sábado, 23 de marzo de 2019

EL VELO NEGRO Charles Dickens


 «Antología de las mejores novelas policíacas» en XVIII volúmenes, publicada entre los años 1958 y 1973 por la editorial ACERVO.
AA. VV.
Antología de las mejores novelas policíacas
Vol. I
*
Título original: Antología de las mejores novelas policíacas
AA. VV., 1958


PRÓLOGO

El siglo XIX, con su carga de positivismo, asestó el último golpe mortal a la literatura épica. Y como sucedáneo inevitable, inventó un nuevo género: la novela. Es decir, la novela tal como todavía la entendemos: un recuento de la peripecia interna y externa del ser humano. En realidad, lo que se hizo fue matar al Héroe para descubrir al Hombre. El lector de novelas, desde entonces, como antes hiciera el auditorio del romance heroico o del cantar de gesta, se dedica a buscar en el alma y en los azares del personaje de ficción una identificación narcisista, una estilización de su íntima personalidad, frustrada con el roce de lo diario. Si aún es posible señalar una común característica en la extensa variedad del género, habremos de encontrarla en esa hermosa mixtura de la ficción con la última posibilidad humana, en la mixtificación de lo que cada hombre sería capaz de realizar imaginativamente. Es decir, en la actualización de un ensueño.
Pero el Héroe, sombra de la divinidad, intersección de lo humano y lo sobrehumano, está en pleno declive. Lo heroico se ha hecho ya historia, pretérito inasequible. Nuestro tiempo no admite más medida que la de su realidad próxima. La fantasía está circundada de acerada realidad. El libro ya no es la piedra aguzadera del ensueño, porque ha sido suplantado por la inmediata probabilidad de la razón y de la lógica en funcionamiento.
Quiere ello decir que el humano narcisismo ha encontrado otro cauce para albergar al Héroe, ya un tanto descendido de su condición de paradigma: y este cauce es el género policíaco. Surge la aventura psicológica, el riesgo racional, al que el acto dinámico sólo sirve de contrapunto. Probablemente el más viable conducto para trazar una sinopsis de la imaginación humana en los cien años recién transcurridos sería un rápido examen de la evolución de la novela policíaca. Porque sin rebuscar, absurdamente, en su problemática prehistoria persa, bíblica o hindú, o en antecedentes tan discutibles como el «Zadig» de Voltaire, la novela del crimen y la justicia viene al mundo hace una centuria, y aún es considerada por algunos como un subgénero deleznable, marginal a los espaciosos predios de la estética, pese a intentos y superaciones tan trascendentales como los de Graham Greene, Simenon, Chesterton, Gaboriau, Faulkner, y tantos otros. Sin embargo, la categoría intelectual del género policíaco ha empezado a ser considerada con seriedad y altura a veces incluso en demasía. Los críticos y los ensayistas más cualificados de los países de cultura vienen comentando con trascendental gravedad el fenómeno de la literatura policíaca, extrayendo de él amplias consecuencias, lo mismo de índole social, que de carácter psicológico o estético. Por lo que respecta a nuestro país, en general tan pobre en cultivadores del género, se han preocupado de su análisis y definición escritores de tan noble impulso e indiscutible autoridad literaria como Pedro Laín Entralgo, Agustín Bartra, Nicolás González Ruiz, Juan José Mira, Gonzalo Torrente Ballester, Carlos Fernández Cuenca, Luis Rosales, Néstor Luján, etc.
Por nuestra parte, y colocados en el trance de tener que definir la novela policíaca, optaríamos, como Laín Entralgo optara, por definir al autor de las mismas. Digamos, con sus propios asertos que «la definición del autor de novelas policíacas puede hacerse con las palabras que Menéndez Pelayo emplea para caracterizar a Stendhal: es un «romántico materialista»; o, si se prefiere, «positivista», entendida esta palabra más en el sentido de la «ciencia positiva», que del «positivismo» filosófico. La verdad es que Stendhal hubiese podido escribir maravillosas novelas policíacas y que Julián Sorel hubiera podido ser un Raskolnikof adelantado o un Sherlock Holmes más complejo e interesante».
Sin embargo, apurando más los términos, concretándolos más, hemos de buscar aquellas características que definan la novela policíaca propiamente dicha, la prototípica, aquélla que dio origen el género y que va perdurando a través de los lustros, a despecho de constantes desviaciones por caminos laterales, y de inevitables mutaciones de su evolución. Esas características —siguiendo también la pauta de Laín— vienen a ser, poco más o menos, las que integran el sistema de «fuerzas espirituales» que justifican su auge y su importancia, que pueden considerarse cinco: la muerte, el azar, la inteligencia en acción, el humor y el triunfo final de la justicia. Sin ella, no hay posibilidad de novela policíaca pura.
Pero esto no obsta para que marginalmente a este tipo fundamental de novela policíaca, hayan sido y sean varias en calidad y condición las tendencias que ha experimentado esa fórmula narrativa a lo largo de un siglo, desde sus orígenes hasta el momento actual. Sin pretender resumir todas esas direcciones, más o menos capaces de adulterar la pureza del género, más o menos mixtificadoras de sus características esenciales, citemos sólo aquellas claramente perfiladas y que más extenso alcance han conseguido:
1.   —Es aquella cuyas características hemos anotado más arriba: la que hace incidir en un prieto complejo las fuerzas espirituales emanadas de la muerte, del juego del azar, de la especulación lógica trabajando para eliminar lo aparentemente inexplicable, del humor finamente intelectual (yo diría la ironía), y, por fin, del resplandor de la verdad al servicio de la justicia. Esta tendencia, la prototípica, que más arriba decíamos, ha sufrido más tarde una hipertrofia excesiva, de la que emerge un nuevo subgénero, con caracteres a veces herméticos, a veces un tanto pedantes, siempre refinado y cerebral. Inglaterra, el país de la novela por excelencia, como lo definiera Jules Romains, es la patria principal de esta tendencia, sobre todo a partir de la década 1930-40, que comienza a dar entrada al escritor culto en esta clase de la literatura. «La entrada de los intelectuales en la novela policíaca —dice Néstor Luján— ha representado en Inglaterra la creación de un género donde la preocupación literaria y la especulación intelectual o histórica tienen parte muy principal, casi más importante que la intriga policíaca en sí. Así, pues, en las novelas de Michel Innes existen más citas en latín que en un libro de teología. Esta pedantización de la novela policíaca o su poetización —Nicholas Blake (seudónimo del poeta Cecil Day Lewis) y Dorothy Sayers— o su mezcla con la novela histórica —John Dickson Carr—, o, simplemente, la conversión en un puro juego mental, silogístico y complejo —Anthony Berkeley—, o con ribetes filosóficos —J. H. Heard—, o de creación literaria y conceptual —Graham Greene y F. L. Green—, significan el raro fenómeno de adoptar un género popular para el público culto o «snob». Fenómeno que ha ido acompañado de un éxito extraordinario en estos últimos tiempos en la novela inglesa.»
2.   —La segunda tendencia de la novela policíaca, es aquella en que, aunque conservándose todavía el antagonismo entre el enigma del crimen y el razonamiento lógico que persigue su descubrimiento, atenúa esos elementos básicos con el juego de la acción intensa, de la deportividad, y de un humor sencillo y popular. Esta tendencia es propia de los autores policíacos norteamericanos. Todos recordamos los personajes de Rex Stout, de Ellery Queen, de Erle Stanley Gardner, etc.
3.   —La llamada novela negra o de «arreglo de cuentas», que desdeña decididamente toda suerte de intriga y de especulación para rendir culto a la violencia, a la acción desmesurada, a la ilegalidad sin freno. Ya no hay en ella nada que resolver, sino un mundo explosivo que repudiar.
4.   —La más ajena al género, pero todavía vinculada a él. Es aquella tendencia que equidista entre el estilo policíaco y el género llamado de aventuras; también alejada del juego especulativo, pero que conserva el enigma y la peripecia resolutoria del mismo: El relato de misterio.
Estas cuatro principales tendencias, descritas a grandes rasgos, se producen a veces en sucesión cronológica, y otras veces coexisten, se cultivan simultáneamente, a lo largo de la historia de la novela policíaca. Y ahora llegamos al punto más arduo de nuestro tema, que es el de la localización del origen del género. Particularmente, a la hora de hacer una puntual crónica histórica de la novela policíaca, elegiríamos el siguiente sistema: Tomar como base y referencia de figura del protagonista, del Héroe de nuevo cuño que produce el siglo XIX. Es indudable que, como afirmara el bibliófilo inglés Georges Bates, «no se pudo escribir sobre detectives antes de que éstos existieran, como Chaucer no dijo nada sobre los aviones porque nunca llegó a ver ninguno». De donde se deduce, con lógica perogrullesca, que si el nuevo tipo de Héroe es el detective, oficial o privado, la novela policíaca, esa moderna derivación de la épica, ha de tener un origen posterior al momento en que se creara la policía propiamente dicha. Y este momento tuvo lugar en 1829, cuando Sir Robert Peel fundó el cuerpo de policía de Londres. Por lo tanto, sería obvio que nos ocupásemos ahora de hacer remontarse más atrás la prehistoria de la literatura detectivesca. De lo que resulta indudable que ésta ha de limitarse a fechas bien conocidas, como son, por ejemplo, la de la aparición del «Doble asesinato de la Calle Morgue» de Poe (escrito por 1845), o de la, publicación de «Crimen y Castigo» de Dostoyewsky (1866), o de las teorizaciones de Thomas de Quincey, aquel «Poe con humor», que dijera Chesterton. Luego serán los Gaboriau, los William Wilkie Collins, y tantos otros. Hasta que aparece el primer Héroe verdadero de la novela policíaca: el sin par Sherlock Holmes.
El Héroe de las iniciales novelas del género es un curioso super-racionalista, un romántico de la inteligencia. Apenas se expone al peligro físico. Su casi único riesgo es el del descarrío por los luminosos vericuetos de la lógica. Los protagonistas de las narraciones de Poe más estrictamente detectivescas —«Los asesinatos de la calle Morgue», «El misterio de María Roget», «La carta robada»—, se gozan en la escueta concatenación de los hechos, en la minuciosa observación del detalle mínimo, en conseguir la ilación de los elementos más dispares, revistiendo cartesianamente de lógica y de sentido común lo aparencialmente absurdo y deshilvanado. Poco más tarde, con Sherlock Holmes, crea sir Arthur Conan Doyle, como antes anotábamos, el prototipo del Héroe racional y cientifista, aventurero de laboratorio y explorador de teorías, pionero de la inspección ocular. Laín Entralgo nos ha dado un agudo retrato del detective-tipo, del héroe del monóculo y la gorra a cuadros: «Con su afán por las ciencias positivas (química, fisiología, etc.), tratará de ocultarnos la faz romántica de su personalidad, porque en 1887 y en el Londres industrial no es agradable que le llamen a uno romántico. No le hagáis caso. Al mismo tiempo que un positivista convencido, es un romántico de tomo y lomo. Vedle, por ejemplo, en su vida privada. Habita en Baker Street, en el viejo Londres. Gusta de perderse en cavilaciones junto al fuego de la chimenea, desleídas sus agudas facciones —Sherlock Holmes es también «pálido y nervioso», como los «hijos del siglo» que pintó Alfredo de Musset— por el humo de la curvada pipa. En cuanto os descuidáis, se encastilla en una de sus espectaculares soledades —retóricas, en el fondo; sólo para que el Doctor Watson se pasme y las cuente— y se entrega con su violonchelo a la improvisación musical más destacada. Es, en suma, un romántico vergonzante, como aquellos médicos y químicos que en el tiempo de las primeras generaciones positivistas, usaban chalina y peinaban largas guedejas aleonadas o nazarenas. Pero al mismo tiempo es un extremado positivista. En la pesquisa de un crimen, su atención fundamental se dirige hacia los indicios materiales: investiga huellas dactilares, estudia huellas de pies, analiza barros y cenizas, desmenuza fibras textiles, escudriña habitaciones. Su técnica es la inspección ocular más exigente y minuciosa. Persigue con pasión los «hechos visibles», como los buenos cultivadores de la ciencia positiva y experimental.»
En nuestros días, este tipo de Héroe policíaco que antepone, el racionalismo al dinamismo vital, alcanza hasta Van Dine y Agatha Christie, por ejemplo. Pero ya, de uno a otro, se marca la evolución, una significativa diferencia: el polifacético Philo Vance, esteticista, casi goethiano, un tanto semejante a los personajes de Oscar Wilde, posee una sabiduría de invernadero, gélida y sobrehumanizada, que se escapa de la medida humana por su cinismo y su complejo de superioridad; en cambio, el caricaturesco Poirot, hondamente vulgar, lleno de defectos somáticos e intelectuales, es un claro acercamiento hacia el lector moderno, tan poco propicio a la admiración del Héroe cuando éste no se le asemeja. Hércules Poirot es un héroe humanizado al máximo, que piensa como todos nosotros quisiéramos pensar.
Pero esto es sólo el principio. He aquí que, de súbito, el género policíaco se envuelve en un aire tormentoso, de puro dinámico, se disfraza de cotidianidad y sustituye la superioridad intelectual por la deportiva. Ahí está el Perry Mason de Stanley Gardner, entre otros muchos. Apenas nos deja un resquicio de tiempo para coordinar ideas, porque las ideas son secundarias, únicamente fruto de los chispazos del instinto al frotarse con la velocidad. Ha nacido la fiebre norteamericana, el «tempo» del vértigo, erigidos sobre la historia del «bootleger» o del «racketer». El Héroe se metaliza, se descalza el coturno de la divinización, se adocena. Corre entre nosotros, jadeante, buscando la verdad revestida de billetes. Adobándolo todo con un granito de comicidad y de intrascendencia.
Este es el camino que desemboca en el auge de la llamada «novela negra». Al calor de aquella que llamó Gertrude Stein la «generación perdida» (la de los Faulkner, los Hemingway, etc.), se mitifica el «gangster», el «arreglo de cuentas». Peter Cheyney lleva este culto hasta el paroxismo. La técnica narrativa objetivista, el “behaviorismo”, la simple exposición de conductas sin intervención del autor, halla su exponente máximo en Dashiell Hammet. Ya no queda un ápice de misterio. Se trata ahora de plantear un exhaustivo aprovechamiento de la pasión y de la fuerza. Las teorizaciones de Tomás de Quincey, que consideraban el asesinato «como una de las bellas artes», se desploman aparatosamente, abriendo cauce a una vorágine de sangre, de odio, de violencia, sin la menor inquietud esteticista. El dinamismo presta intensidad y lima las aristas más cortantes. A través de piélagos de alcohol, el Héroe ya no tienen ningún aticismo, se ha convertido en una encarnación del puro escalofrío. Los protagonistas de las actuales novelas policíacas se precipitan, necesariamente, desde las cimas de la exaltación hasta los más sombríos abismos, con el mismo ritmo de los altibajos de la paranoia. Hay un discontinuo flujo entre el masoquismo del desastre y la fruición en la brutalidad. La sensibilidad se ha lanzado a un vuelo angustioso, buscador de nuevas fórmulas emotivas, hasta quedar rendida e inerme junto a los despojos de la ética.
He aquí la coyuntura. El Héroe ha dejado de serlo, y la fantasía se refugia en la acción desenfrenada.
Paralelamente, aunque cada día más en declive, la novela de misterio y de aventuras, sostiene bastante precariamente el paradigma heroico, pero raras veces posee suficiente altura intelectual y literaria para dejarse enjuiciar seriamente.
Y vamos ahora a dar una somera idea del propósito de este libro: De todas esas tendencias de la novela policíaca hemos procurado reunir aquí unas cuantas muestras ejemplares, todas ellas de maestros del género; maestros tanto en la narración larga como en el cuento a lo «short story». Como es obvio advertir, hemos realizado nuestra labor de trilla únicamente en el campo de los relatos cortos, y ello, no sólo por las lógicas razones de espacio, sino, también, porque, en la mayoría de los casos, esos breves ejemplos resultan más puros exponentes, menos adulterados y más intensos, en razón misma de su concentración, de las características de la literatura policíaca en general y de cada tendencia y cada autor en particular.
En el curso de la lectura de esta antología encontrará el lector una galería, si no completa, sí lo más aproximada posible, de la mayor parte de las variantes que ha sufrido y viene sufriendo el género que nos ocupa. Junto a autores perfectamente inscritos en el censo de la historia de la literatura contemporánea, figuran otros ya clásicos en el cultivo de la especialidad, unidos a los de varios modernos innovadores del género. Si por un lado hemos seleccionado pequeñas obras maestras como las de Dickens y Maupassant, perfectamente representativas de la literatura de misterio aunque no totalmente incursas en la verdadera definición de la novelística policíaca, por otro lado hallará el lector muestras indiscutibles de esta última como las de William Irish (Cornell Woolrich), Ellery Queen, Dickson Carr, Georges Simenon, Conan Doyle, Chesterton, Agatha Christie, etc., cada una elegida entre lo más representativo de la peculiar tónica de su autor, y a su vez seleccionados los autores entre los más cumplidos ejemplos de las diferentes tendencias más arriba señaladas. Esperamos, pues, que a través de esa gavilla de relatos pueda hallarse, además del solaz lógico, toda una pequeña historia del género policíaco, esa modalidad literaria tan hondamente representativa de la mentalidad de nuestro tiempo y que, a pesar de los numerosos cultivadores pedestres que le han restado dignidad y altura, posee un rango equiparable al de cualquier otra faceta de la literatura contemporánea occidental.

ENRIQUE SORDO

EL VELO NEGRO

Charles Dickens
E
N un atardecer de invierno de finales del año 1800, un joven médico, recientemente establecido, estaba sentado junto a un alegre fuego, en su pequeña antesala, escuchando el viento que arrojaba la lluvia contra la ventana en resonantes gotas y aullaba lúgubremente en la chimenea. La noche era húmeda y fría. El hombre había estado chapoteando en barro y agua durante todo el día, y a la sazón descansaba, cómodamente envuelto en su bata y con las zapatillas puestas. Medio dormido, su imaginación errabunda barajaba un asunto tras otro. Primero pensó en la fuerza con que soplaba el viento y hasta qué punto la lluvia aguda y helada le estaría golpeando la cara si no se hallase cómodamente instalado en su hogar. Luego, su mente enfocó el tema de la visita que anualmente realizaba, en Navidad, a su ciudad natal y a sus amigos más allegados; consideró cuánto les hubiera gustado a todos verlo y cuán feliz habría sido Rosa si le hubiese podido decir que al fin había encontrado un cliente y que esperaba tener otros, y, además, que regresaría al cabo de poco tiempo para casarse con ella y llevarla a casa, donde le alegraría sus solitarias veladas junto al fuego y le estimularía para realizar nuevos esfuerzos. Empezó a reflexionar sobre cuándo aparecería su primer cliente o si estaba destinado, por especial voluntad de la Providencia, a no tener ninguno; después volvió a pensar en Rosa y se quedó dormido. En sueños oyó su voz dulce y alegre y sintió que una mano suave y menuda se posaba sobre su hombro…
Había una mano sobre su hombro, pero no era suave ni menuda, sino que pertenecía a un muchacho robusto y de cabeza redonda que, por un chelín semanal y la comida, se ocupaba en llevar medicinas y recados dentro del radio de la parroquia. Cuando no había pedidos de medicinas ni mensajes que llevar, invertía sus horas libres —que eran unas catorce diarias, por término medio— en masticar pastillas de menta, comer un poco de carne e irse a dormir.
—¡Una dama, señor! ¡Una dama! —murmuró el muchacho despertando a su amo con una sacudida.
—¿Una dama? —gritó nuestro amigo, despabilándose, dudando de que su sueño fuese irreal y con la secreta esperanza de que la mujer aludida resultase Rosa en persona— ¿Qué dama? ¿Dónde está?
Ahí, señor —contestó el muchacho, señalando hacia la puerta de cristales que conducía al consultorio.
El médico miró hacia la puerta y, por un instante, se detuvo a examinar el aspecto de la visitante. Su rostro tenía aquella expresión de sobresalto que lógicamente suscita lo inesperado.
Era una mujer excepcionalmente alta, vestida de riguroso luto, y se hallaba tan pegada a la puerta que su cara casi rozaba el vidrio. La parte superior de su figura estaba cuidadosamente envuelta por un chal negro, como si desease no ser reconocida, y su cara hallábase cubierta por un espeso velo, también negro. Permanecía completamente erguida; su figura se alzaba cuan alta era, y aunque el médico sintió que los ojos de detrás del velo estaban fijos en él, ella seguía inmóvil como si no hubiese advertido que él había entrado.
—¿Desea usted consultarme? —preguntó con cierta vacilación, manteniendo entornada la puerta. Esta se abría de forma que no alteraba la posición de la figura, que continuaba inmóvil en su sitio.
La mujer inclinó ligeramente la cabeza, en señal de afirmación.
—Sírvase pasar —dijo el médico.
La figura avanzó un paso, y luego, volviendo la cabeza en dirección al muchacho —con infinito terror de éste—, pareció vacilar.
—Sal de la habitación, Tom —dijo el joven médico, dirigiéndose al muchacho, cuyos grandes ojos redondos se habían dilatado hasta el máximo durante este breve diálogo—. Echa la cortina y cierra la puerta.
El muchacho corrió una cortina verde sobre la puerta vidriera, se retiró al consultorio, cerró la puerta tras de sí y, desde el otro lado, aplicó uno de sus grandes ojos al agujero de la cerradura.
El médico acercó su silla a la chimenea e invitó a sentarse a su visita. La misteriosa figura se movió lentamente hacia el asiento. Cuando el resplandor del fuego iluminó el traje negro, el médico observó que la orilla del vestido estaba empapada de barro y de lluvia.
—Veo que está usted empapada —dijo.
—Así es —contestó la recién llegada con voz baja y profunda.
—¿Se siente usted enferma? —preguntó el médico compasivamente, juzgando por el tono de su interlocutora que se trataba de una persona desgraciada.
—Estoy muy enferma —contestó la mujer—, pero no física, sino mentalmente. No es por mí, o en beneficio propio, por lo que he venido a verle. Si hubiese tenido alguna dolencia física no estaría aquí, sola, a esta hora, en una noche semejante; y si enfermara en las próximas veinticuatro horas, bien sabe Dios con qué gusto me acostaría y llamaría a la muerte. Solicito su ayuda, para otra persona, señor. Es posible que produzca la impresión de estar loca —creo que lo estoy—, pero noche tras noche, en el curso de largas y sombrías horas de vigilia y de llanto, un mismo pensamiento no ha dejado de rondar por mi espíritu, y aunque conozco la inutilidad de cualquier ayuda humana que pueda prestárseme, el simple pensamiento de depositarlo en su tumba sin intentar un supremo esfuerzo me hiela la sangre en las venas.
El bien aprendido arte del médico no hubiera podido producir un estremecimiento semejante al que recorrió todo el cuerpo de la que hablaba.
Había tal ansiedad desesperada en los gestos de la mujer, que el joven médico se sintió conmovido. Hada poco tiempo que ejercía su profesión e ignoraba las miserias que diariamente se presentan a los ojos de los médicos y los endurecen ante el sufrimiento humano.
—Si la persona a quien usted se refiere —dijo, rápidamente— se halla en una situación tan desesperada como usted afirma, creo que no hay momento que perder. Tenemos que partir inmediatamente. ¿Por qué no acudió a los médicos antes?
—Porque antes hubiera sido inútil, como lo es también ahora —replicó la mujer, juntando las manos con desesperación.
El médico trató inútilmente de descubrir las facciones que se ocultaban tras el espeso velo.
—Usted está enferma —dijo suavemente—. Usted está enferma, aunque crea lo contrario. La fiebre que le ha permitido soportar, sin sentirla, la fatiga que evidentemente ha sufrido y que está ardiendo dentro de usted. Beba esto —continuó, sirviéndole un vaso de agua—, descanse durante unos minutos y luego dígame, lo más tranquilamente que pueda, cuál es la enfermedad de su paciente y cuánto tiempo ha estado enfermo. Cuando sepa todo lo necesario para que mi visita pueda servir de algo, estaré dispuesto a acompañarla.
La visitante se llevó el vaso de agua a la boca, sin alzar el velo, lo depositó de nuevo sin probarla y se echó a llorar.
—Creerá usted —dijo sollozando— que deliro. Me lo han dicho antes, y menos cariñosamente que usted ahora. Yo no soy joven. Dícese que a medida que la vida se desliza hacia su término definitivo, lo último que nos queda, por desprovisto de valor que parezca a aquellos que nos rodean, es más caro a su poseedor que todos los años que se han ido antes, pues está vinculado a los recuerdos de los amigos muertos desde hace tiempo, de los jóvenes, niños tal vez, que han renegado tan completamente de nosotros que diríase que también están muertos.
Tras una corta pausa, la mujer prosiguió:
—Mi vida no puede prolongarse muchos años, y éstos deberían ser preciosos para mí; pero yo los entregaría sin un suspiro, con gozo, con júbilo, a cambio de que lo que estoy diciendo fuese falso o imaginario. Mañana por la mañana, ése de quien le hablo estará, lo sé, aunque finja creer lo contrario, más allá del alcance de cualquier ayuda humana; y, sin embargo, esta noche, aunque se halle en peligro mortal, usted no debe verlo, ni podría socorrerle.
—No quiero aumentar su congoja —dijo el médico, después de una corta pausa— haciendo un comentario sobre lo que usted acaba de decir, o mostrándome deseoso de investigar un caso que usted trata de encubrir de una manera tan anhelante. Pero en su declaración hay algo incongruente, hay algo que escapa a lo verosímil. Esa persona está en trance de morir esta noche y yo no puedo verla aun cuando mi asistencia podría tal vez salvarla; usted me dice que mi ayuda será inútil mañana y, sin embargo, ¡usted desea que la visite entonces! Si es verdad que la vida de esa persona resulta tan querida para usted como lo demuestran sus palabras y sus gestos, ¿por qué no trata de salvarla ahora, antes que el retraso y el progreso de su enfermedad hagan impracticable la intervención médica?
—¡Qué Dios me ayude! —exclamó la mujer llorando amargamente—. ¡Cómo es posible que los extraños crean en lo que hasta a mí me parece increíble! Entonces, ¿se niega usted a verlo, señor?
—No he dicho tal cosa —replicó el médico—, pero le advierto que si insiste en este inaudito aplazamiento y la persona muere, una terrible responsabilidad recaerá sobre usted.
—La responsabilidad pesará en alguna parte —replicó la extraña mujer, amargamente—. Cualquier responsabilidad que recaiga sobre mí la sobrellevaré con gusto y estoy dispuesta a dar cuenta de ella.
—Como no hay nada contrario a la ley —continuó el médico— en el hecho de acceder a su petición, puedo decirle que visitaré a la persona enferma mañana siempre que me dé su dirección. ¿A qué hora desea usted que vaya?
—A las nueve —replicó la visitante.
—Perdone usted si mi pregunta es indiscreta, pero ¿está a su cargo el paciente?
—No lo está —fue la respuesta.
—De manera que si yo le diese instrucciones para su tratamiento durante la noche, ¿usted no podría asistirlo?
Yo no podría hacer tal cosa —contestó la mujer llorando amargamente.
Considerando que no podía obtener mayor información con prolongar la entrevista, y ansioso de ahorrar sufrimientos a la mujer, quien, refrenada al principio, gracias a un violento esfuerzo, estaba a la sazón demudada y temblorosa, el médico reiteró su promesa de realizar la visita a la hora señalada. Su visitante, después de haberle dado la dirección de un oscuro lugar de Walworth, abandonó la casa de la misma manera misteriosa que había entrado.
Fácilmente se comprenderá que tan extraordinaria visita produjo una gran impresión en el ánimo del joven médico y que éste reflexionó mucho sobre las posibles circunstancias del caso. En su trato con la gente había tenido ocasión de enterarse de hechos singulares en que se había cumplido un anterior presentimiento de muerte en un día y hora determinados.
Por un momento, se sintió tentado a creer que tal vez era el caso presente; pero luego se le ocurrió que todas las historias de esa índole de que había oído hablar siempre correspondieron a las personas perturbadas por un presagio de su propia muerte. Esa mujer, en cambio, hablaba de otra persona —un hombre— y era imposible suponer que una simple quimera o espejismo de la fantasía pudiera inducirla a hablar de la inminente desaparición de aquél con una certidumbre tan terrible ¿No sería que el hombre corría el peligro de ser asesinado a la mañana siguiente, y que la mujer, cómplice al principio y obligada a guardar secreto bajo juramento, hubiese cedido y, aunque incapaz de evitar la perpetración de algún ultraje a la víctima, hubiese resuelto evitar su muerte, si es que ello era posible, mediante la oportuna intervención del auxilio médico? La idea de que tales cosas sucediesen a menos de dos millas de la metrópoli se le presentó como descabellada y absurda, y la desechó al instante. Luego volvió a su primera idea, es decir, que la mente de aquella mujer estaba desequilibrada, y como éste era el único modo de explicar el caso con cierto grado de satisfacción, encaminó su ánimo a creer que estaba loca. Ciertas dudas sobre este punto, sin embargo, acudieron de improviso a su pensamiento, una y otra vez, en el largo y sombrío curso de una noche de insomnio, durante la cual, a pesar de todos sus esfuerzos, le fue imposible borrar aquel velo negro de su agitada imaginación.
Como los suburbios de Walworth se encuentran bastante alejados de la ciudad, son aún hoy día un lugar bastante desamparado y miserable. Pero hace treinta y cinco años eran una especie de muladar habitado por unos cuantos individuos de dudosa condición, cuya pobreza les impedía vivir en mejor vecindad o cuyas ocupaciones y modos de vida hacían deseable su aislamiento. Muchas de las casas que han surgido desde entonces en sus aceras fueron edificadas algunos años después, y la gran mayoría, aun aquellas que se desparramaron por los alrededores, eran feas y miserables.
El aspecto del lugar por el cual caminó aquella mañana no era a propósito para levantar el espíritu del joven médico o dispersar la ansiedad y angustia que despertó en él la singular visita que iba a realizar. Apartándose del camino real, su ruta lo condujo a lo largo de un terreno bajo y pantanoso, por sendas desniveladas, con alguna casucha ruinosa aquí y allá, que se desmoronaba rápidamente por vetustez y abandono. Un árbol, achaparrado, un pozo de agua estancada, ligeramente agitada por la lluvia de la noche anterior, bordeaban ocasionalmente el sendero; y de vez en cuando un miserable jardín, con unas cuantas tablas viejas reunidas para formar una glorieta y una vieja barda mal remendada, con estacas robadas a los cercos vecinos, daban inmediato testimonio de la pobreza de los habitantes y de los pocos escrúpulos que experimentaban ante la propiedad ajena. De vez en cuando, una mujer de aspecto miserable hacía su aparición en la puerta de una casa sucia, para vaciar el contenido de alguna olla en el arroyo de la acera de enfrente o para increpar a una muchacha calzada con chancletas que se tambaleaba a unos cuantos metros de la puerta, bajo el peso de un pálido infante casi tan grande como ella. Pero poca cosa se agitaba en torno, y la perspectiva, en lo que de ella podía verse débilmente a través de la fría y húmeda niebla que caía pesadamente sobre el lugar, infundía una impresión de soledad y lobreguez que armonizaba completamente con los objetos que hemos descrito.
Después de haber chapoteado fatigosamente por el agua y el cieno, de haber hecho muchas preguntas sobre la dirección que le habían dado, después de haber recibido otras tantas contestaciones contradictorias y poco convincentes, el joven médico llegó frente a la casa que se le había señalado como meta. Era una construcción pequeña y baja, de un solo piso, con un exterior aún más desolado y poco prometedor que los que acababa de dejar atrás. Una vieja cortina amarilla cubría enteramente la ventana del piso alto y los postigos de la antesala estaban cerrados, pero sin cerrojo. La casa se hallaba alejada de todas las demás, y como se alzaba en la esquina de una callejuela, no había otra vivienda a la vista.
Si decimos que el médico dudó, que anduvo unos cuantos pasos más allá de la casa antes de decidirse a levantar el llamador, sabemos que nuestras palabras no harán aparecer la sonrisa en el rostro de ningún lector, por audaz que éste sea. La policía de Londres en aquella época era un cuerpo muy diferente del que es ahora. La situación aislada de los suburbios, cuando la fiebre de la edificación y el afán de mejoramiento aún no habían empezado a unirlos con el cuerpo principal de la ciudad y sus alrededores, hacía que muchos de ellos (y éste en particular) fuesen el refugio de los peores y más perversos sujetos. A la sazón, hasta las calles más alegres de Londres estaban mal alumbradas, y lugares como éste quedaban completamente a merced de la luna y de las estrellas. Las probabilidades de descubrir sujetos peligrosos, o de rastrearlos hasta sus guaridas, quedaban reducidas, así, a un corto número, y naturalmente sus atentados aumentaron en audacia a medida que la experiencia diaria afianzaba en ellos la conciencia de una impunidad relativamente grande. Además, debe recordarse que el joven había pasado algún tiempo en los hospitales públicos de la ciudad; y aunque ni Burke ni Bishop habían adquirido todavía su horrible notoriedad, la propia observación de los hechos les indicó seguramente con cuánta facilidad pudieron cometerse las atrocidades que, desde entonces, llevaron el nombre del primero. Fuese por esto o bien por la reflexión, el caso es que él vaciló. Pero siendo, como era, un hombre animoso y de gran valor personal, su vacilación sólo duró unos instantes. Volviendo con rapidez sobre sus pasos, llamó suavemente a la puerta. Oyóse un bisbiseo apagado, como si alguien, al final del pasillo, estuviese conversando cautelosamente con otra persona en el rellano de arriba. Acercóse luego el ruido de un par de pesadas botas sobre el piso, la cadena de la puerta fue apartada suavemente, abrióse ésta y un hombre alto, de mala catadura, pelo negro y un rostro, como declaró después el médico, tan pálido y desencajado como el de cualquiera de los muertos que había visto, apareció en el umbral.
—Entre, señor, —dijo en voz baja.
El médico obedeció, y el hombre, después de haber asegura do nuevamente la puerta con la cadena, le condujo a una pequeña salita de recibo que se hallaba en el extremo del pasillo.
¿Llego a tiempo?
—Demasiado pronto —contestó el hombre.
El médico volvióse rápidamente, con un gesto de asombro y de alarma que no pudo reprimir.
—Si quiere usted pasar por aquí, señor… —dijo el hombre, que evidentemente había advertido el gesto—. Pase por aquí; no tardaré ni cinco minutos, se lo aseguro.
El médico entró en el cuarto, sin vacilar. El hombre cerró la puerta y lo dejó solo.
Era un pequeño y frío cuarto que no tenía más muebles que dos sillas de pino y una mesa de la misma madera. Un poco de fuego ardía en la chimenea del hogar, sin la menor pantalla de protección; y aunque era poco lo que calentaba, al menos disolvía la humedad de la estancia, por cuyas paredes se escurría una insalubre acuosidad, como el rastro de enormes babosas… La ventana, que estaba rota y emparchada en muchas partes, parecía una pequeña parcela de terreno casi cubierta enteramente por el agua. En la casa reinaba un completo silencio. El joven médico se sentó junto a la chimenea, y esperó el resultado de su primera visita profesional.
Algunos minutos después, oyó el ruido de un coche que se aproximaba. Se puso en pie; la puerta de la calle se abrió; oyó una conversación en voz baja y un ruido de pasos cautelosos en el corredor y en la escalera, como si dos o tres hombres estuviesen ocupados en llevar algún cuerpo pesado a la habitación del piso alto. El crujido de los peldaños, pocos segundos después, anunció que los recién llegados, habiendo terminado la tarea que fuese, salían de la casa. La puerta volvió a cerrase y reinó de nuevo el más absoluto silencio.
Pasados cinco minutos, cuando el médico se decidía a explorar la casa en busca de alguien que pudiese decirle en qué consistía su cometido, abrióse la puerta del cuarto y su visitante de la noche anterior, vestida exactamente de la misma manera y cubierto el rostro por el mismo velo, le indicó que pasara adelante. La singular altura de su cuerpo, añadida a la circunstancia de que no hablaba, hizo que, por un instante, cruzase por la mente del joven la idea de que bien podría ser un hombre disfrazado de mujer. Los sollozos histéricos que surgían a través del velo y la convulsa actitud de pesadumbre de aquella figura, denunciaron al punto lo absurdo de la suposición. El médico la siguió con presteza.
La mujer le guió, escaleras arriba, hasta el cuarto de la parte delantera de la casa y se detuvo en la puerta para dejar que él entrase. El cuarto estaba escasamente amueblado. Sólo había en él una vieja arca de pino, algunas sillas y un catre sin colgaduras ni travesaños, cubierto por una manta remendada. La escasa luz, que penetraba a través de la cortina que él había visto desde la calle, hacía que fuese más vago el contorno de la habitación y comunicaba a todos ellos tan informe tonalidad, que el joven no se dio cuenta de la verdadera naturaleza de lo que tenía ante sus ojos hasta que la mujer, frenéticamente, se le adelantó y se arrodilló junto al lecho.
Tendida en la cama, rígida e inmóvil, prietamente envuelta con un lienzo y cubierta con sábanas, yacía una forma humana. La cabeza y la cara, que eran las de un hombre, estaban descubiertas, salvo un vendaje que le envolvía la cabeza y el cuello. El brazo izquierdo se atravesaba pesadamente en la cama y la mujer sostenía la mano inerte.
Con dulzura, el médico hizo a un lado a la mujer y tomó aquella mano.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Este hombre está muerto!
La mujer se puso en pie y juntó las manos.
—¡Oh, no diga eso, señor! —exclamó la mujer en un arranque de pasión que llegaba casi al frenesí—. ¡Oh, no diga eso! ¡No puedo soportarlo! Hubo hombres que resucitaron a pesar de que la gente ignorante les dio por muertos, y otros que se hubieran salvado si se hubiese acudido a tiempo… ¡No le deje tendido aquí, señor, sin hacer un esfuerzo para salvarlo! Tal vez está muriendo en este instante. ¡Inténtelo, señor! ¡Hágalo por amor de Dios!
Mientras hablaba, la mujer tocó primero la frente y luego el pecho de la figura inmóvil. Después golpeó frenéticamente las manos frías, que cuando las soltó, cayeron de nuevo, mecánica y pesadamente, sobre la manta.
—No hay remedio, mi buena señora —dijo el médico en tono tranquilo, retirando su mano del pecho del hombre—. ¡Sosiéguese! Descorra la cortina.
—¿Qué dice usted? —preguntó la mujer, sorprendida.
—¡Descorra la cortina! —repitió el médico, sobresaltado.
—Yo obscurecí el cuarto a propósito —dijo la mujer, interponiéndose, cuando él se levantó para descorrerla—. ¡Oh, señor, tenga piedad de mí! Si no hay remedio, si él está verdaderamente muerto, no le exponga a otros ojos que no sean los míos.
—Este hombre no murió de muerte natural —dijo el médico—, ¡Tengo que ver el cuerpo!
Tan rápidamente que la mujer apenas pudo notar que el médico se había deslizado a su vera, éste descorrió la cortina y volvió junto al lecho.
—Aquí ha habido violencia —dijo señalando el cuerpo y mirando fijamente a la cara, cuyo velo había sido levantado por primera vez.
En la excitación ocurrida un minuto antes, la mujer se había quitado la toca y el velo y a la sazón hallábase erguida, con los ojos fijos en él. Sus facciones eran las de una mujer de cincuenta años, que en otros tiempos había sido bella. El dolor y el llanto habían dejado sus huellas en aquel rostro mortalmente pálido, pero no lo habían marchitado del todo. Su boca estaba contraída nerviosamente y el intenso fulgor que brillaba en sus ojos indicaba muy a las claras que sus fuerzas físicas y mentales estaban casi desmoronándose bajo el peso de los sufrimientos.
—Ha habido violencia aquí —dijo el médico, disimulando su mirada escrutadora.
—Sí, tiene usted razón —replicó la mujer.
—¡Este hombre ha sido asesinado!
—¡Pongo a Dios por testigo de que lo ha sido! —dijo la mujer apasionadamente.
—¿Por quién? —preguntó el médico, tomando a la mujer por el brazo.
—Mire las señales del asesino, y luego pregúntemelo —contestó.
El médico volvió el rostro hacia la cama y se inclinó sobre el cuerpo, que ahora yacía bajo la luz que entraba por la ventana. De pronto, comprendió la verdad.
—Este es uno de los hombres que han sido ahorcados esta mañana —dijo, apartándose tembloroso.
—Sí —contestó la mujer con una mirada fría, sin expresión.
—¿Quién es? —preguntó él.
—Mi hijo —dijo la mujer, y cayó al suelo desvanecida.
Era verdad. Un compañero suyo, tan culpable como él, había sido puesto en libertad, pero ese hombre había pagado con la muerte, había sido ejecutado. Contar las circunstancias del hecho, ahora distante, resultaría innecesario y podría apenar a personas que todavía viven. La madre era una viuda sin amigos ni dinero que se había privado de lo más necesario para dárselo a su hijo enfermo. Y este muchacho, sin tener en cuenta los ruegos maternos e indiferente a los sufrimientos que ella había soportado por él —incesante ansiedad del espíritu y voluntaria extenuación del cuerpo—, se había precipitado a una existencia de disipación y de crimen. Y el resultado había sido éste: su muerte a manos del verdugo y la vergüenza e incurable locura de su madre.
Durante muchos años después de este suceso, cuando requerimientos provechosos y complicados hubieran hecho olvidar en otros hombres a tan desvalido ser, se vio al joven médico visitar diariamente a la inofensiva loca, cuidarla cariñosamente, aliviar el rigor de su condición con donaciones de dinero, otorgadas con mano pródiga, para subvenir a su comodidad y mantenimiento. A la luz del recuerdo y conciencia que precedió a la muerte de esta criatura, pobre y sin amigos, surgió de sus labios una oración para el bienestar y protección de su médico, tan férvida como la que el mejor de los mortales pudiera haber elevado.
La oración voló al cielo y fue oída. La bendición influyó para que se le reconociese en una proporción de mil por uno todo lo que había hecho. Pero entre todos los honores de tango y posición que desde entonces se han acumulado sobre su persona, y que tan bien se ha ganado, este hombre no guarda en su corazón un recuerdo más fortalecedor que el que está vinculado al Velo Negro.

viernes, 22 de marzo de 2019

La institución familiar, objeto de crítica...100 AÑOS DE LITERATURA COSTARRICENSE.


100 AÑOS DE LITERATURA COSTARRICENSE.
La institución familiar, objeto de crítica en el cuento de Carmen Naranjo, ya había sido fuertemente cuestionada en la novela de Samuel Rovinski, “Ceremonia de casta”, en 1976. En esta, la familia de los Matías se reúne semanalmente en una comida que resulta una especie de rito; su objetivo es tratar de mantener unida una familia jerarquizada, patriarcal. El padre de la familia, Juan Matías, es un hombre violento y autoritario, que concentra el poder y establece el código moral. Juan Matías se enfrenta a su muerte, anunciada por su hijo bastardo. Este intenta identificarse con el poder paterno y se vuelve tan destructivo como él. Por eso se ha dicho que padre e hijo son una especie de dobles: los une la posesión a costa de la violencia (...) La novela de Rovinski es un texto elaborado y complejo, la forma de narrar es poco tradicional y posee un final ambiguo y abierto, que la aleja de la intención dialéctica y, con esto, alcanza un mayor valor estético. Por último “Ceremonia de casta” presenta aspectos que la acercan al teatro.


Pags. 607-608. 
100 años de literatura
Costarricense                                                         
Tomo II
Margarita Rojas* Flora Ovares
Editorial Costa Rica. Editorial UCR.
2018.

jueves, 21 de marzo de 2019

Mcewan Ian - Novela. Expiacion.


Novelista y guionista británico. Nació en Aldershot, hijo de un sargento mayor y procurador militar escocés. La infancia de McEwan fue la propia de un hijo de militar de la época. La familia se trasladó sucesivamente a Singapur, Trípoli y otros lugares. Tras abandonar sus estudios, McEwan viajó a Grecia, donde se ganó la vida como barrendero. Posteriormente asistió a las universidades de Sussex y East Anglia. En esta última fue el primer estudiante inscrito en el curso de Escritura creativa impartido por Malcolm Bradbury. Sus dos primeras colecciones de relatos, Primer amor, últimos ritos (1975) y Entre las sábanas (1978), resultaron muy controvertidas. El autor emplea en ellas un estilo muy elaborado para ofrecer extraños relatos cotidianos de obsesiones sexuales, perversidad y muerte. Su primera novela, Jardín de cemento (1978), en la que unos niños entierran el cadáver de su madre en el sótano, se ocupa de estos mismos temas. En 1979 su serie de televisión Geometría sólida saltó a los titulares de la prensa nacional al ser censurada por la British Broadcasting Corporation (BBC) por una escena en la que aparecía un pene flotando en el interior de un recipiente. A continuación escribió otras novelas igualmente macabras, El placer del viajero (1981) y Niños en el tiempo (1987). Su guión para la película El almuerzo del labrador (1990) es un ataque frontal del tatcherismo. Cabe mencionar además las novelas El inocente (1990), un thriller ambientado en Alemania durante la década de los años 50, Perros negros (1992), una respuesta a las secuelas del nazismo en Europa, y Amor perdurable (1998). En 1994 publicó una colección de cuentos infantiles. 

Fuente:
Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.

Mcewan Ian - Expiacion

Traducción de Jaime Zulaika

 ANAGRAMA

 En la gran casa de campo de la familia Tallis, la madre se ha encerrado en su habitación con migraña, y el señor Tallis, un importante funcionario, está, como casi siempre, en Londres. Briony, la hija menor, de trece años, desesperada por ser adulta y ya herida por la literatura, ha escrito una obra de teatro para agasajar a su hermano León, que ha terminado sus exámenes en la universidad y hoy vuelve a casa con un amigo. Cecilia, la mayor de los Tallis, también ha regresado hace unos días de Cambridge, donde no ha obtenido las altas notas que esperaba. Quien sí lo ha hecho, en cambio, es Robbie Turner, el brillante hijo de la criada de los Tallis y protegido de la familia, que paga sus estudios.

 Es el día más caluroso del verano de 1935 y las vidas de los habitantes de la mansión parecen deslizarse, como la novela, con apacible elegancia. Pero si el lector ha aguzado el oído, ya habrá percibido unas sutiles notas disonantes, y comienza a esperar el instante en que el gusano que habita en la deliciosa manzana asome la cabeza. ¿Por dónde lo hará? Hay una curiosa tensión entre Cecilia y Robbie. Y otra situación potencialmente peligrosa: la hermana de la señora Tallis ha abandonado a su marido, se ha marchado a París con otro hombre y ha enviado a su hija Lola, una nínfula quinceañera, sabia y seductora, a casa de sus tíos. Y la ferozmente imaginativa Briony ve a Cecilia que sale empapada de una fuente, vestida solamente con su ropa interior, mientras Robbie la mira...
 lan McEwan ha escrito su obra más importante, una novela que va abriéndose como un juego de cajas chinas, con distintas novelas de géneros diferentes encajadas una dentro de otra y magistralmente engarzadas: hay una intensa, exaltadamente romántica historia de amor imposible, una durísima novela de guerra y también la novela de una novela, la narración de esta Expiación, de la que Briony Tallis escribió diferentes versiones a lo largo de su vida.
 «Como en todas las más importantes novelas de McEwan, un drama íntimo de pérdida de la inocencia, o de una traición, se juega dentro de una historia más vasta de mala fe. Aquí, la historia personal es dolorosamente intensa, pero Expiación es mucho más que eso... Se invoca y se reescribe la literatura inglesa. El decoro de Jane Austen se vuelve negra farsa y se oyen ecos irónicos de las novelas de malentendidos entre clases sociales de Forster» (Hermione Lee, The Observer).
 «McEwan es un clásico, pero absolutamente original. Expiación no es la obra de un novelista que se deleita en las consoladoras incertidumbres del pasado, sino la de un escritor que está definiendo con audacia y creatividad lo que será la literatura inglesa del siglo XXI» (Geoff Dyer, The Guardian).
 «Sutil y vigorosa a la vez, una combinación espléndida de comedia y atrocidades, un libro hermosamente intrincado, una obra maestra» (Peter Kemp, The Sunday Times).
 «La portada proclama que Expiación es su mejor novela y, aunque los editores suelen ser muy proclives a calificar de esta manera la última novela de los autores que publican, en el caso de McEwan es absoluta, incontestablemente cierto» (Robert MacFarlane, Times Literary Supplement).
 «Grandioso» (John Updike).





 —Querida señorita Morland, considere la terrible naturaleza de las sospechas que ha albergado. ¿En qué se basa para emitir sus juicios? Recuerde el país y la época en que vivimos. Recuerde que somos ingleses: que somos cristianos. Utilice su propio entendimiento, su propio sentido de las probabilidades, su propia observación de lo que ocurre a su alrededor. ¿Acaso nuestra educación nos prepara para atrocidades semejantes? ¿Acaso las consienten nuestras leyes? ¿Podrían perpetrarse sin que se supiese en un país como éste, donde las relaciones sociales y literarias están reglamentadas, donde todo el mundo vive rodeado de un vecindario de espías voluntarios, y donde las carreteras y los periódicos lo ponen todo al descubierto? Queridísima señorita Morland, ¿qué ideas ha estado concibiendo?
 Habían llegado al final del pasillo y, con lágrimas de vergüenza, Catherine huyó corriendo a su habitación.
JANE AUSTEN, La abadía de Northanger



PRIMERA PARTE

1
        
 Briony escribió la obra —para la que ella misma había diseñado los carteles, los programas y las entradas, construido la taquilla con una cartulina doblada por un lado, y forrado la caja de recaudación con papel crepé rojo— en una tormenta compositiva que duró dos días y que le hizo saltarse un desayuno y un almuerzo. Cuando los preparativos hubieron terminado, no le quedó nada más por hacer que contemplar el borrador acabado y aguardar la aparición de sus primos del lejano norte. Sólo habría un día para ensayar antes de que llegara su hermano. Por momentos gélida, a ratos tristísima, la obra refería la historia de un alma cuyo mensaje, transmitido en un prólogo en verso, era que el amor que no asentaba sus cimientos en la sensatez estaba condenado. La temeraria pasión de la heroína, Arabella, por un malvado conde extranjero es castigada con el infortunio cuando ella contrae el cólera durante un avance impetuoso hacia una ciudad costera con su prometido. Abandonada por él y por casi todo el mundo, postrada en cama en una buhardilla, descubre que posee sentido del humor. La fortuna le ofrece una segunda oportunidad en forma de médico empobrecido: en verdad, se trata de un príncipe disfrazado que ha elegido ocuparse de los necesitados. Curada por él, esta vez Arabella elige sensatamente y obtiene la recompensa de la reconciliación con su familia y una boda con el príncipe médico, «un día ventoso y soleado de primavera».
 La señora Tallis leyó las siete páginas de Las tribulaciones de Arabella en su dormitorio, ante su tocador, mientras los brazos de la autora le rodeaban el cuello. Briony examinó la cara de su madre en busca de cada rastro de emoción cambiante, y Emily Tallis correspondió con expresiones de alarma, risas de alegría y, al final, sonrisas de gratitud y gestos de juicioso asentimiento. Cogió a su hija en brazos, la sentó en su regazo —ah, aquel cuerpecito terso y cálido que ella recordaba de la infancia y que todavía no había perdido, no del todo— y dijo que la obra era «magnífica», y accedió al instante, cuchicheando en la tensa voluta de la oreja de la niña, a que esta palabra suya se citase en el cartel que habría en el vestíbulo, colocado sobre un caballete, junto a la taquilla.
 Briony difícilmente podía saberlo entonces, pero aquél era el punto culminante del proyecto. Nada igualaba aquella satisfacción, todo lo demás eran sueños y frustración. Había momentos en los anocheceres de verano, después de haber apagado la luz, en que, acurrucándose en la penumbra deliciosa de su cama doselada, hacía que el corazón le palpitase con luminosas y anhelantes fantasías, obras breves en sí mismas, en cada una de las cuales aparecía León. En una, su carota bondadosa se contraía de pena cuando Arabella estaba desesperada y sola. En otra la sorprendían, cóctel en mano en algún abrevadero de moda, alardeando ante un grupo de amigos: Sí, mi hermana pequeña, Briony Tallis, la escritora, sin duda habéis oído hablar de ella. En una tercera daba un puñetazo exultante en el aire cuando caía el telón, aunque no había telón ni posibilidad de que lo hubiera. Su obra no era para sus primos, era para su hermano, para celebrar su regreso, provocar su admiración y apartarle de su alegre sucesión de novias para orientarle hacia la clase idónea de esposa, la que le convencería de que volviese al campo, la que dulcemente pediría que Briony oficiase como dama de honor.
 Era una de esas niñas poseídas por el deseo de que el mundo fuera exactamente como era. Mientras que el cuarto de su hermana mayor era un desbarajuste de libros sin cerrar, ropas sin doblar, cama sin hacer, ceniceros sin vaciar, el de Briony era un santuario erigido a su demonio dominante: la granja en miniatura que se extendía a lo largo de un ancho alféizar contenía los animales habituales, pero todos miraban hacia un mismo lado —hacia su ama—, como si estuvieran a punto de cantar, y hasta las gallinas del corral estaban meticulosamente guardadas en el corral. De hecho, el cuarto de Briony era la única habitación ordenada de todas las del piso superior de la casa. Las muñecas, con la espalda rígida en su casa de muchas habitaciones, parecían haber recibido instrucciones severas de no tocar las paredes; las diversas figuras, del tamaño de un pulgar, colocadas de pie en el tocador —vaqueros, submarinistas, ratones humanoides— recordaban por el orden y la distancia que reinaba en sus filas a un ejército de ciudadanos a la espera de órdenes.
 El gusto por las miniaturas era un rasgo de un espíritu ordenado. Otro era la pasión por los secretos: en un precioso buró barnizado, en un cajón secreto que se abría presionando el extremo de un ingenioso ensamblaje a cola de milano, guardaba un diario cerrado con un broche y un cuaderno escrito en un código inventado por ella. En una caja de caudales de juguete, con una combinación de seis números secretos, guardaba cartas y postales. Tenía una vieja cajita de hojalata escondida debajo de una tabla suelta debajo de la cama. En la cajita había tesoros que databan de hacía cuatro años, desde su noveno cumpleaños, cuando empezó a coleccionar: una muíante bellota doble, pirita de hierro, un hechizo para provocar la lluvia comprado en una feria, una calavera de ardilla liviana como una hoja.
 Pero cajones secretos, diarios bajo llave y sistemas criptográficos no le ocultaban a Briony la sencilla verdad: que no tenía secretos. Su anhelo de un mundo organizado y armonioso le denegaba las posibilidades temerarias de una mala conducta. El tumulto y la destrucción eran, para su gusto, demasiado caóticos, y en su talante no había crueldad. Su estatuto, en la práctica, de hija única, y el relativo aislamiento de la casa Tallis, la apartaban, al menos durante las largas vacaciones del verano, de las intrigas femeniles con amigas. Nada en su vida era lo bastante interesante o vergonzoso para merecer un escondrijo; nadie sabía lo de la calavera de ardilla debajo de su cama, pero nadie quería saberlo. Nada de esto representaba para ella una congoja especial; o, mejor dicho, parecía representarlo sólo retrospectivamente, cuando se hubo encontrado una solución.
 A la edad de once años había escrito su primer relato; una tontería, una imitación de media docena de cuentos populares y desprovisto, como comprendió más tarde, de ese conocimiento vital de las cosas del mundo que inspira respeto a un lector. Pero esta torpe primera tentativa le enseñó que la imaginación era en sí misma una fuente de secretos: una vez empezada una historia, no se la podía contar a nadie. Fingir con palabras era algo demasiado inseguro, demasiado vulnerable, demasiado embarazoso para que alguien lo supiera. Hasta escribir los eya dijo y los y entonses le daba escalofríos, y se sentía una tonta al simular que conocía las emociones de una criatura imaginaria. Al describir la debilidad de un personaje era inevitable exponer la suya propia; el lector no podía no conjeturar que estaba describiéndose a sí misma. ¿Qué otra autoridad podía tener ella? Sólo cuando un relato estaba terminado, todos los destinos resueltos y toda la trama cerrada de cabo a rabo, de suerte que se asemejaba, al menos en este aspecto, a todos los demás relatos acabados que había en el mundo, podía sentirse inmune y en condiciones de agujerear los márgenes, atar los capítulos con un bramante, pintar o dibujar la cubierta e ir a enseñar la obra concluida a su madre o a su padre, cuando estaba en casa.
 Sus esfuerzos recibieron aliento. De hecho, fueron bien acogidos porque los Tallis empezaban a entender que la benjamina de la familia poseía una mente extraña y facilidad para las palabras. Las largas tardes que pasaba consultando diccionarios y tesauros explicaban construcciones que eran incongruentes, pero de un modo inquietante: las monedas que un maleante escondía en sus bolsillos eran «esotéricas», un matón sorprendido en el acto de robar un automóvil lloraba «con indecorosa autoexculpación»; la heroína a lomos de un semental pura sangre hacía un viaje «somero» en plena noche, la frente arrugada del rey era un «jeroglífico» de su desagrado. Briony era exhortada a leer sus narraciones en voz alta en la biblioteca, y a sus padres y a su hermana mayor les asombraba oír a la niña apacible leyendo con tanto aplomo, haciendo grandes gestos con el brazo libre, arqueando las cejas al hacer las voces, y levantando la vista de la página durante varios segundos a medida que leía, con el fin de mirar una tras otra las caras de todos y exigir sin el menor empacho la atención total de su familia mientras vertía su sortilegio narrativo.
 Aunque no hubiese contado con la atención, el aplauso y el placer evidente de sus familiares, habría sido imposible impedir que Briony escribiera. En cualquier caso, estaba descubriendo, como muchos escritores antes que ella, que no todo reconocimiento es útil. El entusiasmo de Cecilia, por ejemplo, parecía un poco exagerado, quizás teñido de condescendencia, y además entrometido; su hermana mayor quería que todas sus obras encuadernadas fueran catalogadas y colocadas en los anaqueles de la biblioteca, entre Rabindranath Tagore y Quinto Tertuliano. Si aquello pretendía ser una broma, Briony hizo caso omiso. Ya estaba encauzada, y había encontrado satisfacción en otros planos; escribir relatos no sólo entrañaba secreto, sino que también le brindaba todos los placeres de miniaturizar. Se podía construir un mundo en cinco páginas, y hasta más placentero que una granja en miniatura. La infancia de un príncipe mimado podía comprimirse en media página; un rayo de luz de luna sobre un pueblo dormido era una frase rítmicamente enfática; era posible describir el hecho de enamorarse con una sola palabra: una mirada. Toda la vida que contenían las páginas de un cuento recién terminado parecía vibrar en su mano. Su pasión por el orden también se veía satisfecha, pues se podía ordenar un mundo caótico. Se podía hacer que una crisis en la vida de una heroína coincidiera con granizo, vendavales y truenos, mientras que las ceremonias nupciales, por lo general, gozaban de buena luz y brisas suaves. El amor al orden configuraba asimismo los principios de la justicia, en los que la muerte y el matrimonio eran los motores para el gobierno de un hogar, el primero reservado en exclusiva para lo moralmente dudoso, y el segundo como premio postergado hasta la última página.
 La obra que había escrito para el regreso de León a casa era su primera incursión en el teatro, y el cambio de género le había parecido muy fácil. Era un alivio no tener que escribir eya dijo, ni tener que describir el clima, el comienzo de la primavera o la cara de la heroína; había descubierto que la belleza ocupaba una franja estrecha. La fealdad, por el contrario, poseía una variación infinita. Un universo reducido a lo que se decía en él representaba el orden, en efecto, casi hasta el extremo de la inanidad, y, para compensar, cada frase se enunciaba enfatizando al máximo un sentimiento u otro, al servicio de lo cual era indispensable el signo de admiración. Puede que Las tribulaciones de Arabella fuera un melodrama, pero su autora no conocía aún ese vocablo. La obra no se proponía inspirar risa, sino terror, alivio e instrucción, por este orden, y la inocente intensidad con que Briony emprendió el proyecto —los carteles, las entradas, la taquilla— la hacía especialmente vulnerable al fracaso. Le habría sido fácil recibir a León con otro de sus relatos, pero fue la noticia de la llegada de sus primos del norte lo que la había empujado a dar el salto hacia un género nuevo.

 A Briony debería haberle importado más que Lola, que tenía quince años, y los dos gemelos de nueve, Jackson y Pierrot, fuesen refugiados de una acerba guerra civil doméstica. Había oído a su madre criticar la conducta impulsiva de su hermana pequeña, Hermione, y lamentar la situación de los tres niños, y denunciar a su cuñado, Cecil, pusilánime y evasivo, que había huido a la seguridad de All Souls College, en Oxford. Briony había oído a su madre y a su hermana Cecilia analizar las últimas novedades y agravios, las acusaciones y las réplicas a éstas, y sabía que la visita de sus primos tendría una duración indefinida y que quizás se prolongase hasta el comienzo de las clases. Había oído decir que la casa podía absorber con facilidad a tres niños, y que los Quincey podrían quedarse tanto tiempo como quisieran, siempre que los padres, si les visitaban los dos al mismo tiempo, se abstuvieran de dirimir sus querellas en el hogar de los Tallis. Habían limpiado el polvo de dos habitaciones cercanas a la de Briony, habían colgado cortinas nuevas y trasladado muebles de otros cuartos. Normalmente, ella habría participado en estos preparativos, pero casualmente coincidieron con una racha de escritura de dos días y con la reconstrucción de la fachada. Vagamente sabía que el divorcio era una aflicción, pero no lo consideraba un tema apropiado, y no pensaba en ello. Era un desenlace mundano irreversible, y por lo tanto no ofrecía oportunidades a un narrador: pertenecía al reino del desorden. Lo bueno era el matrimonio o, mejor dicho, una boda, acompañada de la pureza formal de la virtud recompensada, de la emoción de la pompa y del banquete, y de la promesa de vértigo de una unión de por vida. Una buena boda era la representación inconfesada de lo que todavía era impensable: el gozo sexual. En las naves de iglesias rurales y de grandiosas catedrales urbanas, en presencia de una sociedad completa de familia y amigos que aprobaban el acto, las heroínas y los héroes de Briony alcanzaban sus climax inocentes sin necesidad de ir más lejos.
 Si el divorcio se hubiera presentado como la antítesis ruin de todo esto, habría sido fácil arrojarlo al otro platillo de la balanza, junto con la perfidia, la enfermedad, el robo, las agresiones y las mentiras. Pero ofrecía una faz nada atractiva de complejidad insípida y discusión incesante. Al igual que el rearme, la cuestión de Abisinia y la jardinería, lisa y llanamente no era un tema, y cuando, después de una larga espera la mañana del sábado, Briony oyó por fin el sonido de ruedas sobre la grava que había debajo de la ventana de su cuarto, y agarró al vuelo sus páginas y bajó corriendo las escaleras, cruzó el vestíbulo y salió a la luz cegadora del mediodía, no fue tanto la insensibilidad como la reconcentrada ambición artística la que la impulsó a gritar a sus aturdidos y jóvenes visitantes, apretujados con su equipaje junto al carruaje: «Ya he escrito vuestros papeles. ¡Primera función, mañana! ¡Los ensayos empiezan dentro de cinco minutos!»
 Inmediatamente aparecieron su madre y su hermana para decretar un horario más flexible. Los recién llegados —los tres, pelirrojos y pecosos— fueron conducidos a sus habitaciones, sus cajas fueron acarreadas por Danny, el hijo de Hardman, hubo un refresco en la cocina, un recorrido por la casa, un baño en la piscina y el almuerzo en el jardín del sur, a la sombra de las parras. Durante todo ese tiempo, Emily y Cecilia Tallis mantuvieron un ajetreo que sin duda privó a los huéspedes de la comodidad que supuestamente debía conferirles. Briony sabía que si hubiese viajado trescientos kilómetros para llegar a una casa extraña, las preguntas inteligentes y los comentarios jocosos, y el que le dijeran de cien maneras distintas que era libre de elegir, la habrían envarado. Nadie comprendía, en general, que lo que más querían los niños era que les dejasen en paz. Sin embargo, los Quincey se esforzaron mucho en fingir que el recibimiento les divertía y les liberaba, lo cual era un buen presagio para Las tribulaciones de Arabella: estaba claro que el trío poseía el don de ser lo que no era, aunque se parecían bien poco a los personajes que iban a representar. Antes del almuerzo, Briony se escabulló a la sala de ensayos vacía —el cuarto de juegos— y deambuló de un lado a otro de los tablones pintados, considerando las opciones referentes al reparto.
 A la vista de aquello, era improbable que Arabella, que tenía el pelo tan moreno como Briony, descendiese de padres pecosos o se fugase con un pecoso conde extranjero, alquilase una buhardilla a un posadero con pecas, se enamorase de un príncipe pecoso y se casara ante un párroco con pecas ante una feligresía igualmente pecosa. Pero la cosa iba a ser así. La tez de sus primos era demasiado nítida —¡casi fluorescente!— para poder ocultarla. Lo mejor que se podía decir es que la cara sin pecas de Arabella era el signo —el jeroglífico, quizás Briony hubiese escrito— de su distinción. Su pureza de espíritu jamás se pondría en duda, aunque ella se moviese en un mundo mancillado. Había un problema adicional con los gemelos: nadie que no los conociese podía distinguirlos. ¿Estaba bien que el malvado conde se pareciese tanto al guapo príncipe, o que los dos se pareciesen al padre de Arabella y al párroco? ¿Y si Lola hacía de príncipe? Jackson y Pierrot tenían aspecto de ser los típicos niños afanosos que seguramente harían lo que les dijeran. ¿Pero su hermana interpretaría a un hombre? Tenía los ojos verdes, huesos prominentes en la cara y las mejillas hundidas, y en su reticencia había algo frágil que sugería una voluntad fuerte y un genio muy vivo. El mero ofrecimiento a Lola de aquel papel tal vez provocase un conflicto, y, a decir verdad, ¿podría Briony cogerle de la mano delante del altar mientras Jackson recitaba la fórmula solemne del rito anglicano?
 Hasta las cinco de aquella tarde no pudo congregar a su elenco en el cuarto de juegos. Había colocado tres taburetes en fila, y ella acomodó el trasero en una antigua trona: un toque bohemio que le dio la ventaja de altura de un arbitro de tenis. Los gemelos acudieron a regañadientes desde la piscina, donde habían estado tres horas seguidas. Estaban descalzos y llevaban camisetas encima de los bañadores que goteaban sobre el suelo de madera. También les caía por el cuello agua procedente de su pelo enmarañado, y los dos tiritaban y sacudían las rodillas para entrar en calor. La larga inmersión les había arrugado y blanqueado la piel, por lo que sus pecas reaparecieron a la luz relativamente tenue del cuarto. Su hermana, que se sentó entre ellos dos, con la pierna izquierda en equilibrio sobre la rodilla derecha, guardaba, por contraste, una compostura perfecta tras haberse asperjado profusamente de perfume y puesto un vestido de cuadros verdes para compensar sus otros colores. Sus sandalias mostraban una pulsera en el tobillo y las uñas de los pies pintadas de bermellón. Ver aquellas uñas produjo en el esternón de Briony una sensación opresiva, y supo al instante que no podía pedirle a Lola que interpretara al príncipe.
 Todo el mundo ocupaba su sitio y la dramaturga estaba a punto de empezar su pequeña alocución, resumiendo la trama y evocando la emoción de actuar ante un auditorio adulto la noche siguiente en la biblioteca. Pero fue Pierrot quien habló primero.
 —Odio las obras de teatro y todas esas cosas.
 —Yo también, y disfrazarme —dijo Jackson.
 Durante el almuerzo habían explicado que a los gemelos se les distinguía porque a Pierrot le faltaba un triángulo de carne en el lóbulo de la oreja izquierda, por culpa de un perro al que había atormentado cuando tenía tres años.
 Lola apartó la vista. Briony dijo, juiciosamente:
 —¿Cómo puedes odiar el teatro?
 —Sólo sirve para lucirse —dijo Pierrot, y se encogió de hombros mientras enunciaba esta evidencia.
 Briony supo que tenía razón. Por eso precisamente ella adoraba las obras de teatro, o por lo menos la suya; todo el mundo la adoraría a ella. Al mirar a sus primos, debajo de cuyas sillas se estaba encharcando agua que luego se filtraba por las grietas entre las tablas, supo que nunca comprenderían su ambición. La indulgencia suavizó su tono.
 —¿Tú crees que Shakespeare sólo quería lucirse?
 Pierrot miró hacia Jackson por encima de las rodillas de su hermana. Aquel nombre bélico le era vagamente familiar, con su tufillo a escuela y a certeza adulta, pero los gemelos se infundían valor mutuamente.
 —Todo el mundo sabe que sí.
 —Segurísimo.
 Cuando Lola hablaba, primero se dirigía a Pierrot y a mitad de la frase se volvía en redondo para terminarla dirigiéndose a Jackson. En la familia de Briony, la señora Tallis nunca tenía nada que comunicar que requiriese decírselo simultáneamente a las dos hermanas. Ahora Briony vio cómo se hacía.
 —O actuáis en la obra u os lleváis un tortazo y después hablo con «los padres».
 —Si nos das un tortazo, nosotros hablaremos con «los padres».
 —O actuáis en esta obra o hablaré con «los padres».
 Que la amenaza hubiese sido claramente rebajada no pareció disminuir su poder. Pierrot se chupó el labio inferior.
 —¿Por qué tenemos que hacerlo?
 La pregunta lo concedía todo, y Lola trató de revolverle el pelo pringoso.
 —¿Te acuerdas de lo que han dicho «los padres»? Somos invitados en esta casa y debemos portarnos..., ¿cómo debemos portarnos? Venga. Dime cómo.
 —Dócilmente —dijeron los gemelos a coro, compungidos, tropezándose apenas con la palabra rara.
 Lola se volvió hacia Briony y sonrió.
 —Por favor, cuéntanos tu obra.
 «Los padres». Cualquier poder institucional que encerrase este plural, fuera la que fuese, estaba a punto de desmoronarse o ya lo había hecho, pero por ahora no podían saberlo, y exigía valor hasta de los más jóvenes. Briony se avergonzó súbitamente del egoísmo de su conducta, pues no se le había ocurrido pensar que sus primos no quisieran representar sus personajes en Las tribulaciones de Arabella. Pero tenían sus tribulaciones, una catástrofe propia, y ahora, en su calidad de huéspedes en su casa, se creían obligados. Lo que aún era peor, Lola había dejado claro que ella también actuaría a disgusto. Estaba coaccionando a los vulnerables Quincey. Y, sin embargo —Briony se esforzaba en captar el difícil pensamiento—, ¿no había una manipulación allí, no estaba Lola utilizando a los gemelos para expresar algo en su nombre, algo hostil y destructivo? Briony sintió la desventaja de ser dos años más joven que la otra chica, de tener dos años menos de refinamiento, y ahora su obra le parecía algo deprimente y bochornoso.
 Evitando todo el rato la mirada de Lola, empezó a resumir la trama, pese a que la estulticia de la misma comenzaba a abrumarla. Ya no le quedaban ánimos para inventar para sus primos la emoción de la primera noche.
 En cuanto hubo terminado, Pierrot dijo:
 —Quiero ser el conde. Quiero ser un malvado.
 Jackson se limitó a decir:
 —Yo soy el príncipe. Siempre soy un príncipe.
 Briony habría podido atraerles hacia ella y besarles la carita, pero dijo:
 —De acuerdo, entonces.
 Lola descruzó las piernas, se alisó el vestido y se levantó, como si fuera a irse. Habló con un suspiro de tristeza o resignación.
 —Supongo que como tú has escrito la obra, serás Arabella...
 —Oh, no —dijo Briony—. No. Nada de eso.
 Decía que no, pero quería decir «sí». Por supuesto que ella interpretaba el papel de Arabella. A lo que objetaba era al «como tú» de Lola. No hacía de Arabella porque había escrito la obra, sino porque ninguna otra posibilidad se le había pasado por la cabeza, porque así era como León iba a verla, porque ella era Arabella.
 Pero había dicho que no, y ahora Lola decía dulcemente:
 —En ese caso, ¿no te importa que lo haga yo? Creo que lo haría muy bien. En realidad, de nosotras dos...
 Dejó la frase en suspenso, y Briony la miró fijamente, incapaz de evitar una expresión de horror, incapaz de hablar. Sabía que le estaba arrebatando el papel, pero no se le ocurría nada que decir para recuperarlo. Lola aprovechó el silencio de Briony para apuntalar su ventaja.
 —Tuve una larga enfermedad el año pasado, así que también puedo hacer muy bien esa parte.
 ¿También? Briony no acertaba a ponerse a la altura de la chica más mayor. La desdicha de lo inevitable le enturbiaba el pensamiento.
 Uno de los gemelos dijo, con orgullo:
 —Y actuaste en la obra del colegio.
 ¿Cómo decirles que Arabella no tenía pecas? Tenía la piel clara y el pelo negro, y sus pensamientos eran los de Briony. Pero ¿cómo iba a negárselo a una prima tan alejada de su hogar y cuya vida familiar había naufragado? Lola le leía la mente, pues entonces jugó su baza definitiva, el as irrecusable.
 —Di que sí. Es lo único bueno que me ha sucedido en meses.
 Sí. Incapaz de apretar la lengua contra esta palabra, Briony se limitó a asentir con la cabeza, y sintió al hacerlo un malhumorado escalofrío de aquiescencia autodestructiva que se le extendía por la piel y se expandía hacia fuera de ella, oscureciendo la habitación con sus pulsaciones. Tuvo ganas de marcharse, de tumbarse a solas, de bruces en su cama, para saborear el gusto repugnante del momento, y remontar las consecuencias ramificadas hasta el punto a partir del cual la destrucción había empezado. Necesitaba contemplar con los ojos cerrados toda la riqueza que había perdido, a la que había renunciado, y prever el nuevo régimen. No sólo había que tener en cuenta a León, sino ¿qué iba a pasar con el vestido antiguo de satén crema y melocotón que su madre tenía preparado para ella, para la boda de Arabella? No iban a dárselo a Lola. ¿Cómo iba su madre a negárselo a la hija que la había amado durante todos aquellos años? Al ver que el vestido se ajustaba perfectamente a los contornos de su prima y observar la sonrisa cruel de su madre, Briony supo que su única alternativa razonable sería en ese caso huir, vivir debajo de setos, comer bayas y no hablar con nadie hasta que un silvicultor la encontrase un amanecer de invierno, al pie de un roble gigantesco, hermosa y muerta y descalza, o tal vez con las zapatillas de ballet de cintas rosas...
 Compadecerse a sí misma reclamaba toda su atención, y únicamente a solas podría infundir vida a los detalles lacerantes, pero en el instante en que asintió —¡cómo una simple inclinación de cabeza podía cambiar una vida!—, Lola ya había recogido del suelo el bulto del manuscrito de Briony y los gemelos se habían deslizado de sus sillas para seguir a su hermana al espacio central del cuarto que Briony había despejado la víspera. ¿Se atrevería a marcharse ahora? Lola deambulaba por las tablas con una mano en la frente mientras hojeaba las primeras páginas de la obra, murmurando las líneas del prólogo. Anunció que nada se perdía empezando por el principio, y ahora estaba designando a sus hermanos para que encarnasen a los padres de Arabella y les estaba describiendo la escena inaugural como si lo supiese todo sobre ella. El progreso de la dominación de Lola era implacable y tornaba extemporánea la piedad de Briony por sí misma. ¿O sería tanto más aniquiladoramente deliciosa? Briony, en efecto, ni siquiera había sido elegida para el papel de madre de Arabella, y sin duda era el momento de escabullirse del cuarto para derrumbarse de bruces en la oscuridad de la cama. Pero fue el dinamismo de Lola, su indiferencia por todo lo que no fuese su propio interés, y la certeza de Briony de que sus propios sentimientos no serían siquiera advertidos, y de que tampoco provocarían uno de culpa, lo que le dio la fuerza para resistir.
 Tras una vida protegida y, en general, placentera, hasta entonces nunca había tenido que enfrentarse con nadie. Ahora lo veía: era como bucear en la piscina a principios de julio; simplemente tenías que incitarte a hacerlo. Cuando se bajó de la silla alta y estrecha y caminó hasta donde estaba su prima, el corazón le aporreaba engorrosamente el pecho y le robaba el aliento.
 Le quitó de las manos la obra a Lola y, con un tono más cohibido y agudo que el habitual, dijo:
 —Si tú eres Arabella, entonces yo soy la directora, muchísimas gracias, y leeré el prólogo.
 Lola se tapó la boca con su mano pecosa.
 —¡Perdddón! —gritó—. Sólo quería empezar.
 Como Briony no sabía muy bien qué responder, se volvió hacia Pierrot y le dijo:
 —No te pareces mucho a la madre de Arabella.
 La contraorden al reparto decidido por Lola y la risa que suscitó en los chicos establecieron un cambio en el equilibrio de poder. Lola alzó de un modo exagerado sus hombros huesudos y se fue a mirar por la ventana. Quizás ella también luchaba contra la tentación de huir del cuarto.
 A pesar del combate de lucha libre que entablaron los gemelos, y de que su hermana presintió la aparición de una jaqueca, el ensayo dio comienzo. Fue un silencio tenso el que se hizo mientras Briony leía el prólogo.

 He aquí la historia de la espontánea Arabella
 que se fugó con un tipo extrínseco.
 Afligió a los padres que su primogénita
 desapareciera del hogar para irse rumbo a Eastbourne
 sin su consentimiento...

 El padre de Arabella, flanqueado por su esposa, de pie ante las puertas de hierro forjado de su heredad, primero suplica a su hija que reconsidere su decisión y luego, desesperado, le ordena que no se vaya. Frente a él tiene a la triste pero terca heroína, con el conde a su lado, y los caballos, amarrados a un roble, relinchaban y piafaban de impaciencia. Era de suponer que los más tiernos sentimientos del padre harían temblar su voz cuando decía:

 Querida mía, eres joven y adorable
 pero eres inexperta, y aunque pienses
 que el mundo está a tus pies,
 puede levantarse y pisotearte.

 Briony colocó a los actores en sus sitios respectivos; ella se aferraba al brazo de Jackson, y Lola y Pierrot, cogidos de la mano, estaban a varios palmos de distancia. Cuando los chicos cruzaron las miradas les invadió un acceso de risa que las chicas silenciaron. Ya había habido bastantes problemas, pero Briony sólo empezó a entender la sima que media entre una idea y su ejecución cuando Jackson comenzó a leer su hoja con un afligido tono monocorde, como si cada palabra fuese un nombre en una lista de personas fallecidas, y era incapaz de pronunciar «inexperta» por muchas veces que le dijeran cómo se pronunciaba, y se dejó las dos últimas palabras de su parlamento: «puede levantarse y pisotearte». En cuanto a Lola, recitó sus líneas correcta pero negligentemente, y en ocasiones sonreía de un modo inoportuno como si pensara en algo suyo, resuelta a demostrar que su mente casi adulta estaba en todas partes.

 Y así continuaron los primos del norte durante media hora, estropeando gradualmente la creación de Briony, y fue una bendición, por consiguiente, que su hermana mayor entrara para llevarse a los gemelos al baño.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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