martes, 21 de noviembre de 2023

LUIS MATEO DÍEZ I LOS VIAJES FANTASMALES FRAGMENTO. PREMIO CERVANTES 2023

 

 

 GENTE QUE CONOCÍ EN LOS SUEÑOS



 LUIS MATEO DÍEZ

 Ilustraciones de Mo Gutiérrez Serna

 

A Antonio Martínez Asensio,
en la complicidad y en la alegría. Siempre
. Mo Gutiérrez Serna

  I

LOS VIAJES FANTASMALES



 1

Salía por las tardes, muy a última hora, cuando todavía no habían encendido las farolas pero estaban a punto de hacerlo.

En Broza la iluminación callejera sigue siendo tenue, como si la costumbre del ahorro de los tiempos precarios continuara viva, aunque la urbe ya no ofrezca aquella imagen desteñida de lo que fue una posguerra calamitosa y, sin haber llegado a la bonanza de otras Ciudades de Sombra que ya gastan en oropeles lo que podría ser un comedido ahorro del erario público, bien pudiera tener algún detalle para que a los vecinos se les suavizara el gesto sombrío con una mínima gratificación.

Aurelio Recuero no echaba en falta esas precariedades de la urbe donde llevaba viviendo tantos años. La totalidad del tiempo compensaba cualquier veleidad, y lo que pudiera recordar de un pasado que no tenía límite era parecido a lo que cada atardecer asumía en sus apariciones.

Cruzaba la primera esquina de la calle Celada, el adoquinado que subsistía bajo la pisada de tantas generaciones y, con igual resistencia a las ruedas de los carros y de los coches, al transporte de las mercancías y al de los pasajeros que, por una u otra necesidad, rodaban a las tareas diarias sin que dicho adoquinado hubiese sufrido otras dramáticas alteraciones que las de las escaramuzas de un amotinamiento o un episodio bélico.

No era Broza, en todo caso, una de las Ciudades de Sombra más castigadas por esos avatares.

Seguía resignada el decurso de las existencias rutinarias e indolentes de sus vecinos, tradicionalmente acogidos a una suerte de cansancio vital que apenas se descompensaba con las estaciones, sin que el invierno crudo los congelara o ardiesen en el verano.


 2

Lo que en Broza pudiera suceder, o hubiera sucedido desde tiempos inmemoriales, lo sabía mejor que nadie Aurelio Recuero, ya que, como él mismo confesaba, no era posible asomar a la calle todas las tardes, ir y venir sin que la inquietud amortiguara la curiosidad de ver y mirar lo que tantas veces sucede y, sin muchas complicaciones, perderse en las barras y mostradores de los establecimientos consabidos, unos y otros sin solución de continuidad, ya que todos quedaban a su alcance, aunque hubiesen cerrado y desaparecido o todavía no hubiesen abierto, según a la década que correspondieran.

Por las esquinas de Benarés y Valdivieso había malezas y la Broza de aquella lejanía era un erial en los barrios posteriores y, lo que resulta todavía más improbable, un campamento de guerreros invasores o una charca de ranas o el humedal de las aves migratorias, según los siglos que corriesen.

Los tiempos cruzados igual que las esquinas resultaban el mismo voy y vengo de las fantasmagorías y las ocurrencias, sin que nadie tuviera nada que opinar de lo que pudiera escucharse como una voz de ultratumba o del temblor del espíritu que palpitaba sin estorbos.

Era la misma voz que se iba con la corriente de aire cuando alguien abría la puerta, o se quedaba a media palabra cuando la cerraban de golpe.

 

 


 3

Lo decía Aurelio Recuero en el Fanal, tres esquinas más tarde y cuando a la calle Cardenal Penuria le roban la cuarta y ya no hay quinta que valga.

—Aves de sutil pelaje, plumas multicolores, picos de oro y garras de esmeralda. Si queréis ver algunas de ellas venís conmigo y, antes de que levanten vuelo, os las enseño. Para otearlas hay que hacer de los siglos un pan como unas hostias, no son de hoy ni de mañana, pero el tiempo no se atiene a la pesquisa si la compañía es la necesaria. Los humedales son como poco del cuaternario.

A la clientela del Fanal no la cogía de sorpresa.

Los fulgores fantasmales de Aurelio Recuero siempre tenían una peculiar incidencia en las propuestas y las observaciones: quería quedar bien, enseñar cosas, demostrar lo que una vida ininterrumpida vale para el conocimiento y la memoria de las demás, cuando ni la decrepitud ni la extinción tienen, aunque no suene muy bien, velas en el entierro.

—Por Corco y Ampudia, al otro lado de los cavernales y las miserias, donde ni siquiera pudiera pensarse en una ciudad satélite o un empedrado de casas baratas. Lo que de la antigüedad puede mostrarse, cuando ya ni siquiera la misma tiene sentido. Solo los seres incorpóreos podemos ser guías en estos viajes sin dejar de ser bienaventurados.


 4

Todo resultaba un juego de esquinas en la configuración de Aurelio Recuero, tanto en sus pensamientos como en las orografías, especialmente en las urbanas, con el mapa de Broza, y hasta sus callejeros, superpuesto en la indeterminación de los siglos que, con las fantasmagorías y las ocurrencias, se llenaba de contrastes y salpicaduras.

—El tiempo es el vecino de la eternidad, no otra cosa menos mensurable —decía cuando el espíritu se le aflojaba y hasta la clientela del Fanal se ponía nerviosa al verlo dubitativo.

—Vamos con la carta más alta, si la baraja sigue en su sitio, aunque las copas, como siempre, me las pone Labro en mi cuenta, a no ser que recele de un espíritu puro.

—Recelo de las cantidades —venía a decir Labro, que había traspasado el Fanal a un comerciante de Armenta, pero con la condición de quedarse con la misma encomienda en el establecimiento, lo que le permitía pagar deudas y seguir donde estaba, con iguales clientes y renovadas ilusiones.

—Lo que el Fanal fue antes, en la línea de los antecedentes, tirando hacia atrás sin encaramarse demasiado, nos llevaría a una cueva de Ali Babá, al cubil de una fiera que ya no tiene descendencia, pues se trata de una especie extinguida, o a la caverna propiamente dicha, y no precisamente la de Platón.

—Vuelas mucho, Recuero. El antecedente más lejano —informó Labro— es un bisabuelo escondido en las arpilleras cuando vinieron los franceses y se llevaron el copón de la Colegiata. El tiempo en que Broza tuvo la peor invasión.

—Voy a la prehistoria, viví de prestado cuando en la Edad del Bronce ni siquiera hacían machetes. Tuve una granja de mastodontes y preñé a una corza. Las crías tenían por entonces iguales atribuciones fueran de la especie que fueran, y los apareamientos eran casuales. Tuvieron que pasar muchos milenios para que se impusieran la moralidad y la enseñanza primaria. Ese bisabuelo es de ayer mismo, yo casi hablo de la eternidad, si comparamos lo que el tiempo contiene.


 5

A veces Aurelio Recuero daba miedo, otras aprensión y casi siempre molestia. En el Fanal ya estaban hasta el gorro de su petulancia, contando sin previo aviso lo que no era posible, aunque la fatuidad de sus atribuciones fantasmales le permitiera cualquier dislate.

—Se le aguanta por lo que impone —decía algún cliente abotargado—. Más por la causa que por el efecto, si tenemos en cuenta que el alma la malvendió.

Algunos días hablaba más que otros y era frecuente que hiciera ofertas para demostrar sus poderes y posiciones: visitas al más allá y al más acá, circunvoluciones por la Broza remota o navegaciones por el Nega, cuando el río primigenio era un torrente alborotado o el afluente de un mar menor que mantenía la superficie sobre los campos que acabarían aflorando en el ecosistema.

—Mares y desdichas, la placenta de la tierra, el universo constreñido, lo que ni los yacimientos arqueológicos vislumbran, con seres humanos todavía sin hacer, más monos que personas y todavía muy descerebrados.

—¿El viaje es gratis…? —quería saber alguno de los que todavía en el Fanal lo tomaban a broma, aunque la inquietud de su aparición a todos resultaba ingrata.

—Viniendo conmigo sale lo comido por lo servido. No hay tanto por ciento en las figuraciones de la imaginación, las quimeras se comparten, no se cobran, otra cosa es aceptar una copa, si la invitación se tercia. Cuando el tiempo ya no existe, tampoco puede haber agencias de viaje.

 

 


 6

La ronda no llegaba muy lejos.

Del Fanal a la Consumición y al Retardo, entre las esquinas del barrio sucesivo, ya donde Broza no tenía solidez urbana, apenas las sirgas del Nega, los senderos del ejido y los últimos corrales.

Aurelio Recuero iba solo.

La compañía prometida jamás se decidía, nadie se animaba aunque, para algunos, las turbulencias del pasado, los siglos hechos añicos, los milenios que amontonaban la mugre de las civilizaciones, la curiosidad casi llegaba a estar por encima de la verosimilitud, y el propio encanto del disparate resultaba muy emotivo.

—Hay que hacerse a la idea, y como vengo casi todos los días se puede pensar la decisión y evitar el arrojo, no hace falta darse prisa. No se trata de la mera ilusión de los sentidos, aunque también se precise, ni de una vana figuración de la inteligencia, que tampoco es manca. Hay fundamento, y el que venga se resarce de la miseria humana que concita la realidad. No quiero poneros la cabeza como un bombo, tampoco existen riesgos mayores.

Le escuchaban sin demasiada atención, pero era la voz lo que más subyugaba a los oyentes en lo que llegaba a parecerse a una perorata informativa que, sin acabar de entender, no dejaba de interesarles y conturbarles.

—A un espíritu no hay razón para temerlo —decía Aurelio muy convencido— a no ser que se ponga estupendo y se sature. Las fantasmagorías están en el orden de lo que llevo viviendo, sin que un muerto se aparezca para asustar a los vivos pusilánimes. La aparición es la razón de mi existencia y soy un aparecido al que le gusta ir por Broza, por los sitios donde tomé las últimas copas, ahora ya las mismas y con igual costumbre, las postreras, las de la eternidad y los inmortales.


 7

Algo parecido podía escuchársele cuando ya ni en la Consumición ni en el Retardo quedaban parroquianos, y por el ejido y los últimos corrales se agriaba la brisa que subía del río y despertaba a los pájaros que dormían en las choperas, no menos inquietos cuando los pasos fantasmales se acercaban o daban la vuelta, sin que algunos perros dejaran de ladrar asustados.

 

 

—Me voy con viento fresco —decía entonces Aurelio Recuero, ya sin ganas de apurar la última copa y sin que en la taberna se diluyera por completo el humo de su aureola, que en algunas ocasiones había creado confusión entre quienes le reían la gracia y apreciaban ese halo de una posible santidad, más propia de las personas buenas y cabales que de los espíritus puros rescatados de ultratumba e imbuidos de igual inocencia que falsedad.

La Broza del amanecer era la misma desde su fundación y su inexistencia, un residuo peninsular que en las estribaciones apenas simularía un grumo cartográfico, lo que el devenir hubiera arrasado sin que ya nada pudiera vislumbrarse, a no ser que en esos amaneceres morados estuvieran los fantasmas cubriendo el turno que les correspondiese, lo que en el caso de Aurelio Recuero no era nada improbable, ya que le gustaba aparecer lo más posible y, en la ronda, echar el cuarto a espadas y volver a casa con la sensación del deber cumplido.


 8

—No hay modo de que te quedes donde tanto te gusta ir —solía reprocharle Belinda Suance, que estaba acostada y se daba la vuelta cuando el hombre cerraba las contraventanas para que la luz morada del amanecer no delatase las carnes disueltas y el espíritu desmayado.

—No me entienden, no me acompañan. Unos se conturban, otros se aburren y los demás se hacen de rogar.

—Son ya demasiadas las correrías, tenías que recogerte, aunque en casa tampoco haces mucha falta. Y otra cosa te digo —remató Belinda Suance cuando ya el sueño la recuperaba—. Lo mismo cuando salgas que cuando entres, tienes que cerrar la puerta.

—No me acostumbré cuando vivíamos como una familia honrada, con hijos y obligaciones. Ahora no me lo pidas, no me queda ninguna motivación, tengo perdido el pleito de la existencia y el honor de haber sido alguien; ya ni entro ni salgo por la puerta, lo hago por las rendijas.

domingo, 19 de noviembre de 2023

LUIS MATEO DIEZ LOS ANCIANOS SIDERALES FRAGMENTO

 

 


 

 

LUIS MATEO DÍEZ

(Villablino, León 1942) es uno de los más destacados narradores del panorama de las letras contemporáneas. En su fecunda producción cabe citar novelas como La fuente de la edad (1986) —con la que obtuvo el premio de la Crítica y el premio Nacional de Narrativa—, El expediente del náufrago (1992), Camino de perdición (1995), Fantasmas del invierno (2004), La soledad de los perdidos (2014) y Vicisitudes (2017). Con La ruina del cielo fue distinguido de nuevo en el año 2000 con el premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa. El reino de Celama (2003) reúne sus tres novelas ambientadas en ese territorio imaginario, y en El árbol de los cuentos (2006) la aportación a un género narrativo que cultiva con asiduidad. El volumen Fábulas del sentimiento (2013) recoge las doce novelas cortas de ese ciclo narrativo. Es miembro de la Real Academia Española, premio Castilla y León de las Letras y premio de Literatura de la Comunidad de Madrid. También ha obtenido los premios Ignacio Aldecoa de cuentos, Café Gijón de novela corta, Miguel Delibes, Observatorio D’Achtall de Literatura y Rivas Cherif por la adaptación teatral de Celama. En este mismo sello ha publicado La piedra en el corazón (2006), El animal piadoso (2009), La cabeza en llamas (2012), que fue distinguida con el premio Francisco Umbral al libro del año, Los desayunos del Café Borenes (2015) y El hijo de las cosas (2018). Su obra se ha traducido a otras lenguas y ha sido llevada al cine y al teatro.


 

Guchi y Luz, in memoriam


 I

LAS EDADES CONGÉNITAS

1

CAVERNAL, MEDIA MAÑANA

En la media mañana de aquel 13 de abril cayó un pájaro al pie del pozo artesiano del patio de la Convalecencia y, de los tres internos que merodeaban con la inquietud de un mal que no acababa de curarse, fue Omero el que primero se percató y, antes de decidirse a recogerlo, observó a los otros dos para comprobar que no se habían dado cuenta.

Cardo y Candín eran de todos los internos del Cavernal los que más males padecían y los que con mayor inquietud los cultivaban, hasta el punto de haber encontrado el mejor entretenimiento en la contabilidad de los mismos y un acicate para que la zozobra no disminuyera.

Entre los enfermos el mal solía asumirse con la confianza que proporciona un padecimiento asimilado en la rutina, y nadie se vanagloriaba ni se lamentaba de lo que suponía, con la excepción de Candín y Cardo, empecinados en el cultivo de la dolencia para que la tranquilidad no los anonadara.

Omero se acercó al pájaro y, antes de que Cardo y Candín, llegaran a su espalda, lo cogió y lo guardó en el bolsillo del pantalón, convencido de que ellos no lo habían advertido.

—No es lo que vale un peine —⁠iba diciendo Candín a su espalda, cuando todavía Omero no se había vuelto⁠—. Es lo que vale la pericia del peluquero o la calva de quien no lo necesita. Un peine o una guadaña, según se trate de un pelado al cero o del corte que precisa la alfalfa, cuando madura el forraje. Me duele la rabadilla, estoy doblado.

Omero se encogió de hombros.

El pájaro había caído limpiamente; tenía las plumas de los otros que había recogido en parecidas ocasiones y el pico azafranado con que su amigo Marlo cuantificaba la señal, muy atento también a las expectativas y los avistamientos.

—Hay una tendencia a que nada falte cuando menos se necesita —⁠dijo Cardo cuando Omero estuvo muy cerca de ellos⁠—. Yo no sé lo que tiene que ver un deseo con una interrupción. Quieras o no quieras, según venga a cuento y, en último caso, cedes parte de lo que ganaste o te quedas a dos velas. El que calla, otorga. y el que mira para otro lado no tiene disculpa. Conviene estar a las duras y a las maduras. Es la jaqueca la que me despierta, sin aviso.

—Bueno —⁠dijo Omero que volvía a encogerse de hombros y metía la mano en el bolsillo para palpar al pájaro⁠— yo la verdad es que me voy reponiendo aunque siga sin muchas ganas. La compañía me sirve para tener menos necesidades y lo que más quiero es que el doctor Belarmo no me vuelva a medir las orejas. Tampoco me gusta la cicuta ni uso aceite de ricino en vez de colonia. Así me luce el pelo, no como a otros que se les cae lleno de rendijas.

Cardo y Candín recularon para en seguida emprender, uno al lado del otro, la vuelta al pozo artesiano, sin que Omero se decidiera a ir tras ellos.

—No hay que dar el parte de nada —⁠dijo Candín volviéndose, cuando Omero acariciaba al pájaro con la mano y sentía lo que podía ser una palpitación, al aprisionarlo más de lo debido en el bolsillo⁠—. Lo que se es y lo que se tiene es lo que cada cual administra, y allá películas. Yo no quiero que el doctor Belarmo me ponga el fonendo en las varices y, sin embargo, siempre queda algo por auscultar donde menos se piensa. Es el caso de una prima mía que, tras muchos años de molestias y abortos, le hicieron una auscultación en la cadera y comprobaron que tenía la pelvis del revés, igual que un embudo al que le hubieran dado la vuelta. Entonces el marido de mi prima dijo que con aquella cavidad el matrimonio no era válido ya que, como mucho, resultaba inconcluso, y se fue con viento fresco. Este hombre, si todo hay que decirlo, padecía una hernia inguinal que se le salía cuando se esforzaba más de la cuenta. La protusión no era operable. Una inguinal puede resultar más laboriosa que una de disco o de hiato. Todas son muy perjudiciales, ninguna es de recibo. Yo prefiero la urticaria.

Entre Cardo y Candín existía una similitud que Omero percibía sin darle importancia y ahora, cuando iban delante de él, los veía como dos figuras rezagadas que compartían el mal con la resignación de quienes jamás disfrutaron de los bienes terrenales y, en lógica correspondencia, de la salud que los hacía apetecibles.

Omero no tenía esa condición del enfermo querencioso que profesionaliza la enfermedad para que en el mundo no haya otra cosa que el mal que la contiene, de manera que la vida tenga solamente la exclusiva de esa contingencia y con ella se pueda subsistir.

Para Omero, más allá de las precariedades crónicas, que frecuentemente le llevaban a la enfermería, había otros intereses y dedicaciones, y no era un habitual del patio de la Convalecencia, el más solitario del Cavernal y el que más infundía la reserva de un temor que entre los internos nadie mencionaba, ya que el pozo artesiano ocultaba el secreto de algunas muertes o desapariciones envueltas en el tiempo remoto en el que el edificio tuvo otros destinos.

Para Omero ir detrás de Cardo y de Candín era también una suerte de disimulo que además satisfacía comparativamente su situación; menos enfermo que ellos, sin zozobras e inquietudes, apenas alterado por la aversión al fonendo del doctor Belarmo y a lo que sus orejas significaban en su curiosidad profesional.

El pájaro palpitaba, las plumas tenían una suavidad que parecía contraer la palpitación en la yema de los dedos que a Omero le producía el regusto de una vida diminuta a punto de extinguirse.

—Hoy estamos peor que ayer —⁠musitó entonces Candín cuando iba unos pasos por delante de Cardo, con aparente intención de no hablar con nadie, como si repitiese para sí mismo el diagnóstico de una edad caduca—. ⁠La pena de dar tantas vueltas sin ir a ningún sitio se parece a la del que no se mueve porque no tiene ganas. Cualquier día me siento y no vuelvo a levantarme. Doy cuatro cabezadas, evito las contradicciones y las condolencias y me hago el sueco, como si ni mi vida ni mis flatulencias tuvieran otro sentido que el de la reverberación y el estado de sitio. No voy a acomplejarme con cualquier desaguisado, sabiendo que en la existencia humana hay criterios que parecen de ultratumba. Donde no crece la hierba, no hay guadaña que valga. Me doblo como una esquina.

—Yo no tengo paciencia para contar lo mismo con los dedos de la misma mano —⁠musitó Cardo alterado, y cerró el ojo derecho con la inquina de una amenaza⁠—. Los que vengan detrás ya pueden arreglarse con lo que puedan, porque de mi parte ni una raspa conseguirán. No soy un hacendado pero tampoco un pusilánime. El bien se lo curra el que tiene tiempo y ganas, el mal no necesita esfuerzo, aflora sin regarlo y el campo está lleno de plantas marchitas y cardos borriqueros. Podía contar lo que le sucedió a un primo mío al que mató la hombría de bien, la probidad que le cegó la razón y lo hizo inocuo, pero ahora no tengo ganas, igual mañana cuando desayunemos, por si acaso o por si no fuera adecuado. Hay muertes que rechinan, sobre todo cuando al que matan no lo entierran como es debido, según lo que supuso su acabamiento. Estoy reumático.

Omero les vio alejarse del pozo.

Caminaban uno al rabo del otro en una dirección imprecisa que lo mismo podía llevarles a la esquina del Ramo que a la de la Gárgola, o dejarlos aislados sin que las cabezas conectaran con la indicación de los puntos cardinales de la Convalecencia, siempre confusos en el patio donde los enfermos tenían las menores posibilidades de curación.

Omero se escondió tras el pozo, cuando ellos ni siquiera volverían la cabeza por la curiosidad de saber si seguía a su lado o, como casi siempre, los abandonaba a su suerte tras haberlos regañado y echado en cara lo poco que valían, lo malos que estaban y el olor que despedían al aceite requemado de las sartenes y al azufre con que el doctor Belarmo les frotaba la cabeza.

Sacó el pájaro del bolsillo; ya no palpitaba pero el pico se abría en un suspiro.

Lo acercó al oído y se mantuvo prestando atención a lo que el suspiro supusiera si algo todavía pudiese escuchar, si quedaba un mensaje o una notificación, según las instrucciones de su amigo Marlo, como resultado de los avisos y avistamientos, ya que los pájaros seguían cayendo de acuerdo a las previsiones y entraba en lo posible una indicación o contraseña.

De lo que el pájaro pudiera decir no iba a quedar constancia y, sin embargo, afinando el oído como en tantas otras capturas, podría escucharse lo que los más rezagados de las últimas bandadas, los que más tarde o más temprano terminarían cayendo sobre los patios del Cavernal, transmitían como un mensaje más o menos azaroso o confuso.

—Todo esto viene a cuento —⁠se dijo Omero, muy satisfecho de que sus correligionarios avistadores pudieran constatar una vez más la idea, siempre obvia, de que pájaro en mano vale más que ciento volando⁠— de lo que las penalidades de la edad procuran y obtienen, que no es otra cosa que la necesidad de echarle imaginación a lo poco que nos queda. Alguien debe echarnos un cuarto a espadas para que haya nave o buque donde de nada valen los coches de línea o de punto, un vehículo que considere la estratosfera como una carretera comarcal o un camino de tierra, sin que las vías estelares pierdan las cunetas ni dejen de estar asfaltadas. Lo que viene a cuento es lo que en el Cavernal se vislumbra o divisa, aquello que descubriremos sin necesidad de periscopio y escafandra, con el mero aviso de la pajarería y la retreta.

El pájaro había expirado y Omero sentía entre sus dedos, en las plumas cerradas, lo que quedaba del estertor, que fue lo último en el impulso de su caída, un vacío de lentitud y fuerza que derrotaba el vuelo, cuando probablemente el resto de la bandada ya se había esparcido como una mancha rota en la media mañana del Cavernal, donde Cardo y Candín volverían a confundir los puntos cardinales de la Convalecencia.

—Digo también que nunca somos lo que queremos —⁠convino Cardo, cuando Candín asentía con la cabeza sin preocuparse de lo que su amigo hablaba⁠—. No hay mayor disentimiento que el de la voluntad y el deseo, si lo que hace falta es cantarle las cuarenta al que se subió a la parra y quiere establecer un nuevo orden universal, así por las buenas. Me dan arcadas, se me revuelven las tripas.

—No lo somos —⁠aseguró Candín, que tenía la sensación de haber visto caer un pájaro junto al pozo artesiano, y a Omero cogerlo disimulando para que ellos no se enterasen⁠— y no hay bien que por mal no venga, aunque los pájaros donde mejor están es en las jaulas y no en el bolsillo del pantalón de quien anda ojo avizor. Yo la voluntad la perdí con menos años que la paciencia, y el deseo siempre me pareció el rasero de la desgana. Hay en el Cavernal muchos que no se conforman y otean el horizonte como el firmamento de su frustración, o el recelo de aquello a lo que aspiran, igual vanidad para los mismos años, el propio tiempo de quienes enfermamos con la edad sin que haya vacunas. Voy a orinar, si no te importa.

—Mea y resiste, yo también estoy doblado.

jueves, 16 de noviembre de 2023

I UN GRAN SANATORIO MIGUEL SERRANO FRAGMENTO




 I

UN GRAN SANATORIO

Se sabe que Suiza es un país especial, pero se ignora

generalmente que en el fondo del suizo duerme un

romántico, más allá de eso que los suizos llaman su

"espíritu helvético", que envuelve todos los Cantones,

desde la Suiza francesa, pasando por la alemana, hasta la

italiana, haciendo tan diferente a este último de la Italia del

norte, de Milán y el Lago de Como, del que apenas lo

separan una decena de kilómetros. Calladamente, el suizo

sufre de ser como es, o como el mundo cree que es: un

pequeño burgués preocupado de su seguridad, de sus

bancos, de sus relojes, de sus quesos, con una visión muy

limitada, por la cercanía de un monte a otro. Si ha llegado a

ser así, o a aparecer así, el suizo compénsase preparando su

tierra para un advenimiento: el arribo de un visitante

extraordinario, que debe venir cada cierto número de años

y que, ignorando las normas del "espíritu helvético",

haciendo caso omiso de ellas, se proyecta a la eternidad. En

el pasado, este país ha recibido a Rilke, a Romain Rolland, a

Hermann Hesse, a Tomás Mann, a Nietzsche. Aquí vive

hoy Krishna Murti.

De este modo, creando las condiciones propicias al

advenimiento, el suizo se redime. Mientras tanto, es el

hotelero, el administrador de un Gran Sanatorio de la

humanidad, que provee los medios para que algunos seres

de excepción, en los que él se proyecta, puedan vivir, sufrir,

soñar aquí; a menudo, morir aquí. En este Gran Sanatorio,

que los suizos regentan, además de los relojes con los que

cuentan los minutos de esas vidas, les han proporcionado el

trampolín para saltar a la eternidad. y si en verdad no

fueran los habitantes de este país quienes lo hacen posible,

entonces lo serán sus montes, sus nieves puras, sus lagos y

sus bosques; los sueños que se anidan profundamente en el

alma de esta tierra, que ella no realiza, pero que permite

realizar a otros.

Leí a Nietzsche en mi adolescencia. Desde aquellos años,

creo que no volví a sus libros. Sabía, sin embargo, que la

más grande influencia en la literatura y vida de Hermann

Hesse fue Nietzsche, su maestro en el manejo

incomparable de la lengua alemana y en su manera de vivir.

Bien, he aquí que me encuentro en las cumbres y nieves de

Sils-María, parado frente a la casa de Nietzsche habitara

más de ochenta años.

Hermann Hesse escribió lo siguiente sobre esta casa:

"También en Sils-María hubo para mí una experiencia

distinta, un espectáculo que, desde entonces hasta hoy, se

me ha ido tomando más importante y querido, cada vez

que vuelvo a contemplarlo con el corazón conmovido; me

refiero a la casa un tanto sombría, pegada junto a la rocosa

falda del monte, en la que tuvo Nietzsche su albergue en la

Engadina. En medio del bullicioso y abigarrado mundo

deportivo y turístico y de los grandes hoteles de hoy, ella se

alza todavía, orgullosa y tenaz, y observa al visitante

levemente malhumorada, como hastiada, despertando

veneración y compasión a un tiempo y recordando con

apremiante advertencia aquella alta y noble figura humana

que levantó el eremita desde su doctrina. herética".

Siento que un nudo me aprieta la garganta. ¿Serán los

recuerdos de mi adolescencia que regresan de golpe? No, es

algo que viene de algún punto fuera de mí, porque "esta

noble figura humana", que aquí estuvo una vez, es un signo

allá arriba que no se oscurece, que deberá ser recogido por

la cadena de las generaciones sucesivas. repensado con

urgencia para que la especie no se hunda destruida por la

máquina y la vulgaridad, para que no se aniquile la semilla

hombre.

Frente a la casa, convertida hoy en un modesto museo, la

misma familia suiza-alemana de los Bodmer, que donara

una casa a Hesse en Montagnola, ha hecho esculpir un

águila de bronce, en recuerdo del águila de Zaratustra; está

con las alas prontas a iniciar el vuelo. Iremos con ella hasta

un peñón junto al lago, donde Nietzsche tuvo la visión del

Eterno Retorno de todas las cosas; porque el Eterno

Retorno no fue una idea, una teoría pensada racionalmente

al principio por Nietzsche, sino una revelación, como él

mismo lo declara. Una idea que vino de repente, de lo alto,

o de las profundidades, y que explotó en el centro de su ser.

Lo que Nietzsche debió hacer en seguida fue luchar para

que esa revelación no se le transformara en religión y él, en

profeta, o poseído. Quiso estudiar en la Universidad de

Viena altas matemáticas y física para vestir la idea con

ropajes prestigiosos y comprensibles.

Esa bella y extraordinaria mujer, que fue Lou Salomé, amor

espiritual de Nietzsche y de Rilke, revela en una carta que

"Nietzsche volvía sin cesar a la intención errónea de poder

encontrar una base científica irreductible a su idea, por

medio de estudios de física y la teoría de los átomos.

Estudiaría ciencias en la Universidad de Viena o de París.

Luego, v sólo al término de muchos años de silencio

absoluto, quería volver entre los hombres como el Doctor

del Eterno Retorno...".

Nietzsche dice: "La idea del Eterno Retorno, esta fórmula

suprema de la afirmación, la más alta que se puede

concebir, data del mes de agosto de 1881. Está fijada en

una hoja de papel con esta inscripción: "A 6.000 pies por

encima del hombre y del tiempo". Recorría yo aquel día el

bosque, por la orilla del lago Silplana; junto a una

formidable roca que se eleva en pirámide, no lejos de Surlei,

hice alto. Allí fue donde acudió a mí esta idea".

Y Lou Salomé escribe, al comienzo de su carta: "Son para

mí inolvidables las horas durante las cuales me confió por

primera vez este pensamiento, como un secreto, es decir,

algo cuya verificación y comprobación le causaban horror:

hablaba a media voz, con todos los signos del más

profundo espanto".

Siempre, desde mi primera lectura de Nietzsche, lo que me

impresionó mayormente y debería guardar, fue su

concepción del Eterno Retorno, esforzándome por llegar a

entenderla, sin lograrlo plenamente. (¿Lo conseguiría el

mismo Nietzsche?). Sabía sí que la doctrina no era la

metempsicosis, la reencarnación, ni el dogma de la

resurrección de la carne, aun cuando erróneamente pudiera

vinculárseles. Una sensación precisa me ha perseguido de

que allí se encubre algo fundamental, captado de un modo

nuevo, nunca hasta ahora penetrado así, y que deberá ser

actualizado, aún a riesgo de sufrir igual espanto.

Nietzsche trató de dar una base científica a su revelación,

y, como Lou Salomé nos lo cuenta, estudiando la física de

los átomos. Pero a fines del siglo XIX aún no se había

penetrado en ese universo fantasmagórico de la física

subatómica y quántica, que tendría que hacer posible, a

nuestro entender, un retorno del Eterno Retorno. Y esto

nos parece apremiante, porque la esencia de su revelación

no ha sido tocada.

Muy arriba aún traza sus círculos el águila.

EL ETERNO RETORNO

Así intenta exponer su revelación de Sils-María:

"La cantidad de fuerza que obra en el universo es

determinada, no es infinita. Por consiguiente, el número de

posiciones, de variaciones, combinaciones y desarrollos de

esta fuerza es ciertamente enorme y prácticamente

incalculable, pero siempre determinado y nunca infinito. Es

decir, esta fuerza es eternamente igual y eternamente activa;

porque el tiempo en que esta fuerza se desarrolla es

infinito. Hasta este momento ha transcurrido ya un infinito,

esto es, ya se han verificado todos los posibles desarrollos

de dicha fuerza. Por consiguiente, todos los desarrollos

momentáneos deben ser repeticiones. Así pues, lo que esta

fuerza produce y lo que de ella nace, y así sucesivamente,

hacia adelante y hacia atrás, todo ha sido ya un infinito

número de veces, en cuanto el conjunto de todas las

fuerzas reproduce sus evoluciones.

"En otro tiempo se creía que a la infinita actividad en el

tiempo correspondía una fuerza infinita, inextinguible,

Ahora se piensa que la fuerza permanece igual y no necesita

ser infinitamente grande. La fuerza es eternamente activa,

pero no necesita ya crear infinito número de cosas; puede

repetirse: esta es mi conclusión.

"Un devenir siempre nuevo hasta lo infinito es una

contradicción; supondría una fuerza que creciese hasta lo

infinito. Pero, ¿de dónde podría salir esta fuerza? ...Tendría

que haber empezado en un determinado tiempo y tendría

que cesar. La concepción de un comienzo es absurda, pues

supondría un equilibrio de la fuerza, Si estuviera o hubiese

estado en equilibrio, debería ser eterno. Si alguna vez las

fuerzas hubieran alcanzado un perfecto equilibrio, este

duraría aún ...No hay variaciones hasta el infinito,

eternamente nuevas, sino un círculo de determinado

número de variaciones que se repiten incesantemente; la

actividad es eterna; el número de productos y de sistemas

de fuerzas, finito".

"Todo ha sucedido ya necesariamente, porque ya ha

transcurrido una infinidad de tiempo, ya no hay nuevas

posibilidades, y todo ha sido un infinito número de veces.

Siempre a partir de cada momento hacia atrás se cuenta ya

un tiempo infinito pasado.

"Si el mundo tuviese un fin debería haberlo alcanzado ya.

Si hubiera para el mundo un estado definitivo debiera

igualmente estar ya realizado. Si hubiera un estado

permanente y un reposo y durante su curso el mundo

hubiera sido en el riguroso sentido de la palabra, sólo por un

momento, no podría ya devenir.

"Guardémonos de atribuir a este círculo de cosas

tendencias, un fin, o de estimarle, según nuestras

necesidades, como aburrido, estúpido, etc. Ciertamente que

en él vemos tanto el sumo grado de irracionalidad como lo

contrario; pero no podemos medirlo según un criterio de

racionalidad o irracionalidad, pues estos no son predicados

aplicables al todo... El movimiento circular no es de

formación ulterior; es la ley primordial. El caos del todo,

como negación de toda finalidad, no está en contradicción

con la idea de un movimiento circular; este último es

sencillamente una necesidad ciega, sin ninguna clase de

finalidad formal, ética ni estética, Falta toda intención en la

parte y en el todo... No hay que pensar que el todo tiene la

tendencia a realizar ciertas formas, que quiere ser más bello,

más perfecto, más complicado. Todo esto es

antropomorfismo. . . Todo es repetición: Sirio y la araña, y

tus ideas en este instante, y este pensamiento que ahora

formulas de que "todo es repetición".

"El mundo entero es la ceniza de innumerables seres vivos,

y aunque lo que vive sea tan poco en comparación con el

todo, este todo ya vivió en otro tiempo y volverá a vivir. Si

admitimos un tiempo eterno tendremos que admitir un

eterno movimiento de la materia.

"Quienquiera que tu seas, amado extranjero, que por

primera vez encuentro, entrégate al encanto de esta hora y

del silencio que nos rodea por toda.~ partes, y deja que te

refiera un pensamiento que se eleva ante mí igual que una

estrella y que quisiera arrojar su luz sobre ti como sobre

cualquier otro, porque esta es la misión de la estrella.

"El mundo de las fuerzas no sufre merma alguna, pues de

lo contrario, en un tiempo infinito. estas fuerzas hubieran

ido disminuyendo hasta consumirse del todo. El mundo de

las fuerzas no encuentra reposo alguno, pues de lo

contrario éste ya se hubiera alcanzado y el reloj de la

existencia ya se hubiera parado. Por consiguiente, el mundo

de las fuerzas nunca está en equilibrio; no tiene un

momento de descanso; la cantidad de fuerza y de

movimiento son siempre iguales en todo tiempo. Cualquier

estado que este mundo pueda alcanzar lo habrá alcanzado

ya, y no una vez, sino un número infinito de veces.

Igualmente este instante ya se dio en. otro tiempo y volverá

a darse, y todas las fuerzas serán distribuidas de nuevo

como ahora; y lo mismo puede afirmarse con el instante

que le antecedió y con el que le seguirá. ¡Hombre! Toda tu

vida es como un reloj de arena, que sin cesar se vuelve boca

abajo y siempre vuelve a correr la misma arena; un minuto

de tiempo durante el cual todas las condiciones que

determinan tu existencia vuelven a darse en la órbita del

tiempo. Y entonces volverás a encontrar cada uno de tus

amigos y de tus enemigos y cada esperanza y cada error, y

cada brizna de hierba, y cada rayo de luz, y toda la multitud

de objetos que te rodean. Este anillo, del cual tu eres un

pequeño eslabón, volverá a brillar eternamente. Y en el

curso de cada vida humana habrá siempre una hora en que,

primero a uno, después a muchos y después a todos, les

iluminará la idea más poderosa de todas, la idea del Eterno

Retorno de todas las cosas : esta será para la humanidad la

Hora del Mediodía".

Al llegar aquí, en la lectura de estas líneas, no podemos

dejar de hacernos las preguntas: ¿Se encontrará aquí el

origen del "dèjá vu" de los psiquiatras y parapsicólogos?

¿Será también lo presentido por los creyentes de la

Reencarnación y de la Resurrección de la Carne, quienes

sólo han dado interpretación distinta a la intuición? ¿Quién

ha interpretado más certeramente, ellos o Nietzsche?

El eremita sigue:

"Mi doctrina reza así: ¡Vive de modo que desees volver a

vivir! ¡Tú vivirás otra vez! ...La pregunta en todo lo que te

dispongas a hacer es: ¿Es esto de tal naturaleza que yo lo

quisiera hacer por una eternidad? ...¡Imprimamos el sello de

la eternidad en nuestra vida! Sientes que debe llegar la hora

de la despedida, y quizás pronto, y el ocaso de este

sentimiento ilumina tu dicha. No desprecies este

testimonio: significa que amas la vida y te amas a ti mismo,

y la amas conforme la has vivido y conforme te ha tratado,

y que aspiras a eternizarla. Pero no olvides que lo

perecedero entona su canción y que al oír la primera estrofa

casi se muere de nostalgia ante la idea de que todo pudiera

pasar para siempre.

"¿Crees que dispondrás de un largo descanso hasta tu

renacimiento? ¡Pues, te equivocas! Entre el último instante

de tu conciencia y el primer reflejo de la nueva vida no media

tiempo alguno; es como un relámpago. Intemporalidad y sucesión

se alían una a la otra en cuanto el intelecto desaparece".

"¿Estáis ya preparados? Debéis haber atravesado todos los

grados del escepticismo y haberos bañado con delicia en el

agua fría del torrente: de lo contrario no tenéis derecho a

esta idea... Un valle entre hielos dorados y un cielo puro...".

miércoles, 8 de noviembre de 2023

Luis Mateo Díez Apócrifo del clavel y la espina FRAGMENTO

 




Luis Mateo Díez

Apócrifo del clavel
y la espina


I. 48

 


Luis Mateo Díez nació en Villablino (León) en 1942. Estudió Derecho en la Universidad de Oviedo, y tras licenciarse aprobó una oposición al Cuerpo de Técnicos de Administración General, que le valió una plaza en el Ayuntamiento de Madrid, donde vive desde 1969.

Cofundador y responsable durante los años sesenta de la revista poética Claraboya, muy pronto se pasó a la narrativa. En 1973 publicó su primer libro de cuentos, Memorial de hierbas. Ha publicado las novelas Las estaciones provinciales (1982); La fuete de la edad (1986) con la que obtuvo un año más tarde el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica; Apócrifo del clavel y la espina (1988), ganadora del Premio Café de Gijón de novela corta; Las horas completas (1990), El expediente del náufrago (1992) y Camino de perdición (1995), y los libros de relatos Brasas de agosto (1989) y Los males menores (1993). Su obra ha sido ampliamente traducida a otros idiomas. En 1999 volvió a obtener el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa por la novela La ruina del cielo. Luis Mateo Díez fue elegido miembro de la Real Academia Española de la Lengua en el año 2000.


Para Florentino y a la hermana de Milagros, recordando su juventud en Valbarca

I

Yo soy de los que tienen el miedo metido en las costillas, el corazón sellado en sus secretos y un andar peligroso.

Al miedo lo guardo porque mi vida es larga y está preñada de desvelos y visiones que toman luz y sombra en el temor de las cosas que he visto y que me han contado, y porque es en la vejez cuando saltan las chispas de todos los robles que se fueron quemando en las hogueras de los años y dañan la piel de las cicatrices que ya parecían cerradas.

Con el tiempo voy viendo que de todas las cicatrices las peores son las que quedan tras cauterizarse las heridas de la memoria, ese terco volcán siempre dispuesto al estiaje de las lavas, aventador de las cenizas como el mal viento que desperdicia las pajuelas de la era.

Los labios no pudieron atarme el secreto doloroso de tantos sucesos porque esta crónica es como la miel agridulce que todavía puede aliviarlos de su reseco escozor, y porque ahora son más largas las estaciones, más reposadas las palabras que el mismo gusto del amanuense me inclina a confesar, y más lentos los días que sólo divide la campana para la colación y las oraciones en este Asilo de San Bernardo de Valdera.

Siempre tuve un andar de vaivenes por culpa de la artritis precoz, fruto de mi desnutrición, y en la cojera alimenté el signo irremediable de la mala voluntad, pues era difícil superar el complejo ante la fuerza desbordada de los jóvenes amigos, y mis tristezas fueron creciendo cuando las muchachas me dejaban solo y despreciado riéndose de la impotencia de mis pasos.

Ovidio el Cojo fue el nombre que me dieron las lenguas crueles desde mis primeros años, y por ese nombre seguiré atendiendo, ahora ya con más paciencia, pues en esta soledad que me cobija como al pájaro arrecido en los alambres del invierno la resignación viste fácilmente de paloma al gavilán.

En mis noches se encubre el insomnio con perfiles fantasmales y andan las cornejas salmodiando un delirio de motetes, y está la abubilla restregando las plumas de su podredumbre o viene del monte el balido de alguna oveja prisionera, y me incita al temblor el desamparo que encuentro entre las sábanas como si fuera la calina blanca de un sudario, el frío que arredra mi corazón hasta el desaliento de la mañana, a donde llega aterido por el rigor de las pesadillas.

A veces en el patio de San Bernardo, donde el negrillón de ramas combadas pone la sombra de sus brazos sobre mi vieja memoria, cuando espero la hora de vísperas, siento el deseo de cerrar los ojos, de agarrarme a la oscuridad de algo que pudiera ser mi muerte, y sólo entonces el vacío alivia la cavidad de mis abismos y se pacifica ese reguero de savia que me corre como un fuego de leña verde por las venas.

Sin demasiado convencimiento tomé un día la pluma para escribir esta crónica que acaso quede en algún baúl de la enfermería, bordada en sepia y en ceniza, lacrada en un sobre de papel amarillo, con sus ronchas de humedad y sus huellas de olvido.

En sus páginas se va mi vida como si sus palabras me la llevaran al regresar al recuerdo de todo lo que vi., de lo que oí y de lo que hice.

Y me dispongo a fecharla en el momento de salir al patio una tarde primeriza del otoño de mil ochocientos ochenta y uno, en San Bernardo de Valdera, Asilo de los Desamparados de la Benemérita Madre Inés del Sagrado Corazón, cuando un pardal se posa en la ventana y un cielo de madera antigua presagia la lluvia que acaso tengamos antes del oscurecer.


II

No sé si es el destino quien impone los símbolos o si los hombres inventan sus escudos urgidos por una breve lucidez que el destino termina por corroborar, o acaso los poderes que moran bajo sus afanes juegan la incierta confluencia y, en ocasiones, determinan la conjunción para que nadie olvide la subterránea fuerza del azar que blasona el designio de los hechos humanos.

El linaje de Alcidia tiene los símbolos del clavel y la espina sobre campo morado, una franja gualda tachonada de estrellas que conmemoran las batallas libradas al moro, y la leyenda: «Alí Cidia fue vencido y éste será tu apellido», referencia al Caudillo almohade derrotado en los bastiones del Castro Seribe por don Rodrigo Sobrado de Polvazares, cuña del futuro linaje que tomó el apellido de la concesión real.

Esta concesión integró también el patrimonio de las tierras de Valbarca, aunadas para el futuro en el Señorío del Valle, y otorgadas a don Rodrigo en la dócil escritura de un Diploma Real que las delimitaba con una escueta descripción sobre el pergamino de cuero rodado.

Corrían los años de la temida horca y cuchillo, del afloramiento de los taifas castellanos, de los feudos medianos y mayores, del avasallamiento cazurro y orgulloso, de los poderes del solar heráldico que tardaría mucho en presagiar los absolutismos.

Y los Alcidia quedaban bautizados en el Valle mientras la cabeza de aquel guerrero almohade yacía comida por los gusanos en algún negro muladar de las lomas del Castro Seribe.

Yo me he preguntado muchas veces por el significado de aquellos símbolos que amanecieron en el escudo de armas del linaje.

El clavel, esa tierna fragancia de los ensalmos del amor, venía a ceñirse en la representación de su dibujo floral por una espina agreste, púa de zarzales enhiesta y amenazadora, que era como un puñal dispuesto para saltar las venas a quien osara posar las manos en el emblema.

No hay un sentido exacto en aquella premonición heráldica que los Alcidia llevaron a los sellos de sus documentos y al frontispicio del palacio, ordenado construir por don Rodrigo sobre el leve promontorio que corona el vado del río Galgón en el seno de Valbarca.

Pero se puede desvelar el misterio de los símbolos cuando el tiempo ayuda a la contemplación de los destinos que anudaron, y son bastantes los detalles de esta crónica que me obsesionan en la duplicidad de esos destinos, mitad clavel de amor y fuego y mitad espina de puñales nunca justicieros, hasta en el límite mismo del pequeño cementerio de Las Murias, donde sobre el sepulcro del último Alcidia la sombra de los matorrales acoge el seco testamento de unos claveles marchitos, definitivamente derrotados por las púas de las zarzas.


III

Valbarca es la tierra de mis sueños, el lugar donde mis ojos aprendieron a domar la luz, donde mis pies cansaron los primeros caminos y mis labios bautizaron los charcos y las peñas. Un Valle agreste y claro que se desloma en las vertientes de La Quebrada y Monte Jarin, siguiendo la huella húmeda del Galgón que desaparece después, en la cerrada que divisa El Pando, como afluente del Garaño.

Al río se miran las praderas de la vega, los picachos terciados de retama y yerbas salvajes, las dehesas de robledal y hayedo, intrincadas como bosques de difícil penetración que apenas salvan los vericuetos del leñador.

Crece la yesca como savia petrificada y abundan los arándanos, las manzanas caruezas y las guindas garrafales.

El tiempo ha dado seis pueblos de asentamiento multiforme; algunos de ellos en el solar de las alquerías y las cabañas y otros en las lindes del alfoz tras la construcción del palacio fortaleza por don Rodrigo.

Las Murias de Valbarca es el centro comarcal del Valle y Pobladura de San Roque, la aldea más perdida, casi una braña en los altozanos de La Quebrada.

Somos allí montañeses de ribera aunque las vegas de labranza son cortas y el Valle estrecho. Algún bancal alarga los cultivos en las estribaciones del Jarin, y entre los corrales y las casas se mantienen las huertas familiares salpicadas por la sombra del nogal, el tilo y el castaño.

Las heladas arruinan como imprevista celada el tallo joven de los frutales o arrasan la fragilidad de los semilleros. El ciclo de las cosechas tiene un tiempo tardío aliviado según arredren las nieves, que despuntan en las cumbres atenazando la calva blanca de las peñas más altas o guardándose perpetuas en los hondones sombríos de las pozas.

El Señorío de Alcidia ató las propiedades de su patrimonio absoluto y no hubo pedazo de tierra exento del diezmo o del cautiverio.

De don Rodrigo se cuenta que era un lozano garañón de seis dedos en el pie derecho, circunstancia que nadie heredó, descendiente de una familia de maragatos mejorados. Como tercerón de la casa presagiaba el menguado valor de su partija y abandonó sus solares reclutando media mesnada para marchar a la aventura del moro.

El éxito de sus ofensivas le dio fama militar y en conexión con las defensas reales tomó el asiento de Valbarca después de seis batallas libradas con las huestes del Caudillo Alí Cidia, que acabaron en la derrota del almohade tras un largo asedio al bastión del Castro.

El primitivo Señor de Valbarca tuvo un único hijo legítimo que recibió el nombre de Maurilio Enríquez.

La dispersión de la morisma acabó con sus veleidades guerreras y la liberación de las contiendas fronterizas promocionada por el hondo aislamiento de su feudo, tan lejano a la Corte y al límite de otros Señoríos, concentró el irrefrenable deseo de sus ostentaciones de poder, acaso exacerbadas por el lastre de la tercería enojosa, sobre el manso temor de sus propios servidores, labriegos y menestrales de vida vendida, esclavos de la gleba bajo la única realeza del Señor.

El linaje se instauraba con el ceño rural de aquella tierra humilde que los aperos abrían en cortas dimensiones entre las manos de los naturales y algún advenedizo, cifrando en las cosechas la cotidiana subsistencia dificultada por el cautiverio.

El mismo aislamiento auspició siempre el bandidaje amoroso de los Señores hacia las doncellas aldeanas, y normalmente las Señoras de Alcidia fueron campesinas del propio Valle, acatadoras del ultraje que para algunas supondría cambiar las estameñas por el faldón de lino.

El palacio del vado aupó su definitiva mole de cantos y pizarras en los últimos años de don Rodrigo, cuando una vieja herida recibida en el muslo izquierdo en sus escaramuzas con el almohade comenzó a quebrarle la figura arrinconándole en el mal humor de la forzosa postración.

Y en el lecho de la muerte, el primitivo Alcidia, acompañado del hijo y de los fieles, cerró los ojos una mañana de invierno.

Dicen que la agonía había durado cinco jornadas, que sus manos se fueron crispando sobre las barbas hasta arrancarlas, y que en el último momento musitó con claridad cuatro palabras incoherentes que determinaban el asimilado arraigo de su vecindad en el Valle: cheite, chinu, chume, chana, las cuatro que pide el refrán ahora para demostrar que somos hijos de aquella tierra.

Y también dicen que luego escondió la cabeza y que fuera ardía la tormenta y que una vaca seca de la cuadra del palacio comenzó a verter leche por el ubre esquilmado.

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