelos patrióticos y nostalgias que apagarán las botas de Bismarck en la catástrofe final. El Segundo Imperio se hunde. Naná, con el embrujo de su chic y de su desnudez delicada capaz de corromperlo todo, es sólo un osario, una masa de humores y de sangre y de materia hedionda tirada en un colchón. Aquel rostro hechizante es ya sólo un campo de pústulas, una masa informe, sin rasgos, con un ojo cubierto del todo por la purulencia y el otro entreabierto y hundido en un agujero negro. Es un cadáver de nariz supurante con una mancha de costra rojiza que le cubre un pómulo e invade la boca y la crispa y estira en una atroz sonrisa.
Sólo la cabellera rubia y libre se salva de la catástrofe final y mantiene su brillo.  Sólo ella persiste dorada y deslumbrante. Allí, en aquella habitación de hotel desierta en que arde una vela solitaria y hasta la que sube del bulevar hinchando la cortina ese gigantesco anhelo desesperado que grita “¡A Berlín!” en un impulso que precipitará el desastre irremediable, sólo la cabellera se mantiene incólume: será la que incendie con sus llamaradas los bulevares de París en la Comuna.
Zola, diestro artista, nos narra esta historia dibujando cuadros del natural llenos de minucia y detalle, con una pericia y una agilidad que preludia lo cinematográfico.
Refleja un mundo palpitante y vivo, el mundo hormigueante de la ciudad con sus olores y colores, sus oropeles y fastos y miserias, y procura hacerlo sin miramientos, sin misericordias, anhelos ni nostalgias. A la pretensión de fidelidad notarial y forense del realismo, sucede la búsqueda de una objetividad científica con la que se pretende una precisión semejante a la de las ciencias naturales. La evolución, la herencia, los condicionamientos materiales han de explicar la realidad del mundo. Hay que estudiar el mundo tal cual es, fríamente. Pero esa frialdad y ese distanciamiento son esfuerzos y táctica: tras la mascarilla de la objetividad del narrador, del novelista convertido en sociólogo y científico, late un ardor romántico liberador. La frialdad es sólo el mejor método de hacer el diagnóstico: hay que estudiar el mundo fríamente para poder cambiarlo. Es preciso “profundizar sin temor en las causas y hallar un remedio a cada dolor”. Zola, a quien se califica de “destructor del alma francesa”, de quien Anatole France dirá que “jamás nadie ha hecho esfuerzos semejantes para envilecer a la humanidad”, es en realidad, un paladín ascético de la buena causa, entregado en cuerpo y alma a una misión. “He cerrado la puerta del mundo detrás de mí y he tirado la llave por la ventana. No hay absolutamente nada más en mi agujero que mi trabajo y yo, y no quedará nada más, nada más”.
La Comedia Humana, de Balzac, no había tenido sucesor. Sólo Zola osó proyectar una obra tan titánica, una “gran máquina”, un cuadro global totalizador: su Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio (dentro de la cual se encuadra Naná), que llegaría a abarcar 20 volúmenes y más de diez mil páginas. Pero Zola no pretende imitar a Balzac, él quiere ir más allá. “No hay que hacer como Balzac, hay que ligarse más a los grupos que a los personajes”. Y añade: “Además, en Balzac, no aparecen obreros”.
Zola, que desborda el esquema del escritor burgués y que parece en realidad el primer escritor que se interesa por los valores del proletariado que bulle y emerge, logra con sus obras un éxito de masas sin precedentes.
La base del público lector que permite el florecer de la novela burguesa se amplía aún más en este período tumultuoso de cambios y avances, con el aumento de la capacidad y los recursos de la industria. En el lanzamiento de sus obras se recurre ya a un sistema de distribución que permite la difusión masiva y se utilizan procedimientos de publicidad nuevos que incluyen los carteles y los “hombres anuncio”.
Fuente: N.N.

sábado, 19 de abril de 2014

Melville, Herman


Melville, Herman
Novelista estadounidense y una de las principales figuras de la historia de la literatura. Melville nació en Nueva York, el 1 de agosto de 1819 y, a los 19 años, descartando la posibilidad de ir a la universidad, comenzó a embarcarse en viajes que inspiraron sus obras, pasando algún tiempo en las islas del pacífico.
De regreso a Estados Unidos trabajó como profesor y en 1841 viajó a los Mares del Sur a bordo del ballenero Acushnet. Tras 18 meses de travesía abandonó el barco en las islas Marquesas y vivió un mes entre los caníbales. Escapó en un mercante australiano y desembarcó en Papeete (Tahití), donde pasó algún tiempo en prisión, antes de regresar a su hogar en 1844.
Escribió sus primeras novelas sobre su experiencia como marino. Al tema del mar corresponden sus obras Mardi (1849), Omoo (1847), Taipi, un edén caníbal (1846) y Redburn (1849), mientras que La chaqueta blanca (1850) relata sus experiencias en el ejército.
Sus primeras novelas alcanzaron rápidamente una gran popularidad y le abrieron las puertas de la fama y el éxito económico, pero un incendio en los talleres de su editor le ocasionó un revés económico que le obligó a trabajar en la aduana en Nueva York.
Después de sus múltiples viajes, decidió casarse y estableció su residencia en Massachusetts, en donde cultivó la amistad con el escritor Nathaniel Hawthorne, a quien dedicó su obra maestra, Moby Dick o la ballena blanca (1851), en la cual orientó su producción literaria a reflexiones éticas y filosóficas que se manifiestaron también en Pierre o las ambigüedades (1852), una oscura exploración alegórica sobre la naturaleza del mal. Moby Dick no resultó un éxito comercial y Pierre o las ambigüedades (1852) fue un estrepitoso fracaso.
El tema central de Moby Dick es el conflicto entre el capitán Ahab, patrón del ballenero Pequod, y la gran ballena blanca que le arrancó las piernas al capitán a la altura de la rodilla. Ahab, ávido de venganza, se lanza con toda su tripulación a una desesperada búsqueda de su enemigo. La obra sobrepasa en mucho la aventura y se convierte en una alegoría sobre el mal incomprensible representado por la ballena, un monstruo de las profundidades, que ataca y destruye lo que se pone en su camino, y también por el capitán Ahab, que representa la maldad absurda y obstinada, que sostiene una venganza personal y arrastra a la muerte inútil a muchos inocentes. La profundidad psicológica que fue más evidente en esta obra comenzó a emerger en Mardi (1849) y en La chaqueta blanca (1850).
La poca comprensión de su público hacia Pierre o las ambigüedades (1852) produjo el descenso de las ventas de sus obras. No obstante, Melville continuó el proceso de creación y decantación de su estilo literario. En este período publicó Israel Potter (1855).
Fuente:N.N.

MOBY DICK
Vivimos tiempos en que los hombres pueden arponear impunemente a las ballenas. A despecho de todos los ecologistas del mundo, las localizan por medio del radar, consiguen incluso algunas veces la complicidad de un hidroavión y luego, para dar muerte al enorme mamífero que emerge a lo lejos, tienen suficiente ya con apretar el gatillo desde la cubierta del barco homicida. Ni siquiera les tiembla el pulso.
Hubo otras épocas, sin embargo, en las que no lo tuvieron tan fácil. Los marineros embarcaban entonces en incómodos veleros, arriaban precipitadamente los botes, remaban sin descanso hacia donde estaba la ballena y, cuando la tenían a tiro, lanzaban los crueles arpones y confiaban en su buena suerte.
Aquellas cacerías, sin embargo, acababan muchas veces en tragedia. Fue en uno de esos lances, por ejemplo, donde el enigmático protagonista de esta novela, el capitán Ahab, perdió una pierna, la sustituyó por otra de marfil y concibió un odio mortal hacia aquella colosal ballena blanca y solitaria que sembraba el terror por mares sin civilizar.
Lo que deberíamos hacer ahora, sin embargo, es determinar las razones de ese odio inextinguible. Seamos cantos y no aventuremos hipótesis precipitadas. Puede que la mutilación de Ahab no tuviese nada que ver porque todos sabemos que hay odios que encuentran sus más secretas motivaciones mucho más allá de las cosas que han sucedido en este mundo y que actúan sobre nosotros a nivel inconsciente.
Para despejar la incógnita deberíamos tal vez indagar sobre la verdadera naturaleza de Moby Dick. ¿Qué representa realmente ese monstruo? ¿Qué simboliza esa ballena omnidestructiva e invencible, a quien el marino mutilado escupe desde el corazón del Infierno?
Para la mayoría, Moby Dick es la encarnación marina de Leviatán «que hace hervir los mares como una cacerola», según nos dice lord Bacon en su versión de los Salmos. No es de extrañar, pues, que cuando el herrero se dispone a templar el acero del arpón destinado a la gran ballena y pide que le acerquen un tonel de agua, Ahab le niega el agua y ofrece en su lugar la sangre donada por tres arponeros.
«Yo no te bautizo en el nombre del Padre, sino en el nombre del Diablo», ruge Ahab, cuando el mortal arpón está a punto.
Luego está también la ballena que se tragó a Jonas. Porque así como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches —puede leerse en los Salmos—, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches.
Pura ficción dramática, dicen los exégetas de la Biblia. El héroe desaparece en el oeste durante una tormenta engullido por un gran pez. Durante toda la noche el pez navega con el héroe de sus entrañas y al día siguiente lo vomita en una playa del este. El héroe, es decir, el Sol, reaparece siempre por oriente.
Algunos van un poco más allá y ven en Moby Dick a la personificación del mal, pero dentro de los planes divinos, es decir, ven a la gran ballena blanca convertida en ministro de Dios que, dentro del predestinacionismo puritano que tanto angustia al capitán Ahab, tiene la misión de castigar a los que deben ser condenados. Si aceptamos esa hipótesis, Moby Dick sería la mano izquierda de Dios y Ahab el soberbio pecador que debe ser castigado. ¿No hubo acaso en la Biblia un rey rebelde contra Dios, esposo de Jezabel, que se llamó también Ahab?
Las interpretaciones de Moby Dick podrían ser todavía mucho más variadas, pero preferimos seguir las recomendaciones de uno de sus mejores traductores, José María Valverde, cuando escribe que «no caeremos en creer que quepa una explicación unívoca y clara, conscientes del margen de ambivalencia y aun polivalencia que hay en toda obra literaria».
Lo que también sorprende es el color de Moby Dick. ¿Existen realmente ballenas de color blanco? Todos hemos oído hablar de la beluga, cetáceo de unos cinco metros de longitud que vive en los helados mares árticos, pero que raras veces desciende hacia el sur. Cuando son jóvenes las belugas tienen la piel gris, pero cuando son adultas se vuelven blancas. Esa es la razón de que se las conozca también con el sobrenombre de ballenas blancas. ¿Qué fue, pues, Moby Dick? Sólo una beluga anormalmente desarrollada?
Se nos presenta, además, un contrasentido. El blanco es el color de la verdad absoluta. Sólo el blanco refleja todos los rayos luminosos, es la unidad de la que emanan los colores primigenios y los mil tonos que dan color a la naturaleza. Si realmente Moby Dick es el símbolo del mal, por qué Ahab no la llamó Ballena Negra, si el negro es la negación de la luz y el símbolo del error y, en última instancia, del mismísimo Diablo?
Nos da una explicación el propio Melville, en el capítulo 42 de su ópera magna: «La idea de blancura, si se separa de asociaciones más benignas y se une con cualquier objeto que en sí mismo sea terrible, eleva ese terror hasta los últimos límites».
De cualquier modo, lo que sí podríamos decir es que en Moby Dick se narra la historia de la lucha de un hombre contra su terrible obsesión. La novela, que apareció en el año 1851, no fue bien recibida por la crítica ni tampoco por el público. Fue preciso esperar hasta los «felices años veinte» para que la novela fuese debidamente valorada. Moby Dick está hoy considerada corno una de las mejores obras de la llamada Edad de Oro de la narrativa norteamericana. Vale de verdad la pena navegar por sus páginas.
JAVIER TOMEO

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas