sábado, 5 de febrero de 2022

A mí no me engañas Kelly Link .LOS DEL VERANO. RELATO.

 


 

A mí no me engañas

Kelly Link

 

 Para Henry William Link III

 

 
 
LOS DEL VERANO

 

 

Se despertó mientras su padre la rociaba como a una planta marchita, pulverizador en mano.

—Fran —decía él—. Fran. Despierta, cariño. ¡Arriba!

Fran tenía gripe, aunque en realidad parecía que la gripe la tenía a ella, que la había secuestrado. En consecuencia, llevaba tres días faltando a clase. La noche anterior se había tomado tres comprimidos antigripales con antihistamínico y se había quedado dormida en el sofá mientras en la tele un señor lanzaba cuchillos. Tenía la cabeza como forrada de fieltro y mocos, y la cara mojada de fertilizante aguado.

—¡Para! —pidió con voz ronca—. Ya estoy despierta.

Le entró un ataque de tos tan fuerte que tuvo que sujetarse los costados antes de poder incorporarse. Su padre no era más que una silueta oscura en una habitación llena de sombras, pero su mero volumen era un mal presagio. Aunque el sol aún no se había asomado a la cima de las montañas, había luz en la cocina y también una maleta junto a la puerta. Sobre la mesa, un plato de huevos revueltos. Fran estaba hambrienta.

El padre continuó hablando:

—Voy a estar fuera un tiempo. Una semana o puede que tres; más no. Mientras tanto, tendrás que cuidar de los del verano. Este fin de semana vendrán los Roberts, así que mañana o pasado tendrás que hacerles la compra. Que no se te olvide mirar la fecha de caducidad de la leche y cambiar las sábanas de todas las camas. He dejado las fechas de todas las casas sobre la encimera, y la gasolina que hay en el coche debería bastar para hacer las rondas.

—Espera —dijo Fran; todas las palabras le dolían—. ¿Adónde vas?

Él se sentó en el sofá a su lado y se sacó algo de debajo. Se lo mostró: uno de los viejos juguetes de Fran, el huevo mono.

—Ya sabes que estos cacharros no me gustan. ¿Tanto te costaría guardarlos?

—Hay muchas cosas que a mí no me gustan —repuso Fran—. ¿Adónde vas?

—A un grupo de oración de Miami que he encontrado en internet —dijo su padre.

Se le acercó y le puso la mano en la frente. La tenía tan fresca que su tacto reconfortante hizo que a Fran le llorasen los ojos.

—Ya no estás ardiendo.

—Lo que sí sé es que tu deber es quedarte aquí y cuidar de mí —le advirtió Fran—. Eres mi papi.

—Pero ¿cómo voy a cuidar de ti si no estoy bien? Ya sabes las cosas que he hecho.

Fran no lo sabía, pero se lo imaginaba.

—Anoche saliste —le dijo—. Estuviste bebiendo.

—No hablo de anoche, hablo de toda la vida.

—Pero... —protestó Fran, y tosió de nuevo.

Estuvo tosiendo tanto rato y tan fuerte que vio chiribitas. A pesar de lo mucho que le dolían las costillas y de que tan pronto como conseguía aspirar una buena bocanada de aire la tosía, las cápsulas que había tomado hacían que todo pareciera tan placentero que su padre podría haber estado recitando poesía. Se le cerraban los ojos. A lo mejor más tarde, cuando se despertase, él le haría el desayuno.

—Si alguien pasa por aquí, diles que me he ido. Fran, el hombre que te diga que conoce la hora y el día, o es un mentiroso o un necio. Lo único que se puede hacer es estar preparado.

Le dio una palmadita en el hombro y le acomodó la colcha alrededor de las orejas. Cuando despertó de nuevo, era después de mediodía y hacía horas que su padre había partido. Tenía treinta y nueve de fiebre. El pulverizador para plantas le había provocado un sarpullido en las mejillas.

 

 

 

 

El viernes Fran fue a clase. Desayunó una cucharada de crema de cacahuete y cereales sin leche, y, al pararse a pensar, no recordaba cuándo había comido por última vez. Salió a la carretera a coger el autobús del instituto y la tos asustó a los cuervos.

Se pasó las tres primeras clases, incluyendo la de cálculo, cabeceando; hasta que tuvo tal ataque de tos que la profesora la mandó a la enfermería. Sabía que lo más probable era que la enfermera quisiera llamar a su padre y enviarla a casa, y eso podía desembocar en problemas. Pero de camino a la consulta Fran se encontró con Ophelia Merck. Estaba de pie junto a su taquilla.

Ophelia Merck tenía coche propio: un Lexus. Su familia era una de las que solía pasar allí el verano, pero ahora vivían todo el año en la casa que tenían en Horse Cove, junto al lago. Tiempo atrás, Fran y ella habían pasado las tardes de todo un verano jugando con sus Barbies mientras el padre de Fran retiraba nidos de avispas con humo, retocaba la pintura de los paneles de cedro o derribaba vallas viejas. No se habían vuelto a tratar desde entonces, a pesar de que en más de una ocasión el padre le había llevado un par de bolsas grandes de ropa de Ophelia, que Fran heredaba. Algunas de las prendas aún tenían la etiqueta colgada.

Al final dio un estirón y así se acabó lo de las bolsas, pues Ophelia era menuda. Según Fran, en otros aspectos tampoco había cambiado mucho: seguía siendo guapa, tímida, mimada y hacía todo lo que le decías. Corría el rumor de que su familia había decidido marcharse de Lynchburg y vivir todo el año en Robbinsville cuando una profesora la pilló en el baile del instituto besándose en el baño con otra chica. O eso o al señor Merck lo habían suspendido por malas prácticas. De hecho, ésta era la otra teoría: escoge la que más te guste.

—Ophelia Merck —dijo Fran—. Necesito que me acompañes a la enfermería. Tengo que ir a ver a Tannent y sé que me va a mandar a casa. Alguien tendrá que llevarme.

Ophelia abrió la boca y la volvió a cerrar. Asintió con la cabeza.

Le había vuelto a subir la fiebre a treinta y nueve, así que la enfermera le dio un justificante para ausentarse del recinto escolar y otro a Ophelia.

—No sé dónde vives —comentó ésta.

Estaban en el aparcamiento y buscaba las llaves del coche.

—Toma la carretera 129.

Ophelia asintió.

—Está subiendo por Wild Ridge, más allá del coto de caza. —Se recostó en el reposacabezas y cerró los ojos—. Ay, mierda. Se me había olvidado: ¿podemos pasar primero por la tienda? Tengo que preparar la casa de los Roberts.

—Supongo que sí.

En la tienda, Fran cogió leche, huevos, pan de molde integral y embutidos para los Roberts. Para ella, paracetamol y medicinas para el catarro, además de una botella de zumo de naranja recién exprimido, burritos para calentar en el microondas y unos gofres.

—Ponlo en la cuenta —le dijo a Andy.

—Me han dicho que la otra noche tu papi se metió en un lío.

—Ah, ¿sí? Ayer por la mañana se fue a Florida. Dice que tiene que hacer las paces con Dios.

—Yo diría que no es precisamente con él con quien tiene que hacer las paces —contestó Andy.

Fran se apretó la palma de la mano contra el ojo, que le ardía.

—¿Qué ha hecho?

—Nada que no se arregle con buenos modales y un poco de unto. Dile que ya lo hablaremos cuando vuelva.

La mitad de las veces que su padre se daba a la bebida, Andy y su primo Ryan tenían algo que ver, por mucho que aquél fuese un condado seco. En la furgoneta que aparcaba detrás de la tienda, Andy tenía toda clase de bebidas alcohólicas esperando a todo el que las quisiera y supiera a quién preguntar. Lo bueno lo traía de Andrews, el condado vecino; pero lo mejor era lo que hacía el padre de Fran. Todo el mundo decía que sus brebajes eran demasiado buenos para ser estrictamente naturales. Y no les faltaba razón. Cuando no estaba reconciliándose con Dios, se metía en toda clase de líos, así que Fran supuso que en aquella ocasión se habría comprometido a suministrar algo y Dios no le iba a permitir cumplir su promesa.

—Vale, ya se lo diré.

Ophelia estaba leyendo la lista de ingredientes de una chocolatina, pero Fran sabía que no se le escapaba detalle de la conversación.

—Que me estés haciendo un favor no significa que te tengas que enterar de mis asuntos —le dijo cuando llegaron al coche.

—Vale —respondió Ophelia.

—De acuerdo. Bien. Igual me podrías acercar a casa de los Roberts. Está en...

—Ya sé dónde está —dijo Ophelia—. Mi madre estuvo allí todo el verano jugando al bridge.

Los Roberts guardaban la llave de repuesto debajo de una roca de mentira, igual que todo el mundo. Ophelia se quedó frente a la puerta, como esperando a que la invitase a entrar.

—Venga, entra —la instó Fran.

No se podía decir mucho de la casa de los Roberts: abundante tela de cuadros escoceses y gran profusión de jarras con forma de personajes famosos y figuras de perros en distintas fases de la caza: olisqueando, señalando la presa o trotando con ella sujeta suavemente entre las fauces.

Fran hizo las camas de las habitaciones más pequeñas y pasó la aspiradora a toda prisa por la planta baja, mientras Ophelia se encargaba del dormitorio principal y de la araña que se había construido un hogar en la papelera. Se la llevó afuera y Fran no tuvo ánimos para mofarse de ella por eso. Fueron de estancia en estancia comprobando que había bombillas en todas las lámparas y que la televisión por cable funcionaba. Mientras trabajaban, Ophelia canturreaba; las dos estaban en el coro y, sin darse cuenta, Fran se puso a evaluar su voz. Soprano: cálida y luminosa al mismo tiempo; mientras que Fran era una contralto muy dada a los gallos, incluso cuando no tenía gripe.

—Basta ya —dijo en voz alta, y Ophelia se detuvo y la miró—. No, tú no.

Abrió el grifo de la cocina y esperó hasta que el agua salió clara. Estuvo tosiendo un buen rato y escupió en el desagüe. Eran casi las cuatro.

—Ya está todo.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Ophelia.

—Como si me hubieran dado una paliza.

—Venga, que te llevo a casa —dijo Ophelia—. ¿Hay alguien? Lo digo por si te pones peor.

Fran no se molestó en contestar, pero, en algún lugar entre las taquillas del instituto y el dormitorio de los Roberts, Ophelia parecía haber decidido que ya habían roto el hielo. Le habló sobre un programa de televisión y sobre la fiesta del sábado a la que ninguna de las dos iba a asistir, y Fran empezó a sospechar que en otra época, en Lynchburg, Ophelia había tenido amigos. Se quejaba de los deberes de cálculo, le contó que se estaba tejiendo un jersey y le recomendó una banda de roqueras que quizá le gustase. Incluso se ofreció a grabarle un disco. Según iban atravesando los campos, no paraba de exclamar:

—Es que no me acostumbro. Me refiero a vivir aquí todo el año —aclaró Ophelia—. Ya sé que llevamos aquí doce meses, pero... es que ¡es todo tan bonito! Es como estar en otro mundo, ¿no te parece?

—No sé —respondió Fran—. Nunca he salido de aquí.

—Oh —contestó Ophelia sin que la réplica la afectase demasiado—. Bueno, te lo digo yo: esto es una preciosidad. Todo es tan bonito que casi duele mirarlo. Me encantan las mañanas, cuando la niebla lo cubre todo. ¡Y los árboles! Y en las carreteritas, a cada curva hay una cascada. O un prado lleno de flores. Por no hablar de las hondonadas, como decís vosotros. —Fran oyó las comillas invisibles que abarcaban la palabra—. No sabes qué vas a ver ni con qué te vas a encontrar hasta que estás allí mismo, en mitad de toda esta belleza. ¿Vas a solicitar plaza en la universidad para el año que viene? Yo estoy pensando en hacer Veterinaria; no puedo más con las clases de lengua y literatura. Animales grandes, nada de perritos falderos ni de cobayas. A lo mejor voy a California.

—Nosotros no somos de los que van a la universidad.

—Oh —respondió Ophelia—. Pues tú eres mucho más lista que yo, que lo sepas. Por eso pensaba que...

—Gira aquí —dijo Fran—. Ve con cuidado, que no está asfaltado.

Subieron por el camino que discurría por entre los arbustos de laurel hasta llegar a la pequeña pradera con el riachuelo sin nombre. Fran oyó suspirar a Ophelia, que debía de estar haciendo lo posible por no comentar lo hermoso que era el paisaje. Y vaya si lo era. Fran lo sabía. La casa estaba prácticamente escondida, como una novia tras un velo de enredaderas: Clematis virginiana y madreselva; montones de rosales trepadores de flores rosas y blancas que ocupaban todo el porche y amenazaban con hundir el tejado. Abejorros de patas acorazadas con polvo dorado zigzagueaban entre la hierba; un poco más de polen y no serían capaces de volar.

—Es vieja —dijo Fran—. Necesita un tejado nuevo. Mi bisabuelo la compró por catálogo. Unos hombres subieron la montaña con las piezas y los cherokees que aún no se habían marchado vinieron a ver cómo la construían.

Se sorprendía de sí misma: lo siguiente iba a ser invitarla a dormir a casa.

Abrió la puerta del coche, se bajó como pudo y cogió la bolsa de la compra. Antes de poder agradecérselo, Ophelia ya había salido del vehículo.

—¿Sería...? —preguntó, titubeante—. ¿Te importa si entro un momento al baño?

—Sólo tenemos un retrete en el patio de atrás —dijo Fran con cara de póquer, pero enseguida capituló—: Bueno, venga; es un baño normal y corriente. Pero es que no está muy limpio.

Cuando entraron en la cocina, Ophelia no dijo nada; no obstante, Fran la vio fijarse en todo: los platos acumulados en el fregadero, la almohada y la colcha raída en el sofá hundido. Las montañas de ropa sucia junto a la lavadora que había en la cocina. Los huecos de la ventana por donde se habían colado los zarcillos de las enredaderas.

—Me imagino que te hará gracia que mi padre y yo nos ganemos la vida cuidando de las casas de los demás pero que la nuestra esté hecha unos zorros.

—No, estaba pensando que tendría que haber alguien que cuidara de ti —contestó Ophelia—. Al menos mientras estés enferma.

Fran se encogió de hombros.

—Me las apaño sola —dijo—. El baño está por ese pasillo.

Cuando se quedó a solas, se tomó dos cápsulas antigripales con el último trago de ginger ale que había en la nevera. Se había quedado sin gas, pero seguía frío. Se tumbó en el sofá, se tapó hasta las cejas con la colcha y se acurrucó entre los cojines, que estaban llenos de bultos. Le dolían las piernas y tenía las mejillas ardiendo y los pies helados.

Un minuto más tarde, Ophelia se sentó a su lado.

—Ophelia —le dijo—, te agradezco mucho que me hayas acompañado a casa y que me hayas ayudado en casa de los Roberts, pero no me gustan las chicas. No te pongas bollera conmigo, ¿vale?

—Te he traído un vaso de agua. Tienes que tomar líquidos.

—Mmm —dijo Fran.

—¿Sabes qué?, un día tu padre me dijo que yo iría al infierno. Estaba en mi casa haciendo no sé qué; arreglando una tubería que había reventado o algo así. No sé ni cómo lo sabía porque creo que ni siquiera yo tenía ni idea. Todavía no. Después de decirme eso, no te trajo más a jugar conmigo, pero yo nunca se lo conté a mi madre.

—Mi padre piensa que todo el mundo va a ir al infierno —respondió Fran desde debajo de la colcha—. A mí me da igual donde me toque ir, mientras sea lejos de aquí y él no esté.

Ophelia se quedó callada un par de minutos, pero, como tampoco se marchaba, al final Fran asomó la cabeza. Ophelia tenía uno de sus juguetes en la mano: el huevo mono. Le estaba dando vueltas.

—Dame —dijo Fran—, que te enseño cómo funciona.

Dio cuerda al huevo con la llave de filigrana y lo posó en el suelo. El juguete empezó a vibrar furiosamente. Como un resorte, del hemisferio inferior salieron un par de patas y una cola de escorpión hechas de latón repujado, y el huevo se tambaleó de aquí para allá sobre ellas mientras la cola articulada se enroscaba y se estiraba. Se abrieron un par de portillas en la parte superior y salieron dos brazos que tamborilearon la cúpula del huevo hasta que ésta hizo clic y se abrió. De dentro emergió la cabeza del mono con un trozo de cáscara a modo de sombrero. Abría y cerraba la boca con su cháchara frenética y entornaba los ojos, que estaban hechos con una piedra de granate de color rojo. Los brazos describían círculos cada vez más grandes en el aire, hasta que se le acabó la cuerda y todas las extremidades se retrajeron al interior.

—¡¿Qué diantres...?! —exclamó Ophelia.

Recogió el huevo y resiguió el contorno de las piezas con el dedo.

—Es un recuerdo de familia —explicó Fran.

Sacó el brazo de debajo de la colcha, cogió un pañuelo de papel y se sonó la nariz por vez número mil.

—No se lo hemos robado a nadie, si eso es lo que piensas.

—No —dijo Ophelia, y frunció el ceño—. Es que nunca he visto nada igual. Es como un huevo Fabergé; debería estar en un museo.

Había muchos juguetes más: el gato risueño y el elefante que bailaba vals; el cisne al que se le daba cuerda para que persiguiese al perro. Y otros con los que Fran no jugaba desde hacía años. La sirena que se peinaba las piedras preciosas del pelo. Baratijas para críos, las llamaba su madre.

—Ahora me acuerdo... Cuando venías a jugar a mi casa, un día trajiste un pececito plateado. Era más pequeño que mi dedo meñique, y cuando lo metimos en la bañera no paraba de nadar. También tenías una cañita de pescar y un gusano dorado que se retorcía en el anzuelo. Me dejaste pescarlo, y cuando lo conseguí habló. Me dijo que si lo soltaba me concedería un deseo.

—Pediste dos pedazos de tarta de chocolate.

—Y luego mi madre hizo una, ¿verdad? —dijo Ophelia—. El deseo se hizo realidad, pero sólo me pude comer un trozo. A lo mejor ya sabía que la iba a preparar, pero ¿para qué pedir lo que ya me iban a dar?

Fran no decía nada; estaba mirando a Ophelia con los ojos entornados, como a través de una rendija.

—¿Todavía tienes el pececito?

—Sí, está por ahí. El mecanismo dejó de funcionar y ya no concedía deseos. Creo que no me importó, porque tenían que ser deseos pequeños.

—Jaja. —Ophelia se levantó—. Mañana es sábado. Vendré por la mañana para asegurarme de que estás bien.

—No hace falta.

—Ya lo sé. Pero vendré igualmente.

 

 

 

 

Según dijo el padre de Fran un día que estaba borracho, antes de iluminarse con la religión, cuando haces por los demás cosas que podrían hacer ellos mismos pero te pagan por hacerlas, los dos os acostumbráis.

Otras veces no te pagan y eso se llama caridad. Al principio la caridad es incómoda, aunque luego deja de serlo. Después de una temporada, tal vez empieces a sentirte mal si no haces por ellos una cosa más y después otra más y otra y otra. Puede incluso que pienses que eso te hace inestimable, porque te necesitan. Y cuanto más te necesiten, más los necesitas tú. La balanza se desequilibra. No lo olvides, Franny. A veces estás en un lado de la ecuación y otras, en el lado opuesto: debes saber dónde estás y si debes algo. A menos que consigas restablecer el equilibrio, así es como quedará la cosa.

 

 

Fran, hasta las cejas de medicina para el catarro, febril y sola en la casa que su bisabuelo compró por catálogo y que se escondía tras un velo de rosas, soñó —como todas las noches— con escapar. Se despertaba cada dos horas deseando que alguien le trajera otro vaso de agua, se le empapó la ropa de sudor, se quedó fría y después volvió a sudar como una caldera.

Aún estaba en el sofá cuando llegó Ophelia y llamó con los nudillos en la mosquitera.

—¡Buenos días! O mejor dicho, buenas tardes. Bueno, ya es mediodía. Te he traído naranjas para hacer zumo y, como no sabía si prefieres las salchichas o el beicon, te he cogido un bollo de cada.

Fran se incorporó con gran esfuerzo.

—¡Fran! —exclamó Ophelia, y se quedó de pie frente al sofá con un bollo con forma de cabeza de gato en cada mano—. ¡Qué mala cara tienes! —Le rozó la frente con los nudillos—. Menuda fiebre. Ya sabía yo que no tendría que haberte dejado sola. ¿Qué hago? ¿Te llevo a urgencias?

—Nada de médicos —pidió Fran—. Querrán saber dónde está mi padre. ¿Agua?

Ophelia salió corriendo hacia la cocina.

—Necesitas antibióticos. O algo, no sé. ¿Fran?

—Toma esto.

Cogió una factura de un montón de correo que había en el suelo y sacó el sobre franqueado. Se arrancó tres pelos de la cabeza, los metió dentro, lo lamió y lo cerró.

—Lleva esto hasta donde la carretera se cruza con el canal —dijo—. Arriba del todo.

Tosió y algo seco se le agitó dentro de los pulmones como si fuera un sonajero.

—Cuando llegues a la casa grande, ve por la parte de atrás y llama a la puerta. Di que te envío yo. Tú no verás a nadie, pero sabrán que vas de mi parte. Después de llamar, entra. Sube directamente al piso de arriba. Pero ¡directamente! Y mete el sobre por debajo de la puerta. La tercera bajando el pasillo, ya sabrás cuál. Luego esperas en el porche y me traes lo que te hayan dado.

Ophelia la miró como si estuviera delirando.

—Ve —insistió Fran—. Si no hay ninguna casa o si la que hay no es la que te digo, vuelve y dejaré que me lleves a urgencias. O si la encuentras, te entra el canguelo y no eres capaz de hacer lo que te pido, vuelve e iremos al hospital. Pero si haces lo que te digo, será como lo del pececito.

—¿Como lo del pececito? —preguntó Ophelia—. No te entiendo.

—Ya lo verás. Atrévete —dijo Fran esforzándose por parecer alegre—. Como las chicas de las baladas. Antes de irte, ¿me traes otro vaso de agua?

Ophelia se marchó.

Fran se quedó tendida en el sofá, tratando de adivinar qué estaría viendo Ophelia. De vez en cuando se llevaba una especie de catalejo al ojo: algo mucho más útil que cualquiera de las baratijas. Lo primero que vio a través de él fue el camino, el que parecía acabar sin más. Pero, si uno se fijaba bien, la senda cruzaba el riachuelo que subía la loma y desde allí salía el canal hacia abajo. La pradera desaparecía entre los arbustos de laurel y después venían los árboles cubiertos de rosales trepadores, de modo que uno ascendía entre cortinas de rosa y blanco. Una tapia de piedra medio derruida y, por fin, la casa grande. Hecha de piedra en seco, los muros estaban tan envejecidos por el paso del tiempo como la tapia en ruinas. Tenía dos pisos, una cubierta de pizarra, un largo porche de tejado inclinado y postigos de madera tallada que dejaban a todas las ventanas ciegas. Dos manzanos retorcidos y viejos: uno cargado de fruta y el otro yermo y con la corteza plateada ennegrecida. Entre los dos, Ophelia encontró el camino de musgo que conducía a la puerta trasera; en el dintel encontró una palabra tallada en la piedra: ATRÉVETE.

Y esto es lo que Fran vio que hacía Ophelia: después de llamar a la puerta, vaciló apenas un instante y después la abrió.

—¿Hola? Me envía Fran —anunció en voz alta—. Está enferma. ¿Hola?

No contestó nadie.

Así que Ophelia respiró hondo y atravesó el umbral para adentrarse en un pasillo oscuro y abarrotado de cosas. Había una habitación a cada lado y, al final, una escalera. En la losa de piedra que tenía delante decía: ATRÉVETE. ATRÉVETE. A pesar de la invitación, Ophelia no parecía tener la tentación de investigarlas y Fran pensó que era muy sensato por su parte: había pasado la primera prueba con éxito. Lo lógico sería pensar que tras una de las puertas había un salón y que detrás de la otra, una cocina; pero te equivocarías. Una era la Habitación de la Reina y la otra lo que Fran llamaba la Habitación de la Guerra.

Las paredes del pasillo estaban cubiertas de mohosas columnas de revistas, catálogos y periódicos, enciclopedias y novelas góticas. El espacio que quedaba entre ellas era tan estrecho que hasta Ophelia, tan menuda como era, tenía que avanzar de lado. Del interior de bolsas de papel y sacos de plástico sobresalían piernas de muñecas, cubiertos de plata, trofeos de tenis, frascos de conservas, cajas de cerillas vacías y dentaduras postizas, y otros objetos mucho más insólitos. Sería normal pensar que al otro lado de sendas puertas habría aún más pilas a punto de desmoronarse y montones de trastos viejos, y no te equivocarías. Pero también había otras cosas. Al pie de la escalera, grabado en la primera contrahuella, había otro consejo para invitados como Ophelia: ATRÉVETE, ATRÉVETE; PERO NO DEMASIADO.

Fran supo que los dueños de la casa, muy juguetones ellos, habían vuelto a las andadas. Uno había adornado la balaustrada con plumas de pavo real, guirnaldas de Navidad plateadas y hiedra. Otro había pegado a la pared con chinchetas multitud de siluetas recortadas, polaroids, ferrotipos y fotos de revistas; capa sobre capa sobre capa: cientos de ojos vigilando a Ophelia avanzar con cautela por los peldaños.

Tal vez ella no se fiase de que no estuvieran podridos, pero los escalones eran seguros. Alguien había cuidado muy bien de la casa.

Al llegar arriba descubrió que la moqueta era mullida, casi esponjosa. «Musgo —pensó Fran—. Han vuelto a cambiar la decoración. Me costará una eternidad limpiar eso.» Aquí y allá afloraban setas blancas y rojas que formaban bonitos círculos sobre el musgo. También había más juguetes esperando que alguien jugase con ellos: un dinosaurio que necesitaba que le diesen cuerda y un vaquero de pega encaramado a sus hombros de latón y cobre. Cerca del techo, dos dirigibles acorazados flotaban amarrados a una lámpara con sendas cintas color escarlata. Los cañones de los zepelines funcionaban a la perfección y habían perseguido a Fran por el pasillo más de una vez; al llegar a casa había tenido que sacarse los diminutos perdigones de plomo de las espinillas con pinzas. Sin embargo, en ese momento se estaban comportando.

Ophelia pasó frente a una puerta, dos puertas, y se detuvo ante la tercera. Encima había un aviso final: ATRÉVETE, ATRÉVETE; PERO NO DEMASIADO, NO SEA QUE EL CORAZÓN SE TE QUEDE HELADO. Posó la mano en el pomo pero no lo giró. «No tiene miedo, pero tampoco es tonta —pensó Fran—. Eso les gustará.» O no.

Se agachó para meter el sobre de Fran por debajo de la puerta y en ese instante pasó algo: un objeto se deslizó desde su bolsillo y aterrizó sobre la moqueta de musgo.

Ya en el otro extremo del pasillo, se detuvo frente a la primera puerta. Parecía haber oído algo o a alguien. Música, tal vez. O una voz que pronunciaba su nombre. Una invitación. El pobre corazón dolorido de Fran se llenó de dicha: ¡les había caído bien! Pues claro que sí, ¿a quién no le caía bien Ophelia?

Bajó la escalera y pasó por entre las torres de trastos y cacharros. Salió al porche y se sentó en el balancín, pero no se columpió. Parecía estar pendiente de la casa y, al mismo tiempo, del jardincito de rocas de atrás, que enseguida se topaba con la montaña. Había hasta una cascada, y Fran esperaba que a Ophelia le gustase. Porque antes no había nada de eso: era todo en su honor, para Ophelia, que opinaba que las cascadas eran una preciosidad.

Sentada en el porche, no paraba de volver la cabeza a un lado y a otro, como si temiese que alguien se le fuera a acercar a hurtadillas por la espalda. Pero allí no había más que abejorros carpinteros que volvían con sus alforjas de oro y un picapinos que taladraba buscando larvas. Había una marmota en un claro de hierba aplastada, y, cuanto más miraba Ophelia, más cosas veían ella y Fran. Una pareja de crías de zorro durmiendo bajo un laurel. Una cierva y un cervatillo tirando de las enredaderas de los árboles más jóvenes. Hasta un oso pardo que aún conservaba mechones del pelaje del último invierno, olisqueando por encima de la loma que había junto a la casa. Mientras Ophelia se quedaba fascinada, sentada en el porche de aquella morada tan peligrosa, Fran se hizo un ovillo en el sofá; irradiaba olas de calor. Temblaba con tal violencia que le castañeteaban los dientes y se le cayó el catalejo al suelo. «Tal vez me esté muriendo —pensó Fran—, y por eso ha venido Ophelia.»

 

 

 

 

Fran dormitaba y al mismo tiempo estaba atenta a la llegada de Ophelia. Quizá hubiera hecho algo mal y no le enviasen nada para ayudarla. O a lo mejor no le devolvían a Ophelia, con su bonita voz de soprano, su timidez, su amabilidad innata. Sus rizos rubio platino. Les gustaban las cosas brillantes. En cuanto a eso, eran como urracas; y en otros sentidos, también.

Pero, por fin, allí estaba ella, con los ojos como platos y la cara iluminada como un farolillo.

—Fran. Fran, despierta. He ido hasta allí y ¡me he atrevido! ¿Quién vive en esa casa?

—Los del verano —dijo Fran—. ¿Te han dado algo para mí?

Ophelia posó un objeto sobre la colcha. Como todo lo que hacían los del verano, era muy bonito: una ampolla de cristal nacarado del tamaño de un pintalabios con una serpiente esmaltada de color verde enroscada a su alrededor. La cola hacía las veces de tapón. Fran tiró de ella y se desenroscó. De la boca del frasquito salió una pequeña vara y se desenrolló una tira de seda con una leyenda bordada: «Bébeme».

Ophelia contemplaba con los ojos brillantes de tantas maravillas.

—Me senté a esperar y ¡vi dos cachorros de zorro! Se acercaron al porche y arañaron la puerta hasta que se abrió. ¡Entraron tan campantes! Luego salieron y uno de ellos llevaba la botella en la boca; me la dejó a los pies y se marcharon tan contentos hacia el bosque. Fran, ha sido como un cuento de hadas.

—Sí —convino Fran.

Se llevó la ampolla a la boca y se bebió el contenido. Tosió, se pasó el dorso de la mano por los labios y después se la lamió.

—Me refiero a que cuando la gente dice que algo es como un cuento de hadas —aclaró Ophelia—, lo que quieren decir es que alguien se ha enamorado y se ha casado. Que serán felices para siempre. Pero esa casa, esos zorros, son un cuento de verdad. ¿Quiénes son los del verano?

—Así es como los llama mi padre —explicó Fran—. Menos cuando se pone religioso y le da por decir que son demonios que han venido a robarle el alma. Es porque le suministran bebida. Aunque él nunca ha tenido que cuidar de ellos: lo hacía mi madre. Y ahora que ella se ha ido, sólo me ocupo yo.

—¿Cuidas de ellos? —preguntó Ophelia—. ¿Te refieres a los Roberts?

Una ola de tremendo bienestar inundó a Fran. Por primera vez en varios días tenía los pies calientes y la garganta bañada en bálsamo y miel. Ni siquiera sentía la nariz tan irritada y roja.

—Ophelia...

—Dime.

—Creo que me voy a poner bien —dijo Fran—. Y eso es algo que tú has hecho por mí. Has sido valiente y una verdadera amiga, y ahora tengo que pensar cómo devolverte el favor.

—No he sido... —protestó Ophelia—. Quiero decir que me alegro de haberlo hecho, de que me lo pidieras. Prometo que no se lo contaré a nadie.

«Si lo contaras, te arrepentirías», pensó Fran, pero no dijo nada.

—Ophelia, necesito dormir. Después, si quieres, podemos hablar. Si te apetece, te puedes quedar mientras duermo. Pero sólo si quieres. No me importa que seas lesbiana. Hay gofres en la encimera y los dos bollos que has traído. A mí me gustan los de salchicha; el de beicon te lo puedes comer.

Y se quedó dormida antes de que Ophelia tuviera tiempo de contestar.

 

 

 

 

Lo primero que hizo al despertarse fue prepararse un baño. Se pasó revista frente al espejo: el pelo lacio, grasiento y más enredado que la melena de una bruja; además tenía ojeras, y cuando sacó la lengua vio que estaba amarilla. Una vez limpia y vestida, observó que los vaqueros le quedaban flojos y se le notaban todos los huesos.

—Podría comerme un burro —le confesó a Ophelia—, pero de momento me conformo con una cabeza de gato y un par de gofres.

Había zumo de naranja natural que Ophelia había servido en una jarra de cerámica. Fran prefirió no comentarle que a veces su padre la usaba de escupidera.

—¿Te importa si te hago preguntas sobre ellos? —inquirió Ophelia—. Sobre los del verano.

—No creo que pueda responder a todas tus preguntas, pero adelante.

—Cuando llegué allí y entré, pensé que debía de tratarse de una de esas personas que se confinan en casa. Alguien con síndrome de Diógenes. Lo he visto en la tele y a veces guardan hasta su propia caca. Y gatos muertos. Es horrible...

»Pero la cosa fue poniéndose cada vez más rara y, sin embargo, yo no tuve miedo. Me daba la sensación de que allí dentro había alguien y que se alegraban de verme.

—No suelen tener mucha compañía —explicó Fran.

—Sí, bueno..., entonces, ¿por qué acumulan todas esas cosas? ¿De dónde ha salido todo?

—Pues algunas cosas son de catálogos. Me mandan a la oficina de correos a recoger los paquetes. Otras veces se ausentan un tiempo y cuando vuelven traen cacharros. O me dicen lo que necesitan y yo se lo consigo. En general son cosas baratas de las tiendas de beneficencia, aunque una vez tuve que comprar cincuenta kilos de tuberías de cobre.

—¿Por qué? O sea, ¿qué hicieron con ellas?

—Cosas —respondió Fran—. Mi madre los llamaba «los mañosos». No sé qué hacen con todos los trastos, pero regalan cosas. Como juguetes, por ejemplo. Les gustan los niños. Y si haces algo por ellos, están en deuda contigo.

—¿Los has visto alguna vez?

—Sí, de vez en cuando. Pero no muy a menudo. La última vez era más pequeña: son muy tímidos.

Ophelia estaba prácticamente botando en la silla.

—¿Y tú cuidas de ellos? ¡Eso es alucinante! ¿Siempre han vivido allí?

Fran vaciló.

—No sé de dónde vienen y no están siempre allí. A veces están... en otra parte. Mi madre decía que le daban lástima, porque creía que no podían volver a su casa, que quizá los habían echado de algún sitio, como a los cherokees. Viven muchos más años; a lo mejor para siempre, no lo sé. Supongo que allí de donde vienen el tiempo funciona de otro modo, porque a veces desaparecen durante años; pero siempre vuelven. Son gente del verano. Las cosas son así con los que vienen en verano.

—Igual que nosotros, que nos íbamos y después regresábamos —dijo Ophelia—. Eso es lo que pensabas de mí, sólo que ahora vivo aquí.

—Pero tú te puedes ir cuando quieras —se lamentó Fran sin importarle la imagen que daba—. Yo no. Forma parte del trato: la persona que cuida de ellos tiene que quedarse aquí. No puede ir a ningún lado. No te dejan.

—¿Quieres decir que no puedes moverte de aquí? ¿Nunca?

—No —contestó Fran—. Mi madre no tuvo más remedio que quedarse aquí hasta que me tuvo a mí. Y cuando crecí lo suficiente me hice cargo de ellos. Y ella se largó.

—¿Adónde fue?

—A mí no me preguntes... —se lamentó Fran—. Le dieron una tienda de campaña: doblada no ocupa más que un pañuelo y, cuando la montas, por fuera parece que quepan dos personas, pero por dentro es harina de otro costal. Es una casita con dos camas de latón y un ropero con cajones para colgar tus cosas, y una mesa y ventanas con sus cristales. Cuando miras a través de una de ellas, ves el sitio donde has plantado la tienda, pero si te asomas a la otra, ves los dos manzanos, los que hay delante de la casa con el caminito de musgo.

Ophelia asintió.

—Pues las noches que mi padre había estado bebiendo, mi madre solía sacar la tienda para mí y para ella. Un día me pasó la responsabilidad de los del verano, y una mañana, después de haber dormido en la tienda, me desperté y la vi salir por esa ventana. La del paisaje que no debería estar ahí. Se fue por el caminito y desapareció. A lo mejor debería haberla seguido, pero no me moví del sitio.

—¿Adónde fue?

—Bueno, aquí no está... —dijo Fran—. Más no sé. Lo que tengo claro es que debo ocupar su lugar. Me imagino que no va a volver.

—No tendría que haberte dejado sola. Eso está muy feo, Fran.

—Ojalá pudiera irme aunque fuese unos días —se quejó—. Ir a San Francisco y ver el Golden Gate. Meter los pies en el Pacífico. Me gustaría comprarme una guitarra y tocar baladas antiguas en la calle. Quedarme allí una temporadita y luego seguir con mis obligaciones.

—Me encantaría ir a California —dijo Ophelia.

Se quedaron en silencio durante un minuto.

—Ojalá pudiera ayudarte. Ya sabes, con la casa y con los del verano. No es justo que lo tengas que hacer todo sola todo el tiempo.

—Ya te debo una por ayudarme con la casa de los Roberts. Y por venir a verme cuando estaba enferma y por ir a buscar ayuda.

—Es que sé lo que se siente estando sola. Cuando no puedes hablar sobre ciertas cosas. Lo digo en serio, Fran: haré lo que pueda por ayudarte.

—No dudo de que hables en serio —dijo Fran—, pero creo que no te das cuenta de lo que eso significa. Aunque, si quieres, puedes ir a la casa una vez más; porque me has hecho un favor y no sé cómo pagártelo de otro modo. Hay una habitación en la que te puedes quedar a dormir y, si lo haces, ves tu deseo más profundo. Si quieres te llevo esta noche y te la enseño. Además, creo que te dejaste algo allí.

—Ah, ¿sí? —se sorprendió Ophelia—. ¿El qué? —Rebuscó en los bolsillos—. Mierda, el iPod. ¿Cómo lo sabes?

Fran se encogió de hombros.

—Tranquila, no te lo robará nadie. Estoy segura de que estarán encantados de verte otra vez. Si no les hubieras caído bien, ya te habrías enterado.

 

 

 

 

Fran estaba ordenando el desbarajuste de la casa cuando los del verano le hicieron saber que necesitaban unas cuantas cosas.

—¿Es que no puedo estar tranquila ni tan sólo un minuto? —rezongó.

Le dijeron que había tenido cuatro días.

—Y no penséis que no os lo agradezco, teniendo en cuenta lo hecha polvo que estaba.

Aun así, dejó la sartén en remojo en el fregadero y escribió lo que le pedían.

Guardó los juguetes sin saber muy bien qué le había hecho sacarlos. Quizá había sido porque siempre que se ponía enferma se acordaba de su madre. Eso no tenía nada de malo.

Cuando Ophelia volvió a las cinco llevaba el pelo recogido en una coleta y una linterna y un termo en el bolsillo, como si se creyera Lara Croft.

—Aquí arriba oscurece muy pronto —dijo—. Es como si fuera Halloween o algo así, como si me llevases a una casa encantada.

—No son fantasmas —dijo Fran—. Ni demonios ni nada parecido. A menos que los fastidies, no hacen nada. Y si los haces enfadar, te hacen alguna perrería y tan amigos.

—¿Como qué?

—Una vez estaba fregando los platos y rompí una taza de té. Se te acercan sin que te enteres y te pellizcan. —Aún tenía marcas en los brazos a pesar de no haber roto un plato desde hacía años—. Últimamente han estado haciendo como todo el mundo en estos lares: recrear batallas. Han montado un campo de batalla en la sala grande de la planta baja, pero no es la Guerra entre Estados. Supongo que será una de las suyas. Han construido dirigibles y sumergibles y dragones mecánicos con sus caballeros y toda clase de juguetitos con los que luchar. A veces, cuando se aburren, me hacen ir para que les haga de público; sólo que no siempre se fijan mucho en hacia dónde apuntan con los cañones.

Miró a Ophelia y supo que estaba hablando demasiado.

—Bueno, es que están acostumbrados a mí y saben que no tengo más remedio que aguantar sus travesuras.

Esa tarde había tenido que conducir hasta Chattanooga para ir a una tienda de segunda mano en particular. La habían enviado a por un reproductor de DVD usado, un equipo de equitación y todos los bañadores que pudiera comprar. Entre eso y la gasolina, se había gastado setenta dólares. Y durante todo el viaje la luz de aviso del salpicadero había estado encendida. Pero al menos no era entre semana y no tenía que ir a clase: no era fácil explicar que habías hecho campana porque las voces de dentro de tu cabeza te habían dicho que necesitaban una silla de montar.

Había ido hasta allí y después lo había llevado todo a la casa, sin decirle nada a Ophelia porque no hacía falta molestarla con eso. Había encontrado el iPod descansando justo delante de la puerta.

—Toma, te he traído esto.

—¡Mi iPod! —exclamó Ophelia, y le dio la vuelta—. ¿Esto lo han hecho ellos?

El aparato pesaba más que antes. En lugar de la funda de silicona rosa tenía una de nogal con incrustaciones de ébano y metal.

—Una libélula.

—Un caballito del diablo. Así los llama mi padre.

—¿Lo han hecho para mí?

—Te adornarían una chaqueta vaquera con pedrería si te la dejases en su casa. En serio, lo tienen que tocar todo.

—¡Qué guay! —dijo Ophelia—. Aunque mi madre no se lo va a tragar cuando le diga que la he comprado en el centro comercial.

—No lleves nada de metal —le advirtió Fran—. Nada de pendientes, ni siquiera las llaves del coche, o cuando te despiertes las habrán fundido para hacer armaduras para muñecas y vete a saber qué más.

 

 

 

 

Al llegar a donde la carretera se cruza con el riachuelo, se quitaron los zapatos. El agua aún estaba fría por los restos del deshielo.

—Creo que tendría que haberles traído un regalo — dijo Ophelia.

—Podrías coger unas flores silvestres —respondió Fran—. Aunque estarían igual de contentos con carroña.

—¡¿Roña?!

—No, cualquier bicho muerto de la carretera. Pero la roña también vale.

Ophelia hizo girar la ruedecilla del iPod.

—Aquí hay canciones que no tenía antes.

—Sí, también les gusta la música.

—¿Qué me decías de ir a San Francisco a tocar en la calle? —preguntó Ophelia—. Yo no me imagino haciendo eso.

—Bueno, no lo voy a hacer nunca, pero sí me lo imagino.

 

 

 

 

Cuando llegaron a la casa había ciervos pastando en el jardín. La última luz de la tarde rozaba los manzanos, el vivo y el muerto, y de las vigas del porche colgaban hileras de farolillos chinos.

—Hay que aproximarse a la casa por entre los dos árboles —dijo Fran—, por el camino. De lo contrario, ni te acercas. Y yo solamente uso la puerta de atrás.

Llamó a la puerta. ATRÉVETE. ATRÉVETE.

—Soy yo. Y Ophelia, la que se dejó el iPod.

Vio que Ophelia abría la boca, y se apresuró a hablar:

—¡No! No les gusta que les den las gracias. Para ellos es como veneno. Adelante, güelcom. Ven, que te enseño la casa.

Cruzaron el umbral, Fran por delante.

—Atrás está el lavadero donde hago la colada. Hay un horno antiguo de piedra para cocinar y una barbacoa, aunque no sé por qué: no comen carne. De todos modos, supongo que eso te da igual.

—¿Qué hay en esta habitación? —quiso saber Ophelia.

—Ehh... Bueno, más que nada, hay un montón de cacharros. Les gusta acumular cosas. Pero por ahí dentro, en el fondo, está lo que yo creo que podría ser la reina.

—¿Una reina?

—Yo la llamo así. Como en las colmenas, que en uno de los panales está la reina y el resto de las abejas la atienden.

»Por lo que yo sé, eso es lo que hay ahí. Es muy grande y no muy guapa que digamos, y siempre están entrando y saliendo con comida para ella. Creo que aún no ha crecido del todo. Llevo un tiempo pensando en lo que decía mi madre, que los habían echado de algún sitio. Porque las abejas también lo hacen, ¿verdad? Cuando hay demasiadas reinas, se van y fundan otra colmena.

—Creo que sí.

—La reina es de donde saca mi padre la bebida, y a él no le da guerra ninguna. Tienen una especie de alambique montado ahí dentro y, de vez en cuando, si no está muy por la labor de ser cristiano, entra y les quita un poquitín de nada. Es exageradamente dulce.

—¿Nos están... nos están escuchando?

A modo de respuesta se oyeron unos clics que venían de la Habitación de la Guerra. Ophelia se sobresaltó.

—¿Qué es eso?

—¿Te acuerdas de lo que te dije de que les había dado por recrear batallas? No te asustes: es genial.

Y le dio un pequeño empujón para que entrase en la Habitación de la Guerra.

De todas las de la casa, ésa era la preferida de Fran, por mucho que a veces la bombardeasen desde los dirigibles o disparasen los cañones sin preocuparse demasiado de dónde estaba ella. Las paredes estaban hechas de estaño y cobre batidos, pedacitos de chatarra sujetos con clavos. En el suelo había materiales moldeados que representaban montañas a escala, bosques y llanos en los que ejércitos en miniatura libraban desesperadas batallas. Junto al gran ventanal, había una piscinita hinchable con una máquina que hacía olas. Allí estaban los barquitos y los submarinos, y de vez en cuando una de las naves se hundía y salían los cadáveres flotando hasta el borde de la piscina. Tenían hasta una serpiente marina hecha de tubos y anillas metálicas que nadaba haciendo círculos eternos; y, hacia la puerta, un río de aguas mansas que, además de apestar, corría rojo y teñía las orillas. Los del verano no paraban de construir puentes en miniatura y de hacerlos volar por los aires.

En lo alto estaban las fantásticas siluetas de los dirigibles y de los dragones, que colgaban de cordeles, surcando el aire a perpetuidad. También había un globo rodeado de neblina, pero Fran no había conseguido averiguar cómo estaba colgado ni de dónde venía la luz que irradiaba; solía quedarse varios días cerca del techo pintado para luego bajar hasta el mar de plástico, dependiendo de algún calendario particular de los del verano.

—Una vez estuve en una casa —dijo Ophelia—, de un amigo de mi padre. Creo que era anestesiólogo. En el sótano tenía una maqueta de tren que ni te imaginas lo enrevesada que era; pero si él viese esto, se moriría de envidia.

—Creo que allí hay una reina —le contó Fran—, rodeada de sus caballeros. Y allí otra, pero mucho más pequeña. Me pregunto quién ganaría.

—A lo mejor la batalla no ha empezado. O están luchando ahora.

—Es posible. Ojalá hubiera un libro que contase todo lo que está pasando. Venga, vamos, que te enseño la habitación en la que vas a dormir.

Subieron la escalera. ATRÉVETE, ATRÉVETE; PERO NO DEMASIADO. La moqueta de musgo del primer piso se veía ya un poco desgastada.

—La semana pasada estuve un día entero de rodillas, fregando las tablas de madera. Y lo siguiente que se les ocurre es poner un montón de tierra encima. Como ellos no van a limpiarlo...

—Yo te puedo ayudar, si quieres.

—No lo he dicho para ver si colaba; pero, ya que te ofreces, acepto. La primera puerta es el baño. El váter no tiene nada de peculiar, pero de la bañera no sé nada: nunca he sentido la necesidad de meterme dentro. —Abrió la segunda puerta—. Aquí es donde vas a dormir.

Era una habitación preciosa, decorada en tonos naranja, óxido, dorado, rosa y mandarina. Las paredes estaban forradas con recortes en forma de hoja, hechos de todo tipo de vestidos, camisetas y cualquier cosa que se te ocurra. La madre de Fran había pasado buena parte de un año entero recorriendo las tiendas de segunda mano, escogiendo las telas según los dibujos, texturas y colores. Entre las hojas nadaban serpientes y pececitos de pan de oro. Tal como Fran recordaba, cuando salía el sol, el conjunto era deslumbrante.

Sobre la cama, que tenía forma de cisne, había una estrambótica colcha de color rosa y dorado. A los pies, un baúl de sauce, para dejar la ropa. El colchón estaba relleno de plumón de cuervo; Fran había ayudado a su madre a cazarlos y desplumarlos. Debían de haber matado un centenar.

—¡Vaya! —exclamó Ophelia—. No me lo puedo creer.

—Siempre me ha dado la sensación de que es como estar metida en una botella de naranjada —dijo Fran—, pero para bien.

—Me gusta la naranjada. Pero esto es como del espacio exterior.

Sobre la mesita de noche había una pila de libros. Como todo lo demás, los habían escogido por los colores de las solapas. La madre de Fran le contó una vez que aquel cuarto había sido de otro color: ¿verde y azul, tal vez? O sauce y pavo real y del color de la medianoche. Se preguntó quién habría traído todas las cosas para decorarla cuando fue de esos tonos. A lo mejor había sido el bisabuelo de Fran o alguien que estuviera incluso más arriba en el árbol genealógico.

¿Quién había sido el primero en cuidar de los del verano? Su madre nunca fue muy generosa con las historias, y Fran sólo conocía algún episodio de aquí y de allá.

En cualquier caso, era difícil saber qué le gustaría oír a Ophelia y qué la angustiaría. A Fran, después de tantos años, todo el asunto le parecía agradable y perturbador a partes iguales.

Finalmente, le hizo una advertencia:

—Ni se te ocurra abrir la puerta por donde metiste el sobre que te di. No debes entrar allí jamás.

—Como Barba Azul.

—Por ahí es por donde van y vienen. La verdad es que creo que ni siquiera ellos la abren muy a menudo.

Alguna vez había mirado a través del ojo de la cerradura y en una de esas ocasiones vio un río ensangrentado. Estaba segura de que si atravesabas la puerta, lo más probable era que no regresases.

—¿Te importa si te hago otra pregunta tonta? —dijo Ophelia—. ¿Dónde están ahora?

—Aquí. O en el bosque, persiguiendo chotacabras. Ya te he dicho que casi nunca los veo.

—Entonces, ¿cómo sabes qué necesitan que hagas?

—Se me meten en la cabeza. No sé cómo explicártelo..., pero se me meten en la mollera y me llaman la atención. Es como tener un picor muy molesto o algo así; desaparece cuando hago lo que me piden.

—Oh, Fran... No sé si los del verano me caen tan bien como yo creía.

—No siempre es tan horrible. Supongo que, más bien, es complicado.

—La próxima vez que mi madre me mande ayudarla a abrillantar la cubertería no me quejaré. ¿Nos comemos los bocadillos ahora o los guardamos para cuando nos despertemos por la noche? Estaba pensando que, seguramente, averiguar mis deseos más profundos me dará hambre.

—Yo no puedo quedarme —dijo Fran con sorpresa—. Mecachis, creía que me habías entendido bien — añadió al ver la cara de Ophelia—: esto es sólo para ti.

Ophelia seguía mirándola sin comprender.

—¿Es porque sólo hay una cama? Si quieres yo duermo en el suelo, si tienes miedo de que te vaya a tirar los trastos.

—No, no es eso. Es que no dejan que una persona duerma aquí más de una vez. Una y nada más.

—¿Me vas a dejar aquí sola?

—Sí. A no ser que prefieras volver conmigo, si tienes miedo.

—Y si me voy contigo, ¿podré volver otro día?

—No.

Ophelia se sentó sobre la colcha dorada y la alisó con la palma. Se mordió el labio sin atreverse a mirar a Fran a los ojos.

—De acuerdo, me quedo. —Se echó a reír—. ¿Cómo no me voy a quedar?

—¿Estás segura?

—No, pero si me echases no lo soportaría. Cuando tú dormiste aquí, ¿tuviste miedo?

—Un poco —reconoció Fran—. Pero la cama era cómoda y dejé la luz encendida. Leí un rato y enseguida me dormí.

—¿Viste tu deseo más profundo?

—Sí —respondió Fran, pero no dijo nada más.

—Muy bien. Supongo que tendrás que irte, ¿verdad?

—Volveré por la mañana —dijo Fran—. Antes de que te despiertes y todo.

—Gracias —contestó Ophelia.

Pero Fran no se movió del sitio.

—¿Hablabas en serio cuando decías que querías ayudarme?

—¿A cuidar de la casa? Sí, por supuesto. Deberías ir a San Francisco algún día; no es justo que tengas que quedarte aquí toda la vida sin tener vacaciones ni nada. ¡Ni que fueras una esclava!

—No sé lo que soy —admitió Fran—. Supongo que algún día tendré que averiguarlo.

—Bueno, ya lo hablaremos mañana. Durante el desayuno. Tú me cuentas lo que menos te gusta del trabajo y yo cuál es mi deseo más profundo.

—Ay, casi se me olvida: cuando te despiertes, no te sorprendas si te han dejado un regalo. Te hablo de los del verano. Será algo que ellos piensen que necesitas o que quieres, pero no estás obligada a aceptarlo. No hace falta que lo hagas por educación ni nada de eso.

—Vale. Reflexionaré sobre si realmente quiero o necesito el regalo. No dejaré que el falso glamour me ciegue.

—Muy bien. —Se inclinó sobre Ophelia y le dio un beso en la frente—. Que duermas bien, Phelia. Sueña cosas bonitas.

 

 

 

 

Fran salió de la casa sin interferencia alguna de los del verano, aunque la verdad es que no sabía si esperaba toparse con alguno de ellos. Bajando la escalera dijo en un tono mucho más fiero de lo que pretendía:

—Sed buenos con ella. No le hagáis ninguna travesura.

Entró a ver si la reina estaba bien, que estaba mudando de nuevo.

En lugar de salir por la puerta de atrás, salió por la de delante: algo que siempre había querido hacer. No pasó nada malo y caminó colina abajo con una extraña sensación de decepción. Para asegurarse de que no había olvidado nada, repasó mentalmente la lista de cosas que debía hacer. No faltaba nada: todo estaba bajo control.

Sólo que, naturalmente, no era cierto. En primer lugar, la guitarra que estaba apoyada contra la puerta de su casa. Era un instrumento precioso: le pareció que las cuerdas eran de plata, y cuando las rasgó su tono era dulce y puro, y le recordó —no le cabía duda de que estaba hecho a propósito— a la voz de Ophelia. Las clavijas eran de oro y tenían la forma de cabezas de búho. Salpicadas entre los trastes había incrustadas rosas de nácar. Era la chatarra más chabacana que le habían regalado.

—Bueno, bien —dijo Fran—, ya veo que no os importa lo que le he contado.

Se rio aliviada.

—¿Qué le has dicho a quién y por qué? —preguntó alguien.

Fran cogió la guitarra y la sujetó como si fuera un arma.

—¿Papá?

—Deja eso —le ordenó la voz.

Un hombre salió de la sombra que proyectaba el rosal.

—No soy el condenado de tu padre. Pero, ya que lo mencionas, me gustaría saber por dónde para.

—Ryan Shoemaker —dijo Fran, y posó la guitarra en el suelo. Otro hombre salió a la luz—. Y Kyle Rainey.

—¿Qué tal, Fran? —preguntó Kyle, y escupió en el suelo—. Como dice Ryan, estamos buscando a tu papi.

—Si llama, ya le diré que habéis venido a verlo.

Ryan encendió un cigarrillo y la miró por encima de la llama del mechero.

—Se lo queríamos preguntar a tu padre, pero supongo que tú también nos podrías ayudar.

—No es muy probable, pero venga. Dime.

—Tu padre se había comprometido a traernos un poco de eso dulce que consigue —contó Kyle—. Sólo que, de vuelta, se puso a rumiar. Y, tratándose de tu padre, eso nunca ha sido buena señal. Nos salió con que Jesús quería que vertiese hasta la última gota y eso es lo que hizo: lo tiró todo por la ventanilla. Si no hubiese sido un tipo con suerte, alguna chispa podría haber prendido, pero supongo que Jesús no quiere mirarlo a la cara todavía.

—Y por si eso fuera poco —siguió Ryan—, cuando llegamos a la tienda, Jesús le mandó entrar en la furgoneta y cargarse todas las botellas de Andy. Cuando nos dimos cuenta de lo que estaba pasando, no quedaban más que dos botellas de Kahlua y un paquete de seis botellas de sangría.

—No, una de ésas también la rompió —dijo Kyle—. Y se largó antes de que pudiéramos hablar con él.

—Siento mucho que os haya pasado todo eso —dijo Fran—, pero no sé qué tiene que ver conmigo.

—Lo que tiene que ver es que hemos estado hablando entre nosotros y nos parece que tu papá nos podría permitir la entrada a algunos de los mejores hogares de la zona. Tengo entendido que a los veraneantes les gusta mucho empinar el codo.

—A ver si lo he entendido bien: ¿me estás diciendo que veníais con la esperanza de que mi padre os compensase convirtiéndose en cómplice de allanamiento de morada?

—O quizá le podría pagar a Andy en especias —dijo Ryan—, con un poco de lo bueno.

—Antes tendrá que consultarlo con Jesús —contestó Fran—. Me imagino que es más probable que lo primero, pero tendréis que esperar hasta que Jesús y él estén hartos el uno del otro.

—La cuestión es que no soy un hombre muy paciente. Y es verdad que tu padre no está disponible, pero tú sí. Apuesto a que nos puedes dejar entrar en un par de casas.

—O nos podrías chivar dónde esconde tu padre el alijo rico rico.

—¿Y si no hago ninguna de las dos cosas? —preguntó Fran con los brazos cruzados.

—Vamos a ver, el problema es el siguiente, Fran — dijo Kyle—: Ryan no ha estado de muy buen humor estos días. Ayer le mordió el brazo al ayudante del sheriff en un bar. Y por eso no hemos podido venir antes.

Fran dio un paso atrás.

—Espera, espera. Si os digo una cosa, tenéis que prometer que no se lo diréis a mi padre, ¿de acuerdo? Siguiendo por la carretera hay una casa que sólo conocemos él y yo. Allí no vive nadie, así que instaló el alambique en una de las habitaciones. Tiene un montón de cosas almacenadas. Os voy a llevar hasta la casa, pero no podéis decirle nada.

—Claro que no, cielo —dijo Kyle—. No queremos separar a la familia. Sólo conseguir lo que nos merecemos.

Así que Fran se vio caminando de nuevo por la carretera. Se mojó los pies al cruzar el riachuelo y se mantuvo tan lejos de Kyle y Ryan como juzgó prudente.

Al llegar a la casa, Kyle soltó un silbidito.

—Esto es como un castillo en ruinas.

—Espera a ver lo que hay dentro.

Los llevó por la parte de atrás y abrió la puerta.

—Disculpad que no haya luz. Siempre estamos con los cortes de electricidad, por eso mi padre suele venir con una linterna. ¿Voy a buscar una?

—Tenemos cerillas —dijo Ryan—. Quédate aquí.

—El alambique está en la habitación de la derecha. Id con cuidado, porque lo tiene montado en una especie de laberinto de periódicos y de cachivaches.

—¡No veas qué oscuro se está aquí a estas horas de la noche! —exclamó Kyle mientras palpaba las paredes del pasillo—. Creo que ésta es la puerta. Desde luego, huele a lo que estoy buscando, así que me dejaré guiar por la nariz. No habrá trampas, ¿verdad?

—No, señor —contestó Fran—. Él mismo habría saltado por los aires unas cuantas veces si así fuera.

—Pues yo prefiero ver por dónde voy —dijo Ryan, y se encendió un cigarrillo.

—Sí, señor.

—¿Hay algún sitio donde mear en esta ruina?

—La tercera puerta a la izquierda, en el piso de arriba. La puerta se atranca un poco.

Fran esperó hasta que supuso que Ryan había llegado arriba y salió por la puerta de atrás sin hacer ruido. Oía a Kyle caminando a tientas hacia el centro de la Habitación de la Reina y se preguntó qué opinaría ella de él. Ophelia no le preocupaba: era una invitada y, en cualquier caso, los del verano no permitían que les ocurriese nada malo a los que cuidaban de ellos.

Cuando salió afuera, una persona del verano estaba tendida en el balancín del porche, sacando punta a un palo con un cuchillo afilado.

—Buenas noches —dijo Fran, y lo saludó con la cabeza.

El personaje del verano ni siquiera la miró. Era uno de los más hermosos, de los que dolía tener que mirar a hurtadillas, porque no los podías observar directamente. Fran estaba convencida de que así era como te atrapaban: como un animalillo delante de los faros de un coche. Al final apartó la mirada y salió como alma que lleva el diablo por la escalera del porche. Cuando se detuvo y miró atrás, seguía allí sentado, sonriendo y sacando punta al pobre palo.

 

 

 

 

Al llegar a Nueva York vendió la guitarra. Con lo que le quedaba de los doscientos dólares de su padre había comprado un billete de autobús y un par de hamburguesas en la estación. Con la guitarra consiguió otros seiscientos, que usó para comprar un billete de avión a París, donde conoció a un chico libanés que vivía de okupa en una vieja fábrica. Un día volvió del hotel en el que trabajaba sin contrato y se lo encontró registrándole la mochila: tenía el huevo mono en la mano. Le dio cuerda y lo puso a bailar en el suelo sucio. Lo contemplaron hasta que se le acabó la cuerda y él dijo: «Très jolie».

Era unos días después de Navidad y en el pelo se le derretía la nieve que le había caído encima. No tenían calefacción ni agua corriente. Hacía días que tenía una tos terrible. Se sentó junto a su chico, y cuando él empezó a darle cuerda al huevo otra vez, ella levantó la mano para que parase.

No recordaba haberlo metido en la maleta. Claro que era posible que no lo hubiera hecho. ¿Quién sabe si además de sitios para el verano tenían otros para el invierno? No le extrañaría que fuesen grandes viajeros.

Al cabo de unos días el chico libanés se marchó, tal vez en busca de un lugar donde hiciera menos frío. Se llevó el huevo consigo y, después de eso, todo lo que Fran tenía para acordarse de casa era la tienda de campaña que guardaba en el monedero como si fuera un pañuelo sucio.

Han pasado dos años y, de vez en cuando, mientras limpia habitaciones en la pensión, Fran cierra la puerta, monta el pañuelo-tienda y se mete dentro. Mira los dos manzanos por la ventana, el muerto y el vivo, y se dice a sí misma que pronto volverá a casa. 

 

 

 

 

 

 

 

 


  


viernes, 4 de febrero de 2022

Mario Vargas Llosa El Paraíso en la otra esquina. (Fragmento).

 

 

 


 

Mario Vargas Llosa

El Paraíso en la otra esquina


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

@Mario Vargas Llosa, 2003

@Santillana Ediciones Generales, S. L. (Primera edición, 2003) @ De esta edición:

Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. (Primera edición, 2003) Beazley 3860, (1437) Buenos Aires

www.alfaguara.com.ar

ISBN: 950-511-821-X

Hecho el depósito que indica la ley 11.723

@ Disefío: Proyecto de Enric Satué @ Cubierta: Archivo Santillana

Impreso en la Argentina. Printed in Argentina Primera edición: abril de 2003

Todos los derechos reservados. Es.. publicación no puede ser

reproducida, ni en rodo ni en parte, ni regisr..da en o rransmirida por un sisrema de recuperación

de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea meclnico, foroqutmico, electrónico, magnérico, elecrroóptico, por fotocopia,

o cualquier otro, sin el permiso previo por esctito de la editorial.


 

 

 

 

 

ÍNDICE

 

 

I. Flora en Auxerre. 6

II. Un demonio vigila a la niña. 13

III. Bastarda y prófuga. 24

IV. Aguas misteriosas. 34

V. La sombra de Charles Fourier 45

VI. Annah, la Javanesa París, octubre de 1893. 56

VII. Noticias del Perú Roanne y Saint-Étienne, junio de 1844. 66

VIII. Retrato de Aline Gauguin Punaauia, mayo de 1897. 78

IX. La travesía Avignon, julio de 1844. 89

X. Nevermore Punaauia, mayo de 1897. 100

XI. Arequipa Marsella, julio de 1844. 111

XII. ¿Quiénes somos? Punaauia, mayo de 1898. 122

XIII. La monja Gutiérrez Toulon, agosto de 1844. 127

XIV. La lucha con el ángel Papeete, septiembre de 1901. 138

XV. La batalla de Cangalla Nimes, agosto de 1844. 149

XVI. La Casa del Placer Atuona (Hiva Da), julio de 1902. 161

XVII. Palabras para cambiar el mundo Montpellier, agosto de 1844. 173

XVIII. El vicio tardío Atuona, diciembre de 1902. 183

XIX. La ciudad-monstruo. 196

XX. El hechicero de Hiva Oa Atuona, Hiva Da, marzo de 1903. 208

XXI. La última batalla Burdeos, noviembre de 1844. 220

XXII. Caballos rosados Atuona, Hiva Da, mayo de 1903. 231

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

A Carmen Balcells, la amiga de toda la vida.


 

 

 

 

 

 

 

 

 

«¿Qué sería, pues, de nosotros, sin la ayuda de lo que no existe?»

PAUL VALÉRY, Breve epístola sobre el mito

 


I. Flora en Auxerre

Abril de 1844

Abrió los ojos a las cuatro de la madrugada y pensó: «Hoy comienzas a cambiar el mundo, Florita». No la abrumaba la perspectiva de poner en marcha la maquinaria que al cabo de algunos años transformaría a la humanidad, desapareciendo la injusticia. Se sentía tranquila, con fuerzas para enfrentar los obstáculos que le saldrían al paso. Como aquella tarde en Saint—Germain, diez años atrás, en la primera reunión de los sansimonianos, cuando, escuchando a Prosper Enfantin describir a la pareja—mesías que redimiría al mundo, se prometió a sí misma, con fuerza: «La mujer—mesías serás tú». ¡Pobres sansimonianos, con sus jerarquías enloquecidas, su fanático amor a la ciencia y su idea de que bastaba poner en el gobierno a los industriales y administrar la sociedad como una empresa para alcanzar el progreso! Los habías dejado muy atrás, Andaluza.

Se levantó, se aseó y se vistió, sin prisa. La noche anterior, luego de la visita que le hizo el pintor Jules Laure para desearle suerte en su gira, había terminado de alistar su equipaje, y con Marie—Madeleine, la criada, y el aguatero Noel Taphanello bajaron al pie de la escalera. Ella misma se ocupó de la bolsa con los ejemplares recién impresos de La Unión Obrera; debía pararse cada cierto número de escalones a tomar aliento, pues pesaba muchísimo. Cuando el coche llegó a la casa de la rue du Bac para llevada al embarcadero, Flora llevaba despierta varias horas.

Era aún noche cerrada. Habían apagado los faroles de gas de las esquinas y el cochero, sumergido en un capote que sólo le dejaba los ojos al aire, estimulaba a los caballos con una fusta sibilante. Escuchó repicar las campanas de Saint—Sulpice. Las calles, solitarias y oscuras, le parecieron fantasmales. Pero, a las orillas del Sena, el embarcadero hervía de pasajeros, marineros y cargadores preparando la partida. Oyó órdenes y exclamaciones. Cuando el barco zarpó, trazando una estela de espuma en las aguas pardas del río, brillaba el sol en un cielo primaveral y Flora tomaba un té caliente en la cabina. Sin pérdida de tiempo, anotó en su diario: 12 de abril de 1844. Y de inmediato se puso a estudiar a sus compañeros de viaje. Llegarían a Auxerre al anochecer. Doce horas para enriquecer tus conocimientos sobre pobres y ricos en este muestrario fluvial, Florita.

Viajaban pocos burgueses. Buen número de marineros de los barcos que traían a París productos agrícolas desde Joigny y Auxerre, regresaban a su lugar de origen. Rodeaban a su patrón, un pelirrojo peludo, hosco y cincuentón con el que Flora tuvo una amigable charla. Sentado en la cubierta en medio de sus hombres, a las nueve de la mañana les dio pan a discreción, siete u ocho rábanos, una pizca de sal y dos huevos duros por cabeza. Y, en un vaso de estaño que circuló de mano en mano, un traguito de vino del país. Estos marineros de mercancías ganaban un franco y medio por día de faena, y, en los largos inviernos, pasaban penurias para sobrevivir. Su trabajo a la intemperie era duro en época de lluvias. Pero, en la relación de estos hombres con el patrón Flora no advirtió el servilismo de esos marineros ingleses que apenas osaban mirar a los ojos a sus jefes. A las tres de la tarde, el patrón les sirvió la última comida del día: rebanadas de jamón, queso y pan, que ellos comieron en silencio, sentados en círculo.

En el puerto de Auxerre, le tomó un tiempo infernal desembarcar el equipaje. El cerrajero Pierre Moreau le había reservado un albergue céntrico, pequeño y viejo, al que llegó al amanecer. Mientras des empacaba, brotaron las primeras luces. Se metió a la cama, sabiendo que no pegaría los ojos. Pero, por primera vez en mucho tiempo, en las pocas horas que estuvo tendida viendo aumentar el día a través de las cortinillas de cretona, no fantaseó en torno a su misión, la humanidad doliente ni los obreros que reclutaría para la Unión Obrera. Pensó en la casa donde nació, en Vaugirard, la periferia de París, barrio de esos burgueses que ahora detestaba. ¿Recordabas esa casa, amplia, cómoda, de cuidados jardines y atareadas mucamas, o las descripciones que de ella te hada tu madre, cuando ya no eran ricas sino pobres y la desvalida señora se consolaba con esos recuerdos lisonjeros de las goteras, la promiscuidad, el hacinamiento y la fealdad de los dos cuartitos de la me du Fouarre? Tuvieron que refugiarse allí luego de que las autoridades les arrebataron la casa de Vaugirard alegando que el matrimonio de tus padres, hecho en Bilbao por un curita francés expatriado, no tenía validez, y que don Mariano Tristán, español del Perú, era ciudadano de un país con el que Francia estaba en guerra.

Lo probable, Florita, era que tu memoria retuviera de esos primeros años sólo lo que tu madre te contó. Eras muy pequeña para recordar los jardineros, las mucamas, los muebles forrados de seda y terciopelo, los pesados cortinajes, los objetos de plata, oro, cristal y loza pintada a mano que adornaban la sala y el comedor. Madame Tristán huía al esplendoroso pasado de Vaugirard para no ver la penuria y las miserias de la maloliente Place Maubert, hirviendo de pordioseros, vagabundos y gentes de mal vivir, ni esa rue du Fouarre llena de tabernas, donde tú habías pasado unos años de infancia que, ésos sí, recordabas muy bien. Subir y bajar las palanganas del agua, subir y bajar las bolsas de basura. Temerosa de encontrar, en la escalerita empinada de peldaños apolillados que crujían, a ese viejo borracho de cara cárdena y nariz hinchada, el tío Giuseppe, mano larga que te ensuciaba con su mirada y, a veces, pellizcaba. Años de escasez, de miedo, de hambre, de tristeza, sobre todo cuando tu madre caía en un estupor anonadado, incapaz de aceptar su desgracia, después de haber vivido como una reina, con su marido —su legítimo marido ante Dios, pese a quien pesara—, don Mariano Tristán y Moscoso, coronel de los ejércitos del rey de España, muerto prematuramente de una apoplejía fulminante el 4 de junio de 1807, cuando tú tenías apenas cuatro años y dos meses de edad.

Era también improbable que te acordaras de tu padre. La cara llena, las espesas cejas y el bigote encrespado, la tez levemente rosácea, las manos con sortijas, las largas patillas grises del don Mariano que te venían a la memoria no eran los del padre de carne y hueso que te llevaba en brazos a ver revolotear las mariposas entre las flores del jardín de Vaugirard, y, a veces, se comedía a darte el biberón, ese señor que pasaba horas en su estudio leyendo crónicas de viajeros franceses por el Perú, el don Mariano al que venía a visitar el joven Simón Bolívar, futuro Libertador de Venezuela, Colombia, Ecuador, Bolivia y Perú. Eran los del retrato que tu madre lucía en su velador en el pisito de la rue du Fouarre. Eran los de los óleos de don Mariano que poseía la familia Tristán en la casa de Santo Domingo, en Arequipa, y que pasaste horas contemplando hasta convencerte de que ese señor apuesto, elegante y próspero, era tu progenitor.

Escuchó los primeros ruidos de la mañana en las calles de Auxerre. Flora sabía que no dormiría más. Sus citas comenzaban a las nueve. Había concertado varias, gracias al cerrajero Moreau y a las cartas de recomendación del buen Agricol Perdiguier a sus amigos de las sociedades obreras de ayuda mutua de la región. Tenías tiempo. Un rato más en cama te daría fuerzas para estar a la altura de las circunstancias, Andaluza.

¿Qué habría pasado si el coronel don Mariano Tristán hubiera vivido muchos años más? No hubieras conocido la pobreza, Florita. Gracias a una buena dote, estarías casada con un burgués y acaso vivirías en una bella mansión rodeada de parques, en Vaugirard. Ignorarías lo que es irse a la cama con las tripas torcidas de hambre, no sabrías el significado de conceptos como discriminación y explotación. Injusticia sería para ti una palabra abstracta. Pero, tal vez, tus padres te habrían dado una instrucción: colegios, profesores, un tutor. Aunque, no era seguro: una niña de buena familia era educada solamente para pescar marido y ser una buena madre y ama de casa. Desconocerías todas las cosas que debiste aprender por necesidad. Bueno, sí, no tendrías esas faltas de ortografía que te han avergonzado toda tu vida y, sin duda, hubieras leído más libros de los que has leído. Te habrías pasado los años ocupada en tu guardarropa, cuidando tus manos, tus ojos, tus cabellos, tu cintura, haciendo una vida mundana de saraos, bailes, teatros, meriendas, excursiones, coqueterías. Serías un bello parásito enquistado en tu buen matrimonio. Nunca hubieras sentido curiosidad por saber cómo era el mundo más allá de ese reducto en el que vivirías confinada, a la sombra de tu padre, de tu madre, de tu esposo, de tus hijos. Máquina de parir, esclava feliz, irías a misa los domingos, comulgarías los primeros viernes y serías, a tus cuarenta y un años, una matrona rolliza con una pasión irresistible por el chocolate y las novenas. No hubieras viajado al Perú, ni conocido Inglaterra, ni descubierto el placer en los brazos de Olympia, ni escrito, pese a tus faltas de ortografía, los libros que has escrito. Y, por supuesto, nunca hubieras tomado conciencia de la esclavitud de las mujeres ni se te habría ocurrido que, para liberarse, era indispensable que ellas se unieran a los otros explotados a fin de llevar a cabo una revolución pacífica, tan importante para el futuro de la humanidad como la aparición del cristianismo hacía 1844 años. «Mejor que te murieras, mon cher papa», se rió, saltando de la cama. No estaba cansada. En veinticuatro horas no había tenido dolores en la espalda ni en la matriz, ni advertido al huésped frío en su pecho. Te sentías de excelente humor, Florita.

La primera reunión, a las nueve de la mañana, tuvo lugar en un taller. El cerrajero Moreau, que debía acompañarla, había tenido que salir de Auxerre de urgencia, por la muerte de un familiar. A bailar sola, pues, Andaluza. De acuerdo a lo convenido, la esperaban una treintena de afiliados a una de las sociedades en que se habían fragmentado los mutualistas en Auxerre y que tenía un lindo nombre: Deber de Libertad. Eran casi todos zapateros. Miradas recelosas, incómodas, alguna que otra burlona por ser la visitante una mujer. Estaba acostumbrada a esos recibimientos desde que, meses atrás, comenzó a exponer, en París y en Burdeos, a pequeños grupos, sus ideas sobre la Unión Obrera. Les habló sin que le temblara la voz, demostrando mayor seguridad de la que tenía. La desconfianza de su auditorio se fue desvaneciendo a medida que les explicaba cómo, uniéndose, los obreros conseguirían lo que anhelaban —derecho al trabajo, educación, salud, condiciones decentes de existencia—, en tanto que dispersos siempre serían maltratados por los ricos y las autoridades. Todos asintieron cuando, en apoyo de sus ideas, citó el controvertido libro de Pierre—Joseph Proudhon ¿Qué es la propiedad? que, desde su aparición hacía cuatro años, daba tanto que hablar en París por su afirmación contundente: «La propiedad es el robo». Dos de los presentes, que le parecieron fourieristas, venían preparados para atacada, con razones que Flora ya le había oído a Agricol Perdiguier: si los obreros tenían que sacar unos francos de sus salarios miserables para pagar las cotizaciones de la Unión Obrera ¿cómo llevarían un mendrugo a la boca de sus hijos? Respondió a todas sus objeciones con paciencia. Creyó que, sobre las cotizaciones al menos, se dejaban convencer. Pero su resistencia fue tenaz en lo concerniente al matrimonio.

—Usted ataca a la familia y quiere que desaparezca. Eso no es cristiano, señora.

—Lo es, lo es —repuso, a punto de encolerizarse. Pero dulcificó la voz—. No es cristiano que, en nombre de la santidad de la familia, un hombre se compre una mujer, la convierta en ponedora de hijos, en bestia de carga, y, encima, la muela a golpes cada vez que se pasa de tragos.

Como advirtió que abrían mucho los ojos, desconcertados con lo que oían, les propuso abandonar ese tema e imaginar juntos más bien los beneficios que traería la Unión Obrera a los campesinos, artesanos y trabajadores como ellos. Por ejemplo, los Palacios Obreros. En esos locales modernos, aireados, limpios, sus niños recibirían instrucción, sus familias podrían curarse con buenos médicos y enfermeras si lo necesitaban o tenían accidentes de trabajo. A esas residencias acogedoras se retirarían a descansar cuando perdieran las fuerzas o fueran demasiado viejos para el taller. Los ojos opacos y cansados que la miraban se fueron animando, se pusieron a brillar. ¿No valía la pena, para conseguir cosas así, sacrificar una pequeña cuota del salario? Algunos asintieron.

Qué ignorantes, qué tontos, qué egoístas eran tantos de ellos. Lo descubrió cuando, después de responder a sus preguntas, comenzó a interrogarlos. No sabían nada, carecían de curiosidad y estaban conformes con su vida animal. Dedicar parte de su tiempo y energía a luchar por sus hermanas y hermanos se les hacía cuesta arriba. La explotación y la miseria los habían estupidizado. A veces daban ganas de darle la razón a Saint—Simon, Florita: el pueblo era incapaz de salvarse a sí mismo, sólo una élite lo lograría. ¡Hasta se les habían contagiado los prejuicios burgueses! Les resultaba difícil aceptar que fuera una mujer —¡una mujer!— quien los exhortara a la acción. Los más despiertos y lenguaraces eran de una arrogancia inaguantable —se daban aires de aristócratas— y Flora debió hacer esfuerzos para no estallar. Se había jurado que durante el año que duraría esta gira por Francia no daría pie, ni una sola vez, para merecer el apodo de Madame la—Colere con que, a causa de sus rabietas, la llamaban a veces Jules Laure y otros amigos. Al final, los treinta zapateros prometieron que se inscribirían en la Unión Obrera y que contarían lo que habían oído esta mañana a sus compañeros carpinteros, cerrajeros y talladores de la sociedad Deber de Libertad.

Cuando regresaba al albergue por las callecitas curvas y adoquinadas de Auxerre, vio en una pequeña plaza con cuatro álamos de hojas blanquísimas recién brotadas, a un grupo de niñas que jugaban, formando unas figuras que sus carreras hacían y deshacían. Se detuvo a observarlas. Jugaban al Paraíso, ese juego que, según tu madre, habías jugado en los jardines de Vaugirard con amiguitas de la vecindad, bajo la mirada risueña de don Mariano. ¿Te acordabas, Florita? «¿Es aquí el Paraíso?» «No, señorita, en la otra esquina.» Y, mientras la niña, de esquina en esquina, preguntaba por el esquivo Paraíso, las demás se divertían cambiando a sus espaldas de lugar. Recordó la impresión de aquel día en Arequipa, el año 1833, cerca de la iglesia de la Merced, cuando, de pronto, se encontró con un grupo de niños y niñas que correteaban en el zaguán de una casa profunda. «¿Es aquí el Paraíso?» «En la otra esquina, mi señor.» Ese juego que creías francés resultó también peruano. Bueno, qué tenía de raro, ¿no era una aspiración universal llegar al Paraíso? Ella se lo había enseñado a jugar a sus dos hijos, Aline y Ernest—Camille.

Se había fijado, para cada pueblo y ciudad, un programa preciso: reuniones con obreros, los periódicos, los propietarios más influyentes y, por supuesto, las autoridades eclesiásticas. Para explicar a los burgueses que, contrariamente a lo que se decía de ella, su proyecto no presagiaba una guerra civil, sino una revolución sin sangre, de raíz cristiana, inspirada en el amor y la fraternidad. Y que, justamente, la Unión Obrera, al traer la justicia y la libertad a los pobres ya las mujeres, impediría los estallidos violentos, inevitables en Francia si las cosas seguían como hasta ahora. ¿Hasta cuándo iba a continuar engordando un puñadito de privilegiados gracias a la miseria de la inmensa mayoría? ¿Hasta cuándo la esclavitud, abolida para los hombres, continuaría para las mujeres? Ella sabía ser persuasiva; a muchos burgueses y curas sus argumentos los convencían.

Pero, en Auxerre no pudo visitar ningún periódico, pues no los había. Una ciudad de doce mil almas y ningún periódico. Los burgueses de aquí eran unos ignorantes crasos.

En la catedral, tuvo una conversación que terminó en pelea con el párroco, el padre Fortin, un hombrecillo regordete y medio calvo, de ojillos asustadizos, aliento fuerte y sotana grasienta, cuya cerrazón consiguió sacada de sus casillas. («No puedes con tu genio, Florita.»)

Fue a buscar al padre Fortin a su casa, vecina a la catedral, y quedó impresionada con lo amplia y lo bien puesta que era. La sirvienta, una vieja con cofia y delantal, la guió cojeando hasta el despacho del cura. Éste demoró un cuarto de hora en recibida. Cuando se apareció, su físico rechoncho, su mirada evasiva y su falta de aseo la predispusieron contra él. El padre Fortin la escuchó en silencio. Esforzándose por ser amable, Flora le explicó el motivo de su venida a Auxerre. En qué consistía su proyecto de Unión Obrera, y que esta alianza de toda la clase trabajadora, primero en Francia, luego en Europa y, más tarde, en el mundo, forjaría una humanidad verdaderamente cristiana, impregnada de amor al prójimo. Él la miraba con una incredulidad que se fue convirtiendo en recelo, y por fin en espanto cuando Flora afirmó que, una vez constituida la Unión Obrera, los delegados irían a presentar a las autoridades —incluido el propio rey Louis—Philippe— sus demandas de reforma social, empezando por la igualdad absoluta de derechos para hombres y mujeres.

—Pero, eso sería una revolución —musitó el párroco, echando una lluviecita de saliva.

—Al contrario —le aclaró Flora—. La Unión Obrera nace para evitada,  para que triunfe la justicia sin el menor derramamiento de sangre.

De otro modo, acaso habría más muertos que en 1789. ¿No conocía el párroco, a través del confesionario, las desdichas de los pobres? ¿No advertía que cientos de miles, millones de seres humanos, trabajaban quince, dieciocho horas al día, como animales, y que sus salarios ni siquiera les alcanzaban para dar de comer a sus hijos? ¿No se daba cuenta, él que las oía y las veía a diario en la iglesia, cómo las mujeres eran humilladas, maltratadas, explotadas, por sus padres, por sus maridos, por sus hijos? Su suerte era todavía peor que la de los obreros. Si eso no cambiaba, habría en la sociedad una explosión de odio. La Unión Obrera nacía para prevenida. La Iglesia católica debía ayudarla en su cruzada. ¿No querían los católicos la paz, la compasión, la armonía social? En eso, había coincidencia total entre la Iglesia y la Unión Obrera.

—Aunque yo no sea católica, la filosofía y la moral cristianas guían todas mis acciones, padre —le aseguró.

Cuando la oyó decir que no era católica, aunque sí cristiana, la carita redonda del padre Fortin palideció. Dando un pequeño brinquito, quiso saber si eso, significaba que la señora era protestante. Flora le explicó que no: creía en Jesús pero no en la Iglesia, porque, en su criterio, la religión católica coactaba la libertad humana debido a su sistema vertical. Y sus creencias dogmáticas sofocaban la vida intelectual, el libre albedrío, las iniciativas científicas. Además, sus enseñanzas sobre la castidad como símbolo de la pureza espiritual atizaban los prejuicios que habían hecho de la mujer poco menos que una esclava.

El párroco había pasado de la lividez a una congestión preapoplética. Pestañeaba, confuso y alarmado. Flora calló cuando lo vio apoyarse en su mesa de trabajo, temblando. Parecía a punto de sufrir un vahído.

—¿Sabe usted lo que dice, señora? —balbuceó—. ¿Para esas ideas viene a pedir ayuda de la Iglesia?

Sí, para ellas. ¿No pretendía la Iglesia católica ser la iglesia de los pobres? ¿No estaba contra las injusticias, el espíritu de lucro, la explotación del ser humano, la codicia? Si todo eso era cierto, la Iglesia tenía la obligación de amparar un proyecto cuyo designio era traer a este mundo la justicia en nombre del amor y la fraternidad.

Fue como hablar a una pared o a un mulo. Flora trató todavía un buen rato de hacerse entender. Inútil. El párroco ni siquiera argumentaba contra sus razones. La miraba con repugnancia y temor, sin disimular su impaciencia. Por fin, masculló que no podía prometerle ayuda, pues eso dependía del obispo de la diócesis. Que fuera a explicarle a él su propuesta, aunque, le advertía, era improbable que algún obispo patrocinara una acción social de signo abiertamente anticatólico. Y, si el obispo lo prohibía, ningún creyente la ayudaría, pues la grey católica obedecía a sus pastores. «Y, según los sansimonianos, hay que reforzar el principio de autoridad para que la sociedad funcione», pensaba Flora, escuchándolo. «Ese respeto a la autoridad que hace de los católicos unos autómatas, como este infeliz.»

Intentó despedirse de buena manera del padre Fortin, ofreciéndole un ejemplar de La Unión Obrera.

—Por lo menos, léalo, padre. Verá que mi proyecto está impregnado de sentimientos cristianos.

—No lo leeré —dijo el padre Fortin, moviendo la cabeza con energía, sin coger el libro—. Me basta con lo que usted me ha dicho para saber que ese libro no es sano. Que lo ha inspirado, tal vez, sin que usted lo sepa, el propio Belcebú.

Flora se echó a reír, mientras devolvía el pequeño libro a su bolsa.

—Usted es uno de esos curas que volverían a llenar las plazas de hogueras para quemar a todos los seres libres e inteligentes de este mundo, padre —le dijo, a modo de adiós.

En el cuarto del albergue, después de tomar una sopa caliente, hizo el balance de su jornada en Auxerre. No se sintió pesimista. Al mal tiempo, buena cara, Florita. No le había ido muy bien, pero tampoco tan mal. Rudo oficio el de ponerse al servicio de la humanidad, Andaluza.

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