sábado, 30 de marzo de 2019

VILLA FILOMELA Agatha Christie.


VILLA FILOMELA

Agatha Christie
H
ASTA luego, cariño.
—Hasta luego, nena.
Alix Martin, inclinada sobre la puertecilla rústica, siguió con los ojos la figura de su marido, que se alejaba por el camino del pueblo.
Cuando al doblar un recodo, se perdió de vista, Alix continuó apoyada allí, acariciándose, distraída, un rizo de su espeso cabello castaño, mirando a la lejanía con ojos soñadores.
Alix Martin no era bella ni, en estricto rigor, bonita siquiera. Pero su rostro, aunque no fuese ya el de una mujer en la flor de la juventud, era tan dulce y radiante que a sus antiguos compañeros de oficina les hubiese costado trabajo reconocerla. Porque la que fue de soltera Alix King pasaba sólo por mujer laboriosa, algo brusca de manera y evidentemente eficaz en cuanto hacía.
Alix se había graduado en una difícil escuela. Durante quince años, de los dieciocho a los treinta y tres, se había ganado su pan —y siete de aquellos años también el de su madre inválida—, trabajando como taquimecanógrafa. Y la lucha por la existencia había endurecido las líneas juveniles de su rostro de muchacha.
Cierto que había tenido su novelita de amor con Dick Windyford, un compañero de oficina. Alix, muy femenina en el fondo, había reparado sin darlo a entender, en los buenos ojos con que Dick la miraba. Exteriormente habían sido amigos y nada más. Dick debía atender con su parco salario a la educación de un hermano menor y no podía, de momento, pensar en casarse.
Y de pronto vino sobre Alix la liberación del fatigoso trabajo cotidiano. Un pariente lejano, al morir, legaba a su prima varios miles de libras, las suficientes para garantizar una renta de doscientas al año. Para Alix esto era la libertad, la independencia, la vida. Ella y Dick no tenían por qué esperar más.
Pero Dick reaccionó de un modo insólito. Nunca había hablado directamente de amor a Alix. Y entonces habló menos que nunca. La eludía, mostrábase sombrío y taciturno. Alix comprendió. Al convertirse en una mujer con cierta fortuna, la delicadeza impedía a Dick pedirla en matrimonio.
Ella no le juzgó mal, y ya pensaba seriamente en dar los primeros pasos para un entendimiento mutuo, cuando por segunda vez sobrevino en su vida lo inesperado.
Conoció a Gerardo Martin en casa de una amiga. Gerardo se enamoró de Alix repentinamente y al cabo de una semana eran novios. Alix, que nunca se había considerado a sí misma como «una de esas que se enamoran de cualquiera», quedó completamente desconcertada.
—¡Un completo desconocido! ¡No sabes una palabra sobre él!
—Sé que lo quiero.
—¡En una semana!
—No todos necesitan once años para enterarse de que están enamorados de una muchacha —dijo Alix con acritud.
Dick se puso lívido.
—Te he querido desde que te conozco. Y yo creía que tú también me querías.
—También yo lo creía —repuso Alix con acento de sinceridad—. Pero no sabía lo que era el amor.
Dick se enfureció de nuevo. Hubo ruegos, súplicas, incluso amenazas contra el que le había suplantado. Alix quedó sorprendida al ver el volcán que se ocultaba en aquel hombre de aspecto tan ecuánime y al que creía conocer tan bien.
A la sazón, en la mañana soleada, mientras se apoyaba en la verja de la casita, Alix recordaba aquella prostera entrevista con Dick. Llevaba casada un mes y se sentía dichosa, idílicamente dichosa. Pero, en la ausencia momentánea del esposo, que lo era todo para ella, un matiz de inquietud invadía su perfecta felicidad. Y la causa de esa inquietud era Dick Windyford.
Tres veces desde su matrimonio había tenido Alix el mismo sueño. Lo circunstancial difería, pero lo esencial era idéntico: veía muerto a su marido y a Dick inclinado sobre él, y estaba segura de que era la mano de Dick la que había asestado el golpe fatal.
Pero, por horrible que esto fuera, había en el sueño otra cosa más horrible aún, una cosa que al despertar le parecía siempre, no sabía por qué, perfectamente natural e inevitable: ella se sentía contenta de que su esposo hubiera muerto, y a veces daba las gracias al asesino. El sueño siempre concluía de la misma manera: lanzándose en brazos de Dick.
Nada dijo de esto a su marido, pero se sentía más conturbada de lo que quería reconocer. ¿Sería una advertencia, una advertencia contra Dick Windyford?
El sonido del teléfono dentro de la casa sacó a la joven de sus pensamientos. Entrando, descolgó el receptor. Y al oír la voz que sonaba en el auricular, vaciló y hubo de apoyarse en la pared.
—¿Quién dice que es?
—Yo, Dick Windyford. Pero, ¡qué voz tienes, Alix! No te había conocido.
—¡Oh! —dijo Alix—. ¿Dónde… dónde estás?
—En «Las Armas del Viajero». ¿No se llama así? ¿O no conoces el nombre de la taberna de vuestro pueblo? Estoy de vacaciones y las aprovecho para pescar. ¿Hay inconveniente en que vaya a visitaros esta noche, después de la cena?
—No vengas —repuso Alix—. Es imposible.
Tras una pausa, la voz de Dick, repentinamente modificada, sonó de nuevo.
—Perdón —dijo fríamente—. No quería molestaros…
Alix le interrumpió. Su contestación al joven había sido, en realidad, extraordinaria. ¡Cómo debía de tener los nervios para habérsele ocurrido una cosa así!
—Quiero decir —explicó con la voz más natural que pudo— que tenemos un compromiso para esta noche. Pero ven a comer mañana con nosotros.
Dick debió notar la poca cordialidad de la voz de Alix.
—Gracias —repuso con la frialdad de antes—, pero estoy para irme de un momento a otro. Todo depende de que lleguen un par de amigos a quienes espero. Adiós, Alix. —Y en seguida, con un acento distinto en absoluto, agregó—: Que seas muy feliz…
Alix colgó el aparato, aliviada.
—No conviene que venga —murmuró—, no conviene que venga. Pero, ¡qué tonta soy! No sé lo que me pasa.
Cogió un sombrero de paja que había en una mesa y salió al jardín deteniéndose a leer la inscripción esculpida sobre el pórtico: «Villa Filomela».
—¿No te parece un nombre demasiado fantástico? —había preguntado a su marido poco antes de casarse.
—¡Cómo se ve que eres una chica de Londres! —había contestado él afectuosamente, riendo—. Apuesto a que no has oído cantar un ruiseñor. Y más vale que sea así. Los ruiseñores sólo cantan para los enamorados. En las noches de verano los oiremos cantar en nuestro jardín…
Y ahora, recordando que, en efecto, los había oído, Alix se ruborizó, feliz.
Gerardo había encontrado «Villa Filomela» y habló de ella a su novia con mucha exaltación. Había hallado un sitio único, ideal para ellos, una joya de las que no se ven dos veces… Y cuando Alix visitó la casa se sintió tan encantada como su prometido. Cierto que la situación del edificio era algo aislada, porque distaba dos millas del pueblo más próximo, pero la casa en sí era exquisita, con su arquitectura a la antigua y a la par con todas las comodidades necesarias, como baños, calefacción, luz eléctrica y teléfono. Alix quedó prendada de la casa inmediatamente. Mas entonces surgió una dificultad. El propietario, hombre rico, que había arreglado la morada a su gusto, no quería alquilarla, sino venderla.
Gerardo Martin poseía una buena renta, pero no podía tocar el capital. A lo sumo le sería hacedero reunir mil libras. Y el propietario pedía tres mil. Alix, encantada de la casa, acudió en ayuda de su novio. Su capital personal era fácil de convertir en metálico, puesto que consistía en bonos al portador. Y dijo que le agradaría mucho contribuir con la mitad de su dinero a la compra de la casa. Así «Villa Filomela» se convirtió en propiedad del matrimonio, sin que Alix hubiera lamentado nunca su decisión. Verdad era que las criadas no gustaban de aquella soledad rural —y por eso no tenían sirvienta alguna—, pero Alix, antes privada por su trabajo de atender a la vida doméstica, estaba ansiosa de cumplir su papel de ama de casa y le placía preparar las comidas y atender a las faenas hogareñas.
El jardín, opulento de flores, se hallaba al cuidado de un anciano jardinero, que venía del pueblo dos veces por semana.
Al salir de la casa, Alix quedó sorprendida al ver al anciano ocupado en los planteles. El hecho le extrañó porque el jardinero había sido contratado para que acudiese viernes y lunes y aquel día era miércoles.
—¿Qué hace usted, Jorge? —preguntó, acercándose.
El viejo se incorporó llevándose la mano a su ya longeva gorra.
—El viernes el señor de quien llevo las tierras va a dar una fiesta a sus colonos y yo voy y me digo: «¿Qué más le da al señor Martín y a su señora que yo vaya por una vez el miércoles en lugar del viernes?»
—Está bien —repuso Alix—. Procure divertirse en la fiesta, ¿eh?
—Para mí sí que me divertiré —repuso Jorge—. Siempre es bueno llenarse la panza hasta no poder más y saber que no tié uno que pagar ná. Es un señor muy cabal con sus arrendatarios y siempre hace las cosas con rumbo. Además, voy y me digo: «Así me dirá la señora, antes de irse, qué quiere que plantemos mientras está fuera». Porque no sabrá usté cuando vuelve, ¿verdá?
—¿Fuera? Yo no me voy fuera.
Jorge la miró.
—¿No se van ustés a Londres mañana?
—No. ¿Quién le ha dicho semejante cosa?
Jorge ladeó la cabeza.
—El mismo señor Martin me lo dijo ayer en el pueblo. Me dijo que se iban pa Londres mañana y que no sabe cuando vuelven.
—Le ha entendido usted mal —rió Alix.
No obstante, se preguntaba qué habría podido decir Gerardo al hombre para inducirle a tal error. No habían ni soñado en irse a Londres. Ella no quería volver a Londres nunca.
—¡Con lo poco que me gusta Londres! —añadió en voz alta.
—¡Ah! —dijo Jorge, plácido—. Pa mí que debo haber entendido mal, aunque creí entender muy rebien. M’alegro de que se queden aquí. No sé pa qué quiere la gente ir a Londres. Yo nunca he querido ir. Lo malo ahora es que hay demasiaos coches. En cuanto una persona tié un coche ya no hace más que pensar en andar, danzando por ahí. El señor Ames, antiguo propietario de esta casa, era el tío más tranquilo del mundo hasta que compró una cosa de esas. Y antes de un mes ya había puesto en venta la casa. Y eso que había gastáo no sé cuanto en poner luz eléctrica, y grifos en tós los dormitorios y tó eso. «No le pagarán lo gastao», le dije. Y él dijo: «Me darán dos mil libras por la casa, ni una menos.» Y así fue.
—Pues fueron tres mil —sonrió Alix.
—Dos mil —afirmó Jorge—. Siempre qu’hablamos me dijo que pedía eso.
—Le aseguro que fueron tres mil —insistió Alix.
—Las mujeres nunca entienden de números —declaró Jorge, incrédulo—. Es imposible que el señor Ames tuviera la carota de pedir a tós dos mil libras y luego ir y pedirle a usté tres mil.
—No fue a mí. Fue a mi marido.
Jorge volvió a inclinarse sobre las flores.
—El precio eran dos mil —manifestó, tenaz.
Alix, sin molestarse en discutir más, empezó a componer un ramillete de flores.
Mientras volvía hacia la puerta, con su fragante carga, divisó entre las hojas de un arriate un objeto pequeño, de color verde obscuro. Al recogerlo, comprobó que era el cuaderno de notas de su marido.
Lo abrió sonriente, examinando las anotaciones. Ya desde el principio de su vida matrimonial había advertido que el impulsivo y emocional Gerardo tenía, sin embargo, la poco corriente virtud de la escrupulosidad y el método. Daba mucha importancia a la puntualidad en las comidas y siempre organizaba de antemano sus días con toda precisión.
Mirando el cuadernito, Alix sonrió al ver, con fecha 14 de mayo: “Casamiento con Alix a las 2,30 en San Pedro.”
«¡Grandísimo tonto!», pensó Alix. Y de pronto, mientras volvía las páginas se detuvo.
—«Miércoles, 18 de junio… Es la fecha de hoy. A ver…
En la hoja correspondiente a aquel día leíase, con la clara letra de Gerardo: «9 de la noche». Y nada más. ¿Qué se propondría Gerardo hacer a las 9 de aquella noche? Sonrió al pensar que, en una novela, el encuentro de una indicación así podría dar motivo de alguna sensacional revelación. Sin duda el nombre de otra mujer… Repasó las páginas anteriores. Datos jeroglíficos sobre citas de negocios, datos, fechas, pero sólo un nombre femenino: el suyo.
Y, no obstante, mientras, con el cuaderno en el bolsillo y las flores en la mano, entraba en la casa, Alix, experimentaba una vaga inquietud. Las frases de Dick Windyford repercutían en sus oídos, como si Dick estuviera a su lado: «Ese hombre es un completo desconocido. No sabes nada sobre él».
Era verdad. ¿Qué sabía sobre él? Nada. Gerardo tenía cuarenta años. Debía haber conocido a otras mujeres antes que a ella.
Alix, impaciente, movió la cabeza. Tenía cosas más importantes en qué pensar. ¿Diría a su marido que Dick había telefoneado, o no se lo diría?
Existía la posibilidad de que Gerardo se hubiera encontrado con Dick en el pueblo. Pero entonces lo mencionaría al volver y evitaría a su esposa aludir al caso. De todos modos Alix sentía el íntimo deseo de no hablar de Dick con su marido.
Si le hablaba de él, Gerardo propondría invitar a Dick. Y esto llevaría a Alix a explicar que ya Dick había pedido que le recibiesen, siéndole esto denegado por ella, con una excusa. Y cuando Gerardo le preguntase los motivos de tal negativa, ¿qué podría ella decir? ¿Contar su sueño? Gerardo reiría o, y esto era peor, daría a la cosa más importancia de la que tenía en realidad.
Al fin, no sin cierto rubor, Alix decidió callar. Era la primera cosa que ocultaba a su marido y eso le producía cierta desazón.
Cuando oyó a Gerardo regresar a la casa, poco antes de comer, Alix entró en la cocina y fingió ocuparse en ella, para ocultar su confusión.
En seguida resultó obvio que Gerardo no había visto a Dick y Alix sintióse a la vez turbada y tranquilizada. De ahora en adelante tendría que seguir un sistema de ocultamiento respecto al caso.
Sólo después de cenar, mientras se sentaban en el gabinete de vigas de roble, con las ventanas al jardín, del que llegaban, en alas del aire nocturno, perfumes de malvas y azucenas, recordó Alix el cuadernito de su marido.
—Mira lo que he encontrado antes entre las flores —dijo, tendiéndoselo—. Ahora sé todos sus secretos.
—No hallarás ninguna culpabilidad en ellos —respondió Gerardo moviendo la cabeza.
—¿Y esa cita a las nueve de esta noche?
Él pareció algo turbado por un instante, pero luego sonrió como si la cosa le pareciese muy divertida.
—Es una cita con una muchacha muy mona, Alix. Tiene el cabello castaño y los ojos azules, y se te parece mucho.
—No te entiendo —repuso Alix, con fingida severidad—. No eludas lo esencial.
—No lo hago. En realidad, me proponía revelar unas fotografías esta noche y quería que me ayudases.
Gerardo Martin era muy aficionado a la fotografía. Tenía una máquina algo anticuada, pero excelente, y solía revelar sus placas en una bodeguita que había acondicionado como cámara obscura.
—¿Y te proponías revelarlas precisamente a las nueve? —inquirió, humorística, Alix.
Gerardo pareció algo molesto.
—Hijita —dijo—, las cosas deben disponerse con exactitud.
Es el modo de hacerlas bien.
Alix guardó silencio un par de minutos, sin dejar de mirar a su marido, que se recostaba en su silla, fumando. Destacaba claramente sobre el fondo obscuro de la habitación su cara afeitada. Y, de pronto, como manando de algún lugar desconocido, afluyó al alma de Alix una oleada de pánico, que la hizo exclamar, a pesar suyo:
—¡Ay, Gerardo! Me gustaría saber más cosas de ti.
Su marido la contempló, atónito.
—¡Si sabes sobre mí todo lo que se puede saber! Ya te he hablado de mi infancia en Northumberland, de mi juventud en África del Sur, y de los diez últimos años pasados en el Canadá, donde pude hacerme una fortunita.
—Todo eso son cuestiones de negocios —dijo Alix con desdén.
—Ya sé a qué te refieres —exclamó Gerardo, riendo—. A cosas de amor. Todas las mujeres son iguales: no les interesa más que lo personal.
Alix sintió seca la boca. De todos modos, murmuró con voz precisa:
—El caso es que debes haber tenido amoríos. Y yo quisiera saber…
Siguieron dos minutos de mutismo. Gerardo Martin había fruncido el entrecejo y en su rostro se pintaba una evidente indecisión. Luego habló gravemente, sin huellas ya de su acento burlón de poco antes:
—Vamos, Alix… ¿En qué piensas? ¿Me consideras un Barba Azul o cosa por el estilo? No te niego que he tenido amoríos» pero ninguna mujer ha significado nada para mí hasta que tú y yo nos conocimos.
Su voz sonaba con una sinceridad que calmó a su mujer.
—¿Estás satisfecha ahora, Alix? —preguntó él, sonriendo y mirándola con cierta curiosidad—. ¿Por qué se te han ocurrido estos temas tan desagradables?
Alix, levantándose, comenzó a pasear con inquietud.
—No sé —repuso—. Estoy nerviosa desde la mañana.
—Es curioso —murmuró Gerardo en voz baja, como si hablase consigo mismo—. Muy curioso…
—¿El qué?
—Mujer, no me mires así. Es curioso que te sientas de ese modo tú, ordinariamente tan serena, tan juiciosa…
—Todo se ha reunido para enfadarme hoy —contestó Alix, forzando una sonrisa—. Hasta el viejo Jorge, con su ridícula idea de que nos marchábamos a Londres. Me dijo que se lo habías anunciado tú.
—¿Cuándo le has visto? —exclamó Gerardo.
—Ha venido a trabajar hoy en lugar del viernes.
—¡Maldito imbécil! —profirió Gerardo, con aspereza.
Alix le miró, sorprendida. El rostro de su marido parecía convulso de rabia. Jamás le había visto tan airado. Notando la extrañeza de la joven, Gerardo procuró recobrar el dominio de sí mismo.
—Repito que ese viejo es un imbécil —volvió a insistir.
—¿Qué le dijiste para que se le ocurriera semejante idea?
—¿Yo? Nada. Aunque ahora recuerdo que le indiqué, bromeando, que quizá me marchase mañana a Londres. Y el muy necio lo tomó seriamente. O acaso ya no oiga bien. Le habrás quitado ese absurdo de la cabeza, ¿verdad?
Y esperó con ansiedad la contestación de Alix.
—Claro; pero es de esos viejos testarudos que, cuando se meten una idea en la cabeza, no quieren desprenderse de ella.
Y contó a Gerardo la insistencia del viejo en afirmar que la casa había costado dos mil libras. Gerardo, tras callar un instante, dijo en voz lenta:
—Ames estaba dispuesto a tomar dos mil libras en dinero contante y mil en hipoteca. Supongo que ese debe ser el origen del error del viejo.
—Es probable —convino Alix.
Miró al reloj y apuntó a las manecillas con el dedo.
—Si quieres revelar las placas, bajemos, Gerardo. Faltan cinco minutos para las nueve.
—He cambiado de idea —dijo Gerardo, con una singular sonrisa—. No tengo ganas de revelar nada esta noche.
El alma femenina es una cosa curiosa. Cuando la noche de aquel miércoles se retiraron a la alcoba, Alix se sentía sosegada y contenta. Su dicha, momentáneamente amenazada, salía triunfante del choque.
Pero al atardecer del día siguiente, Alix percibió que ciertas fuerzas sutiles se obstinaban en minar su felicidad. Dick no había vuelto a telefonear, y sin embargo Alix creía sentir su influjo en acción. Una y otra vez volvían a la mente de la joven las palabras de Dick: «Ese hombre es un completo desconocido. No sabes nada sobre él». Luego recordó con precisión el rostro de su esposo mientras decía: «¿En qué piensas? ¿Me consideras un Barba Azul o cosa por el estilo?» ¿Por qué habría dicho aquello Gerardo? Porque en su faz había algo como una advertencia, como una amenaza; Era como si la hubiese conminado: «No trates de investigar mi vida. Pudieras encontrarte con alguna cosa que no te guste».
En la mañana del viernes, Alix estaba convencida de que en la vida de Gerardo había existido una mujer, cuyo recuerdo ocultaba él a su esposa como Barba Azul ocultaba a las suyas su cámara secreta. Y los celos de Alix, lentos en despertar, se alzaban ahora tumultuosos.
¿Era con una mujer la cita que él tenía para el miércoles a las nueve? La historia de las fotografías que Gerardo pensaba revelar, ¿no sería una mentira urdida de momento?
Tres días antes ella hubiera jurado que conocía completamente a su esposo. Y ahora se daba cuenta de que era para ella un extraño del que nada sabía. Evocó la indignación de Gerardo contra Jorge, un detalle mínimo, sí, pero probaba que Alix no conocía en realidad a su marido.
El viernes había algunas cosas que hacer en el pueblo, y ella propuso ir por la tarde a ejecutarlas, mientras Gerardo se quedaba en el jardín, mas, con sorpresa suya, Gerardo se opuso vehementemente, insistiendo en ir él mientras ella permanecía en casa. Alix hubo de ceder, pero la insistencia de su esposo la sorprendió e intrigó. ¿Por qué tenía él tantos deseos de impedirle que fuese al pueblo?
·     entonces se le ocurrió una explicación que lo aclaraba todo. ¿Habría en efecto encontrado Gerardo a Dick? ¿Se habrían despertado los celos de Gerardo, dormidos antes, como le ocurriera a ella misma? ¿No querría su marido evitar que ella se viera de nuevo con Dick Windyford? Tan bien encajaba semejante explicación en los hechos, y era tan satisfactoria para Alix, que ésta se apresuró a darla por admitida.
Y, sin embargo, después del té, seguía sintiéndose inquieta y desasosegada. Luchaba con una tentación que la había asaltado desde que saliera Gerardo. Al fin subió al cuarto de su marido, procurando engañarse con el pretexto de que la habitación necesitaba limpieza. Incluso empuñó un plumero.
«Si estuviese segura —pensaba—, si estuviese segura de que él…» Y en vano reflexionó que Gerardo debía haber destruido tiempo atrás cualquier papel que pudiera comprometerle. A eso su mente femenina alegaba que los hombres guardan a veces las pruebas acusadoras más contundentes, guiados por un impulso de excesivo sentimentalismo.
·     al fin Alix sucumbió. Con las mejillas arreboladas por la vergüenza de su acto, comenzó a revolver fajos de cartas y documentos, a registrar cajones, incluso a escrutar los bolsillos de las ropas de su esposo. Sólo dos cajones estaban cerrados: el más bajo de la cómoda y el más pequeño de los de la derecha del pupitre. Pero Alix había perdido todo recato moral y se sentía segura de que en uno de aquellos dos sitios encontraría las pruebas de la existencia de la imaginaria mujer que la obsesionaba.
Recordó que Gerardo solía dejar sus llaves encima del aparador. Las cogió y empezó a probarlas. La tercera abría el cajoncito del escritorio. Dentro había un talonario de cheques, una cartera bien repleta de billetes y un paquete de cartas atado con bramante.
Alix, palpitante, desanudó el paquete. Después, con el rostro más sonrojado aún, volvió las cartas al cajón. Porque las misivas eran suyas, ella misma las había escrito a Gerardo antes de casarse.
Se dirigió a la cómoda, más por cerciorarse de que no dejaba cosa alguna por registrar, que esperando averiguar nada.
Pero ninguna de las llaves entraba en la cerradura del cajón bajo. Alix acudió en busca de las llaves propias y halló, con satisfacción, que la del armario ropero se adaptaba a la del cajón cerrado de la cómoda. Abrió éste y nada vio, salvo un rollo de recortes de periódicos, sucios y amarillentos por los años.
Alix exhaló un suspiro de alivio. No obstante, examinó los recortes, anhelosa de saber qué temas habían interesado a Gerardo hasta el punto de hacerle guardar los recortes a ellos concernientes. Aquellos recortes, todos de periódicos americanos, fechados siete años atrás, se referían al proceso del célebre bígamo y estafador Carlos Lemaitre, de quien se sospechaba que daba muerte a sus mujeres. Bajo el pavimento de la casa que habitaba fue hallado un esqueleto, y de las demás mujeres con quienes se casó no se había vuelto a tener noticias.
Lemaitre se había defendido con consumada destreza, apoyado por uno de los mejores leguleyos de los Estados Unidos. El veredicto escocés de «No probado» habría sido el más conforme al caso de Lemaitre. A causa de aquel veredicto, se le declaró inocente de la acusación principal, condenándole a una prolongada prisión por los demás delitos.
Alix recordaba el interés despertado por el caso hacía tres años, cuando Lemaitre se fugó de su encierro, sin ser hallado nunca. La personalidad de aquel hombre y su mucho influjo sobre las mujeres habían sido bastamente tratados en la prensa inglesa, así como la excitación mostrada por Lemaitre ante el tribunal, sus apasionadas protestas de inocencia y los desmayos que a veces le acometían, motivados por una enfermedad del corazón, aunque los maliciosos solían atribuirlos a fingimiento.
En los recortes figuraba el retrato de Lemaitre, y aquel retrato reproducía el rostro de un caballero barbado, de aspecto intelectual.
¿Qué otra cara le recordaba la de aquel retrato? De pronto, estremecida, comprendió que era la cara de Gerardo. Los ojos y las cejas tenían marcada semejanza con los de su marido. Acaso por ello guardase Gerardo el recorte, como curiosidad. Examinando el texto inmediato a la fotografía, Alix supo que en el cuaderno de notas del acusado habían sido halladas fechas que se creían las de los días en que él dio muerte a sus víctimas. Más abajo se podía leer la declaración de una mujer, que había identificado a Lemaitre por el hecho de que éste tenía un lunar en la muñeca izquierda, junto a la palma de la mano.
Alix, soltando los papeles, quedó petrificada. En la muñeca izquierda, precisamente junto a la palma de la mano, su marido tenía una pequeña cicatriz…
Pareciole que el cuarto giraba a su alrededor. Luego pensó con asombro en la certeza del hecho que había descubierto: ¡Gerardo Martín era Carlos Lemaitre! Ahora, aceptada la verdad notoria, acudían a su memoria detalles sueltos que encajaban entre sí como los trozos de un rompecabezas.
La casa había sido pagada sólo con el dinero de Alix, con los bonos al portador que ella diera a Gerardo. Hasta su sueño resultaba claro. El subconsciente de Alix había temido siempre a Martin y ansiaba huir de él. Y aquel subconsciente había anhelado la ayuda de Dick Windyford. También por esto aceptaba ella la verdad tan fácilmente, tan sin titubeos. Alix se sentía segura de ir a ser pronto, muy pronto acaso, otra de las víctimas de Lemaitre.
Y de pronto se le escapó un grito. ¡El miércoles, a las 9 de la noche! La bodega con sus baldosas, tan fáciles de levantar… Una vez Lemaitre había enterrado en una bodega a una de sus víctimas. Sí, Gerardo había planeado el crimen para las 9 del miércoles. Pero anotarlo de antemano, metódicamente, era una locura. Aunque no, era lógico. Gerardo anotaba siempre sus ocupaciones y para él un asesinato no constituía sino un asunto cualquiera.
¿Y qué la había salvado? En un relámpago lo vio: el anciano Jorge.
Ahora se explicaba la ira repentina de su marido. Sin duda había preparado el asunto diciendo a todos, en el pueblo, que él y su mujer pensaban marchar a Londres unos días más tarde. Pero Jorge se presentó a trabajar sin ser esperado, habló con Alix y ésta desmintió la especie. Era demasiado arriesgado cometer el asesinato aquella misma noche, ya que Jorge podía negar lo del viaje a Londres. ¡Qué casualidad! De no haberse mencionado por coincidencia aquello… Alix se estremeció.
No había tiempo que perder. Debía huir antes de que llegase su marido. Apresuradamente hundió los recortes en el cajón y echó la llave.
Y en seguida quedó inmóvil como una piedra. Había oído abrir la cancela del jardín. Su esposo volvía.
Tras un instante de inmovilidad, Alix, de puntillas, se dirigió a la ventana y miró, al socaire de la cortina.
Sí, su marido. Venía sonriendo y tarareando una cancioncilla. Llevaba en la mano un objeto que casi paralizó el corazón de Alix; una azada nueva.
El instinto de Alix lo adivinó todo. ¡El crimen se iba a cometer aquella misma noche!
Quedaba una probabilidad de salvación. Gerardo, tarareando, se dirigía a la parte posterior de la casa.
Sin vacilar, Alix bajó corriendo las escaleras y salió al jardín. Pero en aquel momento reapareció su marido.
—Hola —dijo—. ¿Adonde vas con tanta prisa?
Alix se esforzó desesperadamente en fingir tranquilidad. La probabilidad se había disipado por el momento, mas si era prudente, podía volver a tenerla luego. Incluso ahora quizá…
—Iba a dar un paseo hasta el extremo de la calleja y volver —murmuró con voz que sonó insegura en sus oídos.
—Bien —dijo Gerardo—. Iremos los dos.
—No, Gerardo, déjame. Me siento nerviosa y me duele la cabeza. Prefiero ir sola.
Él la miró atentamente. Alix creyó notar una expresión de sospecha en su marido.
—¿Qué te pasa, Alix? Estás pálida. Y tiemblas…
—Nada —repuso ella, fingiendo una brusquedad sonriente—. Me duele la cabeza y nada más. Un paseo me sentará bien.
—Pero no te sentará peor porque yo te acompañe —rió Gerardo—. Así que iré contigo, quieras o no.
Alix no osó protestar más. Si él comprendiese que ella sabía…
Se esforzó en recuperar sus maneras usuales. Pero parecíale que él la miraba con recelo de vez en cuando, como si no hubiese quedado convencido del todo. No, las sospechas de Gerardo no se habían disipado por completo.
Cuando volvieron a la casa, él insistió en que ella se tendiese en el diván y fue en busca de colonia para humedecerle las sienes. Obraba igual que siempre, como un marido atento. Alix se sentía tan desamparada como si estuviese presa de pies y manos en un cepo.
El no la dejaba sola ni un minuto. La acompañó a la cocina y le ayudó a llevar al comedor los fiambres que ella había preparado. Alix no tenía el menor deseo de cenar, pero procuró comer algo y parecer natural y contenta. Experimentaba la firme impresión de estar defendiendo su vida. Estaba sola con aquel hombre, a varias millas de distancia de todo socorro, absolutamente a merced de él. Su única posibilidad era adormecer las sospechas de Gerardo, conseguir que éste la dejase sola unos momentos y entonces ir al teléfono y pedir auxilio. No tenía más que esta probabilidad de salvación.
Una esperanza momentánea la sostuvo al pensar que ya Gerardo había aplazado sus propósitos por una vez. ¿Y si le dijera que Dick Windyford había anunciado su visita para aquella noche?
Las palabras temblaron en sus labios, pero las rechazó apresuradamente. Gerardo no se contendría esta vez. En sus ademanes, bajo su calma aparente, había una resolución, una firmeza que daba vértigos a la temerosa mujer. Diciendo lo de Dick, no lograría sino precipitar el crimen. Sería muy capaz de asesinarla inmediatamente y luego telefonear a Dick manifestándole que tenían que salir por cualquier motivo. ¡Si Dick Windyford tuviese la ocurrencia de presentarse en la casa aquella noche! ¡Si Dick…!
En su mente brilló una repentina idea. Miró de soslayo a su marido, como si temiera que él leyese su pensamiento. Al formar aquel plan, se sintió más fuerte, hasta el punto de recobrar su naturalidad en tal grado que ella misma se maravilló.
Preparó el café y lo sacó al pórtico de la casa, donde solían tomarlo cuando hacía buena noche.
—A propósito —dijo Gerardo de improvisto—, revelaremos esas fotografías luego, ¿eh?
Alix, aunque sintió un escalofrío, respondió con fingida indiferencia:
—¿No puedes revelarlas solo? Estoy algo cansada.
—No nos llevará mucho tiempo —sonrió él—. Y te aseguro que después no sentirás cansancio alguno.
Y soltó una carcajada, como si encontrase muy graciosas sus propias palabras. Alix tembló. Tenía que ejecutar su plan en aquel mismo instante… o nunca…
Levantóse.
—Voy a telefonear al carnicero —dijo—. No te muevas, haz el favor.
—¿Al carnicero a estas horas?
—Ya sé que tiene cerrada la carnicería, bobo. Pero él está en casa. Mañana es sábado y quiero que me traiga temprano unos filetes de ternera, antes de que se acaben. El hombre lo hará con gusto.
Se dirigió rápidamente al vestíbulo y cerró la puerta.
—No cierres —oyó decir a Gerardo.
—Si no cierro, entran muchas mariposas nocturnas. Las odio. ¿Tienes miedo de que me vaya a declara al carnicero?
Descolgó el auricular y pidió, en voz apagada, comunicación con «Las Armas del Viajero». Le dieron comunicación inmediatamente.
—Haga el favor de llamar al señor Windyford, si sigue ahí.
En aquel instante le dio un vuelco el corazón. Su marido entraba.
—Sal, Gerardo —dijo ella, con tono caprichoso—. No me gusta que haya nadie presente mientras telefoneo.
Él, riendo, se dejó caer en una butaca.
—¿Es realmente al carnicero a quien telefoneas?
Alix se sentía desesperada. Dick iba a acudir al teléfono. ¿Qué hacer? ¿Pedirle socorro a todo evento?
Y entonces, mientras oprimía nerviosamente la llave que en aquel tipo de teléfonos hace que la voz sea oída o no al otro extremo según se abra o se cierre, le acudió al cerebro un nuevo plan.
«Será difícil —pensó—. Tendré que conservar toda mi sangre fría, pensar las palabras justas y no titubear. Pero creo que lo conseguiré.»
Sonó la voz de Dick, respondiendo.
Alix exhaló un profundo suspiro. Soltó la llave y dijo con firmeza:
Aquí la señora Martín, de «Villa Filomela». Venga (y soltó la llave) mañana por la mañana con media docena de buenos filetes de ternera (apretó la llave de nuevo). Es muy importante (soltó la llave). Gracias, señor Hexworthy. Dispense que le llame tan tarde, pero realmente considero esos filetes como (apretó la llave) asunto de vida o muerte (soltó la llave una vez más). Sí, mañana por la mañana (oprimió la llave nuevamente). Venga lo más pronto posible…
Colgó el receptor en el gancho y se volvió a su marido, respirando con fuerza.
—¿Siempre le hablas así al carnicero? —preguntó Gerardo.
—Ya sabes cómo solemos expresarnos las mujeres —contestó ella, con negligencia.
Se sentía muy excitada. Gerardo no sospechaba, y Dick, aunque no entendiese el aviso, acudiría sin duda.
Pasó al gabinete, seguida de Gerardo, y encendió la luz.
—¿Sabes que te encuentro muy animada? —dijo Gerardo, mirándola con curiosidad.
—Es que se me ha pasado el dolor de cabeza.
Alix acomodose en la butaca de siempre, y sonrió a su marido, que se había sentado frente a ella. Estaba salvada. Eran sólo las ocho y veinticinco, y Dick llegaría antes de las nueve.
—No me ha gustado hoy el café —quejose Gerardo—. Estaba muy amargo.
—Es de una clase nueva. He querido probarlo. Pero si no te gusta no lo traeré más, querido.
Cogiendo una labor, empezó a trabajar. Gerardo leyó unas cuantas páginas de un libro. Luego, mirando al reloj, suspendió la lectura.
—Son las ocho y media. Vamos a la bodega a revelar las fotos.
La labor se deslizó de los dedos de Alix.
—Aún no. Esperemos hasta las nueve.
—No, hija, son las ocho y media y ésta es la hora que yo había decidido. Así podrás acostarte más temprano.
—Preferiría esperar hasta las nueve.
—Ya sabes que cuando señalo una hora no la rectifico. Vamos, Alix. No quiero aguardar ni un solo minuto.
Alix, mirándole, sintió que la invadía una oleada de terror. Gerardo se había quitado la máscara; sus manos se crispaban, fulguraban sus ojos, se pasaba la lengua sin cesar por sus labios secos. Ya no se esforzaba siquiera en disimular su agitación.
«No puede esperar —pensó Alix—. Está como loco.»
Él le puso una mano en el hombro, empujándola para que se levantase.
—Vamos, hija…, o te llevo a la fuerza.
Hablaba con jovialidad, pero en sus palabras había un tono feroz que no se cuidaba de ocultar. Con un esfuerzo supremo, ella se desprendió de su marido y apoyose en la pared. Estaba indefensa. No podía huir, no podía hacer nada… ¡y él se acercaba a ella!
—Vamos, Alix.
—No, espera… —y, con un grito, tendió las manos, en un impotente gesto de defensa—. Espera. Tengo que confesarte una cosa…
—¿Confesarme? —preguntó él, curioso, deteniéndose.
—Sí, confesarte.
Había dicho aquellas frases al azar, pero ahora se asía a ellas con desesperación.
—Algún amorío anterior, ¿eh? —murmuró él con expresión de desprecio.
—No —dijo Alix—. Algo más. Una cosa que puede… que puede llamarse crimen.
Y entonces vio que había acertado en el punto justo. La atención de Gerardo parecía concentrarse en aquellas palabras. Alix, notándolo, recuperó ánimos. Otra vez se sentía dueña de la situación.
—Siéntate y te lo contaré todo —dijo en voz baja.
Y Alix ocupó su butaca de antes. Incluso volvió a coger la labor. Tras su disfraz de calma, pensaba e inventaba febrilmente. Necesitaba urdir un relato que cautivase la atención del oyente hasta que llegaran socorros.
—Te he asegurado —empezó Alix, lentamente— que he sido taquimecanógrafa durante quince años seguidos. Esto no es verdad del todo. Ha habido dos intervalos en mis tareas: el primero teniendo yo veintidós años. Por entonces conocí a un hombre de edad, con una pequeña fortuna. Se enamoró de mí y me propuso que nos casáramos. Lo acepté y lo persuadí para que hiciese un seguro de vida a mi favor.
Vio un repentino y profundo interés en los ojos de su marido, y continuó con renovada confianza.
—Durante la guerra yo había servido en un hospital, donde me familiaricé con el uso de toda clase de drogas y venenos raros.
Se detuvo, reflexionando. Gerardo mostraba claro interés, el interés propio del asesino por el asesinato. Alix había contado con ello y acertaba. Dirigió una mirada al reloj. Eran las nueve menos veinticinco.
—Existe cierto veneno, una especie de polvillo blanco, que produce la muerte aun tomando una cantidad muy pequeña. ¿Entiendes de venenos?
Preguntó esto con cierta inquietud. Si él entendía de venenos, era menester hablar con mucha cautela.
—No —dijo Gerardo—. No sé casi nada de esa materia.
Ella respiró, tranquilizada.
—Habrás oído hablar de la hioscina, ¿verdad? Pues hay otra droga que obra de manera parecida, pero sin dejar la menor huella. Cualquier médico, viendo a un envenenado por ese tóxico, certificaría muerte por colapso. Yo había robado una pequeña cantidad de la droga y la tenía guardada.
Calló, reuniendo sus energías.
—Sigue —dijo Gerardo.
—No me atrevo. Otra vez…
—Ahora —ordenó él, impaciente—. Quiero saberlo todo.
—Estuvimos casados un mes. Yo me portaba muy bien con mi anciano marido. El me ponderaba mucho ante los vecinos. Todos sabían lo buena esposa que era yo. En el café que preparaba todas las noches, una de ellas, estando los dos solos, puse en la taza de mi esposo el alcaloide mortal…
Alix, callando, reenhebró cuidadosamente su aguja. Ella, que nunca había trabajado en una comedia, se revelaba en aquel instante como una magnífica actriz. Vivía literalmente el papel de envenenadora a sangre fría.
—Yo permanecía muy serena, mirándole. De pronto abrió la boca y dijo que se ahogaba. Abrí la ventana. En seguida me dijo que no podía moverse. Y entonces murió.
Calló, sonriendo. Faltaba un solo cuarto de hora para las nueve. No tardaría en llegar el socorro.
¿A cuánto ascendía el seguro? —preguntó Gerardo.
—A dos mil libras. Sólo que las invertí en especulaciones y las perdí. Volví a trabajar en la oficina de antes, pero me proponía que aquello no durase mucho. Entonces conocí a otro hombre. Yo había vuelto a la oficina con mi nombre de soltera. Aquel hombre no sabía que yo era viuda. Se trataba de un joven bien parecido y bastante rico. Nos casamos, sin pompa, en Sussex. No quiso hacer un seguro de vida, pero otorgó testamento en mi favor. Le gustaba que yo le preparase el café, como le ocurría a mi primer marido.
Alix sonrió, meditativa, y añadió con naturalidad:
—Porque yo preparo muy bien el café…
Y continuó:
—Yo tenía algunas amistades en el pueblo donde vivíamos. Y todas se disgustaron mucho cuando, una noche, mi marido murió de repente de un ataque cardíaco. Al médico no creo que le pasara igual. No es que sospechase de mí, pero le extrañó la muerte repentina de mi marido. Después, no sé por qué (presumo que por rutina), volví a la oficina una vez más. Mi segundo esposo me dejó cuatro mil libras. Esta vez no especulé con ellas: las invertí en valores. Y más tarde, como sabes…
Pero aquí se interrumpió Gerardo con el rostro congestionado, ahogada la voz, apuntaba a su mujer con un dedo tembloroso.
—¡El café! ¡Dios mío, el café…!
Ella le miró, atónita.
—¡Ahora comprendo por qué estaba tan amargo! ¡Ah, malvada! Has vuelto a cometer uno de tus crímenes…
Los brazos del hombre se crisparon en los de su asiento. Parecía a punto de saltar sobre ella.
—¡Me has envenenado!
Alix, aterrorizada, se retiró hasta la chimenea. Abrió los labios para denegar, pero se contuvo. Un instante más, y Gerardo la acometería. Alix concentró todas sus fuerzas. Sus ojos, dominadores y persuasivos, se fijaron en los de él.
—Sí —dijo—: te he envenenado. Y el veneno está desarrollando ya su acción. No puedes moverte de tu asiento, no, no puedes…
¡Oh, si lograra retenerle unos minutos!
¿Qué era aquello? ¡Pasos en el camino! El chirrido de la verja. Pisadas en el jardín… La puerta se abría.
—¡No puedes moverte! —repitió.
Corrió hacia la puerta y huyó del cuarto, yendo a caer, medio desvanecida, en brazos de Dick Windyford.
—¡Dios mío, Alix! —exclamó él.
Y se volvió al hombre que le acompañaba, alta figura vestida con el uniforme de la policía.
—Vea lo que ha sucedido en ese cuarto, guardia.
Tendió a Alix cuidadosamente en un diván y se inclinó sobre ella.
—¡Pobrecita! —murmuró—. ¡Pobrecita! ¿Qué te han hecho?
Los párpados de Alix se agitaron y sus labios pronunciaron el nombre de Dick. En aquel momento el policía tocó el hombro del joven.
—No hay nada en el cuarto más que un hombre en una silla. Parece como si hubiera sufrido un susto tremendo, y…
—¿Y qué?
—Y hubiera muerto de repente.
Les sobresaltó la voz de Alix. Hablaba como en sueños, cerrados los ojos, igual que si citase la frase de un relato:

—Y entonces murió…

viernes, 29 de marzo de 2019

Rima Rothe de Valbona se aproxima... 100 años de literatura costarricense.


"Rima Rothe de Valbona se aproxima a la nueva estética en su novela “Las sombras que perseguimos” (1983).  La narración se origina a partir de un conocido recurso literario, el encuentro de un manuscrito, en este caso, una libreta “mezcla de diario íntimo, conato de novela y colección de apuntes”. En esta libreta, aparecida junto a un moribundo, se relatan las memorias de Pedro Almirante.  Otro narrador, precisamente el hombre que encontró la libreta, dialoga con un interlocutor que no se identifica y le pide leer los apuntes. Estos y otros procedimientos hacen que  en la novela se confundan en varios momentos los narradores y los lectores. Además,  llaman continuamente la atención del lector sobre el hecho de la lectura: “Perdone que interrumpa su lectura, pero han llegado noticias muy importantes”, dice Benito a su interlocutor. Paralelamente, se propone una mezcla de las identidades de los diferentes personajes en varios sentidos.  Así, Cristina puede o no ser la víctima de su marido Benito,  una mujer tradicional o la amante de varios hombres. Escorpión, el asesino, mata como una forma de ejercer la justicia contra ciertos crímenes, se cree que es el herido junto al cual se encontró la libreta, aunque muere sin que esto se compruebe".

Páginas: 608-609.
100 años de literatura
Costarricense                                                         
Tomo II
Margarita Rojas* Flora Ovares
Editorial Costa Rica. Editorial UCR.
2018.

jueves, 28 de marzo de 2019

LA CAÍDA DE MR. READER Edgar Wallace


LA CAÍDA DE MR. READER

Edgar Wallace
«E
L Orador» era un hombre de gustos sencillos y poco aficionado a las novedades. Si tenía un aparato de radio era porque se lo había regalado un admirador suyo, pues de no ser así jamás se le habría ocurrido comprar uno. Lo tuvo en el salón de su casa sin utilizarlo ni una sola vez, durante seis meses, y cuando, por fin, se decidió, se dio cuenta de que no funcionaban las baterías, dejando pasar otros seis meses hasta mandarlo arreglar.
Evitaba los programas musicales, sobre todo los clásicos, y prefería las conferencias y charlas, tal vez porque encontraba agradable oír hablar sin tener que dar una respuesta. No obstante, a veces, escuchaba a las orquestas de baile, recreándose en atrapar al vuelo los distintos trozos de conversación que llegan desde las parejas hasta el micrófono:
En una ocasión pudo oír la voz de un hombre, algo cansado, mencionado algo relativo a sus negocios, con tanta claridad como si el que hablara se hallase ante él.
—… opino que las cuentas atrasadas nunca deben cancelarse. Yo sé que nos escribió a Glasgow…
Después sintió algo confuso, al mismo tiempo que se oía una risa femenina.
—… precisamente hoy me di de cara con él en la calle y le dije: «¡Oiga! ¡Todavía nos debe usted aquello!…» Es formidable la memoria que tengo; no lo había visto más que una vez… No, únicamente facilitamos el arsénico a los agentes de ventas…
«El Orador» creía ciegamente en la ley de las coincidencias, y por ello no quedó muy sorprendido al leer la palabra «arsénico», la mañana siguiente, en el primer informe redactado por el Jefe de Policía de Wessex, referente al caso «Fainer».
Este informe fue recibido en Scotland Yard con bastante retraso, cuando Mrs. Fainer estaba ya en la cárcel esperando la vista de la causa. «El Orador» leyó la carta con su tranquilidad habitual.
«No estoy convencido de que esa mujer sea la culpable (escribía el jefe de Policía, que, además de buen amigo del «Orador», era el más inteligente de los que ostentaban el cargo), y tampoco creo que mis hombres hayan hecho en esta investigación un papel tan lucido como hubiera sido de desear. Fui algo torpe no llamando a Scotland Yard desde el primer momento, pero si no es demasiado tarde, le agradecería que viniese usted por aquí a fin de esclarecer varios extremos dudosos.»
Después de consultar con el comisario, Mr. Reader tomó el tren para Burntown donde el jefe de Policía le esperaba en la estación.
—La causa se verá la semana próxima, y me parece difícil obtener más pruebas de las que ya poseemos; hay bastante para colgar a esa infeliz —dijo—. Una chica muy guapa, Reader… Valía mucho más que su esposo, un semi-inválido regañón, que no hacía más que quejarse desde la mañana hasta la noche. ¡Le aseguro que, a veces, le doy la razón a ella por haberse desembarazado de ese hombre!
Fainer, el muerto, había sido un comerciante que se retiró de los negocios poco después de cumplir los treinta años, cuando había ya redondeado una fortuna regular, y diez años más tarde contrajo matrimonio con la joven que ahora se hallaba en la cárcel. Para, ella, la vida matrimonial no había resultado precisamente agradable; sin embargo, la soportó con resignación. Tenían uno o dos amigos, el principal de los cuales era un tal míster Alejandro Brait, representante de varios fabricantes de loza y quincalla en la región, al mismo tiempo que agente de negocios.
Mr. Brait era muy respetado en Burntown. Figuraba como uno de los iniciadores de la Junta local para la reforma de menores, había pronunciado varias conferencias, cantaba en el coro de la iglesia y, en general, se le tenía por una de las personas más formales y bondadosas de la localidad.
—No cabe duda —decía el Jefe— que Fainer confiaba en Brait más que en cualquier otro. No tiene nada de extraño, porque Brait es campechano y optimista, y con su charla le hacía olvidar sus padecimientos, contribuyendo de paso a hacer la vida más soportable a Mrs. Fainer. Lo trágico es que va a figurar como testigo principal de la acusación.
—¿Por qué precisamente como testigo principal? ¿Vio a la culpable envenenar a su víctima? —inquirió «El Orador».
Con gran sorpresa por su parte, el jefe asintió.
—Es evidente que el veneno fue administrado en el momento de tomar el té. En la instancia estaban Mr. Fainer, su esposa y Brait, que la vio pasar a su esposo un plato con dulces. Fainer murió a la mañana siguiente, y según el dictamen médico la muerte fue debida a envenenamiento con arsénico. Cuando Brait se enteró se vio en un apuro, porque una tarde se había encontrado en la calle con Mrs. Fainer que le había pedido algo extraordinario: que le procurase un poco de arsénico en la farmacia. El pobre no supo qué contestar, y temiendo decir algo imprudente, la informó de que únicamente podía conseguir arsénico firmando en el libro que las farmacias tiene para controlar las ventas de venenos, y que tendría que declarar el fin a que se destinaba el producto. Mrs. Fainer pareció algo turbada al oír aquello y desistió de su idea. Aquella tarde se vieron de nuevo a la hora del té, pero ella no volvió a hablar del asunto.
—¿Han encontrado arsénico en su domicilio? —preguntó Reader.
El jefe de Policía movió la cabeza negativamente.
—No. Hemos registrado por todas partes, sin encontrar nada; y tampoco sabemos de dónde lo sacó. Ella, naturalmente, niega haber envenenado a su esposo; confirma que encontró a Brait en la calle, cerca de Broadway, pero niega haber hablado de arsénico. Brait no se ha disgustado por esto; es hombre comprensivo y se da cuenta de que esa desgraciada tiene que mentir para que no la condenen.
—¿Cuánto tiempo lleva Brait en esta ciudad?
—Pues… unos cinco años. Es persona muy estimada…
—¿Tenía ella algún amante? —interrumpió «El Orador».
—¿Amante? ¡No!… ¡Válgame Dios!… No, de ningún modo. Hemos hecho pesquisas, y no hemos descubierto nada reprobable.
«El Orador» removió el té con su cucharilla en actitud pensativa.
—No creo que por ahora pueda hacer otra cosa que averiguar de dónde obtuvo el arsénico esa desgraciada.
A su regreso a Londres recordó su costumbre de no despreciar las coincidencias, y lo primero que hizo fue dirigirse al hotel cuya orquesta se oía en el programa de radio del que le llegaron las ya conocidas frases sueltas. Fue recibido por el «maître», que era bastante amigo suyo.
—¿Dice usted que hablaban de arsénico? ¡Hum!… Sería míster Langfort, un señor de Glasgow. Tiene una fábrica de productos químicos. Estuvo aquí anoche y marcha a Glasgow en uno de los trenes de esta mañana. ¿Quiere usted hablar con él?
«El Orador» tuvo que esperar cinco minutos mientras se buscaba a Mr. Langfort; finalmente le condujeron al teléfono, por el cual habló con dicho señor, que, evidentemente, se hallaba preparando el equipaje en sus habitaciones. Reconociendo inmediatamente la voz que había oído por radio, Mr. Reader explicó en pocas palabras el motivo de su llamada.
—¡Hombre, es curioso! —exclamó Mr. Langfort, con marcado acento escocés—. ¡De modo que me oyó por la radio! A mi esposa le parecerá muy gracioso cuando se lo diga. Sí, en efecto; estaba hablando de arsénico. A propósito: le ruego no divulgue que mi acompañante era una señora…
«El Orador» acogió aquello con una mueca y le aseguró que podía contar con su silencio.
—Hablaba de un individuo a quien encontré ayer en la calle —continuó Mr. Langfort—. Es viajante o agente de compras de una casa importante, y vino a Glasgow en una ocasión; yo acerté a verlo por causalidad. Nos compró una libra de arsénico. Se llamaba… verá… se llamaba Grinnet. Recuerdo que dijo que tenía su oficina en Bristol. Pero se llevó el arsénico sin pagarlo, y ahora, al cabo de los años, le reconocí al verlo por la calle…
—¿Y le pagó?
—¡No faltaba más! —exclamó Mr. Langfort, con acento triunfal.
Mr Reader continuó tomando nota de la declaración del fabricante. Más tarde, cuando se hallaba cenando con el comisario, se atrevió a hacerle un ruego.
—Sí, desde luego —asintió su interlocutor—. Puede usted visitar la cárcel; dando mi nombre, le dejarán entrar. Me imagino que Mrs. Fainer no sentirá deseo alguno de hablar más de su desgracia, pero tal vez usted pueda convencerla de que nos ayudaría a esclarecer los hechos si nos dijese todo lo que sabe.
A las nueve en punto de la mañana siguiente, «El Orador» entraba en la prisión de Wilsey, y era conducido al departamento de mujeres, donde se le introdujo en un salón de espera. Al poco rato abrióse una puerta al otro extremo y entró una mujer pálida y de expresión asustada, aunque se adivinaba en su porte cierta distinción y dignidad. Además, poseía una belleza nada corriente.
«El Orador» era hombre poco sentimental. Había visto en muchas ocasiones a mujeres de gran atractivo, pero lo cierto es que ésta le causó una profunda impresión, tanto por su belleza como por la terrible situación en que se hallaba.
—Buenos días, Mrs. Fainer; soy el inspector Reader, de Scotland Yard —dijo, plácidamente—. He venido a hablar un poco con usted.
Ella cerró los ojos y movió negativamente la cabeza con aire de cansancio.
—No creo que pueda decirle a usted algo que no haya dicho ya a los demás, inspector.
«El Orador» dio la vuelta a la mesa y tomó asiento junto a la detenida, haciendo un gesto para indicar al vigilante que podía retirarse al otro extremo del amplio salón.
—Le diré lo que me interesa saber… —comenzó.
—¿De dónde saqué el veneno, tal vez? —adivinó ella—. No fui yo quien lo puso. Ni sé de dónde procedía. Estoy cansada de repetirlo y nadie me cree. Usted tampoco, seguramente.
—El juicio tendrá lugar la semana próxima. ¿Insiste usted en lo que ya declaró respecto a Mr Brait?
Al oír esto Mrs. Fainer elevó hacia él su mirada.
—Jamás dije a Mr. Brait nada acerca de ese ni otro veneno. Lo juraré ante el Tribunal, aunque no creo que me sirva.
—Entonces, ¿por qué miente ese hombre? —inquirió Reader.
La joven miró al suelo y se encogió de hombros.
—Eso sí que no lo sé —contestó con voz que casi era un susurro.
«El Orador» era un hombre dotado de instinto prodigioso y aquella actitud le reveló algo que ella no quería decirle.
—¿Es usted muy amiga de Mr. Brait?
—No, no —contestó ella, titubeando—. No muy amiga.
—¿Le dijo él alguna vez que estaba enamorado de usted?
Ahora la joven le miró con ojos asustados.
—¿Quién se lo ha dicho? Sí, en efecto; así es.
—Bien… ¿Qué aspecto tiene ese Mr. Brait?
La acusada le miró con expresión de asombro.
—¿No le conoce usted? ¿No le ha visto nunca?
—El único a quien he visto es al jefe de Policía. No sé si me creerá, Mrs. Fainer; pero tenga por seguro que mi intención es ayudarla en lo que pueda, y que no trato de hacerle decir nada que la comprometa.
Ella se quedó mirándole fijamente durante unos momentos.
—Le creo —dijo, finalmente—. Ya había oído hablar de usted antes, Mr. Reader. Sé que le llaman «El Orador» —añadió, mientras su pálido rostro se iluminaba con una leve sonrisa—, aunque ahora está usted hablando más de lo que dice la gente.
Por muchos esfuerzos que hizo, «El Orador» no pudo disimular su turbación, ni evitar un marcado sonrojo.
—Es posible que tenga razón —dijo—. Y ahora, ¿quiere decirme lo que sabe de Mr. Brait?
La joven no tenía mucho que contar. Mr. Brait la había galanteado atrevidamente en dos o tres ocasiones, y le había escrito algunas cartas.
«El Orador» adivinó que la joven no lo decía todo; que aquellas dos o tres ocasiones habían sido bastante penosas para ella. Y en cuanto a las cartas…
—¿Conserva usted alguna? —inquirió.
Nuevamente titubeó la joven.
—Le diré. Las guardé, porque aunque representaban un motivo de preocupación, tenía interés en conservarlas, por si acaso…, comprenda lo que quiero decirle: ¡Mi marido tenía en Mr. Brait una confianza sin límites! Hasta que un día tuve un susto horroroso. Las había guardado en un cofrecito que cerré con llave, y seguramente, un día que salí de casa, mi marido debió de abrirlo, y apoderarse de las cartas. Lo cierto es que desaparecieron de allí. No comprendo por qué se le ocurrió abrir el cofre. No había guardado nunca en él más que papel de cartas y sobres.
—¿No le habló nunca de esas cartas su marido?
Mrs. Fainer negó con la cabeza.
—Tal vez fuera alguna de las criadas —rumió el detective—. ¿Está usted segura de que se las robaron, de que no las tiene en el cofre?
—Completamente. Creo que el cofre está ahora en poder de la Policía.
—¿Qué aspecto tiene ese Brait? —inquirió «El Orador».
—Como amigo es bastante simpático; aparte, naturalmente, de sus atrevimientos conmigo, Y, después de todo, tampoco se le puede reprochar a un hombre que se enamore de una mujer… si verdaderamente era amor lo que sentía por mí. No es mal parecido, rubio, con ojos azules. Ya le verá usted por ahí.
—Me propongo verle esta noche —anunció Reader, levantándose de su asiento—. Creo que ya no tengo más que preguntarle; únicamente algo acerca de ese cofre. ¿Tenía una cerradura corriente?
Su interlocutora sacudió la cabeza en señal negativa.
—No; eso es lo más curioso. Tenía una cerradura «Yale», muy difícil de abrir. Fue uno de mis regalos de boda, y yo tenía la única llave. Guardaba allí varias cosas además de las cartas; y sin embargo, éstas habían desaparecido.
—¿Por qué guardaba usted en él los papeles de cartas y los sobres? —preguntó «El Orador».
La presunta envenenadora se puso roja como una amapola.
—A mi esposo le desagradaba verme escribir cartas —confesó—, y decía que era un gasto inútil. Tenía costumbre de contar las hojas de papel y los sobres en su escritorio, y si veía que faltaba alguna pedía explicaciones. Parece ridículo, ¿verdad? A causa de esa rareza suya me veía obligada a comprar papel y sobres sin que lo supiese. Mi esposo también se sentía celoso de todo lo que recordase mis antiguas amistades, y yo insistía en seguir escribiendo a las amigas con quienes estuve en colegio. Usted mismo podrá comprobar la verdad de lo que le digo.
—¿Por qué no informó a la Policía respecto a las insinuaciones amorosas de Mr. Brait tan pronto como la detuvieron?
La joven viuda se estremeció visiblemente.
—¿De qué me habría servido? —dijo.
Cuando salió de la prisión, «El Orador» era otro hombre. No era la primera vez que defendía a un acusado; pero jamás se había sentido tan convencido de la inocencia de una persona a quien todos creían culpable.
Aquella noche se vio con Mr. Brait y le contó parte de lo hablado con Mrs. Fainer. Su interlocutor le escuchó atentamente, con expresión de indefinible tristeza.
—Ojalá no la hubiese encontrado aquel día —dijo—. Fue la maldita casualidad la que me hizo pasar por las calles del centro y ver a esa infeliz cerca de la farmacia. Aprecio mucho a esa pobre señora.
—¿Qué quiere usted decir con eso de aprecio? ¿Qué está enamorado de ella? —preguntó Reader, sin andarse por las ramas.
Mr. Brait se sonrojó como una colegiala.
—No sé por qué me pregunta eso —dijo con acento altivo—. La aprecio, simplemente; es simpática. Apreciaba aún más a su esposo… Eso es todo.
—¿Le ha escrito usted alguna vez?
—¿Se lo ha dicho ella? —preguntó Brait sonriendo—. Si es así, no serviría de nada que yo lo negase. Le he escrito esquelitas alguna que otra ocasión para avisarle que iría a pasar la tarde jugando a las cartas con su esposo, pero nada más. ¿Va usted a insinuar que escribí otra clase de cartas?
—No insinúo nada; estoy interrogándole —dijo «El Orador» con el tono más brusco que era capaz de emplear.
La entrevista tenía lugar en la oficina del jefe de Policía a altas horas de la noche, y, cuando Brait se hubo marchado, el jefe se dirigió a Reader con aire de reproche:
—No debe usted tratar así a Brait; es una bellísima persona, incapaz de hacerle daño a nadie. ¿Qué opina usted de ella?
—¿De Mrs Fainer? ¡Que es una mujer admirable!
El jefe pensó que un hombre que ya había cumplido los cincuenta y dos, y que aún estaba soltero, no debía considerar a una persona acusada de asesinato como «El Orador» consideraba a aquella mujer.
A la mañana siguiente, el detective seguía atareado con sus investigaciones. Pronto surgieron los resultados: el joven que le servía de ayudante llegó con algunas noticias de interés.
—El muchacho que trabajaba como ordenanza en la oficina de Brait ha sido despedido. He estado hablando con él y parece un chico inteligente.
—Odio a los chicos inteligentes; prefiero a los que no sobresalen en nada —gruñó «El Orador».
No obstante, la inteligencia de aquel chico quedó demostrada sin lugar a dudas cuando, a las diez de la noche, fue al domicilio del ayudante de Mr. Reader con un libro de apuntes bajo el brazo. Al día siguiente «El Orador» hizo tres visitas al pueblo vecino, desde donde podía telefonear sin despertar la curiosidad de las telefonistas. Celebró varias conferencias con la localidad de St. Helens, en Lancashire, habló también con el cura de un pueblo en Somerset, y cuando llegó la noche sólo quedaba por descifrar el problema del cofre.
—Carece de interés —dijo el jefe de Policía, que lo tenía en su poder—. Su dueña nos dio la llave; dentro no hay nada que valga la pena.
—¿Contiene todavía el papel de cartas?
—Supongo que sí —contestó el jefe, algo sorprendido.
Dos minutos más tarde, «El Orador» tenía ante él, sobre la mesa, el cofre de referencia, que abrió acto seguido.
En el fondo se veían hojas de papel de cartas de diferentes colores y tamaños, con media docena de sobres.
—¿Por qué compraría tantas clases diferentes de papel? —murmuró «El Orador».
Sacó las hojas y las distribuyó sobre la mesa, clasificándolas según el tamaño.
—¿Y por qué guardaba un papel tan descolorido? —preguntose otra vez—. Mire, jefe: si no le importa, me llevaré todo esto a Londres mañana. Pienso regresar el domingo. Y ahora, antes de irme, quisiera ver otra vez a la detenida.
Su entrevista con ella fue algo curiosa. Cuando la viuda entró en la estancia, lo hizo con paso firme y mirada brillante; notábase en su porte cierto aire decidido del que había carecido en la anterior ocasión. No obstante, el motivo estaba lejos de ser lo que Reader imaginaba.
—Me he resignado —dijo la joven—, y estoy preparada para morir si es que me condenan.
—¿Por qué dice esas tonterías? —gruñó «El Orador» con acento malhumorado.
—Mire, Mr. Reader: figúrese que, por un milagro, el jurado me absolviese. No lo creo posible, pero supongamos que se dejan convencer por mi abogado. Yo no tengo medios para vivir. Desde ahora me señalaría todo el mundo con el dedo y me vería obligada a irme lejos de aquí. Mi esposo me dejó sin un céntimo. Como en sus últimos momentos creyó que era yo quien le había envenenado, se apresuró a hacer un nuevo testamento en el que no me dejaba nada. Como usted comprenderá, no me seduce la idea de volver al mundo para soportar tan pesada carga.
—Podría casarse otra vez —gruñó «El Orador» sin atreverse a mirarla.
Ella, en cambio, le contempló con gran curiosidad.
—¡Qué hombre tan extraño es usted, Mr. Reader! No se parece nada a las descripciones que me habían hecho. Resulta que habla mucho más de lo que dice la gente.
«El Orador» se levantó del asiento y carraspeó alzo azorado.
—Le diré algo en confianza, Mrs. Fainer —dijo—. Tiene usted que prepararse para hacer frente a la vida.
La viuda escrutó ansiosamente el rostro del detective.
—¿Quiere decir que me absolverán?
—Pues, naturalmente —afirmó Mr. Reader, con acento firme—. Estoy seguro de ello; ya sabemos que la mujer del basurero cogió unos trozos de chaqueta para remendar los pantalones de su pequeñuelo.
Mrs. Fainer creyó que Reader estaba borracho, muda calumnia que el inspector pudo leer en sus ojos.
—No me tome por borracho o por loco —dijo, y se despidió de ella, partiendo precipitadamente.
Lo de la mujer del basurero había sido un descubrimiento del joven ayudante, para cuyo ascenso en Scotland Yard habían cursado ya una recomendación a la superioridad.
«El Orador» pasó dos días en la ciudad, principalmente en Whitehall. Regresó a Burntown en el tren de las seis, y el jefe de Policía le esperaba en la estación.
—Hemos pedido a Mr. Brait que venga a mi oficina —anunció a Reader con cierta sequedad en el tono.
Era evidente que comenzaba a arrepentirse de haber solicitado la ayuda de Scotland Yard.
—Y no olvide, Mr. Reader, que debe usted procurar no ofender a ese caballero. Nos ha prestado su colaboración, facilitándonos toda la información que ha podido.
—No sé si tendré que ofenderle o no —dijo «El Orador»—; pero, en cambio, he descubierto lo que le interesaba a usted, jefe, y debía usted estar satisfecho.
—¿Cómo? ¿Descubrió usted la procedencia del veneno?
«El Orador» asintió, pero negose a revelar más hasta que entraron en la amplia oficina que el jefe de Policía tenía en el Edificio del Ayuntamiento. Cuando llegaron, vieron allí a otros dos detectives en compañía de Mr. Brait, el cual se levantó de su asiento, saludando a Reader con aire sonriente; pero el inspector no hizo caso alguno de la mano que se le ofrecía.
—¿Cuánto tiempo hace que vive usted en esta ciudad, míster Brait? —le preguntó, apoyándose en la repisa de la chimenea.
—Cinco años —contestó el interpelado, un poco sorprendido.
—¿Dónde había vivido usted antes?
Mr. Brait pasó a informarle sobre aquel extremo.
—¿Era usted también agente de negocios allí?
Su interlocutor se limitó a asentir inclinando la cabeza.
—¿Le sorprendió a usted mucho el que Mrs. Fainer le pidiese que le procurase arsénico?
—Naturalmente —contestó Mr. Brait.
—No ha traficado nunca con arsénico, ¿verdad?
—No, desde luego —afirmó Brait secamente.
—¿Nunca compró usted arsénico a un almacenista? Le pregunto eso porque sé que el mismo día en que Mr. Fainer se sintió indispuesto por haber tomado el veneno recibió usted un paquete por correo certificado. En sus libros lo anotó como si se tratase de productos químicos, pero yo conozco la Casa de St. Helen, que se lo envió.
Brait asintió con gran sangre fría.
—Sí, ahora recuerdo. Compré una libra… o media libra, no estoy seguro… y lo remití el mismo día a un cliente de Shanghai.
—¿Recuerda usted el nombre de ese cliente?
—No; ahora mismo no me acuerdo.
—¿Conserva el recibo del envío certificado a Shanghai?
Advirtióse en Mr. Brait una breve vacilación.
—No lo envié por correo certificado —dijo.
—¿Y por qué no? —saltó «El Orador» vivamente—. Usted pidió que se lo enviasen certificado desde St. Helens, que no está lejos. ¿Cómo es que luego lo remitió sin certificar nada menos que a la China?
A esto no hubo respuesta alguna del interrogado.
—¿A qué hora lo depositó en Correos?
—Alrededor de la una —fue la incauta respuesta, que casi hizo al «Orador» abalanzarse impacientemente hacia Brait.
—¿Diez minutos antes de separarse de Mrs. Fainer en la calle? ¿Lo llevaba usted entonces en el bolsillo?
Brait pasó de rojo escarlata a una palidez cadavérica.
—Le advierto que no tengo por qué contestar a preguntas…
—¡Contestará usted a todas las que yo quiera hacerle! —le cortó «El Orador»—. No fue usted a Correos inmediatamente, ¿verdad?
—No; lo deposité aquella noche —dijo Brait agriamente.
—Y, por lo tanto, lo llevaba en el bolsillo cuando estuvo en casa de los Fainer tomando el té, ¿no? Yo le diré lo que pasó: cuando usted volvió a su casa, ya llevaba el paquete roto dentro del bolsillo —roto por haber sacado arsénico de él— y el día siguiente quemó usted su chaqueta para evitar sospechas. Pero no tuvo suerte: el basurero de su distrito guardó varios trozos del bolsillo que no habían ardido, y que están impregnados de arsénico. ¿No lo sabía?
El acusado se dejó caer en un sillón, como abrumado por el peso de los argumentos del inspector.
—Y ahora le diré algo más; hace cinco años compró usted arsénico a una casa de Glasgow, y no lo pagó hasta hace unos días, cuando el director de la casa vendedora le vio en la calle. Ese señor está dispuesto a venir a identificarlo. En aquella ocasión, el arsénico le fue remitido a la ciudad donde vivía usted entonces. También tenía usted allí una agencia de negocios. ¿Lo envió también a China?
El acusado no contestó a nada de aquello.
—Y tres días después, murió su primera esposa.
Ahora Brait se levantó, lanzando un rugido de cólera.
—¿Qué trata usted de insinuar? —barbotó—. ¿Por qué iba yo a querer matar a Fainer… mi mejor amigo?
—Porque estaba enamorado de su mujer, a quien le escribía cartas proponiéndole que se fugase con usted.
—¡Tendrá que probarlo enseñándonos esas cartas!
—Naturalmente. Las enseñaré; no se apure. Mrs. Fainer guardaba tres en un cofrecito, y creyó que habían desaparecido, cuando, en realidad, lo que había ocurrido era que la tinta se había descolorido. El hombre que escribe cartas de amor con tinta invisible, merece todavía más que la horca que le espera a usted… ¡No le dejen escapar!
El jefe de Policía se precipitó hacia la puerta, a fin de interceptar el paso al fugitivo. Por un momento, Brait se quedó en actitud indecisa, y luego, antes de que «El Orador» pudiese evitarlo, metió una mano en el bolsillo… Brilló un fogonazo y retumbó un disparo, y el criminal cayó inerte al suelo.
La vista de la causa de Mrs. Fainer por la muerte de su esposo tuvo muy poca duración. Una vez terminada, «El Orador» condujo a la viuda a Londres en su automóvil de dos plazas, y en todo el trayecto no habló más que una sola vez. Ello ocurrió cuando detuvo el coche en una curva del camino desde donde se dominaba el paisaje maravilloso de un valle por el que un río deslizaba sus plácidas aguas. En aquel lugar fue donde el inspector, contra su costumbre, habló por los codos.

Su esposa, la ex acusada de asesinato, complacíase a menudo en recordarle aquel comienzo de su «caída».

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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