Introducción
Aseguraba el señor Teste que él era «como el juguete de un conoci-
miento musculoso», y que «si Bach hubiera creído que las esferas
le dictaban su música, no hubiera podido tener la fuerza de lim-
pidez y de soberanía de combinaciones transparentes que obtuvo».
Parece inútil señalar que Paul Valéry creía, en este sentido, lo
mismo que Teste (su doble), una coincidencia que no siempre tenía
que darse necesariamente entre el escritor y su creación temprana,
ese pequeño «monstruo» que, en su cuento filosófico, persigue una
peculiar Quimera, una «Quimera de la mitología intelectual».
¿Tiene «musculatura» el pensamiento? Si la tiene, es preciso
ejercitarla, no menos que la otra, tanto para evitar todo anquilo-
samiento como para mostrar su fuerza, aunque sólo sea —y no es
poco— su «fuerza de limpidez». En cuanto a Bach, no es lo mismo,
ciertamente, un conjunto de anotaciones dispersas realizadas du-
rante años que el soberano arte musical del maestro de Leipzig,
pero tampoco aquéllas venían del cielo: eran el fruto de una estricta
disciplina, de un esfuerzo mental prolongado. Si su efecto no resul-
taba tan alado como el de Bach (pero a veces lo era, no sólo bajo la
forma de poemas en prosa, sino también de aforismos y reflexiones
a menudo igualmente fulgurantes), no cabía achacar la culpa a la
disciplina, condición imprescindible de toda vida mental. Era sólo
un asunto de «géneros».
Valéry mostraba así que la disciplina se halla en la raíz de toda
cosa mentale. ¿Música, pensamiento? Son «géneros» diferentes, en
efecto, pero ambos, para ser de verdad, han de ser disciplinados.
Ser es ser disciplinado.
¿Qué lleva a un hombre, durante más de cincuenta años, a levan-
tarse muy temprano (entre las cuatro y las cinco de la mañana) y a
escribir unas tres o cuatro horas acerca de los temas más diversos?
Mientras otros hacen libros, él «hace» su mente, afirmará en al-
guna ocasión, y volverá a repetirlo de muchas maneras. No siempre
escribe; a veces, también dibuja —y esos dibujos no son preci-
sámente irrelevantes: muestran una extraordinaria capacidad de
observación y unas indudables facultades artísticas.
Al alba, un hombre piensa, escribe, dibuja. Lo hace con tal re-
gularidad que esas anotaciones —en realidad, esos momentos mati-
nales, porque no sólo escribe— llegan a convertirse en un «vicio»,
en un hábito al que le resulta imposible renunciar. Nada más lejos,
sin embargo, de la grafomanía: las anotaciones brotan como una
constante prueba de lenguaje, y revelan una intensidad intelectual
poco común, en un arco que va de lo filosófico a lo científico
pasando por lo psicológico y lo literario. Las anotaciones critican,
proponen, impugnan. Y, alguna vez, celebran. Pero también se
cuestionan a sí mismas, empezando por cuestionar el lenguaje.
Esos «tanteos de la mañana» son, en definitiva, un ejercicio mental,
un método de análisis del funcionamiento de la mente, un ejercicio
guiado por la disciplina más severa. Tanto, que ese hombre acaba
por identificarse con un «Gladiator». Por lo demás, ese trabajo re-
sulta, con frecuencia, desesperante: es un «trabajo de Penélope»,
un hacer y deshacer el análisis y un continuo formular y reformular
hipótesis inverificables. Y vuelta a empezar.
Lo que lleva, en definitiva, a Valéry a una práctica tal de la escri-
tura es una pertinaz, obsesiva voluntad de conocimiento. Pero una
voluntad en la que comprender no es distinto a crear. Lo había
aprendido en Leonardo da Vinci.
No puede extrañar que las anotaciones de los Cuadernos comiencen
en 1894, el mismo año en que Valéry escribe su «Introducción al
método de Leonardo da Vinci». Leemos en este ensayo que «es en
el universo en lo que Leonardo piensa siempre, y en el rigor». Para
Leonardo, se diría, comprender es un acto, y no hay en él ningún
abismo: «un abismo le haría pensar en un puente». Valéry tenía
veintitrés años.
El «hombre universal» que fue Leonardo se convierte en una
especie de símbolo para el joven escritor. Leonardo es «universal»
porque nada escapa a sus intereses humanos, y su divisa fue osti-
nato rigore. Ambas cosas, universalidad y rigor, se convertirían para
Valéry en objetivos o, más bien, en condiciones de la vida mental.
Cada mañana, el pensamiento será ejercitado en la reflexión acerca
de los objetos del mundo y de nuestro modo de comprenderlos, de
experimentarlos. En un cúmulo de notas que proliferan a lo largo del
tiempo como manifestaciones múltiples de una incesante actividad
intelectual, Valéry expresa además su lucha con el pensamiento y
con el lenguaje. Y la disposición de esas notas en los cuadernos
—cada uno de ellos con la expresión del año en que fueron escri-
tos— nos permite, por otra parte, seguir la evolución de su pensa-
miento.
Cada día, «entre la lámpara y el sol», Valéry parecía responder a
la pregunta tal vez más esencial de todas las que se formuló: «¿Qué
puede un hombre?». Le interesaba menos una «obra» literaria que
el examen de los mecanismos de su mente, y de ahí los prolongados
silencios que separan sus publicaciones, muy especialmente el
silencio anterior a 1917, en que La joven Parca irrumpía en la escena
literaria de la época después de los amistosos apremios de Gide.
Nunca hubo, se diría, un silencio literario más preñado de palabras.
Lo sabemos hoy, tras la publicación postuma de los Cuadernos.
El gigantesco cúmulo de anotaciones escritas por Valéry entre 1894
y 1945, año de su fallecimiento, consta de 261 cuadernos, cuya edi-
ción facsimilar en veintinueve volúmenes, publicada entre 1957 y
1961, alcanza unas 26.600 páginas. Es la obra de una vida, diría-
mos, si no fuera porque la noción misma de obra (algo se dirá luego
sobre la dificultad que supone clasificar literaria e intelectualmente
estas páginas, y no digamos definir su género) no acaba de ajus-
tarse al sentido de una masa oceánica de textos diversos, desde el
aforismo a la fórmula matemática, pasando por el dibujo, el poema
en prosa, la disquisición filosófica, el estudio estético, el apunte
psicológico, la observación sociológica, el dato autobiográfico, el en-
sayo político o la crítica literaria.
Desde muy pronto, Valéry advirtió el desorden de sus anota-
ciones, su carácter caótico, poco «útil» en la disposición originaria
de la escritura. Porque, en los cuadernos, Valéry no trabajaba por
bloques o temas, sino en simple secuencia temporal, de manera
que, por ejemplo, junto a la discusión de un teorema matemático
puede encontrarse el esbozo de un poema, seguido éste a su vez
por un apunte sobre la visita de un amigo, una larga reflexión sobre
una conferencia de Einstein, un aforismo sobre la experiencia reli-
giosa o el dibujo de su propia mano con un cigarrillo. En 1908, es
decir, transcurrido ya algún tiempo desde el inicio de sus anota-
ciones, el propio Valéry empezó a ordenarlas por grupos o núcleos
temáticos, e incluso a pasarlas a máquina. Más tarde dejó esta
última tarea en otras manos (las manos amigas de algunas secre-
tarias de confianza) para ocuparse únicamente de la clasificación de
los fragmentos.
De una ordenación inicial considerablemente abstracta, que
tendía a privilegiar el mundo nocional o intelectual (matemático-
formal), Valéry pasó a otra más amplia y matizada, en la que hacía
entrar también en juego, con secciones propias, la dimensión de la
emotividad, la biología y el cuerpo. Con esa nueva clasificación,
más atenta a lo que Judith Robinson llama «la infraestructura
biológica de nuestra vida interior», Valéry era más justo con un as-
pecto muy presente en los propios textos, lo mismo que en otros
escritos suyos.
En la edición de La Pléiade, en dos volúmenes que rebasan las
3.000 páginas, son treinta y una las secciones que finalmente apa-
recen, y que aglutinan las preocupaciones de un intelectual tan
interesado en las artes como en las ciencias. No son secciones o
capítulos incomunicados, desde luego, y no pocas reflexiones po-
drían figurar en más de un capítulo, o haber quedado adscritas a
uno diferente. Valéry aprovechó determinados materiales de estos
cuadernos para la redacción de algunos ensayos, o para libros como
el espléndido Tel Quel. La mayor parte de estas páginas, sin em-
bargo, quedaron inéditas, y su publicación a finales de la década de
1950 (la citada edición facsimilar) despertó un extraordinario inte-
rés: la existencia de los Cuadernos era conocida sólo de oídas. Su
divulgación suponía el afloramiento de todo un continente inte-
lectual, filosófico y literario.
Sería preciso crear un rótulo especial para definir el «género» de los
Cahiers, un rótulo que sirviese para delimitar el estudio de las va-
riantes infinitas del propio funcionamiento mental. Autoanálisis no
es palabra inadecuada, pero el propio Valéry advirtió en seguida
que el examen de los procesos de su mente —elemento prepon-
derante en estas anotaciones— no es sino una de las preocu-
paciones que cabe observar en ellas. De ahí las aproximadamente
doscientas subdivisiones que, en algún momento, pensó utilizar en
una clasificación más detallada de sus notas. Véanse sólo las corres-
pondientes al capítulo «Ciencia»: Ciencias, Generalidades, Energía,
Mecánica, Fuerza, Inercia, Física mecánica, Intuición, Imágenes,
Movimiento, Zenón, Distancia y Duración, Relatividad.
Los Cuadernos versan menos sobre la autoexploración de los
procesos mentales de un individuo que sobre esos procesos en reía-
ción con otros «objetos»: el estudio de los límites de la conciencia,
el papel de los sueños en la vida mental y emotiva, las lecciones de
la historia, los impulsos del eros, el sentido de la enseñanza, las
diferencias entre el yo y la personalidad, el significado de la noción
El género de los Cuadernos podría ser, como propone Wendoll K. Me
Clendon, el «diario intelectual», es decir, «el registro de la vida de
de literatura, la experiencia religiosa, la dimensión ética de la exis-
tencia y un sinfín de asuntos que desbordan claramente el solo
«autoanálisis». Todos esos asuntos, en efecto, son abordados desde
la perspectiva de una conciencia que no deja de autoanalizarse en
cada una de las fases de la reflexión sobre esas materias. Una refle-
xión que aspira siempre a basarse en sus propios y exclusivos recur-
sos intelectuales, y de ahí que Valéry acuda raramente a otras fuen-
tes intelectuales o filosóficas (lo cual no deja de representar a me-
nudo una seria limitación). La mayor parte de las veces quiere llegar
solo al lugar que descubre por sí solo. Y no por narcisismo intelectual
sino por una voluntad de conocer el alcance del propio funcio-
namiento mental.
una mente; mejor todavía, es esa vida misma preservada, vibrante y
dinámica, en ese lenguaje». Ahora bien, ¿qué separa a un «diario
intelectual» de un «diario» común? Dicho de otra manera: ¿qué ca-
racterísticas ha de tener un «diario de ideas»? ¿Acaso la total exclu-
sión de referencias a la vida cotidiana? No es el caso, ciertamente,
de los Cuadernos, que registran, con más frecuencia de la que creía
el propio Valéry (quien se opuso siempre a ver en esas páginas un
diario, ni siquiera un «diario de ideas»), datos múltiples acerca de
la vida cotidiana del autor, desde la mención de determinadas visi-
tas que hace o recibe hasta la inclusión de fragmentos de cartas, pa-
sando por la referencia a veladas íntimas con amigas, el comentario
detallado de ciertas conversaciones (de Gide a Bergson, de Einstein
a De Gaulle), la descripción de estados de ánimo o, en fin, el des-
ahogo sentimental explícito (véase, en el capítulo «Ego», la conmo-
vedora anotación sobre la muerte de su madre, que esta edición re-
coge). No faltan ni siquiera los criptogramas —sobre todo en el
capítulo «Eros»—, tan ligados al diarismo, y de los que es un buen
ejemplo el Diary de Samuel Pepys.
Las investigaciones recientes sobre la escritura diarística prue-
ban que no es posible una definición de diario más allá de la es-
tricta referencia al tiempo contenida en esa misma palabra. Asegura
Philippe Lejeune, en efecto, que para que haya diario basta que
haya «escritura fechada»; sería preciso, pues, hablar casi de tantos
tipos de diarios como diaristas ha habido y hay. Maurice Blanchot,
por su parte, afirmaba que un diario «no es esencialmente confe-
sión, relato de sí mismo; es un Memorial», y tal vez los Cuadernos
serían, a sus ojos, una suerte de memorial filosófico.
El mismo Valéry creía a veces estar haciendo un diccionario. «Si
yo hiciera un diccionario (¿y qué otra cosa hago en estas
notas?)[...]», escribe, pensando acaso en el Diccionario filosófico de
Voltaire. Más allá o más acá de los géneros, sin embargo, tal vez lo
que más importa es subrayar que estamos ante un singular pensa-
miento en formación. En constante, espectacular, rigurosa forma-
ción.
La singularidad de los Cahiers no deja de hacernos pensar en otras
creaciones europeas de su misma «familia» intelectual y espiritual.
Bien es verdad que las diferencias se imponen, y acaso en esas dife-
rencias resida buena parte del significado de cada una de esas
obras, inscritas casi todas ellas en esa zona fronteriza entre la lite-
ratura y el pensamiento. ¿Cómo no ver, en cambio, que esas analo-
gías, lejos de suprimir las diferencias, las sitúan en su plano más
justo, es decir, aquel que forjan las inevitables convergencias
creadas por la mirada crítica e histórica?
Diarios aparte (empezando por el de Amiel, tan próximo en oca-
siones, muy especialmente en el costado metafísico), los «tanteos» o
ensayos de Valéry hacen pensar ante todo —en lo que respecta a la
variedad de sus temas y a la inagotable curiosidad de sus bús-
quedas— en los antiguos libros misceláneos; por ejemplo —y por
citar una referencia hispánica—, en la vieja y hermosa Silva de varia
lección (1540) de Pedro Mejía. Y quien piensa en este libro ha pen-
sado ya sin duda en los Ensayos (1580) de Montaigne. Uno y otro,
sin embargo, lo mismo en su didactismo que en su designio clásico
de «deleitar», están distantes de un vastísimo conjunto de notas ca-
racterizadas por su dispersión y su explícito deseo de permanecer al
margen de todo «deleite»; es declaración suficientemente reve-
ladora, en este sentido, la que abre los Cuadernos: «Aquí no me pro-
pongo agradar a nadie».
Existe, sin duda, una especie de red (¿era consciente de ella el
propio Valéry?) que, en su propia lengua, une las anotaciones de los
Cahiers con el fragmentarismo casi sistemático de los Pensamientos
de Pascal y, más tarde, de los pensamientos, máximas y anécdotas
de Chamfort. Y más aún: la une con la «poética» del fragmento
practicada por los románticos alemanes, muy especialmente la sym-
philosophie de Friedrich Schlegel y Novalis, que hicieron del pensa-
miento «fracturado», de los «granos de polen» —en la bella expre-
sión del autor de los Himnos a la noche—, la forma predilecta de un
modo de ser intelectual.
La verdadera «familia» de los Cahiers hay que buscarla, en efec-
to, en esa precisa «poética» del fragmentarismo radical. Los Frag-
mentos de Novalis (también conocidos como La enciclopedia) ofrecen
numerosos puntos en común de tipo formal con las anotaciones del
poeta francés. Dispersos, proliferantes, también los fragmentos de
Novalis surgieron en forma de anotaciones alia prima, con irresis-
tibie vocación aforística o con tendencia a la brevedad fulgurante.
Como Valéry, en fin, también Novalis dejó pistas e índices para
ordenar el material por enunciados o bloques que permitirían
poner un poco de orden en el «caos natural» de sus manuscritos.
Pero sorprende en los Fragmentos una anotación según la cual el
autor aspiraba a que su «libro» estuviera integrado tanto por frag-
mentos propiamente dichos como por «cartas, poemas, estudios
científicos rigurosos, etc.», lo cual no está lejos de la realidad formal
de los Cuadernos. Más sorprendente aún es que Novalis pida una
«gimnasia del espíritu y del cuerpo», que recuerda de inmediato la
«gymnastique intérieure» de Valéry. Es tentador establecer un pa-
ralelismo entre ambas obras (no estoy seguro de que no se haya
realizado ya). No pueden ignorarse las considerables diferencias
entre una y otra, sobre todo la voluntad de sistematización filosófica
de Novalis, «idealista mágico» —muy influido por Kant y Fichte y,
en menor medida, Spinoza y Leibniz—, que difiere sensiblemente
del escepticismo y el materialismo casi programáticos de Valéry y
de su reducción de la mayor parte de los problemas filosóficos a es-
trictos problemas lingüísticos. Sin embargo, tales diferencias no
pueden ni deben ocultarnos sus semejanzas y equivalencias cons-
tructivas.
Más sorprendentes aún, si cabe, pueden parecemos los nexos
evidentes que los Cuadernos ofrecen con el Zibaldone di pensieri de
Giacomo Leopardi, obra en la que, como es sabido, el poeta italiano
anotó, entre 1817 y 1832, un extensísimo conjunto de observaciones,
comentarios y apuntes acerca de los asuntos más diversos, además
de esbozos de poemas, disquisiciones filológicas, interpretaciones
históricas y un buen número de digresiones filosóficas. Libro mí-
tico, el Zibaldone no se publicó sino muy tardíamente (como los
Fragmentos de Novalis), y sólo en 1900, año en que vio la luz la pri-
mera edición, pudo el lector saber que el autor de los Canti y de las
Operette morali era también un extraordinario humanista con preo-
cupaciones «enciclopedistas», y que las más de 3.600 páginas de
esos cuadernos convertían a Leopardi en un pensador (y un filó-
logo) de dimensiones inusuales. «Che cosa è dunque lo Zibaldone'1
Una specie di diario», escribe Giuseppe De Robertis en un funda-
mental estudio sobre esas páginas («Dalle note dello Zibaldone alia
poesía dei Canti»). Sergio Solmi, a su vez, lo ve como un ejemplo
excepcional de «pensamiento en movimiento». Estos dos rasgos
fundamentales, plenamente compartidos por los Cahiers, bastarían
para crear en el lector la sospecha de un posible influjo del poeta ro-
mántico italiano sobre el poeta francés simbolista (cuyos padres,
por otra parte, habían nacido en Italia). No hay constancia alguna,
sin embargo, de que Valéry conociera el Zibaldone (ni, por lo
demás, los Fragmente de Novalis).
Por su misma naturaleza universalista, arriba mencionada, los
Cahiers no ocultan en ningún momento su carácter «encielo-
pédico». Más aún que en la edición «ordenada», es en la repro-
ducción facsimilar de los manuscritos donde se percibe con cía-
ridad meridiana la multiplicidad del trabajo de sentido realizado
por una mente que parece en continua efervescencia y que no cesa
de interrogar los objetos del mundo y de interrogarse a sí misma.
Es en los predios de la razón ilustrada, en ese siglo xvm que
Valéry tenía como su época histórica favorita, donde empiezan por
situarse los intereses de una mente que deseaba hacer valer tanto
su potencia como sus potencialidades. Pero esa «razón» es sólo un
terminus a quo, porque se diría que el poeta francés quiere explorar
menos los objetos del mundo con los instrumentos de la razón que
el lenguaje con el que tradicionalmente se ha acercado y se acerca el
hombre a esos mismos objetos. Filosofía, sí, pero, ante todo, filo-
sofía del lenguaje. Y ya ha quedado dicho que Valéry tiende a redu-
cir los problemas (los objetos) filosóficos a problemas de lenguaje.
Precisamente porque una «mente poderosa» —y la de Valéry lo
era en grado extremo, no sólo en una dimensión teórica y crítica,
sino también en lo relacionado con la «filosofía del lenguaje» que
hay implícita en toda gran obra literaria— no deja de interesarse
por sus propios límites, la mente de Valéry se pasa el tiempo pre-
guntando por la necesidad o la pertinencia de los hábitos de la
mente y de la imaginación. La pregunta tal vez más reiterada en los
Cuadernos es la que intenta saber si algo que el hombre ha hecho
tradicionalmente podría o debería ser inventado hoy. La profun-
didad de esta pregunta habla con claridad, ante todo, acerca del
carácter esencialmente interrogativo de la mente de Valéry, pero
también de sus dudas acerca de preocupaciones o actividades que
han marcado la historia de la humanidad y que, sin embargo, no
están verdaderamente justificadas en sí mismas o no tienen sentido
hoy.
¿Inventaríamos hoy la poesía, las religiones, la familia? El lector
agradece siempre a Valéry lo mismo ciertos cuestionamientos o im-
pugnaciones (en todos los planos, desde la afectividad hasta la poli-
tica, pasando por los sueños, la psicología, la sensibilidad, la his-
toria, la memoria, la ciencia, el eros, las matemáticas, el arte, el ego,
la enseñanza, la literatura, la experiencia del tiempo, la conciencia o
el lenguaje) que el hacernos conscientes de ciertos fenómenos
comúnmente poco analizados, o determinadas constataciones a las
que le ha llevado su propia experiencia. En los precisos sentidos
indicados, véanse sólo, respectivamente, estas dos notas acerca de
una práctica —la práctica de la poesía— intensamente auscultada a
lo largo de los años: «La poesía por sí sola no puede bastarle a una
mente de cierta fuerza — Por ello, las mentes poderosas que han
escrito poesía han intentado combinar el movimiento de la mente y
lo que éste conlleva con su interrupción y lo que ésta implica»
(1925, «Poesía»); «La Poesía en nuestra época es supervivencia —
tradición. Poesía en una época de simplificación del lenguaje, de
alteración de la voz, de supresión de fuerzas sociales y lingüísticas,
de especialización — (música) — es cosa preservada — Es decir,
que hoy no inventaríamos los versos si no nos hubieran sido lega-
dos. — Tampoco las religiones» (1926, ibidem).
De este tenor es la conciencia de Valéry. Interrogación y auto-
interrogación. Crítica del lenguaje y exploración del límite: de la
mente, de la percepción, del objeto. Y todo ello en el orden puro (el
desorden originario) del pensamiento: «En lo que respecta al
“pensamiento”, las obras son falsificaciones, puesto que eliminan
lo provisional y lo no reiterable, lo instantáneo, y la mezcla pura e
impura, desorden y orden». Los Cuadernos no son —ya se dijo
antes— una «obra». No lo son, además, porque no aceptaron en
ningún momento la «falsificación» aludida.
El acontecimiento de la publicación de los Cahiers a mediados del
pasado siglo, en una edición que venía a acompañar (y a completar)
la de los dos volúmenes de las Œuvres del autor, situaba en prime-
rísimo plano la figura de Valéry en un panorama —el panorama de
la cultura europea posterior a la segunda guerra mundial— particu-
larmente delicado y difícil. Fue en ese preciso contexto en el que T.
S. Eliot declaró que Valéry era la personalidad intelectual de su
época que más le interesaba, y en el que André Gide no dudó en
afirmar: «Nadie [como Valéry] en nuestros días ha ayudado mejor
ni de manera más constante al progreso de la mente». No era ajeno
a estas consideraciones lo que en i960, en su ensayo «Desviaciones
de Valéry», T. W. Adorno llamó el «conservadurismo» político del
poeta francés, incluso su «apoliticismo» («como el Thomas Mann
de las Reflexiones», subraya Adorno). Pero entre las «contra-
dicciones» de Valéry que señala el pensador alemán está el que el
campo de tensiones de este intelectual conservador «anticipa en
treinta años —afirma— el del arte contemporáneo: el de la emanci-
pación y la integración». Poco después subrayará que lo que se
muestra siempre en la prosa de Valéry es, asombrosamente, «el
pensamiento mismo trabajando», y señalaba su influjo sobre Wal-
ter Benjamin: «El espíritu condenado a muerte simpatiza con lo
material, lo ello mismo no espiritual en el seno del espíritu. Valéry
coincide con Walter Benjamin, cuya estética aprendió sin duda de
él más que de cualquier otro, en un materialismo de segundo
grado».
El que acaba de verse no es sino uno de los testimonios susci-
tados por el «campo de tensiones» del pensamiento de Valéry. Nos
falta aún, hasta donde puedo saber, un estudio sobre los ecos y las
repercusiones de ese pensamiento en la cultura europea consi-
derada en su conjunto. Ese estudio habría de integrar, de manera
coherente con los intereses intelectuales de Valéry plenamente
explicitados en los Cuadernos, los testimonios de la ciencia. De tales
testimonios cabría aquí mencionar, si no el más reciente, sí uno de
los más relevantes, por la significación de quien lo formula y por el
alcance de la huella que revela. En uno de sus ensayos, efecti-
vamente, más conocidos, «Sólo una ilusión», de 1984 (recogido en
su libro ¿Tan sólo una ilusión? Una exploración del caos al orden), el
físico-químico Ylia Prigogine (1917-2003), precursor de la teoría del
caos y premio Nobel de Química tanto por sus trabajos en lo que
denominó «estructuras disipativas» como por sus contribuciones al
desequilibrio termodinámico —particularmente la teoría de los
«procesos irreversibles»—, acudió a lo que llama una «importante
observación» sobre el tiempo realizada por Valéry en sus Cuadernos
(recogida en la presente edición, en la sección «Filosofía») para
explicar algunas de sus propias posiciones sobre el tiempo desde el
punto de vista de la física teórica. Prigogine, autor del ensayo «La
actualidad de la concepción del tiempo en Valéry» (Fonctions de
l’Esprit, 1983), ve en el poeta francés a un precursor de las actuales
teorías físicas sobre el tiempo. Es seguro que el autor de El cemen-
terio marino habría sido especialmente sensible a este testimonio,
aún más sin duda que a los múltiples y muy conocidos de la lite-
ratura. Que algunos de sus pensamientos del alba —la «hora pura y
profunda»— hayan sido recuperados por la ciencia contemporánea
y que hayan podido tener consecuencias relevantes para nuestra
comprensión actual de los sistemas biológicos habría constituido, a
no dudarlo, uno de sus máximos orgullos. Y es que si «Un átomo
de certidumbre objetiva destruye un mundo de certidumbre subje-
tiva» (1912, «Ciencia»), también es cierto que, como en la poesía,
«La analogía domina la ciencia física» (1900-1901, ibidem); más
aún (asegura cuando ya ha conversado con Einstein): «Todos los
progresos de la física convergen hacia un problema ineluctable que
es el de las percepciones y las imágenes» (1927-1928, ibidem).
Pero el significado de los Cuadernos no viene dado sólo por sus
valores intrínsecos y por la huella que dejan en obras posteriores
(incluidos los homónimos Cuadernos de E. M. Cioran dados a cono-
cer en 1997). Como todas las grandes producciones del espíritu,
también influye en sus «futuras predecesoras». Nos fuerza, en efec-
to, a ver bajo su luz tanto las producciones que arriba llamé de su
misma «familia espiritual» (especialmente Novalis y Leopardi)
cuanto las obras que se encuentran en la raíz histórica del género
«ensayo». Este «pensamiento en formación» se mira, pues, tanto
en las aguas de su posteridad como en las del pasado, y ambas lo
reflejan con inusual nitidez. Siendo «pensamiento en el tiempo»,
puesto bajo el rumor del tiempo (esto es, datado con precisión,
hasta el punto de poder fijar tanto su evolución como sus crisis),
también el tiempo histórico-cultural, el anterior y el posterior, lo
enriquece y lo transfigura. De ahí que, aun sin negarles cierto sen-
tido de provocación evidente, no suenen hiperbólicas las siguientes
palabras de Octavio Paz en 1986: «Cuando era adolescente, uno de
los escritores que más veneraba era Paul Valéry. Después quedó
más o menos en la sombra. Lo he releído hace poco y encuentro
que el verdadero gran filósofo francés de nuestra época no es Sar-
tre: es Valéry, como lo revela, sobre todo, la publicación postuma de
los Cahiers» (Miscelánea, Obras completas VIII).
Alguna vez afirmó Valéry que le hubiera gustado escribir una
Comedia intelectual que fuese un complemento de la Divina Come-
dia de Dante y de la Comedia humana de Balzac. En cierto modo, los
Cuadernos —más aún que El señor Teste— son esa Comedia
intelectual. Son el viaje de un moderno Odiseo intelectual a través
del laberinto de su propia mente abismada, entre la fascinación de
su potencia y su infinito espejeo de los objetos del mundo.
El libro que el lector tiene ahora en sus manos es una selección de
las treinta y una secciones de los Cuadernos, realizada a partir de la
citada —y excelente— edición en dos volúmenes preparada para la
Bibliothèque de la Pléiade por Judith Robinson. ¿Por qué una selec-
ción, y qué criterios se han seguido en ella? Aunque las anotaciones
de Valéry deben ser leídas en la secuencia completa de la que for-
man parte, y aunque, idealmente, no debe «falsificarse» el espíritu
y el sentido del texto original eliminando «lo provisional» y las rei-
teraciones, «lo instantáneo, y la mezcla pura e impura» que da enti-
dad al conjunto como tales anotaciones, es lo cierto que, en la con-
fianza de que algún día pueda ser traducido al español en su inte-
gridad, una selección como la que ahora se propone no sólo no trai-
ciona el espíritu de los Cuadernos —puesto que las reiteraciones y lo
«instantáneo» aparecen igualmente reflejados aquí de manera
inevitable—, sino que resulta un proyecto más viable y realista en
términos editoriales. De todos modos, y con la intención de que el
lector posea las claves de la totalidad de las reflexiones de Valéry en
torno a temas concretos, se ofrecen íntegras dos secciones: «Los
cuadernos» y «Poesía».
La selección realizada tiende a privilegiar dos aspectos: los
contenidos mismos (esto es, la diversidad de abordajes de un tema
y la riqueza de sus lecturas o interpretaciones) y el carácter de «dia-
rio intelectual» que los Cahiers, a nuestro juicio, poseen en su esen-
cia. Quiere esto decir que la selección tiende también a subrayar los
momentos en que los Cuadernos se presentan más visiblemente
cercanos a su condición de «diario», de manera que la cotidia-
neidad y la autobiografía queden suficientemente resaltadas en la
importancia que objetivamente poseen dentro del tejido general de
las anotaciones.
Sólo conozco, en español, dos traducciones parciales de los
Cuadernos, ambas publicadas en México. La primera apareció en el
número 2 (1976) de la revista Plural, dirigida por Octavio Paz, una
breve muestra traducida por Tomás Segovia y presentada por W. K.
Me Clendon; la segunda es un pequeño opúsculo que, con el título
de Notas sobre la poesía, selecciona anotaciones sobre ese tema
extraídas del conjunto de los Cuadernos, en edición y traducción de
Hugo Gola (Universidad Iberoamericana, México, 1995).
La traducción que aquí ofrecemos forma parte de los trabajos
que el Taller de Traducción Literaria de la Universidad de La La-
guna —dedicado a la práctica de la traducción y a los estudios de
traductología— viene llevando a cabo desde su fundación en 1995.
Ha sido realizada por Maryse Privât, Fátima Sainz y yo mismo. El
trabajo de cada uno de nosotros fue objeto de una cuidadosa puesta
en común con la finalidad de unificar criterios de traducción y, ade-
más, fue revisado por el Taller de Traducción, una revisión que, en
sesiones semanales celebradas a lo largo de dos años (cursos 2002-
2003 y 2003-2004), limó y mejoró no pocos detalles y por la que los
traductores desean expresar aquí su más vivo agradecimiento.
Se han respetado rigurosamente las características del texto ori-
ginal, de manera especial la peculiar puntuación de Valéry: el uso
casi siempre irregular de los guiones, los subrayados, los dos pun-
tos seguidos (que no tienen el mismo valor que los tres tradi-
cionales con valor suspensivo), etcétera. En la sección «Lenguaje»
hallará el lector sabrosas observaciones de 1944 sobre el particular:
«Critican mi uso (o el abuso que hago) — de las palabras subra-
yadas, de los guiones, de las comillas. [...] Nuestra puntuación es vi-
ciosa. // Es a la vez fonética y semántica e insuficiente en los dos
planos». Se han conservado igualmente todas las palabras escritas
en lenguas distintas al francés, relativamente abundantes (y que se
traducen en nota), así como la peculiar disposición gráfica de cier-
tos fragmentos.
Valéry acostumbraba a poner título a cada uno de los cuadernos
en que escribía (Tabulae meae Tentationum — Codex Quartus, e.
Faire sans croire, ף. Jamais en paix!, 0. Comme moi, Journal de
bord, Selfbook, nánna, etcétera); a veces, el título es una simple
letra (B, G, J, \, í), am, en ocasiones seguida de un número: C 10,
F 11, H 12, W14, ס XXVI, etcétera). Las indicaciones que figuran al
final de cada anotación remiten a los siguientes datos: año, título
del cuaderno (en cursiva), número de cuaderno (en redonda) y pá-
gina (en redonda). Hemos traducido siempre los títulos escritos en
francés, y hemos conservado los restantes datos: no faltará quien
desee localizar esos fragmentos en la aludida edición facsimilar
publicada entre 1957 y 1961 o en la édition intégrale actualmente en
curso de publicación por Gallimard, de la que han aparecido hasta
la fecha diez volúmenes. Los signos < > indican frases o palabras
tachadas por Valéry en el cuaderno original; las / /, opciones o
dudas del autor. Hemos prescindido de los [ ] que representan desa-
rrollo de abreviaturas, pero no del signo [...] al principio o al final de
un pasaje, que significa que éste no es reproducido íntegramente
en la edición de la que traducimos.
El lector no debe perder de vista en ningún momento el hecho
de que estamos ante notas y apuntes escritos de manera rápida y
fragmentaria, sin respetar, a veces, elementales normas de redac-
ción y puntuación. La edición de la que partimos reproduce fiel-
mente las características del texto original (epígrafes con punto
final, notas con puntuación arbitraria o carentes de puntuación,
etcétera), y lo mismo se ha pretendido hacer aquí, siempre que ha
sido posible. Todas las irregularidades de carácter ortográfico (y
tipográfico) que se observen en estas páginas, por tanto, debe
entenderse que obedecen al deseo de preservar el efecto de la escri-
tura originaria.
Al final de cada cuaderno se insertan las notas del propio Va-
léry. Al final del volumen, y siguiendo el orden de las diferentes
secciones, se recogen tanto las notas de los traductores (con la indi-
cación [T.]) como algunas de Judith Robinson, a veces condensadas,
que aclaran determinados puntos oscuros o informan sobre per-
sonas o lugares citados por el autor.
ANDRES SANCHEZ ROBAYNA
Tegueste, 12 de julio de 2004