miércoles, 14 de diciembre de 2016

BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.


ÚLTIMA CLASE MAGISTRAL DE JORGE LUIS BORGES en la Universidad de Buenos Aires en el año 1966.
Prob. miércoles 14 de diciembre.  Clase Nº 25

Obras de Robert Louis Stevenson: New Arabian Nights,                                 "Markheim", The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde.                                       Jekyll y Hyde en el cine. The picture of Dorian Gray, por                                         Oscar Wilde. "Requiem", por Stevenson.


Hoy voy a ocuparme de Las Nuevas Mil y Una Noches.  En in-glés no se dice "Mil y Una Noches" sino Noches Árabes. Cuan-do Stevenson, muy joven, llegó a Londres, sin duda fue una ciu-dad fantástica para él. Stevenson concibió la idea de escribir unas Mil y Una Noches contemporáneas, basándose sobre todo en aquellas noches de Las Mil y Una Noches en que se habla de Ha-rún el Ortodoxo, que disfrazado recorre las calles de Bagdad. Él inventó un príncipe, Florizel de Bohemia, y a su edecán, el co-ronel Geraldine. Los hace disfrazarse y los hace recorrer Lon-dres. Y les hace correr aventuras fantásticas, aunque no mágicas, salvo en el sentido del ambiente, que es mágico.
De todas esas aventuras, creo que la más memorable es la del "Club del Suicidio".  Allí Stevenson imagina a un personaje, una especie de cínico, que piensa que puede aprovecharse de un mo-do industrial del suicidio. Es un hombre que sabe que hay mu-chas personas deseosas de quitarse la vida pero que no se atre-ven. Entonces él funda ese club. En ese club se juega semanal-mente o quincenalmente —no recuerdo— a un juego de naipes. El príncipe entra en ese club por espíritu de aventura, y él tiene que jurar no revelar los secretos, de modo que él mismo se en-carga después de hacer justicia por una falta que había cometido su edecán. Hay un personaje muy impresionante. Se llama el Se-ñor Malthus, paralítico. A ese hombre ya no le queda nada en la vida, pero ha descubierto que de todas las sensaciones, de todas las pasiones, la más fuerte es el miedo. Y entonces él juega con el miedo. Y él le dice al príncipe, que es un hombre valiente: "En-vidíeme señor, yo soy un cobarde". Juega con el miedo pertene-ciendo al Club de los Suicidas.
Todo esto ocurre en una quinta de los alrededores de Lon-dres. Los jugadores toman champagne, se ríen con una risa fal-sa, hay un ambiente muy parecido al de algunos cuentos de Ed-gar Allan Poe, sobre el cual escribió Stevenson. El juego se jue-ga de esta manera: hay una mesa tapizada de verde, el presiden-te da las cartas, y del presidente se dice —por increíble que pa-rezca— que es una persona a quien no le interesa el suicidio. Los miembros del club deben pagar una cuota bastante alta. El pre-sidente tiene que tener plena confianza en ellos. Se tiene mucho cuidado para que no intervenga ningún espía. Si los socios tienen fortuna, dejan como heredero al presidente del club, que vive de esta industria macabra. Y luego se van dando las cartas. Cada uno de los jugadores al recibir su carta —la baraja inglesa cons-ta de cincuenta y dos cartas— la mira. Y hay en la baraja dos ases negros, y aquel a quien le toca uno de los ases negros es el encar-gado de que se cumpla la sentencia, es el verdugo, tiene que ma-tar al que ha recibido el otro as. Tiene que matarlo de modo que el hecho parezca un accidente. Y en la primera sesión muere —o queda condenado a muerte— el Señor Malthus. Al Señor Mal-thus lo han llevado a la mesa. Está paralítico, no puede moverse. Pero de pronto se oye un sonido que casi no es humano, el pa-ralítico se pone de pie y luego recae en su sillón. Luego se reti-ran. Ya no se verán hasta la otra reunión. Al día siguiente se lee que el señor Malthus, un caballero muy estimado por sus rela-ciones, ha caído desde el muelle en Londres. Y luego sigue la aventura, que concluye con un duelo en el cual el príncipe Flo-rizel, que ha jurado no delatar a nadie, mata de una estocada al presidente del club.
Luego hay otra aventura, la del "Diamante del Rajah",  en que se ven todos los crímenes cometidos por la posesión del dia-mante. Y en el último capítulo de esa serie el príncipe conversa con un detective y le pregunta si el otro viene a arrestarlo. El de-tective le dice que no, y el príncipe le cuenta la historia. Le cuen-ta la historia a orillas del Támesis. Luego él dice: "Cuando yo pienso toda la sangre que se ha derramado, todos los crímenes causados por esta piedra, pienso que a ella misma debemos con-denar a muerte". Entonces la saca rápidamente del bolsillo y la arroja al Támesis, y se pierde. El detective dice: "Estoy arruina-do". El príncipe contesta: "Muchos hombres envidiarían su rui-na". El detective dice: "Creo que mi destino es ser sobornado". "Creo que sí", le dice el príncipe.
Este libro, Las Nuevas Mil y Una Noches, no es sólo impor-tante por el encanto que pueda darnos su lectura, sino porque cuando uno lo lee, uno entiende que de algún modo toda la obra novelística de Chesterton ha salido de allí. Allí tenemos el ger-men de El hombre que fue jueves.  Todos ellos, aunque más in-geniosos que los de Stevenson, tienen el ambiente de los cuentos de Stevenson. Luego Stevenson hace otras cosas. Ya cuando Ste-venson escribe su novela policial, The Wrecker, hay un ambien-te completamente distinto, todo sucede en California, luego en los mares del sur. Además, Stevenson creía que el defecto del gé-nero policial que él cultivó es que, por ingenioso que sea, tiene algo de mecanismo, le falta vida. Dice Stevenson que en su nove-la policial él les da más realidad a los personajes que a la trama, que es lo contrario de lo que suele ocurrir en la novela policial.
Vamos a ver ahora un tema que le preocupó siempre a Ste-venson. Hay una palabra psicológica muy común que es la pala-bra "esquizofrenia", la idea de la división de la personalidad. Esa palabra no había sido acuñada entonces, yo creo. Ahora es de uso común. A Stevenson le preocupó ese tema. En primer térmi-no, porque le interesaba mucho la ética, y luego porque en su ca-sa había una cómoda hecha por un ebanista de Edimburgo, un artesano respetable y respetado, pero que de noche, en ciertas noches, salía de su casa y era ladrón. Ese tema de la personalidad partida en dos le interesó a Stevenson, y con Henley escribió dos piezas de teatro tituladas La doble vida.
Pero Stevenson sintió que él no había cumplido con el tema. Entonces escribió un cuento que se llama "Markheim",  que es la historia de un hombre que llega a ser ladrón, y de ladrón lle-ga a ser asesino. La noche de la víspera de Navidad, él entra en casa de un prestamista. A este prestamista Stevenson lo presenta como una persona muy desagradable, y que desconfía del ladrón porque sospecha que las alhajas que le ha vendido Markheim son robadas. Llega esa noche. El otro le dice que tiene que cerrar temprano y que tendrá que pagar por el tiempo. Y Markheim le dice que él no viene a vender nada, que él viene a comprar algo, algo que está en el fondo de la tienda del prestamista. Al otro le parece raro, y hace alguna broma, porque Markheim le dice que todo lo que le ha vendido es una herencia de un tío de él. El otro le dice: "Supongo que su tío le habrá dejado dinero, ahora que usted quiere gastar" Markheim acepta la broma, y cuando están en el fondo de la tienda mata al prestamista de una puñalada. Cuando Markheim pasa de ladrón a asesino el mundo cambia para él. Él piensa, por ejemplo, que pueden haberse suspendido las leyes naturales, ya que él, cometiendo ese crimen, ha infrin-gido la ley moral. Y luego, por una invención curiosa de Steven-son, la tienda está llena de espejos y de relojes. Y esos relojes pa-recen estar corriendo una carrera, vienen a ser como un símbolo del tiempo que pasa. Markheim le saca las llaves al prestamista. Sabe que la caja de fierro está en el piso alto, pero tiene que apre-surarse porque la sirvienta ha salido, y al mismo tiempo él ve su imagen multiplicada y moviente en los espejos. Y esa imagen que él ve viene a ser como una imagen de toda la ciudad. Porque des-de el momento en que él ha matado al prestamista, él supone que la ciudad entera lo persigue o lo perseguirá.
Sube a la habitación posterior, siempre perseguido por el tic-tac de los relojes y por las cambiantes imágenes de los espejos. Oye unos pasos. Piensa que esos pasos pueden ser los de la sir-vienta que vuelve, que habrá visto a su amo muerto y que lo de-nunciará. Pero la persona que sube la escalera no es una mujer, y Markheim tiene la impresión de conocerlo. Y lo conoce, porque es él mismo, de modo que estamos ante el antiguo tema del do-ble. En la superstición escocesa, el doble se llama "fetch", que quiere decir "buscar". De modo que cuando alguien ve a su do-ble es porque se ve a sí mismo.
Ese personaje entra y se pone a conversar con Markheim, se sienta y le dice que él no piensa denunciarlo, que hace un año le hubiera parecido mentira ser ladrón, y que ahora no sólo es un ladrón sino un asesino. Que le hubiera parecido increíble hace unos meses. Pero ya que ha matado a una persona, qué le cuesta matar a otra. "La sirvienta va a llegar —le dice—, la sirvienta es una mujer débil. Otra puñalada y ya podrás salir de aquí, porque no pienso denunciarte." Ese "otro yo" es sobrenatural, y signi-fica el reverso malvado de Markheim. Markheim se pone a dis-cutir con él. Le dice: "es verdad que soy un ladrón, es verdad que soy un asesino, tales son mis actos, pero ¿acaso un hombre es sus actos? ¿No puede haber algo en mí que no corresponda a esas definiciones tan rígidas y tan insensatas de 'ladrón' y de 'asesi-no'? ¿Acaso no puedo yo arrepentirme? ¿Acaso no estoy ya arrepintiéndome de lo que he hecho?" El otro le dice que "esas consideraciones filosóficas están bien, pero piensa que la sirvien-ta va a llegar, que si te encuentra aquí va a denunciarte. Tu deber ahora es salvarte".
El diálogo es largo y se estudian todos los problemas éticos. Markheim le dice que él ha matado, pero que eso no quiere de-cir que él sea un asesino. Y entonces, el personaje que hasta en-tonces ha sido un personaje sombrío se convierte en un persona-je resplandeciente. Ya no es el ángel malvado sino el bueno. El doble desaparece, la sirvienta sube. Markheim está con el puñal en la mano y le dice que vaya a buscar a la policía, porque él aca-ba de matar a su amo. Y así Markheim se salva. Este cuento im-presiona mucho cuando uno lo lee porque está escrito con deli-berada lentitud y con deliberada delicadeza. El protagonista, co-mo ustedes ven, está en una situación extrema: van a llegar, van a descubrirlo, van a denunciarlo, posiblemente lo manden a la horca. Y sin embargo la discusión que tiene con ese otro que es él, es una discusión de delicada y honesta casuística.
El cuento fue aplaudido, pero Stevenson pensó que no había cumplido todavía con ese tema, el tema de la esquizofrenia. Y Stevenson, muchos años después, estaba durmiendo al lado de su mujer y gritó. Ella lo despertó, él estaba con fiebre, había es-cupido sangre ese día. Él le dijo: "¡Qué lastima que me desper-taste, porque estaba soñando una hermosa pesadilla!" Lo que él soñó —aquí podemos pensar en Caedmon y el ángel, en Cole-ridge—, lo que él había soñado es aquella escena en que el doc-tor Jekyll bebe el brebaje y se convierte en Hyde, que represen-ta el mal. La escena del médico que bebe algo preparado por él y luego se convierte en su reverso es lo que le dio el sueño a Ste-venson, y él tuvo que inventar todo lo demás.
Actualmente, El extraño caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde tiene una desventaja, y es que la historia es tan conocida que casi todos la conocemos antes de leerla. En cambio, cuando Stevenson publicó El extraño caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde, en el año 1880 —es decir mucho antes de El retrato de Dorian Gray,  que está inspirado en la novela de Stevenson—, cuando Stevenson publicó su libro, lo publicó como si fuera una novela policial: sólo al final sabemos que esos dos personajes son dos caras de un mismo personaje. Stevenson procede con suma habilidad. Ya en el título tenemos una dualidad sugerida, se pre-sentan dos personajes. Luego, aunque esos dos personajes nun-ca aparecen simultáneamente, ya que Hyde es la proyección de la maldad de Jekyll, el autor hace todo lo posible para que no pensemos que son el mismo. Empieza distinguiéndolos por la edad. Hyde, el malvado, es más joven que Jekyll. Uno es un hombre oscuro, el otro no: es rubio y más alto. De Hyde se di-ce que no era deforme. Si uno miraba su rostro no había ningu-na deformidad, porque estaba hecho puramente de mal.
Con este argumento se hicieron muchos films. Pero quienes han hecho films con este cuento han cometido un error, y han hecho que Jekyll y Hyde sean representados por un solo actor. Además, vemos la historia desde adentro. Vemos al médico, al médico que tiene la idea de una bebida que pueda separar lo mal-vado de lo bueno en el hombre. Luego asistimos a la idea de la transformación. Entonces todo queda reducido a algo muy su-balterno. En cambio, yo creo que habría que hacerlo con dos ac-tores. Entonces tendríamos la sorpresa de que esos dos actores ya conocidos por el público fueran el mismo personaje al final. También habría que cambiar los nombres de Jekyll y de Hyde, ya demasiado conocidos. Habría que darles nombres nuevos. En todas las versiones se muestra al doctor Jekyll como un hombre severo, puritano, de costumbres intachables, y a Hyde como a un borracho, a un calavera. Y para Stevenson el mal no consistía esencialmente en la licencia sexual o en el alcoholismo. Para él el mal consistía ante todo en la crueldad gratuita. Hay una escena al principio de la novela en la cual un personaje está viendo des-de una alta ventana el laberinto del hombre, y ve que por una ca-lle viene una niña y por la otra viene un hombre. Los dos cami-nan hacia una esquina. Cuando se encuentran en la esquina el hombre pisotea deliberadamente a la niña. Eso era el mal para Stevenson, la crueldad. Luego vemos a ese hombre que entra en el laboratorio del doctor Jekyll, soborna con un cheque a quie-nes lo persiguen. Podemos tener la idea de que Hyde es hijo de Jekyll, que él conoce algún secreto infame de la vida de Jekyll. Y sólo en el último capítulo sabemos que es él mismo, cuando lee-mos la confesión del doctor Jekyll.
Se ha dicho que la idea de que un hombre es dos es un lugar común. Pero como ha señalado Chesterton, la idea de Stevenson es la idea contraria, es la idea de que un hombre no es dos, la idea de que si un hombre incurre en una culpa, esa culpa lo mancha. Y así al principio el doctor Jekyll bebe el brebaje—que si hubie-ra habido en él una mayor parte de bien que de mal, lo hubiera convertido en un ángel— y queda convertido en un ser que es puramente malvado, cruel y despiadado, un hombre que ignora todos los remordimientos y los escrúpulos. Se entrega a ese pla-cer de ser puramente malvado, de no ser dos personas, como so-mos cada uno de nosotros. Al principio, le basta con tomar el brebaje, pero luego hay una mañana en la cual él se despierta en su cama y se siente más chico. Y luego mira su mano y esa ma-no es una mano hirsuta de Hyde. Luego toma el brebaje, vuelve a ser un hombre respetable. Pasa algún tiempo. Él está sentado en Hyde Park. De pronto siente que la ropa le queda grande, y ya se ha convertido en otro. Luego, para la preparación del bre-baje hay un ingrediente que no puede encontrar, equivale a la trampa que hace el diablo. Finalmente uno de los personajes se mata y con él muere el otro.
Esto ha sido imitado por Oscar Wilde en el último capítulo de El retrato de Dorian Gray. Ustedes recordarán que Dorian Gray es un hombre que no envejece, es un hombre que se sume en el vicio, pero va envejeciendo su retrato. En el último capítu-lo de Dorian Gray, Dorian, que es joven, que tiene aspecto de pureza, ve su propia imagen en ese espejo del retrato. Y enton-ces mata al retrato y él muere. Cuando lo encuentran, encuen-tran al retrato tal como lo pintó el pintor, y él mismo es un hom-bre viejo, enviciado, monstruoso, y sólo lo reconocen por la ro-pa y por los anillos.
Les propongo a ustedes que lean un libro de Stevenson que se llama El reflujo,  pero que en español se llama La resaca, muy bien traducido por Ricardo Baeza. Hay un libro inconcluso, es-crito en escocés, de difícil lectura. 
Pero al hablar de Stevenson me he olvidado de algo muy im-portante, y es la poesía de Stevenson, Hay muchos poemas de nostalgia. Hay un poema breve que se llama "Réquiem". Este poema, traducido literalmente, no impresiona mucho. El senti-do del poema está dado más por la entonación. Literalmente no impresiona mucho, como ocurre con todos los buenos poemas. Dice así:

Under the wide and starry sky,
Dig the grave and let me lie.
Glad did I live and gladly die,
And I laid me down with a will.

This be the verse you grave for me:
'Here he lies where he longed to be;
Home is the sailor, home from sea,
And the hunter home from the hill'.

Bajo el vasto y estrellado cielo,
Cavad la tumba y dejadme yacer ahí.
Viví con alegría y muero con alegría,
Y me he acostado a descansar con ganas.

Sea éste el verso que ustedes graben para mí:
"Aquí yace donde quería yacer;
Ha vuelto el marinero, ha vuelto del mar,
Y el cazador ha vuelto de la colina".

En inglés los versos vibran como una espada, predominan los sonidos agudos desde el primer verso, la triple aliteración al final del verso. No están en dialecto escocés pero se puede apre-ciar cierta música escocesa en ellos. Luego hay [en la obra de Ste-venson] versos de amor, versos dedicados a su mujer. Hay uno en que él compara a Dios con un artífice y dice que la ha hecho a ella como una espada para él. Luego versos de amistad, versos de paisajes, versos en los que él describe el Pacífico, y otros ver-sos en que describe Edimburgo. Esos versos son más patéticos porque él escribe sobre Edimburgo, sobre Escocia y las sierras de Escocia sabiendo que él no volverá nunca allí, que está con-denado a morir en el Pacífico.




 Epílogo 




"Creo que la frase 'lectura obligatoria' es un contrasentido; la lectura no debe ser obligatoria. ¿Debemos hablar de placer obli-gatorio? ¿Por qué? El placer no es obligatorio, el placer es algo buscado. ¡Felicidad obligatoria! La felicidad también la busca-mos. Yo he sido profesor de literatura inglesa durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y siempre les aconsejé a mis estudiantes: si un li-bro les aburre, déjenlo; no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo; aunque ese libro sea el Paraíso Perdido —para mí no es tedioso— o el Quijote —que para mí tampoco es tedioso—. Pero si hay un libro tedioso para ustedes, no lo lean; ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad, de modo que yo aconsejaría a esos posibles lectores de mi testamento —que no pienso escribir—, yo les aconsejaría que leyeran mucho, que no se dejaran asustar por la reputación de los autores, que sigan buscando una felicidad personal, un goce personal. Es el único modo de leer."
Jorge Luis Borges



Anexo Anglosajón
Traducciones del inglés antiguo
por Martín Hadis




La mayoría de los textos anglosajones a los que Borges hace re-ferencia durante este curso han sido traducidos por él mismo al castellano (esto se indica en cada caso a pie de página ante la pri-mera mención de cada poema).
Varios de los poemas que el profesor menciona no se en-cuentran, sin embargo, en ninguno de sus libros. Este anexo in-tenta complementar las clases con traducciones de aquellos tex-tos anglosajones que no han sido traducidos por Borges y que son de hecho muy difíciles —sino imposibles— de encontrar en castellano.
Estos textos son:

 Fragmento final de la Gesta de Beowulf
 La "Balada de Maldon"
 La "Oda de Brunanburh" (junto con la traducción de Tennyson, "The Battle of Brunanburh")
 La "Elegía del Hombre Errante"
 "La Visión de la Cruz"
 Tres conjuros anglosajones.

Siguiendo el ejemplo de Borges, estas traducciones inten-tan ser literales; el uso de la prosa tiene la ventaja de preservar, además del sentido, la sencillez y la fuerza del verso original.
M.H
  El funeral de Beowulf



La gesta de Beowulf comienza con el funeral de Scyld Scefing y termina con el del protagonista. Tras su combate con el dragón, y ya herido de muerte, Beowulf pide que sus hombres erijan "en un cabo del océano un montículo brillante después del fuego funerario. Será un recuerdo para mi gente, irguiéndose alto sobre Hrones-ness, de manera que los navegantes, aquellos que conducen sus naves desde lejos so-bre las aguas oscurecidas, lo llamarán el túmulo de Beowulf". Sus deseos son obe-decidos. Siguiendo antiguas tradiciones, los geatas creman sus restos mortales. Eri-gen luego sobre ellos una bóveda "alta y ancha" que puede verse desde lejos en el mar.

Los geatas prepararon entonces para Beowulf una espléndi-da pira sobre el suelo, cubierta de yelmos, escudos y brillantes cotas de malla, tal como él lo había pedido. Los dolientes héroes hicieron yacer luego en su medio al famoso príncipe, a su queri-do señor. Encendieron luego sobre la colina el más grande fue-go funerario. El humo ascendió, negro, sobre la conflagración, el crepitar de las llamas entretejido con los llantos —el viento se calmó— hasta que el fuego rompió la casa de los huesos  e hizo arder su corazón.
Apesadumbrados, los guerreros lamentaban su pena y la muerte de su señor. Así también una mujer geata de cabellos trenzados cantó, angustiada, una canción de tristeza en honor de Beowulf, y dijo una y otra vez que temía los días de daño que vendrían: matanzas en gran número, terror de tropas, humilla-ción y cautiverio. El cielo se tragó al humo.
Las gentes de Wederas  erigieron entonces un túmulo sobre un promontorio; era alto y ancho, claramente visible para los na-vegantes de las olas. Construyeron en diez días el monumento del héroe, los restos del fuego  rodeados por un muro, tan dig-namente como pudieron diseñarlo los hombres más sabios. Pu-sieron en el túmulo anillos y collares, todas aquellas joyas que habían obtenido antaño como botín. Entregaron al suelo el teso-ro de los guerreros; dejaron el oro en la tierra, donde aún perma-nece, tan inútil para los hombres como antes lo era.
Cabalgaron luego alrededor del túmulo doce guerreros, to-dos hijos de nobles. Querían decir su pesar, lamentar a su rey, re-citar su elegía y hacer su alabanza. Exaltaron su hidalguía y sus hazañas y elogiaron su virtud, como corresponde que un hom-bre alabe con palabras y aprecie en sentimiento a su señor, cuan-do a éste le llega el turno de ser conducido más allá de su cuerpo.
Así lamentaron los geatas la caída de su señor. Dijeron que era entre los reyes del mundo el más suave de los hombres y el más gentil, el más amable con su pueblo y el más ansioso de ala-banza.

 
La batalla de Brunanburh 


Este poema conmemora la victoria de Aethelstan, rey de Wessex, y su hermano el príncipe Eadmund, contra una confederación de escoceses, pictos, britanos de Strathclyde y vikingos ("hombres del norte") procedentes de Dublín. Brunanburh celebra la victoria de los sajones: Aethelstan y Eadmund regresan a sus hogares exultantes; el rey Anlaf se ve forzado a escapar humillado a Dublín; el rey de los escoceses, Constantino, el de los cabellos grises, debe huir lamentando la pérdida de amigos y parientes. Este poema aparece en el anal correspondiente al año 937 de la Crónica anglosajona. El lugar de la batalla, que da nombre al poema, no ha podido ser identificado nunca con precisión.

El rey Aethelstan, señor de guerreros, dador de anillos, y también su hermano, el príncipe Eadmund, obtuvieron gloria eterna en la batalla con el filo de sus espadas, cerca de Brunan-burh. Los hijos de Eadweard partieron la muralla de escudos, hacharon los tilos de la batalla  con los frutos de los martillos,  como correspondía a su linaje, desde sus ancestros: que lucharan a menudo en la guerra contra cada enemigo, que defendieran tie-rra, riqueza y hogares.
Los atacantes cayeron, las gentes de Escocia y también los navegantes, destinados a morir. El campo se oscureció con la sangre de los hombres desde que el sol, esa famosa estrella, la brillante candela de Dios, saliera a la mañana y flotara sobre la tierra, hasta que la noble criatura del eterno Señor se hundió en el poniente: yacían allí entonces muchos hombres, destruidos por las lanzas, guerreros del norte heridos sobre sus escudos, y también escoceses, saciados del combate.
Los sajones del oeste habían avanzado durante el día entero, formados en tropa, siguiendo las huellas de esas gentes odiosas, matando ferozmente a los que escapaban con sus afiladas espa-das. Las gentes de Mercia no retacearon el encuentro de hom-bres  a ninguno de aquellos guerreros que junto con Anlaf ha-bían navegado, sobre las embravecidas olas,  en el seno de la na-ve —buscando la tierra, destinados a morir en la guerra.
Cinco reyes jóvenes quedaron muertos en el campo de bata-lla, adormecidos por la espada, también quedaron tendidos siete condes de Anlaf, y otro sinnúmero de vikingos y escoceses.
Así, los sajones hicieron huir al rey de los hombres del nor-te,  acuciado por el peligro, hacia la proa de su barco, con redu-cido ejército. La nave se apresuró sobre el mar. El rey escapó, navegando, sobre las oscuras corrientes: salvó su vida.
Así también escapó el sabio Constantino, ese guerrero gris, que huyó hacia el norte a su hogar. No pudo jactarse de aquel encuentro de espadas; en el combate fue despojado de amigos y su parentela se redujo, quedaron muertos en el campo de bata-lla. Tuvo que dejar atrás a su hijo en el lugar de la matanza, con-sumido por las heridas, joven en el combate. No pudo el canoso guerrero, el anciano traicionero, ufanarse de este choque de es-padas; tampoco pudo Anlaf.
No pudieron alegrarse con lo que quedaba de sus ejércitos; no pudieron reír por haber sido los mejores en la lucha, en la guerra, en el choque de los estandartes, en el encuentro de las lanzas, en la reunión de los hombres, en el forcejeo de las armas al que habían jugado con los hijos de Eadweard.
Partieron entonces los hombres del norte en sus naves con clavos, apesadumbrados sobrevivientes de las lanzas, sobre las aguas profundas, por Dingesmere, hacia Dublín, buscando Ir-landa con vergüenza.
Así también ambos hermanos, el príncipe y el rey, buscaron su hogar, la tierra de los Sajones del Oeste, exultantes. Dejaron atrás a los carroñeros que se repartían los cuerpos: el negro cuer-vo con su pico encorvado, vestido de oscuro, el águila marrón con plumas blancas en su cola, el codicioso halcón de la guerra,  y aquella bestia gris, el lobo del bosque.
No había ocurrido hasta ahora a ninguna gente en esta isla matanza más grande por el filo de la espada, según nos dicen los libros y los sabios de antaño, desde que del este vinieron hacia aquí, sobre anchos mares, anglos y sajones: los orgullosos herre-ros de la guerra que vinieron a Bretaña, vencieron a los galeses, deseosos de gloria, y conquistaron su tierra.

 
The Battle of Brunanburh
Traducción de la "Oda de Brunanburh"                                                                                                     al inglés moderno de Lord Alfred Tensión

Constantinus, King of the Scots, after having sworn allegiance to Athelstan, allied himself with the Danes of Ireland under Anlaf, and invading England, was defea-ted by Athelstan and his brother Edmund with great slaughter at Brunanburh in the year 937.

Athelstan King, Lord among Earls, Bracelet-bestower and
Baron of Barons,
He with his brother,
Edmund Atheling,
Gaining a lifelong
Glory in battle,
Slew with the sword-edge
There by Brunanburh,
Brake the shield-wall,
Hew'd the lindenwood,
Hack'd the battleshield,
Sons of Edward with hammer'd brands.
Theirs was a greatness
Got from their Grandsires-
Theirs that so often in Strife with their enemies
Struck for their hoards and their hearths and their homes.
Bow'd the spoiler,
Bent the Scotsman,
Fell the ship crews
Doom'd to the death.
All the field with blood of the fighters
Flow'd from when first the great
Sun-star of morning tide,
Lamp of the Lord God
Lord everlasting,
Glode over earth till the glorious creature
Sank to his setting.
There lay many a man
Marr'd by the javelin,
Men of the Northland
Shot over shield.
There was the Scotsman
Weary of war.
We the West-Saxons,
Long as the daylight
Lasted, in companies
Troubled the track of the host that we hated
Grimly with swords that were sharp from the grindstone
Fiercely we hack'd at the flyers before us.
Mighty the Mercian,
Hard was his hand-play,
Sparing not any of
Those that with Anlaf,
Warriors over the
Weltering waters
Borne in the bark's-bosom
Drew to this island
Doom'd to the death.
Five young kings put asleep by the sword-stroke,
Seven strong earls of the army of Anlaf
Fell on the war-field, numberless numbers,
Shipmen and Scotsmen.
Then the Norse leader-
Dire was his need of it,
Few were his following,
Fled to his war ship:
Fleeted his vessel to sea with the king in it,
Saving his life on the fallow flood.
Also the crafty one,
Constantinus,
Crept to his north again,
Hoar-headed hero!
Slender warrant had
He to be proud of
The welcome of war-knives-
He that was reft of his
Folk and his friends that had
Fallen in conflict,
Leaving his son too
Lost in the carnage,
Mangled to morsels,
A youngster in war!
Slender reason had
He to be glad of
The clash of the war glaive-
Traitor and trickster
And spurner of treaties-
He nor had Anlaf
With armies so broken
A reason for bragging
That they had the better
In perils of battle
On places of slaughter,
The struggle of standards,
The rush of the javelins,
The crash of the charges,
The wielding of weapons-
The play that they play'd with
The children of Edward.
Then with their nail'd prows
Parted the Norsemen, a
Blood-redden'd relic
of javelins over
The jarring breaker, the deep-sea billow,
Shaping their way toward Dyflen again,
Shamed in their souls.
Also the brethren,
King and Atheling,
Each in his glory,
Went to his own in his own West-Saxonland,
Glad of the war.
Many a carcase they left to be carrion,
Many a livid one, many a sallow-skin-
Left for the white tail'd eagle to tear it, and
Left for the horny nibb'd raven to rend it, and
Gave to the garbaging war-hawk to gorge it, and
That gray beast, the wolf of the weald.
Never had huger
Slaughter of heroes
Slain by the sword-edge-
Such as old writers
Have writ of in histories-
Hapt in this isle, since
Up from the East hither
Saxon and Angle from
Over the broad billow
Broke into Britain with
Haughty war-workers who
Harried the Welshman, when
Earls that were lured by the
Hunger of glory gat
Hold of the land.


La batalla de Maldon



Este poema describe la batalla que tuvo lugar el 10 u 11 de Agosto del año 991. Los vikingos llegan a la costa de Wessex y solicitan permiso para subir a combatir a tie-rra firme. Byrhtnoth, alcalde de Essex, les concede el pasaje. El poema ha sido in-terpretado diversamente como una disculpa, una justificación o una crítica de este acto de arrojo, que los sajones terminan pagando con sus vidas. Encontramos en Maldon un claro ejemplo del código heroico germánico: la narración establece un fuerte contraste entre el proceder de Godric y sus hermanos, que escapan cobar-demente, con la noble actitud de los demás guerreros que, perdida toda esperanza, desdeñan de todos modos la huida y combaten por su honor hasta morir.

...fue roto. Pidió entonces a cada guerrero que dejara su ca-ballo y lo alejara, que avanzara poniendo atención a sus manos y al noble coraje.
Cuando el pariente de Offa se dio cuenta que el alcalde no iba a tolerar cobardías dejó que el querido halcón volara de su mano al bosque, y entró en la batalla. Quien lo hubiera visto em-puñar las armas hubiera comprendido enseguida que el joven no iba a flaquear en la lucha.
También Eadric seguiría al líder, su señor, en la batalla. Co-menzó a avanzar, llevando su lanza al combate. No le faltaría co-raje mientras pudiere sostener con sus manos espada y escudo, cumpliría su promesa de luchar ante el Earl.
Byrhtnoth comenzó entonces a arengar a sus tropas. Desde su caballo instruyó a sus hombres; les dijo cómo pararse y man-tener su posición; les pidió que aferraran bien sus escudos, con sus manos firmes, y que no temieran. Una vez que sus guerreros estuvieron bien formados, Byrhtnoth se apeó entre sus hombres, donde más le gustaba estar: allí donde él sabía más fiel a su sé-quito.
Fue entonces que el mensajero vikingo gritó ásperamente, habló con palabras. Arrojó hacia el Earl, parado en la otra costa, el amenazante mensaje de los hombres del mar:
"Me envían a ti valientes navegantes. Me han ordenado que te diga que puedes enviar anillos como rescate. Y es preferible para vosotros evitar este torrente de lanzas  pagando un tributo, a que libremos tan dura batalla. No hay razón para que nos des-truyamos mutamente si sois lo suficientemente ricos. Os dare-mos tregua a cambio del oro. Si tú, que eres aquí el más podero-so, decides pagar rescate por tu gente, dar a los hombres del mar las riquezas que exijan y aceptar nuestra tregua, nos iremos con el tributo a nuestras naves, nos alejaremos sobre las aguas y os dejaremos en paz".
Byrhtnoth habló, levantó su escudo. Agitó su esbelta lanza de fresno; habló con palabras. Enojado y resuelto, les dio res-puesta:
"¿Escuchas, oh navegante, lo que te dice esta gente? Como todo tributo os darán puntas de lanza envenenadas y antiguas espadas; aparejos que en la batalla os servirán de poco. Mensaje-ro de vikingos, respóndeles así, lleva a tus gentes el siguiente mensaje, mucho más odioso que el que ellos esperan:
Aquí está, firme entre sus huestes, el no menos respetable de los earls, que defenderá este reino, el país de Aethelred, la tierra y la gente de mi señor. ¡En la batalla caerán los paganos! Creo que sería una vergüenza si os fuerais con nuestro pago a vuestras naves, sin ser enfrentados, ahora que os habéis adentrado tanto en nuestra tierra. Nuestras riquezas no irán tan fácilmente hacia vuestro lado. Antes de que os entreguemos tributo deberán ar-bitrar entre nosotros la punta de la lanza y el filo de la espada, el feroz juego de la guerra".
Byrhtnoth ordenó entonces a sus guerreros que avanzaran con sus escudos hasta que todos llegaron a la margen del río. Allí, debido al agua, ninguno de los dos bandos podía alcanzar al otro. A la marea baja sucedió la creciente: las aguas se encon-traron. Demasiado larga les pareció la espera hasta que pudieron entrechocar sus lanzas.
Así permanecieron, formados en márgenes opuestas del río Pant, la vanguardia de los sajones del oeste y las huestes de las naves de fresno. Debido al agua que se interponía, ninguno de ellos podía herir a los otros, excepto aquellos que fueran muer-tos por el vuelo de la flecha.
La marea bajó. Los navegantes se erguían listos, las huestes vikingas ansiando el combate. El señor de héroes ordenó enton-ces defender el puente a un duro guerrero —su nombre era Wulfstan, valiente entre los suyos. Fue él, el hijo de Ceola, quien derribó al primer hombre con su lanza cuando éste subió, audaz, al puente.
Acompañaban a Wulfstan intrépidos guerreros: Aelfere y Maccus, dos valientes que nunca abandonarían el vado, sino que lo defenderían con firmeza contra los atacantes mientras pudie-ran empuñar las armas. Así, cuando los odiados forasteros caye-ron en la cuenta de cuán enconados eran los defensores del puente (cuando comprendieron y vieron claramente que se en-frentaban en el puente a feroces guardianes), pidieron con enga-ños que se les diera pasaje a tierra firme, que se les permitiera cruzar, guiar a sus hombres a través del vado.
Entonces Byrhtnoth, arrastrado por su temeridad, cedió a esa odiada gente demasiada tierra. Sus hombres escucharon cuando el hijo de Byrhthelm  gritó a través de las frías aguas: "El camino está abierto para ustedes. Venid rápido a nosotros, hom-bres al combate. Sólo Dios sabe quién dominará el campo de ba-talla".
Los lobos de la matanza  avanzaron sin prestar atención al agua. Las tropas vikingas cruzaron a través del Pant, hacia el oes-te, en alto los escudos sobre las brillantes aguas, los hombres de las naves hacia la tierra.
Haciendo frente a estos feroces hombres aguardaban listos Byrhtnoth y sus guerreros. Byrhtnoth ordenó armar el vallado de escudos y pidió a sus huestes que se mantuvieran firmes con-tra el enemigo. El combate estaba cerca, la gloria en la batalla. Había llegado el momento en que caerían aquellos hombres des-tinados a morir. Se elevó un clamor; los cuervos volaban en círculo, también el águila ansiosa de carroña.
Hubo un tumulto en la tierra. Las agudas lanzas y afilados dardos volaron de los puños. Los arcos dispararon, los escudos recibieron a las puntas de las lanzas. La batalla era encarnizada: de ambos lados caían los hombres y morían jóvenes guerreros.
Wulfmaer cayó herido, el pariente de Byrhtnoth eligió su re-poso en el campo de batalla. El hijo de su hermana cayó derriba-do, destruido por las espadas. Pero esto fue luego retribuido a los vikingos: me han contado que Eadward atacó a uno sin esca-timar fuerzas en la estocada, con tanta violencia que el aciago guerrero cayó allí mismo, muerto a sus pies. Byrhtnoth le agra-deció luego esta hazaña apenas tuvo ocasión.
Así se mantuvieron, resueltos, los jóvenes guerreros en la lu-cha, observando ansiosos quién podría ser el primero en arran-car con su lanza una vida entre los hombres destinados a morir, los guerreros con sus armas. Los muertos cayeron al suelo, los demás se mantuvieron firmes.
Byrhtnoth exhortó a sus hombres, ordenó a cada uno de los guerreros que quisiera lograr la gloria sobre los daneses que se concentrara en la batalla.
Avanzó entonces un vikingo endurecido por la guerra, le-vantó su arma y su escudo en defensa, y se dirigió hacia el gue-rrero. Byrhtnoth avanzó resueltamente contra el campesino; ca-da uno albergaba maldad hacia el otro. El hombre del mar arro-jó su lanza sureña, y ésta hirió al señor de guerreros. Byrhtnoth la golpeó con su escudo, partiendo la lanza y empujando la pun-ta, que saltó fuera de la herida. El guerrero, enfurecido, clavó en-tonces su lanza en el soberbio vikingo que lo había atacado; hi-zo que su arma atravesara la garganta del joven guerrero,  guió su mano hasta que ésta alcanzó la vida del repentino atacante. Se lanzó enseguida sobre otro, partió al enemigo su cota de malla, y éste quedó herido en el pecho a través de su coraza, la punta mortal clavada en su corazón. Byrhtnoth se alegró, rió el valien-te hombre, dio al Creador gracias por los trabajos de ese día que el Señor le había otorgado.
Entonces uno de los vikingos dejó salir una lanza de su ma-no, volar desde su puño, y ésta se clavó profundamente en el no-ble vasallo de Aethelred.  A su lado estaba un joven guerrero, Wulfmaer, hijo de Wulfstan, un mozo en el campo de batalla, que arrancó de Byrhtnoth la sangrienta lanza y la arrojó de vuel-ta con todas sus fuerzas; su punta se clavó e hizo caer a tierra a aquel que acababa de herir tan gravemente a su señor.
Avanzó entonces otro hombre hacia el guerrero. Quería qui-tarle a Byrhtnoth sus riquezas: su armadura, anillos y adornada espada. Byrhtnoth sacó de su funda la hoja, ancha y de brillante filo, y trató de clavársela en su cota de malla. Pero otro de los hombres del mar lo impidió tan bruscamente que mutiló el bra-zo del caballero.  Cayó entonces al suelo la espada de dorada empuñadura: ya no pudo Byrhtnoth sostener su duro sable, es-grimir el arma. Tuvo aún una palabra el canoso guerrero, arengó a sus hombres, pidió que avanzaran a sus nobles compañeros. No pudo luego sostenerse en pie por mucho tiempo más; miró hacia los cielos:
"Te doy las gracias, Señor de las gentes, por todas las alegrías que he tenido en este mundo. Ahora tengo, piadoso Creador, la más grande necesidad de que otorgues bendición a mi espíritu: que mi alma pueda viajar hacia ti, hacia tus dominios, señor de los ángeles, partir en paz. Te suplico que no permitas que la hu-millen los enemigos infernales".
Allí lo mataron los hombres paganos y también a los dos guerreros que estaban a su lado: Aelfnoth y Wulfmaer. Ambos entregaron su vida y yacieron junto a su señor.
Fue entonces que escaparon de la batalla los que no querían estar allí.
Fueron los hijos de Odda los primeros en huir: Godric esca-pó del combate y dejó atrás al generoso Byrhtnoth, que le había regalado a menudo más de un corcel; montó el caballo que había pertenecido a su señor, sobre esa montura a la que no tenía de-recho, y sus dos hermanos con él, ambos escaparon, Godwine y Godwig.
No pensaron en la batalla, sino que escaparon de la lucha y buscaron el bosque, huyeron a ese refugio y salvaron sus vidas, y también muchos más hombres [escaparon] que lo que hubiera sido apropiado, si todos ellos hubieran recordado los favores que Byrhtnoth les había concedido para beneficiarlos. Así había advertido Offa a Byrhtnoth ese mismo día, en el lugar de la asamblea, en el que había invocado a una reunión: que muchos de los que allí habían hablado con valor no resistirían luego an-te el peligro.
El líder de las tropas, el guerrero de Aethelred, yacía allí de-rribado: todo su séquito pudo ver que su señor yacía muerto. Los orgullosos guerreros, los hombres intrépidos, regresaron entonces a la lucha. Se apuraron anhelantes, pues querían una de estas dos cosas: dejar allí la vida o vengar a su querido señor.
Así habló Aelfwine, hijo de Aelfric, un guerrero joven en in-viernos, los arengó con palabras, habló con valor: "Recuerdo los discursos que a menudo pronunciábamos sobre el hidromiel, las promesas hechas sobre el banco por los héroes en la sala, acerca de la dura batalla. Ahora sabremos quién es en verdad valiente. Quiero hacer saber a todos mi alta ascendencia: Que yo era en Mercia de gran linaje; mi abuelo era Ealhelm, un noble sabio y próspero. No tendrán que reclamarme los guerreros de esta tie-rra que yo haya querido abandonar este ejército para buscar mi suelo, ahora que mi señor yace derribado en la batalla. Mi pena es la más grande: él era a la vez mi pariente y mi señor".
Entonces avanzó, la furia volvió a él y alcanzó a uno con la punta de su lanza, al navegante entre su gente, lo derribó con su arma; comenzó luego a arengar a amigos, camaradas y compañe-ros para que avanzaran.
Después habló Offa, agitó su lanza de madera de fresno: "Bien por ti Aelfwine, que has hecho recordar lo desesperado de la situación a cada guerrero. Ahora que nuestro señor ha caído, el guerrero sobre la tierra, necesitamos que cada uno exhorte al otro a la batalla, mientras pueda blandir y sostener su arma, du-ra hoja, lanza y buena espada. A todos nos ha traicionado el co-barde hijo de Odda. Pensaron de ello muchos hombres, cuando él cabalgó sobre el caballo, sobre ese soberbio corcel, que se tra-taba de nuestro señor, y por ello quedamos dispersos por el cam-po de batalla, y el muro de escudos se hizo añicos. ¡Maldito sea su proceder, que hizo huir a tantos hombres!"
Leofsunu habló y levantó su escudo, respondió al guerrero: "Esto yo prometo: que desde aquí no retrocederé ni un paso, si-no que seguiré avanzando, vengaré a mi señor en la lucha. No deberán reclamarme con palabras los firmes héroes de Sturmere, que haya partido yo a mi hogar, huido de la batalla —ahora que mi señor ha muerto— sino que me tomarán las armas, la lanza o el hierro" Avanzó resuelto, desdeñó la huida.
Entonces habló Dunnere, agitó su lanza, un simple hombre libre, exclamó sobre todos, pidió que cada guerrero vengara a Byrhtnoth: "No puede retroceder aquel que quiera vengar al se-ñor de las gentes, ni preocuparse por su propia vida".
Comenzaron entonces las mesnadas a pelear duramente, fe-roces portadores de las lanzas, y pidieron a Dios lograr la ven-ganza de su señor, poder causar gran daño a sus enemigos.
El rehén los ayudó animoso. Su nombre era Aescferth, el hi-jo de Ecglaf, y era en Nortumbria de bravo linaje. No retroce-dió nunca en el juego de la guerra sino que lanzó flechas con fre-cuencia, alcanzando a veces un escudo, lacerando a veces a un hombre, e hiriendo guerreros una y otra vez, mientras pudo sos-tener su arma.
Eadward el largo estaba entonces todavía en la vanguardia. Listo y ansioso, alardeó que no cedería ni un pie de tierra, que no retrocedería en absoluto ahora que su señor yacía muerto. Rompió el muro de escudos y luchó contra los guerreros, infli-gió a los hombres del mar una venganza digna de su señor, has-ta que yació entre los caídos.
Así también hizo Aetheric, noble compañero, embravecido y ansioso de avanzar: luchó con denuedo. El hermano de Sibyrht, y muchos otros más partieron los cóncavos escudos, combatieron con coraje: el borde del escudo se hizo añicos, el ar-nés cantó una de sus horrendas canciones.
Entonces Offa mató en combate al hombre del mar, lo derri-bó y éste cayó al suelo. Pero luego el pariente de Gadda  buscó también la tierra: cayó bruscamente, derribado en la lucha. Ya había llevado a cabo, sin embargo, aquello que le había ordena-do su señor. Así había prometido él a su dador de anillos: que ambos regresarían juntos al pueblo, ilesos a su hogar, o caerían luchando, morirían por las heridas en el campo de batalla. Yació entonces noblemente, al lado de su señor.
Hubo entonces estallido de escudos: los hombres del mar avanzaban enardecidos por el combate, las lanzas atravesaban a menudo la casa de la vida  de aquellos destinados a morir. Wis-tan avanzó, el hijo de Wurstan peleó contra los guerreros, fue entre la multitud el matador de tres vikingos, antes de yacer, el hijo de Wigelin, entre los caídos.
Hubo allí grave asamblea.  Los guerreros se mantuvieron fir-mes en el combate. Algunos perecieron agobiados por las heri-das; los muertos caían a tierra. Todo este tiempo Eadwold y Os-wold, ambos hermanos, arengaron a los hombres, pidieron con palabras a sus compañeros que resistieran ante el peligro, que usaran sus armas con valentía.
Entonces habló Bryhtwold, el anciano guerrero levantó su escudo, blandió su lanza de fresno, instó con fervor a los demás guerreros: "Más firme será nuestro propósito, más animoso el corazón, más grande el coraje, cuanto menor sea nuestra fuerza. Aquí yace nuestro señor, hecho pedazos, el que más valía, en el polvo. Aquel que piense en huir de este juego guerrero lo lamen-tará para siempre. Mi vida ha sido larga; no me iré de aquí. Ya-ceré tendido al lado de mi señor, de ese hombre tan querido"
Así también arengó a todos Godric, el hijo de Aethelgar. Arrojó a los vikingos lanzas y dardos de muerte y avanzó el pri-mero entre esas tropas, matando e hiriendo, hasta que él mismo cayó en la batalla.
Éste no era el Godric que huyó...

 
Wið ymbe
Conjuro contra un enjambre de abejas


La primera parte de este conjuro consiste en una declaración del poder de la tie-rra. La segunda parte insta al enjambre a bajar al suelo. Según R.K. Gordon, la ex-presión "mujeres de la victoria" es un elogio destinado a propiciar a las abejas: el propósito de este conjuro no sería impedir que se forme el enjambre, sino evitar que éste se aleje.

Contra un enjambre de abejas. Toma tierra, arrójala con tu mano derecha bajo tu pie derecho y di:

¡Lo atrapo bajo mi pie, lo he encontrado!

¡Sí! La tierra tiene poder contra todas las criaturas
y contra la malicia y contra la negligencia,
y contra el poder de la lengua de los hombres.

Arrójales tierra, cuando formen un enjambre, y di:

¡Deteneos, mujeres de la victoria, descended a la tierra!
¡No seáis salvajes, no escapéis más al bosque!
Pensad tanto en mi bienestar
como cada uno de los hombres piensa en su hogar
y su sustento.
  Wið færstice
Conjuro contra un dolor repentino


Este conjuro tiene como propósito curar el dolor causado por una 'pequeña lan-za', clavada en el paciente por elfos, viejas brujas o dioses paganos. Debe recitarse después de preparar un líquido con distintas hierbas curativas. Pronunciado en voz alta, logrará que la aflicción deje el cuerpo del paciente y huya hacia las mon-tañas. El conjuro se refiere vagamente a antiguas tradiciones germánicas de elfos y herreros mágicos; las "poderosas mujeres" de las que habla son probablemente las valquirias.

Contra una puntada repentina: Manzanilla y la ortiga roja, que crece a través de la casa, y llantén mayor; hervir en manteca.
Resonantes eran ellas, sí, resonantes, cuando cabalgaban so-bre la colina. Resueltas eran, cuando cabalgaban sobre la tierra. ¡Protégete ahora, para que puedas escapar de esta aflicción! ¡Fuera, pequeña lanza, si estás adentro! Yo estuve bajo los tilos, bajo una liviana coraza donde las poderosas mujeres alistaban sus fuerzas y arrojaban gritando sus lanzas. Yo les devolveré otra: una flecha voladora contra ellas.
¡Fuera, pequeña lanza, si es que está adentro!
Un herrero se sentó, forjó un pequeño cuchillo, Con el hierro lo hirió gravemente: ¡Fuera, pequeña lanza, si estás adentro!
Seis herreros se sentaron, forjaron lanzas de muerte: ¡Fuera pequeña lanza! ¡No estés adentro, lanza!
¡Sí hay adentro algo de hierro, obra de viejas brujas, se de-rretirá!
Si fuiste herido en la piel, o fuiste herido en la carne O fuiste herido en la sangre, o fuiste herido en el hueso O fuiste herido en la pierna, que nunca se dañe tu vida.
Si es un dardo de los dioses o un dardo de los elfos O un dardo de las brujas, yo te ayudaré ahora: Esto para curarte de un dardo de los dioses, esto para curar-
te de un dardo de los elfos, Esto para curarte de un dardo de las brujas: ¡yo te ayudaré! Escapa hacia la cumbre de la montaña; ¡Sánate! ¡Que Dios te ayude!
Tomar luego el cuchillo, colocar en el líquido.
  Æcerbot
Conjuro para un campo yermo


Este conjuro tiene por objetivo restaurar la fertilidad de un campo y lograr una buena cosecha. La primera parte consiste en una compleja ceremonia que involu-cra bendecir tierra, ramas y hierbas del campo con agua bendita y misas cristianas. La segunda parte, que traducimos aquí, combina elementos cristianos y paganos: Invoca a Cristo y a la Virgen, pero también a Erce, madre de la tierra.

He aquí el remedio con el que puedes mejorar tus tierras, si éstas no producen bien, o si algún daño les ha sido causado por hechicería o brujería...
Gira tres veces siguiendo el trayecto del sol, luego acuéstate en el suelo y repite las letanías; luego di: sanctus, sanctus, sanc-tus, hasta el final. Canta luego el Benedicte con los brazos exten-didos, y el Magnificat y el Paternoster tres veces, y entrégalo a la alabanza de Cristo y Santa María y la Sagrada Cruz y al benefi-cio del dueño de este campo, y de todos aquellos que estén bajo su mando. Una vez hecho esto, hay que tomar de los mendigos semillas desconocidas y devolverles luego el doble de la cantidad tomada. Junta luego todas las herramientas del arado; coloca la rama en incienso e hinojo y jabón santo y santa sal.
Toma luego las semillas, colócalas en el cuerpo del arado y di:
Erce, Erce, Erce, madre de la tierra
Que el Todopoderoso, el Señor, te otorgue
Campos que crezcan y produzcan
Fértiles y prósperos
Abundancia de cosechas de mijo
Y de amplias cosechas de cebada
Y de blancas cosechas de trigo
Y de todas las cosechas de la tierra. Que el eterno Señor Y sus santos que están en el cielo Protejan a su campo de todos los enemigos Y contra todo mal Y contra todas las hechicerías que se siembran A lo largo y a lo ancho de la tierra Ahora ruego al Poderoso que creó a este mundo Que no haya mujer con tal elocuencia Ni hombre con tales poderes Que alcancen a distorsionar estas palabras. Debe empujarse entonces el arado para abrir el primer surco. Luego di: ¡Salve, oh Tierra, madre de los hombres! Sé fértil en los brazos de Dios, Llena de alimento para dar a los hombres.
Luego toma comida de todo tipo y haz que horneen un pan tan ancho como las palmas de las manos y amasado con leche y con agua bendita, y colócalo en el primer surco. Luego di:
Un campo repleto de alimento para la humanidad
Oh, campo que creces reluciente, bendito seas
en el santo nombre de Aquel que creó el cielo
y la tierra en la que habitamos.
Que el Dios que creó estas tierras nos otorgue
Prósperos regalos, que cada una de las semillas
Nos sirva de sustento.
Di luego tres veces: "Crescite, in nomine patris sit benedicti. Amen" y recita el Paternoster tres veces.
 
Elegía del hombre errante


Como las demás elegías anglosajonas, este poema subraya el carácter transitorio y efímero de los placeres de este mundo. El protagonista es un guerrero que ha co-nocido la felicidad en el pasado, pero que luego lo ha perdido todo. Triste y soli-tario, se ve obligado a recorrer los "caminos del exilio" pensando en glorias pasa-das, esperando encontrar a alguien que consuele su dolor. Sus recuerdos de un es-plendor perdido sirven para ejemplificar la impermanencia de la existencia huma-na. El poema termina con una exhortación cristiana a buscar seguridad y estabili-dad en el Padre de los Cielos.

A menudo el hombre solitario implora piedad, la misericor-dia del Creador, aunque deba recorrer siempre los caminos del exilio, acuciado por pesares, atravesar largamente las aguas, agitar con las manos  los mares helados. El destino ha sido cum-plido.
De esta forma habló el viajero, recordando sus pesares, crue-les matanzas, la caída de sus gentes:
"Cada madrugada me veo obligado a decir mis penas en so-ledad. No hay ya nadie entre los vivos a quien yo me atreva a decir mis sentimientos. Sé que es de hecho una noble vir-tud en un hombre el sujetar su pecho, retener su corazón, piense éste lo que piense.
No podrá un espíritu cansado enfrentar al destino, ni una mente atribulada servir de ayuda, y es por ello que aquellos ansiosos de fama retienen sus pesares en su propio corazón. Así, yo también debo encadenar mi sentir —atormentado y triste, alejado de mi hogar, extrañando a mi gente— desde que hace ya años la oscura tierra envolvió a mi señor y yo de-bí partir, miserablemente, desolado como el invierno, sobre las olas, buscando un dador de tesoros, un lugar donde —cerca o lejos— pudiera encontrar en la sala a aquel que co-nozca a los míos,  a un señor que consuele a este hombre fal-to de amigos y lo agasaje con júbilo.
Sabe el que conoce la adversidad cuán cruel es la angus-tia como compañera para aquel que tiene pocos confidentes. Lo reclaman siempre los caminos del exilio, nunca el oro for-jado; siempre el corazón helado, nunca las glorias de esta tie-rra. Sus pesares le hacen recordar a los hombres en la sala, la entrega de tesoros, y cómo en su juventud lo agasajaba su se-ñor. Pero todos esos goces se han ido.
Sabe esto bien quien se ve forzado a dejar atrás los con-sejos de su querido señor: que cuando la pena y el sueño aquejan juntos al triste viajero, imagina éste que abraza y be-sa a su señor y deposita en su rodilla su cabeza y su mano co-mo hacía antaño, en días pasados, cuando disfrutaba de los beneficios del trono. Pero luego despierta el hombre sin ami-gos, ve ante sí las flavas olas, las aves marinas que se bañan peinando sus plumas, la escarcha que cae y la nieve que se arremolina en el granizo. Se vuelven entonces aún más pro-fundas las heridas de su corazón, doliente por su querido se-ñor; sus penas se renuevan.
Cada vez que la memoria de su gente pasa por su mente, el viajero saluda con júbilo, observa ansioso a los compañe-ros de los hombres, pero éstos siempre se alejan. Las mentes de los que flotan no traen palabras conocidas.  Los pesares regresan a aquel que debe enviar siempre a su espíritu sobre las olas.
No debo por ende preguntarme, mientras atravieso este mundo, cómo es que mi mente no se ennegrece cuando pien-so en la vida entera de los earls, cuán bruscamente han aban-donado el suelo  los orgullosos caballeros. Así también en esta tierra media, cada uno de los días perece y decae."
Es así que ningún hombre se vuelve sabio antes de haber te-nido en este mundo su porción de inviernos. El hombre sabio debe ser paciente: no debe ser iracundo, ni apresurado en su ha-blar, ni un guerrero débil, ni precipitado, ni temeroso, ni resig-nado, ni codicioso, ni jactancioso antes de saberlo todo. Cada vez que hace una promesa, el guerrero de espíritu firme debe es-perar hasta saber exactamente hacia dónde tienden los pensa-mientos de su mente.
El guerrero sabio podrá comprender cuán horrible será cuando todas las riquezas de este mundo se hayan consumido, de la misma forma en que en muchos lugares sobre la tierra se yerguen hoy mismo edificios en ruinas, antiguas paredes golpea-das por el viento, cubiertas de hielo. Las salas se han desmoro-nado; sus señores yacen despojados de toda alegría; su séquito ha caído orgulloso ante el muro. La guerra mató a muchos de ellos, los llevó más allá: a uno lo arrastró un pájaro sobre el alto mar, a otro le dio muerte el canoso lobo,  a otro lo escondió un guerrero de rostro entristecido en una fosa en la tierra. Así dañó a esta morada terrena el Creador, hasta que cesó el regocijo de los hombres y las antiguas obras de los gigantes quedaron vacías y en silencio.
Aquel que observara pausadamente esos viejos muros y re-flexionara en profundidad sobre nuestra oscura vida, recordaría un sinnúmero de lejanas batallas, y éstas serían sus palabras:

"¿A dónde se ha ido el caballo?
¿A dónde las gentes?
¿Dónde está el distribuidor de tesoros?
¿A dónde se han ido los lugares de las fiestas?
¿Dónde está la algarabía de la sala?
¡Ay, la brillante copa!
¡Ay, el guerrero de armadura!
¡Ay, la majestad del caballero!

Cómo el tiempo ha pasado, oscurecido bajo el yelmo de la noche, como si todo ello jamás hubiera sido. Se yergue aho-ra tras la partida del amado séquito una alta pared, decorada maravillosamente con formas de serpientes. Los guerreros han sido tomados por la fuerza de las lanzas de fresno —ese arma deseosa de matanzas—; ilustre es su destino. Las lade-ras de piedra son castigadas por las tormentas, contra la tie-rra se estrellan terribles nevadas. Así llega entonces la oscu-ridad, la sombra de la noche, y desde el norte envía al terri-ble granizo que hostiga a los hombres.
Todo es perecedero en esta tierra; las operaciones del destino cambian al mundo bajo los cielos. La riqueza es pa-sajera, los amigos se pierden, el hombre es efímero, los pa-rientes perecen; algún día desaparecerán los mismos cimien-tos de este mundo"

Así habló el sabio de corazón, y se sentó a meditar. Justo es aquel que mantiene su fe; el hombre no debe dejar salir la aflicción de su pecho demasiado pronto, hasta saber cuál es su remedio y conocer la forma de llevarlo a cabo con coraje. Tendrá fortuna aquel que busca la misericordia y el consue-lo del Padre de los cielos, en quien reside para nosotros toda permanencia.
 
La visión de la cruz


Este poema, tradicionalmente considerado el mejor de toda la poesía cristiana an-glosajona, ha sido justamente alabado por la riqueza de su contenido y la comple-jidad de su composición. El poema narra una experiencia mística basada en la per-sonificación de la Cruz; en el relato se funden asimismo la naturaleza divina y hu-mana de Cristo. El texto original pertenece al Libro de Vercelli, pero se han encon-trado además varios versos de este poema tallados en letras rúnicas sobre la cruz de piedra de Ruthwell (Ver apéndice sobre el alfabeto rúnico). Se traducen aquí las líneas 1-77. Muchos autores afirman que la segunda parte del poema es un agrega-do posterior compuesto por otro autor.

Sí, quiero relatar el mejor de los sueños, que acudió a mí a medianoche, cuando aquellos capaces de voz dormían en sus le-chos. Me pareció ver a un maravilloso madero bañado en luz ex-tenderse en el aire, el más resplandeciente de los árboles. Todo ese estandarte estaba cubierto de oro, y hermosas gemas relucían en los extremos de la Tierra; otras cinco había donde los ejes se encontraban. Todos miraban, por eterno decreto, al ángel de Dios: no era aquel por cierto el castigo de un malhechor, sino aquel que observaban los santos espíritus y los hombres en la tierra, y la gloria entera de la Creación. Maravilloso era aquel ár-bol de victoria y yo, condenado por mis pecados, manchado por mis culpas, vi al árbol de gloria, cubierto con ropajes, brillar con júbilo, revestido de oro, adornado con espléndidas gemas, el ár-bol del Señor.
Mas pude percibir a través de ese oro el sufrimiento que de-bieron soportar aquellos desventurados, cuando comenzó a fluir la sangre por su lado derecho. Yo estaba atribulado, atemoriza-do por esa hermosa visión. Vi aquel signo cambiante mudar co-lores y ornamentos —por momentos cubierto de sangre, por momentos revestido de tesoros—. Mas permanecí allí largo rato, contemplé angustiado el árbol del Salvador, hasta que lo escuché pronunciar palabras. La mejor de las maderas comenzó a hablar:
"Sucedió hace mucho tiempo. Pero recuerdo aún que fui ta-lada en un lindero del bosque, arrancada de mi tronco. Se apo-deraron de mí fuertes enemigos; me convirtieron en un espec-táculo para sus propios fines; me ordenaron sostener a sus crimi-nales. Me llevaron los soldados sobre sus hombros hasta que me irguieron en una colina. Suficientes enemigos  me fijaron allí. Entonces vi al rey de los hombres avanzar con valentía para su-bir a mí. No me atreví entonces a doblarme o quebrarme, a de-safiar la palabra del Señor, aunque vi temblar a la misma super-ficie de la tierra. Podría haber derribado a todos sus enemigos, mas debí permanecer firme.
Se desvistió entonces ese joven héroe que era Dios Todopo-deroso. Ascendió entonces al alto madero, valiente a la vista de muchos, el que luego liberaría a la humanidad. Temblé cuando me abrazó, mas no me atreví a dejarme caer sobre el suelo, a pre-cipitarme sobre la tierra: debí mantenerme firme.
Cruz fui levantada. Alcé al poderoso Rey, al Señor de los Cielos; no me atreví a inclinarme. Me atravesaron con oscuros clavos, en mí son aún visibles aquellas heridas, esas dentelladas maliciosas. Pero no me atreví a herir a ninguno de ellos.
Se mofaban de ambos, de nosotros dos juntos, yo estaba ba-ñada en la sangre que había manado del lado de aquel Hombre, después de que hubo dado el espíritu. Tremendas aflicciones de-bí soportar sobre esa colina: vi al Señor de las Gentes sufrir tor-mento. Las tinieblas envolvieron con nubes el cuerpo del Señor, a su luz resplandeciente. Las sombras avanzaron, oscuras, bajo el cielo. Toda la Creación lloró, lamentando la muerte del Señor. Cristo estaba en la Cruz.
Mas vinieron luego desde lejos hombres ansiosos hacia el Príncipe;  yo vi todo aquello.
Dolorida estaba yo, angustiada por mis pesares, mas me in-cliné humildemente hacia las manos de esos guerreros, con gran fervor. Se llevaron de allí al Todopoderoso Dios, lo bajaron de esa cruel tortura. Me abandonaron los hombres cubierta de san-gre, herida por las flechas. 
Acostaron allí al hombre extenuado, se colocaron a los lados de la cabeza de su cuerpo, observaron allí al Señor de los Cielos, y éste descansó un tiempo allí, agotado por la terrible pugna.
Comenzaron entonces esos hombres a prepararle un sepul-cro a la vista de quien le había dado muerte.  Tallaron un ataúd de piedra reluciente y colocaron en su interior al Señor de las Victorias. Cantaron entonces una canción doliente, tristes en el atardecer, y partieron luego exhaustos, dejándolo allí en poca compañía.
Mas nosotras  permanecimos allí largo rato, fijas en ese lugar. Las voces de los hombres ascendieron;  el cuerpo se enfrió, esa maravillosa morada de la vida. Entonces nos derribaron, caímos todas a la tierra —ése fue un horrible destino— y fuimos ente-rradas en un pozo profundo.
Mas los sirvientes del Señor, sus amigos, se enteraron de ello y me encontraron, y me cubrieron luego de oro y de plata."

 
Apéndice
El alfabeto rúnico


Las runas, antiguo alfabeto de las gentes germánicas, fueron uti-lizadas durante más de diez siglos para escribir formas arcaicas del sueco, el danés, el noruego, el frisio, el inglés, el franco y el gótico.  Abundan las inscripciones en cuchillos, fíbulas, anillos, medallones y piedras.
Las runas nunca fueron un alfabeto literario. Se las utilizó mayormente para escribir conmemoraciones, epitafios o lacóni-cas declaraciones de autoría, propiedad o herencia. Las inscrip-ciones suelen ser breves; la siguiente, grabada sobre el cuerno de Gallehus, es un buen ejemplo:

"Yo, Hlewagastir, [hijo] de Holti, hice [este cuerno]"

Si bien hay excepcionalmente inscripciones largas y hasta muy largas, la mayoría consta sólo de una o dos palabras, como la que sigue, tallada en una especie de cartuchera de madera:

"Hagidarar hizo [esta caja]"

Las inscripciones más extensas fueron talladas en Suecia du-rante la era vikinga. Veamos por ejemplo la siguiente, grabada en una piedra por órdenes del rey Harald el del Diente Azul:

"El rey Harald hizo erigir este monumento en memoria desu padre Gorm y su madre Thorvi. Éste era el Harald que ganó toda Dinamarca para sí y Noruega, e hizo a los Daneses cristia-nos".

Una piedra cerca de Veda, en Uppland, Suecia, reza:

"Torsten hizo [esta piedra] en memoria de Arnmund, su hi-jo, y compró esta granja, y se enriqueció en el este, en Garðarí-ki".

Una piedra en Grípsholm recuerda a una expedición vikinga que tuvo un final poco feliz:

"Tóla levantó esta piedra en memoria de su hermano Harald, hermano de Ingvar.
Como hombres viajaron lejos a buscar el oro
Y en el este alimentaron al águila.
Murieron en el sur, en Serkland"

De las inscripciones rúnicas de la Inglaterra anglosajona, la más excepcional es la que aparece en la cruz de Ruthwell. Con-siste en un fragmento, escrito en runas, del poema anglosajón ti-tulado La Visión de la Cruz, que Borges menciona en su sexta clase.

Procedencia y orígenes
El origen de este alfabeto ha sido siempre un tema de debate entre los estudiosos; existen varias teorías diferentes. Algunos autores han intentado demostrar que las runas proceden del al-fabeto latino o del griego. Más recientemente se ha sugerido que descienden de los alfabetos noritálicos utilizados por los etrus-cos. El investigador danés Erik Moltke ha sugerido asimismo que el alfabeto rúnico puede ser obra de tribus germánicas que habitaban al sur de Jutlandia, en Dinamarca. Ninguna de estas hipótesis ha podido ser demostrada aún.
Con respecto a la época de su creación, la mayoría de los in-vestigadores coinciden en afirmar que el alfabeto rúnico debe haber sido inventado en algún momento cercano a los comien-zos de nuestra era.
La mayoría de las inscripciones han sido encontradas en Sue-cia; las hay también en Noruega, Dinamarca y Alemania y ha ha-bido también hallazgos en lugares distantes como Rumania o Hungría. Anglos y sajones las llevaron desde el continente a In-glaterra a través del Canal de la Mancha; los vikingos llevaron consigo el alfabeto rúnico a regiones aún más remotas. En el sue-lo de mármol de la catedral de Hagia Sophia, en Estambul, un hombre del norte talló una inscripción. Los siglos la han borra-do, pero todavía puede leerse su nombre escrito en letras rúni-cas: Halfdan.
Las runas comenzaron a perder terreno en las distintas re-giones en que eran utilizadas con la llegada del Cristianismo, a medida que crecía la influencia del alfabeto romano. En Inglate-rra se las abandonó cerca del año 1000; en Escandinavia conti-nuaron en uso hasta entrada la Edad Media y se las siguió utili-zando con fines anticuarios hasta nuestros días.

Forma y características
Las runas deben su apariencia angular al hecho de que fue-ron inventadas para ser talladas en superficies duras. Muy pro-bablemente, la madera era el material más utilizado para escribir con runas. Sin embargo, la madera no se conserva bien y ésta es probablemente la razón por la que la mayoría de las inscripcio-nes en este alfabeto que han llegado hasta nosotros son aquellas que fueron realizadas en materiales más resistentes, como el me-tal o la piedra.
El alfabeto rúnico recibe el nombre de futhark por las seis primeras letras que lo conforman.  Como muchos otros alfabe-tos, el rúnico sigue el principio acrofónico. Esto significa senci-llamente que a cada runa le corresponde un nombre cuyo primer sonido es —en la mayoría de los casos— el de la runa a la que es-tá asociado.
Estos nombres aparecen por primera vez en manuscritos medievales, pero en realidad son mucho más antiguos: los nom-bres escandinavos coinciden en gran parte con los anglosajones; esto hace suponer que se remontan a un origen germánico co-mún.
El orden de las letras es peculiar, y es posible que obedezca a alguna herramienta mnemónica que se ha perdido.




El futhorc o alfabeto rúnico anglosajón.



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martes, 13 de diciembre de 2016

EL GENIO DE LA BOTELLA. ROBERT LOUIS STEVENSON.


EL GENIO DE LA BOTELLA
ROBERT LOUIS STEVENSON
Había un nativo de Hawai, al que llamaré Kive; porque lo cierto es que todavía vive y se debe mantener oculta su iden-tidad; pero el lugar de su nacimiento no distaba mucho de Honaunau, donde en una caverna yacen los restos de Kive el Grande. Este hombre era pobre, valiente y enérgico; sabía leer y escribir como un dómine, y era, además, un excelente ma-rino que había navegado en los vapores de la isla y había sido timonel de un ballenero en la costa de Hamakúa. Finalmente Kive deseó ver mundo y visitar ciudades extranjeras y se em-barcó en un buque que iba a San Francisco.
Esta es una bella ciudad, con magnífico puerto y muchos habitantes, y en particular es destacable en ella una colina cubierta de palacios. Por esta colina iba Kive un día paseando, con bastante oro en los bolsillos, admirando embelesado los bellos edificios que se alzaban en ambos lados de la calle. «¡Qué casas más bonitas y qué felices deben ser las gentes que las habitan que no se inquietaban por la mañana». Así pensaba cuando llegó frente a una casa más pequeña que las otras, pero limpia y linda como un juguete; la escalinata brillaba como plata, y los bojes del jardín estaban cuajados de flores, como las guirnaldas; y las ventanas resplandecían como diamantes; Kive se paró y admiró extasiado aspecto tan sorprendente. Y así se dio cuenta de que por una de las ventanas le miraba un hom-bre, y aun a través de la ventana Kive le distinguía tan clara-mente como se percibe un pez en las límpidas aguas de un lago. El hombre era ya mayor, calvo y de barba negra; su ros-tro demostraba amargo pesar, y suspiraba profundamente. Y la verdad es que mirando Kive al hombre, y el hombre a Kive ambos se tenían envidia.
De repente, el hombre sonrió, inclinó la cabeza, hizo un gesto a Kive para que entrase y salió a su encuentro a la puer-ta de la casa.
-Esta linda casa -dijo suspirando- es una de las mías. ¿Quiere usted ver las habitaciones?
Llevó a Kive desde el sótano hasta el tejado y nada había allí que no fuese perfectísimo en su género, por lo que se ma-ravilló Kive en grado sumo.
-En verdad -dijo éste- es una casa hermosa; si yo vi-viese en ella, todo el día me lo pasaría riendo. ¿Cómo es que usted suspira tanto?
-No veo ningún motivo para que usted quiere no pue-da usted tener una casa parecida a ésta, y aún más bella. ¿Tiene usted algún dinero, verdad?
-Cincuenta dólares -respondió Kive-. Pero una casa así costará mucho más.
El hombre hizo un cálculo y dijo:
-Siento que no tenga usted más, porque eso le podrá traer, algún problema en futuro; pero se la dejo por cincuenta dólares.
-¿La casa? -preguntó Kive.
-No -replicó el hombre-, la casa no, la botella. Porque debo decirle que aunque le parezca tan rico y afortunado, toda mi fortuna, mi casa y su jardín, salieron de una botella no mucho mayor que una pinta. Ésta es.
Y abrió un armarito y sacó una botella ancha y de cuello largo, de un cristal blanco como la leche, con matices irisados. En su interior se movía oscuramente algo, como una sombra y un fuego.
-Esta es la botella -dijo el hombre. Y viendo que Kive se reía añadió:
-¿No me cree usted? Pruebe usted mismo, pruebe a ver si la rompe.
Kive cogió la botella y la lanzó repetidas veces contra el suelo, hasta agotarse; la botella botaba como una pelota goma, sin romperse.
-Es raro -decía Kive- pues por el tacto y por el aspecto parece cristal.
-Es de cristal -repitió el hombre suspirando más amargamente que nunca-; pero ese cristal está templado en el fuego del infierno. En ella vive un genio, y es la sombra que vemos moverse; por lo menos así lo supongo. El que compre esta botella tendrá al genio bajo su imperio; todo cuanto desee: amor, fama, dinero, casas como esta casa, o una ciudad como ésta, todo esto es suyo en cuanto pronuncie una palabra. Na-poleón tenía su botella, y por ella logró ser rey del mundo; pero al fin la vendió y fracasó. El capitán Cook tenía su botella y por su medio pudo descubrir tanta isla ignota; pero también la vendió y le degollaron en Hawai. Porque en cuanto se la vende, se pierde el poder y la protección del genio; y si el hombre no está contento con lo que posee, le acontecerá mal. -¿Y con todo eso, quiere usted venderla?
-Tengo cuanto quiero y me hago viejo -replicó el hombre-. Hay una cosa que el genio no puede hacer: pro-longar la vida; y, además, la botella tiene un inconveniente, que no sería justo ocultárselo a usted: si el que la posee mue-re sin venderla, arderá para siempre en el infierno.
-¡Córcholis! -exclamó Kive-. Verdaderamente es un inconveniente y gordo. No quiero ese chisme; puedo pasar sin casa, gracias a Dios; pero lo que es condenarme, eso sí que no me conviene.
-Amigo mío, no se precipite usted -respondió el hom-bre.
Lo conveniente es usar moderadamente el poder del genio, y después vender la botella a otro, como yo a usted, y terminar luego su vida de manera tranquila.
-Pero observo dos cosas -repuso Kive-. Primera, que no hace usted más que suspirar como mujer enamorada; y segunda, que me vende la botella muy barata.
-Ya le he dicho por qué suspiro -dijo el hombre-. Es porque temo que mi salud se resiente; y, como dice usted mismo, morir e ir al infierno es muy duro para cualquiera. En cuanto a lo barato de la venta, debo comunicarle una parti-cularidad acerca de la botella. Hace mucho tiempo, cuando por primera vez la trajo el demonio a le Tierra, fue muy cara y antes que nadie la compró el Preste Juan por muchos millones de dólares; pero no se puede vender sino con pérdida. Si la vende usted en cuanto le ha costado, se vuelve otra vez a usted como un palomo al palomar. De aquí se sigue que el precio ha tenido que ir bajando en tantos siglos y que la botella sea ahora tan barata. Yo mismo la compré aquí de uno de mis grandes vecinos en esta colina y sólo pagué por ella noventa dólares. La podría vender por ochenta y nueve dólares y noventa y nueve centavos; pero ni un céntimo más cara, porque regresaría a mi poder. Además hay otros dos inconvenientes: primero, que el ofrecer una botella tan singular por ochenta y tantos dólares la gente cree que uno está de broma; y segundo -pero esto no corre prisa y no necesito entrar en ello-, únicamente tenga usted presente que el dinero debe ser en metálico, no papel.
-¿Cómo puedo saber que no me engaña? -preguntó Kive. -Parte de ello lo puede usted comprobar ahora mismo -replicó el hombre-. Déme usted sus cincuenta dólares, tome la botella y desee tenerlos otra vez en su bolsillo. Si eso no acontece, le doy palabra de honor que desharé el trato y le devolveré su dinero.
-¿No me miente usted? -preguntó Kive. El hombre juró que no.
-Pues entonces probaré -dijo Kive- porque eso no me puede perjudicar en nada.
Pagó al hombre el dinero, y aquél le entregó la botella. -Genio de la botella -dijo Kive- quiero tener otra vez mis cincuenta dólares.
Y apenas hubo pronunciado la palabra cuando notó lleno el bolsillo.
-En verdad que es una botella mágica -dijo Kive. -Pues, buenos días -respondió el hombre- mi buen amigo y el diablo queda con usted en vez de conmigo.
-Eh, eh -respondió Kive-, nada de eso. Aquí tiene usted su botella. Tómela.
-Nada de eso, amiguito -respondió el hombre frotán-dose las manos-; la ha comprado usted por menos de lo que yo pagué por ella. Ahora es suya y no quiero verle a usted más por aquí.
Y diciendo así llamó a su criado chino e hizo que echase a Kive de la casa.
Cuando Kive se vio en la calle con la botella bajo el brazo, comenzó a pensar: todo cuanto ese hombre me ha dicho acerca de la botella es verdad tal vez no he hecho mal negocio. Pero probablemente ese hombre se rió de mí. Lo primero que hizo fue contar el dinero; la suma era exacta: cuarenta y nueve dólares americanos y una pieza chilena. «Esto es verdad -se dijo Kive- ahora probaré otra cosa».
Las calles en aquella parte de la ciudad estaban tan limpias como el puente de un buque y aunque era mediodía no había transeúntes. Kive dejó la botella en el suelo y echó a andar. Miró atrás en dos ocasiones, y allí estaba la botella anchi-panzona, donde él la dejó. Miró atrás nuevamente y dobló una esquina; pero apenas lo hizo, cuando sintió algo que le daba en el codo; y vio que era el largo cuello de la botella. La botella se le había metido en el bolsillo de su levita de piloto.
-Pues esto también parece verdad -se dijo Kive.
Luego compró un sacacorchos en una tienda y se retiró a un lugar apartado del campo. Pero cuantas veces introdujo el sacacorchos, otras tantas lo vio fuera en seguida y el corcho tan entero como siempre.
-Este corcho es de un material especial -se dijo; y en seguida comenzó a temblar y a sudar, porque tenía miedo de la botella.
De camino al puerto vio una tienda donde un hombre vendía conchas y macanas de las islas Caribes, ídolos antiguos, monedas antiguas, pinturas chinas y japonesas y todas esas baratijas que guardan los marineros en su baúl de viaje. Se le ocurrió una idea, y fue a la tienda y ofreció la botella por cien dólares. El tendero se rió primero y le ofreció cinco; pero en verdad era una botella rara: cristal como aquel no lo fundieron nunca los hombres, tan bellos eran los matices bajo el blanco lechoso y tan extrañamente giraba la sombra del interior; así es que después de haber discutido con el tendero sobre el precio, recibió de éste sesenta dólares de plata, y el tendero puso la botella encima de un anaquel en el centro de su escaparate.
-Bueno -se dijo Kive-, he vendido por sesenta lo que yo compré por cincuenta; a decir verdad, un poco menos, porque uno de mis dólares era chileno. Ahora sabré la verdad respecto de otra cosa.
Así es que embarcó en su nave, y cuando abrió su cofre, allí estaba la botella que había vuelto más de prisa que él mismo. Kive tenía a bordo un compañero cuyo nombre era Lopaka.
-¿Qué tienes -le dijo Lopaka- que miras alucinado tu baúl?
Los dos hombres estaban solos en el castillo de proa, y Kive, pidiéndole le guardase secreto, se lo explicó todo. -Es una situación muy peculiar -dijo Lopaka- y me temo que esta botella te dará muchos problemas. Pero hay una cosa bien sencilla en todo esto: estás seguro de lo molesta que te es la posesión de esa botella; pues bien, decídete: pídele lo que quieras, y si te cumple tu deseo, yo mismo te la compra-ré, porque tengo la idea de adquirir un bergantín y dedicarme al tráfico entre las islas.
-Esa no es mi idea -dijo Kive-; yo deseo tener una casa con jardín en la costa de Kona, donde yo nací, con el sol que la alegre, flores en el jardín, cristaleras en las ventanas, cuadros en las paredes y bibelots y hermosos tapetes en las mesas, en todo semejante a la casa en que he estado hoy; sólo que un piso más arriba, y con miradores en torno de ella como el palacio del rey; y vivir en ella sin cuidados y divertirme y disfrutar con mis paisanos y parientes.
-Bueno -dijo Lopaka-; la llevaremos con nosotros a Hawai; y si todo sale bien, como supones, te compraré la bo-tella, como digo y pediré un bergantín.
Convinieron en ello, y no pasó mucho sin que el bergantín llegase a Honolulu, con Kive, Lopaka y la botella. Apenas saltaron a la playa, cuando encontraron en ella a un amigo que empezó a compadecerse de Kive.
-No sé de qué me has de dar el pésame -dijo Kive.
-¿Es posible -respondió el amigo- que no hayas oído que tu tío, aquel buen anciano, ha muerto y que tu primo, aquel muchacho tan hermoso, se ahogó en el mar?
Kive se llenó de dolor, y empezando a llorar y lamentarse, se olvidó de la botella. Pero Lopaka pensaba en sí mismo y cuando el dolor de Kive remitió un poco, le dijo:
-He estado pensando en que tu tío tenía tierras en Hawai, en el distrito de Kaú, ¿verdad?
-No, en Kaú no -respondió Kive-; no; están en la montaña, un poco al sur de Húkena.
-¿Esas tierras serán ahora de tu propiedad? -preguntó Lopaka -respondió Kive, y empezó de nuevo a lamentarse por sus familiares fallecidos.
-¡Bah!, no te lamentes ahora -dijo Lopaka-. ¿No ha podido eso ser obra de la botella? Porque ese es un lugar ade-cuado para tu casa.
-Sí es así -gritó Kive-, es mala manera esa de servirme, matando a mis parientes. Pero sí que será; porque, realmente, con los ojos de mi fantasía me imaginé la casa en ese sitio.
-No obstante -respondió Lopaka- la casa no está aún construida.
-¡No, seguramente no! -replicó Kive-; porque aunque mi tío tenía algo de café, ava y bananas no llegará apenas para pasarlo holgadamente; y lo demás de aquella tierra es lava negra.
-Vayamos al notario -dijo Lopaka-; tengo aún esta idea en mi cabeza.
Cuando llegaron a casa del notario se enteraron que el tío de Kive se había hecho muy rico en los últimos días y que había dejado fondos en metálico.
-¡Pues ése es el dinero para la casa! -exclamó Lopaka.
-Si piensa usted hacer construir una casa nueva -dijo el notario -le daré esta tarjeta de un nuevo arquitecto del cual me cuentan maravillas.
-¡Mejor que mejor! -dijo Lopaka-. El camino se nos allana de tal manera que sólo hemos de obedecer a lo que se nos indica.
Fueron a casa del arquitecto, el cual tenía sobre la mesa varios dibujos de casas.
-Usted desea algo diferente -dijo el arquitecto, y alargó un dibujo a Kive, añadiendo-: ¿Qué le parece ésta?
Cuando Kive miró el dibujo, dio un grito porque la casa estaba trazada tal cual la soñó su fantasía.
-Me encanta esa casa -se dijo para sí- y a pesar de la forma como la obtengo me agrada y la recibiré gustoso aunque con ella puedo recibir el bien junto con el mal.
Dijo pues al arquitecto lo que deseaba, cómo quería amueblar la casa, los cuadros de los muros y las chucherías y tapetes de las mesas; y le preguntó sencillamente qué cantidad quería por la obra así completa.
El arquitecto le hizo muchas preguntas, tomó el lápiz y trazó unas cifras; y cuando hubo terminado el cálculo leyó en voz alta el total, que era una suma igual a la cantidad que Kive había recibido.
Lopaka y Kive se miraron uno a otro inteligentemente. -Eso está claro -pensó Kive- que he de tener esa casa quieras o no. Viene del demonio y creo que eso me hará poco bien; pero de lo que estoy seguro es de que mientras posea esta botella no le pediré otro deseo. Mas con la casa ya estoy arre-glado y tanto puede serme para bien como para mal.
Se puso de acuerdo con el arquitecto y firmaron un con-trato; y Kive y Lopaka se embarcaron en dirección a Australia; pues acordaron entre sí no intervenir para nada, y dejar al ar-quitecto y al genio de la botella, adornar la casa a su gusto.
El viaje fue bueno, sólo que Kive estuvo siempre con el corazón encogido, porque se había jurado no expresar más deseos y no recibir más favores del demonio. El viaje se acabó y cuando volvieron les dijo el arquitecto que la casa estaba terminada; Kive y Lopaka tomaron pasaje en el Hall para ir a Kona y visitar la casa y ver si todo se había hecho según la idea de Kive.
La casa estaba en la ladera de una montaña visible a los bu-ques. Sobre ella ascendían los bosques hasta confundirse con las pluviosas nubes; debajo la negra lava se rompía en rocas, donde en profundas cavernas, yacían sepultados los reyes de la anti-güedad. En torno de la casa florecía un jardín en todo su es-plendor; y a un lado había una huerta de papaja y en el otro un huerto de árboles de pan, y enfrente hada el mar se elevaba un mástil de buque en el que flameaba una bandera. La casa tenía tres pisos de alto, con grandes cámaras y amplias galerías en cada uno. Las ventanas eran de cristal tan claro como el agua, y tan esplendente como el sol. Las habitaciones estaban llenas de toda clase de muebles. En dorados marcos pendían cuadros de las paredes: marinas, batallas, paisajes hermosísimos de los sitios más singulares; en ningún paraje del mundo se encontra-rían cuadros de color tan vivo como los que Kive encontró en los muros de su casa. En cuanto a los adornos y chucherías eran delicadísimos; relojes de campana y cajas de música, hombre-cillos que inclinaban la cabeza, álbumes de vistas, armas valiosas de todas las partes del mundo y los rompecabezas más elegantes para entretener los ocios de un hombre solitario. Y como si na-die fuese a vivir en tales habitaciones, y fuesen solamente para pasar por ellas y contemplarlas, las galerías, eran tan anchas que todo un pueblo podía vivir en ellas holgadamente; y Kive no sabía cuál preferir: si la de atrás, donde se gozaba de la brisa de tierra y que miraba a los huertos y jardines, o la de enfrente donde se aspiraba el aire del mar y que dominaba la pendiente de la montaña y desde la que se veía el Hall ir cada semana o cosa así de Húkena a las colinas de Pele, o a los bergantines que se acercaban a la costa por maderas, kaya y bananas.
Cuando Kive y Lopaka lo hubieron visitado todo, se sen-taron en el pórtico.
-Bien, ¿es esto todo cuanto imaginaste? -preguntó Lo-paka.
-Las palabras no pueden expresarle -respondió Kive-. Es mejor de lo que soñaba, y no quepo en mí de satisfacción.
-Sólo queda una cosa por considerar -dijo Lopaka-. Todo esto puede ser muy natural, y tal vez el genio de la bo-tella no tenga nada que ver con ello. De modo que si yo te compro la botella y me quedo sin bergantín, habré perdido tontamente mi dinero. Ya sé que te he dado mi palabra; pero con todo creo que no me negarás otra prueba.
-He prometido no pedir más deseos al genio -dijo Kive-; bastante tengo ya.
-No intento que le pidas nada -replicó Lopaka-. Sólo deseo ver al genio en persona. Con esto no se gana nada ni se pierde; y no obstante, si le viese una sola vez, creo que me convencería de que todo es cierto. De modo que concédeme lo que te pido y haz que le vea; después, mira el dinero que tengo en la mano, te compraré la botella.
-Me temo una cosa -respondió Kive-: tal vez el genio sea de horrible aspecto y si le ves puede que ya no tengas ganas de la botella.
-Soy hombre de palabra -respondió Lopaka-. Aquí está el dinero.
-Muy bien -dijo Kive- yo mismo tengo también cu-riosidad. De modo que, señor Genio, déjese ver un poco. Apenas se habían pronunciado aquellas palabras cuando el genio salió de la botella y se volvió a meter en ella tan ligero como un lagarto; y Kive y Lopaka se quedaron sentados pe-trificados de espanto. La noche llegó antes de que ninguno de ellos concibiese un pensamiento o pudiese articular palabra; y después Lopaka entregó el dinero y tomó la botella.
-Soy hombre de palabra -dijo- y de lo contrario no tocaría esta botella ni con el pie. Bueno, obtendré mi bergantín y un dólar o dos para mi bolsillo y después me desharé de este demonio tan pronto como pueda, porque si te he de decir la verdad, su solo aspecto me ha petrificado.
-Lopaka -dijo Kive-, te ruego pienses de mí lo me-nos mal que puedas: sé que es de noche, malos los caminos, y que al pasar junto a las tumbas a estas horas no es agradable; pero te digo que desde que he visto ese rostro diminuto no , podré ni comer ni dormir ni orar hasta que esté lejos de mí. De modo que te daré una linterna, un cesto para poner la botella y cualquier cuadro o maravilla que te guste de cuantas hay en la casa y... vete enseguida, vete a dormir en Húkena o en Nahinu.
-Kive -replicó Lopaka-, muchos llevarían esto a mal, sobre todo cuando me he portado contigo tan amigablemen-te que he guardado mi palabra y comprado la botella; y por eso, la noche y las tinieblas y el camino hacia el cementerio, deben ser diez veces más peligrosos para un hombre que tiene tal pecado sobre su conciencia y tal botella bajo su brazo. Pero estoy tan asustado que no puedo vituperarte. Me marcho pues y ruego a Dios que seas dichoso en tu casa y yo afortunado con mi bergantín, y que ambos vayamos finalmente al cielo a despecho del demonio y de su botella.
Marchó pues Lopah montaña abajo, y Kive permaneció de pie en el mirador de la fachada, oyendo las pisadas del caballo y viendo el resplandor de la linterna que iluminaba el sendero que bajaba junto a las grutas donde yacían sepultados los an-tiguos muertos; y todo el tiempo estuvo temblando, crispadas las manos y rezando por su amigo y dando gracias a Dios por haberle permitido a él escapar de aquel peligro.
Pero el día siguiente amaneció tan espléndido y en su cla-ridad apareció la nueva casa tan deliciosa de contemplar, que Kive se olvidó de sus terrores. Los días pasaban y Kive vivía en perpetuo gozo. Tenía su habitación en la parte de atrás: allí comía y moraba y leía novelas y los periódicos de Honolulu; y cuando cualquiera pasaba cerca de la casa había de pasar para visitar las cámaras y admirar los cuadros. De modo que se extendió muy lejos la fama de la casa y se la llamaba Kabate Nui (la Gran Casa) en toda Kona; y a veces la «Casa Brillante», porque Kive tenía un criado chino que estaba todo el día quitando el polvo y limpiando; y el cristal y los dorados y los tapetes preciosos y los cuadros, resplandecían como el sol. Kive mismo no sabía andar por la estancia sin cantar, sin-tiendo su corazón tan ensanchado; y cuando aparecía un bu-que en el mar, él izaba su bandera en el mástil.
Así pasó el tiempo hasta que un día fue Kive a hacer una visita a un amigo suyo que vivía en Kailúa. Le agasajaron mucho, y al día siguiente partió en cuanto pudo, temprano, y se apresuró en su camino, porque tenía prisa de ver su hermosa casa; y, además, la noche que se acercaba era la noche en que los muertos antiguos salen de sus cavernas en las laderas de Kona; y habiéndoselas visto ya con el demonio no tenía el menor deseo de toparse con los difuntos. Un poco más allá de Honaunau, mirando a lo lejos, distinguió a una mujer que se bañaba en la orilla del mar y parecía una muchacha muy rolliza; cuando llegó frente a ésta, ella había terminado ya su tocado y apartándose del mar envuelta en su bata encarnada estaba de pie al lado del sendero, muy fresca con el baño y sus ojos brillaban amables. Apenas la vio Kive cuando se detuvo diciéndole:
-Yo me imaginaba conocer a toda la gente de este país; ¿cómo es que no la conozco a usted?
-Soy Kokúa, hija de Kiano -dijo la joven- y acabo de llegar de Oaku. ¿Quién es usted?
-Pronto se lo diré -respondió Kive apeándose del caba-llo-; pero ahora no. Porque yo tengo un pensamiento, y si usted supiese quien soy yo, podría ser que hubiese ya oído hablar de mí, y no me diría la verdad. Pero dígame ante todo una cosa: ¿es usted casada?
Al oírlo, Kokúa prorrumpió en una gran carcajada, di-ciendo:
-¿También pregunta usted? Pues dígame, ¿está usted ca-sado?
-No -replicó Kive- y nunca pensé en serio hasta este momento, pues ésta es la verdad. La he encontrado a usted junto al camino y he visto sus ojos semejantes a estrellas y mi corazón se fue hacia usted con la ligereza de un pájaro a su nido. De modo que si usted no quiere nada de mí, dígalo y me retiraré a mi casa. Pero si no me encuentra usted peor que a otro joven, dígalo también, y esta noche iré a casa de su padre y mañana hablaré con él.
Kokúa nada dijo, pero miró el mar y se rió.
-Kokúa -dijo Kive-; quien calla otorga; vayamos pues a casa de su padre.
Ella echó a andar ante él, sin decir palabra; sólo a veces miraba hacia atrás una y otra vez, y mantenía sujetas con los dientes las cintas de su sombrero.
Cuando llegaban a la puerta, Kiano salió al balcón y salu-dó a Kive por su nombre dándole la bienvenida. Entonces la joven lo miró detenidamente, porque hasta ella había llegado la fama de la gran casa, y ésta era sin duda una gran tentación. Aquella velada la pasaron muy divertidos; y la muchacha, a los mismos, ojos de sus padres, se mostró osada y se burló de Kive, pues ella tenía un ingenio vivo. Al día siguiente dijo unas pa-labras a Kiano, y habló luego a solas con la joven.
-Kokúa -le dijo-, toda la velada te mofaste de mí; y aún hay tiempo de decirme que me retire. Yo no te quería decir quién era, porque como tengo una casa tan hermosa, temía que estimases en mucho a ésta y en poco al hombre que te ama. Ahora ya lo sabes todo, y si no me quieres ver más, dímelo y me marcharé inmediatamente.
-No -respondió Kokúa; pero esta vez no se rió, ni pre-guntó más a Kive.
Este fue el noviazgo de Kive; las cosas habían ido de prisa, pero también van de prisa las flechas y más de prisa aún las balas y con todo pueden dar en el blanco. Las cosas habían ido de prisa, pero habían ido también lejos, y el pensamiento de Kive halló acogida en la mente de la doncella; oía su voz entre el rumor de las olas que se rompían contra las rocas de lava, y
por aquel joven a quien sólo había visto dos veces estaba dis-puesta a dejar padre y madre y la tierra de su nacimiento. Kive marchó al galope de su caballo ascendiendo por el sendero de la montaña rodeado en ambos lados de sepulcros, y el sonido de las pezuñas del bruto y el canto de Kive rebo-sante de placer repercutían en las cavernas de los muertos. Llegó a la Casa Brillante y cantaba aún. Se sentó y comió en el amplio mirador y el chino se admiraba de ver a su amo cantar entre bocado y bocado. Se puso el sol en el marino horizonte y se hizo de noche, y Kive se paseo por sus galerías, iluminadas con lámparas eléctricas, cantando y despertando con su canto a los marineros que dormían en los barcos.
-Aquí estoy -se decía- en mi alto lugar. La vida no puede ser más buena; ésta es la cumbre de la montaña; y nada hay en torno mío más dichoso que yo. Por primera vez ilu-minaré las cámaras y me bañaré en mi hermoso baño con agua caliente y fría, y dormiré solo en el lecho de mi cámara nup-cial.
Mandó al chino que se levantase y encendiese los hornos; y el chino mientras trabajaba abajo junto a las calderas oía a su amo cantar y regocijarse arriba en los iluminados aposentos. Cuando el agua empezó a estar caliente el chino advirtió a su amo, el cual fue al cuarto de baño; y el chino le oía cantar mientras él llenaba la bañera de mármol; y cantar y cantar a voz en cuello mientras se desnudaba; hasta que, de pronto, la canción cesó. El chino escuchó y escuchó; subió y preguntó desde fuera a Kive si todo iba bien y Kive le respondió que sí y le mandó que se retirase a dormir; pero ya no se oyeron más cantos en la Casa Brillante; y durante toda la noche el chino oyó a su amo ir y venir por las galerías sin descanso.
Ahora bien, la razón de esto era la siguiente: mientras Kive se desnudaba para bañarse apercibió en su cuerpo una mancha semejante a la del líquen sobre la rosa, y esto le hizo cesar en sus cantos; porque él conocía bien lo que significaba aquella mancha y comprendió que estaba atacado de lepra.
Para cualquier hombre, esa enfermedad es terrible; y para cualquiera sería triste dejar una casa tan hermosa y cómoda y despedirse de todos sus amigos para ir a la costa norte de Molokai para vivir entre arrecifes y rompientes. ¿Pero qué se-ría para Kive que el día anterior se había enamorado y que aquel mismo día por la mañana había conseguido el consen-timiento de su amada, y que veía ahora fallidas todas sus es-peranzas y rotas en un momento, como se destroza un objeto de vidrio?
Durante un rato estuvo sentado en el borde del baño; después saltó dando un grito y salió afuera corriendo y andu-vo de acá para allá por las galerías desesperado.
«De buen grado podría yo dejar Hawai, la patria de mis padres -pensaba Kive-. Sin gran pesadumbre podría abandonar mi casa, la alta, la de muchas ventanas, aquí en la cumbre de la montaña. Con valor me iría a Molokai, a Ka-laupapa, cerca de los arrecifes, a dormir entre los afligidos, lejos de mis padres. ¿Pero qué mal he hecho, qué pecado pesa sobre mí alma para que haya encontrado yo a Kokúa saliendo fresca del agua del mar al atardecer? ¡Kokúa, la encantadora! ¡Kokúa, la luz de mi vida! ¡Que nunca me haya de unir a ella, que no la haya de ver más! ¡Y que por ti, por ti, Kokúa, haya yo de la-mentarme así!
Con esto se ve qué clase de hombre era Kive; porque du-rante años podría vivir en la Casa Brillante sin que nadie se diese cuenta de su enfermedad; pero ante el pensamiento de perder a Kokúa no podía razonar de aquel modo. Y además, aun como estaba se podía casar con Kokúa como muchos lo habrían hecho, pero Kive amaba a la doncella virilmente y no quería hacerle daño ni ponerla en peligro.
Pasada un poco la media noche se acordó de la botella. Dio la vuelta yendo a la galería de atrás y trajo a su memoria el día en que el demonio le había mirado saliendo de la botella; y, al solo recuerdo, se le heló el cuerpo.
-Terrible cosa es la botella -pensó Kive-, y temible el genio y temible cosa es también el arriesgarse al peligro de caer en las llamas del infierno. Pero ¿qué otra esperanza tengo yo de curar de mi enfermedad o de casarme con Kokúa? ¿Cómo -pensó- me habré atrevido a hacerle frente una vez para tener una casa y me espantaré de tratar otra vez con él para ganar a Kokúa?
Entonces se acordó de que al día siguiente volvía el Hall de Honolulu. «Debo ir, se dijo, y ver a Lopaka. Porque la única esperanza que tengo es recuperar la botella de la que tan rá-pidamente tuve que deshacerme»,.
No podía dormir; la comida no le sentaba bien; pero es-cribid una carta a Kiano, y a la hora en que debía llegar el buque, bajó por la senda bordeada de tumbas. Llovía; su ca-ballo descendía penosamente; él miraba a las negras bocas de las cavernas y envidiaba a los que yacían allí desde antiguo li-bres de todo cuidado; se acordó de lo alegre que había él ga-lopado el día antes y se asombró. Llegó a Húkeno y encontró a la gente que esperaba como de costumbre el barco. Estaban sentados en los soportales de los almacenes, bromeando y comunicándose noticias; pero Kive no tenía ganas de hablar y se sentó en medio de aquellas gentes y contempló fijamente la lluvia que caía sobre los tejados y la resaca que se quebraba entre las rocas; entonces le ahogaron los sollozos.
Kive, el de la Casa Brillante, está desconsolado, se decían unos a otros. Y en verdad que lo estaba, y no era extraño que lo estuviese.
Después llegó el Hall y Kive se trasladó en un bote a bor-do. La popa estaba llena de europeos que habían ido a visitar el volcán, como acostumbraban; el centro lo ocupaban muchos canacos y en la proa había búfalos de Hilo y caballos de Kaú; pero Kive se sentó aislado y triste y Contempló la casa de Kiano. Ésta se alzaba en la costa baja, entre las negras rocas, y la sombreaban palmeras de coco; allí, en su puerta, se veía una mancha encarnada, no mayor que una mosca y yendo de acá para allá con mucha actividad.
-¡Ah, reina de mi corazón -exclamé Kive-, me aven-turé a los mayores peligros por amor tuyo!
Poco después oscureció y se iluminaron los camarotes, y los europeos se sentaron a las mesas y bebieron whisky y jugaron a las cartas como es su costumbre; pero Kive anduvo paseando por la cubierta toda la noche; y todo el día siguiente mientras navegaban a sotavento de Maui o de Molokai, paseaba aún de un lado para otro, como fiera enjaulada.
Hacia el atardecer pasaron por el Cabo Diamante y llega-ron a Honolulu. Kive saltó entre los tripulantes y comenzó a preguntar por Lopaka. Le dijeron que se decía que Lopaka era propietario de un bergantín precioso, como no había otro en las islas, y que se había dirigido con aquel barco hacia Pola-Pola o Kahikf, de modo que Kive no podía esperar ayuda de Lopaka. Se acordó Kive de un amigo de Lopaka, un abogado de la ciudad (cuyo nombre no debo decir), y preguntó por él. Le dijeron que se había hecho repentinamente muy rico y que tenía una casa nueva y hermosa en la playa de Vaikiki; en se-guida se le ocurrió una idea a Kive, y mandó a un cochero que lo llevase allí.
La casa era impecable y nueva y los árboles del jardín no eran, mayores que bastones; y el abogado, cuando Kive llegó, tenía el aspecto de un hombre satisfecho.
-¿En qué puedo servirle? -preguntó.
-Usted es amigo de Lopaka -replicó Kive- y Lopaka me compró cierto objeto cuyo paradero actual tal vez pueda usted indicarme.
El rostro del abogado se tornó.
-No quiero engañarle, señor Kive -dijo-, aunque el asunto no es agradable. Puede usted estar seguro de que no sé nada; pero con todo tengo una sospecha y si va usted a tal si-tio obtendrá noticias.
Y le dio el nombre de un lugar y de una persona, que también debió ocultar. Aquello duró varios días, y Kive fue de uno a otro, encontrando en todas partes vestidos nuevos, ca-rruajes, casas nuevas y preciosas y hombres muy contentos; aunque desde luego, al indicarles el objeto de su visita, se en-tristecían sus rostros.
-No hay duda -pensaba Kive- de que estoy sobre la pista. Esos vestidos nuevos y carruajes son todos dones del pequeño genio, y esos rostros alegres son los rostros de hom-bres que han sacado el provecho de la cosa maldita y se han deshecho de ella con seguridad. Cuando vea caras pálidas y oiga suspirar será señal de que estoy cerca de la botella.
Por fin le dirigieron a cierto europeo en la calle de Berita-nia. Cuando llegó a la puerta a eso de la hora de cenar, vio las usuales circunstancias de casa nueva, jardín recién plantado, y las lámparas eléctricas iluminando los miradores; pero cuando se presentó el dueño, Kive se estremeció de temor y de espe-ranza, pues era un joven pálido como un cadáver, con unas ojeras negras, y el pelo descuidado y todo el aspecto del hombre a quien van a ejecutar.
-Aquí está seguramente -pensó Kive; y, desde luego, dijo claramente lo que quería-: Vengo a comprar la botella. Al oírlo, el joven europeo de la calle de Beritania vaciló y se apoyó contra la pared.
-¡La botella! -murmuró-. ¡A comprar la botella! Después pareció atragantarse y asiendo a Kive de un brazo lo llevó dentro de una habitación y escanció vino en dos vasos. -A su salud -dijo bebiendo Kive, que en sus tiempos había tratado mucho con los blancos-. Sí -añadió-, he venido a comprar la botella. ¿Qué precio tiene ahora?
Al oír preguntar el precio el joven dejó escapar el vaso de la mano y miró como un espectro a Kive.
-¡El precio! -dijo-. ¡El precio! ¿No sabe usted el precio? -Es lo que le pregunto a usted -replicó Kive-. Pero ¿qué le pasa a usted? ¿Hay algo irregular acerca del precio? -Que ha bajado mucho desde que usted la vendió, señor Kive -dijo el joven tartamudeando.
-Bueno, bueno; menos tendré que pagar por ella -res-pondió Kive-. ¿Cuánto le costó a usted?
El joven estaba más pálido que una sábana.
-Dos centavos -dijo.
-¿Qué? -gritó Kive-. ¿Dos centavos? De modo que usted sólo la puede vender por uno y el que la compre...
Las palabras se le extinguieron en la boca; el que la com-prase no la podría vender nunca más, la botella y el genio de la botella vivirían con él hasta que él muriese y entonces le lle-varían al infierno.
El joven de la calle de Beritania cayó de rodillas ante él, exclamando:
-¡Por amor de Dios, cómpremela usted! Le daré en cam-bio toda mi fortuna; estaba yo loco cuando a tal precio la compré; pero había hecho un desfalco, y estaba perdido y tenía que ir a presidio.
-¡Pobre hombre! -dijo Kive-. Usted arriesgó su alma en aventura tan desesperada para evitar el castigo merecido de su propia culpa; y ¿piensa usted que dudaré yo instigado por el amor? Déme la botella y el cambio, que estoy seguro de que todo lo tiene usted preparado. Aquí va una pieza de cinco centavos.
Como Kive lo supuso así fue; el joven tenía el cambio dispuesto en una gaveta; la botella cambió de dueño, y apenas Kive asió con sus dedos el cuello cuando formuló su deseo de quedar limpio de la lepra y ciertamente, cuando llegó a su casa y se desnudó ante un espejo, se vio la carne tersa y limpia como la de un niño. Y entonces sucedió una cosa extraña y fue que apenas vio aquel prodigio ya no le importó nada la lepra ni Kokúa y sólo tuvo un pensamiento: que estaba ya ligado con el genio de la botella de por vida y que no le quedaba otro remedio que llegar a tizón en el infierno. Ante sí veía en su mente arder las llamas infernales y su alma temblaba; y las ti-nieblas apagaron la luz del día.
Cuando Kive volvió en sí se dio cuenta de que era de no-che, la hora en que la banda tocaba en el hotel. A éste se dirigió porque temía estar solo; y allí entre rostros alegres, yendo de aquí para allí, y oyendo las tocatas y viendo al músico mayor llevar el compás con la batuta, le parecía oír crepitar las llamas y veía el rojo fuego ardiendo en el impío abismo. De pronto la banda ejecutó el Hikiao-ao, canción que él había cantado con Kokúa, y al oírla recuperó el valor.
-Ya está hecho -pensó- y una vez mas tomaré el bien junto con el mal.
Así, pues, volvió a Hawai en el primer vapor y tan pronto como pudo arreglarlo se casó con Kokúa y la llevó a lo alto de la montaña la Casa Brillante.
Y les sucedía a los nuevos esposos que, cuando estaban juntos, el corazón de Kive estaba tranquilo, y en cuanto se quedaba solo le comía un miedo horrible y oía crepitar las llamas y veía el rojo fuego ardiendo en el impío abismo. La muchacha se le había entregado de corazón; cuando veía a Kive le palpitaba el corazón alegremente y le estrechaba la mano con amor; y era tan linda desde los pies a le cabeza que nadie la podía mirar sin regocijo. Era de carácter agradable; siempre tenía buenas palabras. Cantando iba de un sitio a otro en la Casa Brillante, y era el objeto más precioso que había en sus tres pisos; y godeaba como los aros. Kive la contemplaba y oía con deleite, y después se recogía a un rincón y lloraba y se
lamentaba el pensar en el precio que había pagado por ella; después enjugaba sus ojos y lavaba su rostro, e iba y se sentaba con ella en los amplios miradores, cantando con ella; y, con melancólico espíritu, respondía a sus sonrisas.
Llegó un día en que los pasos de Kokúa fueron más pesa-dos y más raras sus canciones; y entonces ya no era Kive sólo el que se recogía aparte para llorar, sino que los dos se sepa-raban uno de otro y se sentaban en las opuestas galerías te-niendo de por medio toda la anchura de la casa. Kive estaba tan sumido en su desesperación, que apenas se dio cuenta del cambio, y se alegró de tener más horas para estar aislado y cavilar sobre su destino, y no estaba condenado tan frecuen-temente a poner un rostro risueño teniendo el corazón lace-rado. Pero un día, andando despacio por la casa, oyó gemir a su esposa y vio a Kokúa con el rostro en el suelo de la galería llorando a lágrima viva.
-Haces, bien en llorar en esta casa, Kokúa -dijo él-, y con todo yo daría mi cabeza para que tú, por lo menos, pu-dieses haber sido feliz.
-¡Feliz! -exclamó ella-. Kive, cuando vivías solo en tu Casa Brillante, en la isla se hablaba de tu felicidad; en tu boca había risas y cantares y tu rostro lucía como el sol naciente. Después te casaste con la pobre Kokúa, y el buen Dios sabe qué falta en ella, pero lo cierto es que desde aquel día no has sonreído. ¡Oh! ¿Qué tengo? ¡Yo creí que era bonita y sabía que te amaba, Dios mío! ¿Qué tengo yo para arrojar esa nube sobre mi esposo?
-Pobre Kokúa -dijo Kive; y se sentó a su lado, y quiso tomarle una mano, pero ella la retiró-. Pobre Kokúa -dijo de nuevo-, pobre hija mía, hermosura mía. ¡Y yo que había pensado en librarte del horror de saberlo! Pero lo sabrás todo. Después, por lo menos, tendrás compasión del pobre Kive; sabrás también cuánto te ha amado, tanto que ha desafiado al
infierno por poseerte, y cuánto te ama todavía (él, pobre condenado), pues aún puede sonreír cuando te contempla. Entonces él le contó todo desde el principio.
-¿Has hecho eso por mí? -gritó ella-. Ah, bien, ¿en-tonces qué he de temer? -y cruzó las manos y lloró sobre él.
-¡Ah, hija! -exclamó Kive-, pues yo sí que temo mu-cho cuando considero el fuego eterno.
-No me digas eso -replicó Kokúa-; ningún hombre puede condenarse por la sola falta de haber amado a Kokúa. Te digo, Kive, que te salvaré con mis manos o pereceré en tu compañía. ¡Cómo! ¿Tú me amaste, diste tu alma por mí, y piensas que no moriré por salvarte a mi vez?
-¡Ah, querida mía! Aunque muriese cien veces, ¿qué po-dría eso aliviar mi destino? ¿No me dejarías solo hasta que llegase el tiempo de mi condenación?
-Eres un ignorante -dijo ella-. Yo me eduqué en una escuela de Honolulu; no soy una muchacha ordinaria. Y te digo que salvaré a mi amador. ¿Qué es lo que dices del centa-vo? Todo el mundo no es americano. Los ingleses tienen una moneda que llaman farthing (cuarto de penique) que vale aproximadamente medio centavo. ¡Pero qué dolor! -gritó, eso apenas remedia nada, porque el comprador debe conde-narse y no encontraremos a nadie tan valiente como mi Kive. Pero tenemos ahí a Francia; los franceses usan una moneda pequeña que llaman céntimo y cinco céntimos es cosa así equivalente al centavo. No podíamos encontrar cosa mejor. Vamos Kive, vamos a las islas francesas; vamos a Tahití tan rápidamente como podamos. Allí tendremos ocasión de ven-derla por cuatro, tres, dos céntimos o uno, cuatro ventas po-sibles y seremos dos para realizar el negocio. Vamos, Kive mío, desecha todo temor. Kokúa te defenderá.
-¡Oh, don de Dios! -respondió Kive-; no puedo creer que Dios me castigue por desear una cosa tan buena. Sea, pues, como quieres; llévame a donde quieras; pongo mi vida y mi salvación en tus manos.
Al día siguiente, temprano, Kokúa comenzó sus prepara-tivos. Cogió el baúl que Kive usaba cuando navegaba, y pri-mero que nada puso en un rincón la botella y después lo llenó con sus vestidos más ricos y las baratijas más preciosas de la casa. «Debemos -decía- aparecer como muy ricos; pues de lo contrario ¿quién creería en la virtud de la botella?». Mientras hacía los preparativos estaba más alegre que un pájaro; sólo cuando ponía los ojos en Kive sentía que se le aguaban, y se arrojaba a él y lo besaba y lo abrazaba. Kive se había quitado como un peso del alma; habiendo comunicado su secreto y con alguna esperanza ante sí, parecía un hombre nuevo, an-daba de prisa y estaba casi contento. No obstante el terror no le abandonaba; y una y otra vez, como el viento apaga una candela, moría en él la esperanza y veía las agitadas llamas y el rojo fuego ardiente del infierno.
Hicieron correr la voz en el país de que iban en viaje de recreo a los Estados, y lo estimaron todos bastante raro, y con todo en realidad aquel pretexto no era tan extraño como el motivo verdadero del viaje, si alguno lo hubiese adivinado. Fueron, pues, a Honolulu en el Hall y desde allí en el Umatila a San Francisco, con muchos europeos; y allí tomaron pasaje en el correo bergantín Tropic Bird (Ave Tropical), para Papit, ciudad principal de las islas francesas del sur. Llegaron, después de un placentero viaje en un día precioso de los vientos Alisios, y vieron la espuma romperse blandamente en la costa, y el bergantín navegar cercano a la orilla, y las blancas casas de la ciudad a lo largo de la playa entre árboles verdes, y sobre ellas las montañas las nubes de Tahití, la isla sabia.
Lo más adecuado les parecía alquilar una casa; como lo hicieron con una que estaba frente a la del cónsul inglés, para hacer gran ostentación de riquezas con coches y caballos. Esto
era sumamente fácil, pues tenían en su poder la botella; porque Kokúa era más atrevida que Kive y siempre que tenía un deseo pedía al genio veinte o cien dólares. De este modo pronto se hicieron notar en la ciudad; y los extranjeros de Hawai, su tren y su lujo, y los ricos encajes de Kokúa, fueron pronto objeto de la general conversación.
Después de algún tiempo en que adquirieron soltura en el tahitiano, que se parece bastante al hawaiano con el cambio sólo de unas letras, empezaron a procurar vender la botella, y se ha de convenir en que era difícil asunto; no era fácil per-suadir a nadie que se estaba ansioso de venderla cuando se ofrecía por cuatro céntimos un venero inestimable e inextin-guible de riquezas. Además era necesario explicar los peligros de la botella; y la gente no creía en nada y se reía, o se fijaban mucho en los inconvenientes, se ponían graves y se apartaban de Kive y Kokúa, como de personas que tenían tratos con el demonio. En vez de ganar terreno, empezaron a notar que en la ciudad los evitaban; los jóvenes huían de ellos gritando, y esto era intolerable para Kokúa; los católicos, al pasar junto a ellos, se persignaban, y todos de común acuerdo empezaron a liberarse de los préstamos que de ellos habían recibido.
El desánimo se apoderó de sus espíritus. Se sentaban en su nueva casa después del fatigoso día y permanecían sin cambiar palabra, o el silencio se interrumpía por los sollozos repentinos de Kokúa. A veces oraban juntos; otras ponían la botella en el suelo y pasaban horas interminables viendo cómo en su centro se agitaba la sombra. Entonces tenían miedo de acostarse. Pasaba mucho tiempo antes de que pudieran dormir y si al-guno de los dos cabeceaba era para despertarse y ver al otro llorando en la oscuridad, o quizá para verse solo, porque el otro había huido de la casa y de la vecindad de la botella para pasear bajo los plátanos en el pequeño jardín o para andar errante por la playa a la luz de la luna.
Una noche sucedió esto cuando se despertó Kokúa. Kive se había ido. Ella tentó el lecho y notó que el lado de él estaba frío. Le entró miedo y se sentó en la cama. A través de los postigos se filtraban débiles rayos de luz lunar. El cuarto esta-ba claro y pudo ver la botella en el pavimento. Fuera el vien-to soplaba tempestuoso; los grandes árboles de la avenida sil-baban y las colgantes ramas azotaban el balcón. En medio de estos ruidos, Kokúa dio cuenta de otro sonido; si procedía de una bestia o de un hombre no lo podía discernir, pero era tan triste como la muerte y le llegó al alma. Despacio se le-vantó, abrió de par en par la puerta miró al iluminado por la luna. Allí, bajo los plátanos, yacía tendido Kive, su boca con-tra la tierra y lamentándose.
El primer pensamiento de Kokúa fue correr a consolarle; pero se detuvo pensando que Kive se había portado ante ella, su esposa, como un valiente; por tanto no estaba bien que
ella, en la hora de la debilidad de su marido, se introdujese en su vergüenza. Con este pensamiento volvió a la casa.
-¡Cielos -pensó-, qué descuidada y débil he sido! Él es y no yo, el que está expuesto al peligro de la eterna condena-ción; él fue, no yo, quien tomó la maldición sobre su alma. Por mí, por amor de una criatura tan indigna como yo y que tan poco puedo ayudarle, es por lo que él ve ahora tan cerca de sí las llamas del infierno, y huele el humo del abismo yaciendo ahí, al viento y a la luz de la luna. ¿De cuándo acá he dejado yo de cumplir mi deber? Ahora por lo menos tomaré mi alma como todo mi afecto y diré adiós a las blancas escalinatas del cielo y a los rostros de mis amigos que en él me esperan. ¡Amor por amor! ¡Igualaré mi amor al de Kive! ¡Alma por alma! ¡Sea la mía la que perezca!
Era una mujer hábil de manos, y pronto estuvo vestida para salir. Tomó en sus manos el cambio (los céntimos que siempre tenían preparados, pues estas diminutas monedas no se usan mucho, y se proveyeron de ellas en la oficina del gobierno). Cuando salió a la avenida el viento había impulsado unas nubes que ocultaron la luz lunar. El pueblo dormía, y ella no sabía a donde dirigirse, hasta que oyó toser a alguien en la sombra de los árboles.
-Anciano -dijo Kokúa-. ¿Qué hace usted aquí a la intemperie en la fría noche?
El anciano apenas podía hablar de tos; pero ella vio que era un viejo y pobre forastero en la isla.
-¿Quiere usted prestarme un servicio? -preguntó Kokúa-. Como un extranjero a otro, como un anciano a una joven, ¿quiere usted ayudar a una hija de Hawai?
-Ah -dijo el viejo-. ¿De modo que eres tú la bruja de las Ocho Islas y procuras enredar aún a mi pobre vieja alma? Pero ya he oído hablar de ti y desafío tu maldad.
-Tome asiento aquí -respondió Kokúa- y permítame que le cuente una historia. -Y le contó la historia de Kive, desde el principio al fin.
-Pues bien -añadió-, yo soy la esposa a quien él com-pró con la dicha de su alma. ¿Y qué voy a hacer? Si yo en persona me ofrezco a comprarle la botella, lo rehusará. Pero si va usted se la venderá en seguida; yo le esperaré a usted aquí; usted la comprará por cuatro céntimos y yo se la compraré de nuevo a usted por tres. ¡Y que Dios fortalezca a esta pobre joven!
-Si mientes -replicó el anciano- que Dios te mate en el acto.
-¡Así sea! -contestó Kokúa-. Esté usted seguro de que Dios no permitiría que cometiese yo tal traición.
-Dame los cuatro céntimos y espérame aquí -dijo el anciano.
Ahora bien, mientras Kokúa permaneció sola en la calle, decayó su espíritu. El viento rugía en los árboles y le parecía a
ella ser el rugido de las llamas infernales; las sombras bailaban a la luz del farol de la calle y le parecían las garras de los de-monios. Si hubiese tenido fuerzas hubiera echado a correr y si hubiese tenido alientos, hubiese gritado; pero no podía ni lo uno ni lo otro, y permaneció de pie en la calle temblando como un niño aterrorizado.
Después vio al viejo que volvía con la botella en la mano.
-He hecho -dijo- lo que me has mandado. He dejado a tu marido llorando como un chiquillo; esta noche dormirá tranquilo. -Y alargó la botella.
Antes de que yo la tome -le dijo Kokúa-, aprovéchese usted y pida ser librado de su tos.
-Soy ya un viejo -replicó el hombre- y estoy muy cerca del cementerio para querer aceptar un favor del demonio. Pero ¿qué es esto? ¿por qué vacila usted en coger la botella?
-¡No vacilo! -gritó Kokúa-. Solamente estoy débil. Déme usted un momento; mi mano se resiste, mi carne se estremece ante este maldito objeto. ¡Sólo un momento!
El viejo miró a Kokúa bondadosamente:
-¡Pobre niña! -dijo-. Temes; tu alma te engaña. Bueno, yo me quedaré con la botella. Yo soy viejo y en este mundo ya no puedo ser dichoso, y respecto del otro...
-¡Démela! -murmuró Kokúa-. Aquí está el dinero. ¿Piensa usted que soy tan vil como eso? ¡Déme la botella! -¡Dios te bendiga hija! -dijo el anciano.
Kokúa ocultó la botella bajo su chambra, se despide del anciano y echó a caminar sin tino por la avenida, puesto que para ella todos los caminos eran iguales y le conducían al in-fierno. Unas veces andaba; otras, corría; a veces gritaba, y a veces se echaba al borde del camino, pegaba su rostro a la tie-rra y lloraba. Acordándose de cuanto le habían referido del infierno, veía lucir las llamas, olía el humo, y sentía su carne marchitarse sobre los tizones.
Al alba se recuperó un poco y volvió a la casa. Según le había dicho el anciano, Kive dormía como un niño. Kokúa le miró atentamente.
-Ahora -dijo-, esposo mío, te toca a ti dormir. Cuando te despiertes cantarás y reirás. Pero la pobre Kokúa ¡ay! no dormirá ya ni cantará ni se deleitará, ni en la tierra ni en el cielo.
Se tumbó en el lecho junto a su esposo y tanto era su aba-timiento, que al instante se quedo profundamente dormida. Entrada la mañana, su marido la despertó y le comunicó la buena noticia. Parecía loco de contento, pues no se dio cuenta del desconsuelo de su esposa, a pesar de que ésta no lo sabía disimular. No podía hablar tan siquiera, pero su esposo hizo todo el gasto de la conversación; no podía atravesar un bocado, pero su esposo rebaño los platos. Kokúa le veía y oía como una cosa extraña entre sueños; a veces ella olvidaba o dudaba y se llevaba las manos a la frente; saber que ella estaba condenada y oír charlotear a su marido, le parecía monstruoso.
Kive no hacía más que comer y cantar y hablar y planear el viaje de regreso, y darle gracias por haberle salvado, y acari-ciarla y llamarla su salvadera. Se reía él del viejo que había sido bastante necio para comprar la botella.
-Parecía un buen viejo -decía Kive-; pero nadie puede juzgar por las apariencias. Porque ¿para qué quería aquel ré-probo la botella?
-Esposo mío -dijo Kokúa humildemente-, puede ser que la haya comprado con buena intención.
Kive se rió como hombre airado.
-¡Qué disparate! -gritó-. Te digo que era un pillo y un burro de marca mayor. Porque la botella era difícil de vender por cuatro céntimos y por tres será completamente imposible. Ya no queda margen para otras ventas; la cosa empieza a oler a chamusquina. ¡Brrrr! -dijo, y se estremeció-. Es verdad que yo la compré por un centavo, cuando no sabía que existiesen monedas menores. Yo fui un loco por mis pesares, pero no se encontrará otro, y cualquiera que tenga ahora aquella botella se irá con ella al infierno.
-¡Oh, esposo mío! -dijo Kokúa-. ¿No es horrible el salvarse mediante la condenación eterna de otro? A mí me parece que no me podría reír. Estaría humillada, llena de me-lancolía. Rogaría por el pobre que la tuviese.
Entonces Kive, y precisamente porque veía ser muy razo-nable lo que su esposa decía, se airó más.
-¡Bueno, bueno! -gritó-, llénate de melancolía si quie-res; no es ésa la mente de una buena esposa. Si me apreciases, te avergonzarías de pensar así.
Después se fue de la casa y Kokúa se quedó sola.
¿Qué probabilidad tenía ella de vender aquella botella por dos céntimos? Ninguna, bien claro lo veía. Y aunque tuviese alguna allí estaba su marido que le daba prisa para llevarla a un país donde la moneda menor era un centavo. Y aquel día, en la misma mañana de su sacrificio, su esposo la abandonaba y la vituperaba.
No intentó ella aprovecharse del tiempo que aún le que-daba, para intentar vender la botella, sino que se sentó en la casa, y ora sacaba la botella y la miraba con miedo inefable, ora la ocultaba con espanto y aborrecimiento.
Kive volvió al poco tiempo y quiso sacarla de paseo.
-Esposo mío -respondió ella-, estoy triste y descora-zonada; dispénsame, no puedo divertirme.
Kive se encolerizó más que nunca con ella, porque él pensaba que Kokúa estaba triste de lamentar la desgracia del anciano; consigo mismo, porque veía que su esposa tenía razón y él se avergonzaba de sentirse tan dichoso.
-¡Esta es tu fidelidad -gritó él- y tu cariño! Tu marido se acaba de salvar de la ruina eterna, a que se expuso por amor hacia ti, y ¡no puedes divertirte! Kokúa tienes un corazón desleal.
Se marchó nuevamente enfurecido y anduvo errante todo el día por la población. Se encontró con varios amigos y bebió con ellos; alquilaron un carruaje, salieron al campo y allí be-bieron de nuevo. Durante todo el tiempo Kive estuvo intran-quilo, porque se estaba divirtiendo mientras su mujer estaba triste y porque conocía en su corazón que ella era más recta que él; y esta persuasión le hada beber más.
Entre sus amigotes había un blanco brutal, uno que había sido contramaestre de un ballenero, un perdido, minero en los yacimientos de oro y expresidiario. Tenía ideas bajas y boca procaz y le gustaba beber y ver a los demás borrachos. Éste es el que hacía beber más a Kive; pero pronto se les acabó el di-nero a todos.
-Eh tú -dijo el contramaestre-, tú eres rico, siempre lo has estado diciendo. Tú tienes una botella o no sé qué patraña.
-Sí -dijo Kive, soy rico, iré a mi casa y traeré algún di-nero, porque mi mujer lo guarda.
-Mala cosa, compadre -dijo el contramaestre-. No confíes nunca un dólar a la mujer; todas son más falsas que el agua; vigílala bien.
Esta palabra se grabó en la mente de Kive; porque estaba trastornado por lo que había bebido.
-En verdad -pensó- que no me extrañaría hubiese incurrido en falta; o si no ¿por qué apenarse tanto al salvarme yo? Pero le enseñaré que no soy hombre de quien se pueda burlar. La pillaré infraganti.
Según esto, cuando estuvieron de vuelta en la ciudad, Kive mandó al contramaestre que lo esperase en la esquina, cerca del antiguo presidio, y siguió solo por la avenida hasta llegar a la puerta de su casa. Era ya de noche; dentro había luz, pero no se oía nada y Kive dio la vuelta, abrió sin ruido la puerta tra-sera y miró hacia dentro.
Kokúa estaba sentada en el suelo con la lámpara a su lado; ante ella había una botella blanquecina, ancha y de cuello largo; y mientras Kokúa la contemplaba, Kive se retorció las manos.
Durante un gran rato Kive estuvo de pie mirando desde la puerta. Al principio se quedó petrificado; después le entró el temor de que el trato se hubiese deshecho y que la botella hubiese vuelto a él como en San Francisco; y al pensar así le temblaron las piernas y los vapores del vino se esfumaron despejando su cabeza, como se desvanece la neblina de un río ante la luz del sol. Después se le ocurrió otro pensamiento que le hizo enrojecer.
-Me he de asegurar de esto -se dijo.
Cerró la puerta y dio de nuevo la vuelta y entró por la puerta delantera haciendo ruido, como si acabara de llegar. Y ¡cosa extraña! cuando entró ya no vio la botella, y Kokúa se levantaba de una silla como quien acaba de despertarse.
-Todo el día lo he pasado de bebiendo y jugando -dijo Kive-; he estado con unos buenos amigos y ahora vengo solamente a buscar dinero para volver a beber y divertirme con ellos.
Su rostro y sus palabras denotaban bastante alteración; pero Kokúa estaba demasiado cavilosa para observarlo.
-Haces bien en emplear tu dinero como mejor te plazca -dijo ella; y sus palabras temblaban de emoción.
-Oh, todo lo hago bien -respondió Kive, y se fue al cofre y sacó dinero. Pero miró además en el rincón donde guardaban la botella, y allí no había rastros de semejante cacharro.
Entonces le pareció que la casa daba vueltas en torno suyo, como una espiral de humo, pues comprendió que estaba per-dido y sin escape posible.
-Es lo que me temía -pensó-; ella es quien ha com-prado la botella.
Después se calmó un poco y se levantó; pero de su rostro le caía un sudor tan copioso como la lluvia y tan frío como el agua de un pozo.
-Kokúa -dijo-; ya te he dicho lo que me ha pasado hoy; ahora vuelvo a divertirme con mis alegres compañeros -y se rió algo más tranquilo-; si me permites me divertiré un poco más. Ella le abrazó y le besó llorando.
-Oh -exclamó Kokúa-, sólo quiero que me digas una palabra afable.
-No pensemos nunca uno mal del otro -respondió Kive, y salió de la casa.
Ahora bien, el dinero que Kive había tomado eran unos céntimos de los que se habían provisto al llegar. Naturalmen-te que no pensaba en seguir bebiendo. Su esposa había dado su alma por él; y él, entonces, debía dar otra vez la suya por la de ella; sólo pensaba en esto.
En la esquina, cerca del antiguo presidio, estaba esperando el contramaestre.
-Mi esposa tiene la botella -dijo Kive- y a menos que me ayudes para recuperarla, no tendremos más dinero ni más bebida esta noche.
-¿Pero es que es verdad lo de esa botella? -preguntó el contramaestre.
-Aquí está la linterna -respondió Kive-; mírame: ¿tengo cara de bromas?
-No, ciertamente -contestó el contramaestre-; estás serio como un aparecido.
-Bueno, pues -dijo Kive-; aquí tienes dos céntimos; vete a mi casa y ofréceselos a mi mujer por la botella, y si no me engaño, te la venderá en seguida. Me la traes aquí y te la compraré por uno, porque es ley de esa botella que se ha de vender a un precio menor. Pero que mi mujer no sospeche que vas de mi parte.
-Oye, oye ¿es que te burlas de mí? -preguntó el con-tramaestre.
-Aunque así fuese, no te causaría mal alguno con eso -replicó Kive.
-Verdad es -respondió el contramaestre.
-Y si dudas de mí -añadió Kive- haz la prueba. En cuanto tengas la botella y estés fuera de la casa desea tener el bolsillo repleto de dinero, o una botella del ron más exquisito, o lo que se te antoje; y verás la virtud de la cosa.
-Muy bien, canaco -dijo el contramaestre-. Lo pro-baré; pero si te diviertes conmigo yo me divertiré contigo dándote de palos.
El contramaestre avanzó por la avenida, y Kive esperó, casi en el mismo sitio en que Kokúa había esperado la noche antes; pero Kive estaba más resuelto y no desmayaba en su propósito; a estaba desesperada, solamente su alma estaba desesperada.
Le parecía que había esperado una eternidad, cuando oyó una voz cantando en la oscuridad de la avenida. Conoció la voz del contramaestre; pero parecía extraño que tan de pron-to pareciese estar tan borracho. Luego el mismo contramaestre apareció haciendo eses a la luz del farol; la botella del demonio la llevaba dentro de un bolsillo de su chaquetón, pero en la mano llevaba otra botella; y al punto mismo que llegaba frente a Kive, se la empinó y echó un trago.
-Ya la tienes -dijo Kive-; la veo.
-¡Fuera! -gritó el contramaestre-; da un paso hacia mí y te parto la boca. ¿Te creías que me ibas a engañar como a un chino?
-¿Qué quieres decir? -gritó Kive.
-¿Decir? -gritó el contramaestre-; pues que esta botella es una botella excelente; no sé cómo es posible que la haya yo adquirido por dos céntimos; pero de lo que estoy seguro es de que tú no la tendrás por uno.
-¿Pero es que no me la vas a vender? -preguntó Kive.
-No señor -gritó el contramaestre-. Pero sí que te daré un trago de ron, si quieres.
-Es que te advierto que el que tenga esa botella va al in-fierno.
Admito que voy a alguna parte -respondió el marino -y que esta botella es la mejor compañía con que he topado en mi vida. No, señor, ésta es mi botella y usted puede ir a pescar otra.
-¿Pero eso es verdad? -exclamó Kive-. Por tu salvación, véndemela.
-No me importa nada tu palabrería -explicó el contra-maestre-. Tú pensabas que yo era un tonto y ahora ya ves que no; y hemos acabado. Si no quieres echar un trago, beberé yo. A tu salud, y buenas noches.
De modo que se fue hacia la ciudad y la botella con él, sin que la historia sepa nada más de ésta.
Pero Kive se fue hacia Kokúa tan ligero como el viento, y su alegría aquella noche no tuvo fin; y desde entonces gozan ambos una paz inmensa en la Casa Brillante.

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