Gabrielle Wittkop
Serenísimo asesinato
Al amigo Nikola
Delescluse
Para la ciudad
de los espejos, una escritura hecha como de espejos rotos, cada uno de cuyos
fragmentos ofrece una nueva mirada sobre la corteza de las cosas. Dicha corteza
encierra un núcleo,
constituye el vehículo que
conduce hasta él, pues sólo la percepción permite la comprensión, y Condillac estuvo muy acertado al
decirlo. Por eso, al optar por una forma esencialmente visual, recurro a la
pintura, pues no sólo debo a los
textos documentales y los paseos a través de la ciudad mi conocimiento del siglo XVIII veneciano, sino asimismo a
los maestros que han expresado el alma y el espíritu de cierto lugar en un tiempo
determinado. Del mismo modo que la luz de La Tour o la de Vermeer van Deft han
incidido sobre el rostro de la Brinvilliers en Hemlock o que, tal como
indica su título, El sueño de la razón no tardará en aparecer
bajo el signo de Goya, son al presente Pietro Longhi, Francesco
Guardi y Tiépolo el Joven quienes han
prestado su suntuoso decorado a Serenísimo asesinato. Así pues, sólo me restaba
poner en escena un drama extraño y cruel, al cual ruego al lector que tenga a bien asistir.
G.W.
...tales
horrores jamás deben suponerse en una
casa; creerlo implica comprometer todo cuanto la habita.
D. de Sade, Aline et
Valcourt
Enmascarado con un pasamontañas y vestido de negro, el titiritero de bunraku que
manipula sus marionetas no deja de resultar visible al público, que olvida su implacable injerencia como uno
olvida la de toda fatalidad. Las figuras respiran, caminan, se estremecen y
mienten, se aman o se matan unas a otras, ríen o gimen, pero nunca comen salvo alguna ponzoña. Que así sea, pues:
permanezco presente, enmascarada por convención, mientras en una Venecia en vísperas de su caída, mujeres
ahítas de veneno reventarán como odres.
Me complazco en ofrecerlas como espectáculo, al tiempo que a su vez constituyen el mío. Si se da el caso de que, contrariamente a las
reglas del bunraku, mis figuras coman o beban, es con el fin de
desbaratar mejor las conjeturas. En ningún momento sabrán si los
manjares son inocuos, en ocasiones pensarán, muy erróneamente, que podrían no serlo, a
menos que, por el contrario, no muestren desconfianza cuando deberían ponerse en guardia. Del mismo modo que en el bunraku
el crimen de la mañana no se explica
sino a la caída de la tarde, tras
sucesivos episodios dramáticos cuya única relación con él discurre por vías ocultas y laberínticas, la acción se
desarrollará de acuerdo con los ritmos
de dos temporalidades, pasando de 1766 a 1797 según yo lo considere oportuno. Una de dichas temporalidades es muy lenta,
puesto que se extiende a lo largo
de gran número de años; la otra, por el contrario, muy rápida, ya que se dirige con presteza de una fecha a
la siguiente. Viene a ser como un saltador de longitud que franquea de un salto
anchos precipicios, para luego coger carrerilla antes de saltar de nuevo y
atravesar vastos desiertos. Puesto que el recurso a la economía universal en el espacio cóncavo, ese espacio-tiempo infrangible que de manera
pueril queremos ajustar a nuestras medidas, no permite desarrollo alguno y, por
lo demás, toda traducción de las nociones temporales está destinada al fracaso, hay que conformarse con los
artificios de una cronología que sólo obedece a lo imaginario. Como todo compendio, toda
condensación, no consigue excluir la
pulverización, el estallido, tendremos
conciencia de la deformidad prestando atención a las dataciones. Con todo, en el crescendo hacia la catástrofe, en el desgaste de la cuerda predestinada a
romperse, reside cierta progresión. En el doble
régimen del relato, las escenas no se superpondrán a la manera de un palimpsesto, sino más bien como diapositivas netamente legibles y que
juegan a concordar. Las figuras lucen la indumentaria de su tiempo, de su
ciudad, la más asiática de Europa. En lugar de algún quimono magenta con una mariposa estampada,
aceptaremos, pues, el rigor de un tabarro color tinta y una gredosa bauta
colgados en el pretil de un puente. En esa metrópoli de las supercherías, el
chivatazo y la delación, las
sucesivas viudeces de Alvise Lanzi se intrincan misteriosamente. No busquéis y podréis tener la
certeza de encontrar. Ahora bien, puesto que en el fondo toda conclusión silogística se halla
desprovista de interés, sólo las premisas y el ornamento que las rodea saben
divertir. Bello ornamento. Venecia malva y dorada, el cambiante tafetán del cielo o el plomo celeste, grito de muerte en
las tinieblas, espanto de quien descubre una letal incandescencia en sus
propias entrañas.
—¿Acaso no puede uno leer sin que lo molesten a dada momento?
De pie ante él, Rosetta se retuerce el delantal.
—Es que, Signor..., vuestra
esposa ha muerto...
—¡¿Otra vez?!
Sí, otra vez, la cuarta en treinta años, serie obstinada, sumamente penosa, que ya en tres ocasiones fue
comentada en Venecia y escrutada en vano por la justicia, con gran profusión de interrogatorios y delaciones. Ahora se trata de
Luisa Lanzi, nacida Calmo, antigua actriz del Teatro San Samuele, quien,
desposada por pasión, según dicen, catapulta a Alvise al estado de viudez.
Alvise palidece. Ya se oye
correr por los pasillos. También se oye crujir
suavemente el entarimado detrás de las
puertas. Ocultad, oh, ocultad bajo los encajes esas manchas negras y lívidas que maculan el vientre. Había contraído matrimonio
con ella por capricho pasional, pues no tenía un solo cequí e incluso
estaba endeudada con las arrendadoras de vestidos y de máscaras. No obstante, durante algún tiempo brilló en La Nina pazza per amore. No, ella jamás se habría vuelto loca
de amor, desde luego que no. Por lo demás, era fea. Fea, pelirroja e infinitamente deseable. Como había tenido por amante a un maestro vidriero de Murano,
el Consejo, que siempre teme la fuga de sus secretos artesanales, la vigilaba
sin que ella lo supiera. Tampoco Alvise sabía nada, por supuesto. Ocultad esas manchas. Ha sufrido terriblemente.
El joven médico se siente
desconcertado. Dice que muchos han tenido la misma muerte por haber comido
abalones, que la gente cree poder consumir impunemente en invierno. No sería decoroso dejarle el rostro al descubierto. ¿Recibirá cristiana
sepultura o le negarán el reposo en
tierra bendita?
A decir
verdad, también cabe plantearse otras preguntas.
Enero de 1796. Ha nevado
toda la noche, y esa mañana los copos
siguen cayendo, verticales en el aire quieto. Procedente de la Fondamenta
Rezzonico, sólo el rascar de las palas,
con las que proceden a retirar la nieve que faquines medio desnudos arrojan al rio
San Barnaba, turba el silencio del salón Lanzi, en el que se han reunido los íntimos a la espera de los funerales. Sentados bajo los estucos blancos
y grises, fijan alternativamente en los cristales, donde lagrimea la nieve, en
un leño rojeante del hogar, en Píramo y Tisbe al estilo chinesco, la mirada que evitan dirigirse a sí mismos.
A la izquierda de la
chimenea, Alvise Lanzi. Alto, todavía bastante
apuesto pese a sus cincuenta y tres años y un rostro caballuno, tiene unos ojos grises que cambian con la
luz y manos finas como las de una mujer. Se niega a aceptar su calvicie, y
cuidando con esmero de que su peluca esté perfectamente ajustada, le dedica sin cesar una tímida atención. Haría mejor en controlar sus
asuntos, pues la manufactura de hilados que posee al este de la Giudecca no va
demasiado bien. Ha confiado desde hace tiempo la dirección de su empresa a Mario Martinelli, a la sazón sentado a su izquierda.
Antiguo secretario de un
proveedor de armamento naval, Martinelli dirige las hilaturas como amo y señor absoluto, dado que Alvise no se ocupa de ellas en
modo alguno. Soltero dominado por la pasión del juego, se entrega a él todas las
noches, a cubierto bajo la máscara que todos
conservan puesta incluso en las mesas de baceta y de faraón. Juega asimismo a las apuestas, como todo el
mundo, pues se apuesta sobre cualquier cosa e incluso en las iglesias, siempre
que pagues un diezmo al clero. Martinelli no tendría necesidad alguna de llevar máscara, ya que pertenece a ese tipo de personas a quienes uno olvida
nada más verlas: estatura mediana,
rostro regular, nada notable salvo que se muerde las uñas y lleva amuletos ocultos que en ocasiones se oye
tintinear. No se le conoce amante de uno u otro sexo. Arrellanada en una
poltrona, Ottavia Lanzi, mujer de setenta y un años y elevada estatura, todavía delgada en su vestido a la francesa de raso de seda negro. Antaño morena, se empolva el cabello con un matiz
plateado que aviva el fuego de su mirada. Viuda a los dieciocho años, pocas semanas antes del nacimiento de Alvise,
jamás volvió a casarse. Ha
escrito poemas burlescos y un ensayo bastante notable, Il canone principale
della poetica venexiana. Le gusta rodearse de personas instruidas, pero el
absolutismo de sus juicios ha alejado a los más divertidos de entre ellos, sin que ella discierna la causa de sus
deserciones. Nada le complace tanto como desarrollar análisis que dejan de ser sutiles en cuanto sus afectos
o sus aversiones la dominan. Convencida de su extrema franqueza, representa
bien el papel mientras no necesite ocultar algún secreto. Tiene varios. Rige su pensamiento con el espíritu de la Ilustración, lo cual se contradice sobremanera con cuanto en ella hay de oscuro,
de crónica, de arcaica, con todos
sus arrebatos de vieja pitia.
Emilia Laumer, veintidós años, se halla
sentada en un taburete, a la derecha de la chimenea. Sobrina del librero
Zamponi, que posee un establecimiento junto al rio Terra degli
Assassini, lo ayuda en su comercio y lleva libros a casa de los Lanzi. Desde
hace algún tiempo, Ottavia, que tiene
la vista débil, siente gran apego hacia
ella como lectora. Emilia tiene el cabello apagado y le gusta recogérselo a la manera antigua, de una forma que no se
usa en Venecia. Más instruida de lo que suelen
serlo las muchachas de la burguesía, habla poco y
tiende a la introspección.
Cerca de un velador, Giacomo
Biri, antiguo chichisbeo de la difunta, resultaría agradable de ver si no tuviera tan mala dentadura. Decide en su fuero
interno evitar en lo sucesivo el contacto con los Lanzi y, por lo demás, volverá a aparecer una
sola vez, a título puramente decorativo.
La puerta se abre y he aquí a Rosetta Lupi, setenta y tres años, que viene a servir el café. Lleva un pequeño fular anudado en forma de turbante y un delantal ribeteado de
encaje. Antigua aldeana de Malamocco, está destinada al servicio personal de Ottavia desde la adolescencia y le
profesa la ciega adoración de una perra.
Otras figuras aparecerán a su debido tiempo, casi siempre en un papel
retrospectivo, como el de las esposas difuntas. Al presente, alguien se
felicita por una cosa lograda, en la amplia y sombría estancia que las ventanas, que ocupan toda la anchura de la fachada,
y los dinteles de las puertas, donde Zucarelli pintó la Arcadia, no consiguen alegrar.
Alvise se aburre, sobre
todo, y se pregunta quién acudirá a las exequias. Se ha pasado toda la velada de la víspera en la biblioteca. Se trata de una hermosa
habitación, no sólo porque, un tanto advenedizo, se esfuerza por
dotar a su vivienda de un estilo por encima de sus verdaderas posibilidades,
sino, en especial, porque la pasión de los libros
constituye para él el ancla de salvación.
Las marionetas no sólo hablan, sino que también escriben, de modo que conviene exponer sus cartas a los
espectadores.
Venecia, mayo
de 1766
¿Qué deciros, mi querida sirena,
sino que el arquitecto Massari acaba de morir, que Guarana está dando los últimos toques a unos hermosos frescos para la capilla del Senado y que
se lleva mucho el raso gris realzado con rosa oscuro? Exhibieron en el Campo
San Stefano a una mujer con dos cabezas, y jamás se vio nada tan singular; sin embargo, como para que no escapara le
habían roto las piernas, no sobrevivió. Henos, pues, privados de un pequeño placer. Aparte de eso, las noticias son bastante
escasas. Los Lanzi han comprado la casa Zolpan, en la Fondamenta Rezzonico, y
Marcia Zolpan, cuyo padre falleció, ha recuperado
la vieja vivienda al otro extremo del rio. Parece ser que en el
transcurso de las transacciones Alvise Lanzi, que tiene ya veintitrés años, se prendó de Marcia Zolpan, de la misma edad. Como el rumor acerca de una
común escapada a Fusina corre ya por los cafés, todos creían que habría boda, pero la
Signora Lanzi no lo ha permitido. Es una pena, pues Marcia es una hermosa
joven, aunque no tiene mucho pecho. En cuanto al bigote que le salió cuando era jovencita, ha desaparecido, lo que
permite concluir que se lo quita con cera. En cualquier caso, Marcia tiene
ingenio y firmeza de espíritu, lo cual
no resulta muy fácil de encontrar en nuestros
días. Alvise se casa, pese a todo, y mucho más ventajosamente. Contraerá matrimonio con Catarina Pellegrini, muy dulce y opuesta en todo a
Marcia. Naturalmente, conocéis a los
Pellegrini y os consta que el viejo Zanni se las ingenió, por vías oscuras y
laberínticas, para invertir en el
extranjero en la trata de esclavos. Catarina, que tiene posesiones en el Friul,
ha encargado su retrato a la mejor discípula de la difunta Rosalba Carriera. ¿Y sabíais que Catarina es epiléptica?
Hasta pronto, querida mía, os beso tiernamente.