CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
lunes, 20 de febrero de 2017
SEMANA DE LA NOVELA NEGRA Y POLICIAL. OSVALDO SORIANO. NOVELA: EL OJO DE LA PATRIA. FRAGMENTO. ESCRITOR ARGENTINO.
SEMANA DE LA NOVELA NEGRA Y POLICIAL.
OSVALDO SORIANO. NOVELA: EL OJO DE LA PATRIA. FRAGMENTO. ESCRITOR ARGENTINO.
“Leer El ojo de la patria es como escucharlo al Gordo Soriano contándonos una película de espías, entusiasmándose con el relato, una noche cualquiera en una pizzería porteña.
Con esa fantástica capacidad que tenía Osvaldo para contar, desde su voz chiquita y socarrona, detrás del cigarrillo que apresuró su partida, entre miradas de reojo y silencios que acrecentaban el interés por la historia. Porque el Gordo era un narrador formidable. Podía describir cualquier cosa, un gol, una jugada, una entrevista accidentada de su vida periodística, un diálogo ocasional con un taxista y todo, todo, se convertía en un relato digno de ser escuchado hasta el final.
Imaginemos, entonces, cuánto puede llegar a seducir o atrapar un escritor como Soriano, lanzado a narrar las desventuras de un espía argentino dentro de una actividad que le queda grande y que no resulta ser todo lo épica y romántica que él fabulaba cuando era niño y combatía contra las almohadas en la cama grande. Y será como tenerlo a Soriano, de nuevo, para nosotros solos, contándonos una de espionaje, en una noche fría de Buenos Aires, compartiendo una mesa con amigos, tomando vino tinto y esperando una grande especial de muzzarella, jamón y morrones”.
Osvaldo Soriano
El ojo de la patria
Osvaldo Soriano, 1992
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Hay en este extraño caos que llamamos la vida algunas circunstancias y momentos absurdos en los cuales tomamos el universo todo por una inmensa broma pesada, aunque no logremos percibir con claridad en qué consiste su gracia y sospechemos que nosotros mismos somos víctimas de la burla.
HERMAN MELVILLE,
Moby Dick
Así avanzamos, como barcos contra la corriente que sin cesar nos arrastra al pasado.
FRANCIS SCOTT FITZGERALD,
El gran Gatsby
Soy el espía en la casa del amor
conozco el sueño que sueñas
conozco la palabra que quieres escuchar
conozco el temor escondido en lo más
profundo de ti.
JIM MORRISON,
El espía
1
Arrodillado en la penumbra de la capilla, cerca del confesionario, el agente confidencial Julio Carré vigilaba los movimientos del cura que encendía las velas de la nave mayor. Advirtió un parpadeo en el gran candelabro y luego otro, hasta que los cinco cirios estuvieron prendidos y la imagen de Juan el Bautista se destacó entre las demás. Como si rezara, repitió de memoria el poema de Verlaine. Le dolía la cintura y pensaba que quizá se había confundido de capilla. Atrás escuchó los pasos de Pavarotti que se detenía junto a una columna. Hacía más de un mes que lo tenía pegado a los talones, espiando cada paso que daba.
El cura tosió fuerte, se inclinó ante el Cristo y después se perdió en la oscuridad. Carré sintió un estremecimiento pero enseguida lo vio aparecer de nuevo colocándose el escapulario. Se puso de pie y avanzó a tientas, rozando los respaldos de los asientos. Oyó el carraspeo del sacerdote que se acercaba, ahogado por el tabaco. Mientras se inclinaba, repitió de memoria: Les sanglots longs / des violons de l’automne / blessent morí coeur / d’une langueur tnonotone…
¿Langueur o longueur? Tenía que transmitir el poema de Verlaine pero no se animaba a mirar el papel que llevaba en el bolsillo por temor a que Pavarotti le sacara una foto y le hiciera pasar un papelón en el Refugio.
—¿Destino? —preguntó el cura con una voz lijada por el tabaco.
—El Pampero —contestó Carré y recitó lentamente, cuidando la pronunciación. Al final se decidió por longueur y desvió la mirada en busca de Pavarotti. Le pareció verlo cerca de la alcancía, tapándose la nariz con el pañuelo. Hacía dos días que lo notaba resfriado y de mal humor. A veces mientras se observaban en los bares, a través de las mesas, Carré sospechaba que el otro se aburría de seguirlo a todas partes, de compartir su vida gris y sin sobresaltos. Al principio, cuando cerraba la puerta de su cuarto, pensaba que al menos entre esas paredes podía lavarse y dormir tranquilo. Hasta que empezaron los llamados y encontró el primer micrófono disimulado en el cielo raso.
—¿Nada más? —preguntó el cura y sopló el humo a través de los agujeros del locutorio.
—Ni siquiera sé si reciben los mensajes —dijo Carré y recordó la manera en que Nardozza se deshacía de los informes en el subsuelo del Correo Central. Los ponía en la máquina de cortar papel y después les prendía fuego en la bañadera. «¡Inútiles!», gritaba, «¡Manga de inútiles! ¡Me entero primero por los diarios!», y abría la ducha para que arrastrara las cenizas. El caño de la ventilación estaba tapado y el tizne que volaba por toda la oficina cubría los retratos de los padres de la patria. Carré estuvo allí un par de veces antes de partir para Europa y debió rendir examen ante gente que no conocía y que ni siquiera era la misma en cada reunión. Se dijo que también Pavarotti habría pasado por esos largos interrogatorios, intoxicado por el tabaco y el café recalentado.
—Se viene un milagro —dijo el cura y a Carré le pareció que escupía en un pañuelo—. Prepare la valija y espere instrucciones.
Iba a preguntarle de qué se trataba pero el cura se alejó tosiendo. Carré se levantó y salió despacio. Sentía un escalofrío al intuir que Pavarotti se deslizaba en las sombras, confundido con las imágenes de los santos. Como siempre que entraba en una iglesia estuvo tentado de demorarse a rezar un rato pero ese era un error que había aprendido a no cometer. Se detuvo frente al portal, consultó el papel en el que llevaba anotado el poema de Verlaine y comprobó que se había equivocado. Recitó longueur en lugar de langueur, pero en el fondo no tenía importancia. Masticó el papel y se lo tragó sabiendo que era una precaución inútil que ya nadie tomaba. Los tiempos habían cambiado tanto que a veces Carré tenía miedo de no reconocerse en su propio pasado.
En el subte dejó pasar dos trenes y se metió en otro justo cuando cerraban las puertas. Sabía que, cualquier cosa que hiciera, Pavarotti no iba a perderlo de vista, que lo tendría siempre encima. Ya era la hora en que cerraban los negocios. Tuvo que viajar de pie, apretado entre un hombre que llevaba puesta una máscara de Bob Marley y una chica de anteojos que leía Madame Bovary. En la estación Sebastopol hizo un cambio inútil, que alargaba el viaje y le martirizaba las piernas. Al bajar en Clignancourt vio que Pavarotti salía de la multitud y se acercaba a un quiosco a comprar el diario.
Remontó la cuesta de la rue Custine y en los reflejos de las vidrieras encendidas notó que el saco le apretaba la cintura como a un oficinista rechoncho. Había jurado ponerse a régimen, evitar las frituras en los cafetines y dejar la bebida, pero sabía que eso era imposible. Las amistades y las mujeres le estaban vedadas por el servicio y solo le quedaban el placer de una copa y la compañía del cigarrillo.
Se levantó las solapas y cruzó la calle entre los coches atascados. Quería pasar por el Refugio a buscar los mensajes, como lo hacía todas las tardes, para no alterar la rutina. La mayoría de las veces solo encontraba saludos de otros agentes o una carta anónima con una cadena de la suerte. Por superstición no las rompía nunca y a la noche, después de comer, se quedaba escribiendo tantas copias como le pedían. No le gustaba contrariar al destino ni dejar asuntos pendientes. Toda su vida había pasado desapercibido y al fin, sin proponérselo, de esa filosofía hizo su profesión.
En el Refugio fue directamente al baño. El bar era el único sitio neutral de la ciudad y allí se reunían los agentes de todas las potencias para cambiar chismes y jugar al ajedrez. Nunca nadie había utilizado un arma en ese lugar. Era un pacto tácito que sobrevivió a todas las guerras y a los cambios de fronteras durante siglos. Por eso Vladimir el Triste se quedó a vivir para siempre en la mesa del fondo. Mientras orinaba, Carré podía verlo a través de la puerta entornada; estaba ahí desde el día en que se derrumbó el comunismo y nunca más volvió a la calle. Languidecía de a poco, como un malvón olvidado a la sombra. Soportaba las bromas de los más jóvenes, educados en Harvard o Saint-Cyr, que lo utilizaban de casillero para dejar sus mensajes cifrados, los desafíos de ajedrez y los saludos para las fiestas. Cuando se sentaba frente a él, por la madrugada, Carré le adivinaba el miedo en los ojos que atisbaban la puerta como si no estuviera seguro de que todos los que entraban conocieran el pacto de neutralidad. Aunque ningún agente se acordaba de cuál era el motivo por el que debía desembarazarse de él, de tanto en tanto uno de ellos encontraba en el impermeable una nueva orden de liquidarlo en el acto. Carré se mojó la cara, abrió el ventanuco que daba al patio y respiró hondo. Aunque sus mensajes no llegaban a destino descartó que los interceptaran porque estaba seguro de que nadie conocía su clave. Entonces, ¿por qué le habían mandado a Pavarotti? ¿Acaso era una maniobra de El Pampero para confundirlo hasta que se delatara? ¿Delatarse de qué si no tenía nada que reprocharse?
El patrón del bar se acercó a gritarle que lo llamaban por teléfono. Carré pidió un tinto y mientras levantaba el auricular oyó que del otro lado cortaban la comunicación. Eso le ocurría por segunda vez en la tarde; toda la semana había sido igual, día y noche. Esperó a que el patrón le alcanzara el vaso y se acercó a la mesa de Vladimir.
—Se olvidó del yinbeh —dijo el ruso con un gesto de decepción.
—Está perdiendo la memoria. El del yinbeh era Lapage, que iba a Nairobi. ¿Tiene algo para mí?
Vladimir hizo un ademán vago. Bajo los ojos tenía dos líneas azules que resaltaban el gris de las pupilas. Buscó en los bolsillos del impermeable y sacó un puñado de papeles sucios, sobres doblados y servilletas arrugadas. Los fue separando de a uno, tomándolos por los bordes como si fueran mariposas disecadas y le alcanzó una carta. Carré dejó el vaso y abrió el sobre. Adentro solo encontró una hoja de papel en blanco.
—¿Quién lo trajo?
—El chico que reparte el diario —señaló el sobre—: Esa es letra de mujer.
—¿Está seguro?
—Una mujer joven. ¿Se queda a jugar una partida? Mire que le doy un alfil de ventaja —dijo como si se aferrara a la compañía del primer llegado.
—Hoy no, discúlpeme. ¿Alguien consiguió ganarle?
—No, a esta altura no hay problema que no pueda resolver. Salvo el mío, claro —dijo, y sonrió con una mueca que le fruncía la nariz.
—Suponga que una noche de tormenta lo saco de acá y lo meto en un barco argentino.
—No podría dar un paso por la vereda sin que me peguen un tiro. Usted es el único que no tiene que matarme. ¿Nunca se preguntó por qué?
—No, yo le tengo mucho aprecio.
—Hasta el tipo del Vaticano recibió la orden. Siéntese, le doy un alfil de ventaja.
—Tengo que irme. Piense en el barco argentino —dijo Carré y echó un vistazo a sus espaldas.
—Déjeme algo para la cena, ¿quiere? Usted es el primero que viene esta tarde.
Carré pagó el vino y le dejó unas monedas en el sombrero. Todos los agentes hacían lo mismo cuando recibían un mensaje. El patrón guardaba el dinero y el día que los confidenciales se reunían a tomar copas y jugar a los dados los invitaba con quesos y champán. Entrada la noche, ganado por el fervor patriótico, recordaba sus hazañas en el frente del Chad donde había perdido el ojo derecho y un amante argelino. Pero casi siempre Vladimir y el patrón permanecían silenciosos como un viejo matrimonio que ya no espera nada nuevo.
Antes de salir Carré espió a través del vidrio y subió a un ómnibus que lo llevó por el bulevar Barbes hasta la Goutte d’Or. Al bajar constató que Pavarotti lo seguía por la otra vereda, a media cuadra de distancia. Mientras caminaba leía el diario y mordía una hamburguesa. Carré revisó el casillero de las cartas y subió los cinco pisos hasta su altillo desde donde podía ver la cúpula del Sacré Coeur.
Al regresar de una misión en Bruselas se encontró con que le habían desvalijado la casa y desde entonces se arreglaba con unos pocos trastos viejos que compró en un cambalache de turcos. Lo que más extrañaba eran las condecoraciones que fueron su mayor orgullo. La única prueba de que su soledad era útil a alguien. Cuando terminaba un trabajo delicado, El Pampero le transmitía el reconocimiento de sus compatriotas. Lo citaban de noche en una cloaca de París o en una mina cerrada en las afueras de Manchester donde lo esperaban cinco o seis hombres de uniforme indescifrable alumbrados con linternas. Formaban hombro contra hombro y le hacían la venia mientras un oficial viejo le colgaba una condecoración en el ojal y pronunciaba un discurso encendido, unas veces en inglés, otras en alemán. Después le estrechaban la mano, le besaban las mejillas y se llevaban las linternas mientras Carré se quedaba solo y a oscuras entre las pilas de carbón o a orillas del torrente inmundo de la cloaca, apretando en la mano la medalla que nunca podría lucir ante nadie.
Volvía a la ciudad y se paseaba un rato por las calles del centro. Llevaba la condecoración en el bolsillo y caminaba con la apostura de un mariscal que pasa revista a sus tropas luego de tomar la fortaleza enemiga. Después entraba a un cine, sacaba la medalla en la oscuridad y se la prendía en la solapa del saco. Se quedaba así hasta que terminaba la función. Imaginaba que volvía a Buenos Aires y bajaba de un buque con el pecho cubierto de medallas. Al terminar la película, mientras en la pantalla empezaba a desfilar el reparto, volvía a guardar la condecoración en la caja de terciopelo y salía con paso discreto vigilando que nadie se levantara detrás de él.
Los ladrones también se llevaron el estéreo que Carré le había confiscado a un diplomático búlgaro que se pasó a los ingleses. Por las noches, mientras copiaba las cartas de la cadena de la suerte, se cebaba unos mates y ponía una ópera de Verdi o de Offenbach y así estaba hasta el amanecer cuando los otros inquilinos salían a trabajar y él se dormía abatido por el cansancio. Ahora tenía que conformarse con los conciertos de la radio y una copa de jerez, aunque nunca olvidó copiar las cartas ni dejó de despertar a los alemanes. No podía perdonarles que lo hubieran encarcelado por una tontería y cada noche, cuando el reloj de la catedral daba las dos, elegía algunos números al azar en la guía de Leipzig y dejaba sonar el teléfono ocho o diez veces; recién entonces, convencido de que los alemanes se despertaban sobresaltados y sudando, colgaba justo a tiempo para no tener que pagar la llamada.
En la biblioteca tenía pocos libros y entre ellos conservaba, deshojado, un ejemplar de las Memorias de una Princesa Rusa que había encontrado años atrás en una librería de viejo de la Avenida de Mayo. De tanto repasarlo se sabía de memoria algunas páginas con los mejores fragmentos y de allí había sacado algunas claves para sus mensajes secretos. Las ilustraciones del libro eran escasas y poco elocuentes, pero él se quedaba largo rato mirándolas hasta que su cabeza volaba a otra parte y permanecía inmóvil, con los ojos perdidos.
Guardaba el libro entre el Atlas Universel de la Librairie Hachette y el Compendio de la República de 1910, aunque lo asaltaba el temor de que un día otro confidencial pudiera encontrarlo mientras se llevaban su cadáver envuelto en una frazada. Porque intuía que una noche, antes de terminar el vaso de jerez, se quedaría duro, mirando la pared, agarrotado por un dolor en el pecho, como le había pasado al trompetista ciego del cuarto piso.
Encendió la lámpara y fue a ducharse a la cocina. El lugar era tan estrecho que se lavaba de pie, con un hilo de agua. Esa noche hizo lo de siempre: secó el piso con un trapo y se calentó unas salchichas que comió con un pedazo de pan. Abrió una botella de vino blanco que dejaba abajo de la cama para que no se arruinara con la luz y se la tomó de a poco hasta que empezó a hablar solo. Eso era señal de que iba a pasar una mala noche. Le habría gustado ir a buscar a Pavarotti para invitarlo a tomar una copa y bromear un poco, pero no se animaba. Seguramente el otro estaba sentado en la vereda, tiritando de frío o durmiendo en la plaza donde jugaban los chicos. Pero Carré ya estaba desnudo, masajeándose las várices, y todavía tenía esperanza de dormir sin pesadillas. Trabó la puerta con una silla, tomó una cucharada de bicarbonato y se tiró en la cama con un cigarrillo entre los labios.
No entendía lo que pasaba en los últimos tiempos ni estaba seguro de poder anticiparlo a Pavarotti que era más joven y parecía bien entrenado. Por un momento pensó que ya no volvería a la Argentina y tampoco estaba seguro de prestarle buen servicio. Hacía lo que le pedían pero él era solo un eslabón de una larga cadena invisible. Subía a los trenes y bajaba en la primera estación; entraba en bares inmundos, se cruzaba con desconocidos que le ponían un boleto de ómnibus o una tapa de Coca Cola en el bolsillo, corría de una ciudad a otra, se arrodillaba en las iglesias para recitar mensajes que no comprendía, y una vez, de puro comedido, tuvo que matar a un hombre.
Se durmió con el cigarrillo apagado entre los dedos y soñó que alguien lo llamaba desde el hueco de un ascensor. A las cuatro de la mañana lo despertó el teléfono mientras la lluvia golpeaba contra la ventana. Se puso de pie abombado y caminó tambaleándose en la oscuridad. Levantó el tubo y gritó unos cuantos insultos, exaltado por el miedo y la borrachera. Ya iba a colgar cuando oyó la voz del cura, quebrada por lo ruidos de la tormenta.
—Terminado, Carré. Muerto. ¿Me oyó? Queme todo y desaparezca que ya pasan a buscar el cadáver.
Fuente:
Osvaldo Soriano, 1992
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
N.N.
ENRICO PUGLIATTI.
domingo, 19 de febrero de 2017
Rafael Bernal. NOVELA. El complot mongol. (Fragmento). Semana de la novela negra y policial.
Rafael Bernal. NOVELA. El complot mongol. (Fragmento). Semana de la novela negra y policial.
Nació en la ciudad de México el 28 de junio de 1915, murió en Berna, Suiza, el 17 de septiembre de 1972. Dramaturgo, novelista, publicista, narrador, periodista, historiador, guionista de radio cine y televisión y poeta. Entre 1930 y 1933 estudió filosofía y letras en el Instituto de Ciencias y Letras de la Ciudad de México. Estudió en la Universidad de Friburgo donde recibió el doctorado en letras, otorgándole un Summa Cum Laude, con la tesis Mestizaje en el idioma español en el siglo XVI en México (julio de 1972). De 1938 a 1939 colaboró como guionista en las películas `Mujeres y toros` y `Juan sin miedo?, dirigidas por Juan José Segura y protagonizadas por el torero Juan Silveti. En 1940 estudió cinematografía en París. En 1941 fue corresponsal de los periódicos Excélsior y Novedades en la Segunda Guerra Mundial. Regresó a México en 1943 y convivió en El Café París con los integrantes del grupo Contemporáneos. Fue colaborador de Excélsior, Hojas de Poesía, La Prensa Gráfica, Lectura, Novedades, Revista de América, Tiras de Colores y Unitas (Filipinas). Obtuvo el primer lugar en los Juegos Florales de San Luis Potosí de 1950 con el poema Hernán Cortés. En 1945 empieza a trabajar en la radio y la televisión. En 1946 se volvió sinarquista y se adhirió al Partido Fuerza Popular. Fundó `Gran Teatro?, el primer teatro en la televisión (1950), su obra La Carta fue la primera obra de teatro que se montó en la televisión mexicana, el 8 de agosto de 1950. Realizó su labor teatral en México de 1947 a 1956, destacan sus obras Antonia, El ídolo, El maíz en la casa y La paz contigo. Su radionovela más importante fue Caribal. El infierno verde que se transmitió en 1954. Vivió en Caracas, Venezuela de 1956 a 1960, trabajó como productor y director de teleteatro para la cadena de Televisión Venezolana, S. A. De 1960 a 1972 trabajó en el Servicio Exterior de México, su labor principal fue fomentar la cultura mexicana en Honduras, Filipinas, Perú y Suiza, países en los que
realizó una labor magisterial en las principales universidades. Después de recibir el doctorado murió el 17 de septiembre de 1972 en Berna, Suiza.
Obra publicada
Biografía: Gente de mar, 1941.
Cuento: Federico Reyes, el cristero, 1941. || 3 novelas policiacas, 1946. || Trópico, 1946. || En diferentes mundos, 1967. || Cuentos de la selva, s. f. || Rafael Bernal (selección y nota de Vicente Francisco Torres), 1987. || Doce narraciones inéditas (edición y epílogo de Mauricio Bravo), 2006.
Ensayo: México y Filipinas. Estudio de una transculturación, 1965. || Prologue to philipine history, 1967. || El gran océano, 1992. || Mestizaje y criollismo en la literatura de la Nueva España del siglo XVI, 1994
Novela: Memorias de Santiago Oxtotilpan, 1945. || Un muerto en la tumba. Novela Policiaca, 1946. || Su nombre era muerte, 1947. || El fin de la esperanza, 1948. || Caribal. El infierno verde, 1954. || Tierra de gracia, 1963. || El complot mongol, 1969.
Poesía: Improperio a Nueva York y otros poemas, 1943.
Teatro: Antonia, El maíz en la casa y La paz contigo, 1960.
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EL COMPLOT MONGOL. NOVELA.
Narrada con un estilo agilísimo, lleno de humor negro y amargo y de la violencia sórdida que se esconde tras la fachada del México moderno, El complot mongol sigue los avatares de un típico matón metido a la endemoniada tarea de desenmarañar una conjura internacional. Filiberto García, antiguo verdugo de un general villista, tiene que terciar con el FBI y la KGB para desmantelar una intriga contra la paz mundial que anida en las calles de Dolores de la ciudad de México, el acriollado y mediocre barrio chino del a capital del país. Entre las tiendas de curiosidades orientales y los restaurantes de comida cantonesa, detrás de los fumadores de opio y los cafés de chinos, Filiberto García va descubriendo que la conspiración supuestamente iniciada en Mongolia tiene mucho que ver con los vaivenes y amarguras de la política nacional. Sin embargo, en su tortuoso camino deja atrás una docena de cadáveres y un amor trágico que, finalmente, acabarán revelando al vulgar asesino el verdadero significado de la vida.
Fuente:
N.N.
Enrico Pugliatti.
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Rafael Bernal
EL COMPLOT
MONGOL
I
A las seis de la tarde se levantó de la cama y se puso los zapatos y la corbata. En el baño se echó agua en la cara y se peinó el cabello corto y negro. No tenía por qué rasurarse; nunca había tenido mucha barba y una rasurada le duraba tres días. Se puso una poca de agua de colonia Yardley, volvió al cuarto y del buró sacó la cuarenta y cinco. Revisó que tuviera el cargador en su sitio y un cartucho en la recámara. La limpió cuidadosamente con una gamuza y se la acomodó en la funda que le colgaba del hombro. Luego tomó su navaja de resorte, comprobó que funcionaba bien y se la guardó en la bolsa del pantalón. Finalmente se puso el saco de gabardina beige y el sombrero de alas anchas. Ya vestido volvió al baño para verse al espejo. El saco era nuevo y el sastre había hecho un buen trabajo; casi no se notaba el bulto de la pistola bajo el brazo, sobre el corazón. Inconscientemente, mientras se veía en el espejo, acarició el sitio donde la llevaba. Sin ella se sentía desnudo. El Licenciado, en la cantina de la Ópera, comentó un día que ese sentimiento no era más que un complejo de inferioridad, pero el Li-cenciado, como siempre, estaba borracho y, de todos modos, ¡al diablo con el Licenciado! La pistola cuarenta y cinco era parte de él, de Filiberto García; tan parte de él como su nombre o como su pasado. ¡Pinche pasado!
De la recámara pasó a la sala—comedor. El pequeño apartamento estaba inmaculado, con sus muebles de Sears casi nuevos. No nuevos en el tiempo, sino en el uso, porque muy pocas gentes lo visitaban y casi nadie los había usado. Podía ser el cuarto de cualquiera o de un hotel de mediana categoría. No había nada allí que fuera personal; ni un cuadro; ni una fotografía; ni un libro; ni un sillón que se viera más usado que otro; ni una quemadura de cigarro o una mancha de copa en la mesa baja del centro. Muchas veces había pensado en esos muebles, lo único que poseía aparte de su automóvil y el dinero bien guardado. Cuando se mudó de la pensión, una de tantas donde había vivido siempre, los compró en Sears; los primeros que le ofrecieron, y los puso como los dejó el empleado que los llevó y colocó también las cortinas. ¡Pinches muebles! Pero en un apartamento hay que tener muebles y cuando se compra un edificio de apartamentos, hay que vivir en uno de ellos. Se detuvo frente al espejo de la consola del comedor y se ajustó la corbata de seda roja y brillante, así como el pañuelo de seda negra que llevaba en la bolsa del pecho, el pañuelo que olía siempre a Yardley. Se revisó las uñas barnizadas y perfectas. Lo que no podía remediar era la cicatriz en la mejilla, pero el gringo que se la había hecho tampoco podía remediar ya su muerte. ¡Vaya lo uno por lo otro! ¡Pinche gringo! ¿Conque era muy bueno para el cuchillo? Pero no tanto para los plomazos. Y le llegó su día allí en Juárez. Más bien fue su noche. Eso le ha de enseñar a no querer madrugar cristianos en la noche, que no por mucho madrugar amanece más temprano, y a ese gringo ya no le va a amanecer nunca.
La cara oscura era inexpresiva, la boca casi siempre inmóvil, hasta cuando hablaba. Sólo había vida en sus grandes ojos verdes, almendrados. Cuando niño, en Yu-récuaro, le decían El Gato, y una mujer en Tampico le decía Mi Tigre Manso. ¡Pinche tigre manso! Pero aunque los ojos se prestaban a un apodo así, el resto de la cara, sobre todo el rictus de la boca, no animaba a la gente a usar apodos con él.
En la entrada del edificio el portero lo saludó mar-cialmente:
—Buenas tardes, mi Capitán.
Este maje se empeña en decirme capitán, porque uso traje de gabardina, sombrero texano y zapatos de resorte. Si llevara portafolio me diría licenciado. ¡Pinche licen-ciado! y ¡pinche capitán!
La noche empezaba a invadir de grises sucios las calles de Luis Moya y el tráfico, como siempre a esas horas, era insoportable. Resolvió ir a pie. El Coronel lo había citado a las siete. Tenía tiempo. Anduvo hasta la Ave-nida Juárez y torció a la izquierda, hacia el Caballito. Podía ir despacio. Tenía tiempo. Toda la pinche vida he tenido tiempo. Matar no es un trabajo que ocupa mucho tiempo, sobre todo desde que le estamos haciendo a la mucha ley y al mucho orden y al mucho gobierno. En la Revolución era otra cosa, pero entonces yo era mu-chacho. Asistente de mi General Marchena, uno de tantos generales, segundón. Un abogadito de Saltillo dijo que era un general pesetero, pero el abogadito ya está muerto. No me gustan esos chistes. Bien está un cuento colorado, pero en lo que va a los chistes, hay que saber respetar, hay que saber respetar a Filiberto García y a sus generales. ¡Pinches chistes!
Sus conocidos sabían que no le gustaban los chistes. Sus mujeres lo aprendían muy pronto. Sólo el Licenciado, cuando estaba borracho, se atrevía a decirle cosas en broma. Es que a ese pinche Licenciado como que ya no le importa morirse. Cuando tiraron la bomba atómica e Japón me preguntó muy serio, allí frente a todos: "De profesional a profesional, ¿qué opina usted del Presidente Truman?'" Casi nadie se rió en la cantina. Cuando. Yo estoy allí casi nadie se ríe y cuando juego al dominó tan sólo se oye el ruido de las fichas que golpean el mármol de la mesa. Así hay que jugar al dominó, así hay que hacer las cosas entre hombres. Por eso me gustan los chinos de la calle de Dolores. Juegan su pocarito y no hablan ni andan con chistes. Y eso que tal vez Pedro Li y Juan Po no saben quién soy. Para ellos soy el ho-nolable señol Galcía. ¡Pinches chales! A veces parece que no saben nada de lo que pasa, pero luego resulta como que lo saben todo. Y uno allí haciéndole al im-portante con ellos y ellos viéndole la cara de maje, pero eso sí, muy discretitos. Y yo como que les sé sus ne-gocios y sus movidas. Como lo de la jugadita y como lo del opio. Pero no digo nada. Si los chinos quieren fumar opio, que lo fumen. Y si los muchachos quie-ren mariguana, no es cosa mía. Eso le dije al Coronel cuando me mandó a Tijuana a buscar a unos cuates que Pasaban mariguana a los Estados Unidos. Eran mexicanos unos y gringos los otros y dos de ellos se alcanzaron a morir. Pero hay otros que siguen pasando la mariguana y los gringos la siguen fumando, digan lo que digan sus leyes. Y los policías del otro lado presumen mucho del respeto a la ley y yo digo que la ley es una de esas cosas que está allí para los pendejos. Tal vez los gringos son pendejos. Porque con la ley no se va a ninguna parte. Allí está el Licenciado, gorreando las copas en la cantina y es aguzado para la ley. "Si caes, él te saca de cualquier lío". Pero yo no caigo. Una vez caí, pero allí aprendí. Para andar matando gente hay que tener órdenes de ma-tar, Y una vez me salí del huacal y maté sin órdenes. Tenía razón para matarla, pero no tenía órdenes. Y tuve que pedir las de arriba y comprometerme a muchas cosas para que me perdonaran. Pero aprendí. Eso fue en tiempos de mi General Obregón y tenía yo veinte años. Y ora tengo sesenta y tengo mis centavos, no muchos, pero los bastantes para los vicios. ¡Pinche experiencia! Y ¡pinches leyes! Y ahora todo se hace con la ley. De mucho licen-ciado para acá y licenciado para allá. Y yo ya no cuento. Quítese viejo pendejo. ¿En qué universidad estudió? ¿A qué promoción pertenece? No, para hacer esto se necesita tener título. Antes se necesitaban huevos y ora se ne-cesita título. Y se necesita estar bien parado con el grupo y andar de cobero. Sin todo eso la experiencia vale una pura y dos con sal. Nosotros estamos edificando México y los viejos para el hoyo. Usted para esto no sirve. Usted sólo sirve para hacer muertos, muertos pinches, de se-gunda. Y mientras, México progresa. Ya va muy adelante. Usted es de la pelea pasada. A balazos no se arregla nada. La Revolución se hizo a balazos. ¡Pinche Revo-lución! Nosotros somos el futuro de México y ustedes no son más que una rémora. Que lo guarden por allí, donde no se vea, hasta que lo volvamos a necesitar. Hasta que haya que hacer otro muerto, porque no sabe más que de eso. Porque nosotros somos los que estamos constru-yendo a México desde los bares y coctel lounges, no en las cantinas, como ustedes los viejos. Aquí no se puede entrar con una cuarenta y cinco, ni con traje de gabardina y sombrero texano. Y mucho menos con zapatos de resorte. Eso está bien para la cantina, para los de la pelea pasada, Para los que ganaron la Revolución y perdieron la pelea Pasada. ¡Pinche Revolución! Y luego salen con sus son-risas y sus bigotitos: "¿Usted es existencialista?" "¿Le gusta el arte figurativo?" "Le deben gustar los calendarios de la Casa Galas." ¿Y qué de malo tienen los calen-darios de la Casa Galas? Pero es que así no se puede edificar a México. Ya lo mandaremos llamar cuando se necesite otro muertito. Jíjole, como que nos madrugaron estos muchachos. Y el Coronel puede que no tenga ni sus cuarenta años y ya está allá arriba. Coronel y licen-ciado. ¡Pinche Coronel! Con los chinos, la cosa está mejor. Allí respetan a los viejos y los viejos mandan. ¡Pinches chales y pinches viejos!
El Coronel vestía de casimir inglés. Usaba zapatos in-gleses y camisas hechas a mano. Había asistido a mu-chos congresos internacionales de policía y leído muchos libros sobre la materia. Le gustaba implantar sistemas nuevos. Decían que por no dar algo, no daba ni la hora. Sus manos eran largas y finas, como de artista.
—Pase, García.
—A sus órdenes, mi Coronel.
—Puede sentarse.
El Coronel encendió un Chesterfield. Nunca ofrecía y chupaba el humo con todas las fuerzas de sus pulmones, como para no desperdiciar nada.
—Tengo un asunto para usted. Puede que no sea nada
serio, pero hay que tomar precauciones.
García no dijo nada. Había tiempo para todo.
—No sé si el asunto esté dentro de su línea, García, pero no tengo a nadie más a quien encomendarlo. Volvió a chupar el cigarro con codicia y dejó escapar el humo lentamente, como si le doliera perderlo. —Usted conoce a los chinos de la calle de Dolores. No era una pregunta. Era una afirmación. Este pinche Coronel y licenciado sabe muchas cosas, más de las que uno cree. Por no desprenderse de algo, no olvida nada. ¡Pinche Coronel!
—En algunas ocasiones ha trabajado con el FBI. Por cierto no lo quieren y no les va a gustar que lo des-taque para este trabajo. Pero se aguantan. Y no quiero que tenga disgustos con ellos. Tienen que trabajar juntos. Es una orden. ¿Entendido?
—Sí, mi Coronel.
Y no quiero escándalos ni muertes que no sean es-trictamente necesarias. Por eso aún no estoy seguro de que usted sea el indicado para esta investigación.
—Como usted diga, mi Coronel.
El Coronel se puso de pie y fue hacia la ventana. No había nada que ver allí, tan sólo el patio de luz del edificio.
¡Pinche Coronel! No quiero muertes, pero bien que me manda llamar a mí. Para eso me mandan llamar siempre, porque quieren muertos, pero también quieren tener las manos muy limpiecitas. Porque eso de los muertos se acabó con la bola y ahora todo se hace con la ley. Pero a veces la ley como que no alcanza y entonces me mandan llamar. Antes era más fácil. Quiébrense a ese desgraciado. Con eso bastaba y estaba clarito, muy clarito. Pero ahora somos muy evolucio-nados, de a mucha instrucción. Ahora no queremos muertos o, por lo menos, no queremos dar la orden de que los maten. Nomás como que sueltan la cosa, para no cargar con la culpa. Porque ahora andamos de mucha conciencia. ¡Pinche conciencia! Ahora como que todos son hombres limpios, hasta que tienen que mandar llamar a los hombres nada más para que les hagan el trabajito.
El Coronel habló desde la ventana:
—En México tan sólo tres hombres saben de este asun-to. Dos de ellos han leído su expediente, García, y creen que no se le debe confiar la investigación. Dicen que más que un investigador, un policía, es usted un pistolero profesional. El tercero lo apoya para este asunto. El ter-cero soy yo.
El Coronel se volvió como para recibir las gracias. Filiberto García no dijo una palabra. Había tiempo para todo. El Coronel siguió:
—Lo he propuesto para esta investigación porque co-noce bien a los chinos, toma parte en sus jugadas de póker y les encubre sus fumaderos de opio. Con eso me imagino que le tendrán confianza y podrá trabajar entre ellos. Y, además, como ya dije, ha cooperado anterior-mente con los del FBI.
—Sí.
—Uno de los dos hombres que se opone a su nom-bramiento va a venir esta noche a conocerlo. No tiene usted por qué saber cómo se llama. Le advierto que no sólo duda de su capacidad como investigador, sino de su lealtad al gobierno y a México.
Hizo una pausa, como si esperara una protesta de García. Éste quiere que le suelte un discurso, pero los discursos de lealtad y patriotismo están bien en la cantina, pero no cuando se trata de un trabajo serio. ¡Pinche lealtad!
—Además, va usted a cooperar con un agente ruso, García.
Los ojos verdes se abrieron imperceptiblemente.
—Ya sé que la combinación le ha de parecer rara, pero el hombre que va a venir, si lo cree oportuno, se la explicará.
García sacó un Delicado y lo encendió. Como no había cenicero cerca, volvió a guardar el fósforo quemado en la cajetilla. El Coronel empujó un cenicero sobre el es-critorio, para que le quedara cerca.
—Gracias, mi Coronel.
—Yo creo, García, que usted es un hombre leal a su gobierno y a México. Estuvo en la Revolución con el General Marchena y luego, después de aquel incidente con la mujer, ingresó en la policía del Estado de San Luis Potosí. Cuando el General Cedillo se levantó en armas, usted estuvo en su contra. Ayudó al Gobierno Federal en el asunto de Tabasco y en algunas otras cosas. Ha trabajado bien en la limpieza de la frontera y su labor fue buena cuando los cubanos pusieron ese cuar-tel secreto.
Sí. La labor fue buena. Maté a seis pobres diablos, los únicos seis que formaban el gran cuartel comunista para la liberación de las Américas. Iban a liberar las Américas desde su cuartel en las selvas de Campeche. Seis chamacos pendejos jugando a los héroes con dos ametralladoras y unas pistolitas. Y se murieron y no hubo conflicto internacional y los gringos se pusieron contentos, porque se pudieron fotografiar las ametralladoras y una era rusa. Y el Coronel me dijo que esos cuates estaban violando la soberanía nacional. ¡Pinche soberanía! Y tal vez así fuera, pero ya muertos no violaban nada. Dizque también estaban violando las leyes del asilo. ¡Pinches leyes! Y pinche paludismo que agarré andando por aque-llas selvas. Y luego para que salieran, en público, con que no debí quebrarlos. Pero yo los mato o ellos me matan, porque le andaban haciendo refuerte al héroe. Y a mí, en esos casos, no me gusta ser el muerto.
Se abrió la puerta y entró un hombre bien vestido, delgado, de cabellos entrecanos y gafas con arillos de oro. El Coronel se adelantó a recibirlo.
—¿Llego a tiempo? —preguntó el hombre.
—Exactamente a tiempo, señor.
—Bien. Nunca me ha gustado hacer esperar a la gente ni que me hagan esperar. En nuestro México no puede haber impuntualidad. Buenas noches...
Sonriente le dio la mano a García. Éste se puso de pie. La cortesía del Coronel era contagiosa. La mano del recién llegado era seca y caliente, como un bolillo salido del horno
—Siéntese aquí señor —dijo el Coronel—. Aquí estará cómodo.
El hombre se sentó.
Gracias, Coronel. Me imagino que ya el señor García estará en antecedentes.
—Le he explicado que le queremos confiar un trabajo especial, pero que usted y otra persona no creen que sea el adecuado para ello.
—No, mi Coronel, no es así. Tan sólo quería conocer al señor García antes de resolver. Hemos leído su hoja de servicios, señor García y hay en ella algunas cosas que me han impresionado vivamente.
García calló. El hombre sonrió bonachonamente.
—Es usted un hombre que no conoce el miedo, García.
— ¿Porque no me da miedo matar?
—Por lo general, señor García, se tiene miedo a morir, pero puede que sea la misma cosa. Francamente, no he experimentado ninguno de los aspectos de la cuestión.
El Coronel intervino:
—García ya ha trabajado anteriormente con el FBI y conoce bien a los chinos de la calle de Dolores. Además nunca me ha fallado en los trabajos que le he dado y es hombre discreto.
El hombre, la sonrisa bonachona en los labios, veía fijamente a García, como si no oyera las palabras del Coronel, como si entre él y García se hubiera esta-blecido ya una conversación distinta. De pronto levantó ligeramente la mano y el Coronel, que iba a decir algo más, calló:
—Señor García —dijo dejando de sonreír—, por sus antecedentes creo que podemos confiar en su absoluta discreción y eso es de capital importancia. Sin embargo hay una cosa que no queda clara en su expediente. No se habla de sus simpatías o sus intereses políticos. ¿Sim-patiza con el comunismo internacional?
No.
— ¿Tiene fuertes sentimientos antinorteamericanos?
—Yo cumplo órdenes.
—Pero debe tener algunas filias y algunas fobias. Digo, algunas simpatías o antipatías en el orden político.
—Cumplo las órdenes que se me dan.
—El hombre quedó pensativo. Sacó una cigarrera de plata y ofreció.
—Tengo los míos —dijo García.
Sacó un Delicado. El Coronel aceptó los cigarrillos del hombre y encendió con su encendedor de oro. García usó un fósforo. El hombre sonreía nuevamente, pero sus ojos eran fríos, duros:
—Tal vez sea el indicado para esta misión, señor Gar-cía. No le niego que es importante. Si manejamos mal las cosas, el asunto puede tener muy graves repercu-siones internacionales y consecuencias desagradables, por decir lo menos, para México. Claro que no creo que suceda nada. Como siempre en estos casos hay que ba-sarse en rumores, en sospechas. Pero tenemos que actuar, tenemos que saber la verdad. Y la verdad que llegue usted a averiguar, señor García, sólo podemos conocerla el Coronel y yo. Nadie más, ¿entiende?
—Es una orden —dijo el Coronel.
García asintió con la cabeza. El hombre siguió di-ciendo:
—Le voy a anotar un número de teléfono. Si tiene algo urgente que comunicarme, llame allí. Sólo yo con-testo ese teléfono. De no contestar y si el asunto lo ame-n, llame al Coronel y dígale que quiere hablar conmigo. Él nos pondrá en contacto. Aquí tiene el número.
García tomó la tarjeta. Estaba en blanco, con un número de teléfono escrito a máquina. La vio unos momentos, la puso sobre el cenicero y la quemó. El hombre sonrió satisfecho.
—El asunto es el siguiente: dentro de tres días, corno seguramente sabe, el Presidente de los Estados Unidos vendrá de visita a México. Estará tres días en la capital. Si necesita el programa de actividades de la visita, se lo puede pedir al Coronel. Ya es del dominio público. De todos modos, no creo que lo necesite. La protección de los dos presidentes, el visitante y el nues-tro, está encomendada a la policía mexicana y al Ser-vicio Secreto norteamericano. Usted no tendrá nada que ver con eso que es ya un asunto rutinario, de especialistas, digamos. Se han tomado todas las pre-cauciones lógicas y ya están identificadas y vigiladas todas aquellas personas que, creemos, pudieran repre-sentar un peligro.
El hombre hizo una pausa para apagar su cigarrillo. Daba la impresión de estar buscando las palabras exactas para explicar el caso y de que le daba trabajo el en-contrarlas. El Coronel lo veía impasible.
—Una visita de este tipo siempre implica una grave responsabilidad para el gobierno que ha invitado a un mandatario extranjero. Además debemos tener presente que, de haber un atentado, nuestro Presidente estará tam-bién en peligro. Y algo más: la paz del mundo está en juego. No sería esta la primera guerra que empezara con el asesinato de un Jefe de Estado. Y tenemos también el antecedente de lo sucedido en Dallas. Por eso verá, señor García, que, aunque se trata tan sólo de un rumor, no podemos dejar de atenderlo... No podemos arries-garnos en nada. Y nos ha llegado un rumor muy grave.
Hi
zo una pausa, como para que sus palabras permearan profundamente. García estaba inmóvil, los ojos semicerrados.
—Insisto, señor García, en que se trata tan sólo de un rumor. Por ello hay que tratarlo con toda discreción. Sino hay nada de cierto en ello, lo olvidamos y eso es todo. La prensa no se habrá enterado y no ofenderemos al país con el cual, aun cuando no tenemos relaciones diplomáticas, tenemos un incipiente comercio. Por lo tan- la discreción es fundamental. ¿Me entiende?
—Sí.
El hombre seguía dudando con las palabras. Daba la impresión de no querer decir su secreto. Encendió un nuevo cigarrillo:
—Ante todo tenemos que averiguar lo que haya de cierto en ese rumor y, de haber algo, obrar con rapidez para evitar el desastre. Y también el escándalo, que no nos beneficiaria. Esa es una de las razones por las que —he resuelto encomendarle esta misión. Usted no busca la publicidad en sus asuntos.
—No son cosas para los periódicos.
—Eso es. Esto tampoco es para los periódicos. Veo que nos entendemos.
Ya le decía, señor, que García era el indicado —dijo al. Coronel.
El hombre pareció no haber oído:
—El caso es éste. Un alto funcionario de la Embajada .Rusa se ha acercado a nosotros y nos ha contado una historia extraña. Tome usted en cuenta que los rusos no acostumbran contar cosas, sean extrañas o no. Por eso lo hemos oído con cuidado. Según la Embajada Rusa, el Servicio Secreto de la Unión Soviética se enteró, hará unas tres semanas, cuando se empezó a planear la visita del Presidente de los Estados Unidos a México de que en China Comunista, esto es, en la República Popular China, se planeaba un atentado en contra de él, aprovechando esta visita. Nos informan que el rumor se captó por primera vez en la Mongolia Exterior. Posteriormente, hará diez días, se volvió a captar en Hong Kong y se supo, parece que en fuentes fidedignas, que habían pa-sado por esa colonia británica, rumbo a América, tres terroristas al servicio de China. Observe usted que digo al servicio de China y no chinos. Según la policía rusa, uno de ellos puede que sea norteamericano renegado y los otros dos son de la Europa Central. No sabemos qué pasaportes tengan. En Hong Kong se consiguen pasa-portes de cualquier país del mundo. Claro está que ya ordenado una vigilancia estricta en las fronteras, pero no sabemos si ya han entrado a México o si se presentarán con una inocente tarjeta de turista y su pa-saporte falso. Como ya le he dicho, tenemos bajo nuestra vigilancia a todos los extranjeros y nacionales que, por sus antecedentes o su ideología, puedan representar un peligro. Muchos de ellos, mientras se lleva a cabo la harán un viaje de algunos días, por nuestra cuenta. Pero diariamente entran en México, en promedio, unos tres mil turistas. Sería completamente imposible tratar vigilarlos a todos. Así las cosas, la única solución parecía ser la de cuidar más celosamente aún las personas de los dos presidentes durante la visita, usar automóviles a prueba de bala y demás.
El hombre tenía ahora la cara triste, como si el tomar esas medidas le repugnara. Apagó el cigarrillo que casi no había fumado y siguió:
—Esta mañana los rusos nos informaron de algo más. Parece ser que los terroristas tienen órdenes de entrar en contacto aquí en México con algún chino que es agente del gobierno del Presiente Mao Tse Tung. Aquí se les dará el material que piensan utilizar en su fechoría, ya quesería peligroso tratar de pasarlo por la frontera. ¿Ha entendido?
—Sí.
—Pues bien, señor García, tenemos que saber si existe ese chino en México y s i ese rumor del complot es cierto, y tenemos tres días para averiguarlo
—Entiendo.
Y ése va a ser su trabajo. Va a mezclarse con los chinos, va a captar cualquier rumor sobre gente nueva que haya llegado o movimientos entre ellos.
—¿Y si el rumor es cierto y encuentro a los terroristas?
—Obrará , en ese caso, como le parezca adecuado.
—Comprendo.
—Y sobre todo, discreción. Si... si hay que obrar en forma violenta, haga lo imposible porque no se sepa la causa de esa violencia.
—Entiendo.
El hombre pareció haber terminado. Se iba a poner de pie cuando recordó otro asunto:
—Hay otra cosa. Con anuencia de los rusos, hemos notificado a la Embajada Americana e insisten en que trabaje usted en contacto con un agente del FBI.
——Correcto.
—Y los rusos quieren también que uno de sus agentes, que sabe bastante del asunto, coopere con usted.
—¿Y usted quiere que coopere con ellos?
—Hasta donde sea discreto, señor García. Hasta donde sea conveniente. El agente americano se llama Richard P. Graves. Estará mañana a las diez en punto en el mos-trador de la tabaquería que queda a la entrada del Sanborns de Lafragua. esas horas pedirá unos cigarrillos Lucky Strike. Lo saludará con. un arazo, como si fuera un muy viejo amigo suyo.
—Entendido.
—El ruso se llama Iván M. Laski y estará a las doce en el Café París, en la calle del Cinco de Mayo, sentado en la barra, al fondo, tomando un vaso de leche. ¿Entendido?
—Sí.
—Ustedes mismos fijarán la forma como han de tra-bajar juntos. Y no olvide tenerme informado del progreso de sus investigaciones. Le vuelvo a repetir que nos quedan tan sólo tres días y que, en ellos, debe quedar aclarado el asunto.
El hombre se puso de pie. García hizo otro tanto. —Comprendido, señor del Valle. —¿Me conoce?
—Sí.
—Ya le decía, Coronel, que era tonto eso de tratar de ocultarle mi nombre al señor García. Ahora, lo único que tengo que rogarle, es que lo olvide.
García preguntó:
—¿El gringo y el ruso saben quién soy?
—Naturalmente.
Del Valle fue hacia la puerta. El Coronel se adelantó a abrirla.
—Buenas noches, señor del Valle.
—Preferiría, Coronel, que se siguiera omitiendo el uso
de mi nombre. Buenas noches.
El hombre salió, la sonrisa bonachona en los labios, los ojos fríos. El Coronel cerró la puerta y se volvió a García.
—No debió decirle que lo conocía. García se encogió de hombros.
—Quería tener su identidad oculta. Ocupa un cargo de gran responsabilidad...
—Entonces hubiera dado sus órdenes por teléfono o a través de usted, mi Coronel.
—Quería conocerlo personalmente.
—Pues ya tuvimos el gusto. ¿Algo más?
—¿Entendió bien sus instrucciones?
—Sí. Buenas noches, mi Coronel. Nomás una cosa... —Diga.
—¿Por qué tanto misterio para encontrar al gringo y al ruso?
—Podría ir a su hotel o a donde estén.
—Así son las órdenes.
—Buenas noches, mi Coronel.
Fuente:
Primera edición: Joaquín Mortiz,
Serie Novelistas Contemporáneos, 1969
(Séptima reimpresión, septiembre de 1992)
Primera edición en Narrativa Policíaca Mexicana,
febrero de 1994
Primera reimpresión agosto de 1994
©Rafael Bernal, 1969
©Idalia Villarreal de Bernal
D.R. Editorial Joaquín Mortiz, S.A. de C.V.
Grupo Editorial Planeta
Insurgentes Sur 1162, Col. Del Valle
Deleg. Benito Juárez, 03100, D.F.
ISBN: 968—27—0601—7
Portada: Saúl Villa
Coordinador de la colección: Eugenio Aguirre
sábado, 18 de febrero de 2017
SEMANA DE LA NOVELA NEGRA Y POLICIAL. HAMMETT DASHIELL.
NOVELA NEGRA
Denominación que se aplica a un subgénero narrativo (relacionado
con la novela policiaca), que surge en Norteamérica a comienzos de los
años veinte, y en el que sus autores tratan de reflejar, desde una con-
ciencia crítica, el mundo del gansterismo y de la criminalidad
organizada, producto de la violencia y corrupción de la sociedad capita-
lista de esa época. La expresión «novela negra» surge en Francia para
designar una serie de novelas pertenecientes a este subgénero,
traducidas y publicadas en la colección Gallimard (1945), y que J.
Prévert denominó «Série Noire» por el simple hecho de llevar el color
negro las pastas de dichos libros. Cuan-do, algo más tarde, comienzan
a llegar las primeras películas americanas basadas en estos relatos (p.
e.,
El halcón maltés,
de J. Huston, versión cinematográfica de la
novela homónima de D. Hammett), quedará definitiva-mente fijada la
expresión «filmes noirs» y «roman noirs» para las películas y novelas en
las que se aborda la temática mencionada. En España coexiste esta
denominación «novela negra» con las de «novela de crimen» o «novela
criminal» y «novela policiaca».
Aunque estos relatos siguen, fundamentalmente, el esquema de la
*novela policiaca
(presencia de un crimen, investigación del mismo por
un detective, descubrimiento y persecución de los culpables) y una
organización análoga en el desarrollo de la historia (relato a la inversa,
etc.), sin embargo, se diferencian de ésta en que el interés primordial no
radica tanto en la resolución del enigma cuanto en la configuración de
un cuadro de conflictos humanos y sociales, además de un estudio de
caracteres, a partir de aun enfoque realista y sociopolítico de la
contemporánea temática del crimen» J. Coma, 1980). Otra diferencia
fundamental radica en que, frente a la condición de "paraliteratura"
asignada a buena parte de las novelas policiacas, la novela "negra"
norteamericana se ha convertido, gracias a sus grandes maestros, en
un subgénero narrativo de indudable prestigio literario. En este sentido,
se deben recordar los juicios elogiosos de A. Malraux, A. Gide o L.
Cernuda hacia la obra narrativa del iniciador de la novela negra, D.
Hammett, a quien el mencionado poeta español consideraba como «un
escritor para escritores, un técnico agudo en el arte de la novela y un
estilista».
El contexto económico y sociopolítico que sirve de referente a estos
relatos es la sociedad americana de los años veinte, caracterizada por la
aparición de una cultura de masas (aglomeraciones urbanas, revolución
de los medios de comunicación: prensa, radio, cine), exaltación del ideal
del bienestar y del consumo, y también del triunfo y de la violencia,
inmigración y negocios sucios (alcohol, prostitución, apuestas) en busca
de rápidas y gran-des fortunas, etc. En este ambiente surgen bandas
organizadas que trafican con el alcohol, el juego y la prostitución,
amparándose en la actitud permisiva y corrupta de ciertas instituciones
y personas de la administración (alcaldes, jueces, policías), que son
sobornados por un gansterismo poderoso. Frente a este mundo
degradado, surge la figura de un nuevo detective, que, junto al abogado
y el periodista, se enfrentan a esta sociedad del crimen organizado. Esta
nueva figura presenta unos rasgos de mayor dureza, inclinación a la
violencia justiciera y a la acción individualista, al margen de la policía.
Ejemplos de este nueve detective serían Race Wiliams (personaje creado
por C. J. Daly), Continental Op (creado por Hammett), etc.
Entre los autores más notables de esta no-vela negra deben citarse
al ya mencionado D. Hammett
(Cosecha roja,
1929;
El halcón mal-té,
1930;
La llave de cristal,
1931, etc.), W. R. Burnett, R. Chandler, Ch.
Himes, J. Thompson, etc. Esta novela norteamericana va a contar con
imitadores en Europa desde finales de los años treinta y, especialmente
a partir de la Segunda Guerra Mundial: P. Jeney, J. Hadley Chase y J.
Symons en Inglaterra, Boris Vian, P. Boileau-T. Narcejac y
Giovanni en Francia, G. Scerbanenco y L. Sciascia en Italia, F.
Dürrenmatt en Suiza, M. Vázquez Montalbán, J. Madrid, P. Casals, A.
Martín, etc., en España, donde, a mediados de los ochenta surgió una
colección titulada «Etiqueta Negra», en la Editorial Júcar, en la que se
han publicado más de ciento treinta obras de este subgénero, entre
cuyos autores figuran D. Hammett, Ch. Himes, J. Thompson, D. E.
Westlake, etc., y escritores españoles como J. Madrid, J. Ibáñez, A.
Martín, F. González Ledesma, etc. Sobre el desarrollo de esta novela
negra (o policiaca, como algunos críticos siguen denominándola) en
España, y su posible incidencia en la renovación de la narrativa
contemporánea española, puede verse NOVELA POLICIACA.
NOVELA POLICIACA.
Fuente: N.N.S
***
HAMMETT DASHIELL.
NOVELA: EL AGENTE DE LA CONTINENTAL. FRAGMENTO.
El agente de la Continental es un detective privado que trabaja para la Agencia Continental de Investigaciones de San Francisco. Se caracteriza por su ambigua moral. No duda en intervenir en los casos a los que se enfrenta manipulando la situación y dando lugar a que se precipiten los hechos, utilizando métodos tan cuestionables como los de los criminales a los que persigue (de hecho fue con este personaje y con Sam Spade, junto con el posterior Philip Marlowe de Raymond Chandler, con el que nacería el subgénero negro denominado hard boiled).
Esta edición contiene los relatos que fueron publicados por primera vez en la revista pulp Black Mask, entre 1924 y 1930:
La décima pista (enero de 1924), La Herradura Dorada (noviembre de 1924), La casa de la calle Turk (abril de 1924), La muchacha de los ojos de plata (junio de 1924), El Menda (marzo de 1925), La muerte de Main (junio de 1927), El crimen de Farewell (febrero de 1930).
No es hasta 1945 cuando se publica por primera vez un volumen con estos relatos (The Continental Op).
Dashiell Hammett
El agente de la Continental
Título original: The Continental Op
Dashiell Hammett, 1945
Traducción: Carmen Criado Fernández
La décima pista
—Don Leopoldo Gantvoort no está en casa —dijo el criado que me abrió la puerta—, pero está su hijo, el señorito Charles, si es que desea verle.
—No. El señor Gantvoort me dijo que me recibiría hacia las nueve. Son ahora las nueve en punto y estoy seguro de que no tardará. Le esperaré.
—Como quiera el señor.
Se apartó para dejarme pasar, se hizo cargo de mi abrigo y mi sombrero, me condujo a la biblioteca de Gantvoort, situada en el segundo piso, y allí me dejó. Tomé una de las revistas que había sobre la mesa, coloqué a mi lado un cenicero y me puse cómodo.
Pasó una hora. Dejé de leer y comencé a inquietarme. Pasó otra hora… Yo estaba en ascuas.
Comenzaba a dar las once un reloj del piso bajo, cuando entró en la habitación un joven alto y delgado de unos veinticinco o veintiséis años de edad, piel muy blanca y ojos y cabellos muy oscuros.
—Mi padre no ha vuelto todavía —me dijo—. Es una lástima que le haya estado esperando usted tanto tiempo. ¿Puedo ayudarle en algo? Soy Charles Gantvoort.
—No, gracias —me levanté del sillón encajando la cortés despedida—. Llamaré mañana.
—Lo siento —murmuró educadamente, y juntos nos dirigimos hacia la puerta.
En el momento en que salíamos al pasillo, un teléfono supletorio, situado en un rincón de la habitación que abandonábamos, comenzó a sonar con un timbrazo amortiguado. Me detuve en el umbral de la puerta mientras Charles Gantvoort se acercaba a responder.
De espaldas a mí, habló en el aparato.
—Sí. Sí. Sí —bruscamente—. ¿Qué? Sí —con desmayo—. Sí.
Muy lentamente se volvió hacia mí con el auricular aún en la mano. Tenía el rostro grisáceo y contraído en un gesto de angustia, los ojos abiertos de par en par por la sorpresa y la boca entreabierta.
—Mi padre —balbuceó—. Ha muerto. Le han matado.
—¿Dónde? ¿Cómo?
—No lo sé. Era la policía. Quieren que vaya inmediatamente.
Se enderezó con un esfuerzo, recobró su compostura y colgó el teléfono. Los músculos de su rostro se relajaron ligeramente.
—Perdone mi…
—Señor Gantvoort —le interrumpí—, trabajo para la Agencia de Detectives Continental. Su padre llamó a nuestras oficinas esta tarde y pidió que le enviaran un detective esta misma noche. Dijo que le habían amenazado de muerte. Pero teniendo en cuenta que aún no me había contratado, a menos que usted quiera…
—Desde luego. Está usted contratado. Si la policía no ha hallado al asesino, quiero que haga usted todo lo posible por encontrarlo.
—Bien. Vamos a la jefatura.
Ninguno de los dos habló durante el camino. Gantvoort iba inclinado sobre el volante del automóvil que lanzaba a través de las calles a una increíble velocidad. Ardía en deseos de hacerle infinidad de preguntas, pero me di cuenta de que para mantener aquella velocidad sin estrellarnos era necesario que concentrara toda su atención en la conducción del automóvil. Así pues, opté por no molestarle y guardé silencio.
En la jefatura de policía nos esperaban media docena de oficiales. Estaba a cargo del caso el inspector O’Gar, un sargento de cabeza apepinada que viste como un sheriff de película, incluido el sombrero negro de ala ancha, pero que no por eso deja de disfrutar de toda mi consideración. Habíamos trabajado ya juntos en dos o tres casos y nos llevábamos de maravilla.
Nos condujo a uno de los despachos situados bajo la sala de juntas. Diseminados sobre el escritorio había aproximadamente una docena de objetos.
—Quiero que mire estas cosas detenidamente —dijo el sargento a Gantvoort— y elija las que pertenecieron a su padre.
—Pero ¿dónde está?
—Haga esto primero —insistió O’Gar—, y luego le verá.
Miré los objetos que había sobre la mesa mientras Charles Gantvoort hacía la selección. Un joyero vacío, una agenda, tres cartas en sendos sobres abiertos dirigidos a la víctima, varios documentos, un manojo de llaves, una pluma estilográfica, dos pañuelos de lino blanco, dos casquillos de pistola, una navaja y un lápiz de oro unidos a un reloj, también de oro, por una cadena de oro y platino; dos monederos de piel negra, uno de ellos nuevo y el otro muy usado; cierta cantidad de dinero en billetes y monedas y una máquina de escribir abollada y retorcida salpicada de amasijos de cabellos y sangre. Parte de los objetos estaban manchados de sangre y parte estaban limpios.
Gantvoort seleccionó el reloj con sus aditamentos, las llaves, la pluma, la agenda, los pañuelos, las cartas, los documentos y el monedero usado.
—Esto era de mi padre —nos dijo—. Las otras cosas no las he visto nunca. Como no sé cuánto llevaba encima esta noche, no puedo decirles si ese dinero le pertenecía o no.
—¿Está seguro de que no eran suyos el resto de estos objetos? —le preguntó O’Gar.
—Creo que no, pero no estoy seguro. Whipple se lo podrá decir —se volvió hacia mí—. Es el criado que le abrió la puerta esta noche. Estaba al servicio de mi padre y él sabrá con seguridad si le pertenecían o no.
Uno de los policías fue a llamar a Whipple para decirle que viniera inmediatamente.
Yo continué el interrogatorio.
—¿Echa en falta algo que su padre llevara habitualmente? ¿Algo de valor?
—Nada que yo sepa. Todo lo que cabía esperar que llevara, está aquí.
—¿A qué hora salió de casa esta noche?
—Antes de las siete y media. Puede que a las siete.
—¿Sabe adónde se dirigía?
—No me lo dijo, pero supuse que iba a visitar a la señorita Dexter.
Las caras de los policías se iluminaron y sus miradas se agudizaron. Supongo que la mía también. Son muchos, muchísimos, los crímenes en que no hay faldas de por medio, pero es raro el asesinato notable en que no hay complicada una mujer.
—¿Quién es la señorita Dexter? —me reveló O’Gar.
—Es… —dijo Charles Gantvoort dudando—. Verá, mi padre tenía una relación muy cordial con ella y con su hermano. Solía visitarles, o mejor dicho, visitarla, varias noches por semana. Yo sospechaba que quería casarse con ella.
—¿Qué clase de persona es?
—Mi padre les conoció hace seis o siete meses. Yo les he visto varias veces, pero no les conozco muy bien. La señorita Dexter, Creda de nombre, tiene unos veintitrés años, diría yo, y su hermano Madden es cuatro o cinco años mayor. Él debe estar ahora camino de Nueva York, donde va a gestionar un asunto en nombre de mi padre.
—¿Le dijo su padre que iba a casarse con ella? —insistió O’Gar negándose a perder de vista la posibilidad de una intervención femenina.
—No, pero es evidente que estaba, ¿cómo le diría?, muy entusiasmado con ella. Tuvimos unas palabras sobre eso hace unos días, concretamente la semana pasada. Nada serio, entiéndame… Una discusión sin importancia. Del modo en que me habló, me temí que pensaba casarse con ella.
—¿Por qué ha dicho «me temí»? —saltó O’Gar al oír estas palabras.
Charles Gantvoort se azaró un poco y carraspeó nerviosamente.
—No quiero darle una mala impresión de los Dexter. Creo, más aún, estoy seguro, que no tienen nada que ver en este asunto. Pero no les tengo ninguna simpatía, no me caen bien. Me parecen unos oportunistas. Mi padre no era fabulosamente rico, pero tenía una considerable fortuna. Y aunque se conservaba bien, tenía ya cincuenta y siete años, lo que me hace pensar que a Creda Dexter le interesaba más su dinero que él.
—¿Y el testamento de su padre?
—En el último de que yo tengo noticia, el que redactó hace dos o tres años, deja todo a mi mujer y a mí. Su abogado, Murray Abernathy, podrá decirle si hay un testamento posterior, pero no lo creo.
—Su padre se había retirado de los negocios, ¿verdad?
—Sí. Me traspasó su agencia de importación y exportación hace un año aproximadamente. Conservaba bastantes inversiones en diversos sitios, pero no participaba activamente en ninguna empresa.
O’Gar se echó atrás el sombrero de sheriff, y durante unos segundos se rascó la cabeza apepinada con expresión meditabunda.
Después me miró.
—¿Tiene usted alguna pregunta más?
—Sí. Señor Gantvoort, ¿conoce usted a un tal Emil Bonfils? ¿Ha oído hablar de él a su padre o a cualquier otra persona?
—No.
—¿En alguna ocasión le dijo su padre que había recibido una carta en la cual se le amenazaba? ¿O que alguien le había disparado en la calle?
—No.
—¿Estuvo su padre en París en 1902?
—Es muy posible. Hasta que se retiró solía ir al extranjero todos los años.
Terminada la entrevista, O’Gar y yo acompañamos a Gantvoort al depósito de cadáveres para que identificara el de su padre. El espectáculo que ofrecía éste no era lo que se dice agradable, ni siquiera para O’Gar ni para mí, que sólo le conocíamos de vista. Yo le recordaba como un hombre bajo y enjuto, siempre elegantemente ataviado y dotado de una viveza que le hacía parecer mucho más joven de lo que era. Ahora yacía con el cráneo convertido en un amasijo de pulpa roja.
Dejamos a Gantvoort en el depósito de cadáveres y nos dirigimos a pie a la jefatura.
—¿Qué secretos se trae usted sobre ese Emil Bonfils y París en 1902? —me preguntó O’Gar en el momento en que salimos a la calle.
—Éste: la víctima telefoneó a la agencia esta tarde diciendo que había recibido una carta amenazadora de un tal Emil Bonfils, con el que ya había tenido roces en París en 1902. Afirmó que Bonfils había disparado sobre él en la calle la noche anterior y pidió que le enviaran un detective esta misma noche. Rogó que bajo circunstancia alguna se informara de esto a la policía, añadiendo que prefería que Bonfils le matara a que el asunto se hiciera público. Eso es todo lo que dijo por teléfono. Por eso estaba yo presente cuando notificaron a Charles Gantvoort la muerte de su padre.
O’Gar se detuvo en medio de la acera y dejó escapar un silbido.
—Esta sí que es buena —exclamó—. Espere usted a que volvamos a la jefatura. Le enseñaré una cosa.
Whipple nos esperaba ya en la sala de juntas. A primera vista su rostro tenía la misma expresión de máscara que cuando me había admitido pocas horas antes en la casa de Russian Hill. Pero por debajo de sus modales de sirviente perfecto se le notaba crispado y tembloroso. Le llevamos al pequeño despacho donde habíamos interrogado a Charles Gantvoort.
Whipple corroboró todo lo que el hijo de la víctima nos había dicho. Estaba seguro de que ni la máquina de escribir, ni el joyero, ni los dos casquillos, ni el monedero nuevo habían pertenecido al muerto. No conseguimos hacerle confesar lo que pensaba de los Dexter, pero era evidente de que no les tenía ninguna simpatía. La señorita Dexter, nos dijo, había llamado tres veces aquella noche; hacia las ocho, a las nueve y a las nueve y media. En las tres ocasiones había preguntado por el señor Gantvoort, pero no había dejado ningún recado. Whipple suponía que la señorita Dexter esperaba a su amo y que al ver que no llegaba se había inquietado por su tardanza.
Dijo no saber nada ni de Emil Bonfils ni de las cartas en que se amenazaba a Gantvoort. La noche anterior a su muerte, éste había salido desde las ocho hasta la medianoche. Whipple no se había fijado en él lo suficiente como para decir si a su vuelta estaba inquieto o no. Cuando salía llevaba encima, generalmente, unos cien dólares.
—¿Echa usted de menos algo de lo que Gantvoort llevaba encima esta noche? —pregunto O’Gar.
—No, señor. Creo que está todo aquí. El reloj y la cadena, el dinero, la agenda, el monedero, las llaves, los pañuelos, la pluma… Todo, que yo sepa.
—¿Salió Charles Gantvoort esta noche?
—No, señor. Él y su esposa estuvieron en casa toda la noche.
—¿Está seguro?
Whipple meditó un momento.
—Sí, señor. Casi seguro. Puedo decirle con absoluta certeza que la señora Gantvoort no salió. La verdad es que al señorito Charles no le vi desde las ocho aproximadamente, hasta las once, hora en que bajó con este caballero —dijo señalándome—. Pero estoy casi seguro de que no salió. Creo recordar que la señora Gantvoort me dijo que estaba en casa.
O’Gar le hizo entonces otra pregunta que en aquel momento me sorprendió.
—¿Qué clase de botonadura llevaba el señor Gantvoort?
—¿Se refiere usted a don Leopoldo?
—Sí.
—Era una botonadura lisa, de oro. Los botones estaban hechos de una pieza y llevaban el contraste de un joyero de Londres.
—¿Los reconocería si los viera?
—Sí, señor.
Luego dejamos a Whipple regresar a casa.
—¿No cree —pregunté a O’Gar una vez que nos quedamos solos frente a aquel escritorio cubierto de pistas que aún no significaban absolutamente nada para mí— que es hora de que empiece a ponerme al día?
—Creo que sí. Escúcheme bien. Un hombre llamado Lagerquist, dueño de una tienda de ultramarinos, atravesaba en su automóvil esta noche el parque de Golden Gate, cuando pasó junto a un coche estacionado con los faros apagados en una avenida oscura. La postura del hombre que había en el interior le pareció rara e informó de ello al primer agente de policía que encontró.
—El agente halló a Gantvoort sentado al volante con la cabeza aplastada, y este cacharro —continuó poniendo la mano sobre la máquina de escribir manchada de sangre— sobre el asiento de al lado. Eran las diez menos cuarto. El forense dice que le mataron machacándole el cráneo con esta máquina de escribir. Los bolsillos del traje de la víctima estaban vueltos hacia fuera, y sobre el suelo y los asientos del automóvil hallamos diseminados los objetos que ve sobre el escritorio, exceptuando el monedero nuevo. En el coche encontramos también este dinero, cerca de cien dólares. Entre los papeles hallamos éste.
Me alargó una hoja de papel blanco en la que alguien había escrito a máquina lo siguiente:
L. F. G.
Quiero lo que es mío. Nueve mil kilómetros y veintiún años no te bastarán para ocultarte a la víctima de tu traición. Estoy dispuesto a tener lo que me robaste.
E. B.
—L. F. G. puede ser Leopoldo F. Gantvoort —dije—, y E. B. puede ser Emil Bonfils. Veintiún años serían los transcurridos entre 1902 y 1923, y nueve mil kilómetros es aproximadamente la distancia que hay de París a San Francisco.
Dejé la carta sobre la mesa y tomé el joyero. Era de un material negro que imitaba piel y estaba forrado de satén blanco. Carecía de marca alguna.
Después examiné los casquillos. Eran del calibre cuarenta y cinco y mostraban en la ojiva una muesca en forma de cruz, viejo truco que permite que la bala se aplane como un platillo cuando llega a su destino.
—¿Los encontraron en el automóvil?
—Sí. Y esto también.
O’Gar sacó del bolsillo de su chaleco un mechón de cabellos rubios de unos tres o cuatro centímetros de longitud. No había sido arrancado, sino cortado.
—¿Algo más?
La serie de hallazgos parecía interminable.
Tomó el monedero nuevo que estaba sobre el escritorio, el que tanto Whipple como Charles Gantvoort habían negado que fuera propiedad del muerto, y me lo alargó.
—Esto lo hallamos en la carretera, a un metro del coche aproximadamente.
Era un monedero de poco precio y no llevaba ni la marca del fabricante ni las iniciales de su propietario. En su interior había dos billetes de diez dólares, tres recortes de periódico y una lista mecanografiada de seis nombres, encabezados por el de Gantvoort, con sus respectivas direcciones.
Al parecer, los tres recortes procedían de las columnas de anuncios personales de tres periódicos distintos, pues el tipo de letra era diferente en los tres casos. Decían lo siguiente:
GEORGE. Todo está dispuesto. No esperes demasiado. D. D. D.
R. H. T. No contestan. FLO
CAPPY. A las doce en punto, y de punta en blanco. BINGO
Los nombres y direcciones que aparecían bajo el de Gantvoort en la lista mecanografiada eran:
Quincy Heathcote, calle Jason, 1223, Denver; B. D. Thornton, calle Hughes, 96, Dallas; Luther G. Randall, calle Columbia, 615, Portsmouth; J. H. Boyd Willis, calle Harvard, 5444, Boston; Hannah Hindmarsh, calle 79 E., 218, Cleveland.
—¿Qué más? —pregunté después de examinar la lista.
El sargento no había agotado aún las existencias.
—Cuando hallamos a la víctima los botones del cuello de la camisa habían desaparecido, aunque tanto éste como la corbata seguían en su lugar. Faltaba también el zapato izquierdo. Hemos buscado por todas partes, pero no hemos podido hallar ni uno ni otros.
—¿Es eso todo?
Ya estaba preparado para oír cualquier cosa.
—¡No sé qué más quiere usted, demonios! —gruñó—. ¿Es que no le parece bastante?
—¿Qué me dice de las huellas?
—Nada. Las únicas que encontramos pertenecían al muerto.
—¿Y el automóvil en que le hallaron?
—Pertenece a un médico, el doctor Wallace Girargo. Llamó esta tarde a las seis para informar de que se lo habían robado en las cercanías del cruce de la calle McAllister y la calle Polk. Estamos investigando sus antecedentes, pero creo que es persona honrada.
Los objetos que Whipple y Charles Gantvoort habían identificado como propiedad de la víctima no nos dijeron nada. Los examinamos cuidadosamente sin resultado. La agenda contenía muchos nombres y direcciones, pero nada que pareciera tener que ver con el caso. Las cartas carecían de importancia.
El número de serie de la máquina de escribir con que se cometió el crimen había sido borrado, probablemente con una lima.
—¿Qué opina usted de todo esto? —me preguntó O’Gar cuando, terminada la inspección, nos arrellanamos en sendos sillones a fumar un cigarro.
—Tenemos que encontrar a Emil Bonfils.
—No es mala idea —gruñó—. Creo que lo mejor será que nos pongamos en contacto con las cinco personas cuyos nombres aparecen en la lista que encabeza el de Gantvoort. ¿Cree que puede tratarse de una lista de futuras víctimas? ¿Estará dispuesto Bonfils a matarlos a todos?
—Quizá. En cualquier caso, tenemos que localizarlos. Es posible que haya matado ya a alguno, pero muertos o no es evidente que tienen que ver con el asunto. Enviaré un telegrama a las sucursales de la agencia con los nombres que figuran en la lista y veré si pueden averiguar también la procedencia de los recortes de prensa.
O’Gar miró su reloj y bostezó.
—Son más de las cuatro. ¿Qué le parece si dejamos esto y nos vamos a dormir? Dejaré un recado al técnico del departamento para que compare el tipo de la máquina de escribir con la carta firmada E. B. y con la lista de nombres, y me diga si las escribieron con ella. Supongo que sí, pero tenemos que asegurarnos. Tan pronto como amanezca haré que registren el parque en que hallaron a Gantvoort. Quizá puedan encontrar el zapato y los botones desaparecidos. Mandaré también un par de hombres a recorrer todas las tiendas de máquinas de escribir de la ciudad. Veremos si pueden averiguar de dónde procede ésta.
Me detuve en la oficina de telégrafos más cercana y envié unos cuantos telegramas. Después me dirigí a casa. Aquella noche mis sueños no estuvieron ni remotamente relacionados con crímenes ni con trabajo.
A las once en punto de la mañana siguiente, cuando fresco y animoso y con cinco horas de sueño en mi haber llegué a la jefatura de policía, hallé a O’Gar inclinado sobre su escritorio mirando con asombro un zapato negro, media docena de botones de oro, una llave oxidada y un periódico arrugado que se alineaban ante él.
—¿Qué es eso? ¿Recuerdos de su boda?
—Como si lo fueran —respondió con voz cargada de disgusto—. Escuche esto. Uno de los conserjes del Banco Nacional de Hombres del Mar se disponía a limpiar el local esta mañana cuando halló un paquete en el vestíbulo. Se trataba de este zapato, el que nos faltaba de Gantvoort. Iba envuelto en una hoja del Philadelphia Record con fecha de hace cinco días. Con el zapato iban estos botones y esta llave vieja. Como verá, el tacón del zapato ha sido arrancado y no lo hemos hallado todavía. Whipple ha identificado el zapato y dos de los botones sin la menor dificultad, pero dice no haber visto nunca la llave. Los otros cuatro botones son nuevos y de los más corrientes, de oro chapado. La llave parece que no se ha usado en mucho tiempo. ¿Qué deduce usted de todo esto?
No pude deducir nada.
—¿Cómo se le ocurrió al conserje entregar esto a la policía?
—Los periódicos de la mañana publicaron la noticia del crimen y en ella se hacía referencia al zapato y a los botones.
—¿Qué han averiguado de la máquina de escribir? —pregunté.
—Se ha comprobado que fue con ella con la que escribieron la carta y la lista de nombres, pero no hemos podido descubrir su procedencia. Hemos hecho todas las averiguaciones necesarias con respecto a los movimientos del propietario del automóvil durante la noche de ayer y está al abrigo de toda sospecha. Lo mismo ocurre con Lagerquist, el que encontró a Gantvoort. Y usted, ¿qué hizo?
—Aún no he recibido respuesta a los telegramas que envié anoche. Pasé por la agencia esta mañana antes de venir aquí y encargué a cuatro detectives que recorrieran todos los hoteles de la ciudad para ver si pueden hallar a algún Bonfils. En el listín de teléfonos figuran dos o tres familias con ese apellido. También envié un telegrama a nuestra agencia en Nueva York para que revisen las listas de pasajeros llegados recientemente al puerto y mandé un cable a nuestro corresponsal en París para ver qué puede averiguar allí.
—Supongo que antes de nada deberíamos ver a Abernathy, el abogado de Gantvoort, y a esa tal señorita Dexter —dijo el sargento.
—Estoy de acuerdo —asentí—. Vamos a tantear al abogado primero. Tal como están las cosas, es el más importante en este momento.
Murray Abernathy, abogado de profesión, era un caballero alto y delgado que hablaba con lentitud y mostraba una acérrima adhesión a las camisas de pechera almidonada. Por exceso de lo que consideraba ética profesional, se negó a darnos toda la información que deseábamos. Pero le dejamos divagar a su modo y así conseguimos averiguar algunos datos. Lo que nos dijo fue más o menos lo siguiente:
Leopoldo Gantvoort y Creda Dexter pensaban casarse el miércoles siguiente. Tanto el hijo de él como el hermano de ella se oponían a la boda, de modo que la pareja había decidido contraer matrimonio secretamente en Oakland y embarcarse para Oriente la misma tarde de la boda pensando que para cuando acabara la larga luna de miel, ambas familias se habrían resignado a su unión.
Gantvoort había redactado un nuevo testamento por el que dejaba la mitad de su fortuna a su nueva esposa y la otra mitad a su hijo y a su nuera, pero no había firmado aún el documento y Creda Dexter lo sabía. No ignoraba tampoco, y éste fue uno de los pocos puntos en que Abernathy se mostró explícito, que de acuerdo con el testamento anterior aún en vigor, toda la fortuna pasaba a Charles Gantvoort y a su esposa.
Basándonos en alusiones y medias palabras de Abernathy, dedujimos que la fortuna de Gantvoort ascendía a millón y medio de dólares aproximadamente. El abogado afirmó ignorar todo lo referente a Emil Bonfils y a las amenazas dirigidas contra su cliente. No sabía, o no quiso decirnos, nada que viniera a arrojar un rayo de luz acerca de la naturaleza del robo de que se acusaba a Gantvoort en la carta amenazadora.
Desde la oficina de Abernathy nos dirigimos al apartamento de Creda Dexter, situado en un lujoso edificio a pocos minutos de distancia de la casa de la víctima.
Creda Dexter era una mujer menuda de poco más de veinte años. Lo que más destacaba en ella eran sus ojos, unos ojos grandes y profundos de color del ámbar, con pupilas que se movían incesantemente. Continuamente cambiaban de tamaño expandiéndose o contrayéndose, unas veces con lentitud y otras con rapidez, pasando súbitamente del tamaño de una cabeza de alfiler a amenazar con invadir el iris ambarino.
Aquellos ojos revelaban que se trataba de una mujer marcadamente felina. Todos sus movimientos eran lentos, suaves, seguros como los de una gata. Las líneas de su bonito rostro, el contorno de su boca, la nariz breve, la forma de los ojos, la hinchazón de las cejas, todo en ella era felino. Y venía a corroborar esa impresión el modo en que peinaba sus cabellos, que eran espesos y oscuros.
—El señor Gantvoort y yo —dijo una vez hechas las presentaciones— íbamos a casarnos pasado mañana. Su hijo y su nuera se oponían a nuestro matrimonio y lo mismo mi hermano Madden. Los tres creían que había demasiada diferencia de edad entre nosotros. Para evitar roces, habíamos proyectado casarnos secretamente y pasar un año o más en el extranjero. Pensábamos que para nuestro regreso habrían olvidado sus objeciones. Ese fue el motivo por el que el señor Gantvoort convenció a Madden de que fuera a Nueva York. Tenía un negocio pendiente en aquella ciudad, algo relacionado con la liquidación de sus intereses en una fundición de acero, y lo utilizó como excusa para enviar a mi hermano allí hasta que partiéramos en nuestro viaje de bodas. Madden vive conmigo y me habría sido imposible hacer todos los preparativos sin que hubiera sospechado nada.
—¿Estuvo el señor Gantvoort aquí anoche? —pregunté.
—No. Le estuve esperando porque íbamos a salir. Generalmente venía andando, pues vivía sólo a unas cuantas manzanas de este edificio. Cuando vi que eran las ocho y aún no había llegado, llamé a su casa y Whipple me dijo que había salido hacía ya casi una hora. Después volví a llamar dos veces. Esta mañana telefoneé de nuevo, antes de leer el periódico, y me dijeron que…
Al llegar a este punto se le quebró la voz. Esta fue la única muestra de emoción que dio durante toda la conversación. La idea que de ella nos habían dado Charles Gantvoort y Whipple nos había llevado a esperar una exhibición de dolor mucho más teatral. Pero Creda Dexter nos desilusionó. Se mostró comedida, discreta y ni siquiera trató de impresionarnos con sus lágrimas.
—¿Estuvo aquí anteanoche el señor Gantvoort?
—Sí. Llegó un poco después de las ocho y se quedó aquí hasta las doce. No salimos.
—¿Vino y regresó a su casa andando?
—Sí. Creo que sí.
—¿Le dijo algo acerca de que le habían amenazado de muerte?
—No.
Negó rotundamente con la cabeza.
—¿Conoce usted a un tal Emil Bonfils?
—No.
—¿Le habló alguna vez de él el señor Gantvoort?
—No.
—¿En qué hotel se aloja su hermano en Nueva York?
Las negras pupilas se dilataron abruptamente amagando con invadir hasta el blanco de sus ojos. Ese fue el primer síntoma de temor que reconocí en ella. Pero excepción hecha de aquellas pupilas delatoras, no perdió un ápice de su compostura.
—No lo sé.
—¿Cuándo salió de San Francisco?
—El jueves. Hace cuatro días.
Salimos del apartamento de Creda Dexter y recorrimos seis o siete manzanas en silencio, sumidos en nuestros pensamientos. Al fin O’Gar habló:
—Esta señora es una gatita. A las caricias responde con un ronroneo. Pero mucho cuidado porque puede sacar las garras.
—¿Qué opina de la forma en que se le dilataron las pupilas cuando le pregunté acerca de su hermano? —dije.
—Debe significar algo, pero no sé qué. Convendría investigar el asunto y ver si realmente se halla en Nueva York. Si hoy se encuentra ya allí es seguro que no pudo estar aquí anoche. Hasta el avión más rápido tarda de veintiséis a veintiocho horas en recorrer la distancia de San Francisco a Nueva York.
—Lo investigaremos —afirmé—. Me parece que Creda Dexter no está muy segura de que su hermano no tenga que ver en el asunto. Es posible que Bonfils no actuara solo. Pero no creo que Creda esté complicada en el crimen. Sabía que Gantvoort no había firmado el testamento en que la dejaba heredera y no tendría sentido que renunciara a tres cuartos de millón de dólares.
Mandamos un largo telegrama a la Agencia Continental en Nueva York y nos dirigimos a mi oficina para ver si había llegado respuesta a los cables que envié la noche anterior.
Efectivamente, había llegado.
Nuestros detectives no habían hallado el menor rastro de ninguna de las personas cuyos nombres figuraban en la lista encabezada por el de Gantvoort. Un par de las direcciones que aparecían en ella ni siquiera existían. En dos de las calles en cuestión no había casa alguna que correspondiera al número indicado, y nunca la había habido.
O’Gar y yo pasamos el resto de la tarde recorriendo la distancia que separaba la casa de Gantvoort, en Russian Hills, del inmueble donde vivían los Dexter interrogando a todo hombre, mujer y niño que viviera, trabajara o jugara a lo largo de los tres caminos distintos que la víctima podía haber seguido para ir de un edificio al otro. Nadie había oído el disparo que hizo Bonfils la noche anterior al crimen. Nadie había reparado en nada sospechoso la noche del asesinato. Nadie había visto a Gantvoort subir a un automóvil.
Fuimos a casa de Gantvoort e interrogamos de nuevo al hijo de la víctima, a la esposa de éste y a todos los criados, sin resultado. Ninguno de ellos había echado de menos nada que pudiera pertenecer a la víctima y que fuera tan pequeño como para poder ocultarlo en un tacón. El par de zapatos que llevaba Gantvoort la noche del crimen era uno de los tres pares que le habían hecho en Nueva York dos meses antes. Pudo haber arrancado el tacón del zapato izquierdo, vaciarlo lo suficiente como para introducir en él un objeto de pequeñas dimensiones y volverlo a clavar otra vez, aunque Whipple insistía en que, a menos que la operación la hubiera llevado a cabo un experto, él habría reparado en ello.
Agotadas las posibilidades del interrogatorio, regresamos a la agencia. En ese momento acababan de recibir un telegrama de la oficina de Nueva York según el cual durante los seis meses anteriores al crimen no había llegado a ese puerto ningún Emil Bonfils ni desde Inglaterra, ni desde Francia, ni desde Alemania.
Los detectives que habían recorrido la ciudad tratando de localizar a todos los apellidados Bonfils tampoco habían averiguado nada de interés. Habían hallado, e investigado, a once Bonfils en San Francisco, Oakland, Berkeley y Alameda, pero ninguno tenía nada que ver con el crimen ni sabían nada de ningún Emil Bonfils. La búsqueda por los hoteles tampoco había dado resultado.
viernes, 17 de febrero de 2017
Philip K. Dick El informe de la minoría Minority Report.
Terminamos la semana del CYBERPUNK con el fragmento de la novela EL INFORME DE LA MINORÍA del escritor Philip K. Dick.
“Tres personas con capacidades precognitivas, los Precogs, ayudan a la policía de la unidad de Precrimen a descubrir los crímenes antes de que se produzcan. John Anderton es un policía perteneciente a la Unidad de Precrimen que, durante un día de servicio, descubre que en escasas horas él mismo acabará con la vida de una persona a la que no conoce. Habrá de escapar en un intento de demostrar su inocencia y descubrir los sucesos que le arrastrarán hacia el inexorable homicidio.”
Fuente: N.N.
Philip K. Dick
El informe de la minoría
Minority Report
Minority Report
El informe de la minoría
El primer pensamiento que tuvo Anderton al ver al joven fue: «Me estoy poniendo calvo, gordo y viejo». Pero no lo expresó en voz alta. En su lugar, echó el sillón hacia atrás, se incorporó y salió resueltamente al encuentro del recién llegado extendiendo rápidamente la mano en una cordial bienvenida. Sonriendo con forzada amabilidad, estrechó la mano del joven.
—¿Señor Witwer? —dijo, tratando de que sus palabras sonaran en el tono más amistoso posible.
—Así es —repuso el recién llegado—. Pero mi nombre es Ed para usted, por supuesto. Es decir, si usted comparte mi disgusto por las formalidades innecesarias.
La mirada de su rubio semblante, lleno de confianza en sí mismo, mostraba que la cuestión debería quedar así definitivamente resuelta. Serían Ed y John: todo iría sobre ruedas con aquella cooperación mutua desde el mismo principio.
—¿Tuvo usted dificultad en hallar el edificio? —preguntó a renglón seguido Anderton, con cierta reserva, ignorando el cordial comienzo de su conversación instantes atrás. Buen Dios, tenía que asirse a algo. Se sintió lleno de temor y comenzó a sudar.
Witwer había comenzado a moverse por la habitación como si ya todo le perteneciese, como midiendo mentalmente su tamaño. ¿No podría haber esperado un par de días como lapso de tiempo decente para aquello?
—Ah, ninguna dificultad —repuso Witwer, con las manos en los bolsillos. Con vivacidad, se puso a examinar los voluminosos archivos que se alineaban en la pared—. No vengo a su agencia a ciegas, querido amigo, ya comprenderá. Tengo un buen puñado de ideas de la forma en que se desenvuelve el Precrimen.
Todavía un poco nervioso, Anderton encendió su pipa.
—¿Y cómo funciona? Me gustaría conocer su opinión.
—No mal del todo —repuso Witwer—. De hecho, muy bien.
Anderton se le quedó mirando.
—¿Ésa es su opinión particular?
—Privada y pública. El Senado está satisfecho con su trabajo. En realidad, está entusiasmado. —Y añadió—: Con el entusiasmo con que puede estarlo un anciano.
Anderton sintió un desasosiego interior, que supo mantener controlado, permaneciendo impasible. Le costó, no obstante, un gran esfuerzo. Se preguntaba qué era realmente lo que Witwer pensaba, lo que se encerraba en aquella cabeza. El joven tenía unos azules y brillantes ojos… turbadoramente inteligentes. Witwer no era ningún tonto. Y sin la menor duda, debería estar dotado de una gran dosis de ambición.
—Según tengo entendido —dijo Anderton— usted será mi ayudante hasta que me retire.
—Así lo tengo entendido yo también —replicó el otro, sin la menor vacilación.
—Lo que puede ser este año, el próximo… o dentro de diez. —La pipa tembló en las manos de Anderton—. No tengo prisa por retirarme ni estoy bajo presión alguna en tal sentido. Yo fundé el Precrimen y puedo permanecer aquí tanto tiempo como lo desee. Es una decisión puramente mía.
Witwer aprobó con un gesto de la cabeza, con una expresión absolutamente normal.
—Naturalmente.
Con cierto esfuerzo Anderton habló con el tono de la voz algo más frío.
—Yo deseo solamente que las cosas discurran correctamente.
—Desde el principio —convino Witwer—. Usted es el Jefe. Lo que usted ordene, eso se hará. —Y con la mayor evidencia de sinceridad, preguntó—: ¿Tendría la bondad de mostrarme la organización? Me gustaría familiarizarme con la rutina general, tan pronto como sea posible.
Conforme iban caminando entre las oficinas y despachos alumbrados por una luz amarillenta, Anderton dijo:
—Le supongo conocedor de la teoría del Precrimen, por supuesto. Presumo que es algo que debe darse por descontado.
—Conozco la información que es pública —repuso Witwer—. Con la ayuda de sus mutantes premonitores, usted ha abolido con éxito el sistema punitivo post criminal de cárceles y multas. Y como todos sabemos, el castigo nunca fue disuasorio, ni pudo proporcionar mucho consuelo a cualquier víctima ya muerta.
Ya habían llegado hasta el ascensor y mientras descendían hasta niveles inferiores, Anderton dijo:
—Tendrá usted ya una idea de la disminución del porcentaje de criminalidad con la metodología del Precrimen. Lo tomamos de individuos que aún no han vulnerado la Ley.
—Pero que seguramente lo habrían hecho —repuso Witwer convencido.
—Felizmente no lo hicieron… porque les detuvimos antes de que pudieran cometer cualquier acto de violencia. Así, la comisión del crimen por sí mismo es absolutamente una cuestión metafísica. Nosotros afirmamos que son culpables. Y ellos, a su vez, afirman constantemente que son inocentes. Y en cierto sentido, son inocentes.
El ascensor se detuvo y salieron nuevamente hacía otro corredor alumbrado con igual luz amarillenta.
—En nuestra sociedad no tenemos grandes crímenes —continuó Anderton—, pero tenemos todo un campo de detención lleno de criminales en potencia, criminales que lo serían efectivamente.
Se abrieron y cerraron una serie de puertas, hasta llegar al ala del edificio que se ocupaba del problema analítico. Frente a ellos surgían unos impresionantes bancos de equipo especializado, receptores de datos, y ordenadores que estudiaban y reestructuraban el material que iba llegando. Y más allá, de la maquinaria, los premonitores sentados, casi perdidos a la vista entre una red inextricable de conexiones y cables.
—Ahí están —dijo Anderton—. ¿Qué piensa usted de ellos?
A la luz incierta de aquella enorme habitación, los tres idiotas farfullaban palabras ininteligibles. Cada palabra soltada al azar, murmurada sin ton ni son en apariencia, era analizada, comparada, reajustada en forma de símbolos visuales y transcritos en tarjetas perforadas convencionales que se introducían en las ranuras de los ordenadores. A todo lo largo del día, aquellos idiotas balbuceaban entre sí o aisladamente, prisioneros en sus sillas especiales de alto respaldo, sujetados de forma especial en una rígida posición por bandas de metal, grapas y conexiones.
Sus necesidades físicas eran atendidas automáticamente. No tenían necesidades espirituales en ningún sentido. Al igual que vegetales, se movían, se retorcían y existían. Sus mentes permanecían nubladas, confusas, perdidas en las sombras. Pero no las sombras del presente. Las tres murmurantes criaturas con sus enormes cabezas y estropeados cuerpos estaban contemplando el futuro. La maquinaria analítica registraba sus profecías y los tres idiotas premonitores hablaban, mientras que las máquinas escuchaban cuidadosamente.
Por primera vez, la confiada cara de Witwer pareció perder seguridad. En sus ojos apareció una desmayada expresión de sentirse enfermo, como una mezcla de vergüenza y de shock moral.
—No es… agradable —murmuró—. Nunca pude imaginarme que fueran tan… —Luchó con su mente para encontrar la palabra adecuada—. Tan… deformes.
—Sí, deformes y retrasados —convino Anderton al instante—. Especialmente aquella chica, Dona. Tiene cuarenta y cinco años pero el aspecto de una niña de diez. El talento lo absorbe todo: su facultad especial de premonición del porvenir altera el equilibrio del área frontal. Pero ¿para qué vamos a preocuparnos? Conseguimos sus profecías. Aquí tienen cuanto necesitan. Ellos no comprenden absolutamente nada de esto, pero nosotros sí.
Algo sobrecogido por el espectáculo, Witwer atravesó la habitación y se dirigió hacia la maquinaria. De un recipiente tomó un paquete de fichas.
—¿Son éstos los nombres que han surgido?
—Desde luego que sí. —Y frunciendo el ceño, Anderton tomó las fichas de manos de Witwer—. No he tenido aún la oportunidad de examinarlas —explicó guardándose para sí la preocupación que aquello le causaba.
Fascinado, Witwer observaba cómo las máquinas de tanto en tanto expulsaban una ficha sobre un recipiente. Después continuaban con otra y una tercera. De los discos que zumbaban con un murmullo constante, surgían fichas, una tras otra.
—¿Los premonitores ven muy lejos en el futuro? —preguntó Witwer.
—Sólo ven una extensión relativamente limitada —le informó Anderton—. Una semana o dos como mucho. Muchos de sus datos son inútiles para nuestro trabajo… simplemente sin importancia para nuestra investigación. Pasamos esas informaciones a otras agencias. Agencias que, a cambio, nos pasan otros informes interesantes. Cada agencia importante tiene su subterráneo de «monos» guardados como un tesoro.
—¿«Monos»? —dijo Witwer mirándole con desagrado—. Oh, sí, ya comprendo. Es una curiosa forma de expresarlo.
—Muy adecuada —automáticamente, Anderton recogió las últimas fichas expulsadas por los ordenadores—. Algunos de estos nombres tienen que ser totalmente descartados. Y la mayor parte de los que quedan se refieren a delitos poco importantes, como los de evasión de impuestos, asalto o extorsión. Como estoy seguro que usted ya sabe, el Precrimen ha rebajado las fechorías en un 99%. Apenas si se dan casos actualmente de traición o asesinato. Después de todo, el delincuente sabe que lo confinaremos en un campo de detención una semana antes de que tenga la oportunidad de cometer el crimen.
—¿En qué ocasión se cometió el último asesinato? —Preguntó Witwer.
—Hace cinco años.
—¿Y cómo ocurrió?
—El criminal escapó de nuestros equipos. Teníamos su nombre… de hecho teníamos todos los detalles del crimen, incluido el nombre de la víctima. Sabíamos también el momento exacto y el lugar preciso del planeado acto de violencia que iba a cometerse. Pero a despecho nuestro y de todo, el criminal consiguió llevarlo a cabo. —Anderton se encogió de hombros—. Después de todo, resulta imposible cogerlos a todos. —Barajó las fichas con las manos—. Sin embargo, conseguimos evitar la mayoría.
—Un crimen en cinco años —murmuró Witwer, en cuya voz se advertía que retornaba la confianza perdida—. Es realmente un récord impresionante… algo para sentirse orgulloso.
—Yo me siento orgulloso —repuso con calma—. Hace treinta años descubrí la teoría… allá en aquellos días cuando los crímenes se producían abundantemente. Vi proyectado hacia el futuro algo de un incalculable valor social.
Alargó el paquete de tarjetas a Wally Page, su subordinado a cargo del equipo de «monos».
—Vea usted cuáles necesitamos —le dijo—. Utilice su propio criterio.
Mientras Page desaparecía con las fichas, Witwer dijo pensativamente:
—Pues creo que es una gran responsabilidad.
—Sí, lo es —convino Anderton—. Si dejamos que un criminal se escape —como ocurrió hace cinco años— tenemos una vida humana en nuestra conciencia. Nosotros somos los únicos responsables. Si fallamos, alguien puede perder la vida.
Amargamente, recogió tres nuevas fichas acabadas de surgir del ordenador.
—Es una cuestión de confianza pública.
—¿Y no se sienten ustedes tentados a…? —Witwer vaciló—. Quiero decir, algunos de los hombres que ustedes detienen por este procedimiento tendrán que ofrecerles muchas posibilidades.
—En general enviamos un duplicado de las tarjetas del archivo al Cuartel General Superior del Ejército. Allí se comprueba cuidadosamente. Así pueden también seguir nuestro trabajo. —Anderton lanzó un vistazo a la parte superior de una de las fichas recién salidas—. Así, aunque nosotros deseásemos aceptar un…
Se detuvo de repente, con los labios apretados.
—¿Ocurre algo? —Preguntó Witwer alarmado.
Cuidadosamente, Anderton dobló la ficha y la depositó en uno de sus bolsillos.
—Ah… nada —murmuró—. No es nada, nada en absoluto.
La dureza de la voz de Anderton puso alerta a Witwer.
—Con sinceridad, a usted le disgusto yo.
—Es cierto —admitió Anderton—. No me gusta. Pero…
En realidad no era aquél el motivo. No parecía posible; no era posible. Algo iba mal en todo aquello. Perplejo, trató de aclararse su mente confusa.
Sobre aquella ficha estaba escrito su nombre. En la primera línea… ¡Y acusado de un futuro asesinato! De acuerdo con las señales codificadas, el Comisario del Precrimen John A. Anderton iba a matar a un hombre… y dentro de la próxima semana.
Con una absoluta y total convicción, él no podía creer semejante cosa.
* * *
En la oficina exterior, hablando con Page se hallaba la esbelta y atractiva joven esposa de Anderton, Lisa. Estaba enzarzada en una animada y aguda conversación de política y apenas si miró de reojo cuando entró su marido acompañado de Witwer.
—Hola, querida —saludó Anderton.
Witwer permaneció silencioso. Pero sus pálidos ojos se animaron al posar su mirada sobre la cabellera de la mujer vestida de uniforme. Lisa era un oficial ejecutivo del Precrimen, pero una vez había sido, según ya conocía Witwer, la secretaria de Anderton.
Dándose cuenta del interés que se reflejaba en el rostro de Witwer, Anderton se detuvo reflexionando. Colocar la ficha en las máquinas requeriría un cómplice del interior del Servicio, la ayuda de alguien que estuviese íntimamente conectado con el Precrimen y tuviese acceso al equipo analítico. Lisa era un elemento improbable. Pero la posibilidad existía.
Por supuesto que la conspiración podría hacerse en gran escala y de forma muy elaborada, implicando mucho más que el sencillo hecho de insertar una cartulina perforada en cualquier lugar del proceso. Los datos originales en sí mismos tendrían que ser deliberadamente cambiados. Por el momento, no había forma de decir de qué modo podría llevarse a cabo tal alteración. Un frío nervioso le recorrió la espalda, al comenzar a entrever las posibilidades del asunto. Su impulso original —abrir las máquinas decididamente y suprimir todos los datos— resultaba inútilmente primitivo. Probablemente los registros concordaban con la ficha: no haría sino incriminarse a sí mismo en el futuro. Disponía de aproximadamente veinticuatro horas. Después, la gente del Ejército desearía comprobar seguramente las fichas y descubrirían la discrepancia. Y encontrarían en sus archivos el duplicado de una ficha de la que él se habría apropiado. Él sólo tenía una de las dos copias, lo que significaba que la ficha que se hallaba doblada en su bolsillo estaría a aquellas horas sobre la mesa de Page a la vista de todo el mundo.
Desde el exterior del edificio le llegó el tronar y los aullidos de una patrulla de coches de la policía. ¿Cuántas horas pasarían antes de que fueran a detenerse en la puerta de su casa?
—¿Qué te ocurre, cariño? —Le preguntó Lisa inquieta—. Tienes el aspecto del que ha visto a un fantasma. ¿Te encuentras bien?
—Oh, sí, perfectamente.
Lisa se dio cuenta en el acto del escrutinio admirativo de que estaba siendo objeto por parte de Witwer.
—¿Es este caballero tu nuevo colaborador, querido? —preguntó.
Un poco distraído y confuso, Anderton se apresuró a presentar a su nuevo colega. Lisa sonrió en amistoso saludo. ¿Pasó entre ellos como un encubierto entendimiento? No pudo decirlo. Santo Dios, ya estaba empezando a sospechar de todo el mundo… no solamente de su esposa y de Witwer sino de una docena de miembros de su personal.
—¿Es usted de Nueva York? —preguntó Lisa.
—No —replicó Witwer—. He vivido la mayor parte de mi vida en Chicago. Estoy en un hotel… uno de esos grandes hoteles del centro de la ciudad. —Espere… tengo el nombre escrito en una tarjeta por aquí en cualquier parte.
Mientras se rebuscaba por los bolsillos, Lisa sugirió:
—Tal vez le gustaría cenar con nosotros. Tendremos que trabajar en íntima cooperación y pienso que realmente deberíamos conocernos mejor.
Asombrado, Anderton se sintió deprimido. ¿Qué oportunidades serían las que proporcionaría la actitud amistosa de su mujer? Profundamente conturbado se dirigió impulsivamente hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —Preguntó Lisa asombrada.
—Vuelvo con los «monos» —repuso Anderton—. Quiero hacer una comprobación relativa a unos datos desconcertantes, antes de que el Ejército los vea.
Ya estaba fuera en el corredor antes de que ella pudiese pensar en una forma razonable de detenerlo. Rápidamente se dirigió hacia la rampa del extremo opuesto. Estaba ya a punto de desaparecer de la vista cuando Lisa apareció jadeante de la carrera emprendida tras él.
—Pero ¿qué es lo que te ocurre, hombre de Dios? —Tomándole por una manga y tirando fuerte hacia ella, se situó a su lado—. Sabía que te marchabas —exclamó Lisa bloqueándole el camino—. ¿Qué te pasa? Todo el mundo va a pensar que tú… —Se contuvo controlándose para añadir—: Quiero decir, que te estás comportando de una forma errática y extraña.
Una multitud de gente les envolvió, la muchedumbre usual de la tarde. Ignorando a todo el mundo, Anderton apretó el brazo de su mujer.
—Voy a salir fuera —dijo—, mientras que aún es tiempo.
—Pero, ¿por qué?
—Estoy siendo tratado de una forma deliberadamente maliciosa. Ese hombre ha venido a quedarse con mi trabajo. El Senado quiere echarme sirviéndose de él.
Lisa le miró asombrada.
—Pero si parece una persona encantadora…
—Sí, encantadora como una serpiente de agua.
Lisa reflejó en su rostro su desconcierto.
—No lo creo. Querido, creo que estás bajo los efectos de un exceso de trabajo. —Sonriendo inciertamente balbuceó—: No resulta realmente creíble que Ed Witwer esté tratando de minarte el terreno. ¿Cómo podría hacerlo aunque quisiera? Seguramente que Ed…
—¿Ed?
—Ése es su nombre, ¿no es así?
Los ojos de Lisa se dilataron de asombro y de desconcierto y brillaron en una muda protesta.
—Cielo santo, estás sospechando de todo el mundo. Parece como si creyeses que yo también estoy mezclada en alguna clase de conspiración contra ti, ¿verdad?
Su marido consideró un instante la cuestión.
—Pues… no estoy muy seguro.
Lisa se le aproximó con ojos acusadores.
—Eso no es cierto. Ni tú mismo lo crees. Tal vez deberías marcharte de vacaciones por un par de semanas. Necesitas desesperadamente un descanso. Toda esta tensión y este trauma producido por la llegada de un joven… Estás actuando como un paranoico. ¿Es que no puedes verlo? Dime, ¿tienes alguna prueba de lo que estás diciendo?
Anderton sacó su billetera y extrajo de ella la ficha doblada.
—Examina esto cuidadosamente —le dijo a su mujer.
El color se escapó de las mejillas de Lisa, dejando escapar un sonido entrecortado.
—La trama es claramente evidente —le dijo Anderton—. Esto dará a Witwer un claro pretexto, legal al mismo tiempo, para suprimirme de aquí inmediatamente. No tendrá que esperar a que yo presente mi dimisión. Ellos saben que puedo prestar aún unos años más de servicio.
—Pero…
—Y eso acabará con el sistema de equilibrio y de comprobación. El Precrimen dejará de ser una agencia independiente. El Senado controlará la policía y después… —Su labios se apretaron en un rictus amargo—. Absorberán igualmente al Ejército también. Bien, eso sería una consecuencia lógica. Naturalmente, siento hostilidad y resentimiento hacia Witwer, y por supuesto que tengo motivos para proceder así. A nadie le gusta ser reemplazado por un joven y puesto en la lista de los inútiles. En su día eso resultaría totalmente plausible, excepto que no tengo ni la más remota intención de matar a Witwer. Pero no puedo probarlo. Y así las cosas, ¿qué es lo que puedo hacer?
En silencio, con la cara blanca por una intensa palidez, Lisa sacudió la cabeza.
—Pues yo… yo no sé, querido. Si sólo…
—Ahora mismo —declaró abruptamente Anderton—. Me voy a casa y empaquetaré mis cosas. Creo que es lo mejor que puedo hacer.
—Y vas realmente a… ¿Esconderte por ahí?
—Así voy a hacerlo. Me iré aunque sea a las colonias lejanas del sistema de Centauro si es preciso. Ya se ha hecho antes con éxito y aún dispongo de veinticuatro horas para hacerlo. —Se volvió resueltamente—. Vuelve al interior. No hay nada que hablar de que vengas conmigo.
—¿Imaginaste que lo haría? —preguntó Lisa.
Sorprendido, Anderton la miró fijamente.
—¿No lo hubieras hecho? No, ya veo que no me crees. Todavía piensas que estoy imaginando todo esto… —Y sacudió nerviosamente la ficha entre las manos—. Ni incluso con esta evidencia estás convencida.
—No —convino rápidamente Lisa—. No lo estoy. Creo que no has considerado bien de cerca la cuestión, querido. El nombre de Ed Witwer no está en ella.
Incrédulo, Anderton tomó la ficha de manos de su mujer.
—Nadie dice que tú tengas que matar a Ed Witwer —continuó Lisa rápidamente en un tono vivaz—. La ficha debe ser verdadera, ¿comprendes? Pero nada tiene que ver con Ed Witwer. Él no está intrigando contra ti, ni ninguna persona más tampoco.
Demasiado confuso para responder, Anderton permaneció sin quitar los ojos de la ficha de cartulina. Ella tenía razón. Ed Witwer no estaba catalogado como su víctima. Sobre la línea quinta, la máquina había estampado nítidamente otro nombre:
LEOPOLD KAPLAN.
Aturdido, volvió a guardarse la ficha en el bolsillo. Jamás había oído ese nombre en toda su vida.
Fuente:
Título original: Minority Report
Philip K. Dick, 1956
Traducción: Manuel Mata Álvarez-Santullano, Carlos Gardini
Editor digital: Titivillus
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