Cristina
Peri Rossi
Fantasías eróticas
Título
original: Fantasías eróticas
Cristina
Peri Rossi, 1991
Preámbulo
Nochevieja en el Daniel’s
La
noche de Fin de Año de 1989 (detesto llamarla Nochevieja, me pone triste),
decidí pasar a tomar una copa en el Daniel’s. El Daniel’s es uno de los locales
de «ambiente» más antiguos de Barcelona, y uno de los pocos para mujeres solas.
Para mujeres que aman a mujeres. Es inútil que lo busque en los periódicos o en
las guías exclusivas: Daniela, la dueña, se precia de no anunciar su club en
ninguna parte. Cree que, de ese modo, selecciona mejor la concurrencia. Porque
el Daniel’s es un bar de exiguas dimensiones, con una pequeña pista de baile y
una mesa de billar, en la segunda planta, que casi nadie usa. Quizás por eso
tiene una atmósfera íntima y cálida, acogedora. La dueña conoce a la mayoría de
las mujeres que van allí, solas, o con otra mujer. Es más: conoce sus historias
personales, sus amores, sus duelos, sus alegrías y frustraciones, los problemas
con padres, maridos o hijos. A veces aconseja a alguna que se lo pide, pero, en
general, se mantiene reservada: ama la discreción más que cualquier cosa en
este mundo. Parte de esa discreción es no anunciar el club en los periódicos o
revistas. De este modo asegura a las clientas el anonimato, si es necesario.
El
Daniel’s nunca tiene la puerta abierta. Para entrar hay que llamar al timbre
(al lado de una placa de metal que dice: «Se reserva el derecho de admisión») y
esperar que Daniela, o alguna de las chicas, observe por la mirilla, y luego,
si la clienta es aceptada, por fin se abre la puerta. Siempre hay un par de
chicas que ayudan a Daniela a atender la barra, servir las copas o pinchar los
discos. Son muy jóvenes y tienen ese aspecto deliberadamente ambiguo que ha
marcado el estilo de una época y de una alternativa sexual. En efecto:
cualquiera podría confundirlas con un adolescente del sexo masculino. Usan los
cabellos muy cortos y peinados hacia atrás, a veces con un toque de gomina; son
muy delgadas, no tienen pechos y nunca se maquillan. Pero algo en sus gestos
suaves, en sus movimientos de gacela, revela, en definitiva, que son chicas:
adolescentes rebeldes que viven solas o comparten piso, emigrantes de oscuros
pueblos alejados de la gran ciudad que un día huyeron del provincianismo y la
rigidez de las costumbres. Daniela vela por ellas, como un padre o una madre
protector/a.
Creo
que el Daniel’s es el club privado de mujeres para mujeres más antiguo de
Barcelona. Yo lo conocí en 1976, y desde entonces ha cambiado muy poco. Ahora
tiene luces psicodélicas y billar americano, pero nada más.
He
ido pocas veces al Daniel’s: tres o cuatro, a lo sumo, pese a lo cual, la
última noche de 1989, cuando llamé a la puerta, Daniela me reconoció y se
alegró de verme. Yo fui precisamente esa noche porque pensé que sería una noche
muy especial. En efecto: Daniela me dijo, no bien entré: «Quédate hasta las
tres de la mañana. A esa hora, apagaremos las luces, encenderemos velas y brindaremos
con cava, gentileza de la casa».
Siento
mucha simpatía por la gente que se refiere a su negocio como «la casa»: una
prolongación del hogar materno, un útero protector que nos libera de la hostilidad
exterior. Y me parece que Daniela es tan hogareña que el local se asemeja a una
casa colectiva, para mujeres solas, sin hombres. (Daniela es rigurosa en eso:
ni los gays son admitidos. «También
son hombres —dice— y, a veces, de los peores»).
Esa
noche, el local estaba muy concurrido. Ya habíamos entrado en el nuevo año, y a
medida que las mujeres conseguían desprenderse de sus compromisos afluían al
Daniel’s como a un territorio liberado: liberado de las formas sociales
ortodoxas, de las obligaciones familiares, de los vínculos convencionales, sin
fantasía ni pasión. Me pareció notar que una vez llegadas al Daniel’s, esas
mujeres lanzaban un «¡ah!» de alivio y de satisfacción.
Por
ser una noche muy especial, el Daniel’s, que normalmente cierra a las tres, iba
a cerrar al alba o bien entrada la mañana.
Nunca
vi tanta gente junta en un lugar tan pequeño. Las mujeres llegaban solas, en
pareja o en grupo, se despojaban de sus abrigos, se saludaban (muchas parecían
conocerse), empezaban a hablar o se echaban a la pista, a bailar. Yo no conocía
a ninguna, y si alguna me conocía a mí (cosa muy probable) la discreción le
impedía demostrármelo, con lo cual me sentía tranquila: me gusta observar sin
que me observen.
En
el local hacía mucho calor y el humo creaba una especie de velo evanescente,
donde se diluían los rostros y las formas. Me pareció que todas aquellas
mujeres estaban contentas, y eso me reconfortó, porque no soporto a la gente
que se pone lúgubre con el Año Nuevo. Para observar mejor, me fui hacia un
ángulo del salón, donde estaba la gente que no bailaba. Las parejas danzantes
(dos rostros de mujeres, dos pares de senos, cuatro piernas bajo las curvas) se
asemejaban a un tiovivo de Janos (el dios de la mitología griega provisto de
dos cabezas; pero, en este caso, eran dos cabezas femeninas).
De
pronto, en el local repleto de humo y de cuerpos agitados apareció una pareja
extravagante. Eran el hombre y la mujer más bellos que había visto en muchos
años, y su aparición inesperada elevó una serie de murmullos. Miré a Daniela y
vi que los recibía con un saludo, por lo cual pensé que no se trataba de una
pareja despistada, que había accedido por error al bar de ambiente. El aspecto
y la vestimenta revelaban que no eran de la ciudad, ni posiblemente del Estado.
Quiero decir: podían salir directamente de un fotograma de Visconti o de
Bertolucci, pero jamás de una película de Buñuel o de Almodóvar. Eran
italianas, seguramente, con esa belleza renacentista que sólo se da en Roma o
en Milán, en Génova o en Venecia. No eran muy jóvenes: quizás rozaban los
cuarenta años, la edad de esplendor de la mujer. Ella (me refiero a la que
vestía como mujer) era tan hermosa como Iva Zanicchi, Mina o Monica Vitti: esa
belleza sensual y apasionada que se desprende de rasgos perfectamente clásicos;
una combinación que no se da en otra parte. No podía decir exactamente que
fuera elegante, a pesar de la ropa sofisticada, porque las grandes bellezas
italianas (como Silvana Mangano) casi siempre tienen un ligero toque de vulgaridad
que las hace más terrenales, más carnales, más accesibles. Pueden estar una
noche en el palco de la Scala de Milán escuchando Un bailo in maschera y, al otro día, discutiendo apasionadamente
con la verdulera del mercado, sin olvidar los tacos.
Pensé
que muchas de las jovencitas que estaban en el Daniel’s y que reaccionaban con
extrañeza ante esta aparición (ellas, que explotaban con tanta convicción el
modelo lesbiano de la ambigüedad, de la incertidumbre o duplicidad sexual) no
tenían, quizás, los mismos puntos de referencia que yo. No debían saber quién
era Iva Zanicchi, ni Mina ni Silvana Mangano. Posiblemente tampoco estaban muy
seguras de la estética romántica, del juego del blanco y del negro —como George
Sand—, de la palidez de los amantes de Margarita Gautier. Pero yo, sí.
Me
puse a mirar fijamente a la pareja, como una espectadora entendida: esa función
merecía un público adicto, de connaisseurs,
no de principiantes. Ella iba vestida con una amplia y larga falda negra, muy
abundante, una blusa de seda blanca de volantes en el pecho y botas de cuero
negro, muy ajustadas.
Tenía
larguísimos pendientes (negros y blancos, haciendo juego) y, en el brazo, una
ancha pulsera de oro, de la cual colgaban, como lágrimas, abalorios esmeraldas.
Estaba muy maquillada, pero de una manera tan particular que la pintura y la
piel parecían inseparables. El cuerpo era maduro, sensual: hombros bien
torneados, boca ancha, ojos negros, profundos, senos casi opulentos y un buen
par de caderas.
En
cuanto a su acompañante (no estaba dispuesta a desnudarla para comprobar que
efectivamente tenía un par de senos diminutos y una vagina oculta entre la mata
de pelos), parecía un hombre alto, apuesto, pálido, perfectamente impasible y
distante, pero atento con su dama. Vestía un traje ceñido de cuero negro, con
una camisa muy blanca discretamente bordada en hilo y cerrada con gemelos de
oro. Era un poco más alto que ella, y su figura, admirablemente estrecha, sin
curvas ni ondulaciones, había limado esas protuberancias que delatan siempre a
la mujer. El cabello, abundante, estaba muy bien cortado, hacia atrás, y era
oscuro, contrastando con la enorme palidez del rostro.
Evidentemente,
habían trabajado mucho sus papeles, para conseguir una pareja tan contrastada,
tan nítidamente perfilada, tan compensada: eran dos actores (o actrices)
excelentes. Nada escapaba a su control, a la cuidadosa construcción de los
personajes. El único reproche era lo excesivo: estaban algo sobreactuadas;
demasiado perfectas para ser ciertas: la boca roja de ella y los pálidos labios
de él, el negro del traje y de la falda, la blusa y la camisa blancas. Un
contraste tan bien conjuntado que, reuniéndolas, se llegaba a la unidad
perfecta. (La naturaleza es más barroca; siempre le sobra o le falta algo, como
al elefante o a la jirafa). Habían construido la pareja ideal, simuladamente
heterosexual.
Pero
algo, en la perfección, denunciaba el simulacro. Sin embargo, de no haber
sabido que en el Daniel’s no pueden entrar hombres, me lo hubiera creído. Habían
llegado a la dimensión del arte, es decir, allí donde la naturaleza cede ante
el artificio.
Soy
escritora, amo la belleza por encima de todas las cosas y sé que casi nunca es
espontánea, que hay que ganársela y merecérsela; por eso, estaba dispuesta a
ser el público que esa representación necesitaba: un público amante,
comprensivo, generoso. Me vuelvo completamente humilde ante la belleza: la
reverencio, la aplaudo, la canto, la lleno de loas: es escasa, como los bienes
mayores.
Aunque
no miraban a las presentes, instaladas, quizás, en el vano de la puerta que
conducía directamente al paraíso (estoy convencida de que la belleza conduce
por lo menos al limbo, y todo lo demás, al infierno), no se permitían un gesto
espontáneo, no estudiado, un movimiento de cejas o de manos que el guión no
hubiera previsto; sé, sin embargo, que se sentían miradas (por lo menos por
mí), posiblemente envidiadas, rechazadas y amadas al mismo tiempo.
No
hablaron con nadie: instaladas en un ángulo de la sala (el opuesto al mío), se
limitaban a posar, estáticas, inmóviles, como si ya hubieran pasado a la página
del libro, a la cámara oscura, al celuloide; como dos estatuas del parque,
Venus y Apolo. Posaban de una manera ostensible, como si entre la concurrencia
del Daniel’s hubiera un director de cine dispuesto a contratarlas, o un Rafael
o un Leonardo, a inmortalizarlas.
Tampoco
hablaban entre sí, aunque a veces se miraban de una manera acariciadora que me
hacía delirar, por más estudiado que fuera (jamás le reprocharía la
artificialidad a nadie: arte y artificio tienen la misma raíz).
Me
imaginé sus noches de amor: la ficción de que en la cama había un hombre y una
mujer; la representación de un coito
primitivo, imposible, para ellas, y por tanto, imaginario. Otra vez, el triunfo
de la fantasía sobre la realidad.
Sólo
los tontos o los excesivamente racionales (a veces son la misma cosa) se
preguntarían por qué una mujer hermosa, y en plena posesión de todos sus
encantos, elige a una mujer disfrazada de hombre para hacer el amor, cuando hay
tantos hombres reales libres por el
mundo, y bien dispuestos. He ahí el verdadero motivo: ella no quiere hombres
reales, sino imaginarios. Mujeres que juegan a ser hombres, porque no lo son.
La realidad carece de fantasía y de misterio. A ella le gusta la
representación, el simulacro, la ficción. Ama la fascinación de lo imaginario,
por encima de la vulgaridad de lo real. Ese hombre falso que, a pesar de su
perfecto disfraz, nunca será un verdadero
hombre, la seduce a partir de lo imaginario: le da lo que no tiene, lo que no
es. Le ofrece lo más maravilloso e íntimo que se puede ofrecer a alguien: su
sueño, su no-ser, su no-tener.
Por
supuesto, se podría hablar de esto como de una perversión. Pero no es decir
nada: don Quijote no era el mediocre
hidalgo Alfonso Quijote, sino quien quería ser: un caballero andante. El ser se revela más en lo que desea ser
que en lo que es. La mujer disfrazada de hombre la noche del 31 de diciembre de
1989, no quería ser la mediocre mujer que debía ser, sino el paradigma del
amante varón romántico que simulaba ser: bello, distante, seductor, enamorado
absolutamente de una sola mujer.
Pude
imaginarme las noches de placer perverso de esa extraña pareja con un poco de
envidia: la ficción de ser otro, de elegir
el sexo como se elige el color del vestido. El triunfo del arte sobre la
naturaleza, de la imaginación sobre la realidad.
Posaron
durante una hora, más o menos. Cada una cumplió a la perfección su papel, sin
salirse un milímetro del guión: ni un gesto de descuido, ni una vacilación.
Debo
decir que mientras permanecieron en el Daniel’s, todas las mujeres que estaban
allí parecían opacadas, irreales, desdibujadas: tal es la fuerza de la ficción.
Cuando
abandonaron el local, me acerqué a Daniela.
—¿Son
italianas? —pregunté, aunque estaba segura de la respuesta.
—Sí
—respondió, con su habitual discreción.
—Parecen
de película —había oído comentar, antes de que se fueran.
Las
fantasías son muy delicadas: la intromisión de un elemento real en ellas las
descompone, las desvirtúa, como si el frágil hechizo se deshiciera en pedazos:
flores tan susceptibles que el agua del vaso las descompone.
Recuerdo
a una mujer a quien le gustaba mucho hacer el amor contra la nevera. Allí
ocurrían sus mejores encuentros eróticos. Tenía un amante, del cual estaba muy
satisfecha. Un día, la relación se rompió. Estaban en la cocina (hacia la cual
ella lo había conducido deliberadamente) y de pronto él, con una vulgaridad que
ella no le conocía, le dijo:
—Oye,
a ti, ¿por qué te gusta tanto hacer el amor contra la nevera? Yo lo encuentro
muy incómodo.
Por
supuesto: era incómodo y frío, pero para ella tenía una suerte de atracción que
no es posible nombrar, ni analizar.
—Si
quisiera hacerlo —le contestó, irritada—, me habría hecho un psicoanálisis.
No
hicieron más el amor contra la nevera, ni contra ninguna otra cosa: la falta
irreparable que él había cometido, al permitir que la realidad se entrometiera
en las fantasías de su pareja, impidió cualquier nuevo encuentro.
Otra
mujer me contó la siguiente anécdota: tenía un amante, muy experto, y ella se
sentía enormemente complacida con él. Le gustaba mucho hacer el amor sobre la
alfombra del salón y, en cierta ocasión, llevada por su arrebato, le dijo:
—Me
gustaría que una vez me hicieras el amor con un antifaz negro.
Él
se detuvo, y preguntó, bromista:
—¿Como
«El Fantasma» de los cómics?
Seguramente
le pareció una salida llena de humor, pero tuvo un efecto completamente
negativo: rompió la exaltación de la mujer, que no soportaba nada jocoso
mientras hacía el amor. La pareció una asociación de ideas infantil que ponía
en ridículo su ensoñación. Nunca pudo perdonárselo y, al poco tiempo, lo
abandonó.
Conocí
a una mujer que había sufrido una fuerte depresión, después de que su amiga la
abandonara. Habían estado juntas sólo seis meses, pero decía que nunca había
tenido una amante igual. Me contó que a su ex amiga le gustaba mucho hacer el
amor simulando que estaban en una iglesia: colocaba jarrones llenos de azucenas
en la habitación, construía un pequeño altar con una virgen, llenaba de pétalos
de flores el lecho y esparcía incienso con un inciensario que había sustraído
de una iglesia.
—Pero
a mí el incienso me hace estornudar y los pétalos de flores me dan alergia —se
quejaba la mujer abandonada.
—¿No
podía hacer el amor de una manera más natural? —le reprochaba.
No:
justamente, se trataba de hacer el amor como
si estuvieran en una iglesia (su ex amiga se había educado en un colegio de
monjas, es de suponer).
Durante
bastante tiempo, la canción Devórame otra
vez se convirtió en un éxito internacional, y fue especialmente emblemática
en los bares de gays y lesbianas. Gays y lesbianas confesaban que la letra
de la canción ponía en palabras su deseo.
Bien
mirada, la letra es muy simple; además del estribillo enormemente popular —Devórame otra vez—, dice: En mis sueños nadie es como tú. No he podido
encontrar el ser que dibuje mi cuerpo en cada rincón sin que sobre un pedazo de
piel. Pero un análisis menos superficial pone de manifiesto muchos
contenidos subyacentes. La invitación «devórame otra vez» es particularmente
sugestiva. Devorar es un verbo muy
fuerte, asociado a la pasión. Indica un impulso incontrolable, sensual y
caníbal, por lo tanto, transgresor: quien reclama ser devorado invita a
transgredir el tabú, la interdicción social. No es extraño, pues, que gays y lesbianas (transgresores a la ley
heterosexual) se identifiquen con un texto de esta naturaleza. Pero, además, la
letra exhorta: otra vez. La
reincidencia en la transgresión agrega al primer pecado (cargarse la ley) la
repetición. Los reincidentes son más pecadores, más transgresores que los
primerizos: el texto de la canción es un llamado no sólo a transgredir una vez
la ley, sino a repetirlo.
En mis sueños nadie es como tú. A veces
me pregunto si cuando sufrimos una gran pasión (nos enamoramos o perdemos a un
ser querido) hay algún lenguaje más apropiado que el de las canciones
populares. Quizás no haya otra manera, ni más refinada, ni más elegante, ni
menos vulgar para decir que tú eres la mujer de mis sueños que decir,
simplemente: En mis sueños nadie es como
tú. ¿Qué más se le puede decir al ser amado? Es el mayor de los elogios, y
la confesión de adoración más plena y humilde. Pero para hacerla, en primer
lugar, el hombre o la mujer tienen que reconocerse como seres soñantes, es
decir, como seres deseantes. Sólo se puede desear aquello que nos hemos
representado previamente a través del ensueño o del sueño. Y el ensueño y el
suelo son fantasías. Por eso, no hay confesión más triste que la del que
afirma: «Yo no tengo fantasías». Posiblemente, el imbécil que dice esto cree
que con ello demuestra un fuerte sentido de la realidad. Porque teme que la
fantasía sea una confesión de debilidad, de impotencia o de frustración. Pues
se equivoca completamente. Quizá no tiene fantasía, no tiene deseo, sólo tiene
genitalidad. La fantasía exacerbada no implica, necesariamente, una pérdida del
sentido de la realidad. Se pueden tener ambas aptitudes muy desarrolladas: la
percepción de la realidad y la construcción imaginaria. Por lo demás, los
psicólogos coinciden en señalar que, sin fantasías, no hay vida erótica; sólo
hay sexualidad.
Las
fantasías eróticas no salen habitualmente a la luz pública, salvo cuando los
escritores, los pintores o los directores de cine se animan a exhibirlas, es
decir, bajo el manto protector del arte.
En
las páginas que siguen hago un intento de describir y analizar las fantasías
más extendidas, no sólo en la vida individual, sino en la literatura y el arte.
Porque ambos, arte y vida, están íntimamente ligados. El arte suele descubrir
las partes más ocultas y reprimidas de nuestra intimidad, aquellas que fueron
censuradas por la conciencia. El lector podrá reconocer alguna de las suyas: no
es necesario que lo confiese, ni siquiera que las convierta en realidad. Los
sueños, sueños son, como dijo el poeta.