lunes, 19 de junio de 2023

Gabrielle Wittkop Serenísimo asesinato FRAGMENTO NOVELA

 




Gabrielle Wittkop

Serenísimo asesinato

 

 

 

 

 

Al amigo Nikola Delescluse

 

 

 

 

 

Para la ciudad de los espejos, una escritura hecha como de espejos rotos, cada uno de cuyos fragmentos ofrece una nueva mirada sobre la corteza de las cosas. Dicha corteza encierra un núcleo, constituye el vehículo que conduce hasta él, pues sólo la percepción permite la comprensión, y Condillac estuvo muy acertado al decirlo. Por eso, al optar por una forma esencialmente visual, recurro a la pintura, pues no sólo debo a los textos documentales y los paseos a través de la ciudad mi conocimiento del siglo XVIII veneciano, sino asimismo a los maestros que han expresado el alma y el espíritu de cierto lugar en un tiempo determinado. Del mismo modo que la luz de La Tour o la de Vermeer van Deft han incidido sobre el rostro de la Brinvilliers en Hemlock o que, tal como indica su título, El sueño de la razón no tardará en aparecer bajo el signo de Goya, son al presente Pietro Longhi, Francesco Guardi y Tiépolo el Joven quienes han prestado su suntuoso decorado a Serenísimo asesinato. Así pues, sólo me restaba poner en escena un drama extraño y cruel, al cual ruego al lector que tenga a bien asistir.

 

G.W.

 

 

 

 

 

...tales horrores jamás deben suponerse en una casa; creerlo implica comprometer todo cuanto la habita.

 

D. de Sade, Aline et Valcourt

 

 

 

 

 

Enmascarado con un pasamontañas y vestido de negro, el titiritero de bunraku que manipula sus marionetas no deja de resultar visible al público, que olvida su implacable injerencia como uno olvida la de toda fatalidad. Las figuras respiran, caminan, se estremecen y mienten, se aman o se matan unas a otras, ríen o gimen, pero nunca comen salvo alguna ponzoña. Que así sea, pues: permanezco presente, enmascarada por convención, mientras en una Venecia en vísperas de su caída, mujeres ahítas de veneno reventarán como odres. Me complazco en ofrecerlas como espectáculo, al tiempo que a su vez constituyen el mío. Si se da el caso de que, contrariamente a las reglas del bunraku, mis figuras coman o beban, es con el fin de desbaratar mejor las conjeturas. En ningún momento sabrán si los manjares son inocuos, en ocasiones pensarán, muy erróneamente, que podrían no serlo, a menos que, por el contrario, no muestren desconfianza cuando deberían ponerse en guardia. Del mismo modo que en el bunraku el crimen de la mañana no se explica sino a la caída de la tarde, tras sucesivos episodios dramáticos cuya única relación con él discurre por vías ocultas y laberínticas, la acción se desarrollará de acuerdo con los ritmos de dos temporalidades, pasando de 1766 a 1797 según yo lo considere oportuno. Una de dichas temporalidades es muy lenta, puesto que se extiende a lo largo de gran número de años; la otra, por el contrario, muy rápida, ya que se dirige con presteza de una fecha a la siguiente. Viene a ser como un saltador de longitud que franquea de un salto anchos precipicios, para luego coger carrerilla antes de saltar de nuevo y atravesar vastos desiertos. Puesto que el recurso a la economía universal en el espacio cóncavo, ese espacio-tiempo infrangible que de manera pueril queremos ajustar a nuestras medidas, no permite desarrollo alguno y, por lo demás, toda traducción de las nociones temporales está destinada al fracaso, hay que conformarse con los artificios de una cronología que sólo obedece a lo imaginario. Como todo compendio, toda condensación, no consigue excluir la pulverización, el estallido, tendremos conciencia de la deformidad prestando atención a las dataciones. Con todo, en el crescendo hacia la catástrofe, en el desgaste de la cuerda predestinada a romperse, reside cierta progresión. En el doble régimen del relato, las escenas no se superpondrán a la manera de un palimpsesto, sino más bien como diapositivas netamente legibles y que juegan a concordar. Las figuras lucen la indumentaria de su tiempo, de su ciudad, la más asiática de Europa. En lugar de algún quimono magenta con una mariposa estampada, aceptaremos, pues, el rigor de un tabarro color tinta y una gredosa bauta colgados en el pretil de un puente. En esa metrópoli de las supercherías, el chivatazo y la delación, las sucesivas viudeces de Alvise Lanzi se intrincan misteriosamente. No busquéis y podréis tener la certeza de encontrar. Ahora bien, puesto que en el fondo toda conclusión silogística se halla desprovista de interés, sólo las premisas y el ornamento que las rodea saben divertir. Bello ornamento. Venecia malva y dorada, el cambiante tafetán del cielo o el plomo celeste, grito de muerte en las tinieblas, espanto de quien descubre una letal incandescencia en sus propias entrañas.

 

 

¿Acaso no puede uno leer sin que lo molesten a dada momento?

De pie ante él, Rosetta se retuerce el delantal.

—Es que, Signor..., vuestra esposa ha muerto...

¡¿Otra vez?!

Sí, otra vez, la cuarta en treinta años, serie obstinada, sumamente penosa, que ya en tres ocasiones fue comentada en Venecia y escrutada en vano por la justicia, con gran profusión de interrogatorios y delaciones. Ahora se trata de Luisa Lanzi, nacida Calmo, antigua actriz del Teatro San Samuele, quien, desposada por pasión, según dicen, catapulta a Alvise al estado de viudez.

Alvise palidece. Ya se oye correr por los pasillos. También se oye crujir suavemente el entarimado detrás de las puertas. Ocultad, oh, ocultad bajo los encajes esas manchas negras y lívidas que maculan el vientre. Había contraído matrimonio con ella por capricho pasional, pues no tenía un solo cequí e incluso estaba endeudada con las arrendadoras de vestidos y de máscaras. No obstante, durante algún tiempo brilló en La Nina pazza per amore. No, ella jamás se habría vuelto loca de amor, desde luego que no. Por lo demás, era fea. Fea, pelirroja e infinitamente deseable. Como había tenido por amante a un maestro vidriero de Murano, el Consejo, que siempre teme la fuga de sus secretos artesanales, la vigilaba sin que ella lo supiera. Tampoco Alvise sabía nada, por supuesto. Ocultad esas manchas. Ha sufrido terriblemente. El joven médico se siente desconcertado. Dice que muchos han tenido la misma muerte por haber comido abalones, que la gente cree poder consumir impunemente en invierno. No sería decoroso dejarle el rostro al descubierto. ¿Recibirá cristiana sepultura o le negarán el reposo en tierra bendita?

A  decir  verdad,   también  cabe  plantearse otras preguntas.

 

 

Enero de 1796. Ha nevado toda la noche, y esa mañana los copos siguen cayendo, verticales en el aire quieto. Procedente de la Fondamenta Rezzonico, sólo el rascar de las palas, con las que proceden a retirar la nieve que faquines medio desnudos arrojan al rio San Barnaba, turba el silencio del salón Lanzi, en el que se han reunido los íntimos a la espera de los funerales. Sentados bajo los estucos blancos y grises, fijan alternativamente en los cristales, donde lagrimea la nieve, en un leño rojeante del hogar, en Píramo y Tisbe al estilo chinesco, la mirada que evitan dirigirse a sí mismos.

A la izquierda de la chimenea, Alvise Lanzi. Alto, todavía bastante apuesto pese a sus cincuenta y tres años y un rostro caballuno, tiene unos ojos grises que cambian con la luz y manos finas como las de una mujer. Se niega a aceptar su calvicie, y cuidando con esmero de que su peluca esté perfectamente ajustada, le dedica sin cesar una tímida atención. Haría mejor en controlar sus asuntos, pues la manufactura de hilados que posee al este de la Giudecca no va demasiado bien. Ha confiado desde hace tiempo la dirección de su empresa a Mario Martinelli, a la sazón sentado a su izquierda.

Antiguo secretario de un proveedor de armamento naval, Martinelli dirige las hilaturas como amo y señor absoluto, dado que Alvise no se ocupa de ellas en modo alguno. Soltero dominado por la pasión del juego, se entrega a él todas las noches, a cubierto bajo la máscara que todos conservan puesta incluso en las mesas de baceta y de faraón. Juega asimismo a las apuestas, como todo el mundo, pues se apuesta sobre cualquier cosa e incluso en las iglesias, siempre que pagues un diezmo al clero. Martinelli no tendría necesidad alguna de llevar máscara, ya que pertenece a ese tipo de personas a quienes uno olvida nada más verlas: estatura mediana, rostro regular, nada notable salvo que se muerde las uñas y lleva amuletos ocultos que en ocasiones se oye tintinear. No se le conoce amante de uno u otro sexo. Arrellanada en una poltrona, Ottavia Lanzi, mujer de setenta y un años y elevada estatura, todavía delgada en su vestido a la francesa de raso de seda negro. Antaño morena, se empolva el cabello con un matiz plateado que aviva el fuego de su mirada. Viuda a los dieciocho años, pocas semanas antes del nacimiento de Alvise, jamás volvió a casarse. Ha escrito poemas burlescos y un ensayo bastante notable, Il canone principale della poetica venexiana. Le gusta rodearse de personas instruidas, pero el absolutismo de sus juicios ha alejado a los más divertidos de entre ellos, sin que ella discierna la causa de sus deserciones. Nada le complace tanto como desarrollar análisis que dejan de ser sutiles en cuanto sus afectos o sus aversiones la dominan. Convencida de su extrema franqueza, representa bien el papel mientras no necesite ocultar algún secreto. Tiene varios. Rige su pensamiento con el espíritu de la Ilustración, lo cual se contradice sobremanera con cuanto en ella hay de oscuro, de crónica, de arcaica, con todos sus arrebatos de vieja pitia.

Emilia Laumer, veintidós años, se halla sentada en un taburete, a la derecha de la chimenea. Sobrina del librero Zamponi, que posee un establecimiento junto al rio Terra degli Assassini, lo ayuda en su comercio y lleva libros a casa de los Lanzi. Desde hace algún tiempo, Ottavia, que tiene la vista débil, siente gran apego hacia ella como lectora. Emilia tiene el cabello apagado y le gusta recogérselo a la manera antigua, de una forma que no se usa en Venecia. Más instruida de lo que suelen serlo las muchachas de la burguesía, habla poco y tiende a la introspección.

Cerca de un velador, Giacomo Biri, antiguo chichisbeo de la difunta, resultaría agradable de ver si no tuviera tan mala dentadura. Decide en su fuero interno evitar en lo sucesivo el contacto con los Lanzi y, por lo demás, volverá a aparecer una sola vez, a título puramente decorativo.

La puerta se abre y he aquí a Rosetta Lupi, setenta y tres años, que viene a servir el café. Lleva un pequeño fular anudado en forma de turbante y un delantal ribeteado de encaje. Antigua aldeana de Malamocco, está destinada al servicio personal de Ottavia desde la adolescencia y le profesa la ciega adoración de una perra.

Otras figuras aparecerán a su debido tiempo, casi siempre en un papel retrospectivo, como el de las esposas difuntas. Al presente, alguien se felicita por una cosa lograda, en la amplia y sombría estancia que las ventanas, que ocupan toda la anchura de la fachada, y los dinteles de las puertas, donde Zucarelli pintó la Arcadia, no consiguen alegrar.

Alvise se aburre, sobre todo, y se pregunta quién acudirá a las exequias. Se ha pasado toda la velada de la víspera en la biblioteca. Se trata de una hermosa habitación, no sólo porque, un tanto advenedizo, se esfuerza por dotar a su vivienda de un estilo por encima de sus verdaderas posibilidades, sino, en especial, porque la pasión de los libros constituye para él el ancla de salvación.

 

 

Las marionetas no sólo hablan, sino que también escriben, de modo que conviene exponer sus cartas a los espectadores.

 

 

Venecia, mayo de 1766

¿Qué deciros, mi querida sirena, sino que el arquitecto Massari acaba de morir, que Guarana está dando los últimos toques a unos hermosos frescos para la capilla del Senado y que se lleva mucho el raso gris realzado con rosa oscuro? Exhibieron en el Campo San Stefano a una mujer con dos cabezas, y jamás se vio nada tan singular; sin embargo, como para que no escapara le habían roto las piernas, no sobrevivió. Henos, pues, privados de un pequeño placer. Aparte de eso, las noticias son bastante escasas. Los Lanzi han comprado la casa Zolpan, en la Fondamenta Rezzonico, y Marcia Zolpan, cuyo padre falleció, ha recuperado la vieja vivienda al otro extremo del rio. Parece ser que en el transcurso de las transacciones Alvise Lanzi, que tiene ya veintitrés años, se prendó de Marcia Zolpan, de la misma edad. Como el rumor acerca de una común escapada a Fusina corre ya por los cafés, todos creían que habría boda, pero la Signora Lanzi no lo ha permitido. Es una pena, pues Marcia es una hermosa joven, aunque no tiene mucho pecho. En cuanto al bigote que le salió cuando era jovencita, ha desaparecido, lo que permite concluir que se lo quita con cera. En cualquier caso, Marcia tiene ingenio y firmeza de espíritu, lo cual no resulta muy fácil de encontrar en nuestros días. Alvise se casa, pese a todo, y mucho más ventajosamente. Contraerá matrimonio con Catarina Pellegrini, muy dulce y opuesta en todo a Marcia. Naturalmente, conocéis a los Pellegrini y os consta que el viejo Zanni se las ingenió, por vías oscuras y laberínticas, para invertir en el extranjero en la trata de esclavos. Catarina, que tiene posesiones en el Friul, ha encargado su retrato a la mejor discípula de la difunta Rosalba Carriera. ¿Y sabíais que Catarina es epiléptica?

Hasta pronto, querida mía, os beso tiernamente.

sábado, 17 de junio de 2023

Gabrielle Wittkop EL NECRÓFILO FRAGMENTO NOVELA





Esta es la primera vez que publicamos en La sonrisa vertical una narración sobre una de las facetas del erotismo más oscuras, más delicadas y más difíciles de transmitir: la necrofilia.

Lo curioso es que haya sido una mujer, Gabrielle Wittkop, la que haya sabido como pocos ahondar en el alma de un necrófilo, y lo ha hecho de la única forma en que semejante tema permite ser tratado: elevándolo, mediante su escritura de auténtica creadora, a categoría literaria sin por ello eludir su crudeza inherente. Publicado por primera vez en 1972 por la gran editora francesa de libros eróticos Régine Deforges, El necrófilo se agotó rápidamente y permaneció inencontrable hasta que ella misma volviera a relanzarlo en 1990, convencida de que «es uno de los textos más inquietantes de la literatura contemporánea»

 

Un anticuario, acostumbrado a vivir entre objetos vetustos, cuenta en forma de diario un año de sus sombríos encuentros con Henri, Suzanne, Teresa y otros muchos seres anónimos. Son jóvenes o viejos, fáciles de poseer o rebeldes. Pero todos tienen algo en común: la misma piel cetrina todavía algo tersa, el mismo color de cera, los mismos ojos entornados, los mismos labios mudos, el mismo olor a polilla y el mismo sexo glacial. Porque es a los muertos a quienes ama, a quienes desea. Goza de los encantos en putrefacción de cadáveres robados de sus sepulturas y adorados en la penumbra de una habitación cuyas cortinas permanecen siempre corridas. Pero no es un ser solitario, también se relaciona con otros necrófilos y comparte con ellos sus impresiones acerca de sus gustos y vivencias. Pero el suyo es un placer peligroso, un juego prohibido, maldito. Un día, durante un viaje a Nápoles, todo parece detenerse para él...

 

Gabrielle Wittkop es francesa pero, casada con el periodista y escritor alemán Julius Wittkop, autor de un importante libro sobre el anarquismo, vive en Frankfurt, Alemania. Como dicen quienes han tenido el placer de conocerla, Wittkop es una auténtica vieja dama «indigna», viajera empedernida que ha recorrido todos los rincones del mundo, especialmente Indonesia y las Islas de la Sonda. Colabora de manera esporádica en el Frankfurter Allgemeine Zeitung precisamente con crónicas de viaje. Ha publicado en Francia cuatro novelas —además de ésta. La mort de C. (1976), Les Rajahs blancs (1986) y Hemlock (1988)—, un libro de cuentos, Les Holocaustes (1976), un ensayo, Grand Guignol (1979), y una biografía, Madame Tussaud (1976)


El necrófilo


A la memoria de C.D.,

caído en la muerte

como Narciso en su imagen


 

 

12 de octubre de 19..

 

 

Las pestañas grises de la chiquilla arrojan una sombra gris sobre sus pómulos. Tiene la sonrisa irónica y astuta de las taimadas. Dos tirabuzones lacios enmarcan su cara, bajan hasta los festones de la camisa arremangada por debajo de las axilas y que descubre un vientre del mismo blanco azulado que se ve en algunas porcelanas de China. El monte de Venus, muy plano, muy liso, reluce ligeramente bajo la luz de la lámpara; diríase que lo recubre una película de sudor.

He separado los muslos para contemplar la vulva fina como una cicatriz, con los labios transparentes de un malva pálido. Pero tendré que esperar aún unas cuantas horas, pues, por ahora, todo el cuerpo está todavía un poco rígido, un poco crispado, hasta que el calor de la habitación lo reblandezca como una cera. Así que esperaré. Esta chiquilla vale la pena. Es realmente una muerta muy hermosa.

 

 

13 de octubre de 19..

 

 

Anoche, la chiquilla me gastó una broma pesada. Tendría que habérmelo imaginado, con la sonrisa que tiene. Mientras yo me metía en esa carne tan fría, tan suave, tan deliciosamente prieta que sólo se encuentra en los muertos, la niña abrió bruscamente un ojo, traslúcido como el de un pulpo y, con un espantoso borborigmo, me arrojó el chorro negro de un misterioso líquido. Abierta en una máscara de Gorgona, su boca no cesaba de vomitar aquel jugo cuyo olor llenaba la habitación. Todo esto ha estropeado un poco mi placer. Estoy acostumbrado a mejores modales, ya que los muertos son limpios. Ya han arrojado sus excrementos al abandonar la vida, como se suelta un fardo infamante. Su vientre resuena con el sonido vacío y duro de los tambores. Y tienen el olor fino y penetrante del bómbice. Parece proceder del corazón de la tierra, del imperio donde las larvas almizcladas caminan entre las raíces, donde las láminas de mica despiden su resplandor de plata helada, allí donde mana la sangre de los futuros crisantemos, entre las turbas pulverulentas, los cienos sulfurosos. El olor de los muertos es el del retorno al cosmos, el de la sublime alquimia. Ya que no hay nada tan limpio como un muerto y lo es cada vez más a medida que pasa el tiempo, hasta llegar a la pureza final de esa gran muñeca de marfil con la risa muda, y las piernas perpetuamente abiertas, que está en cada uno de nosotros.

He tenido que pasar más de dos horas limpiando la cama y lavando a la chiquilla. Esta niña vomitadora de tinta pútrida tiene realmente la naturaleza del pulpo. Por ahora, parece haber escupido todos sus venenos, tranquilamente tendida sobre las sábanas. Su sonrisa falsa. Sus manitas con las uñas menudas. Incesantemente una mosca azul —salida de no sé dónde— se posa una y otra vez en sus muslos. Esta chiquilla ha tardado muy poco en disgustarme. No es de esos muertos de los que me apena separarme igual que se deplora abandonar a un amigo. Estoy seguro de que tenía muy mal carácter. De vez en cuando, vuelve a soltar un profundo borborigmo que me inspira desconfianza.

 

 

14 de octubre de 19..

 

 

Esta noche, cuando me disponía a meter a la chiquilla en una bolsa de plástico para arrojarla al Sena, cerca de Sévres, tal como suelo hacer en semejantes casos, ha lanzado de repente un suspiro desesperado. Doloroso, prolongado, la ese de Sévres silbaba entre sus dientes, como si sintiera una pena intolerable ante su próximo abandono. Una inmensa piedad me ha oprimido el corazón. No había hecho justicia al encanto humilde y arisco de aquella niña. Me he arrojado sobre ella, la he cubierto de besos, arrepentido como un amante infiel. He ido a buscar un cepillo al cuarto de baño, he peinado sus cabellos, que se habían vuelto apagados y quebradizos, y frotado su cuerpo con esencias y perfumes. Y ya no sé cuántas veces he amado a esa niña, hasta que la aurora blanqueaba la ventana detrás de las cortinas corridas.

 

 

15 de octubre de 19..

 

 

El camino de Sévres es el camino de cualquier carne y los suspiros de la vomitadora no lo evitarán. ¡Ay!

 

 

2 de noviembre de 19..

 

 

Día de difuntos. Día fausto. El cementerio de Montparnasse estaba esta mañana de un gris admirable. La inmensa multitud enlutada se agolpaba en las avenidas, entre el apogeo de los crisantemos, y la atmósfera tenía el sabor amargo y embriagador del amor.

Eros y Thanatos. ¿Alguien ha pensado alguna vez en todos esos sexos debajo de la tierra?

La noche no tarda en caer. Aunque sea el día de difuntos, esta noche no saldré.

Me acuerdo. Acababa de cumplir ocho años. Una tarde de noviembre, semejante a la de hoy, me habían dejado a solas en mi habitación invadida por la oscuridad. Estaba preocupado, ya que la casa estaba llena de idas y venidas extrañas, de murmullos misteriosos que yo sabía estaban relacionados con la enfermedad de mi madre. Sentía sobre todo que se habían olvidado de mí. No sé por qué no me atrevía a encender la luz, y permanecía sentado, mudo y temeroso en la oscuridad. Me aburría. Para distraerme y consolarme, se me ocurrió desabrocharme los pantaloncitos. Encontré allí aquella cosa cálida y suave que siempre me hacía compañía. Ya no sé cómo mi mano descubrió los gestos necesarios, pero de pronto me sentí sumido en un torbellino de delicias del que parecía que nada en el mundo podría jamás sacarme. Mi asombro fue infinito al descubrir tantos recursos placenteros en mi propia carne y al sentir cómo mis dimensiones se modificaban de una manera que ni siquiera hubiera sospechado unos cuantos segundos antes. Apresuré mis movimientos y mi voluptuosidad se incrementó pero, en el preciso instante en que una ola que se me antojaba surgida del fondo de mis entrañas parecía querer sumergirme y alzarme por encima de mí mismo, sonaron unos pasos rápidos en el pasillo, se abrió bruscamente la puerta y se encendió la luz. Pálida y con la mirada extraviada, apareció mi abuela en el umbral, y su turbación era tal que no se dio cuenta del estado en que me hallaba. «¡Pobre criatura! Tu madre ha muerto.» Después, tomándome de la mano, me arrastró con rapidez. Yo llevaba un traje de marinero, cuya guerrera, bastante larga, ocultaba afortunadamente la bragueta que no había tenido tiempo de abrochar.

La habitación de mi madre, sumida en la penumbra, estaba llena de gente. Descubrí a mi padre, de rodillas en la cabecera de la cama y llorando con la cabeza hundida en las sábanas. Al principio me costó reconocer a mi madre en aquella mujer que parecía infinitamente más hermosa, más alta, más joven y más majestuosa de como la había visto hasta entonces. La abuela sollozaba. «Besa a tu madre por última vez», me dijo empujándome hacia la cama. Me empiné hasta aquella mujer maravillosa tendida en la blancura de la sábana. Posé mis labios en su rostro de cera, estreché sus hombros con mis bracitos y respiré su olor embriagador. Era como el de los bómbices que el profesor de historia natural nos había dado en la escuela y que yo criaba en una caja de cartón. Aquel aroma suave, seco, almizclado, de hojas, larvas y piedras, salía de los labios de mamá y se esparcía por su cabellera como un perfume. Y, de repente, la voluptuosidad interrumpida se apoderó de mi carne infantil con una brusquedad desconcertante. Arrebujado contra la cadera de mamá, me sentí invadido por una conmoción deliciosa, mientras me desahogaba por primera vez.

«¡Pobre criatura!», exclamó mi abuela, que había interpretado erróneamente mis suspiros.

 

 

5 de noviembre de 19..

 

 

Suele decirse que los que aman a los muertos sufren de anosmia. En mi caso no es así, y mi nariz percibe claramente los olores más diversos, aunque, como todo el mundo, estoy acostumbrado a los de mi entorno hasta el punto de no olerlos. Es posible, por tanto, que el olor de bómbice impregne todo mi apartamento sin que yo lo sepa.

Las mujeres de la limpieza no se quejan de ninguna molestia especial al limpiar la tienda de antigüedades que he heredado de mi padre. Como máximo, de vez en cuando, una vaga protesta por las antiguallas, las borras de polvo y los trastos frágiles tan feos cuando por un precio mucho menor se podrían tener cosas nuevas. Sólo es en mi apartamento privado, en el quinto piso, donde su comportamiento me da que pensar. Examinan los rincones con un aire de prudente sospecha. Me contemplan socarronamente y, sobre todo, husmean con cara de asco y los ojos en blanco ante el olor del apartamento. Fisgonean una y otra vez, buscando en su memoria, sin encontrar nada que les sirva, y siguen husmeando, hasta que una extraña inquietud se apodera de ellas. Entonces, se comportan como animales acosados y después se van. Cuando intento convencerlas, me dan respuestas imprecisas con un aire temeroso y sacuden la cabeza si les propongo subirles el sueldo. Pongo un anuncio en los periódicos y recomienza la historia. Cierto día, sin embargo, una de esas mujeres tuvo el valor de preguntarme por qué vestía siempre de negro, aunque no llevara luto. Otra, muy joven y ya obesa, cuyo nombre he olvidado, comentó en una tienda del barrio que yo olía a «vampiro». Siempre la vieja y aberrante confusión entre dos seres tan diametralmente opuestos como el vampiro y el necrófilo, entre el muerto que se alimenta de los vivos y el vivo que ama los muertos. No es que niegue que, al cabo de unos cuantos días, el perfume de bómbice se convierte en un olor como de metal recalentado que, cada vez más acre, se condensa finalmente en un hedor de vísceras. Cada una de estas fases tiene su encanto —aunque la última anuncie la separación—, pero jamás se me ocurriría la idea de devorar la carne de uno de mis amigos muertos, ni de beber su sangre.

En cuanto a la portera, ya hace mucho que ha dejado de asombrarse de que no tenga una «amiguita». Y como nunca aparece tampoco ningún «amiguito», ha llegado simplemente a la conclusión de que yo era una especie de san José, un pobre hombre. Mucho mejor. Hay ciertas verdades que escandalizarían a un espíritu rudimentario como el suyo. A mis amiguitos con el ano helado como la menta, a mis exquisitas amantes con el vientre coloreado de gris, los traigo de noche, en mi viejo Chevrolet, cuando todo duerme, y los despido de la misma manera hasta el puente de Sévres o el de Asniéres.

 

 

3 de diciembre de 19..

 

 

Esta mañana, mientras despachaba mi correspondencia, un cliente me ha pedido algo que me ha desconcertado. Era un hombre de unos cuarenta años, de rostro sanguíneo y calvicie incipiente, vestido como un abogado o un director de empresa. Examinaba los muebles, las porcelanas, los cuadros, pero sobre todo las curiosidades, como si buscara algo. Al final, acercándose a mi mesa me ha dicho: «Dígame, caballero, ¿ha tenido usted alguna vez netsukes divertidos? Pienso especialmente en los de Koshi Muramato». Por un instante, nuestras miradas se han cruzado. ¿Cuántos son los conocedores de Koshi Muramato, aquel maestro del siglo XVIII que, en su taller de Kyüshü, se dedicó en exclusiva a los netsukes macabros? Muertas sodomizadas por unas hienas, súcubos mamones, cadáveres abrazados como nudos de víboras, fantasmas devoradores de fetos, cortesanas empalándose sobre la rigidez de un muerto...

—Lo siento —le contesté—, pero generalmente las personas que poseen obras de este artista no suelen deshacerse de ellas. De todos modos, si usted quiere dejarme sus señas, podría, en el caso de que encontrara algo...

Se negó con una sequedad que daba a entender que había comprendido que jamás le vendería nada semejante. ¡Yo guardo los netsukes de Koshi Muramato para mí! Sólo un necrófilo puede coleccionar semejantes objetos y aquel hombre me intrigaba.

—¿Prefiere usted pasar en otra ocasión? —insistí.

—No vivo en París. Sólo vengo aquí muy rara vez.

Se despidió y se fue. No me habría molestado charlar con él sobre los netsukes macabros, contarle unas cuantas cosas, seguramente inútiles, dirigirle una sonrisa de complicidad. No para conocernos mejor, sino para que supiera que le entendía. Eso es todo. Pues si bien los necrófilos —tan escasos— pueden reconocerse, no se buscan. Han elegido definitivamente la incomunicabilidad y sus amores trascienden en lo incomunicable. Solitarios, ni siquiera somos el vínculo entre la vida y la muerte. No hay vínculo. Pues la vida y la muerte están unidas para siempre, inseparables como el agua mezclada con el vino.

No he podido dejar de sonreír al sacar del bolsillo de mi chaleco un netsuke que llevo constantemente conmigo. No mide más de tres centímetros y representa a dos rechonchos campesinos fornicando con mucha habilidad en las órbitas de una calavera.

La visita del aficionado a los netsukes me ha hecho recordar los pocos encuentros insólitos en que se ha revelado la necrofilia ajena. A decir verdad, nada muy sensacional ni muy frecuente. Me acuerdo, por ejemplo, de unas exequias a las que asistí, cuando tenía unos veinte años. Y, además, esa vez no lo hice por gusto sino por obligación; se trataba de un pariente lejano cuyo aspecto desagradable y carácter repulsivo alejaban de mí cualquier deseo de visitarle en su ataúd. Llegué a la hora del responso, el cura salmodiaba y unas cuantas mujeres sollozaban. En la pequeña capilla privada, la atmósfera estaba enrarecida y el catafalco ocupaba casi todo el espacio central; tanto el perfume de las flores como el de los cirios y del incienso dejaba adivinar como un atisbo de bómbice. No tardé en darme cuenta de que no era el único en olerlo. Estaba en una de las minúsculas naves, donde la oscuridad era muy densa, pero no hasta el punto de ocultarme una pareja muy trivial, vestida de luto, pero de la que adiviné —sin saber por qué— que había venido para divertirse. Era indudable que la música, los cantos fúnebres y el bómbice solían afectar al hombre de una manera muy concreta, ya que escuché claramente cómo su compañera le susurraba una pregunta precisa sobre el estado en que se encontraba. Utilizó una palabra vulgar, un término cuartelero, cuya crudeza me desconcertó. Creo que también esbozó un gesto, pero no me atrevería a afirmarlo. Bien porque fuera demasiado tímido para ir más lejos bien porque prefiriera la intimidad del dormitorio, la pareja se apresuró a abandonar la capilla. Las ropas negras de la mujer me rozaron al pasar. Tenía los ojos lechosos e inmóviles de una ciega.

Esa pareja eran unos necrófilos de pacotilla y sus preferencias no llegaban a la pasión. Sin embargo los hay que no vacilan ante nada y me acuerdo de un mal encuentro que tuve en el cementerio de Montmartre, sin ir más lejos el pasado año.

Habían inhumado a una actriz que había sido cliente mía, una mujer ni guapa ni fea, suficientemente insignificante como para parecer que jamás tenía que inspirar sentimientos extremos. Tan pronto como me enteré de su muerte, la deseé vivamente. Llegué al cementerio bajo una lluvia torrencial que sin duda no iba a facilitarme las cosas. Como suelo hacer, descerrajé la cabaña que contiene las herramientas de jardinería y me hice con una laya. Siempre trabajo con extrema rapidez y jamás necesito más de una hora para abrir el foso, bajar a él, levantar la tapa del ataúd con el cortafríos y, una vez cargado el cadáver, trepar gracias a una técnica cuidadosamente ensayada. Entonces sólo me resta el traslado hasta mi coche, y la única dificultad consiste en izar el cuerpo por encima del muro, con la ayuda de una cuerda.

Aquella noche, la tremenda lluvia demoraba mis movimientos; empapada de agua, la tierra estaba pesada. Por otra parte, los meteorólogos habían predicho que la lluvia duraría unos quince días y yo no podía esperar tanto. Cuando salía penosamente de la fosa resbaladiza con mi fardo, vi a un hombre que se ocultaba detrás de una lápida para espiarme. Su gruesa silueta y su nuca rechoncha se destacaban con claridad sobre el fondo de la noche. Un miedo atroz se apoderó de mí. Aquel hombre pensaba seguirme, quizá matarme. O, tal vez, se disponía a denunciarme. Sin saber lo que hacía, abandoné a la actriz y escapé con la máxima rapidez que me permitía mi angustia. Salvé la pared de un salto y sólo al llegar a mi casa recuperé poco a poco la calma. Estaba seguro de que no me habían seguido; me había librado de él.

A la mañana siguiente, la lectura del periódico me procuró una abominable sorpresa. Habían encontrado en el cementerio de Montmartre el cadáver de una actriz muy conocida, despojado de sus ropas, destripado y horriblemente mutilado. La lluvia había borrado todas las huellas. El hombre repugnante que me había espiado había recogido el fruto de mis esfuerzos. ¡Qué horror! Me eché a llorar de despecho y pena.

 

 

22 de diciembre de 19..

 

 

Esta mañana he ido a dar una vuelta por el cementerio de Ivry, delicioso bajo la nieve, como una tarta de azúcar cande, extrañamente perdido en un barrio plebeyo. Al contemplar cómo una viuda engalanaba la tumba del difunto con un arbolito de Navidad, pensé de pronto cómo escasean ahora las mujeres de luto riguroso, con velos flotantes, en la mayoría de los casos rubias, que invadían las necrópolis no hace más de veinte años. Eran en general —aunque no siempre— profesionales que practicaban su arte detrás de los panteones familiares, con una ausencia de brío y de sinceridad absolutamente deprimentes. Carne para viudos.

 

 

 

1 de enero de 19..

 

 

Celebro el Año Nuevo en buena compañía: la de una portera de la Rué Vaugirard, fallecida de una embolia. (Suelo enterarme de este tipo de detalles en el transcurso del entierro.) Esta viejecita no es sin duda una belleza, pero sí extremadamente cómoda, llevadera, silenciosa y elástica, agradable a pesar de que los ojos se le han metido dentro de la cabeza, como los de una muñeca. Le quitaron la dentadura postiza, lo que le hunde las mejillas, pero, cuando la he despojado del espantoso camisón de nailon, me ha sorprendido con dos senos juveniles, duros, sedosos, absolutamente intactos: su regalo de Año Nuevo.

Con ella, el amor está impregnado de una cierta -calma. No abrasa mi carne, la refresca. Yo, habitualmente tan avaro del tiempo que paso con los muertos —un tiempo que corre con mucha rapidez— y que intento exprimir cada segundo vivido en su compañía, me he acostado esta noche a su lado para dormir unas cuantas horas, igual que un esposo junto a su esposa, con un brazo debajo de su fina nuca y la mano posada sobre el vientre que me había proporcionado algún placer.

La menuda portera se llamaba Marie-Jeanne Chaulard. Un nombre que seguramente habría complacido a los hermanos Goncourt.

Sus senos son en verdad notables. Al juntarlos, se consigue un pasadizo estrecho, rollizo, infinitamente suave.

Acaricio ligeramente sus cabellos grises y ralos, echados hacia atrás, el cuello y los hombros, en los que se seca ahora una baba plateada como la que dejan los caracoles.

Mi sastre —un sastre que ha conservado los untuosos modales de los viejos tiempos y me habla en tercera persona— no ha conseguido a la postre dejar de sugerirme un vestuario menos sombrío. «Pues, por elegante que sea, el negro resulta triste.» Es, por tanto, el color que me conviene, ya que yo también estoy triste. Triste por tener que separarme siempre de los que quiero. El sastre me sonríe en el espejo. Ese hombre cree conocer mi cuerpo porque sabe dónde coloco mi virilidad en el pantalón y porque ha descubierto con asombro que los músculos de mis brazos están anormalmente desarrollados en un hombre de mi profesión. Si supiera para lo que pueden servir también unos buenos músculos... Si supiera el uso que hago de esa virilidad, que, tal y como ha anotado en su libreta, cargo a la izquierda...

 

 

 

2 de febrero de 19..

 

 

Una clienta ha dicho esta mañana una frase muy bella con respecto a un cofre marino portugués, del siglo XVII: «¡Qué hermoso es! ¡Parece un ataúd!». Además, lo ha comprado.

 

 

12 de mayo de 19..

 

 

No puedo ver a una mujer bonita o a un hombre agradable sin desear inmediatamente que estén muertos. Antes, en los días de mi adolescencia, lo deseaba incluso con pasión, con furia. Se trataba de una vecina, tres o cuatro años mayor que yo, una muchacha alta y morena, con los ojos verdes, a la que veía todos los días. Aunque la deseaba, nunca se me ocurrió ni siquiera tocarle la mano. Esperaba, ansiaba su muerte, y esa muerte se convertía para mí en la máxima aspiración en torno a la cual gravitaban todos mis pensamientos. Shall I then say that I longed with an earnest and consu-ming desire for the moment of Morella's decease? I did [1]. Más de una vez, me bastaba con encontrarla —se llamaba Gabrielle— para sumirme en una formidable excitación que sabía, sin embargo, cesaría en el mismo instante en que tomara la más pequeña iniciativa. Entonces, durante horas me describía todos los peligros y todos los modos de fallecimiento que podían afectar a Gabrielle. Me gustaba figurármela en su lecho de muerte, imaginar con toda exactitud las circunstancias del entorno, las flores, los cirios, el olor fúnebre, la boca pálida y los párpados mal cerrados sobre unos ojos en blanco. Una vez, al encontrármela por casualidad en la escalera, observé que mi vecina tenía un pliegue doloroso en la comisura izquierda de los labios. Yo era joven, estaba enamorado y era romántico, lo que me hizo deducir inmediatamente que ella tenía una secreta tendencia al suicidio. Corrí a encerrarme en mi habitación, me arrojé sobre la cama y me entregué a voluptuosidades solitarias. Delante de mis ojos cerrados, veía a Gabrielle balancearse lentamente, colgada de un gancho del techo. De vez en cuando, el cuerpo vestido con una combinación de encaje blanco giraba al final de la soga, ofreciendo a la vista sus aspectos más diversos. El rostro me gustaba mucho, aunque estuviera ladeado y semioculto por la cabellera que caía sobre él, sumiendo en una oscuridad encantadora la enorme lengua, casi negra, que como el chorro de un vómito llenaba la boca abierta. Los brazos, de un moreno mate, bastante hermosos, colgaban de unos hombros blandamente dislocados, y los pies desnudos orientaban sus puntas hacia dentro.

Repetí esta fantasía sin modificar nada cada vez que mi deseo lo exigió, y durante mucho tiempo me procuró unas voluptuosidades en extremo intensas. Después Gabrielle abandonó la ciudad; al dejar de verla, acabé por olvidarla y la imagen que me había proporcionado tantas alegrías acabó a su vez por desvanecerse.



[1] «¿Diré entonces que anhelé, con fervoroso y abrasador deseo, que llegara el momento en que Morella muriese? Sí, lo diré.» (N. del T.)

 fuente:

 Título original: Le nécrophile

 1.a edición: diciembre 1995

 

 © Éditions Régine Deforges, 1972, 1990

 © de la traducción: Joaquín Jordá, 1995

Diseño de la colección: Clotet-Tusquets

Diseño de la cubierta: BM

Reservados todos los derechos de esta edición para

Tusquets Editores, S.A. - Iradier, 24, bajos - 08017 Barcelona

ISBN: 84-7223-925-X

Depósito legal: B. 40.951-1995

Fotocomposición: Foinsa - Passatge Gaiolà, 13 - 08013 Barcelona

Impreso sobre papel Offset-F Crudo de Leizarán, S.A. - Guipúzcoa

Libergraf, S.L. - Constitución, 19 - 08014 Barcelona

Impreso en España

Escaneo, OCR y corrección, Jorge Barbikane

miércoles, 14 de junio de 2023

LOS OJOS DEL DIABLO — 1989 — Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

 




LOS OJOS DEL DIABLO

 

— 1989 —

 

 

Producida por Claudio Argento, «Los ojos del diablo» fue el resultado de un ambicioso proyecto que quería homenajear a Edgar Allan Poe, recogiendo la mirada de un selecto grupo de invitados que incluía, a parte de Argento y George A. Romero, a John Carpenter, a Wes Craven y a los escritores Stephen King y Clive Barker. La imposibilidad de reunirlos a todos en las fechas previstas para el rodaje dejó el film tal y como hoy lo conocemos. Romero, que en un principio se planteó adaptar “La máscara de la Muerte roja”, se acabó haciendo cargo del relato “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”: una verdad que el cineasta de Pittsburgh ambientó en el presente y que reconstruyó a su antojo, con la inclusión de una trama de adulterio, un complot criminal, unos desalentadores enviados del más allá, y hasta un Valdemar ejerciendo de living death. A pesar de una puesta en escena cuya sobriedad invitaba a impremeditados efectos de distanciamiento, la película que involucraba a la carpenteriana Adrienne Barbeau y a Ramy “Juez Marshall” Zada, conseguía por momentos atrapar algo del atávico horror del texto literario. Argento, por su parte, concentró su interés inicial en el relato ‘El pozo y el péndulo’, que quiso ambientar en el turbulento Chile de Pinochet. El tono marcadamente político que esa operación suponía acabó dando paso, sin embargo, a una adaptación de carácter completamente intimista: la radiografía de una pareja en crisis, que se constituiría en su peculiar versión de ‘El gato negro’.

 

 

 

 

 

Harvey Keitel seriamente abducido.

 

 

  Sinopsis

 

 

Rod Usher (Harvey Keitel) y Annabel (Madeleine Potter) forman una pareja que no vive su mejor momento. Fotógrafo especializado en crímenes, Usher se enfrenta diariamente a un espectáculo terrible y desalentador que presiona su sensibilidad artística hacia la parte más oscura de sí mismo. La compañía de una gata negra con la que Annabel —una apacible profesora de violín— ha decidido quedarse traerá consecuencias irreparables para la estabilidad doméstica. Usher sacrifica al animal en una de sus sesiones fotográficas. La desaparición del felino conduce a la mujer a un estado depresivo que exaspera a Usher, cada vez más dependiente de la bebida. Annabel encuentra algo de alivio en las atenciones amorosas de uno de sus alumnos. La sospecha de que Usher ha tenido algo que ver en la desaparición del animal se confirma con el descubrimiento de la fotografía del gato agónico en la portada de su último libro. Aterrada por el comportamiento de su compañero sentimental, la joven decide abandonarlo de inmediato. Cuando está a punto de irse de la casa, Usher regresa con un nuevo felino, una gata negra que ha adquirido en un bar regentado por una seductora e enigmática mujer, Eleonora (Sally Kirkland). Al descubrir que el animal tiene una extraña marca blanca en el cuello, que reproduce un patíbulo, Usher imagina que está siendo víctima de un hechizo, como castigo por la muerte del primer gato. Desesperado, intenta matar al nuevo animal, pero Annabel se lo impide. Usher, completamente borracho, persigue a la gata por toda la casa y mata accidentalmente a Annabel cuando la mujer se interpone en el camino del hacha. El animal consigue escapar. Después de tapiar el cadáver de su compañera en una de las estancias, Usher idea un plan para conseguir una coartada que lo aparte de cualquier sospecha: finge, ante sus vecinos (Martin Balsam y Kim Hunter), irse de vacaciones con Annabel. A su vuelta, Usher explica que Annabel le ha abandonado, ante el escepticismo del alumno preferido de la muerta, que ha entrado clandestinamente en la casa y que sospecha lo peor. Unos maullidos alertan a Usher y le conducen hasta la pared tras la cual reposa el cadáver de Annabel: con la tensión y las prisas, no se percató de la entrada del gato negro en el macabro reducto. Usher mata al animal y vuelve a sellar la improvisada tumba. La policía, instigada por algunos vecinos y por el desconfiado alumno de Annabel, le hace una visita. Todo se desarrolla a favor de Usher hasta que unos nuevos maullidos llevan a los agentes a la fatídica pared que, tras ser derruida, muestra el cadáver en descomposición, parcialmente devorado por un inesperado grupo de gatitos, fruto del embarazo de la gata negra. Usher se deshace violentamente de los policías, pero muere accidentalmente en el aparatoso intento de huida.

 

 

 

 

 

Descanso post-mortem.

 

 

 

  Cita con Poe

 

 

Edgar Allan Poe forma parte de la educación sentimental y cultural de Dario Argento, a partir de un encuentro decisivo a la temprana edad de diez años, a raíz de una enfermedad que tuvo en cama al futuro cineasta durante una larga temporada. “Fue como abrir una puerta a otra dimensión” explica Argento. ‘El gato negro’ fue publicado originariamente en el United States Saturday Post el 19 de agosto de 1843. Fue el primer texto de Poe que llegó a manos de Charles Baudelaire —en una edición francesa publicada por ‘La Democratic Pacifique’— y de él nacería, seguramente, el irrefrenable deseo de traducción del resto de sus obras. Argento no olvida el detalle, e incluye una fotografía del poeta francés en la decoración de la escalera del hogar de Usher y Annabel. El relato es una apretada confesión en primera persona, que narra la escalofriante sucesión de acontecimientos que han conducido al protagonista hasta el borde del patíbulo. El cuento original mezcla perversidad, superstición y locura, en el rastreamiento de una cadena criminal cuyos eslabones fundamentales pueden concretarse en el gato negro ahorcado, la muerte accidental de la esposa, la ocultación del cuerpo y un destino en forma de segundo gato que propicia un final de antología:

Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato, y cuya voz delatora me entregaba al verdugo. Había emparedado al monstruo en la tumba”.

Argento toma este relato prodigioso como columna vertebral de un guión donde se barajan otros cuentos del escritor: así, los dos crímenes que el protagonista fotografía en la primera parte se inspiran, respectivamente, en ‘El pozo y el péndulo’ y en ‘Berenice’. Los nombres de algunos de los protagonistas —Rod Usher, Annabel, Leonora— siguen una órbita similar. «El gato negro» de Argento es una pieza de cámara que homenajea a Poe, pero que se alimenta de las obsesiones específicas del cineasta. Parte de su originalidad estriba en apoyarse sobre una ficción que cita y remite constantemente a Poe, sin que los protagonistas sean conscientes de esa circunstancia. El espectador puede reconocer la procedencia literaria de los dos crímenes antes mencionados, pero para los personajes que habitan en ese universo meta-literario los dos casos son simples exponentes de una sanguinaria página de crónica negra. A partir de aquí, es posible imaginar «El gato negro» como una historia al estilo «Twilight Zone», en la que se narrara el paradójico itinerario de un personaje poetiano condenado de antemano por un destino que el espectador reconoce perfectamente (el relato de Poe es uno de los más populares), y que él desconoce porque la ficción en la que vive se lo niega. Argento nos ofrece, a través del «El gato negro», una agria disección de los últimos días de la pareja formada por Usher y Annabel. Sorprende la incómoda distancia que los separa, y que hace imposible imaginar que hubo un pasado en el que ambos compartieron algo más que una casa. La pasión por la música, el espíritu new age, y el vestuario perpetuamente vaporoso de Annabel contrastan con el universo de brutalidades en el que se mueve y trabaja su compañero. El hallazgo del misterioso felino negro precipita esta caída anunciada: “Cualquiera pensaría que te han secuestrado a un hijo” reprocha Usher a Annabel, después de la muerte del gato, en una magnífica secuencia en la cocina, que refleja con intensidad la irresoluble crisis matrimonial. Esta secuencia se abre con una reveladora angulación en picado y se construye a partir de una impecable alternancia de planos y contraplanos que aísla totalmente a los dos personajes, para unirlos solamente en una violenta panorámica final, cuando Usher se levanta de la silla y golpea a la mujer. Este crucial escenario, donde tiene lugar el primer acto de violencia conyugal, acogerá más tarde el asesinato de Annabel. «El gato negro» de Dario Argento es el retrato criminal de un hombre vampirizado por el espectáculo sangriento de la muerte, y por lo que Poe denomina espíritu de perversidad, instigador de acciones que “perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo”. Argento hace que esa perversidad se apodere de Usher silenciosamente, sin remordimientos, como si se tratara de un juego inocente. Lo vemos, por ejemplo, seguir inicialmente al gato, aislarlo con el objetivo de la cámara y, poco después, encerrarse con él en una de las habitaciones. A partir de ese instante, sólo se nos muestran primeros planos del animal aterrorizado, unidos a otros de Annabel subiendo por la escalera, alertada por los maullidos del felino. En ningún momento se inserta un plano de Usher, y esa ausencia enturbia la posterior naturalidad del personaje al salir de la habitación: el cineasta clausura la secuencia con un significativo fundido en negro sobre ese hombre relajado, que se disculpa ante su mujer por haber pisado accidentalmente la cola del gato. En realidad, Usher ha experimentado el placentero impulso de una travesura sádica que esconde ya el veneno que irá creciendo en su organismo hasta hacer de él un asesino. El Rod Usher interpretado por Harvey Keitel está inspirado en el mítico Weegee (1899-1968), nombre de batalla de Arthur Fellig y autor de las extraordinarias fotografías sobre el New York de los años 30 y 40, que plasman con descamada nitidez la vida y la muerte de sus anónimos moradores. El gusto por la fotografía debió gestarse en el cineasta entre los focos y las cámaras del estudio de su madre Elda Luxardo, lugar de imprescindible paso para grandes estrellas del cine italiano del momento, como Claudia Cardinale y Gina Lollobrigida. Desde los inicios de su filmografía. Argento ha hecho de este arte un magnífico cómplice de sus crímenes cinematográficos: en «El pájaro de las plumas de cristal», el asesino fotografía a sus posibles objetivos antes de matarlos; en otra secuencia del mismo film, Argento intercala las fotografías policiales de los cuerpos en el lugar del crimen, subrayando los detalles violentos mediante una fragmentación detallada; en «El gato de las nueve colas», un fotógrafo capta la instantánea de un accidente, pero una mirada del negativo le descubre un asesinato; el protagonista de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» mata accidentalmente a un hombre en un teatro mientras un enmascarado le fotografía desde un palco para chantajearle; Gianna, la periodista curiosa de «Rojo oscuro», fotografía a Mark antes de conocerle, y lo coloca sin saberlo en una situación comprometida al publicar su foto en el diario; en «Tenebrae», el asesino fotografía los cadáveres de sus víctimas y envía copias a su ídolo Peter Neal. Usher, por fin, el turbio protagonista de «Los ojos del diablo», no se pierde ningún asesinato, y aunque confiesa que su especialidad es la vida, busca el arte en lo más espeluznante de la muerte. Argento coquetea con la posibilidad de hacer de Usher una prolongación del propio cineasta, como ha hecho anteriormente con el escritor de «Tenebrae», y con el realizador que interpreta el malogrado Ian Charleson en «Opera». Ese ambiguo juego de espejos muestra a Dario Argento y a Rod Usher como apasionados fotógrafos del pánico que persiguen objetivos similares, enriqueciendo, así, la misteriosa máscara de sí mismo que Argento ha ideado para su público. La secuencia en la que Usher estrangula al gato mientras lo fotografía podría interpretarse como un guiño al respecto. Tal como está planificada, en ningún momento se puede asegurar que las manos del actor Harvey Keitel sean quienes sujeten y simulen estrangular al gato; como Argento confiesa en otro lugar de este libro, son una vez más sus manos asesinas las que entran en plano. La simbiosis que se produce entre la ficción —Usher— y su creador —Argento— no podía ser en este caso más perfecta.

 

 

 

 

 

Ramy Zada muriendo a lo Dario Argento… en el episodio de George A. Romero.

 

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

—Annabel. Argento disciplina su delirio operístico por el crimen y se sirve de la concisión escalofriante con que Poe describe en su relato el asesinato de la esposa del protagonista:

… descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su brazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies”.

La singular destreza del cineasta consiste en imprimir a la acción criminal de Usher una pasmosa e hiriente naturalidad: abate la hacheta de cocina sobre Annabel como si rompiera un vaso en medio de una discusión doméstica. La expresión de Keitel es tan elocuente que casi nos hace maldecir los magníficos vacíos subjetivos con los que Argento cubre la identidad de sus criminales. Como coda a esta compacta puesta en crimen es de ley señalar el lacerante efecto de la mano de Annabel cortada por el filo de la hacheta, que imaginamos obra de Tom Savini, responsable de las maravillas gore que puntean el film, y al que se puede detectar interpretando al dentista loco en la secuencia del cementerio que recrea el ‘Berenice’ de Poe.

 

 

  Historia de una escalera

 

 

La escalera de la casa de los Usher es el epicentro en el que se densifica toda la enjundia dramática del film. Por ella sube una preocupada Annabel al oír los exasperantes maullidos de su gato en la secuencia antes comentada; y por ella la perseguirá Usher tras la discusión violenta en la cocina —detalle servido por una generosa ración de steadycam—. La persecución será retomada cuando ella intente poner a salvo al segundo felino; actitud heroica que, por descontado, la conducirá a la muerte. Esa escalera será testigo, a su vez, de un hermoso guiño cinéfilo capaz de hacer palidecer de envidia a cualquier otro director post-hitchcockiano: Usher transporta el cadáver de Annabel por la escalera; la banda sonora de Donaggio se abandona a una exultante recreación del tema principal del ‘Psicosis’ de Bernard Herrmann para preparar la entrada de Martin Balsam, el inolvidable actor que encamara al detective Arbogast en el mítico film de Hitchcock —y cuyo espíritu revoloteó ya en torno a la muerte de John Saxon en «Tenebrae»— que, como vecino entrometido, no duda en poner en un aprieto al marido asesino cuando se dirige hacia la escalera repitiendo, para gozo del espectador, aquel inolvidable ascenso al primer piso de la mansión de Norman Bates. La melancolía cinéfila de Argento no olvida, sin embargo, a su maestro más querido, Mario Bava, al que tributa rendido homenaje con el plano del cadáver de Annabel sumergido en la bañera, mientras el agua entintada en rojo oculta su rostro progresivamente, y que se inspira directamente en la muerte de Claudia Dantes, última víctima femenina de «Seis mujeres para el asesino». En esa escalera, Argento emplaza la cámara para señalizar con sádico regodeo el camino que conduce hasta el cadáver emparedado de Annabel, un faro impertinente que no cesa de arañar la puesta en escena, mientras Usher intenta dar largas al acoso policial. Y esa misma escalera, finalmente, se tragará las llaves de las esposas que le unen al policía, dejándole a merced de un insensato plan de huida que hará de él un rocambolesco cadáver, del que ya no podrá dar fe fotográfica.

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