jueves, 2 de febrero de 2017

Richard Jenkyns Un paseo por la literatura de Grecia y Roma.


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LA GRECIA ARCAICA
 
A lo largo de la Antigüedad, la épica homérica gozó de una especial prominencia y autoridad. Los griegos no tenían textos sagrados en el sentido de un cuerpo de escrituras canónicas que requiriesen consentimiento. Esto dejaba un vacío para que otro tipo de textos asumiesen una autoridad cultural dirigente, y Homero ocupó dicho espacio. Estos poemas eran propiedad común de los griegos. Se le atribuye a Esquilo el haber dicho que sus obras no eran más que sobras del gran banquete de Homero. [ 64] La idea implícita en ello no es tanto que los argumentos de las tragedias estuviesen inspirados en Homero (en la mayoría de los casos no era así), sino que éste había proporcionado el modelo por el que podía representarse noblemente la experiencia humana. Como veremos, la primera vez que de verdad se escribió historia se consideró también, y con razón, como algo de carácter homérico. Es posible que el ejemplo de Homero fortaleciera el apego de los griegos por la mitología como fuente de literatura imaginativa. Pero desde el principio siempre hubo una faceta bastante diferente de poesía hexamétrica. Como sucede con la Ilíada, su primer representante, Hesíodo, es probablemente el heredero de una larga tradición de poesía que sólo es visible para nosotros en el momento en que se puso por escrito.
Hesíodo procedía de las agrestes montañas que formaban el extremo sur del territorio de Beocia, al noroeste del Ática, y estuvo activo en torno a 700 a. C. Dos de sus poemas están esencialmente incompletos: la Teogonía («Nacimiento de los dioses») y Los trabajos y los días. Pasar de Homero a Los trabajos y los días es intercambiar el pasado por el presente y el heroísmo por la dura lucha. Se trata de un poema didáctico, una ayuda para vivir. Los «días» al final de la obra son una lista de días de buena y mala suerte: el decimotercero del mes es un día malo [ 65] para sembrar, pero bueno para plantar; en el octavo hay que castrar a cerdos y ganado, y los mulos en el duodécimo. Se trata de una información útil. Los «trabajos» tienen mucho en común con la «literatura sapiencial» hallada en varias culturas del Oriente Próximo, y resulta harto familiar para nosotros por el libro de los Proverbios del Antiguo Testamento. Hay máximas que transmiten una sabiduría proverbial, a menudo expresada con mordacidad, y perlas de instrucción gnómica. Sáciate de vino cuando el tonel esté lleno (aconseja el poeta) y cuando esté acabándose, pero economiza cuando esté por la mitad. [ 66] También esto es útil, aconsejar al oyente la mejor manera de hacer tolerable la vida en condiciones difíciles.
Los trabajos y los días contiene también etiologías; es decir, historias de «así fue» que explican el origen de las cosas. De este modo, la historia de Prometeo [ 67] (narrada en su forma completa sólo en la Teogonía) explica de dónde vino el fuego y por qué los dioses apenas comen la carne tras un sacrificio. La historia de las edades [ 68] (los dioses crearon y después destruyeron, primero una raza de oro de hombres, luego de plata, después de bronce, y ahora estamos en la edad de hierro) es un mito «primitivista suave», es decir, un mito que supone que la humanidad ha perdido un paraíso original (como la historia del Jardín del Edén). Y Hesíodo añade otro elemento a la mezcla: a sí mismo. Nos da detalles acerca de su familia, sus experiencias y su forma de vida, y se convierte así en el primer individuo de Europa. Revela que su padre emigró desde Asia Menor a Beocia y que él vive en Ascra, [ 69] lugar que califica de «pueblo mísero, malo en invierno, duro en verano, nunca bueno». Dice también que nunca ha estado en el mar, [ 70] salvo una vez, cuando cruzó desde Áulide en Beocia hasta Calcis en la isla de Eubea, donde ganó un premio de poesía. Esto resulta irónicamente humorístico: Calcis está a menos de doscientos metros del continente. Algunas de sus advertencias morales van dirigidas en general a los poderosos, otras a su hermano Perses, con el que se ha peleado sobre una herencia. Todo esto es extraño, pero vívido, y da al poema un toque de individualidad.
El hosco sabor campesino de esta obra no significa que careza del elevado sentido del oficio del poeta épico. En la Teogonía cuenta cómo le visitaron las Musas [ 71] mientras cuidaba de sus ovejas en el monte Helicón, le dieron una vara y le insuflaron una voz divina. Este poema relata cómo la Tierra alumbró al Cielo, y la Noche dio a luz al Éter y al Día, cómo el Cielo yació con la Tierra y alumbró a Océano y a otros Titanes, y cómo el Cielo fue castrado por su hijo Cronos. De forma natural damos a la Teogonía la categoría de poesía y mitología, pero hay otro modo de considerar el asunto. El poema es un intento de explicar cómo surgió el mundo, qué leyes lo gobiernan y por qué la condición humana ha llegado a ser lo que es. Podemos ver aquí la prehistoria de la ciencia y del pensamiento griegos.
Los primeros pensadores griegos se conocen, con la inteligencia de la retrospectiva, como presocráticos, anteriores a Sócrates (469-399). Tales, el primero de todos (a comienzos del siglo VI), dijo que todas las cosas están llenas de dioses. ¿Es esto teología? Dijo que el agua es el inicio de todas las cosas. ¿Es esto física? Más adelante, en el siglo V, Empédocles dijo que el mundo es un equilibrio o conflicto entre Amor y Lucha (y convirtió estas fuerzas en los dioses Afrodita y Ares). Una vez más, nos resulta difícil encajar todo esto en nuestras categorías modernas. Homero fue a la vez poeta e historiador: ante todo solicita a las Musas, [ 72] cosa sorprendente, su arduo catálogo de la flota aquea que navegó hacia Troya, porque ellas tienen conocimiento y nosotros no sabemos nada. No obstante, el logro del pensamiento griego en los siglos VI y V fue el descubrimiento de las diferencias. Aprendieron que el hecho era diferente de la ficción, la historia del mito y las ciencias naturales de la filosofía. Éstas no son verdades tan obvias como nos parece. También aprendieron a separar las funciones del verso y de la prosa. Algunos de los presocráticos escribieron en prosa, pero otros utilizaron el verso, siendo Empédocles el último de ellos. Los fragmentos que se han conservado de él transmiten fuerza y energía.
La Ilíada y la Odisea siempre fueron únicas en cuanto a envergadura y calidad, pero en los siglos VII y VI aparecieron otras épicas acerca de héroes y acontecimientos heroicos: algunas tenían la mitad de la longitud de su equivalente homérico. Nos han llegado escasos restos. Sin embargo, se han conservado una serie de «himnos homéricos», llamados así porque fueron atribuidos al supuesto autor de la Ilíada y la Odisea. No son himnos en el sentido moderno del término, sino poemas en honor a los dioses y a las diosas, y normalmente narran algún episodio en el que estos intervienen. Varían en tamaño: de unos pocos versos a más de quinientos. La mayoría de autores de la Grecia arcaica, es decir, del período que abarca desde el siglo VIII hasta comienzos del siglo V, de los que casi nada sabemos, tan sólo existen en unos pocos fragmentos, y esta circunstancia nos obliga a tener en cuenta cómo han sobrevivido los textos clásicos.
Hasta la Antigüedad tardía la forma habitual de un libro era el rollo de papiro. La cantidad de escritura que cabía en un rollo sin que éste resultase imposible de manejar era limitada: en un texto poético parece ser que dos mil versos eran el máximo absoluto, y muchos libros de poesía constituyen la mitad de esto o menos. Por lo tanto, las obras más largas se dividían en libros (o cantos), que eran mucho más cortos de lo que la palabra «libro» nos sugiere. El libro tal como lo consideramos hoy en día, una secuencia de hojas encuadernadas —técnicamente un códice—, apareció por primera vez en torno al siglo I d. C. y poco a poco se fue convirtiendo en la forma dominante. En un mundo sin imprenta, los textos sólo se conservaban si se copiaban repetidamente. Gran parte de la literatura clásica que tenemos hoy ha llegado hasta nosotros a través de una tradición manuscrita, es decir, de uno o más manuscritos copiados de un manuscrito anterior en algún momento de la Edad Media. Todos estos manuscritos son copias de copias de copias, no tenemos ningún texto autográfico de ningún autor clásico. En algunos textos, el manuscrito más antiguo conservado fue escrito en el siglo IX, pero a menudo suelen fecharse algunos siglos después. En algunos casos muy raros los manuscritos son anteriores: así tenemos unos pocos manuscritos de Virgilio, siempre el más extensamente leído y admirado de los poetas latinos, fechados en los siglos V o VI, pero ninguno de ellos está completo. Algunos escribas hacen correcciones, pero todos los escribas cometen errores. Por consiguiente, los textos de todos los autores clásicos han sufrido cierto grado de distorsión. En consecuencia, decir que un texto conservado está completo es hacer una declaración aproximada, que no significa que tengamos absolutamente todas las palabras, puesto que el escriba no sólo puede haber escrito la palabra equivocada, sino que es posible que se hayan añadido o eliminado frases. En algunos casos se han perdido cincuenta líneas o más.
Las obras se conservaban sólo si las personas seguían queriendo leerlas. Algunos libros de historia muy aburridos han sobrevivido porque servían para enseñar y aprender. La poesía lírica griega pereció porque la gente perdió el interés. A pesar de ello, las pérdidas y las pervivencias podían ser fortuitas. La supervivencia de Homero y Virgilio era bastante probable porque eran parte de la educación de todo escolar, pero no siendo así incluso los mejores autores corrían el riesgo de desaparecer. De entre los poetas latinos del siglo I a. C., Lucrecio y Catulo se conservan, mientras que Galo y Vario han desaparecido, pero podía haber sido diferente porque estos autores fueron muy admirados en su tiempo. Todo nuestro conocimiento de Catulo, salvo un poema, procede de un manuscrito del siglo IX encontrado en el siglo XIV y copiado antes de que se extraviara de nuevo. El conocimiento que tenemos de Lucrecio viene de dos manuscritos del siglo IX que a su vez derivan de un manuscrito anterior perdido hace mucho tiempo. En el siglo VIII, un escriba empezó a copiar el Tiestes de Vario y después cambió de idea, destruyendo así nuestra posibilidad de leer la obra dramática más importante de la era augústea.
Hay vías por las que las palabras que no nos han llegado a través de la tradición manuscrita puedan sin embargo sobrevivir: tres en particular. Pueden ser citadas por otros autores, pueden haber sido inscritas en bronce o piedra o pueden hallarse en papiros. Los papiros, en su mayoría descubiertos en el Alto Egipto a partir del siglo XIX, han transformado nuestra percepción de algunos ámbitos de la literatura griega, entre ellos la poesía lírica y la comedia. A veces un papiro nos da un texto completo, pero la mayoría de las veces no son más que fragmentos literalmente hechos jirones, trozos con los bordes raídos o con agujeros. Estos accidentes tienen importantes consecuencias para la interpretación de la literatura clásica, porque limitan nuestra capacidad de ofrecer una historia equilibrada de la misma sea cual sea el período. El historiador romano Veleyo Patérculo, de la primera mitad del siglo I d. C., pensaba que Rabirio, [ 73] perdido para nosotros, era el mejor poeta augústeo después de Virgilio. ¿Estaríamos de acuerdo? Si Lucrecio hubiera perecido, no habríamos podido adivinar su grandeza o su influencia. Con Galo y Vario nos quedamos con la duda. Deberíamos guiarnos por el espíritu de Sócrates, que admitió que después de todo podría ser el más sabio de los hombres, [ 74] porque por lo menos sabía que no sabía nada, mientras que el resto ni siquiera sabía esto.
Además del hexámetro, a lo largo de toda la Antigüedad clásica se utilizó con frecuencia otra forma de poesía: la elegía. Para los griegos el género de la elegía quedaba definido sencillamente por su metro: era verso compuesto en dístico elegíaco, que consiste en una alternancia entre hexámetro y pentámetro. El hexámetro es como en Homero, pero el pentámetro es simétrico: toma el metro de los dos primeros pies y medio del hexámetro, y después lo repite. Los dos últimos pies son siempre dáctilos. Tennyson proporciona un ejemplo inglés de este dístico, medido a la manera griega por la cantidad, no por la sílaba tónica:
No-but a most burlesque barbarous experiment. [ *]
La estructura del dístico alentó a los poetas a pensar y a componer en bloques de dos versos, puesto que se acomodaba maravillosamente al epigrama y al verso que aspiraba a la nitidez y a la concisión, pero dada su comparativa inflexibilidad resulta sorprendente su gran popularidad a lo largo de la Antigüedad.
La palabra «elegía» acabaría asociándose en la tradición occidental a dos temas, amor y lamentación, pero desde un principio esta forma métrica se utilizó para muchos propósitos. Tirteo y Calino escribieron a mediados del siglo VII a. C. temas marciales, endureciendo el vigor de los jóvenes, y el estadista ateniense Solón (muerto en c. 560) la utilizó para sus declaraciones políticas. El cuerpo de elegías más extenso que ha sobrevivido se atribuye a Teognio (mediados del siglo VI), pero la mayor parte del mismo no es suya, por lo que ha tenido la desgracia de convertirse tanto en problema como en poeta. Otro autor de elegías del siglo VI es el irónico Jenófanes. Éste observó que los dioses de los germánicos tenían el cabello rubio, exactamente como ellos, y añadió que si los caballos tuvieran dioses tendrían su mismo aspecto. No se trata de escepticismo, sino más bien de un intento divertido pero serio de investigar la naturaleza de lo divino, de demostrar que la idea antropomórfica de los dioses no era más que una representación local de una realidad más profunda. Este autor está clasificado entre los presocráticos y, efectivamente, nos muestra cuán indivisibles podían ser en aquellos tiempos la poesía y la filosofía.
Los fragmentos más atractivos de la poesía elegíaca temprana proceden, a finales del siglo VII, de Mimnermo, en el que encontramos por primera vez una nota de voluptuoso pesimismo que de vez en cuando suena en la literatura europea posterior. Sería él quien proporcionara al símil de las hojas la triste cualidad que nos parece tan natural: somos como hojas que se abren al sol de la primavera, y como ellas nuestro tiempo es breve. La muerte viene rauda, o la vejez, y una vez superada nuestra plenitud es mejor morir que vivir. ¿Qué es la vida?, pregunta en otro poema, ¿qué es placentero sin la dorada Afrodita? Una vez terminado el amor oculto, los regalos y la cama, esas flores de juventud, ya se puede morir, porque la vejez es fastidiosa y despreciable. Incluso la naturaleza, desde su punto de vista, puede parecer lánguida: la tarea del Sol es trabajar todo el día y para él nunca hay descanso. A riesgo de anacronismo, uno puede imaginar en todo esto un toque del Eclesiastés y un toque de Oscar Wilde. Parece que algunos de sus poemas eran bastante diferentes de los que todavía podemos leer, pero el erudito poeta alejandrino Calímaco consideró, en el siglo III, que era más competente en poemas cortos que en los extensos.
Arquíloco (que murió c. 652) utilizó la poesía elegíaca para un epigrama en el que afirmaba que había abandonado su escudo en el campo de batalla; no importa, pronto tendría otro igual de bueno. Esto incumplía deliberadamente el código de honor. Arquíloco es el primer incordio de Europa: quizá fuera original en esto o quizá es el primer superviviente de una tradición más antigua de obstinación. No obstante, utilizó preferentemente metros basados en el troqueo (largo corto) y en el yambo (corto largo); el «yambo» se convertiría en un término para designar la poesía insolente. El más escabroso de los poetas impertinentes fue Hiponacte (finales del siglo VI), un ladrón obsceno y pendenciero que se decantó por el «yambo cojo» (coliambo), un verso en el que el espondeo sustituye al yambo en el último pie. Su nombre era el que más a menudo invocaban los posteriores poetas cuando querían ser ofensivos.
Arquíloco a menudo fue proveedor de sabiduría proverbial («Muchas cosas sabe el zorro, pero el erizo sabe una sola y grande»), y tenía buen ojo: su descripción de la isla de Tasos «como lomo de asno, coronada de agreste bosque» es la primera descripción, por lo que sabemos, que transmite el carácter individual de un paisaje identificado del mundo real. Fue famoso por sus insultos a un tal Licambo, quien supuestamente había ofrecido la mano de su hija Neobule a Arquíloco, y que después rompió su promesa. Sus poemas hablan de su actividad sexual y de la de otros con ella en términos harto explícitos; en un poema la rechaza con desprecio y seduce, en cambio, a su hermana. El fragmento más largo conservado de poesía yámbica arcaica es un ejercicio de misoginia de mediados del siglo VII de Semónides de Amorgos, en el que se comparan diferentes tipos de mujeres con diferentes animales (todos ellos desagradables, a excepción de la mujer equiparada a una abeja). No es muy divertido.
Para los griegos el término «lírico» tenía un significado más preciso que el que tiene para nosotros: la poesía lírica era poesía escrita para ser cantada. Había dos clases de poetas líricos: los monodistas, que escribían composiciones para cantarlas ellos mismos o alguna otra persona sola; y los que escribían para una representación coral. Estas dos clases se distinguían por la forma métrica. Los monodistas elegían sus estrofas de un repertorio de formas conocidas: el catálogo era amplio pero no ilimitado. Algunas de estas formas reciben el nombre de los poetas que más las usaron, y que muy probablemente inventaron: por ejemplo, las estrofas sáficas y alcaicas. El poeta coral, en cambio, inventaba una nueva estrofa para cada composición. Normalmente escribía una «estrofa» (literalmente un «turno»), seguida de una estrofa de respuesta (la «antistrofa») de idéntico metro (y presumiblemente utilizando el mismo tono); a continuación solía seguir un «epodo», de métrica distinta a la precedente. Este modelo podía repetirse una o más veces. Los dramaturgos griegos compusieron sus líricas corales bajo este mismo principio.
Los eruditos de Alejandría, que se convirtió en un centro de aprendizaje y de investigación en el siglo III, recopilaron las obras de aquellos a los que consideraban los nueve mejores poetas líricos, y crearon así un canon. El más antiguo de todos es Alcmán, que vivió y trabajó en la segunda mitad del siglo VII en Esparta, antes de que ésta hubiese desarrollado por completo el militarismo que la hizo famosa. Era especialmente conocido por las «canciones para vírgenes», compuestas para ser interpretadas por coros de mujeres jóvenes. Al parecer era habitual que estas composiciones contuvieran chanzas y bromas entre las doncellas, y una buena dosis de sentimiento homoerótico. Una de ellas incluye las palabras «… con deseo que afloja los miembros, y ella lanza miradas más ardientes que el sueño y la muerte». Esta es la primera vez en la literatura europea que el sexo se asocia a la muerte, una inesperada nota a lo Tristán en este lugar arcaico. En otra composición, en un contexto desconocido, fue el primero en expandir la falacia patética más allá de una palabra o expresión: «Ahora duermen las cumbres de los montes y los barrancos, las alturas y los torrentes», y añade bestias y abejas, los «monstruos del abismo del mar púrpura» y «las tribus de las aves de largas alas». También se conservan cuatro versos hexámetros en los que habla de sí mismo y se lamenta de su vejez diciéndoles a las vírgenes de melosa voz que sus miembros ya no lo sostienen en la danza. Ojalá fuera él aquel pájaro marino de azul oscuro que vuela con los alciones sobre la flor de la ola con un corazón valiente. Se han conservado más de cincuenta versos de una canción para vírgenes, aparentemente simples en cuanto a expresión pero notablemente difíciles de interpretar. A pesar de ello oímos una voz inconfundible aunque esquiva.
Los primeros monodistas de los que tenemos conocimiento, Safo y Alceo, procedían ambos de la isla de Lesbos. Ella nació en torno a 630, él quizá un poco después. La mayoría de monodistas interpretaban sus composiciones en el sumposion (en castellano «simposio»). La palabra significa «banquete en el que se bebe», y todas estas reuniones masculinas eran una importante institución social. Safo no podía asistir a ellas; sin embargo, parece que estaba en el centro de un círculo cambiante de mujeres jóvenes, en el que se podían expresar abiertamente los sentimientos homoeróticos. La vulnerabilidad es el estímulo de la poesía amorosa: el poeta tiene algo sobre lo que escribir precisamente cuando el amado es capaz de decir no. Los hombres griegos normalmente tenían relaciones sexuales con dos clases de mujeres: sus esposas, que obedecían, y las prostitutas, a las que pagaban. Por lo tanto, no es de extrañar que la mejor poesía amatoria griega sea homosexual, porque el muchacho ha de ser cortejado, y puede rechazar. El mejor de todos los poetas de amor era doblemente vulnerable, pues era mujer y homosexual: la muchacha no sólo puede decir no, sino que a su debido tiempo se marchará para casarse. De hecho, varios poemas de Safo tratan de la separación o de la ausencia.
Tenemos la suerte de que uno de sus poemas fundamentales haya sobrevivido completo. Y el hecho de que lo consideremos una suerte muestra lo escasos que son los restos de poesía lírica. Se trata de un himno o plegaria a Afrodita, aunque diferente de cualquier otro. Se dirige a la diosa de colorido trono, inmortal y tejedora de ardides: es una mezcla fascinante, remota, resplandeciente, pícara. En palabras sencillas, Safo le pide ayuda y recuerda su anterior visita, cuando vino de la casa de su padre en su carro de oro tirado por gorriones sobre la tierra negra. La poetisa recuerda aquella epifanía: «sonrientes tus labios inmortales» (un verso excepcionalmente bello en griego), la diosa se burla de ella: ¿qué te ocurre esta vez, Safo? Luego, con palabras que mecen suavemente como una nana, la consuela incondicionalmente: «Porque incluso si te rehúye, pronto habrá de buscarte; si no acepta regalos, pronto te los dará; si no ama, pronto habrá de amar aunque ella no lo quiera». El poema termina con una nueva súplica sincera y urgente de ayuda: que la libre de sus desvelos y que cumpla los anhelos de su corazón.
El himno convierte a Afrodita en un personaje de la historia de Safo, distante y a la vez íntimo. A través de Afrodita, Safo se ve a sí misma con otros ojos, con una especie de distanciamiento, como alguien que se enamora con bastante frecuencia. Sin embargo, esta objetividad se combina con la pasión. La ternura que aflora en el corazón del poema y su delicado humor no disminuyen su intensidad: el sufrimiento del amor se percibe vívidamente y se expresa con exquisitez con el lenguaje de la simplicidad, transparencia y fuerza. Tenemos el poema entero porque fue citado por Dionisio de Halicarnaso, un crítico del siglo I a. C.; lo admiraba sobre todo por la belleza del sonido y disposición de las palabras.
En otro poema Safo convoca a Afrodita a una cueva sagrada, con altares humeantes de incienso. Describe con hermosas frases el agua fría que discurre a través de las ramas de los manzanos, el lugar entero ensombrecido por las rosas y el sueño embrujado que desciende de las hojas relucientes: este es el lugar al que invita a la diosa para que vierta graciosamente en copas de oro el néctar mezclado con la celebración. Es una exquisita descripción de un escenario natural, pero a la vez misterioso. La evocación es vívida y borrosa. La realidad, el estado de ánimo y la abstracción se mezclan: el agua a través de los árboles, el duermevela del parpadeo del follaje, las flores que parecen oscurecerse en vez de brillar, una diosa que es divina pero también compañera e incluso, por lo que parece, sirvienta. Vista, sonido, aroma, santidad, vino y letargo se funden, y todo se produce con gran simplicidad y economía de medios.
Longino citó cuatro estrofas de un poema que probablemente tenía cinco para ilustrar la habilidad de Safo en captar detalles reveladores y aunarlos en un todo. «Aquel hombre me parece semejante a los dioses —le dice a una mujer cuyo nombre no revela—, que está sentado delante de ti y escucha atento tu dulce hablar y encantadora risa», y describe los síntomas que la afligen: su corazón palpita, no puede hablar, un delgado fuego fluye bajo su piel, tiembla y palidece más que la hierba. El lenguaje es controlado, pero la experiencia es físicamente directa. No hay análisis sino pura sensación sin mediación, y preguntarse si esto es amor o celos o ambas cosas es irrelevante.
Safo valora la experiencia particular y privada. Algunos, declara, dicen que un despliegue de caballería, de infantería o de barcos es la cosa más hermosa que hay sobre la negra tierra, «pero yo digo que es lo que uno ama». Su ejemplo es Helena, que no tuvo en cuenta ni hijos ni padres y abandonó a su marido, el mejor de los hombres, por Paris. Lo mismo piensa de Anactoria, que no está aquí: ella preferiría ver su adorable forma de caminar y el destello de su rostro antes que toda la panoplia de los lidios. Pero también había una parte pública en Safo, pues también era famosa por sus canciones de bodas, en lírica y hexámetros. Algunas de las primeras tienen un áspero sabor popular. De sus hexámetros tan sólo quedan dos símiles. «Como el Jacinto que, en el monte, el pastor pisa con el pie, y en la tierra la flor púrpura…»: posiblemente fuera una metáfora de la pérdida de la virginidad de la novia. En otro fragmento, la desposada es «como la manzana que, roja, se empina en la alta rama, en lo alto de la rama más alta, y que los recolectores olvidaron, no, no la olvidaron, sino que no pudieron llegar a ella». Esto es especialmente hermoso: la muchacha es enaltecida e inaccesible, pero ¿qué hace una manzana cuando está madura? Cae. Ambos símiles sugieren una tensión (¿en broma?, ¿en serio?) entre el gozo nupcial y el lamento por la virginidad perdida.
Hay algo especial en Safo que no es fácil de definir. Quizá deberíamos decir que hasta un límite insólito sus poemas son puramente poesía. La poesía de nivel verdaderamente alto suele ser también algo más: es poesía y drama, o poesía y filosofía, o poesía y teología, o propugna una cierta idea de moralidad, de sociedad o de la condición humana. Sin embargo, los versos de Safo parecen ser simplemente ellos mismos. La literatura por su naturaleza no puede ser un arte abstracto, pero si todo arte aspira a la condición de música, el de Safo aspira a ello con una insólita plenitud.
Safo y Alceo vivieron en la misma isla y escribieron en el mismo dialecto, y al parecer se admiraban mutuamente. Por lo tanto, a menudo se analizan juntos. No obstante, por las evidencias que tenemos, Alceo no parece ser rival para ella: los fragmentos que de él se han conservado muestran vigor y energía, pero no dan señales de grandeza. Quizá no hayamos tenido suerte con lo que nos han dado las arenas de Egipto. Cuando Horacio escribió su lírica latina en el siglo I a. C., utilizó la métrica alcaica más que cualquier otro metro lírico, tomó prestados algunos temas e ideas de Alceo, y le rindió debidos honores, pero es posible que el metro y los temas le gustaran no tanto por su valor original como por los nuevos propósitos a los que podía doblegarlos. A menos que aparezcan más papiros, la calidad de Alceo seguirá siendo dudosa.
El más grande de todos los poetas líricos fue Estesícoro (primera mitad del siglo VI), cuyas obras llevaron la épica narrativa a la métrica coral: su Gerioneida tenía unos mil trescientos versos y su Orestíada («Relato de Orestes») ocupaba dos libros. Estesícoro («Maestro del coro») puede que sea más un título que el nombre con el que nació, pero muchos dudan de que estas obras tan largas se pudieran haber cantado y bailado en coro. Quizá se utilizara una combinación de solo y coro. Se ha conservado más de la Gerioneida que de cualquier otro poema de Estesícoro: el personaje del título era un monstruo muerto a manos de Heracles, y los fragmentos que han sobrevivido muestran una sorprendente compasión por su funesto destino. A la madre de Gerión se le concede también un discurso de patética súplica. Longino calificó a Estesícoro [ 75] de «homérico», y el retórico romano Quintiliano se hizo eco [ 76] de este criterio, a pesar de que lo consideraba demasiado disperso.
Anacreonte (nacido c. 570) se haría famoso por un sencillo hedonismo, teñido de notas de humor y melancolía. En una fiesta le dice a un sirviente que mezcle diez partes de agua con cinco de vino «para que yo pueda divertirme sin desmesura». En otra ocasión le pide al esclavo que traiga vino, agua y guirnaldas «para que pueda boxear con amor». Parece que tuvo que lidiar mucho con el desengaño erótico. Le pregunta a una «potra tracia» por qué le mira de reojo y huye de él. Le dice a un «muchacho de mirada de doncella» que lo busca «pero no me escuchas; no sabes que de mi alma llevas las riendas». Está dolido con gran pesar porque un joven se ha cortado el pelo que cubría su tierna nuca. Puede ser vistosamente decorativo: Eros de cabellos de oro le arroja una pelota púrpura y le invita a jugar con una muchacha de hermosas sandalias. Pero ella (que proviene de Lesbos) rechaza sus cabellos porque son blancos y queda boquiabierta ante los de otros. El término «cabello» es femenino en griego, y el significado aparente es que ella admira cabelleras más jóvenes y oscuras, pero captamos también un doble sentido: va tras otra muchacha. Anacreonte conocía el efecto de deshacerse en dulzura: «A Cleóbulo yo quiero, por Cleóbulo enloquezco y a Cleóbulo vuelvo la mirada».
Otra composición, con el mismo ritmo ligero que empleaba, habla de la vejez y de la muerte: su cabeza es canosa, sus dientes viejos y poco tiempo le queda de la dulce vida. Teme a la muerte, porque la morada del Hades es estrecha, el descenso es penoso y «no es fácil que aquel que lo ha emprendido vuelva a subir». Aquí utiliza el poder del sobreentendido, y no volveremos a encontrar esta nota de sombría levedad en quinientos años, hasta Catulo. Ejemplifica lo que podría llamarse la característica de Mimnermo en la sensibilidad griega, una conciencia del esplendor y la brevedad de la vida, manejada con gracia. Siglos después otros poetas lo imitarían en la poesía conocida hoy como anacreóntica. Algunos poemas están bastante logrados, pero tienden a un mero preciosismo, y su modelo proporcionaba siempre algo más que esto.
«Eros, cual leñador, me ha herido con su potente hacha —escribió Anacreonte—, y me ha arrojado a las aguas furiosas del torrente». Esta forma metafórica parece haber sido más típica de Íbico (también del siglo VI). En una composición, Eros le lanza lánguidas miradas por debajo de sus oscuros párpados y lo empuja hacia la red de Afrodita, pero él tiembla como un viejo caballo de carreras uncido de nuevo al carro. En el mejor de sus fragmentos es elaboradamente figurativo. En primer lugar evoca «el jardín inviolado de las doncellas», donde en primavera florecen los membrillos y el fruto de las viñas se hincha bajo la sombra del follaje; «pero para mí el amor no duerme en ninguna estación». Al contrario, está azotado y marchito por el viento impetuoso mezclado con relámpagos. El jardín intacto aparecerá de nuevo como imagen de la virginidad en Hipólito de Eurípides.
En la primera mitad del siglo V, tres de los nueve poetas corales canónicos estaban en activo. El más antiguo era Simónides, que desarrolló su actividad desde finales del siglo VI hasta comienzos del V. La suya es también otra gran reputación que hoy resulta difícil de evaluar. Era famoso por sus epigramas elegíacos, pero aunque tenemos ejemplos de este género que se han conservado de su época, apenas hay nada que se le pueda atribuir con seguridad. Su fragmento lírico más memorable contiene las palabras que Dánae le dirige a su hijo Perseo, mitad lamento, mitad canción de cuna, mientras van a la deriva por el mar en un arca. «Hijo —le dice—, envuelto en mantas de púrpura… Duerme, mi niño, te lo pido. ¡Que duerma también el mar y nuestra inmensa desgracia!». El verso del sobrino de Simónides, Baquílides (c. 520c. 450), es fluido y agradable. En un poema dio una nueva vuelta de tuerca al símil de las hojas: Heracles en el inframundo ve «las almas de los desdichados mortales [ 77] junto a las corrientes del Cocito, como hojas que el viento por las cumbres fúlgidas del Ida criador de ovejas arremolina». Antes de encontrar a Baquílides en papiro, se pensaba que la aplicación del símil de las hojas a las almas de los muertos había sido idea de Virgilio, pero el poeta griego fue el primero, y este arremolinar en un contexto refulgente aporta una nueva intensidad visual.
Píndaro (c. 518-c. 445) tiene en común con Hesíodo su procedencia de Beocia, pero nada más, porque fue un celebrante tardío de los valores aristocráticos que infunden los poemas homéricos; es decir, la exaltación de hombres con cualidades excepcionales de cuerpo, mente y valor. Compuso muchos tipos de poemas, pero para nosotros su fama reside en las únicas obras de los poetas líricos que han sobrevivido en tradición manuscrita: sus odas o canciones de victoria, compuestas para coros y para ser cantadas en honor a los vencedores de las principales competiciones deportivas de Grecia. Tenemos cuarenta y cinco, conservadas en cuatro libros: odas olímpicas para los acontecimientos en los juegos olímpicos, odas píticas para los de Delfos (donde la sacerdotisa de Apolo se llamaba Pitia), nemeas para los de Nemea e ístmicas para los de Corinto (el Istmo). Con diferencia, la más larga de todas es la cuarta oda pítica, que dedica una buena parte al viaje de Jasón y los argonautas. Sin duda estaba en la mente de Gerard Manley Hopkins cuando escribió «El naufragio del Deutschland», basado en la narración de un viaje por mar. Este poema, con su osado lenguaje, su forma única de estrofa, y su energía rapsódica encuadrada dentro de una forma férreamente disciplinada, es quizá lo más cercano al espíritu de Píndaro que se pueda hallar en inglés (las «odas pindáricas» de los siglos XVII y XVIII no son muy parecidas).
Estas canciones eran poemas ocasionales, encargados por el vencedor o por su ciudad, y tenían que incluir la alabanza al ganador. Píndaro combina esto con la narración del mito y con una reflexión moral. Sus pasos de uno de estos temas al otro pueden ser repentinos e impredecibles. Hasta ahora, el lenguaje de la lírica había sido más bien claro y bastante simple, pero el estilo de Píndaro es denso y difícil, y su contenido mucho más denso y metafórico. Los griegos y romanos posteriores lo calificaron de voz profunda y poderosa, de inmenso; Horacio lo comparó [ 78] con un torrente montañoso burbujeante y rebosante por la lluvia. Longino agrupó a Píndaro [ 79] y Sófocles juntos en la categoría de hombres cuya fuerza lo incendia todo, aunque (añade) también pueden apagarse sin motivo alguno. Fue también considerado un ejemplo del estilo «austero» o «severo», término que parece indicar no austeridad de actitud (puesto que se deleita en cosas suntuosas), sino una mezcla de audacia, vigor y tono exaltado.
Píndaro podía ser elegante: el romance del joven dios Apolo y de la fortachona Cirene, narrado en la novena canción pítica, tiene un gran encanto. No obstante, como es habitual en él, su imaginación es grandiosa y espectacular. La séptima olímpica fue escrita para un boxeador de Rodas (el nombre en griego significa «rosa»). Relata cómo la isla, destinada a ser generosa con los hombres y rica en rebaños, antaño yacía en las profundidades del mar, pero después emergió de la humedad, y el Sol, padre de los rayos penetrantes, la poseyó. El Sol yació con Rosa (que ahora es una ninfa), y procreó hijos que se repartieron la tierra entre ellos. Aquí se mezclan el mito, la tierra, el sexo y la fertilidad. La primera pítica, escrita para Hierón, gobernante de Siracusa en Sicilia, empieza con una invocación al áurea lira: cuando Apolo toca, puede incluso adormecer al águila de Zeus, porque la música derrama una oscura nube sobre su curva cabeza y sella sus párpados, pero (un toque brillante) sus húmedas plumas ondean mientras dormita. Los dioses olímpicos están embelesados, pero sus enemigos sienten terror, como el monstruo Tifón, cautivo en Sicilia bajo el Etna, una montaña que es «todo el año nodriza de punzante hielo», pero que también vierte fuego y humo vomitados por el monstruo que hay en su interior. Aquí el mito y la naturaleza aparecen juntos, pero hay también una alegoría implícita del buen gobernante que reprime la violencia. Con ayuda de Zeus este hombre puede dirigir al pueblo hacia la «armónica paz» (sumphonos es la palabra que usa Píndaro, de la que se deriva nuestra «sinfonía»), y eso evoca el poder de la música al inicio del poema. Este es el modo en que conjuga Píndaro su disparatado material.
Su lenguaje, tan a menudo sonoro o voluptuoso, también puede ser sencillo. En la tercera pítica, con elocuente simplicidad, dice de una joven mujer en un mito que «ansiaba cosas ausentes; muchas han sufrido lo mismo». Aquí, a través de los sentimientos de una muchacha aparece una expresión intemporal de añoranza romántica. En la octava pítica, probablemente la última de sus odas, por un momento se hace llano y sombrío: «Seres de un día. ¿Qué es uno? ¿Qué no es? Sueño de una sombra es el hombre». En griego las dos preguntas son «¿ti de tis?, ¿ti d’ou tis?». Tis puede significar «quien» (como en «¿quién hizo esto?»), pero también «alguien» o «nadie». Ti es la forma neutra, «¿qué…?», o «algo» o «nada». De es una partícula, una de las diminutas palabras con las que el griego ajustaba el significado, a veces «y», a veces «pero», a veces ni siquiera eso, apenas traducible, un ligero cambio en el curso del pensamiento. Ou es «no». A partir de este material Píndaro ha creado algo ligero y sutil, como un sueño de una sombra. No necesita verbos: la traducción castellana ha utilizado «es» tres veces, pero el griego puede omitirlo y adelgazar todavía más la textura. La palabra única «seres de un día» (epameroi) parece no tener sintaxis alguna. Y el pensamiento ¿es nihilista? El poema continúa: «Pero cuando llega la gloria, regalo de los dioses, hay luz brillante entre los hombres y amable existencia». Aquí y en otros lugares combina el sentido de la brevedad y fragilidad de los asuntos humanos con la posibilidad de gloria. Esta idea de la grandeza y pequeñez del hombre puede recordar la visión trágica de la Ilíada, pero Píndaro mantiene también la esperanza de una serenidad que en la épica pertenece sólo a los dioses.
Los siglos VII y VI se han denominado «edad de la lírica» de Grecia, y es natural pensar que esta era llegó a su punto álgido y conclusión con Píndaro en la primera mitad del siglo V. No obstante, la mayor parte de la poesía lírica griega que podemos leer hoy todavía tenía que escribirse: inmersa en la tragedia y en la comedia. Entre los contemporáneos de Píndaro se encuentra el poeta lírico más grande de todos, originario de una ciudad que hasta entonces no había hecho nada digno de la atención del historiador literario. Su nombre era Esquilo, y la ciudad, Atenas.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Ramón del Valle Inclán. Poesía. La pipa de Kif.


(Fragmento. La pipa de kif. Poesía).


   

   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
Ramón del Valle Inclán.    LA PIPA DE KIF

   

   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
    SOCIEDAD GENERAL ESPAÑOLA DE LIBRERÍA
    FERRAZ, 21. — MADRID.

   

   
   
    LA PIPA DE KIF
    VERSOS DE DON
    RAMON DEL VALLE-
    INCLÁN
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
    MADRID
    MCMXIX

   

   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
    IMPRENTA CLÁSICA ESPAÑOLA. GLORIETA DE CHAMBERÍ. MADRID.

 

La obra poética de Valle-Inclán está reunida en la trilogía Claves líricas (1930), formada por Aromas de leyenda, El pasajero y La pipa de Kif.

Con La pipa de Kif (1919), Valle-Inclán da paso en sus poemas a lo grotesco, a lo esperpéntico. Esta obra ha sido definida como una colección de estampas trágico-humorísticas.
Fuente: N.N.
 ***
LA PIPA DE KIF

 LA PIPA DE KIF
   
   
   
   
    MIS SENTIDOS TORNAN A SER INFANTILES,
    TIENE EL MUNDO UNA GRACIA MATINAL,
    Mis sentidos como gayos tamboriles
    Cantan en la entraña del azul cristal
   
   
    Con rítmicos saltos plenos de alegría,
    Cabalga en el humo de mi pipa Puk,
    Su risa en la entraña del azul del día
    Mueve el ritmo órfico amado de Gluk.
   
   
    Alumbran mi copta conciencia, hipostática
    Las míticas luces de un indo avatar,
    Que muda mi vieja sonrisa socrática
    En la risa joven del Numen Solar.
   
   
    Divino penacho de la frente triste,
    En mi pipa el humo da su grito azul,
    Mi sangre gozosa claridad asiste
    Si quemo la Verde Yerba de Estambul.
   
   
    Voluta, de humo, vágula cimera,
    Tú eres en mi frente la última ilusión
    De aquella celeste azul Primavera
    Que movió la rosa de mi corazón.
   
   
    Niña Primavera, dueña de los linos
    Celestes. Princesa Corazón de Abril,
    Peregrina siempre sobre mis caminos
    Mundanos. Tú eres mi «spirto gentil».
   
   
    ¡Y jamás le nieguen tus cabellos de oro,
    Jarcias a mi barca, toda de cristal:
    La barca fragante que guarda un tesoro
    De aromas y gemas y un cuento oriental!
   
   
    El ritmo del orbe en un ritmo asumo,
    Cuando por ti quemo la Pipa de Kif,
    Y llegas mecida en la onda del humo
    Azul, que te evoca como un «leit-motif».
   
   
    Tu luz es la esencia del canto que invoca
    La Aurora vestida de rosado tul,
    El divino canto que no tiene boca
    Y el amor provoca con su voz azul.
   
   
    ¡Encendida rosa! ¡Encendido toro!
    ¡Encendidos números que rimó Platón!
    ¡Encendidas normas por donde va el coro
    Del mundo: Está el mundo en mi corazón!
   
   
    Si tú me abandonas, gracia del hachic,
    Me embozo en la capa y apago la luz.
    Ya puede tentarme la Reina del Chic.
    No dejo la capa y le hago la +.

   

   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
    ¡ALELUYA!

   

   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
¡ALELUYA!
   
   
   
   
    POR LA DIVINA PRIMAVERA
    ME HA VENIDO LA VENTOLERA
   
   
    De hacer versos funanbulescos—
    Un purista diría grotescos—.
   
   
    Con el punto de extravagancia
    Que Banville ha tenido en Francia.
   
   
    Para las gentes respetables
    Son cabriolas espantables.
   
   
    Cotarelola sien se rasca,
    Pensando si el Diablo lo añasca.
   
   
    Y se santigua con unción
    El pobre Ricardo León.
   
   
    Y Cejador, como un baturro
    Versallesco, me llama burro.
   
   
    Y se ríe Pérez de Ayala,
    Con su risa entre buena y mala.
   
   
    Darío me alarga en la sombra
    Una mano, y a Poe me nombra.
   
   
    Maga estrella de pentarquía
    Sobre su pecho anuncia el día.
   
   
    Su blanca túnica de Esenio
    Tiene las luces del selenio.
   
   
    ¡Sombra del misterioso delta,
    Vibra en tu honor mi gaita celta!
   
   
    ¡Tú amabas las rosas, el vino
    Y los amores del camino!
   
   
    Cantor de Vida y Esperanza,
    Para ti toda mi loanza.
   
   
    Por el alba de oro, que es tuya.
    ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!
   
   
    La gran caravana académica
    Saludo con risa ecuménica.
   
   
    Y con un guiño á hurto de Maura,
    Me responde Clemencia Isaura.
   
   
    En mi verso rompo los yugos,
    Y hago la higa a los verdugos.
   
   
    Yo anuncio la era argentina
    De socialismo y cocaina.
   
   
    De cocotas con convulsiones
    Y de vastas Revoluciones.
    Resplandecen de amor las normas
    Eternas. Renacen las formas.
   
   
    Tienen 1a gracia matinal
    Del Paraíso Terrenal.
   
   
    Detrás de la furia guerrera,
    La furia de amor se exaspera.
   
   
    Ya dijo el griego que la furia
    De Heracles, engendra lujuria.
   
   
    No cambia el ritmo de da vida
    Por una locura homicida.
   
   
    A mayor fiebre de terror,
    Mayor calentura de amor.
   
   
    La lujuria no es un precepto
    Del Padre: Es su eterno concepto.
   
   
    Hay que crear eternamente
    Y dar a1 viento 1a simiente:
   
   
    E1 grano de amor o veneno
    Que aposentamos en el seno.
   
   
    El grano de todas las horas
    En el gran Misterio sonoras.
   
   
    ¿Y cuál será mi grano incierto?
    ¡Tendré su pan después de muerto!
   
   
    Y de mi siembra, no predigo
    ¿Será, cizaña? ¿Será trigo?
   
   
    ¿Acaso una flor de amapola
    Sin olor? La gracia española.
   
   
    ¿Acaso la flor digital
    Que grana, un veneno mortal
   
   
    ¿Bajo el sol, que la enciende? ¿Acaso
    La flor del alma de un payaso?
   
   
    ¡Pálida, flor de la locura,
    Con normas de literatura!
   
   
    ¿Acaso esta musa grotesca—
    Ya no digo funambulesca—
   
   
    Que con sus gritos espasmódicos
    Irrita a los viejos retóricos,
   
   
    Y salta luciendo la pierna,
    No será la musa moderna?
   
   
    Apuro el vaso de bon vino,
    Y hago cantando mi camino,
   
   
    Y a compás de un ritmo trocaico,
    De viejo gaitero galaico,
   
   
    Llevo mi verso a la Farándula:
    Anímula, Vágula, Glándula.

   

   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
    FIN DE CARNAVAL

   

   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
FIN DE CARNAVAL
   
   
   
   
    MIÉRCOLES DF CENIZA.
    FIN DEL CARNAVAL.
    Tarde de lluvia inverniza
    Reza el Funeral.
   
   
    Con ritmos destartalados
    Lloran en tropel,
    Mitrados ensabanados,
    Mitra de papel.
   
   
    Lloran latinos babeles,
    Sombras con capuz.
    Lleva al arroyo rieles
    La taberna en luz.
   
   
    Los pingos de Colombina
    Derraman su olor
    De pacholí y sobaquina
    ¡Y vaya calor!
   
   
    Un Pierrot junta en la tasca
    Su blanco de zin,
    Con la pintada tarasca
    De blanco y carmín.
   
   
    Al pie de un farol, sus flores
    Abre el pañolón
    De la chula: Sus colores
    Alegrías son.
   
   
    ¡Cómo la moza garbea
    Y mueve el pay-pay!
    ¡Cómo sus flecos ondea
    En el guirigay!
   
   
    El curdela narigudo
    Blande un escobón:
    —Hollín, chistera, felpudo,
    Nariz de cartón—.
   
   
    En el arroyo da el curda
    Su grito soez,
    Y otra destrozona absurda
    Bate un almirez.
   
   
    Latas, sartenes, calderos,
    Pasan en. ciclón:
    La luz se tiende a regueros
    Sobre el pelotón.
   
   
    Y bajo el foco de Volta,
    Da cita el Marqués
    A un soldado de la Escolta,
    ¡Talla de seis pies!
   
   
    Juntan su hocico los perros
    En la oscuridad:
    Se lamentan de los yerros
    De la Humanidad.
   
   
    Por la tarde gris y fría
    Pasa una canción
    Triste. La melancolía
    De un acordeón.
   
   
    Los faroles de colores
    Prende el vendaval.
    Vierte el confetti sus flores
    En el lodazal.
   
   
    Absurda tarde. Macabra
    Mueca de dolor.
    Se ha puesto el Pata de Cabra
    Mitra de Prior.
   
   
    Incerteza vespertina,
    Lluvia y vendaval:
    Entierro de la Sardina,
    Fin de Carnaval.

   

   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
    MARINA NORTEÑA

   

   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
MARINA NORTEÑA
   
   
   
   
    PASA EL GATO SONANDO LAS BOTELLAS
    DE UN ANAQUEL DE PINO POR LO ALTO:
    El cielo raso tiene dos estrellas
    Pintadas, y una luna azul cobalto
   
   
    ¡Taberna aquella de, contrabandeos
    Con los guisotes bajo sucios tules,
    Eran allí pictóricos trofeos
    Azafrán, pimentón, fuentes azules!
   
   
    Entra el viento. Revuela la cortina
    Y la vista del mar da a la taberna.
    Una negra silueta que bolina
    Sobre el ocaso, enciende su lucerna.
   
   
    Con la tristeza de la tarde muerde
    Una lima el acero. De la fragua
    Brotan las chispas. Tiene una luz verde
    Ante la puerta, la cortina de agua.
   
   
    Escruta el mar con la mirada quieta
    Un marinero desde el muelle. Brilla
    Con el traje de aguas su silueta
    Entre la boira gris, toda amarilla.
    Viento y lluvia del mar. La luna flota
    Tras el nublado. Apenas se presiente,
    Lejana, la goleta que derrota
    Cortando el arco de la luz poniente.
   
   
    Se ilumina el cuartel. Vagas siluetas
    Cruzan tras las ventanas enrejadas,
    Y en el gris de 1a tarde las cornetas
    Dan su voz como rojas llamaradas.
   
   
    Su pentágrama el arco policromo
    Proyecta tras los pliegues del chubasco,
    Y alza en el vano de esmeril su domo
    Arrecido de cuervos, un peñasco.
   
   
    Las olas rompen con crestón de espuma
    Bajo el muelle. Los barcos cabecean
    Y agigantados en el caos de bruma
    Sus jarcias y sus cruces fantasean.
   
   
    La triste sinfonía de las cosas
    Tiene en la tarde un grito futurista:
    De una nueva emoción y nuevas glosas
    Estéticas, se anuncia la conquista.
   
   
    Su escaparate la taberna alumbra,
    Y del alto anaquel lo acecha el gato:
    Esmeraldas de luz en la penumbra
    Los ojos, y la cola un garabato.
   
   
    Vahos de mosto del zaguán terreño,
    Voces de marineros a la puerta,
    Y entre rondas de vino que dan sueño,
    El tabaco, los naipes, la reyerta...
   
   
    De un quinqué de latón la luz visunta
    El tubo ahumado con un grito raja,
    Y está en la puerta el hombre que pregunta:
    ¿Quién quiere sacar filo a la navaja?

   

   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
    BESTIARIO

   

   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
BESTIARIO
   
   
   
   
    ROMÁNTICA CASA DE FIERAS
    DEL BUEN RETIRO, HE VUELTO A VER
    La alegría de tus banderas,
    Bajo la tarde, como ayer!...
   
   
    Y me detuve emocionado
    Ante aquel viejo carcamal
    Estilizado
    En el escudo nacional.
   
   
    ¡Viejo león que entre las rejas
    Bostezando agitas la crin,
    Sobre tus cejas
    Sus arrugas puso el esplin!
   
   
    El canguro antediluviano
    Huyó con saltos de flin-flan:
    Es australiano
    Y tiene trazas de alemán.
   
   
    Temeroso esconde las crías
    En el buche de acordeón:
    Antipatías
    Tiene el canguro, de embrión.
   
   
    El tigre se agita ondulante
    Tras los hierros de su cubil:
    Belfo tremante:
    Garra rampante y ojo hostil.
   
   
    ¡Qué triste el oso se espereza
    Sobre las pajas de su coy!
    ¡Cuando bosteza
    Recuerda al Conde de Tolstoy!
   
   
    Tiene un gesto de omnipotencia
    El leopardo bengalés,
    La impertinencia
    De su gesto dicta al inglés.
   
   
    Sonríe el lobo. Tras la reja.
    Con un guiño de curial
    Rasca la oreja
    Y la estameña del sayal.
   
   
    Y la romántica jirafa,
    Solterona que bebe hiel,
    Las rosas chafa
    En 1a cúpula del laurel.
   
   
    ¡Arquitectura bizantina,
    Imposible de razonar,
    De la divina
    Silueta de Sara Bernhardt!
   
   
    Un disparate pintoresco,
    Maravilloso de esbeltez,
    El arabesco
    Del caballo del ajedrez.
    Ruge encendida la pantera
    Su ensueño de arenas y sol,
    Sabe la fiera
    Un aljamiado de español.
   
   
    Recuerda el índico elefante
    Los bosques sagrados de Anám,
    Sueña el gigante
    Como un fakir ebrio de bahám.
   
   
    Meditaciones eruditas
    Que oyó Rubén alguna vez:
    Letras sánscritas
    Y problemas del ajedrez.
   
   
    ¡Viejo elefante de Sumatra
    Sueñas acaso con Belkis,
    Con Cleopatra,
    O con un. circo de Paris?
   
   
    ¿Añoras la torre guerrera
    Sobre tus hombros de titán,
    O la litera
    De las reinas del Indostán?
   
   
    ¡Tú, que a mi musa decadente
    Brindas la torre de marfil,
    Resplandeciente,
    Como una torre de las Mil!...
   
   
    Encumbrado sobre una rama
    El triunfo del pavo-real,
    Es una llama
    Del Paraíso Terrenal.
   
   
    Un ensueño de surtidores,
    Un cuento de viejo jardín
    Con los olores
    De la albahaca y el jazmín.
   
   
    ¡El negro opio de la China,
    Sabe tu verso ornamental,
    Ave divina
    De un Paraíso Artificial!
   
   
    El mono acrobático salta
    Y hace del mundo trampolín.
    Mima y esmalta
    Cada salto con un mohín.
   
   
    Y la cotorra verdigualda,
    Retaleandosu papel,
    Luce una falda
    Que fué de la Infanta Isabel.
   
   
    Feminista que disparata
    En la copa del calamac,
    Bajo su pata
    Las ramas secas hacen crac.
   
   
    Y a Dionisio Aereopagita
    En penitencia sobre un pie,
    Desacredita
    La cigüeña falta de fe.
   
   
    Caricatura del milagro,
    En un fondo de azul añil
    Esprimeel magro
    Y cabalístico perfil.
   
   
    Sobre una pata se arrebuja,
    Y en el tejado hace oración,
    Como una bruja
    Que escapó de la Inquisición.
   
   
    Esponja el flamenco la pluma
    Y su absurdo monumental
    Trémulo esfuma
    Sobre dos rayas de coral.
   
   
    La cabra dibuja una aldea,
    Dando vaho de la nariz.
    ¿Es de Judea
    La aldea o de Arabia Feliz?
   
   
    La cabra contempla la vida,
    Con los ojos muertos de luz,
    Una dormida
    Visión de Oriente en el testuz.
   
   
    Y el cocodrilo faraónico
    Las fauces abre en el fangal
    Al sol, que irónico
    Hace llorar su lacrimal.
   
   
    ¡Olvidada Casa de Fieras,
    Con los ojos de la niñez
    Tus quimeras
    Vuelvo a gozar en la vejez!
   
   
    Muere la tarde. —Un rojo grito
    Sobre la fronda vesperal.—
    Y abre el círculo de su mito
    El Gran Bestiario Zodiacal.

   

   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
    EL CIRCO DE LONA

   

   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
EL CIRCO DE LONA
   
   
   
   
    I
   
   
    TARDE DE OCASO ROSADA:
    LA FERIA. UN CIRCO DE LONA.
    Cobra en la puerta la entrada
    Una Pepona.
   
   
    El agrio y desvencijado
    Organillo, se atropella:
    Golfo viejo enamorado
    De una estrella.
   
   
    La chusma negra y pelona,
    En torno se arremolina
    Atisbando a la Pepona
    Sibilina.
   
   
    La Pepona con mitones,
    Moño y rizos de canela,
    Y el talle con alusiones
    De vihuela.
   
   
    El mono, sobre e1 tinglado,
    Mima al gato un gesto astuto,
    Y lanza el gato, erizado,
    Su exabruto.
   
   
    La nota verde rabiosa
    De la cotorra, asesina
    Sobre el escarlata y rosa
    De la cortina.
   
   
    Bárbaras bolas doradas
    Cuelgan por el cielo raso,
    Y evocan las carcajadas
    Del payaso.
   
   
    Un cuento maravilloso
    Anuncia el circo de lona,
    Con la lucha del Coloso
    Y la Leona.
   
   
    ¡Tarde! Rojas sinfonías,
    Un toro en el horizonte,
    Azules las lejanías
    Sin un monte.
   
   
    ¡Quitasolesremendados
    Abiertos en los caminos,
    Sobre los sables dorados
    de los chinos!
   
   
    Vuelo de gayas banderas
    Que en la azulada neblina,
    Se tienden por mis quimeras
    De cannavina.
   
   
    ¡Gran parasol remendado,
    Pobre Caballero Andante
    Con el escudo dorado
    Del Atlante!
   
   
   
   
    II
   
   
    Ríen dos gitanas,
    Caras africanas,
    Dos verdes manzanas
    De oriental jardín.
    Luces de claveles,
    Flecos, arambeles,
    Hablar por babeles
    Y no tener fin.
   
   
    Amores y toros,
    Recuerdos de moros,
    Y más lejos coros
    Del centauro azul,
    Las voces remotas
    De míticas flotas,
    Y las chirigotas
    Del griego gandul.
   
   
    Ancha la corriente,
    Romana la puente,
    Cenceña la gente,
    Las sombras de añil.
    Ruge la, leona
    Y el tambor pregona
    El drama gentil.
   
   
    En marea serena
    La grada se llena,
    Revierte la arena
    Sedes de calor.
    De olor de catinga
    El aire se pringa
    Y el Diablo respinga:
    Le gusta ese olor
   
   
    Saluda en la pista
    El famoso artista
    HercoleBarrista:
    Medalla de Siam.
    ¡Y sale la blonda
    Enriqueta, oronda,
    Pechoray redonda
    Bailando el can can!
   
   
    Y danzan los brillos
    De falsos anillos,
    Peines y brinquillos
    Por el redondel.
    ¡Dicen la quimera
    De una vida entera,
    Sueño de ramera
    Triste, en el burdel!
   
   
    Desfachaday franca,
    Rebotada el anca,
    La pechuga blanca,
    Por el aire el pie...
    ¡Ideal amoroso
    Para un venturoso
    Jugador garboso
    Que afloje el parné
   
   
    Bate su estribillo
    El viejo organillo,
    Y es un tabardillo
    Con aquel resol.
    El negro lanudo
    De gesto hocicudo
    Sopla, en el embudo
    Y arranca un bemol.
   
   
    Y al mono le arranca
    Un grito, la blanca
    Pechuga, y el anca
    De yegua real.
    El oso asturiano,
    Siempre en aldeano,
    Se mira la mano,
    se rasca el frontal.
   
   
   
   
    Y el pelado cuello
    Estira el camello,
    Con largo resuello
    Que termina: en U.
    Lo enarca y lo apura,
    Lo exprime y lo augura,
    Toda la figura
    Esun Gurugú.
   
   
    La Pepona al mono.
    Grita, sube el tono,
    Por mayor encono
    Le habla en catalán.
    Y bajo la silla
    El otro se humilla,
    Que esto fué en Castilla
    Tiempos que aun están.
   
   
    Y siguen azares
    De los estelares
    Juegos malabares
    Que ama el japonés.
    Y con el restallo
    De la fusta, el callo
    Se oyó, de un caballo
    Que vino después.
   
   
    Al fin sale al cosa
    El mono vicioso,
    Que se hace el gracioso
    Y no lo hace mal.
    Puja de anarquista
    Y es el gran fumista,
    Exhibicionista
    Internacional.
   
   
    Y viene el cucaña
    Patitas de Araña,
    Estrella en España
    del cante andaluz.
    Y nota moderna,
    Pegado a su pierna
    Rasca, la cuaderna
    Negro Micifuz,
    El viejo payaso,
    Gloria en el ocaso,
    Sale haciendo el paso
    Seguido de un can:
    Se rasca el. Cogote
    Fingiéndose el zote,
    pega un gran bote
    Que acaba en flin-flán.
   
   
    ¡Saltos atrevidos
    de cuerpos fornidos,
    Alegres bramidos
    Cuando es el vencer!
    ¡Trapecios volantes,
    Vuelos arrogantes,
    Almas expectantes,
    Volver a nacer!...
   
   
    Luz en la taquilla,
    Cuentan calderilla
    En la ventanilla
    Manos de hospital,
    Íbaseel enjambre,
    Y dió en el alambre
    La sombra del hambre
    Un salto mortal.
   
   
    III
   
   
    Candileja de bencina,
    Lloroso cabo de vela,
    Sombra que se encalabrina
    Por la, tela.
   
   
    Silla que se desbarata,
    Mesa que se escachifolla,
    Jaleo, risa, bravata
    Y bambolla.
   
   
    Las mamparas claudicantes
    Las siluetas transparentan,
    Y las risas maleantes
    Lo comentan.
   
   
    El payaso ante el espejo
    Se despinta con cerote,
    Y se arranca el entrecejo
    De pelote.
   
   
    A su lado una mozuela,
    Luciendo el roto zancajo,
    Recose la lentejuela
    De un pingajo.
   
   
    Y las falsas pantorrillas,
    Dando gritos de falsete,
    Se tuercen en las canillas
    Bajo un siete.
   
   
    Tose Patitas de Araña
    Y cecea un chicoleo
    Que ya dijo en Eritaña
    Paco el Feo.
   
   
    Vestida una saya rota,
    Tira la blonda Enriqueta
    A1 domador, de la bota
    Que le aprieta.
   
   
    Riñas, sordas libaciones,
    Lamen los platos los perros,
    Se esperezan los leones
    Tras los hierros.
   
   
    Los cofres con cantoneras
    De metal, hablan de trenes,
    Estaciones y galeras
    Con vaivenes.
   
   
    ¡Circos! ¡Cantos olvidados
    De fabulosas edades!
    ¡Bárbaros versos dorados
    De Alcidiades!

   

   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
    EL JAQUE DE MEDINICA

   

   
   
   
   
   
   
   
   
   
   
EL JAQUE DE MEDINICA
   
   
   
   
    LA LLAMA ARREBOLA LA NEGRA COCINA,
    PONE MARITORNES MAGRAS DE CECINA
    En las sopas cáusticas de ajo y pimentón.
    El Jaque se vuelve templando el guitarro,
    A la moza tose por que sirva un jarro
    Y oprime los trastes pulsando el bordón.
   
   
    La jeta cetrina, zorongo a la cuca,
    Fieltro de catite, rapada la nuca,
    El habla rijosa, la ceja un breñal.
    Cantador de jota, tirador de barra,
    Bebe en la taberna, tañe la guitarra.
    La faja violeta esconde un puñal.
   
   
    Crepúsculo malva. Puerta de la villa
    Sobre los batanes. Bajan a la orilla
    Del Ebro, las recuas. Lento tolondrón.
    Templa la guitarra el gañán avieso,
    Y el agudo galgo roe sobre un hueso
    En la laureada puerta del figón.
   
   
    Al coime que pone vino en las corambres
    Enseña las ligas de azules estambres
    La moza encorvada sobre el fogaril.
    Y por amarillos vanos de pajares
    Los mozos de mulas llevan sus cantares,
    Disputas por naipes y gay moceril.
   
   
    El jaque merienda con dos bigardones
    De fusta, zamarro, roñosos zajones
    Y gorra orejera de pelo de can.
    Hecha la merienda juegan al boliche,
    En medio del juego hablan sonsoniche,
    Demandan el gasto, pagan y se van.
   
   
    Tejados haldudos de lejana villa,
    Que en el horizonte es toda amarilla
    Sobre la desnuda corva de un alcor...
    En el campanario la flaca cigüeña
    Esconde una pata y el misterio enseña:
    La villa amarilla toda, es resplandor.
   
   
    Figón del Camino: Votos arrieros,
    Piensos de cebada, corral con luceros,
    Por los corredores la luz de un candil.
    Lejanas estrellas hacen gorgoritos
    En el cielo zarco. En los monolitos
    Del camino, fuma la Guardia, Civil.

martes, 31 de enero de 2017

Michael White. Tolkien. Biografía.



AGRADECIMIENTOS

En el nacimiento de este libro han participado muchas personas. Quisiera dar las gracias especialmente a mi agente, Russ Galen, por haberse ocupado de negociaciones a menudo delicadas, y a mis editores de ambas orillas del Atlántico: Alan Samson de Litüe Brown, en Londres, y Gary Goldstein de Alpha, en Nueva York. También me ofrecieron su valiosa ayuda Jude Fisher, Peter Schneider, con sus aportaciones sobre el valor de la literatura, y Josephina Miruvin con su entusiasmo inquebrantable y sus fantásticas pistas sobre contactos de internet.
Quisiera también dar las gracias a Michael Crichton, ya que sin su ayuda este libro lo habría escrito un autor completamente diferente.
Por último, mi más profundo agradecimiento a mi esposa, Lisa, cuyos decisivos comentarios acerca de Tolkien, expresados con la mayor objetividad, me han aportado una visión a la que yo solo no habría llegado.
MICHAEL WHITE, septiembre de 2001. (Fragmento).
 INTRODUCCIÓN
Mi primer contacto con la obra de Tolkien fue relativamente tardío. Tenía ya diecisiete años cuando una compañera de estudios me pasó un ejemplar bastante manoseado de El Señor de los Anillos y me dijo que debía leerlo. Pero, aunque tardé en unirme a las filas de sus devotos seguidores, recuperé a toda velocidad el tiempo perdido al leer ocho veces seguidas el libro más célebre de Tolkien. Tan obsesionado vivía con este cuento de héroes, tragedias y aventuras intemporales, que al terminar de leer el último capítulo no podía refrenar mis deseos de empezar una vez más con el Capítulo Uno.
Al poco tiempo atesoraba todos los datos y detalles que pude encontrar sobre Tolkien. Leí El hobbit, por supuesto, y devoré su traducción de Beowulf, sus novelas Egidio, el granjero de Ham, Hoja de Niggle y otras obras menos conocidas. En 1977, un año después de mi primer contacto con El Señor de los Anillos, me enteré de que por fin se iba a publicar El Silmarillion. Y allí estaba yo, haciendo cola ante mi librería a las ocho de la mañana del día en que salía a la venta, listo para llevarme mi ejemplar, que había dejado encargado previamente. Una hora después me dirigí hacia la parada de autobús para volver a casa, leyendo ya sobre elfos y hombres sin fijarme ni por dónde caminaba, chocando sin querer contra los apresurados transeúntes.
Más o menos por aquella época había empezado a interesarme por la música. Haría mis pinitos con la guitarra y estuve en varios grupos musicales, primero en el colegio y luego en mi primer año de universidad. En contraste total con la moda del momento (por aquel entonces se llevaba lo punk), los grupos que formé tenían nombres como Palantir y componíamos canciones sobre Galadriel en las que cantábamos algunos acordes en elfino. Me produce escalofríos recordarlo. Pero en el fondo tengo claro, desde la distancia que dan los años, que, por muy inmadura que fuese (y lo era, sin duda), mi devoción hacia Tolkien surgió a partir de algo que tenía una fuerza extraordinaria. Algo de la Tierra Media tuvo que resultarme irresistiblemente atractivo para provocarme semejante efecto.
Sólo después descubrí que había millones de personas a las que les había pasado lo mismo y que se habían convertido en acérrimos seguidores de Tolkien; algunas incluso formaron grupos de música dedicados a él y su mundo, con canciones sobre la Tierra Media. Tuve una novia que me introdujo en El Señor de los Anillos, y recuerdo que durante el primer año de universidad entrar en la sala de descanso con un ejemplar del libro debajo del brazo era un señuelo para atraer a las chicas. Incluso supe de una persona, como mínimo, que tras leer a Tolkien se puso a estudiar islandés y llegó a dominarlo. Pero supongo que era inevitable también que hubiera un número cada vez mayor de detractores de Tolkien, simplemente porque su obra arrastraba a multitudes. Se trataba de ir contra la moda, cosa comprensible. Cuando alguien se obsesiona con un tema se hace pesado y a veces hasta molesto para los que no lo están. Tolkien no atrae a todo el mundo, y algunos que sinceramente no sentían nada por El Señor de los Anillos reaccionaron con desdén y cinismo.
El año de mi descubrimiento de Tolkien uno de mis mejores amigos del colegio decidió negarse a caer en el embeleso de El Señor de los Anillos y despotricó contra el «culto insidioso de la Tierra Media», como decía él mismo. No quiso leer el libro, y en vez de eso se dedicó a estudiar con avidez una parodia (reconozco que muy divertida) de National Lampoon titulada El Tostón de los Anillos. Y cuando yo le preguntaba cómo podía decir que una caricatura era divertida si no se había molestado en leer el modelo parodiado, pasaba de mí olímpicamente.
Ni que decir tiene que, pasado el tiempo, mi entusiasmo fue apaciguándose. Poco a poco, el influjo de Tolkien fue desvaneciéndose en mí, las canciones que componía eran sobre el amor, el sexo y la muerte, y, lo que es más importante, empecé a leer muchos más libros. Pero nunca abandoné del todo mi interés por Tolkien. El Señor de los Anillos tenía su sitio en mi corazón, y siempre recordaba con cariño aquella historia. Con poco más de veinte años me trasladé a Oxford, y con el tiempo me hice escritor. Me enteré de más detalles sobre los años de Tolkien allí, y de que él, C. S. Lewis y otros miembros del grupo de Los Inklings solían reunirse en una tasca llamada The Eagle and Child, y me iba allí a tomar una cerveza de vez en cuando con la esperanza de capturar entre sus muros una pizca de inspiración. Por todo ello, cuando me planteé escribir esta biografía, me sentí atraído inmediatamente por la idea.
Sin embargo, incluso antes de que la tinta de mi firma se hubiera secado en el contrato del editor, me di cuenta de que regresar a aquella obsesión de juventud era una labor sembrada de posibles riesgos, puesto que tendría que leer El Señor de los Anillos veinticinco años después de haberlo hecho por octava y última vez. Una parte de mí se moría de ganas de hacerlo, pero al mismo tiempo me sentía angustiado. ¿Y si no me gusta el libro ahora, un cuarto de siglo después?
Cuando en 1977 terminé de leer por octava vez el último capítulo, estaba a punto de entrar en la universidad, era fan de Yes y llevaba el pelo por los hombros. Ahora soy un tipo de mediana edad, casado y con tres hijos, he leído cientos de libros desde aquella época lejana, y sólo oigo a los Yes muy de vez en cuando. ¿Seguiría identificándome con Aragorn? ¿Sentiría aún aquel anhelo por saber más de Gandalf y de los otros istaris? ¿Me preocuparía saber qué les pasó a Frodo y Sam? En muchas ocasiones he releído algunos libros que fueron mis favoritos, y sólo he podido constatar que ya no siento por ellos ni la más mínima atracción. Me pasaría lo mismo con El Señor de los Anillos? ¿Me gustaría más El Tostón, convirtiéndome así en aquel cínico amigo mío del colegio?
En fin, me compré otro ejemplar de El Señor de los Anillos y me lo llevé a casa. Y allí se quedó, encima de la mesa del comedor, durante días y días sin que nadie lo abriera. De ahí pasó al dormitorio, y del dormitorio al cuarto de baño, sin que el lomo se doblara ni una sola vez. Empecé mis investigaciones para escribir el presente libro y a redescubrir informaciones sobre la vida y la época de Tolkien. Y por fin, al cabo de semanas de darle vueltas, decidí abrir la tapa de su obra más excelsa.
Naturalmente, me fascinó una vez más. Conservaba aún casi toda su magia. En realidad, hallé aspectos nuevos en la fábula, impresiones nuevas que me llegaban ahora, detalles que había pasado por alto o que habían tenido poco interés para el joven que fui. No sólo me alegré mucho, sino que además me sentí aliviado ya que, ¿cómo habría podido escribir sobre Tolkien si ya no me gustaba su obra?
Lo cierto es que, después de sumirme de nuevo en el mundo de la Tierra Media y salir con ánimo renovado, me doy cuenta de que mi angustia no tenía fundamento, porque creo que hay personas que aman el mundo de Tolkien y que toda la vida serán seguidores suyos, y también de que hay personas a las que nunca les gustará.
Hoy mi amigo enemigo de Tolkien es un tipo de mediana edad como yo que sigue riéndose de mi fascinación por El Señor de los Anillos. No ha leído nunca el libro (considerado por Waterstone como «el libro del siglo XX»), ni tiene intención de hacerlo. Pero, como se suele decir, «el que lee a Tolkien se hace hobbiadicto».
Durante la fase preliminar de investigación para la elaboración del presente libro mi buscador preferido me reenviaba a unas 450.000 páginas de internet relacionadas con Tolkien o con El Señor de los Anillos; muchas de ellas tienen un alto grado de profesionalidad y son muy entretenidas, pero, al leer gran parte del material «oficial» sobre Tolkien, me sorprendió ver lo ridículamente subjetivo que llegaba a ser, en algunos casos rayano en la pura devoción.
Aunque me considero un seguidor empedernido, me sorprende la actitud superprotectora del material «oficial» o «autorizado» acerca del profesor Tolkien. Las cartas publicadas no cuentan casi nada de su vida privada. Y cualquier dato personal, como su relación con su esposa Edith y su amistad con C. S. Lewis, y algunos de sus compañeros del grupo Inklings están protegidos por un halo de misterio. Ninguna de las descripciones autorizadas cuestiona la motivación profunda de Tolkien ni trata de entender sus demonios particulares. Peor aún, prácticamente no se han estudiado los sentimientos de Tolkien, sus motivaciones o sus opiniones. Como mostrará este libro, Tolkien fue un buen hombre, un hombre recto y moral, leal y muy inteligente, pero no fue un santo.
En otras ocasiones he visto esta clase de deificación. Por ejemplo, cuando investigaba para elaborar la biografía de sir Isaac Newton, descubrí que sus discípulos, por su cuenta y riesgo, mantuvieron oculto durante siglos mucho material que, al salir a la luz, ofrecía la imagen completa del hombre que escribió todos aquellos textos científicos. Otro de los personajes que he estudiado, Stephen Hawking, sigue apareciendo según la imagen que dan de él sus colegas, como un hombre que sobrepasa todo lo imaginable. En ambos casos, descubrí un universo lleno de vida y matices bajo la superficie.
Al escribir este libro no me propuse salir en busca de monstruos. Los únicos que encontré fueron los monstruos de ficción que ya me esperaba. Pero la gente creativa rara vez es anodina, por mucho que sus defensores se esfuercen en dar esa imagen. Me gustaría pensar que los verdaderos seguidores no se conforman con un retrato monocolor de sus héroes. Como aficionado a la obra de Tolkien, espero que estas páginas proporcionen al menos un leve sombreado de matices que ofrezca una imagen más colorida del padre de la Tierra Media, del autor más popular de la Historia.
 1
INFANCIA
El profesor John Ronald Reuel Tolkien pedalea en su bici a toda velocidad. Siente el sudor empapándole el cuello de la camisa. Es una tarde de principios del verano, hace poco ha terminado el año escolar y apenas hay tráfico en The High. A mediodía ya había hecho muchas cosas: tuvo una reunión con una estudiante de postgrado para analizar sus problemas con un texto anglosajón; fue a una papelería de Turl Street a comprar tinta y papel; devolvió un libro en la biblioteca de la facultad y encontró una copia del poema que estaba escribiendo para The Oxford Magazine que había traspapelado la semana anterior en su despacho. Normalmente hace lo posible por ir a comer a casa con los suyos, pero hoy había reunión del claustro y ha tenido que quedarse a almorzar en la facultad. Ahora regresa a casa, para enzarzarse en la farragosa tarea de corregir el montón de exámenes del Certificado que lleva una semana haciendo equilibrios en su escritorio.
Dan las tres en la Torre Garfax, en el centro de Oxford, justo cuando pasa por delante. Apura el pedaleo aún más. Calcula que, como mucho, podrá dedicar dos horas a la corrección antes de volver a la ciudad para asistir a la siguiente reunión del día, en la sala de descanso de los veteranos en Merton College, con una última taza de té. Piensa que, como mucho, conseguirá corregir tres exámenes.[1]
Sigue por Banbury Road, gira a la derecha, luego a la izquierda, y llega al número 20 de Northmoor Road adonde meses atrás, en ese mismo año de 1930, se trasladaron los Tolkien. Al llegar, pasa la pierna por encima del sillín, posa los pies en el suelo sin frenar la bici, cruza con ella la verja lateral y llega hasta la puerta. Se asoma a la cocina para saludar a su esposa Edith, se da cuenta de que Priscilla, su hijita de cinco meses, está despierta y sonriente en brazos de su madre; entra, pellizca cariñosamente en la mejilla a su mujer y le hace unas carantoñas a la niña. Sale, en dos zancadas recorre el pasillo y ya se encuentra en su estudio, en la parte sur de la vivienda.
El estudio de Tolkien es una habitación acogedora con las paredes cubiertas de libros. Las estanterías forman una especie de túnel al entrar y luego se abren a ambos lados, recorriendo las paredes. Desde su escritorio, el profesor puede disfrutar de la vista meridional, el jardín del vecino, justo delante de la mesa; otro ventanal, a su derecha, da al jardincillo de inmaculado césped y a la calle. Encima de la mesa hay un cuaderno y un montón de bolígrafos en un cubilete; a ambos lados, montones de papel: a la izquierda, los exámenes que le quedan por leer (una torre alta), y a la derecha, los que ya ha corregido (un fajo mucho más pequeño).
Tolkien se acomoda ante la mesa, saca la pipa del bolsillo de la chaqueta, la carga y la enciende con esmero exagerado. Dándole las primeras caladas, alcanza el primer escamen del montón de la izquierda, se lo coloca delante y empieza a leerlo.
Corregir los exámenes del Certificado, es decir, el producto de los alumnos de dieciséis años, es una labor tediosa y casi siempre aburrida, pero le ayuda a pagar las facturas y, con una esposa y cuatro hijos a los que mantener, es una manera de completar su salario de profesor. Aunque es una tarea insípida por lo general, Tolkien se la toma muy en serio y lee cada examen con mucho cuidado, prestando atención a todos los detalles. Por eso dedicará la siguiente media hora a uno solo. De tanto en tanto garabatea al margen algún comentario, y muy de vez en cuando marca con una señal el final de un párrafo. Pasa las páginas lentamente. Alrededor de él todo es paz y silencio, sólo interrumpido por la visita de algún pájaro que se posa en el alféizar o por el roce de las hojas en el cristal de la ventana movidas por la brisa.
Al cabo de un rato, Tolkien siente que ha analizado el examen satisfactoriamente y lo coloca en el montón de la derecha. Y coge el siguiente de la izquierda. Durante los siguientes minutos lee las primeras páginas de este segundo examen, hasta que, para su sorpresa, llega a una en blanco. Agradecido ante esta pequeña compensación a sus largos días de trabajo (una página menos que corregir), se recuesta en la silla y echa un vistazo a la habitación. Sin saber por qué, algo le llama la atención en la alfombra, justo al lado de una de las patas de la mesa. Ve que hay un diminuto agujero en la tela, y se queda absorto mirándolo un buen rato. Cuando vuelve a concentrarse en el examen, en la hoja en blanco escribe lo siguiente: «En un agujero en el suelo vivía un hobbit.».
Aunque no tenía ni idea de por qué escribió aquello, y menos aún de lo que iba a suponerle ese desvarío del subconsciente a él, a su familia y al futuro de la literatura inglesa, sí supo que con aquella única frase había escrito algo interesante, tanto que se sintió motivado a «averiguar cómo son los hobbits», como él mismo dijo tiempo después.
Y en ese instante, a partir de una sola frase tal vez fruto del aburrimiento, una frase que quizá llevaba tiempo tratando de hallar expresión, surgió el impulso que condujo a la escritura de El hobbit y El Señor de los Anillos. Junto con El Silmarillion y toda una variopinta colección inmensa de notas sobre la mitología de la Tierra Media, la obra de Tolkien iba a hacerse famosísima en todo el mundo, deleitaría y ofrecería inspiración a millones de personas y desempeñaría un papel fundamental en el nacimiento de un género literario completamente nuevo, el de la ficción fantástica. Pocos años después de aquella tarde señalada, muchos miles de lectores aprenderían infinidad de cosas sobre los hobbits, v en la década de los sesenta los hobbits y el mundo que habitaban serían tan conocidos como cualquier famoso de Hollywood o cualquier figura de la realeza. Para muchos, la Tierra Media es algo más que un reino de fantasía. A partir de lo que podría haber sido sólo una frase suelta anotada en un trozo de papel en el estudio de un anónimo profesor, los escritos de Tolkien iban a cobrar vida propia, a colmarse de fábulas épicas, completas en sí mismas, coherentes e irresistiblemente absorbentes. Una mitología para la mente moderna.
En muchos aspectos, la historia de la familia de J. R. R. Tolkien es de lo más corriente, casi vulgar. Su padre, Arthur Tolkien, fue empleado de banca. Trabajaba en el banco Lloyds, en Birmingham. El padre de Arthur, John, había sido fabricante de pianos y vendedor de partituras, pero cuando Arthur Tolkien se hizo mayor de edad los pianos Tolkien habían dejado de venderse. El negocio cerró y John Tolkien se declaró en bancarrota.
Arthur conocía muy bien los riesgos del trabajo por cuenta propia, lo cual explica en parte su decisión de escoger un empleo seguro en el banco de la ciudad. Pero en aquella sucursal del Lloyds era bastante difícil ascender, así que, a pesar de todo su entusiasmo, Arthur comprendió que su única posibilidad de promoción pasaba por aceptar algún puesto que hubiera quedado vacante por defunción del empleado anterior; cuando, a finales de 1888, le ofrecieron una plaza allende los mares, no tuvo que darle muchas vueltas a la decisión.
El trabajo era en el puesto fronterizo de Bloemfontein, en Sudáfrica. Era un puesto del Banco de África. Arthur sabía que ese empleo podía ser muy prometedor para un joven ambicioso. El Estado Libre de Orange, del que Bloemfontein era la capital, emergía como una importante región minera gracias a los nuevos descubrimientos de oro y diamantes que animaban a los capitalistas europeos y americanos a invertir allí. El único problema de Arthur era que el año anterior de su partida hacia El Cabo se había enamorado de una muchacha de dieciocho años bastante guapa llamada Mabel Suffield. Le había pedido la mano, por lo que si daba ese paso profesional, tendría que dejarla.
La familia de Mabel, los Suffield, no estaban del todo seguros de que el joven Arthur fuese lo mejor para su niña, pero era una opinión que nacía más de una mentalidad esnob que de una observación objetiva del carácter de Arthur Tolkien. En efecto, los Suffield veían a los Tolkien poco más o menos como inmigrantes arruinados (pese a que podían remontarse varios siglos en el árbol genealógico de sus ancestros ingleses para dar con algún rastro de unas remotas raíces de la familia en Sajonia). Pero los Suffield también tenían sus taras sociales. El padre de Mabel era hijo de un pañero que, si bien había sido propietario de su propio negocio, también había fracasado y estaba tan arruinado como Tolkien. Cuando Arthur y Mabel se conocieron, John Suffield trabajaba como viajante para una empresa de desinfectantes llamada Jeyes.
Poco importaban estos detalles a Arthur y Mabel, salvo porque el señor Suffield se negó a que su hija se casara con su enamorado hasta que hubieran pasado dos años desde que el joven Tolkien le propuso el matrimonio, con lo cual, cuando Arthur aceptó el puesto en Sudáfrica, Mabel tuvo que quedarse en casa esperando las cartas de su prometido y que su situación mejorara pronto para que pudiera llevarla con él y casarse por fin.
Arthur no la decepcionó. En 1890 fue nombrado gerente de la sucursal del Banco de África en Bloemfontein, y empezó a ser un hombre con posibles. Con ese nuevo sentimiento de seguridad económica escribió a Mabel Suffield para pedirle que acudiera a África y poder así casarse. Mabel había cumplido veintiún años, y la pareja había mantenido su relación a pesar de la separación de dos años que el padre Suffield les había impuesto, por lo que Mabel decidió en marzo de 1891, desoyendo las críticas de su familia, comprarse un pasaje en el vapor Roslin Gasfe. En poco tiempo, partía rumbo a El Cabo.
Hoy día, Bloemfontein, sita en el corazón del Estado Libre de Orange, es una ciudad más bien insulsa y anodina, pero a finales del siglo XIX, cuando Arthur Tolkien llegó allí por primera vez, era un puñado desorganizado de edificios. La zona sufre el azote del fuerte viento que viene del desierto. Hoy la mayoría de viviendas y centros comerciales disponen de aire acondicionado, pero en la última década del siglo XIX había pocas comodidades y los blancos vivían en condiciones bastante similares a las de los africanos de raza negra que habitan en la actualidad en los arrabales que ciñen el moderno centro urbano de Bloemfontein.
La pareja se casó el 16 de abril de 1891 en la catedral de El Cabo, y disfrutó de una breve luna de miel en un hotel de la vecina Sea Point. Pero en cuanto pasó el entusiasmo de la novedad, Mabel se dio cuenta de que no sería fácil vivir en aquella tierra.
No tardó en sentirse desesperadamente sola, y además no le resultaba fácil hacer amistad con los otros colonos del lugar. La mayor parte de la población era afrikáner, descendientes de colonos holandeses que no se mezclaban mucho con la población inglesa. Los Tolkien conocieron a algunos compatriotas ingleses, los invitaron a casa alguna que otra vez, pero en general Mabel sentía que la ciudad carecía de casi todo en muchos aspectos. Tenía su cancha de tenis, sus tres o cuatro tiendas y un parquecillo, pero nada que ver con el ajetreo de Birmingham ni con el bullicio constante de los grandes núcleos urbanos. Además, no soportaba el clima, aquel calor sofocante, los tórridos veranos y los inviernos gélidos.
Pero no le quedaba otro remedio que esforzarse por adaptarse a aquello. Arthur se dejaba la piel para prosperar en el Banco de África y pasaba muy poco tiempo en casa. Parecía disfrutar con su vida, lo que aún exacerbaba más las cosas. Tenía amigos en el trabajo y siempre andaba muy atareado, así que no le quedaba mucho tiempo para analizar los escasos atractivos que ofrecía la vida en Bloemfontein. Parece ser que no se enteró mucho de la desazón de Mabel, y que tal vez la achacó a una depresión pasajera de la que pronto se repondría.
Mabel trató de mejorar la situación y se entregó por completo a cuidar de su esposo. A veces conseguía llevárselo del banco para ir juntos a dar un buen paseo o a jugar al tenis en el único club social de la ciudad. El resto del tiempo la joven pareja se limitaba a pasar las horas en casa leyendo en voz alta el uno para el otro.
A Mabel la sacudió la sensación de hastío en cuanto descubrió que estaba embarazada de su primer hijo. Los dos estaban encantados, pero ella empezó a preocuparse porque la ciudad no contaba con un centro sanitario adecuado para su situación y la de su bebé. Por eso, sugirió que quizá podrían tomarse un descanso y regresar a Inglaterra para esperar la llegada del niño. Sin embargo, Arthur insistía en que no podía encontrar el momento idóneo para tomarse unas vacaciones, por lo que Mabel pensó que era preferible quedarse en Bloemfontein y no enfrentarse a un viaje tan largo y al parto ella sola, sin el apoyo de su esposo.
El niño nació el 3 de enero de 1892. Le llamaron John, pero tuvieron sus más y sus menos sobre el resto del nombre. Arthur insistía en mantener la tradición familiar de llamar a los chicos «Reuel», tradición que se había aplicado a todos los Tolkien desde hacía generaciones. Por su parte, Mabel prefería Ronald. Al final acordaron darle ambos nombres, y el 31 de enero de 1892 fue bautizado en la catedral de Bloemfontein como John Ronald Reuel Tolkien. De todos modos, nadie le llamó nunca John a secas. Sus padres, y después su esposa, le llamaron siempre Ronald. En el colegio sus amigos solían llamarle John Ronald, y en la universidad era más conocido como Tollers, un epíteto bastante izquierdoso típico de la época. Para los compañeros de trabajo fue siempre J. R. R. T. o, de manera más formal, profesor Tolkien. Para el mundo entero es J. R. R. Tolkien o simplemente Tolkien.
Sus primeros años de vida, su primera infancia en Sudáfrica, fueron todo lo exóticos que cabría imaginar y muy diferentes de lo que habrían sido si hubiera nacido V vivido en Birmingham. Se conocen algunas historias familiares que han sobrevivido al paso del tiempo, que Tolkien narró a sus propios hijos. Por ejemplo, aquella vez en que el mono del vecino se escapó, saltó la valla de los Tolkien y se dedicó a destrozar tres pichis del niño que estaban tendidos al sol. O la vez en que uno de los sirvientes, un mozo llamado Isaak, decidió llevarse al pequeño Ronald a conocer a su familia, que vivía en las afueras de la ciudad. Sorprendentemente, los padres Tolkien no le pusieron de patitas en la calle.
Y es que, ciertamente, era un ambiente bastante peligroso para criar a un niño. El clima pasaba de un extremo a otro, y su primer verano africano fue toda una prueba de fuego para Mabel: moscas por todas partes, calor asfixiante a todas horas, además de las mortíferas serpientes que se acercaban por el jardín y de los peligrosos insectos. Cuando John tenía poco más de un año, le picó una tarántula y salvó la vida gracias a que la niñera tuvo el impulso y la habilidad de dar con la picadura y succionar el veneno.[2]
Poco después del nacimiento del niño, la vida mejoró bastante para Mabel. Arthur seguía muy ocupado con su trabajo en el banco, pero en la primavera de 1892 la hermana de Mabel y su cuñado, May y Walter Incleton, llegaron a Bloemfontein. Walter tenía intereses comerciales en Sudáfrica y pensó en pasar una temporada allí para visitar las minas de oro de la región. Mabel tuvo así la compañía que deseaba, y ayuda con el bebé. Aun así, deseaba volver a casa, y cada vez le daba más rabia que Arthur se pasara la mayor parte del día sin ver a su familia. Cuando descubrió que estaba embarazada otra vez, la situación empeoró aún más.
El 17 de lebrero de 1894 nacía Hilary Tolkien. Dar a luz fue un alivio para Mabel, pues el verano había sido especialmente caluroso y ella estaba en plena gestación.
Poco después del parto volvió a tocar fondo: su hermana y su cuñado habían regresado a Europa, y tuvo que hacer frente sola a la crianza de dos niños pequeños, con muy poca ayuda de su esposo. Por suerte para ella, Hilan gozaba de muy buena salud. Sin embargo, Ronald padecía una y otra vez dolencias infantiles: toses que se agravaban por el calor y el polvo del estío, y el viento helado del invierno, seguidas por una serie de problemas cutáneos y de infecciones en los ojos. En noviembre de 1894, Mabel, ansiosa por ir a otro lugar y cambiar de aires, se llevó a los niños a Ciudad de El Cabo a disfrutar de unas merecidas vacaciones. Arthur, que también necesitaba tomarse un respiro (aunque no lo admitiera), insistía en que no tenía tiempo ni siquiera para unas vacaciones cortas. Y se quedó en Bloemfontein a pasar otro verano insufrible.
Al regresar a casa, Mabel estaba empeñada en que la familia debía descansar durante una larga temporada del polvo y el viento africanos, e intentó convencer a Arthur de que encontrara un hueco para ir a Inglaterra, pues llevaba casi seis años sin ver a su familia y se merecía al menos un año sabático. Pero Arthur no estaba por la labor. Alejarse de su trabajo durante tanto tiempo comprometería su puesto en el banco. Al final decidieron que Mabel y los niños fueran a Inglaterra sin él, hasta el final del verano austral. Si todo iba bien, él acudiría después.
En abril de 1895, Mabel, Ronald y Hilary zarparon de El Cabo a bordo del vapor Guelph. Tres semanas después arribaban a Southampton, donde les esperaba Emily Jane, la hermana menor de Mabel, que para los niños sería tía Jane. Tomaron el tren para Birmingham y se instalaron en una habitación de la pequeña vivienda de los Suffield, en el barrio de King’s Heath.
Casi no tenían sitio. Mabel y sus niños dormían en la misma cama, y vivían con otros cinco adultos bajo el mismo techo: los padres de Mabel, su hermana. Jane, el hermano menor (William) y un inquilino. Edwin Neave, empleado de una aseguradora que, cuando no andaba ligando con Jane, se dedicaba a distraer a Ronald tocando el banjo y cantándole números de musicales. Pero estaban muy a gusto, en comparación con la vida que habían llevado en Orange. El clima era más suave, el viento no silbaba entre los tablones de la casa como si fuera a derribarla de un momento a otro, y no había tarántulas en el jardín ni serpientes venenosas entre la hierba. Mabel echaba de menos a su marido, pero había sido él quien había decidido no acompañarles, y para ella el bienestar de los niños era lo primero.
Como es natural, Arthur también echaba de menos a su familia. Escribía con frecuencia, y les decía lo triste que se sentía por estar lejos de ellos. Pero seguía insistiendo en que no podía dejar el trabajo en ese momento, ni siquiera durante unos meses. Parece que estaba bastante obsesionado con que alguien pudiera quitarle el puesto, lo que habría supuesto un daño irreparable para su carrera profesional.
Entretanto, toda Sudáfrica estaba sumida en el caos político. Los bóers, encabezados por Paul Kruger, amenazaban con sublevarse contra Inglaterra y habían organizado una fuerza guerrillera impresionante desde su base, en el Transvaal. En 1895, mientras Arthur Tolkien administraba las finanzas de los europeos ricos residentes en Bloemfontein, los soldados de Kruger formaron una alianza entre el Transvaal y el Estado Libre de Orange que iba a forzar a los ingleses a la guerra en Sudáfrica en cuestión de años. No eran buenos tiempos para los súbditos británicos que vivían en núcleos comerciales como Bloemfontein. En cierto sentido, Arthur se sentía aliviado de que su familia estuviera lejos de allí, a salvo en Gran Bretaña.
En noviembre de 1895 sufrieron otro repentino revés: Arthur le comunicó a Mabel que había contraído fiebres reumáticas, una enfermedad muy grave. Mabel le suplicó que se tomara un descanso y fuese a Inglaterra con ellos, pero Arthur se negó en redondo. Esa vez argumentó que no podría soportar el frío del invierno inglés.
Cuando llegó el verano a Bloemfontein, Arthur Tolkien empeoró rápidamente. Al enterarse, Mabel decidió regresar a Sudáfrica con los niños. A finales de enero de 1896 hizo los preparativos para el viaje: eligió la fecha y reservó los billetes. El 14 de febrero de 1896, Ronald, con cuatro años recién cumplidos, dictó una carta para su padre en la que le explicaba que le echaba mucho de menos y que deseaba verlo después de tanto tiempo.
Sin embargo, nunca llegó a enviarla, ya que al día siguiente llegó a casa de los Suffield la noticia de que Arthur había muerto tras sufrir una hemorragia. Con el corazón roto, Mabel hizo las maletas inmediatamente, dejó a los niños con sus padres y cogió el primer vapor para El Cabo. Cuando al fin llegó a Bloemfontein, el hombre con el que había estado casada menos de cinco años yacía ya bajo tierra en el cementerio de la ciudad.
Así, a los cuatro años de edad, la vida de Tolkien entraba en una fase nueva. La vida en el ambiente asilvestrado de Bloemfontein dio paso a la creciente industrialización de Birmingham, la segunda ciudad de Inglaterra y uno de los motores del Imperio británico. Se acabó la vista del horizonte a lo lejos, del sol enorme y rojo poniéndose tras las lejanas colinas; se acabaron los juegos a la sombra en medio del calor sofocante y polvoriento de las tardes de enero. En lugar de todo eso, casas adosadas, chimeneas de ladrillo, patios de hormigón y humo de fábricas pasaron a dominar la escena para el joven Ronald.
A pesar de que Arthur se había entregado a su trabajo en cuerpo y alma, había sacrificado su propia salud y había muerto convencido de que no le había sido posible sacar más tiempo para estar con los suyos, dejaba a su esposa y a dos hijos pequeños con muy poca cosa con que rehacer la vida sin él. Había invertido sus ahorros en las minas Bonanza, pero Mabel sólo recibió unos dividendos que ascendían a treinta chelines a la semana, lo que en j 896 apenas llegaba para vivir con lo justo. Su cuñado, Walter Incleton, decidió pasarles a los chicos una pequeña pensión, pero ni los Suffield ni los padres de Arthur disponían de recursos suficientes para ayudar económicamente a la familia. Cuando Arthur murió, Mabel y los dos niños llevaban va más de nueve meses metidos en la diminuta casa de los Suflield, lo cual era una molestia para todos. Había que encontrarles un piso barato de alquiler lo antes posible.
En verano Mabel encontró una casita semiadosada, en el 5 de la calle Gracewell de Sarehole, por aquel entonces un pueblo pequeño a unos dos kilómetros al sur de Birmingham. Hoy día Sarehole es un barrio residencial de la ciudad, con muchos edificios y abarrotado de gente, pero cuando los Tolkien se establecieron allí todavía era un sitio tranquilo y silencioso, lejos del bullicio de la ciudad, rodeado de campos y bosques. La casita era una pequeña construcción de ladrillo sita en el extremo de una pequeña hilera de casas adosadas. A Ronald le encantó el lugar en cuanto lo vio.
De mayor, aún recordaba con cierto detalle aquellos años junto a su hermano y su madre en aquel lugar idílico rodeado de campiña. la casa era pequeña pero agradable, y los vecinos fueron siempre amables con ellos y les ayudaron en lo que pudieron. Hilary sólo contaba dos años y medio cuando se mudaron allí, pero en poco tiempo ya correteaba con su hermano mayor por los campos de alrededor de la casa, y juntos salían a investigar el terreno durante largas horas de aventuras. A veces se acercaban al pueblo más próximo, Hall Green, y poco a poco fueron haciéndose amigos de los niños que vivían allí.
Los dos hermanos estaban muy unidos. Ante la ausencia de padre, eran el uno para el otro la única figura masculina presente. Por ello, tampoco es extraño que ambos estuvieran muy unidos a la madre. El vuelo de la imaginación y la invención de juegos presidieron aquellos días anteriores al colegio. Se imaginaban que un granjero de por allí era en realidad un malvado brujo, y la mojigata campiña inglesa era para ellos una especie de parque temático de la imaginación donde se libraba una batalla por el control de la tierra entre los brujos buenos y los malos. Y se pasaban los largos días del verano encabezando cruzadas y viajes a lugares remotos (los bosques de los alrededores) para proteger a los inocentes frente al ataque de los malvados. Otras veces iban a recoger moras a un lugar que ellos llamaban la Vaguada. Un detalle aún más interesante, porque aparecerá en la obra de Tolkien, era el molino que había al lado de Gracewell. Se encargaban de él un hombre mayor y su hijo, que les parecían especialmente antipáticos. El molinero mayor tenía una larga barba negra y solía ser bastante reposado, pero el hijo, al que los niños llamaban el Ogro Blanco (porque iba siempre embadurnado de harina) les daba, al parecer, bastante miedo y era muy antipático. Casi medio siglo después, aquellos personajes de la infancia cobrarían nueva vida como el zalamero Sandyman, el molinero, y su desagradable hijo Ted.
Todas aquellas fantasías sobre ogros y dragones adquirieron un contorno más definido en cuanto Ronald aprendió a leer. Su madre le animó a la lectura y le introdujo en el mundo de los cuentos infantiles de la época, historias sugerentes como las recién publicadas La isla del tesoro y Alicia en el País de las Maravillas, o cuentos tradicionales como El flautista de Hamelin. De todos ellos, para el Ronald de siete años de entonces, el libro más importante fue uno de Andrew Lang titulado El libro rojo de los cuentos de hadas. Lang era un erudito escocés que había pasado su vida buscando y adaptando cuentos, y escribiendo los suyos propios, y que se hizo famoso por sus antologías. Ronald estaba loco con aquel libro, y leía con regocijo cuento tras cuento, siempre que hablara de dragones, serpientes marinas, aventuras míticas y hazañas de nobles caballeros.
No tardó en convertirse en un ávido lector, y Mabel se dio cuenta enseguida de su entusiasmo y de su aparente don natural para el lenguaje. Ella misma se había ocupado de la educación preliminar de sus dos hijos v cuando Ronald cumplió los siete años, empezó a enseñarle francés y los rudimentos básicos del latín, que él entendía a gran velocidad. Mabel había aprendido sola a tocar el piano y lo hacía bastante bien. Más o menos en aquella misma época intentó que los niños se interesasen por el mundo de la música. Hilary era bastante bueno, pero no Ronald, que parecía no tener aptitudes para el piano.
Es curioso que, aunque Tolkien escribió muchos versos y algunas letrillas de canciones que ponía en boca de sus elfos y hobbits, apenas mostró interés por la música a lo largo de su vida. Casi nunca iba a conciertos. Su futura esposa, Edith, tocaba muy bien el piano, pero raramente se sentaba a escucharla. Y el jazz, el jive y la música pop siempre le parecieron ruidosos e irritantes. Es como si sus gustos artísticos no incluyeran la música en absoluto.[3]
Aquellos años de infancia fueron para Tolkien una época feliz. Le encantaba vivir en Sarehole y había descubierto el mundo de la literatura, que exacerbó aún más su imaginación. Fue un período de su vida que recordó siempre con un cariño especial, un breve interludio de su existencia que, a sus ojos de adulto, rememoraba como la época más feliz y más parecida a un sueño. Por el contrario, de su época en Sudáfrica apenas le quedarían recuerdos y la imagen de su padre, al que casi no había conocido, fue convirtiéndose en una simple sombra que acabaría por desvanecerse. Para Tolkien, su infancia fue esa época de Sarehole junto a su hermano y su querida madre, como si antes de aquello no hubiera ocurrido nada importante.

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