CARTILLA ELECTRÓNICA DEL ESCRITOR J MÉNDEZ-LIMBRICK. Premio Nacional de Narrativa Alberto Cañas 2020. Premio Nacional Aquileo j. Echeverría novela 2010. Premio Editorial Costa Rica 2009. Premio UNA-Palabra 2004.
miércoles, 1 de febrero de 2017
Ramón del Valle Inclán. Poesía. La pipa de Kif.
(Fragmento. La pipa de kif. Poesía).
Ramón del Valle Inclán. LA PIPA DE KIF
SOCIEDAD GENERAL ESPAÑOLA DE LIBRERÍA
FERRAZ, 21. — MADRID.
LA PIPA DE KIF
VERSOS DE DON
RAMON DEL VALLE-
INCLÁN
MADRID
MCMXIX
IMPRENTA CLÁSICA ESPAÑOLA. GLORIETA DE CHAMBERÍ. MADRID.
La obra poética de Valle-Inclán está reunida en la trilogía Claves líricas (1930), formada por Aromas de leyenda, El pasajero y La pipa de Kif.
Con La pipa de Kif (1919), Valle-Inclán da paso en sus poemas a lo grotesco, a lo esperpéntico. Esta obra ha sido definida como una colección de estampas trágico-humorísticas.
Fuente: N.N.
***
LA PIPA DE KIF
LA PIPA DE KIF
MIS SENTIDOS TORNAN A SER INFANTILES,
TIENE EL MUNDO UNA GRACIA MATINAL,
Mis sentidos como gayos tamboriles
Cantan en la entraña del azul cristal
Con rítmicos saltos plenos de alegría,
Cabalga en el humo de mi pipa Puk,
Su risa en la entraña del azul del día
Mueve el ritmo órfico amado de Gluk.
Alumbran mi copta conciencia, hipostática
Las míticas luces de un indo avatar,
Que muda mi vieja sonrisa socrática
En la risa joven del Numen Solar.
Divino penacho de la frente triste,
En mi pipa el humo da su grito azul,
Mi sangre gozosa claridad asiste
Si quemo la Verde Yerba de Estambul.
Voluta, de humo, vágula cimera,
Tú eres en mi frente la última ilusión
De aquella celeste azul Primavera
Que movió la rosa de mi corazón.
Niña Primavera, dueña de los linos
Celestes. Princesa Corazón de Abril,
Peregrina siempre sobre mis caminos
Mundanos. Tú eres mi «spirto gentil».
¡Y jamás le nieguen tus cabellos de oro,
Jarcias a mi barca, toda de cristal:
La barca fragante que guarda un tesoro
De aromas y gemas y un cuento oriental!
El ritmo del orbe en un ritmo asumo,
Cuando por ti quemo la Pipa de Kif,
Y llegas mecida en la onda del humo
Azul, que te evoca como un «leit-motif».
Tu luz es la esencia del canto que invoca
La Aurora vestida de rosado tul,
El divino canto que no tiene boca
Y el amor provoca con su voz azul.
¡Encendida rosa! ¡Encendido toro!
¡Encendidos números que rimó Platón!
¡Encendidas normas por donde va el coro
Del mundo: Está el mundo en mi corazón!
Si tú me abandonas, gracia del hachic,
Me embozo en la capa y apago la luz.
Ya puede tentarme la Reina del Chic.
No dejo la capa y le hago la +.
¡ALELUYA!
¡ALELUYA!
POR LA DIVINA PRIMAVERA
ME HA VENIDO LA VENTOLERA
De hacer versos funanbulescos—
Un purista diría grotescos—.
Con el punto de extravagancia
Que Banville ha tenido en Francia.
Para las gentes respetables
Son cabriolas espantables.
Cotarelola sien se rasca,
Pensando si el Diablo lo añasca.
Y se santigua con unción
El pobre Ricardo León.
Y Cejador, como un baturro
Versallesco, me llama burro.
Y se ríe Pérez de Ayala,
Con su risa entre buena y mala.
Darío me alarga en la sombra
Una mano, y a Poe me nombra.
Maga estrella de pentarquía
Sobre su pecho anuncia el día.
Su blanca túnica de Esenio
Tiene las luces del selenio.
¡Sombra del misterioso delta,
Vibra en tu honor mi gaita celta!
¡Tú amabas las rosas, el vino
Y los amores del camino!
Cantor de Vida y Esperanza,
Para ti toda mi loanza.
Por el alba de oro, que es tuya.
¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!
La gran caravana académica
Saludo con risa ecuménica.
Y con un guiño á hurto de Maura,
Me responde Clemencia Isaura.
En mi verso rompo los yugos,
Y hago la higa a los verdugos.
Yo anuncio la era argentina
De socialismo y cocaina.
De cocotas con convulsiones
Y de vastas Revoluciones.
Resplandecen de amor las normas
Eternas. Renacen las formas.
Tienen 1a gracia matinal
Del Paraíso Terrenal.
Detrás de la furia guerrera,
La furia de amor se exaspera.
Ya dijo el griego que la furia
De Heracles, engendra lujuria.
No cambia el ritmo de da vida
Por una locura homicida.
A mayor fiebre de terror,
Mayor calentura de amor.
La lujuria no es un precepto
Del Padre: Es su eterno concepto.
Hay que crear eternamente
Y dar a1 viento 1a simiente:
E1 grano de amor o veneno
Que aposentamos en el seno.
El grano de todas las horas
En el gran Misterio sonoras.
¿Y cuál será mi grano incierto?
¡Tendré su pan después de muerto!
Y de mi siembra, no predigo
¿Será, cizaña? ¿Será trigo?
¿Acaso una flor de amapola
Sin olor? La gracia española.
¿Acaso la flor digital
Que grana, un veneno mortal
¿Bajo el sol, que la enciende? ¿Acaso
La flor del alma de un payaso?
¡Pálida, flor de la locura,
Con normas de literatura!
¿Acaso esta musa grotesca—
Ya no digo funambulesca—
Que con sus gritos espasmódicos
Irrita a los viejos retóricos,
Y salta luciendo la pierna,
No será la musa moderna?
Apuro el vaso de bon vino,
Y hago cantando mi camino,
Y a compás de un ritmo trocaico,
De viejo gaitero galaico,
Llevo mi verso a la Farándula:
Anímula, Vágula, Glándula.
FIN DE CARNAVAL
FIN DE CARNAVAL
MIÉRCOLES DF CENIZA.
FIN DEL CARNAVAL.
Tarde de lluvia inverniza
Reza el Funeral.
Con ritmos destartalados
Lloran en tropel,
Mitrados ensabanados,
Mitra de papel.
Lloran latinos babeles,
Sombras con capuz.
Lleva al arroyo rieles
La taberna en luz.
Los pingos de Colombina
Derraman su olor
De pacholí y sobaquina
¡Y vaya calor!
Un Pierrot junta en la tasca
Su blanco de zin,
Con la pintada tarasca
De blanco y carmín.
Al pie de un farol, sus flores
Abre el pañolón
De la chula: Sus colores
Alegrías son.
¡Cómo la moza garbea
Y mueve el pay-pay!
¡Cómo sus flecos ondea
En el guirigay!
El curdela narigudo
Blande un escobón:
—Hollín, chistera, felpudo,
Nariz de cartón—.
En el arroyo da el curda
Su grito soez,
Y otra destrozona absurda
Bate un almirez.
Latas, sartenes, calderos,
Pasan en. ciclón:
La luz se tiende a regueros
Sobre el pelotón.
Y bajo el foco de Volta,
Da cita el Marqués
A un soldado de la Escolta,
¡Talla de seis pies!
Juntan su hocico los perros
En la oscuridad:
Se lamentan de los yerros
De la Humanidad.
Por la tarde gris y fría
Pasa una canción
Triste. La melancolía
De un acordeón.
Los faroles de colores
Prende el vendaval.
Vierte el confetti sus flores
En el lodazal.
Absurda tarde. Macabra
Mueca de dolor.
Se ha puesto el Pata de Cabra
Mitra de Prior.
Incerteza vespertina,
Lluvia y vendaval:
Entierro de la Sardina,
Fin de Carnaval.
MARINA NORTEÑA
MARINA NORTEÑA
PASA EL GATO SONANDO LAS BOTELLAS
DE UN ANAQUEL DE PINO POR LO ALTO:
El cielo raso tiene dos estrellas
Pintadas, y una luna azul cobalto
¡Taberna aquella de, contrabandeos
Con los guisotes bajo sucios tules,
Eran allí pictóricos trofeos
Azafrán, pimentón, fuentes azules!
Entra el viento. Revuela la cortina
Y la vista del mar da a la taberna.
Una negra silueta que bolina
Sobre el ocaso, enciende su lucerna.
Con la tristeza de la tarde muerde
Una lima el acero. De la fragua
Brotan las chispas. Tiene una luz verde
Ante la puerta, la cortina de agua.
Escruta el mar con la mirada quieta
Un marinero desde el muelle. Brilla
Con el traje de aguas su silueta
Entre la boira gris, toda amarilla.
Viento y lluvia del mar. La luna flota
Tras el nublado. Apenas se presiente,
Lejana, la goleta que derrota
Cortando el arco de la luz poniente.
Se ilumina el cuartel. Vagas siluetas
Cruzan tras las ventanas enrejadas,
Y en el gris de 1a tarde las cornetas
Dan su voz como rojas llamaradas.
Su pentágrama el arco policromo
Proyecta tras los pliegues del chubasco,
Y alza en el vano de esmeril su domo
Arrecido de cuervos, un peñasco.
Las olas rompen con crestón de espuma
Bajo el muelle. Los barcos cabecean
Y agigantados en el caos de bruma
Sus jarcias y sus cruces fantasean.
La triste sinfonía de las cosas
Tiene en la tarde un grito futurista:
De una nueva emoción y nuevas glosas
Estéticas, se anuncia la conquista.
Su escaparate la taberna alumbra,
Y del alto anaquel lo acecha el gato:
Esmeraldas de luz en la penumbra
Los ojos, y la cola un garabato.
Vahos de mosto del zaguán terreño,
Voces de marineros a la puerta,
Y entre rondas de vino que dan sueño,
El tabaco, los naipes, la reyerta...
De un quinqué de latón la luz visunta
El tubo ahumado con un grito raja,
Y está en la puerta el hombre que pregunta:
¿Quién quiere sacar filo a la navaja?
BESTIARIO
BESTIARIO
ROMÁNTICA CASA DE FIERAS
DEL BUEN RETIRO, HE VUELTO A VER
La alegría de tus banderas,
Bajo la tarde, como ayer!...
Y me detuve emocionado
Ante aquel viejo carcamal
Estilizado
En el escudo nacional.
¡Viejo león que entre las rejas
Bostezando agitas la crin,
Sobre tus cejas
Sus arrugas puso el esplin!
El canguro antediluviano
Huyó con saltos de flin-flan:
Es australiano
Y tiene trazas de alemán.
Temeroso esconde las crías
En el buche de acordeón:
Antipatías
Tiene el canguro, de embrión.
El tigre se agita ondulante
Tras los hierros de su cubil:
Belfo tremante:
Garra rampante y ojo hostil.
¡Qué triste el oso se espereza
Sobre las pajas de su coy!
¡Cuando bosteza
Recuerda al Conde de Tolstoy!
Tiene un gesto de omnipotencia
El leopardo bengalés,
La impertinencia
De su gesto dicta al inglés.
Sonríe el lobo. Tras la reja.
Con un guiño de curial
Rasca la oreja
Y la estameña del sayal.
Y la romántica jirafa,
Solterona que bebe hiel,
Las rosas chafa
En 1a cúpula del laurel.
¡Arquitectura bizantina,
Imposible de razonar,
De la divina
Silueta de Sara Bernhardt!
Un disparate pintoresco,
Maravilloso de esbeltez,
El arabesco
Del caballo del ajedrez.
Ruge encendida la pantera
Su ensueño de arenas y sol,
Sabe la fiera
Un aljamiado de español.
Recuerda el índico elefante
Los bosques sagrados de Anám,
Sueña el gigante
Como un fakir ebrio de bahám.
Meditaciones eruditas
Que oyó Rubén alguna vez:
Letras sánscritas
Y problemas del ajedrez.
¡Viejo elefante de Sumatra
Sueñas acaso con Belkis,
Con Cleopatra,
O con un. circo de Paris?
¿Añoras la torre guerrera
Sobre tus hombros de titán,
O la litera
De las reinas del Indostán?
¡Tú, que a mi musa decadente
Brindas la torre de marfil,
Resplandeciente,
Como una torre de las Mil!...
Encumbrado sobre una rama
El triunfo del pavo-real,
Es una llama
Del Paraíso Terrenal.
Un ensueño de surtidores,
Un cuento de viejo jardín
Con los olores
De la albahaca y el jazmín.
¡El negro opio de la China,
Sabe tu verso ornamental,
Ave divina
De un Paraíso Artificial!
El mono acrobático salta
Y hace del mundo trampolín.
Mima y esmalta
Cada salto con un mohín.
Y la cotorra verdigualda,
Retaleandosu papel,
Luce una falda
Que fué de la Infanta Isabel.
Feminista que disparata
En la copa del calamac,
Bajo su pata
Las ramas secas hacen crac.
Y a Dionisio Aereopagita
En penitencia sobre un pie,
Desacredita
La cigüeña falta de fe.
Caricatura del milagro,
En un fondo de azul añil
Esprimeel magro
Y cabalístico perfil.
Sobre una pata se arrebuja,
Y en el tejado hace oración,
Como una bruja
Que escapó de la Inquisición.
Esponja el flamenco la pluma
Y su absurdo monumental
Trémulo esfuma
Sobre dos rayas de coral.
La cabra dibuja una aldea,
Dando vaho de la nariz.
¿Es de Judea
La aldea o de Arabia Feliz?
La cabra contempla la vida,
Con los ojos muertos de luz,
Una dormida
Visión de Oriente en el testuz.
Y el cocodrilo faraónico
Las fauces abre en el fangal
Al sol, que irónico
Hace llorar su lacrimal.
¡Olvidada Casa de Fieras,
Con los ojos de la niñez
Tus quimeras
Vuelvo a gozar en la vejez!
Muere la tarde. —Un rojo grito
Sobre la fronda vesperal.—
Y abre el círculo de su mito
El Gran Bestiario Zodiacal.
EL CIRCO DE LONA
EL CIRCO DE LONA
I
TARDE DE OCASO ROSADA:
LA FERIA. UN CIRCO DE LONA.
Cobra en la puerta la entrada
Una Pepona.
El agrio y desvencijado
Organillo, se atropella:
Golfo viejo enamorado
De una estrella.
La chusma negra y pelona,
En torno se arremolina
Atisbando a la Pepona
Sibilina.
La Pepona con mitones,
Moño y rizos de canela,
Y el talle con alusiones
De vihuela.
El mono, sobre e1 tinglado,
Mima al gato un gesto astuto,
Y lanza el gato, erizado,
Su exabruto.
La nota verde rabiosa
De la cotorra, asesina
Sobre el escarlata y rosa
De la cortina.
Bárbaras bolas doradas
Cuelgan por el cielo raso,
Y evocan las carcajadas
Del payaso.
Un cuento maravilloso
Anuncia el circo de lona,
Con la lucha del Coloso
Y la Leona.
¡Tarde! Rojas sinfonías,
Un toro en el horizonte,
Azules las lejanías
Sin un monte.
¡Quitasolesremendados
Abiertos en los caminos,
Sobre los sables dorados
de los chinos!
Vuelo de gayas banderas
Que en la azulada neblina,
Se tienden por mis quimeras
De cannavina.
¡Gran parasol remendado,
Pobre Caballero Andante
Con el escudo dorado
Del Atlante!
II
Ríen dos gitanas,
Caras africanas,
Dos verdes manzanas
De oriental jardín.
Luces de claveles,
Flecos, arambeles,
Hablar por babeles
Y no tener fin.
Amores y toros,
Recuerdos de moros,
Y más lejos coros
Del centauro azul,
Las voces remotas
De míticas flotas,
Y las chirigotas
Del griego gandul.
Ancha la corriente,
Romana la puente,
Cenceña la gente,
Las sombras de añil.
Ruge la, leona
Y el tambor pregona
El drama gentil.
En marea serena
La grada se llena,
Revierte la arena
Sedes de calor.
De olor de catinga
El aire se pringa
Y el Diablo respinga:
Le gusta ese olor
Saluda en la pista
El famoso artista
HercoleBarrista:
Medalla de Siam.
¡Y sale la blonda
Enriqueta, oronda,
Pechoray redonda
Bailando el can can!
Y danzan los brillos
De falsos anillos,
Peines y brinquillos
Por el redondel.
¡Dicen la quimera
De una vida entera,
Sueño de ramera
Triste, en el burdel!
Desfachaday franca,
Rebotada el anca,
La pechuga blanca,
Por el aire el pie...
¡Ideal amoroso
Para un venturoso
Jugador garboso
Que afloje el parné
Bate su estribillo
El viejo organillo,
Y es un tabardillo
Con aquel resol.
El negro lanudo
De gesto hocicudo
Sopla, en el embudo
Y arranca un bemol.
Y al mono le arranca
Un grito, la blanca
Pechuga, y el anca
De yegua real.
El oso asturiano,
Siempre en aldeano,
Se mira la mano,
se rasca el frontal.
Y el pelado cuello
Estira el camello,
Con largo resuello
Que termina: en U.
Lo enarca y lo apura,
Lo exprime y lo augura,
Toda la figura
Esun Gurugú.
La Pepona al mono.
Grita, sube el tono,
Por mayor encono
Le habla en catalán.
Y bajo la silla
El otro se humilla,
Que esto fué en Castilla
Tiempos que aun están.
Y siguen azares
De los estelares
Juegos malabares
Que ama el japonés.
Y con el restallo
De la fusta, el callo
Se oyó, de un caballo
Que vino después.
Al fin sale al cosa
El mono vicioso,
Que se hace el gracioso
Y no lo hace mal.
Puja de anarquista
Y es el gran fumista,
Exhibicionista
Internacional.
Y viene el cucaña
Patitas de Araña,
Estrella en España
del cante andaluz.
Y nota moderna,
Pegado a su pierna
Rasca, la cuaderna
Negro Micifuz,
El viejo payaso,
Gloria en el ocaso,
Sale haciendo el paso
Seguido de un can:
Se rasca el. Cogote
Fingiéndose el zote,
pega un gran bote
Que acaba en flin-flán.
¡Saltos atrevidos
de cuerpos fornidos,
Alegres bramidos
Cuando es el vencer!
¡Trapecios volantes,
Vuelos arrogantes,
Almas expectantes,
Volver a nacer!...
Luz en la taquilla,
Cuentan calderilla
En la ventanilla
Manos de hospital,
Íbaseel enjambre,
Y dió en el alambre
La sombra del hambre
Un salto mortal.
III
Candileja de bencina,
Lloroso cabo de vela,
Sombra que se encalabrina
Por la, tela.
Silla que se desbarata,
Mesa que se escachifolla,
Jaleo, risa, bravata
Y bambolla.
Las mamparas claudicantes
Las siluetas transparentan,
Y las risas maleantes
Lo comentan.
El payaso ante el espejo
Se despinta con cerote,
Y se arranca el entrecejo
De pelote.
A su lado una mozuela,
Luciendo el roto zancajo,
Recose la lentejuela
De un pingajo.
Y las falsas pantorrillas,
Dando gritos de falsete,
Se tuercen en las canillas
Bajo un siete.
Tose Patitas de Araña
Y cecea un chicoleo
Que ya dijo en Eritaña
Paco el Feo.
Vestida una saya rota,
Tira la blonda Enriqueta
A1 domador, de la bota
Que le aprieta.
Riñas, sordas libaciones,
Lamen los platos los perros,
Se esperezan los leones
Tras los hierros.
Los cofres con cantoneras
De metal, hablan de trenes,
Estaciones y galeras
Con vaivenes.
¡Circos! ¡Cantos olvidados
De fabulosas edades!
¡Bárbaros versos dorados
De Alcidiades!
EL JAQUE DE MEDINICA
EL JAQUE DE MEDINICA
LA LLAMA ARREBOLA LA NEGRA COCINA,
PONE MARITORNES MAGRAS DE CECINA
En las sopas cáusticas de ajo y pimentón.
El Jaque se vuelve templando el guitarro,
A la moza tose por que sirva un jarro
Y oprime los trastes pulsando el bordón.
La jeta cetrina, zorongo a la cuca,
Fieltro de catite, rapada la nuca,
El habla rijosa, la ceja un breñal.
Cantador de jota, tirador de barra,
Bebe en la taberna, tañe la guitarra.
La faja violeta esconde un puñal.
Crepúsculo malva. Puerta de la villa
Sobre los batanes. Bajan a la orilla
Del Ebro, las recuas. Lento tolondrón.
Templa la guitarra el gañán avieso,
Y el agudo galgo roe sobre un hueso
En la laureada puerta del figón.
Al coime que pone vino en las corambres
Enseña las ligas de azules estambres
La moza encorvada sobre el fogaril.
Y por amarillos vanos de pajares
Los mozos de mulas llevan sus cantares,
Disputas por naipes y gay moceril.
El jaque merienda con dos bigardones
De fusta, zamarro, roñosos zajones
Y gorra orejera de pelo de can.
Hecha la merienda juegan al boliche,
En medio del juego hablan sonsoniche,
Demandan el gasto, pagan y se van.
Tejados haldudos de lejana villa,
Que en el horizonte es toda amarilla
Sobre la desnuda corva de un alcor...
En el campanario la flaca cigüeña
Esconde una pata y el misterio enseña:
La villa amarilla toda, es resplandor.
Figón del Camino: Votos arrieros,
Piensos de cebada, corral con luceros,
Por los corredores la luz de un candil.
Lejanas estrellas hacen gorgoritos
En el cielo zarco. En los monolitos
Del camino, fuma la Guardia, Civil.
martes, 31 de enero de 2017
Michael White. Tolkien. Biografía.
AGRADECIMIENTOS
En el nacimiento de este libro han participado muchas personas. Quisiera dar las gracias especialmente a mi agente, Russ Galen, por haberse ocupado de negociaciones a menudo delicadas, y a mis editores de ambas orillas del Atlántico: Alan Samson de Litüe Brown, en Londres, y Gary Goldstein de Alpha, en Nueva York. También me ofrecieron su valiosa ayuda Jude Fisher, Peter Schneider, con sus aportaciones sobre el valor de la literatura, y Josephina Miruvin con su entusiasmo inquebrantable y sus fantásticas pistas sobre contactos de internet.
Quisiera también dar las gracias a Michael Crichton, ya que sin su ayuda este libro lo habría escrito un autor completamente diferente.
Por último, mi más profundo agradecimiento a mi esposa, Lisa, cuyos decisivos comentarios acerca de Tolkien, expresados con la mayor objetividad, me han aportado una visión a la que yo solo no habría llegado.
MICHAEL WHITE, septiembre de 2001. (Fragmento).
INTRODUCCIÓN
Mi primer contacto con la obra de Tolkien fue relativamente tardío. Tenía ya diecisiete años cuando una compañera de estudios me pasó un ejemplar bastante manoseado de El Señor de los Anillos y me dijo que debía leerlo. Pero, aunque tardé en unirme a las filas de sus devotos seguidores, recuperé a toda velocidad el tiempo perdido al leer ocho veces seguidas el libro más célebre de Tolkien. Tan obsesionado vivía con este cuento de héroes, tragedias y aventuras intemporales, que al terminar de leer el último capítulo no podía refrenar mis deseos de empezar una vez más con el Capítulo Uno.
Al poco tiempo atesoraba todos los datos y detalles que pude encontrar sobre Tolkien. Leí El hobbit, por supuesto, y devoré su traducción de Beowulf, sus novelas Egidio, el granjero de Ham, Hoja de Niggle y otras obras menos conocidas. En 1977, un año después de mi primer contacto con El Señor de los Anillos, me enteré de que por fin se iba a publicar El Silmarillion. Y allí estaba yo, haciendo cola ante mi librería a las ocho de la mañana del día en que salía a la venta, listo para llevarme mi ejemplar, que había dejado encargado previamente. Una hora después me dirigí hacia la parada de autobús para volver a casa, leyendo ya sobre elfos y hombres sin fijarme ni por dónde caminaba, chocando sin querer contra los apresurados transeúntes.
Más o menos por aquella época había empezado a interesarme por la música. Haría mis pinitos con la guitarra y estuve en varios grupos musicales, primero en el colegio y luego en mi primer año de universidad. En contraste total con la moda del momento (por aquel entonces se llevaba lo punk), los grupos que formé tenían nombres como Palantir y componíamos canciones sobre Galadriel en las que cantábamos algunos acordes en elfino. Me produce escalofríos recordarlo. Pero en el fondo tengo claro, desde la distancia que dan los años, que, por muy inmadura que fuese (y lo era, sin duda), mi devoción hacia Tolkien surgió a partir de algo que tenía una fuerza extraordinaria. Algo de la Tierra Media tuvo que resultarme irresistiblemente atractivo para provocarme semejante efecto.
Sólo después descubrí que había millones de personas a las que les había pasado lo mismo y que se habían convertido en acérrimos seguidores de Tolkien; algunas incluso formaron grupos de música dedicados a él y su mundo, con canciones sobre la Tierra Media. Tuve una novia que me introdujo en El Señor de los Anillos, y recuerdo que durante el primer año de universidad entrar en la sala de descanso con un ejemplar del libro debajo del brazo era un señuelo para atraer a las chicas. Incluso supe de una persona, como mínimo, que tras leer a Tolkien se puso a estudiar islandés y llegó a dominarlo. Pero supongo que era inevitable también que hubiera un número cada vez mayor de detractores de Tolkien, simplemente porque su obra arrastraba a multitudes. Se trataba de ir contra la moda, cosa comprensible. Cuando alguien se obsesiona con un tema se hace pesado y a veces hasta molesto para los que no lo están. Tolkien no atrae a todo el mundo, y algunos que sinceramente no sentían nada por El Señor de los Anillos reaccionaron con desdén y cinismo.
El año de mi descubrimiento de Tolkien uno de mis mejores amigos del colegio decidió negarse a caer en el embeleso de El Señor de los Anillos y despotricó contra el «culto insidioso de la Tierra Media», como decía él mismo. No quiso leer el libro, y en vez de eso se dedicó a estudiar con avidez una parodia (reconozco que muy divertida) de National Lampoon titulada El Tostón de los Anillos. Y cuando yo le preguntaba cómo podía decir que una caricatura era divertida si no se había molestado en leer el modelo parodiado, pasaba de mí olímpicamente.
Ni que decir tiene que, pasado el tiempo, mi entusiasmo fue apaciguándose. Poco a poco, el influjo de Tolkien fue desvaneciéndose en mí, las canciones que componía eran sobre el amor, el sexo y la muerte, y, lo que es más importante, empecé a leer muchos más libros. Pero nunca abandoné del todo mi interés por Tolkien. El Señor de los Anillos tenía su sitio en mi corazón, y siempre recordaba con cariño aquella historia. Con poco más de veinte años me trasladé a Oxford, y con el tiempo me hice escritor. Me enteré de más detalles sobre los años de Tolkien allí, y de que él, C. S. Lewis y otros miembros del grupo de Los Inklings solían reunirse en una tasca llamada The Eagle and Child, y me iba allí a tomar una cerveza de vez en cuando con la esperanza de capturar entre sus muros una pizca de inspiración. Por todo ello, cuando me planteé escribir esta biografía, me sentí atraído inmediatamente por la idea.
Sin embargo, incluso antes de que la tinta de mi firma se hubiera secado en el contrato del editor, me di cuenta de que regresar a aquella obsesión de juventud era una labor sembrada de posibles riesgos, puesto que tendría que leer El Señor de los Anillos veinticinco años después de haberlo hecho por octava y última vez. Una parte de mí se moría de ganas de hacerlo, pero al mismo tiempo me sentía angustiado. ¿Y si no me gusta el libro ahora, un cuarto de siglo después?
Cuando en 1977 terminé de leer por octava vez el último capítulo, estaba a punto de entrar en la universidad, era fan de Yes y llevaba el pelo por los hombros. Ahora soy un tipo de mediana edad, casado y con tres hijos, he leído cientos de libros desde aquella época lejana, y sólo oigo a los Yes muy de vez en cuando. ¿Seguiría identificándome con Aragorn? ¿Sentiría aún aquel anhelo por saber más de Gandalf y de los otros istaris? ¿Me preocuparía saber qué les pasó a Frodo y Sam? En muchas ocasiones he releído algunos libros que fueron mis favoritos, y sólo he podido constatar que ya no siento por ellos ni la más mínima atracción. Me pasaría lo mismo con El Señor de los Anillos? ¿Me gustaría más El Tostón, convirtiéndome así en aquel cínico amigo mío del colegio?
En fin, me compré otro ejemplar de El Señor de los Anillos y me lo llevé a casa. Y allí se quedó, encima de la mesa del comedor, durante días y días sin que nadie lo abriera. De ahí pasó al dormitorio, y del dormitorio al cuarto de baño, sin que el lomo se doblara ni una sola vez. Empecé mis investigaciones para escribir el presente libro y a redescubrir informaciones sobre la vida y la época de Tolkien. Y por fin, al cabo de semanas de darle vueltas, decidí abrir la tapa de su obra más excelsa.
Naturalmente, me fascinó una vez más. Conservaba aún casi toda su magia. En realidad, hallé aspectos nuevos en la fábula, impresiones nuevas que me llegaban ahora, detalles que había pasado por alto o que habían tenido poco interés para el joven que fui. No sólo me alegré mucho, sino que además me sentí aliviado ya que, ¿cómo habría podido escribir sobre Tolkien si ya no me gustaba su obra?
Lo cierto es que, después de sumirme de nuevo en el mundo de la Tierra Media y salir con ánimo renovado, me doy cuenta de que mi angustia no tenía fundamento, porque creo que hay personas que aman el mundo de Tolkien y que toda la vida serán seguidores suyos, y también de que hay personas a las que nunca les gustará.
Hoy mi amigo enemigo de Tolkien es un tipo de mediana edad como yo que sigue riéndose de mi fascinación por El Señor de los Anillos. No ha leído nunca el libro (considerado por Waterstone como «el libro del siglo XX»), ni tiene intención de hacerlo. Pero, como se suele decir, «el que lee a Tolkien se hace hobbiadicto».
Durante la fase preliminar de investigación para la elaboración del presente libro mi buscador preferido me reenviaba a unas 450.000 páginas de internet relacionadas con Tolkien o con El Señor de los Anillos; muchas de ellas tienen un alto grado de profesionalidad y son muy entretenidas, pero, al leer gran parte del material «oficial» sobre Tolkien, me sorprendió ver lo ridículamente subjetivo que llegaba a ser, en algunos casos rayano en la pura devoción.
Aunque me considero un seguidor empedernido, me sorprende la actitud superprotectora del material «oficial» o «autorizado» acerca del profesor Tolkien. Las cartas publicadas no cuentan casi nada de su vida privada. Y cualquier dato personal, como su relación con su esposa Edith y su amistad con C. S. Lewis, y algunos de sus compañeros del grupo Inklings están protegidos por un halo de misterio. Ninguna de las descripciones autorizadas cuestiona la motivación profunda de Tolkien ni trata de entender sus demonios particulares. Peor aún, prácticamente no se han estudiado los sentimientos de Tolkien, sus motivaciones o sus opiniones. Como mostrará este libro, Tolkien fue un buen hombre, un hombre recto y moral, leal y muy inteligente, pero no fue un santo.
En otras ocasiones he visto esta clase de deificación. Por ejemplo, cuando investigaba para elaborar la biografía de sir Isaac Newton, descubrí que sus discípulos, por su cuenta y riesgo, mantuvieron oculto durante siglos mucho material que, al salir a la luz, ofrecía la imagen completa del hombre que escribió todos aquellos textos científicos. Otro de los personajes que he estudiado, Stephen Hawking, sigue apareciendo según la imagen que dan de él sus colegas, como un hombre que sobrepasa todo lo imaginable. En ambos casos, descubrí un universo lleno de vida y matices bajo la superficie.
Al escribir este libro no me propuse salir en busca de monstruos. Los únicos que encontré fueron los monstruos de ficción que ya me esperaba. Pero la gente creativa rara vez es anodina, por mucho que sus defensores se esfuercen en dar esa imagen. Me gustaría pensar que los verdaderos seguidores no se conforman con un retrato monocolor de sus héroes. Como aficionado a la obra de Tolkien, espero que estas páginas proporcionen al menos un leve sombreado de matices que ofrezca una imagen más colorida del padre de la Tierra Media, del autor más popular de la Historia.
1
INFANCIA
El profesor John Ronald Reuel Tolkien pedalea en su bici a toda velocidad. Siente el sudor empapándole el cuello de la camisa. Es una tarde de principios del verano, hace poco ha terminado el año escolar y apenas hay tráfico en The High. A mediodía ya había hecho muchas cosas: tuvo una reunión con una estudiante de postgrado para analizar sus problemas con un texto anglosajón; fue a una papelería de Turl Street a comprar tinta y papel; devolvió un libro en la biblioteca de la facultad y encontró una copia del poema que estaba escribiendo para The Oxford Magazine que había traspapelado la semana anterior en su despacho. Normalmente hace lo posible por ir a comer a casa con los suyos, pero hoy había reunión del claustro y ha tenido que quedarse a almorzar en la facultad. Ahora regresa a casa, para enzarzarse en la farragosa tarea de corregir el montón de exámenes del Certificado que lleva una semana haciendo equilibrios en su escritorio.
Dan las tres en la Torre Garfax, en el centro de Oxford, justo cuando pasa por delante. Apura el pedaleo aún más. Calcula que, como mucho, podrá dedicar dos horas a la corrección antes de volver a la ciudad para asistir a la siguiente reunión del día, en la sala de descanso de los veteranos en Merton College, con una última taza de té. Piensa que, como mucho, conseguirá corregir tres exámenes.[1]
Sigue por Banbury Road, gira a la derecha, luego a la izquierda, y llega al número 20 de Northmoor Road adonde meses atrás, en ese mismo año de 1930, se trasladaron los Tolkien. Al llegar, pasa la pierna por encima del sillín, posa los pies en el suelo sin frenar la bici, cruza con ella la verja lateral y llega hasta la puerta. Se asoma a la cocina para saludar a su esposa Edith, se da cuenta de que Priscilla, su hijita de cinco meses, está despierta y sonriente en brazos de su madre; entra, pellizca cariñosamente en la mejilla a su mujer y le hace unas carantoñas a la niña. Sale, en dos zancadas recorre el pasillo y ya se encuentra en su estudio, en la parte sur de la vivienda.
El estudio de Tolkien es una habitación acogedora con las paredes cubiertas de libros. Las estanterías forman una especie de túnel al entrar y luego se abren a ambos lados, recorriendo las paredes. Desde su escritorio, el profesor puede disfrutar de la vista meridional, el jardín del vecino, justo delante de la mesa; otro ventanal, a su derecha, da al jardincillo de inmaculado césped y a la calle. Encima de la mesa hay un cuaderno y un montón de bolígrafos en un cubilete; a ambos lados, montones de papel: a la izquierda, los exámenes que le quedan por leer (una torre alta), y a la derecha, los que ya ha corregido (un fajo mucho más pequeño).
Tolkien se acomoda ante la mesa, saca la pipa del bolsillo de la chaqueta, la carga y la enciende con esmero exagerado. Dándole las primeras caladas, alcanza el primer escamen del montón de la izquierda, se lo coloca delante y empieza a leerlo.
Corregir los exámenes del Certificado, es decir, el producto de los alumnos de dieciséis años, es una labor tediosa y casi siempre aburrida, pero le ayuda a pagar las facturas y, con una esposa y cuatro hijos a los que mantener, es una manera de completar su salario de profesor. Aunque es una tarea insípida por lo general, Tolkien se la toma muy en serio y lee cada examen con mucho cuidado, prestando atención a todos los detalles. Por eso dedicará la siguiente media hora a uno solo. De tanto en tanto garabatea al margen algún comentario, y muy de vez en cuando marca con una señal el final de un párrafo. Pasa las páginas lentamente. Alrededor de él todo es paz y silencio, sólo interrumpido por la visita de algún pájaro que se posa en el alféizar o por el roce de las hojas en el cristal de la ventana movidas por la brisa.
Al cabo de un rato, Tolkien siente que ha analizado el examen satisfactoriamente y lo coloca en el montón de la derecha. Y coge el siguiente de la izquierda. Durante los siguientes minutos lee las primeras páginas de este segundo examen, hasta que, para su sorpresa, llega a una en blanco. Agradecido ante esta pequeña compensación a sus largos días de trabajo (una página menos que corregir), se recuesta en la silla y echa un vistazo a la habitación. Sin saber por qué, algo le llama la atención en la alfombra, justo al lado de una de las patas de la mesa. Ve que hay un diminuto agujero en la tela, y se queda absorto mirándolo un buen rato. Cuando vuelve a concentrarse en el examen, en la hoja en blanco escribe lo siguiente: «En un agujero en el suelo vivía un hobbit.».
Aunque no tenía ni idea de por qué escribió aquello, y menos aún de lo que iba a suponerle ese desvarío del subconsciente a él, a su familia y al futuro de la literatura inglesa, sí supo que con aquella única frase había escrito algo interesante, tanto que se sintió motivado a «averiguar cómo son los hobbits», como él mismo dijo tiempo después.
Y en ese instante, a partir de una sola frase tal vez fruto del aburrimiento, una frase que quizá llevaba tiempo tratando de hallar expresión, surgió el impulso que condujo a la escritura de El hobbit y El Señor de los Anillos. Junto con El Silmarillion y toda una variopinta colección inmensa de notas sobre la mitología de la Tierra Media, la obra de Tolkien iba a hacerse famosísima en todo el mundo, deleitaría y ofrecería inspiración a millones de personas y desempeñaría un papel fundamental en el nacimiento de un género literario completamente nuevo, el de la ficción fantástica. Pocos años después de aquella tarde señalada, muchos miles de lectores aprenderían infinidad de cosas sobre los hobbits, v en la década de los sesenta los hobbits y el mundo que habitaban serían tan conocidos como cualquier famoso de Hollywood o cualquier figura de la realeza. Para muchos, la Tierra Media es algo más que un reino de fantasía. A partir de lo que podría haber sido sólo una frase suelta anotada en un trozo de papel en el estudio de un anónimo profesor, los escritos de Tolkien iban a cobrar vida propia, a colmarse de fábulas épicas, completas en sí mismas, coherentes e irresistiblemente absorbentes. Una mitología para la mente moderna.
En muchos aspectos, la historia de la familia de J. R. R. Tolkien es de lo más corriente, casi vulgar. Su padre, Arthur Tolkien, fue empleado de banca. Trabajaba en el banco Lloyds, en Birmingham. El padre de Arthur, John, había sido fabricante de pianos y vendedor de partituras, pero cuando Arthur Tolkien se hizo mayor de edad los pianos Tolkien habían dejado de venderse. El negocio cerró y John Tolkien se declaró en bancarrota.
Arthur conocía muy bien los riesgos del trabajo por cuenta propia, lo cual explica en parte su decisión de escoger un empleo seguro en el banco de la ciudad. Pero en aquella sucursal del Lloyds era bastante difícil ascender, así que, a pesar de todo su entusiasmo, Arthur comprendió que su única posibilidad de promoción pasaba por aceptar algún puesto que hubiera quedado vacante por defunción del empleado anterior; cuando, a finales de 1888, le ofrecieron una plaza allende los mares, no tuvo que darle muchas vueltas a la decisión.
El trabajo era en el puesto fronterizo de Bloemfontein, en Sudáfrica. Era un puesto del Banco de África. Arthur sabía que ese empleo podía ser muy prometedor para un joven ambicioso. El Estado Libre de Orange, del que Bloemfontein era la capital, emergía como una importante región minera gracias a los nuevos descubrimientos de oro y diamantes que animaban a los capitalistas europeos y americanos a invertir allí. El único problema de Arthur era que el año anterior de su partida hacia El Cabo se había enamorado de una muchacha de dieciocho años bastante guapa llamada Mabel Suffield. Le había pedido la mano, por lo que si daba ese paso profesional, tendría que dejarla.
La familia de Mabel, los Suffield, no estaban del todo seguros de que el joven Arthur fuese lo mejor para su niña, pero era una opinión que nacía más de una mentalidad esnob que de una observación objetiva del carácter de Arthur Tolkien. En efecto, los Suffield veían a los Tolkien poco más o menos como inmigrantes arruinados (pese a que podían remontarse varios siglos en el árbol genealógico de sus ancestros ingleses para dar con algún rastro de unas remotas raíces de la familia en Sajonia). Pero los Suffield también tenían sus taras sociales. El padre de Mabel era hijo de un pañero que, si bien había sido propietario de su propio negocio, también había fracasado y estaba tan arruinado como Tolkien. Cuando Arthur y Mabel se conocieron, John Suffield trabajaba como viajante para una empresa de desinfectantes llamada Jeyes.
Poco importaban estos detalles a Arthur y Mabel, salvo porque el señor Suffield se negó a que su hija se casara con su enamorado hasta que hubieran pasado dos años desde que el joven Tolkien le propuso el matrimonio, con lo cual, cuando Arthur aceptó el puesto en Sudáfrica, Mabel tuvo que quedarse en casa esperando las cartas de su prometido y que su situación mejorara pronto para que pudiera llevarla con él y casarse por fin.
Arthur no la decepcionó. En 1890 fue nombrado gerente de la sucursal del Banco de África en Bloemfontein, y empezó a ser un hombre con posibles. Con ese nuevo sentimiento de seguridad económica escribió a Mabel Suffield para pedirle que acudiera a África y poder así casarse. Mabel había cumplido veintiún años, y la pareja había mantenido su relación a pesar de la separación de dos años que el padre Suffield les había impuesto, por lo que Mabel decidió en marzo de 1891, desoyendo las críticas de su familia, comprarse un pasaje en el vapor Roslin Gasfe. En poco tiempo, partía rumbo a El Cabo.
Hoy día, Bloemfontein, sita en el corazón del Estado Libre de Orange, es una ciudad más bien insulsa y anodina, pero a finales del siglo XIX, cuando Arthur Tolkien llegó allí por primera vez, era un puñado desorganizado de edificios. La zona sufre el azote del fuerte viento que viene del desierto. Hoy la mayoría de viviendas y centros comerciales disponen de aire acondicionado, pero en la última década del siglo XIX había pocas comodidades y los blancos vivían en condiciones bastante similares a las de los africanos de raza negra que habitan en la actualidad en los arrabales que ciñen el moderno centro urbano de Bloemfontein.
La pareja se casó el 16 de abril de 1891 en la catedral de El Cabo, y disfrutó de una breve luna de miel en un hotel de la vecina Sea Point. Pero en cuanto pasó el entusiasmo de la novedad, Mabel se dio cuenta de que no sería fácil vivir en aquella tierra.
No tardó en sentirse desesperadamente sola, y además no le resultaba fácil hacer amistad con los otros colonos del lugar. La mayor parte de la población era afrikáner, descendientes de colonos holandeses que no se mezclaban mucho con la población inglesa. Los Tolkien conocieron a algunos compatriotas ingleses, los invitaron a casa alguna que otra vez, pero en general Mabel sentía que la ciudad carecía de casi todo en muchos aspectos. Tenía su cancha de tenis, sus tres o cuatro tiendas y un parquecillo, pero nada que ver con el ajetreo de Birmingham ni con el bullicio constante de los grandes núcleos urbanos. Además, no soportaba el clima, aquel calor sofocante, los tórridos veranos y los inviernos gélidos.
Pero no le quedaba otro remedio que esforzarse por adaptarse a aquello. Arthur se dejaba la piel para prosperar en el Banco de África y pasaba muy poco tiempo en casa. Parecía disfrutar con su vida, lo que aún exacerbaba más las cosas. Tenía amigos en el trabajo y siempre andaba muy atareado, así que no le quedaba mucho tiempo para analizar los escasos atractivos que ofrecía la vida en Bloemfontein. Parece ser que no se enteró mucho de la desazón de Mabel, y que tal vez la achacó a una depresión pasajera de la que pronto se repondría.
Mabel trató de mejorar la situación y se entregó por completo a cuidar de su esposo. A veces conseguía llevárselo del banco para ir juntos a dar un buen paseo o a jugar al tenis en el único club social de la ciudad. El resto del tiempo la joven pareja se limitaba a pasar las horas en casa leyendo en voz alta el uno para el otro.
A Mabel la sacudió la sensación de hastío en cuanto descubrió que estaba embarazada de su primer hijo. Los dos estaban encantados, pero ella empezó a preocuparse porque la ciudad no contaba con un centro sanitario adecuado para su situación y la de su bebé. Por eso, sugirió que quizá podrían tomarse un descanso y regresar a Inglaterra para esperar la llegada del niño. Sin embargo, Arthur insistía en que no podía encontrar el momento idóneo para tomarse unas vacaciones, por lo que Mabel pensó que era preferible quedarse en Bloemfontein y no enfrentarse a un viaje tan largo y al parto ella sola, sin el apoyo de su esposo.
El niño nació el 3 de enero de 1892. Le llamaron John, pero tuvieron sus más y sus menos sobre el resto del nombre. Arthur insistía en mantener la tradición familiar de llamar a los chicos «Reuel», tradición que se había aplicado a todos los Tolkien desde hacía generaciones. Por su parte, Mabel prefería Ronald. Al final acordaron darle ambos nombres, y el 31 de enero de 1892 fue bautizado en la catedral de Bloemfontein como John Ronald Reuel Tolkien. De todos modos, nadie le llamó nunca John a secas. Sus padres, y después su esposa, le llamaron siempre Ronald. En el colegio sus amigos solían llamarle John Ronald, y en la universidad era más conocido como Tollers, un epíteto bastante izquierdoso típico de la época. Para los compañeros de trabajo fue siempre J. R. R. T. o, de manera más formal, profesor Tolkien. Para el mundo entero es J. R. R. Tolkien o simplemente Tolkien.
Sus primeros años de vida, su primera infancia en Sudáfrica, fueron todo lo exóticos que cabría imaginar y muy diferentes de lo que habrían sido si hubiera nacido V vivido en Birmingham. Se conocen algunas historias familiares que han sobrevivido al paso del tiempo, que Tolkien narró a sus propios hijos. Por ejemplo, aquella vez en que el mono del vecino se escapó, saltó la valla de los Tolkien y se dedicó a destrozar tres pichis del niño que estaban tendidos al sol. O la vez en que uno de los sirvientes, un mozo llamado Isaak, decidió llevarse al pequeño Ronald a conocer a su familia, que vivía en las afueras de la ciudad. Sorprendentemente, los padres Tolkien no le pusieron de patitas en la calle.
Y es que, ciertamente, era un ambiente bastante peligroso para criar a un niño. El clima pasaba de un extremo a otro, y su primer verano africano fue toda una prueba de fuego para Mabel: moscas por todas partes, calor asfixiante a todas horas, además de las mortíferas serpientes que se acercaban por el jardín y de los peligrosos insectos. Cuando John tenía poco más de un año, le picó una tarántula y salvó la vida gracias a que la niñera tuvo el impulso y la habilidad de dar con la picadura y succionar el veneno.[2]
Poco después del nacimiento del niño, la vida mejoró bastante para Mabel. Arthur seguía muy ocupado con su trabajo en el banco, pero en la primavera de 1892 la hermana de Mabel y su cuñado, May y Walter Incleton, llegaron a Bloemfontein. Walter tenía intereses comerciales en Sudáfrica y pensó en pasar una temporada allí para visitar las minas de oro de la región. Mabel tuvo así la compañía que deseaba, y ayuda con el bebé. Aun así, deseaba volver a casa, y cada vez le daba más rabia que Arthur se pasara la mayor parte del día sin ver a su familia. Cuando descubrió que estaba embarazada otra vez, la situación empeoró aún más.
El 17 de lebrero de 1894 nacía Hilary Tolkien. Dar a luz fue un alivio para Mabel, pues el verano había sido especialmente caluroso y ella estaba en plena gestación.
Poco después del parto volvió a tocar fondo: su hermana y su cuñado habían regresado a Europa, y tuvo que hacer frente sola a la crianza de dos niños pequeños, con muy poca ayuda de su esposo. Por suerte para ella, Hilan gozaba de muy buena salud. Sin embargo, Ronald padecía una y otra vez dolencias infantiles: toses que se agravaban por el calor y el polvo del estío, y el viento helado del invierno, seguidas por una serie de problemas cutáneos y de infecciones en los ojos. En noviembre de 1894, Mabel, ansiosa por ir a otro lugar y cambiar de aires, se llevó a los niños a Ciudad de El Cabo a disfrutar de unas merecidas vacaciones. Arthur, que también necesitaba tomarse un respiro (aunque no lo admitiera), insistía en que no tenía tiempo ni siquiera para unas vacaciones cortas. Y se quedó en Bloemfontein a pasar otro verano insufrible.
Al regresar a casa, Mabel estaba empeñada en que la familia debía descansar durante una larga temporada del polvo y el viento africanos, e intentó convencer a Arthur de que encontrara un hueco para ir a Inglaterra, pues llevaba casi seis años sin ver a su familia y se merecía al menos un año sabático. Pero Arthur no estaba por la labor. Alejarse de su trabajo durante tanto tiempo comprometería su puesto en el banco. Al final decidieron que Mabel y los niños fueran a Inglaterra sin él, hasta el final del verano austral. Si todo iba bien, él acudiría después.
En abril de 1895, Mabel, Ronald y Hilary zarparon de El Cabo a bordo del vapor Guelph. Tres semanas después arribaban a Southampton, donde les esperaba Emily Jane, la hermana menor de Mabel, que para los niños sería tía Jane. Tomaron el tren para Birmingham y se instalaron en una habitación de la pequeña vivienda de los Suffield, en el barrio de King’s Heath.
Casi no tenían sitio. Mabel y sus niños dormían en la misma cama, y vivían con otros cinco adultos bajo el mismo techo: los padres de Mabel, su hermana. Jane, el hermano menor (William) y un inquilino. Edwin Neave, empleado de una aseguradora que, cuando no andaba ligando con Jane, se dedicaba a distraer a Ronald tocando el banjo y cantándole números de musicales. Pero estaban muy a gusto, en comparación con la vida que habían llevado en Orange. El clima era más suave, el viento no silbaba entre los tablones de la casa como si fuera a derribarla de un momento a otro, y no había tarántulas en el jardín ni serpientes venenosas entre la hierba. Mabel echaba de menos a su marido, pero había sido él quien había decidido no acompañarles, y para ella el bienestar de los niños era lo primero.
Como es natural, Arthur también echaba de menos a su familia. Escribía con frecuencia, y les decía lo triste que se sentía por estar lejos de ellos. Pero seguía insistiendo en que no podía dejar el trabajo en ese momento, ni siquiera durante unos meses. Parece que estaba bastante obsesionado con que alguien pudiera quitarle el puesto, lo que habría supuesto un daño irreparable para su carrera profesional.
Entretanto, toda Sudáfrica estaba sumida en el caos político. Los bóers, encabezados por Paul Kruger, amenazaban con sublevarse contra Inglaterra y habían organizado una fuerza guerrillera impresionante desde su base, en el Transvaal. En 1895, mientras Arthur Tolkien administraba las finanzas de los europeos ricos residentes en Bloemfontein, los soldados de Kruger formaron una alianza entre el Transvaal y el Estado Libre de Orange que iba a forzar a los ingleses a la guerra en Sudáfrica en cuestión de años. No eran buenos tiempos para los súbditos británicos que vivían en núcleos comerciales como Bloemfontein. En cierto sentido, Arthur se sentía aliviado de que su familia estuviera lejos de allí, a salvo en Gran Bretaña.
En noviembre de 1895 sufrieron otro repentino revés: Arthur le comunicó a Mabel que había contraído fiebres reumáticas, una enfermedad muy grave. Mabel le suplicó que se tomara un descanso y fuese a Inglaterra con ellos, pero Arthur se negó en redondo. Esa vez argumentó que no podría soportar el frío del invierno inglés.
Cuando llegó el verano a Bloemfontein, Arthur Tolkien empeoró rápidamente. Al enterarse, Mabel decidió regresar a Sudáfrica con los niños. A finales de enero de 1896 hizo los preparativos para el viaje: eligió la fecha y reservó los billetes. El 14 de febrero de 1896, Ronald, con cuatro años recién cumplidos, dictó una carta para su padre en la que le explicaba que le echaba mucho de menos y que deseaba verlo después de tanto tiempo.
Sin embargo, nunca llegó a enviarla, ya que al día siguiente llegó a casa de los Suffield la noticia de que Arthur había muerto tras sufrir una hemorragia. Con el corazón roto, Mabel hizo las maletas inmediatamente, dejó a los niños con sus padres y cogió el primer vapor para El Cabo. Cuando al fin llegó a Bloemfontein, el hombre con el que había estado casada menos de cinco años yacía ya bajo tierra en el cementerio de la ciudad.
Así, a los cuatro años de edad, la vida de Tolkien entraba en una fase nueva. La vida en el ambiente asilvestrado de Bloemfontein dio paso a la creciente industrialización de Birmingham, la segunda ciudad de Inglaterra y uno de los motores del Imperio británico. Se acabó la vista del horizonte a lo lejos, del sol enorme y rojo poniéndose tras las lejanas colinas; se acabaron los juegos a la sombra en medio del calor sofocante y polvoriento de las tardes de enero. En lugar de todo eso, casas adosadas, chimeneas de ladrillo, patios de hormigón y humo de fábricas pasaron a dominar la escena para el joven Ronald.
A pesar de que Arthur se había entregado a su trabajo en cuerpo y alma, había sacrificado su propia salud y había muerto convencido de que no le había sido posible sacar más tiempo para estar con los suyos, dejaba a su esposa y a dos hijos pequeños con muy poca cosa con que rehacer la vida sin él. Había invertido sus ahorros en las minas Bonanza, pero Mabel sólo recibió unos dividendos que ascendían a treinta chelines a la semana, lo que en j 896 apenas llegaba para vivir con lo justo. Su cuñado, Walter Incleton, decidió pasarles a los chicos una pequeña pensión, pero ni los Suffield ni los padres de Arthur disponían de recursos suficientes para ayudar económicamente a la familia. Cuando Arthur murió, Mabel y los dos niños llevaban va más de nueve meses metidos en la diminuta casa de los Suflield, lo cual era una molestia para todos. Había que encontrarles un piso barato de alquiler lo antes posible.
En verano Mabel encontró una casita semiadosada, en el 5 de la calle Gracewell de Sarehole, por aquel entonces un pueblo pequeño a unos dos kilómetros al sur de Birmingham. Hoy día Sarehole es un barrio residencial de la ciudad, con muchos edificios y abarrotado de gente, pero cuando los Tolkien se establecieron allí todavía era un sitio tranquilo y silencioso, lejos del bullicio de la ciudad, rodeado de campos y bosques. La casita era una pequeña construcción de ladrillo sita en el extremo de una pequeña hilera de casas adosadas. A Ronald le encantó el lugar en cuanto lo vio.
De mayor, aún recordaba con cierto detalle aquellos años junto a su hermano y su madre en aquel lugar idílico rodeado de campiña. la casa era pequeña pero agradable, y los vecinos fueron siempre amables con ellos y les ayudaron en lo que pudieron. Hilary sólo contaba dos años y medio cuando se mudaron allí, pero en poco tiempo ya correteaba con su hermano mayor por los campos de alrededor de la casa, y juntos salían a investigar el terreno durante largas horas de aventuras. A veces se acercaban al pueblo más próximo, Hall Green, y poco a poco fueron haciéndose amigos de los niños que vivían allí.
Los dos hermanos estaban muy unidos. Ante la ausencia de padre, eran el uno para el otro la única figura masculina presente. Por ello, tampoco es extraño que ambos estuvieran muy unidos a la madre. El vuelo de la imaginación y la invención de juegos presidieron aquellos días anteriores al colegio. Se imaginaban que un granjero de por allí era en realidad un malvado brujo, y la mojigata campiña inglesa era para ellos una especie de parque temático de la imaginación donde se libraba una batalla por el control de la tierra entre los brujos buenos y los malos. Y se pasaban los largos días del verano encabezando cruzadas y viajes a lugares remotos (los bosques de los alrededores) para proteger a los inocentes frente al ataque de los malvados. Otras veces iban a recoger moras a un lugar que ellos llamaban la Vaguada. Un detalle aún más interesante, porque aparecerá en la obra de Tolkien, era el molino que había al lado de Gracewell. Se encargaban de él un hombre mayor y su hijo, que les parecían especialmente antipáticos. El molinero mayor tenía una larga barba negra y solía ser bastante reposado, pero el hijo, al que los niños llamaban el Ogro Blanco (porque iba siempre embadurnado de harina) les daba, al parecer, bastante miedo y era muy antipático. Casi medio siglo después, aquellos personajes de la infancia cobrarían nueva vida como el zalamero Sandyman, el molinero, y su desagradable hijo Ted.
Todas aquellas fantasías sobre ogros y dragones adquirieron un contorno más definido en cuanto Ronald aprendió a leer. Su madre le animó a la lectura y le introdujo en el mundo de los cuentos infantiles de la época, historias sugerentes como las recién publicadas La isla del tesoro y Alicia en el País de las Maravillas, o cuentos tradicionales como El flautista de Hamelin. De todos ellos, para el Ronald de siete años de entonces, el libro más importante fue uno de Andrew Lang titulado El libro rojo de los cuentos de hadas. Lang era un erudito escocés que había pasado su vida buscando y adaptando cuentos, y escribiendo los suyos propios, y que se hizo famoso por sus antologías. Ronald estaba loco con aquel libro, y leía con regocijo cuento tras cuento, siempre que hablara de dragones, serpientes marinas, aventuras míticas y hazañas de nobles caballeros.
No tardó en convertirse en un ávido lector, y Mabel se dio cuenta enseguida de su entusiasmo y de su aparente don natural para el lenguaje. Ella misma se había ocupado de la educación preliminar de sus dos hijos v cuando Ronald cumplió los siete años, empezó a enseñarle francés y los rudimentos básicos del latín, que él entendía a gran velocidad. Mabel había aprendido sola a tocar el piano y lo hacía bastante bien. Más o menos en aquella misma época intentó que los niños se interesasen por el mundo de la música. Hilary era bastante bueno, pero no Ronald, que parecía no tener aptitudes para el piano.
Es curioso que, aunque Tolkien escribió muchos versos y algunas letrillas de canciones que ponía en boca de sus elfos y hobbits, apenas mostró interés por la música a lo largo de su vida. Casi nunca iba a conciertos. Su futura esposa, Edith, tocaba muy bien el piano, pero raramente se sentaba a escucharla. Y el jazz, el jive y la música pop siempre le parecieron ruidosos e irritantes. Es como si sus gustos artísticos no incluyeran la música en absoluto.[3]
Aquellos años de infancia fueron para Tolkien una época feliz. Le encantaba vivir en Sarehole y había descubierto el mundo de la literatura, que exacerbó aún más su imaginación. Fue un período de su vida que recordó siempre con un cariño especial, un breve interludio de su existencia que, a sus ojos de adulto, rememoraba como la época más feliz y más parecida a un sueño. Por el contrario, de su época en Sudáfrica apenas le quedarían recuerdos y la imagen de su padre, al que casi no había conocido, fue convirtiéndose en una simple sombra que acabaría por desvanecerse. Para Tolkien, su infancia fue esa época de Sarehole junto a su hermano y su querida madre, como si antes de aquello no hubiera ocurrido nada importante.
lunes, 30 de enero de 2017
Francisco Umbral. Lorca poeta maldito. (Fragmento).
Lorca, poeta maldito. El planteamiento de este libro es ya sugestivo, nuevo y controvertible, en principio. Se trata de una visión de García Lorca -vida y obra- absolutamente distinta de las usuales. Francisco Umbral, partiendo del hecho a estudiar de que la literatura española no ha dado nunca poetas malditos, rastrea y descubre en Federico García Lorca -el español más universal después de Cervantes- una secreta y profunda vinculación con los grandes malditos «oficiales» de las literaturas europeas, en lo que éstos tienen de más auténtica y angustiadamente existencial, lejos del concepto entre burgués y mondaine de maudit. Lorca, revolucionario a nivel político, rebelde a nivel metafísico, es, en lo más hondo, un desarraigado, un angustiado, en la teoría del autor. Su adhesión a las grandes razas malditas de Occidente -gitanos, negros, homosexuales-, su «panteísmo antihedonista», su desgarrón o desdoblamiento psicológico, su «radical tragicismo» y, finalmente, su muerte prematura y brutal, vienen a dibujar la figura de Lorca como la de un grande y nuevo «maldito», en el más profundo y menos peyorativo sentido del vocablo.
Fuente: EDITORIAL epulibre.
***
(Fragmento).
Francisco Umbral
Lorca, poeta maldito
ePub r1.0
Titivillus 08.03.16
Título original: Lorca, poeta maldito
Francisco Umbral, 1968
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
A María-España
Y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.
FEDERICO GARCÍA LORCA
(LORCA, poeta maldito. Ya sé que el enunciado es
escandaloso, sorprendente, inexacto, quizá. ¿Inexacto?
Para probar su exactitud, precisamente, voy a escribir
este libro. Lo que dicho enunciado tenga de alarmante, en
principio, nace de dos circunstancias a estudiar: la
primera de ellas es que la literatura española, la poesía
española, no tiene poetas malditos; la otra circunstancia
no es sino la circunstancia misma, personal, del propio
Federico García Lorca; es decir, su vida, que, según los
clisés que se han ido superponiendo, no corresponde
exactamente a lo que se viene entendiendo desde el
siglo XIX para acá por poeta maldito. Examinemos ambos
supuestos.
Quizá el primer escritor europeo a quien puede
rotulársele como maldito es François Villon. Villon es un
maldito anterior al concepto de “maldito”, concepto
decimonónico, romántico, como sabemos. Hasta el
siglo XIX, el artista había sido una criatura decorativa de
la sociedad, un dios menor en quien las aristocracias, de
vuelta de los dioses mayores, creían o fingían creer. Tras
la Revolución francesa, el artista y el poeta empiezan a
encontrarse incómodos en las nacientes sociedades
burguesas, que no necesitan de ellos para nada, aunque,
nostálgicas de lo que han derrotado y derrocado —como
el vencedor es siempre nostálgico de lo que vence o del
vencido—, aún continúan o creen continuar unas
vigencias artísticas y se obligan a un gusto por lo estético
que no es sino simple mimetismo, cada vez más
desganado y con desgana menos disimulada, del gran arte
de las antiguas élites. Y es ya en el XIX, en el siglo de las
revoluciones sociales e industriales, en el siglo de la
beatería científica, cuando el artista se encuentra
declaradamente al margen de la poderosa sociedad sin
rostro.
Esta jubilación del intelectual y el creador, jubilación
sin retiro y sin agradecimiento ni siquiera formulario de
los servicios prestados, dará lugar a dos actitudes
contrapuestas, de las que arranca todo el arte moderno.
Por un lado, el creador levítico, el que quiere subsistir,
reabsorberse en el orden nuevo, el converso a la nueva
religión de los pragmáticos, decidirá que bien se puede
volver por la puerta de servicio al confortable palacio de
donde se salió por la puerta grande. E, incluso, puede
que se sienta efectivamente ganado por la mística de la
máquina, la política y la sociedad. Converso de
conveniencia o de buena fe, este artista dará lugar a todo
lo que luego se ha llamado arte burgués. A saber, el
neoclasicismo, la pintura impresionista, las odas cívicas
de nuestro Quintana (ejemplo máximo de anti-poeta
maldito), la música de Strauss y toda la literatura y el
teatro de costumbres. El artista ya no es ni siquiera un
dios menor, pero es un sentimental que cose para fuera y
cuando puede —que casi nunca puede— barre para
dentro. La sociedad burguesa le paga para sentirse un
poco más selecta o, sencillamente, para distraerse a ratos
de su ajetreado tejer y destejer lo que luego habría de
llamarse estructuras capitalistas.
Frente a lo que llamo “arte converso” está el arte
rebelde, que tiene como situación-límite, como tipofrontera,
al poeta maldito. Se trata del artista que,
decidido a no servir más a señor que se le pueda morir,
decide hacer su arte contra la sociedad o al margen de la
sociedad. Esta distinción, “contra” y “al margen”, genera
a su vez dos tipos de creación, dos familias de
creadores: al margen de la sociedad trabajan Marcel
Proust, los poetas ingleses, Paul Valéry, Saint-John
Perse, casi todos los poetas españoles contemporáneos
de Federico García Lorca… El arte al margen, que
después se llamaría “de evasión”, degenera casi siempre
en esteticismo, exquisitez, minoritarismo críptico y un
estéril y “danunzziano” “morir por epatar”, que más bien
pudiera trocarse en “epatar para no morir”. Contra la
sociedad trabajan los anarquistas y los poetas malditos.
El anarquista es una fuerza centrífuga de pistón
puramente político que no nos interesa estudiar ahora. El
poeta maldito es una fuerza centrípeta que se diferencia
del anarquista en que no destruye o trata de destruir a la
sociedad, sino que se destruye a sí mismo. Frente al mal
como purificación, que es el anarquismo, está el mal por
el mal, que es la mística explícita o implícita de los
malditos y que más tarde razonaría André Gide —un
maldito sin nervio ni clima para serlo, un maldito tardío
— como “acto gratuito”.
El poeta maldito, así, viene a ser un desarraigado, un
desclasado, un ser que sufre complejo de autodestrucción
y que hace de ese complejo y esa autodestrucción su obra
de arte. Un tipo radicalmente nuevo, nacido del
Romanticismo, aun cuando tenga algún precedente
solitario, como el ya citado de Villon. El maldito es, con
respecto a sí mismo, un tarado en algún sentido, y, con
respecto de la sociedad, una fuerza disolvente, aunque,
como ya hemos dicho, esa fuerza sea centrípeta y afecte
al propio individuo más que a su contorno, lo que viene a
identificar al maldito con el suicida. Pero la
autodestrucción es un suicidio con cámara lenta, y esto
permite al maldito hacer su obra, casi siempre
apresurada, iluminada por relámpagos y potenciada un
poco artificialmente por esa dirección mortal que el
autor imprime en toda ella consciente o
inconscientemente, hasta terminarla de una manera
violenta o dejarla inacabada, pues el suicidio de la obra
de arte no está en cómo termine, sino precisamente en no
terminar.
Si en todas las sociedades de Occidente el
inadaptado —que decimos hoy— había sido
automáticamente reducido de condición, y la máxima
gloria del artista estaba en adaptarse a su tiempo o hacer
que su tiempo se adaptase a él —lo que a nuestros
efectos viene a ser lo mismo—, he aquí que a partir del
siglo XIX nace una raza de grandes inadaptados que hace
precisamente de su inadaptación una mística y una
estética. Ha nacido el arte maldito. Su nómina es tan
obvia como impresionante: Baudelaire, Verlaine,
Rimbaud, Artaud, Allan Poe, Dylan Thomas,
Maiakowski…, en la poesía. En la pintura, Van Gogh,
Toulouse-Lautrec, Modigliani, Gauguin… En la
música… La música, quizá, no tiene otro maldito que
Federico Chopin. Por lo que se refiere a España, ya
hemos dicho que es un país sin malditos, y ahora
trataremos de entender por qué. En todo caso, como
posibles malditos pictóricos están Goya y Solana. Como
posibles malditos literarios, Quevedo, Larra, Valle-
Inclán. Y Lorca.
¿Por qué es España un país sin poetas malditos, por
qué lo es nuestra literatura? La estructura de la sociedad
española, carente de resonancias, mediatizada por lo
religioso, por los tabús del honor y la honra, por los
atavismos más que por las creencias, no parece propicia
a la disparidad ideológica. No es suficientemente fuerte
como para soportar en sí los anticuerpos que son los
malditos. Y como no podría soportarlos, no los produce:
es casi una ley biológica. Por otra parte, las revoluciones
y reformas del mundo han llegado aquí asordadas, con lo
que, al perder virulencia, tampoco han engendrado una
respuesta tan fuerte como la que supone, por ejemplo, el
poeta maldito. El artista, en nuestra sociedad, nunca ha
sido tan endiosado como en otras; y,
compensatoriamente, a la hora del desahucio, también se
siente menos desahuciado. La plena ejecutoria de lo
pragmático, tan vigente en el mundo desde el siglo
pasado, aún no ha llegado entre nosotros a sus últimas
consecuencias, y, en la medida en que seguimos viviendo
de valores entendidos que ya nadie entiende en el mundo,
seguimos respetando —o ignorando— ese valor
entendido que en fin de cuentas era y es todo arte.
Bien sé que sigue sin respuesta definitiva, a pesar de
lo dicho, mi propia pregunta de por qué es la española
una literatura sin poetas malditos. Pero no es esto lo que
mi libro va a tratar de aclarar y, por otra parte, quizá ello
se aclare solo estudiando el caso de ese posible y genial
maldito que fue o pudo ser, para su ventaja o desventaja,
el gran Federico García Lorca. Federico García Lorca, a
quien su vitalismo andaluz ha hieratizado en un busto
sonriente de señorito andaluz listo, reúne en sí tres
condiciones clave del creador maldito: arraigo estético y
humano en los poderes demoníacos o, cuando menos,
daimónicos, como le gustaba decir a Goethe; heterodoxia
sexual y muerte trágica y prematura.
Sobre la historia entera del arte y la cultura de la
humanidad cae un doble rayo de luz y sombra. Del lado
de la luz están los creadores que han aspirado a un orden,
a un redondeamiento del universo, que han creído en la
armonía de las esferas o han necesitado inventarla:
Platón, Goethe, Bach. Del lado de la sombra están los
creadores que han entendido —o no entendido— el
mundo como caos, como desorden, como contingencia:
Heráclito el Oscuro, Beethoven, Sartre. Esta división
casi escolar entre el mal y el bien como fuerzas actuantes
y como concepciones del universo, esta elemental y
necesaria elucidación entre lo apolíneo y lo dionisíaco,
puede dar lugar a unas subteorías étnicas o geográficas
que, al margen de las históricas, tan debatidas, nos harían
entender, por ejemplo, cómo Andalucía —para traer las
cosas ahora y ya al ámbito concreto de este libro— es
tierra y alma esencialmente dionisíaca. Andalucía vive
de conjurar lo oscuro, lo telúrico, de provocar el
misterio, la magia. Andalucía, como toda región y raza
muy religiosa, vive del demonio, que familiarmente ha
llamado “duende”.
El duende andaluz, el duende de Federico García
Lorca, no es sino una forma convencionalmente simpática
de lo luciferino. Andalucía es Federico y Federico es
Andalucía. Andalucía y Federico, entre tanta luz del Sur,
viven de la sombra.
La heterodoxia sexual —lo que más tarde llamaré
pansexualismo de Lorca—, le sitúa radical y hondamente
—y secretamente— al margen de la sociedad en que
vive, de su sociedad, aun cuando él haya sido
biografiado como criatura eminentemente sociable. No
hay posible integración del individuo cuando el
individuo vive una tragedia sexual íntima.
Y, finalmente, la muerte trágica y prematura del poeta
viene a subrayar, siquiera sea anecdóticamente, pero de
modo brutal, su destino de maldito.
Así, pues, si aceptamos los condicionantes previos
que autorizan a entender la obra y la vida de García
Lorca como la de un posible poeta del mal o poeta
maldito, veamos esquemáticamente de qué modo su
trayectoria vital corresponde a esa figura. Basta para ello
con apuntar que Lorca es el cantor de las tres grandes
razas postergadas de nuestra civilización: los gitanos, los
negros y los homosexuales. Lorca, en Granada, está con
los gitanos frente a la Guardia Civil, frente al orden
establecido. Lorca, en Nueva York, está con los negros,
está con Harlem frente a Wall Street. Lorca, en su Oda a
Walt Whitman y en sus Sonetos del amor oscuro, libro
póstumo, mítico e inédito, canta a la pasión que no se
atreve a decir su nombre. Lorca es, radicalmente, un
hombre en contra. Nada, pues, de voluble señorito
andaluz que toca el piano y escucha la guitarra. Y, como
constante de su dolorido sentir, la pena, manadero de
toda su obra, incluso de la más ingenuista o traviesa. Lo
que el duende es a lo demoníaco —reducción, graciosa
minimización andaluza, diminutivo del mal—, es la pena
a la angustia. El duende como dinámica y la pena como
mística de un poeta de lo oscuro. ¿Demasiado
esteticismo en todo ello? El esteticismo es, precisamente,
la gran denuncia y el gran pecado del maldito. Un
encadenamiento a la belleza, que es el más terrible y
doloroso de los encadenamientos. La belleza como culto
es ya un culto maldito.
En este libro trato de ir dibujando los puntos vividos
donde se denuncia, a lo largo de toda la obra de Lorca,
su condición de maldito. Y hablo sólo de la obra, porque
obra tan reveladora ha de revelarnos al hombre y su
vida.)
***
Francisco Alejandro Pérez Martínez, más conocido como Francisco Umbral (Madrid, 11 de mayo de 1932 - Boadilla del Monte, Madrid, 28 de agosto de 2007) fue un poeta, periodista, novelista, biógrafo y ensayista español.
Hijo de Ana María Pérez Martínez, nació en Madrid pero pasó su infancia y adolescencia en Valladolid, provincia de origen materno. Concretamente, en la localidad de Laguna de Duero transcurrieron sus cinco primeros años. Francisco comenzó tarde su formación escolar, a los diez años, pero con once dejó sus estudios -mejor dicho, le echaron- para no volver a retomarlos de forma oficial. Tres años más tarde, empezó a trabajar como botones en un banco.
Estudiante autodidacta, la literatura para él se convirtió en una verdadera maestra. Ya desde muy niño leía todos los libros que caían en sus manos, desde novelas de aventuras hasta las obras de los autores de la Generación del 98. Y de ávido lector se convirtió en escritor, al principio con poesía. Su primeros pasos literarios se vieron publicados en la revista Cisne, del S.E.U.
Umbral comenzó en el mundillo informativo en 1958 de la mano de Miguel Delibes, por aquel entonces director de `El Norte de Castilla`, y en ese diario se formó como periodista. Luego se trasladó a León, donde trabajó para diversos medios, como la emisora `La Voz de León` y el periódico `Proa`.
A comienzos del año 61, dejó las tierras castellanas para instalarse definitivamente en Madrid, donde desarrolló su intensa actividad periodística y literaria.
Como escritor forjó su faceta en distintos géneros, como novela, ensayos, poesía, cuentos, biografías, e incluso teatro, pero en este último no tuvo éxito.
Casado con la fotógrafa María España Suárez Garrido en 1959, tuvo un hijo -Pincho- que falleció con tan solo seis años de leucemia. Este acontecimiento marcó enormemente su vida, como se demuestra en su obra `Mortal y Rosa` (1975), considerada además por los críticos como una de las obras literarias más importantes de la segunda mitad del siglo XX.
El escritor madrileño colaboró en distintas publicaciones, como `La estafeta literaria`, `Mundo Hispánico`, `Por favor`, `Siesta`, `Mercado Común`, `Bazaar`, `Interviu`, y periódicos como `El Norte de Castilla` (1958), `Ya`, `ABC`, `La Vanguardia`, `El País` (1976- 88), `Diario 16` (1988), y `El Mundo`.
Recibió numerosos premios por sus obras. En 1964 consiguió el Premio Nacional de Cuentos Gabriel Miró con `Tamouré` y fue finalista del premio Guipúzcoa por su novela corta `Balada de gamberros`. Un año más tarde, su cuento corto `Días sin escuela` consigue el Premio Provincia de León. La década de los 60 se completa con el finalista al premio de cuentos Tartessos por `Marilén otoño-invierno`.
En 1975 obtuvo el Premio Carlos Arniches de la Sociedad General de Autores, un año después el Premio Nadal por su obra `Las Ninfas`. Fue premio César Ruano de Periodismo en el año 1980 por su artículo `El trienio`, publicado durante su etapa en el País, y finalista del Premio Planeta en 1985 con `Pío XII, la escolta mora y un general sin un ojo`. En los 90 sus trofeos fueron varios: el Mariano de Cavia por su artículo periodístico `Martín Descalzo`, ya de su etapa en `El Mundo`, y el Premio Antonio Machado con su narración corta `Tatuaje`. En el 92, su novela `La leyenda del César visionario` obtuvo el Premio de la Crítica 1991.
De mediados de la década de los 90 son el Premio Juan Valera de literatura epistolar y el VII Premio Nacional de Periodismo de la Fundación Institucional Española, ambos de 1994. Un año más tarde, sus colegas informativos le distinguieron con el Francisco Cerecedo de la Asociación de Periodistas Europeos.
En 1996 recibe el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y un año después el Fernando Lara por `La forja de un ladrón`.
El 97 fue un año exitoso porque el Ministerio de Cultura le otorgó el Premio Nacional de las Letras por el conjunto de su obra, la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid, y el León Felipe a la Libertad de Expresión.
El 2000 también es año de premios, en esta ocasión obtuvo el Premio Cervantes, uno de los más prestigiosos de las letras hispanas. En el 2003 ganó el Premio Periodismo Mesoneros Romanos.
En el 86 fue candidato, junto a José Luis Sampedro, a la elección para ocupar el sillón `F` de la Real Academia de la Lengua Española. A pesar de estar bien respaldado por sus padrinos (Cela, a quien consideraba como un padre, Delibes y J.M. de Areilza) los miembros de tan destacada institución eligieron a Sampedro.
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