lunes, 29 de noviembre de 2021

Cristina Peri Rossi Los museos abandonados. Prólogo: Mario Benedetti.

 


Los museos abandonados obtiene el Premio de Narrativa de la editorial Arca, Montevideo, Uruguay, en 1968. Un año decisivo en la historia de América Latina. La muerte está en las calles; la obcecación en el poder; el poder pierde sus máscaras. Evidentemente, es hora de abandonar los museos, con sus estatuas que perdieron vigencia, sus momias acalambradas en gesto hipócrita, y también con sus irreparables deterioros y su olor a podrido. Es hora de salir al aire libre. No piense el lector que Cristina Peri Rossi dice este mensaje con la exactitud y la puntualidad de un teorema o de un panfleto. De ningún modo; la narradora (que conoce bien su oficio y maneja hábilmente su instrumento) instala su convicción en una alegoría, pero luego ésta funciona de acuerdo a leyes alegóricas y no a pasamanería política. Para decir lo que quiere decir o lo que intuye, revisa el anaquel mitológico y extrae Ariadnas y Eurídices, pero de inmediato ajusta los tornillos a los presupuestos míticos, y al poner al día sus símbolos, los hace rendir significados nuevos. Ahora sí hay presencias definitivamente fantasmales: son las viejas maneras de concebir arte y vida, muerte y justicia. A veces llega a pensarse que el mundo total es un gran museo destinado a quedarse solo, y esta imagen está precisamente refrendada por el primer relato, el único que transcurre fuera de los vacantes repositorios culturales.

MARIO BENEDETTI

sábado, 27 de noviembre de 2021

Cristina Peri Rossi El libro de mis primos. Prólogo.

 



Cristina Peri Rossi

 

  El libro de mis primos

 

 

 


 

 En casa me esperaba la familia: un pasado remoto.

JUAN JOSÉ ARREÓLA


 Prólogo a la edición de 1989

Publiqué por primera vez El libro de mis primos en Montevideo, Uruguay, en 1969. La novela había ganado el premio Biblioteca de Marcha, el más importante del país, concedido por un jurado tan exigente como insobornable: Ángel Rama, Juan Carlos Onetti, Jorge Ruffinelli. Entonces yo tenía veintisiete años y era mi primera novela, aunque antes había publicado dos libros de relatos: Viviendo (1963) y Los museos abandonados (1968).

Todo pasado es mítico: envuelto en el vaho del tiempo y en la flotación del espacio, se impregna de la sustancia de la evocación y de la nostalgia, sin las cuales no hay poesía. Poder publicar esta novela otra vez, veinte años después, es recuperar parte del pasado, sin el cual difícilmente hay presente. Vivimos una época de gran aceleración, donde todo es efímero: lo que consumimos, los amores, los deseos; en cierto sentido, también los escritores han caído en la tentación de la actualidad, y la pretensión de servir a la posteridad es ruborizante. Un extraño pudor nos hace pensar sólo en el presente; escribimos para nuestros contemporáneos, no para quienes vendrán, aunque es posible que algún libro sobreviva al desgaste devorador de los cambios. Si esta novela consigue atraer hoy al lector, veinte años después de publicada por primera vez, yo me sentiré satisfecha.

Los jóvenes son audaces y seguros de sí mismos: yo escribí esta novela al borde mismo de los géneros, mezclando deliberadamente prosa y poesía. No era un invento personal: los escritores románticos lo habían practicado, mucho antes, proponiendo una literatura de fragmentos y fronteriza, donde la poesía y la prosa se confundían para ampliar cada registro. Benedetto Croce, por lo demás, ya había pronosticado la ruptura de los géneros como expresión de la modernidad: el hombre contemporáneo es un ser disociado, sólo puede recomponer su imagen a través de la ambigüedad y la confusión. Seguir el ritmo del pensamiento, de las asociaciones, me impulsó a escribir ora en verso, ora en prosa. El propósito no era tanto la ruptura formal como unir aquello que frecuentemente el lector encuentra por separado: la narración y el lirismo, la prosa y la poesía. Todo se funde en la redoma del tiempo, ¿por qué no en el texto? Borges dice que un autor puede sentirse satisfecho si ha conseguido plasmar una metáfora memorable. Quizá el lector encuentre alguna.

CRISTINA PERI ROSSI

Barcelona, junio de 1989

miércoles, 24 de noviembre de 2021

Título original: Fantasías eróticas Cristina Peri Rossi, 1991. (Fragmento).

 

            Cristina Peri Rossi

 

              

 

 Fantasías eróticas

 

 

 


             

 


            Título original: Fantasías eróticas

 

            Cristina Peri Rossi, 1991

 

           

 


 Preámbulo
 Nochevieja en el Daniel’s

 

 

 

            La noche de Fin de Año de 1989 (detesto llamarla Nochevieja, me pone triste), decidí pasar a tomar una copa en el Daniel’s. El Daniel’s es uno de los locales de «ambiente» más antiguos de Barcelona, y uno de los pocos para mujeres solas. Para mujeres que aman a mujeres. Es inútil que lo busque en los periódicos o en las guías exclusivas: Daniela, la dueña, se precia de no anunciar su club en ninguna parte. Cree que, de ese modo, selecciona mejor la concurrencia. Porque el Daniel’s es un bar de exiguas dimensiones, con una pequeña pista de baile y una mesa de billar, en la segunda planta, que casi nadie usa. Quizás por eso tiene una atmósfera íntima y cálida, acogedora. La dueña conoce a la mayoría de las mujeres que van allí, solas, o con otra mujer. Es más: conoce sus historias personales, sus amores, sus duelos, sus alegrías y frustraciones, los problemas con padres, maridos o hijos. A veces aconseja a alguna que se lo pide, pero, en general, se mantiene reservada: ama la discreción más que cualquier cosa en este mundo. Parte de esa discreción es no anunciar el club en los periódicos o revistas. De este modo asegura a las clientas el anonimato, si es necesario.

            El Daniel’s nunca tiene la puerta abierta. Para entrar hay que llamar al timbre (al lado de una placa de metal que dice: «Se reserva el derecho de admisión») y esperar que Daniela, o alguna de las chicas, observe por la mirilla, y luego, si la clienta es aceptada, por fin se abre la puerta. Siempre hay un par de chicas que ayudan a Daniela a atender la barra, servir las copas o pinchar los discos. Son muy jóvenes y tienen ese aspecto deliberadamente ambiguo que ha marcado el estilo de una época y de una alternativa sexual. En efecto: cualquiera podría confundirlas con un adolescente del sexo masculino. Usan los cabellos muy cortos y peinados hacia atrás, a veces con un toque de gomina; son muy delgadas, no tienen pechos y nunca se maquillan. Pero algo en sus gestos suaves, en sus movimientos de gacela, revela, en definitiva, que son chicas: adolescentes rebeldes que viven solas o comparten piso, emigrantes de oscuros pueblos alejados de la gran ciudad que un día huyeron del provincianismo y la rigidez de las costumbres. Daniela vela por ellas, como un padre o una madre protector/a.

            Creo que el Daniel’s es el club privado de mujeres para mujeres más antiguo de Barcelona. Yo lo conocí en 1976, y desde entonces ha cambiado muy poco. Ahora tiene luces psicodélicas y billar americano, pero nada más.

            He ido pocas veces al Daniel’s: tres o cuatro, a lo sumo, pese a lo cual, la última noche de 1989, cuando llamé a la puerta, Daniela me reconoció y se alegró de verme. Yo fui precisamente esa noche porque pensé que sería una noche muy especial. En efecto: Daniela me dijo, no bien entré: «Quédate hasta las tres de la mañana. A esa hora, apagaremos las luces, encenderemos velas y brindaremos con cava, gentileza de la casa».

            Siento mucha simpatía por la gente que se refiere a su negocio como «la casa»: una prolongación del hogar materno, un útero protector que nos libera de la hostilidad exterior. Y me parece que Daniela es tan hogareña que el local se asemeja a una casa colectiva, para mujeres solas, sin hombres. (Daniela es rigurosa en eso: ni los gays son admitidos. «También son hombres —dice— y, a veces, de los peores»).

            Esa noche, el local estaba muy concurrido. Ya habíamos entrado en el nuevo año, y a medida que las mujeres conseguían desprenderse de sus compromisos afluían al Daniel’s como a un territorio liberado: liberado de las formas sociales ortodoxas, de las obligaciones familiares, de los vínculos convencionales, sin fantasía ni pasión. Me pareció notar que una vez llegadas al Daniel’s, esas mujeres lanzaban un «¡ah!» de alivio y de satisfacción.

            Por ser una noche muy especial, el Daniel’s, que normalmente cierra a las tres, iba a cerrar al alba o bien entrada la mañana.

            Nunca vi tanta gente junta en un lugar tan pequeño. Las mujeres llegaban solas, en pareja o en grupo, se despojaban de sus abrigos, se saludaban (muchas parecían conocerse), empezaban a hablar o se echaban a la pista, a bailar. Yo no conocía a ninguna, y si alguna me conocía a mí (cosa muy probable) la discreción le impedía demostrármelo, con lo cual me sentía tranquila: me gusta observar sin que me observen.

            En el local hacía mucho calor y el humo creaba una especie de velo evanescente, donde se diluían los rostros y las formas. Me pareció que todas aquellas mujeres estaban contentas, y eso me reconfortó, porque no soporto a la gente que se pone lúgubre con el Año Nuevo. Para observar mejor, me fui hacia un ángulo del salón, donde estaba la gente que no bailaba. Las parejas danzantes (dos rostros de mujeres, dos pares de senos, cuatro piernas bajo las curvas) se asemejaban a un tiovivo de Janos (el dios de la mitología griega provisto de dos cabezas; pero, en este caso, eran dos cabezas femeninas).

            De pronto, en el local repleto de humo y de cuerpos agitados apareció una pareja extravagante. Eran el hombre y la mujer más bellos que había visto en muchos años, y su aparición inesperada elevó una serie de murmullos. Miré a Daniela y vi que los recibía con un saludo, por lo cual pensé que no se trataba de una pareja despistada, que había accedido por error al bar de ambiente. El aspecto y la vestimenta revelaban que no eran de la ciudad, ni posiblemente del Estado. Quiero decir: podían salir directamente de un fotograma de Visconti o de Bertolucci, pero jamás de una película de Buñuel o de Almodóvar. Eran italianas, seguramente, con esa belleza renacentista que sólo se da en Roma o en Milán, en Génova o en Venecia. No eran muy jóvenes: quizás rozaban los cuarenta años, la edad de esplendor de la mujer. Ella (me refiero a la que vestía como mujer) era tan hermosa como Iva Zanicchi, Mina o Monica Vitti: esa belleza sensual y apasionada que se desprende de rasgos perfectamente clásicos; una combinación que no se da en otra parte. No podía decir exactamente que fuera elegante, a pesar de la ropa sofisticada, porque las grandes bellezas italianas (como Silvana Mangano) casi siempre tienen un ligero toque de vulgaridad que las hace más terrenales, más carnales, más accesibles. Pueden estar una noche en el palco de la Scala de Milán escuchando Un bailo in maschera y, al otro día, discutiendo apasionadamente con la verdulera del mercado, sin olvidar los tacos.

            Pensé que muchas de las jovencitas que estaban en el Daniel’s y que reaccionaban con extrañeza ante esta aparición (ellas, que explotaban con tanta convicción el modelo lesbiano de la ambigüedad, de la incertidumbre o duplicidad sexual) no tenían, quizás, los mismos puntos de referencia que yo. No debían saber quién era Iva Zanicchi, ni Mina ni Silvana Mangano. Posiblemente tampoco estaban muy seguras de la estética romántica, del juego del blanco y del negro —como George Sand—, de la palidez de los amantes de Margarita Gautier. Pero yo, sí.

            Me puse a mirar fijamente a la pareja, como una espectadora entendida: esa función merecía un público adicto, de connaisseurs, no de principiantes. Ella iba vestida con una amplia y larga falda negra, muy abundante, una blusa de seda blanca de volantes en el pecho y botas de cuero negro, muy ajustadas.

            Tenía larguísimos pendientes (negros y blancos, haciendo juego) y, en el brazo, una ancha pulsera de oro, de la cual colgaban, como lágrimas, abalorios esmeraldas. Estaba muy maquillada, pero de una manera tan particular que la pintura y la piel parecían inseparables. El cuerpo era maduro, sensual: hombros bien torneados, boca ancha, ojos negros, profundos, senos casi opulentos y un buen par de caderas.

            En cuanto a su acompañante (no estaba dispuesta a desnudarla para comprobar que efectivamente tenía un par de senos diminutos y una vagina oculta entre la mata de pelos), parecía un hombre alto, apuesto, pálido, perfectamente impasible y distante, pero atento con su dama. Vestía un traje ceñido de cuero negro, con una camisa muy blanca discretamente bordada en hilo y cerrada con gemelos de oro. Era un poco más alto que ella, y su figura, admirablemente estrecha, sin curvas ni ondulaciones, había limado esas protuberancias que delatan siempre a la mujer. El cabello, abundante, estaba muy bien cortado, hacia atrás, y era oscuro, contrastando con la enorme palidez del rostro.

            Evidentemente, habían trabajado mucho sus papeles, para conseguir una pareja tan contrastada, tan nítidamente perfilada, tan compensada: eran dos actores (o actrices) excelentes. Nada escapaba a su control, a la cuidadosa construcción de los personajes. El único reproche era lo excesivo: estaban algo sobreactuadas; demasiado perfectas para ser ciertas: la boca roja de ella y los pálidos labios de él, el negro del traje y de la falda, la blusa y la camisa blancas. Un contraste tan bien conjuntado que, reuniéndolas, se llegaba a la unidad perfecta. (La naturaleza es más barroca; siempre le sobra o le falta algo, como al elefante o a la jirafa). Habían construido la pareja ideal, simuladamente heterosexual.

            Pero algo, en la perfección, denunciaba el simulacro. Sin embargo, de no haber sabido que en el Daniel’s no pueden entrar hombres, me lo hubiera creído. Habían llegado a la dimensión del arte, es decir, allí donde la naturaleza cede ante el artificio.

            Soy escritora, amo la belleza por encima de todas las cosas y sé que casi nunca es espontánea, que hay que ganársela y merecérsela; por eso, estaba dispuesta a ser el público que esa representación necesitaba: un público amante, comprensivo, generoso. Me vuelvo completamente humilde ante la belleza: la reverencio, la aplaudo, la canto, la lleno de loas: es escasa, como los bienes mayores.

            Aunque no miraban a las presentes, instaladas, quizás, en el vano de la puerta que conducía directamente al paraíso (estoy convencida de que la belleza conduce por lo menos al limbo, y todo lo demás, al infierno), no se permitían un gesto espontáneo, no estudiado, un movimiento de cejas o de manos que el guión no hubiera previsto; sé, sin embargo, que se sentían miradas (por lo menos por mí), posiblemente envidiadas, rechazadas y amadas al mismo tiempo.

            No hablaron con nadie: instaladas en un ángulo de la sala (el opuesto al mío), se limitaban a posar, estáticas, inmóviles, como si ya hubieran pasado a la página del libro, a la cámara oscura, al celuloide; como dos estatuas del parque, Venus y Apolo. Posaban de una manera ostensible, como si entre la concurrencia del Daniel’s hubiera un director de cine dispuesto a contratarlas, o un Rafael o un Leonardo, a inmortalizarlas.

            Tampoco hablaban entre sí, aunque a veces se miraban de una manera acariciadora que me hacía delirar, por más estudiado que fuera (jamás le reprocharía la artificialidad a nadie: arte y artificio tienen la misma raíz).

            Me imaginé sus noches de amor: la ficción de que en la cama había un hombre y una mujer; la representación de un coito primitivo, imposible, para ellas, y por tanto, imaginario. Otra vez, el triunfo de la fantasía sobre la realidad.

            Sólo los tontos o los excesivamente racionales (a veces son la misma cosa) se preguntarían por qué una mujer hermosa, y en plena posesión de todos sus encantos, elige a una mujer disfrazada de hombre para hacer el amor, cuando hay tantos hombres reales libres por el mundo, y bien dispuestos. He ahí el verdadero motivo: ella no quiere hombres reales, sino imaginarios. Mujeres que juegan a ser hombres, porque no lo son. La realidad carece de fantasía y de misterio. A ella le gusta la representación, el simulacro, la ficción. Ama la fascinación de lo imaginario, por encima de la vulgaridad de lo real. Ese hombre falso que, a pesar de su perfecto disfraz, nunca será un verdadero hombre, la seduce a partir de lo imaginario: le da lo que no tiene, lo que no es. Le ofrece lo más maravilloso e íntimo que se puede ofrecer a alguien: su sueño, su no-ser, su no-tener.

            Por supuesto, se podría hablar de esto como de una perversión. Pero no es decir nada: don Quijote no era el mediocre hidalgo Alfonso Quijote, sino quien quería ser: un caballero andante. El ser se revela más en lo que desea ser que en lo que es. La mujer disfrazada de hombre la noche del 31 de diciembre de 1989, no quería ser la mediocre mujer que debía ser, sino el paradigma del amante varón romántico que simulaba ser: bello, distante, seductor, enamorado absolutamente de una sola mujer.

            Pude imaginarme las noches de placer perverso de esa extraña pareja con un poco de envidia: la ficción de ser otro, de elegir el sexo como se elige el color del vestido. El triunfo del arte sobre la naturaleza, de la imaginación sobre la realidad.

            Posaron durante una hora, más o menos. Cada una cumplió a la perfección su papel, sin salirse un milímetro del guión: ni un gesto de descuido, ni una vacilación.

            Debo decir que mientras permanecieron en el Daniel’s, todas las mujeres que estaban allí parecían opacadas, irreales, desdibujadas: tal es la fuerza de la ficción.

            Cuando abandonaron el local, me acerqué a Daniela.

            —¿Son italianas? —pregunté, aunque estaba segura de la respuesta.

            —Sí —respondió, con su habitual discreción.

            —Parecen de película —había oído comentar, antes de que se fueran.

            Las fantasías son muy delicadas: la intromisión de un elemento real en ellas las descompone, las desvirtúa, como si el frágil hechizo se deshiciera en pedazos: flores tan susceptibles que el agua del vaso las descompone.

            Recuerdo a una mujer a quien le gustaba mucho hacer el amor contra la nevera. Allí ocurrían sus mejores encuentros eróticos. Tenía un amante, del cual estaba muy satisfecha. Un día, la relación se rompió. Estaban en la cocina (hacia la cual ella lo había conducido deliberadamente) y de pronto él, con una vulgaridad que ella no le conocía, le dijo:

            —Oye, a ti, ¿por qué te gusta tanto hacer el amor contra la nevera? Yo lo encuentro muy incómodo.

            Por supuesto: era incómodo y frío, pero para ella tenía una suerte de atracción que no es posible nombrar, ni analizar.

            —Si quisiera hacerlo —le contestó, irritada—, me habría hecho un psicoanálisis.

            No hicieron más el amor contra la nevera, ni contra ninguna otra cosa: la falta irreparable que él había cometido, al permitir que la realidad se entrometiera en las fantasías de su pareja, impidió cualquier nuevo encuentro.

            Otra mujer me contó la siguiente anécdota: tenía un amante, muy experto, y ella se sentía enormemente complacida con él. Le gustaba mucho hacer el amor sobre la alfombra del salón y, en cierta ocasión, llevada por su arrebato, le dijo:

            —Me gustaría que una vez me hicieras el amor con un antifaz negro.

            Él se detuvo, y preguntó, bromista:

            —¿Como «El Fantasma» de los cómics?

            Seguramente le pareció una salida llena de humor, pero tuvo un efecto completamente negativo: rompió la exaltación de la mujer, que no soportaba nada jocoso mientras hacía el amor. La pareció una asociación de ideas infantil que ponía en ridículo su ensoñación. Nunca pudo perdonárselo y, al poco tiempo, lo abandonó.

            Conocí a una mujer que había sufrido una fuerte depresión, después de que su amiga la abandonara. Habían estado juntas sólo seis meses, pero decía que nunca había tenido una amante igual. Me contó que a su ex amiga le gustaba mucho hacer el amor simulando que estaban en una iglesia: colocaba jarrones llenos de azucenas en la habitación, construía un pequeño altar con una virgen, llenaba de pétalos de flores el lecho y esparcía incienso con un inciensario que había sustraído de una iglesia.

            —Pero a mí el incienso me hace estornudar y los pétalos de flores me dan alergia —se quejaba la mujer abandonada.

            —¿No podía hacer el amor de una manera más natural? —le reprochaba.

            No: justamente, se trataba de hacer el amor como si estuvieran en una iglesia (su ex amiga se había educado en un colegio de monjas, es de suponer).

            Durante bastante tiempo, la canción Devórame otra vez se convirtió en un éxito internacional, y fue especialmente emblemática en los bares de gays y lesbianas. Gays y lesbianas confesaban que la letra de la canción ponía en palabras su deseo.

            Bien mirada, la letra es muy simple; además del estribillo enormemente popular —Devórame otra vez—, dice: En mis sueños nadie es como tú. No he podido encontrar el ser que dibuje mi cuerpo en cada rincón sin que sobre un pedazo de piel. Pero un análisis menos superficial pone de manifiesto muchos contenidos subyacentes. La invitación «devórame otra vez» es particularmente sugestiva. Devorar es un verbo muy fuerte, asociado a la pasión. Indica un impulso incontrolable, sensual y caníbal, por lo tanto, transgresor: quien reclama ser devorado invita a transgredir el tabú, la interdicción social. No es extraño, pues, que gays y lesbianas (transgresores a la ley heterosexual) se identifiquen con un texto de esta naturaleza. Pero, además, la letra exhorta: otra vez. La reincidencia en la transgresión agrega al primer pecado (cargarse la ley) la repetición. Los reincidentes son más pecadores, más transgresores que los primerizos: el texto de la canción es un llamado no sólo a transgredir una vez la ley, sino a repetirlo.

            En mis sueños nadie es como tú. A veces me pregunto si cuando sufrimos una gran pasión (nos enamoramos o perdemos a un ser querido) hay algún lenguaje más apropiado que el de las canciones populares. Quizás no haya otra manera, ni más refinada, ni más elegante, ni menos vulgar para decir que tú eres la mujer de mis sueños que decir, simplemente: En mis sueños nadie es como tú. ¿Qué más se le puede decir al ser amado? Es el mayor de los elogios, y la confesión de adoración más plena y humilde. Pero para hacerla, en primer lugar, el hombre o la mujer tienen que reconocerse como seres soñantes, es decir, como seres deseantes. Sólo se puede desear aquello que nos hemos representado previamente a través del ensueño o del sueño. Y el ensueño y el suelo son fantasías. Por eso, no hay confesión más triste que la del que afirma: «Yo no tengo fantasías». Posiblemente, el imbécil que dice esto cree que con ello demuestra un fuerte sentido de la realidad. Porque teme que la fantasía sea una confesión de debilidad, de impotencia o de frustración. Pues se equivoca completamente. Quizá no tiene fantasía, no tiene deseo, sólo tiene genitalidad. La fantasía exacerbada no implica, necesariamente, una pérdida del sentido de la realidad. Se pueden tener ambas aptitudes muy desarrolladas: la percepción de la realidad y la construcción imaginaria. Por lo demás, los psicólogos coinciden en señalar que, sin fantasías, no hay vida erótica; sólo hay sexualidad.

            Las fantasías eróticas no salen habitualmente a la luz pública, salvo cuando los escritores, los pintores o los directores de cine se animan a exhibirlas, es decir, bajo el manto protector del arte.

            En las páginas que siguen hago un intento de describir y analizar las fantasías más extendidas, no sólo en la vida individual, sino en la literatura y el arte. Porque ambos, arte y vida, están íntimamente ligados. El arte suele descubrir las partes más ocultas y reprimidas de nuestra intimidad, aquellas que fueron censuradas por la conciencia. El lector podrá reconocer alguna de las suyas: no es necesario que lo confiese, ni siquiera que las convierta en realidad. Los sueños, sueños son, como dijo el poeta.

martes, 23 de noviembre de 2021

Cristina Peri Rossi La tarde del dinosaurio. PRÓLOGO DE JULIO CORTÁZAR.

 


             Cristina Peri Rossi

  La tarde del dinosaurio

Las relaciones ambiguas entre un hermano y una hermana; la inquietante presencia de una niña en la playa, testigo de la aparente felicidad de una pareja; los esfuerzos de una hija lúcida para educar a su padre en el exilio; el fracaso de un hombre que quiso ser tres al mismo tiempo, o la danza perpetua de las bailarinas de piedra: éstos son los temas de algunos de los relatos de este libro. Y ya se desarrollen en un país latinoamericano dominado por el fascismo o en la superficie azul de la luna, ya en la sala dorada de un palacio medical o en las arenas de una playa europea, plantean el conflicto entre el mundo infantil o adolescente y el adulto, desde claves psicológicas y sociales a veces, desde claves líricas de una penetrante agudeza. A menudo, este conflicto se manifiesta a través de la preocupación por el lenguaje: la rebelón de los niños ante el mundo convencional de los adultos y sus claudicaciones se expresa en la resistencia a adoptar las formas orales establecidas, o sea, opresoras. Pero como advierte en el prólogo Julio Cortázar los niños se convierten indefectiblemente en adolescentes, experimentan las primeras angustias sexuales, y con ellas, las primeras transacciones, a través de las ceremonias rituales del amor y de la aceptación. Éstos son los momentos que Cristina Peri Rossi describe con morosidad en los presentes relatos. Unos relatos en que poesía y narración se funden, en un universo donde la fantasía y la realidad juegan delante de un espejo cuya ambigüedad nos fascina.

 

 


 

Cristina Peri Rossi

  La tarde del dinosaurio

 

 

 


 

 INVITACIÓN A ENTRAR EN UNA CASA

El día en que alguien logre la antología definitiva del cuento fantástico, se verá que muchos de los que pueblan para siempre la memoria medrosa de la especie se cumplen en tomo a una casa, son una emanación de ella, contienen de alguna manera una invitación a franquear su entrada para que después el lector protagonista descubra por su cuenta otras puertas que no han sido fabricadas en las carpinterías de la ciudad diurna.

No es casual que libros de cuentos como éste sean en sí mismos una de esas casas interiores, y que cada relato proponga un avance por habitaciones, galerías, patios y escaleras que absorben al lector y lo separan de su mundo previo. Se diría que escritores como Cristina Peri Rossi repiten sin saberlo (¿pero qué es saber en esta tierra de nadie donde pasean dinosaurios y abejas reinas?) el oscuro arquetipo del palacio de Barba Azul: habitaciones, corredores de espejos, puertas condenadas o prohibidas, siempre puertas para aquellos que prefieren el horror y la muerte a la renuncia de no abrirlas. Un cuento termina y ya otros empiezan en la habitación siguiente; con los dedos de la mirada, incapaces de resistir, buscaremos una vez más la cerradura, la falleba, empujaremos los batientes y veremos.

Veremos niños. Hace años que los relatos de Cristina giran en torno a los niños sus lentas rondas en espiral, hasta ahogarlos o dejarse ahogar por ellos. Porque no debería olvidarse que Barba Azul es el señor Gilíes de Rais, y que la puerta prohibida se abre a la cripta de los sacrificios últimos, la del Huysmans de La-bas, la de la salvaje y perfumada música de Bartok. En esta nueva vieja casa, en esta recurrencia de la interminable ceremonia, los niños son testigos, victimas y jueces de quienes los inmolan al engendrarlos, educarlos, amarlos, vestirlos, delegarlos. Ya en un relato de años atrás, La rebelión de los niños, Cristina había confiado a manos pueriles una tarea lustral de la que no siempre son capaces las de los adultos. En tres de los cuentos de este nuevo libro, los niños desnudarán el mundo de quienes pretenden regirlos, y lo reducirán a la irrisión de la verdad. Como en Cría cuervos, la película de Carlos Saura, la sola mirada de la infancia triza para siempre una sociedad obstinada en seguir negando lo que es.

Pero la adolescencia emerge, lenta y amarga; en ese interregno turbio los juegos ingresan a un territorio donde Cristina reconoce y asume la puerta condenada, la prohibición que va a ser transgredida, la horrible conciliación de víctimas y victimarios. Hermanos y hermanas, reinas y esclavos, falsos adultos incapaces de aceptar las leyes del juego, gente que un Aubrey Beardsley o un Egon Schíele hubieran dibujado con la perversa perfección del deseo estéril, de la persecución cuyo solo incentivo es el de no alcanzar la presa, llámese Patricia o Alejandra, Igor o Alina. Falsos adultos por la simple razón de que los adultos son falsos y el adolescente se vuelve hacia su pasado en una última, desesperada resistencia; pero su sexo y su pelo y su voz lo arrastran al vértice que el muchacho del dinosaurio contempla con un horror final. Ya no hay víctimas ni victimarios en esas habitaciones de la casa; el último de sus visitantes sólo alcanza a pronunciar una palabra inútil: Piedad.

Todo eso ha sido vivido y dicho por una mujer que conoce los infiernos de la tierra —la suya, allá en el sur— y los de la escritura en nuestro tiempo —aquí, en todas partes—. Su hermosa opción está en proyectar a planos imaginarios un contenido histórico, trágicamente real, que no sólo guarda su sentido más preciso, sino que multiplica su fuerza en la otra imaginación, la de ese lector que ahora entra en la casa, que tiende la mano hacia la primera puerta, por supuesto prohibida, por supuesto fascinante, abriéndose a un recinto en cuyo extremo hay una segunda puerta, por supuesto prohibida, por supuesto fascinante.

JULIO CORTÁZAR

domingo, 21 de noviembre de 2021

NOVELA. PRINCIPIOS NOCTURNOS. FRAGMENTO. DE LOS TEMORES 1972.


 

De los temores

1972

Ya habían pasado treinta y tres años desde el pacto. Ya era famoso, se cumplían la mayoría de mis proyectos literarios, ocupaba la cúspide, en lo apoteósico de una vida

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como narrador que hacía palidecer de envidia al resto del grupo de La Prima Donna. La crítica era mayoritariamente favorable, las invitaciones y charlas en universidades de toda Latinoamérica las realizaba con un año de antelación, así como charlas y seminarios en universidades europeas. Tenía a mi haber un grupo de periodistas que, como acólitos, alababan mi figura de escritor e impedían, la mayoría de las veces, que se hicieran críticas adversas a mi obra. Anoto que, en cuanto a la calidad de mis novelas, no existía duda: era excepcional. Belfegor ponía todo su empeño, así como yo, en que lo creado en el scriptorium fuera lo jamás revelado por medio de la palabra al ser humano.

Todavía faltaban muchos proyectos que realizar; ciertamente, Astaroth había cumplido con el pacto y yo cumplía también; mas, me faltaban los pecados de la ira, la gula y la envidia. Sin embargo, todo había marchado en buenos términos durante los treinta y tres años de convivencia con los siete demonios. Ambas partes llegábamos siempre a lo pactado en los plazos que yo me prometía de pecado en pecado. Aun así, me aterraba la sola idea de que no pudiera llegar a lo acordado.

¿Cómo sería la condena, mi condena?

En ocasiones, cuando emprendía mis labores en la Rutland-Hall de Argentina y comenzaban a proyectarse las sombras crepusculares como las finas sedas de un cortinaje negro y escuchaba el reloj de péndulo en mi habitación o cuando despertaba, no podía dejar de pensar en que mis sirvientes, a los pocos minutos de enterarse de que ya me encontraba en el salón, empezarían sus recorridos de un lado para otro.

Me imaginaba a mis servidores sin hablar, desplazándose de salón en salón, furtivos, porque nadie deseaba perturbar mis inicios vespertinos con ruidos innecesarios. En ocasiones, me parecía verlos en mis primeras caminatas de la tarde por los diferentes pasadizos, como sombras velo296

ces y de seda que, en fuga, solo acariciaban el aire apenas respirable de la mansión.

Un quietismo agónico y delirante consumía aquellos minutos crepusculares.

En esos primeros momentos, los demonios no me hablaban; como en un ritual, esperaban que yo me posesionara de mi sillón preferido y, encendida una lámpara de pie, iban apareciendo con un orden y un protocolo establecidos... Y aquel aliento frío de sombras desaparecía por completo.

Pero, esta sensación, esta abulia –si se le puede llamar así–, esta agonía del inicio de todos los días, fraguaba el terror de lo insospechado, de lo no conocido por mortal alguno: una danza demoníaca que estaba ahí, aunque no lo quisiera aceptar. Lo maravilloso y armónico de una vida de luces en un teatro se encendían ante el público; pero, puertas adentro, lo apoteósico se volvía una lenta agonía por el temor a lo desconocido: ¿me condenaría? ¿Podría cumplir con el pacto?

En otras ocasiones –situaciones disímiles en pensamientos– salía en mi bata de levantarme y, antes de llegar al Salón de las Fuentes, recorría pocos metros y me instalaba en el scriptorium, para acomodar algunos textos que la noche anterior había dejado allí, y no percibía nada de malas premoniciones, ni de sombras fingidas o reales en Rutland-Hall.

Lo que deseo contar fue un sueño que se haría recurrente a partir de la mitad de los años pactados. Como ya lo señalé: una disciplina férrea siempre giraría a mi alrededor, patrocinada por Belfegor y mi persona. En el sueño, despertaba y me veía cobijado por una penumbra crepuscular. ¿Ruidos? Ninguno. Solo el tic tac del reloj de péndulo –obsequio de mis asistentes, al cumplirse el primer año de convivencia– me señalaba el fluir del tiempo y también el ocaso de mi simple vida mortal. Me levantaba y aquellas

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sombras oblongas y sigilosas que ya me había acostumbrado a observar de tanto en tanto y de hito en hito todas las tardes, en mis primeros minutos del despertar, no estaban allí. ¿Por qué no estaban?

No hacía ningún ruido e iniciaba una caminata por la mansión. No entendía, pero tenía una sensación del abandono que no podía aprehender, ni explicar, pero sospechaba de una fuga de mis asistentes. ¿A dónde se marchaban? ¿Por qué se fugaban como pilluelos? Imagino que las sombras fugaces de los fámulos, en los primeros minutos de todos los días, ya me eran muy familiares y, al no percibirlas esa tarde, me parecía extraño, un desequilibrio de lo cotidiano, algo que no poseía la armonía de una convivencia de rituales a la que yo estaba acostumbrado.

Iniciaba el recorrido, mi paseo, husmeando por el corredor que comunicaba mi habitación con la de los siete demonios. Tuve una esperanza tonta de mirarlos y de que la sensación de abandono fuera absurda: ellos tenían que cumplir con el pacto, como yo también tenía que hacerlo. Volví a mirar el corredor que comunicaba todas las habitaciones: en el pasadizo, un pasadizo de una luz azulada, tenue, no existían señales de mis servidores. Primero, sentí cólera de que se hubieran retirado sin anunciar razones o motivos de sus ausencias.

Pensé en una posibilidad: de tanto en tanto, los Arimanes se arrogaban mis presentaciones en actos protocolarios, para que yo pudiera descansar muchas horas más. El séquito mefistofélico pensaba en todo y pensar “en todo” incluía no perturbar mis horas de sueño. La segunda posibilidad era que en efecto el pacto se hubiera roto, por alguna razón demoníaca y que ahora fuese nulo, una nulidad salvadora de mi alma. Pero, estas teorías eran una ficción que yo me creaba por mis propios temores.

Terminaba de recorrer la mayoría de los pasadizos de la mansión y llegaba al salón principal: las sombras eran

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totales, por lo que encendía una lámpara, lámpara que era el aviso para mis sirvientes de que allí me encontraba y que se iniciarían nuestras labores. Esperaba su llegada, pero los fámulos no acudían al llamado de la luz.

Entonces, me decía que quizá estarían todos reunidos en el scriptorium, charlando, como sucedía en situaciones muy especiales. No entendía esa obsesión del aquelarre demoníaco que hacía que todos se reunieran en el scriptorium. Podían estar más cómodos en cualesquiera de las otras salas de Rutland-Hall, pero imagino que les agradaba aquella estancia medieval, como un referente de cuánto fueron perseguidos en ese período de la humanidad.

Llegaba al scriptorium y, al abrir la puerta de hierro, con un golpe de ojo, me parecía ver a Belfegor, quien leía de espaldas a mí. Él no notaba mi ingreso y, en un murmullo, profería para sí la frase “Lex dura, sed lex”.

No me aterraba la frase, sino cómo se veía Belfegor: desnudo, sentado en uno de los taburetes; con la mano izquierda, se sujetaba una cola de león y, de aquella misma mano, unas enormes uñas blandían el aire y las sombras. De su frente, emergían unos cuernos; sus orejas puntiagudas semejaban las orejas de los duendes. Me acerqué... No poseía cabello, pero su enorme chiva caía hasta el suelo. Miré sus pies: estaba descalzo y, en vez de pies, tenía las patas de un lobo, pero sus dedos se alargaban de manera desproporcionada. Con dificultad podía observar sus ojos entrecerrados.

Belfegor, al verse pillado como era en verdad, me miraba con ira, pero de inmediato transmutaba su ira en pudor y cubría sus partes pudendas con unos pergaminos. Más, sin que yo pudiera decir o cuestionar algo, el scriptorium perdía la luz de las velas y todo fue sombra total.

Al despertar, no comentaba nada a Belfegor, ni a los demás miembros del servicio. El sueño sería recurrente,

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pero con variaciones. Incluso, a veces, quien se veía como un demonio en el scriptorium era yo mismo.

José Luis García Barrientos Las figuras retóricas El lenguaje literario 2. (Fragmento).


 

PRESENTACIÓN

En la primera salida de El lenguaje literario prometía una segunda

entrega con el título de «Estilo y figuras». Al poco, cada término

de este bien avenido casamiento pedía separación de trato y

alojarse en cuadernos aparte. A pesar de la clara afinidad de

caracteres, no tuve más remedio que ceder ante dos argumentos:

que, por más que los adelgazase, no cabrían decorosamente en

un mismo volumen, y que el tono de cada uno -más teórico el del

«Estilo» y más práctico el de las «Figuras»- ganaría en nitidez

sonando a una distancia acorde.

Presento ahora como segunda parte la que, en secuencia lógica,

debiera ser tercera. La razón es estratégica o, si se quiere, retórica:

cambiar, recurriendo a la variatio, el hilo del discurso -que

fluía ya por cauces especulativos en la primera parte y debe volver

a hacerlo al tratar de unos supuestos rasgos generales de la «lengua

» de los textos «poéticos»- y refrescar así la atención con el

catálogo de los recursos expresivos particulares -«esquemas» o

«figuras»- que nuestra tradición cultural ha ido anotando y clasificando

desde los griegos hasta hoy mismo. Quiero creer además

que, después de la observación meticulosa de tales manifestaciones,

la discusión de unas «pautas» del lenguaje poético será más

provechosa y rica, y más fundada.

En este volumen se intensifican, si cabe, las pretensiones de

todos los de la serie: claridad, sencillez y utilidad, junto al máximo

de rigor y amenidad posible. Clarificar y ordenar el corpus de

figuras retóricas, elegir los ejemplos más expresivos e interesantes,

y facilitar al máximo la consulta han sido los objetivos que

han orientado una tarea tan modesta como laboriosa. Y que se

reduce, en definitiva, a pasar a limpio, actualizándola, esta pequeña

muestra del inmenso y espléndido legado de la cultura clásica.

La inclusión entre los ejemplos españoles de unos pocos (traducidos)

de obras de la Antigüedad no puede ser más intencionada.

LAS FIGURAS RETÓRICAS

Entenderemos aquí por «figura», en su acepción más amplia,

cualquier tipo de recurso o manipulación del lenguaje con fines

retóricos. Originariamente el modelo de discurso «figurado» fue

la oratoria, pero desde muy pronto la literatura compitió con ella

hasta desplazarla como campo privilegiado de observación y práctica

de las figuras. Hoy, con la oratoria en decadencia, es la publicidad,

tan pujante, la manifestación más desear(n)ada del lenguaje

figurado (véase, en esta misma colección, A. Ferraz, E l le n g u a je

de la p u b lic id a d , 19963), junto a la más secreta y delicada del discurso

poético, que es la que nos importa.

En el refinado sistema conceptual de la Retórica las figuras se

encuadran en el estudio de la e lo c u tio , una de las p a r te s a r t is o fases

de elaboración del discurso, que consiste en «poner en palabras»

las ideas producidas en la in v e n tio y estructuradas en la d is p o s itio ;

que serán retenidas luego en la m e m o ria y pronunciadas, por fin,

en la a c lio .

El tratamiento de la elocución comprende la «teoría de los

estilos» o g e n e ra e lo c u tio n is y las «cualidades» o «virtudes» elocutivas,

que son la corrección (p u r it a s ), la claridad (p e r s p ic u ita s ) y la

belleza ( o r n a t u s ) . Esta última, que se concibe como una suma de

adornos que se «añaden» al estilo lingüístico «normal», puede

derivar de la combinación de las palabras en el discurso (c om p o s itio

) o de la elección de las palabras: tro p o s (uso de términos en

acepción inapropiada) y f i g u r a s (empleo de términos en acepción

apropiada, pero que, por distintos motivos, se desvían de la norma

usual). Según afecten al plano del significante o del significado,

se distinguen la fig u r a s de d ic c ió n de las f i g u r a s de p e n s am ie n to .

Además de las «figuras» en sentido estricto, integran nuestro

repertorio los tropos, los m e ta p la sm o s (artificios fónicos y gráficos)

y algunos fenómenos de «composición». Es claro que no se conciben

ya como adornos «superpuestos» al lenguaje, sino como procedimientos

de éste orientados a potenciar la expresividad, eficacia

o belleza del discurso.

LAS FIGURAS RETÓRICAS 11

Es formidable el cúmulo de diferencias que arroja la tradición

retórica en número, terminología y clasificación de las figuras.

Nuestro catálogo, sin otro criterio restrictivo que el del valor «literario

», aspira a ser de los más amplios. El índice alfabético que

cierra la exposición sirve también para ampliar con una serie de

equivalencias terminológicas las denominaciones elegidas para

las figuras. Nuestra clasificación, en fin, adopta un criterio decididamente

lingüístico, que además de parecerme más claro, es sin

duda el más coherente con la colección en que aparece.

Resultan así agrupadas las figuras en cuatro clases: «fonológicas

», «gramaticales» y «semánticas», Según el plano del e n u n c ia d o

lingüístico inmediatamente manipulado, y «pragmáticas», que

afectan a la e n u n c ia c ió n , es decir, que implican otros componentes

de la situación comunicativa.

Los tres tipos de figuras de enunciado se clasifican sistemáticamente

en dos subclases: las «licencias» o infracciones, excepcionalmente

admitidas, de las normas lingüísticas, y las «recurrencias

» o refuerzo de tales normas mediante la repetición periódica

de fenómenos equivalentes (de forma que, como en la acepción

matemática del término, cualquier elemento de la secuencia se

puede calcular conociendo los precedentes). Las licencias se

agrupan, a su vez, según los tipos de modificación de la q u a tr ip a r -

t i t a r a t io (Quintiliano): «adición» (a d ie c tio ), «supresión» ( d e tr a c -

t io ) , «inversión» (t r a n s m u ta t io ) y «sustitución» (in m u t a d o ).

Las figuras pragmáticas manifiestan un doble carácter genuinamente

retórico: el dialéctico propio de sus orígenes forenses y

el «ficcional» (en el sentido de dicción ficticia) que tanto identifica

a la literatura. Se agrupan en cuatro apartados: las que precisamente

instauran una «ficción enunciativa» y las que se orientan,

respectivamente, a la realidad representada («referenciales»), al

hablante («expresivas») y a los destinatarios («apelativas»).

Si tenemos en cuenta que en los actos de lenguaje operan

simultáneamente los distintos planos lingüísticos y los diferentes

factores comunicativos, no resultará extraño notar interferencias

entre las figuras de unos y otros apartados. Así, por ejemplo,

serán pocas las que carezcan de implicaciones semánticas, y

menos aún las que no ostenten orientación pragmática alguna.

Nuestra clasificación no será al respecto más insatisfactoria que

las demás, incluida la tradicional; pero sí es, en conjunto, más sistemática

que la mayoría.

Fuente:

/l ARCO/LIBROS,S.L.

CUADERNOS DE

Lengua Española

Dirección: L. Gómez Torrego

© by Arco Libros, S.L., 1998

Juan Bautista de Toledo, 28. 28002 Madrid

ISBN: 84-7635-296-4

Depósito legal: M-l0.743-1998

Printed in Spain - Impreso por Gráficas Torrejón (Madrid).

miércoles, 17 de noviembre de 2021

PRINCIPIOS NOCTURNOS. FRAGMENTO. NOVELA. JORGE MÉNDEZ LIMBRICK


 

"Para esta época, escribí unas pocas obras de teatro. Acepto que de ningún modo fui prolífico en dramaturgia, ni en cuento. Mi fuerza creadora y arrolladora serían las novelas de “largo aliento”, como las llaman en forma cursi algunos críticos de literatura. ¿Por qué de esa obsesión en mí de tratar de hacer novelas tan extensas? La respuesta es sencilla: no me lo propuse, sino que, conforme iba desarrollando los temas, mi ojo de Elatreo me hacía ver, confabular y narrar historia tras historia.

Estando en Inglaterra, me aboqué a un nuevo proyecto que ya tenía pensado, como sucede siempre, mucho antes de finalizar mi última novela en aquel tiempo: La llama oculta, publicada en 1963; una novela policíaca y política a la vez, la cual criticaba las transnacionales y el espionaje político, tanto en México como en el resto de América Latina, por parte del Gobierno de Estados Unidos.

Sin embargo, la novela no tendría la acogida que yo pensé. El fenómeno de su aceptación total vendría diez años más adelante, cuando la geopolítica de nuevo tendría un viraje enorme y destaparía la corrupción y espionaje de los políticos norteamericanos, lo cual acabaría con la dimisión del presidente Nixon.

Deseaba, entonces, una novela total, pero contraria a Phantasmagoriana, una novela pequeña, no la descomunal y monstruosa Phantasmagoriana que todo lo quería devorar a su paso como un Leviatán.

Supe desde el inicio de los primeros borradores de esta nueva novela que yo tenía la necesidad de un ejercicio literario, buscar una temática donde el dominio absoluto sería una historia inacabada y donde el lector tendría que

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terminar la propia historia de la novela; que el lector se asumiera como un segundo narrador donde yo terminara de narrar. Y pensé que, quizás al igual que el soberbio que buscaría en la vida real para mi pecado, podría utilizar a este personaje en mi nueva novela. ¿Sería posible? ¡Un soberbio en mi novela como personaje principal! ¿Quién sería el soberbio? ¿Dónde podría encontrarlo? Buscaría una confluencia de paralelismos: el soberbio de la realidad y mi soberbio literario. Uno ayudaría a salvar mi alma, el otro ayudaría a que mi fama como narrador se acrecentara.

Una solución práctica. Hago al precedente razonamiento la siguiente acotación: no me sentí propiciador de ningún pecado... Al final, cada una de las personas que morían en los pecados utilizaban el libre albedrío, habían escogido y caían en los pecados por sus propias voluntades, así lo decidían y no porque los Arimanes o yo se lo hubiéramos impuesto. En este punto, mantenía la filosofía cristiana: el libre albedrío como forma de emancipación o de castigo infernal".

sábado, 13 de noviembre de 2021

JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK. FRAGMENTO. NOVELA. PRINCIPIOS NOCTURNOS.


(

FRAGMENTO. NOVELA. PRINCIPIOS NOCTURNOS).

EUNED. 2021.

—Señora, usted posee una voz hermosa, gutural, con una sensualidad extraña, una voz que hace temblar a cualquier hombre, no por temor, sino por amor; la voz típica de una “contralto”. Porque, mi señora, aunque no lo crea, yo soy amante de la ópera y de la música clásica. ¿Acaso ha escuchado El trino del Diablo de Tartini? ¡Qué sonata, qué sonata, mi señora!... Pero, su voz, señora, es… ¿Cómo decirlo? —Y Belfegor, se extasiaba –eso me parecía– buscando en su retórica las palabras precisas y necesarias, mirando al cielo—. Una voz… Una voz única... —Y calló.

Goodfellow, que no cesaba en el intento de granjearse solo él las atenciones de la diva, aprovechó el impás en la perorata de Belfegor:

—Y, señora… —dijo y se detuvo para pensar las próximas frases, miró a los invitados y preguntó—: Pues, ¿le damos otro obsequio a la señora María Félix? ¿Sí?

—¡Síiiii!... —se escuchó un coro de voces.

—Veamos, veamos, veamos —decía Goodfellow, señor de la Envidia, mientras hurgaba, esta vez no en su pantalón, sino en su chaqué, hasta que, al inclinar su enorme cabeza hacia la derecha, en una especie de contrapeso ficticio, revisaba con la mano diestra el lado izquierdo de su levitón—. ¡Ajá, listo, listo! —Pero, antes de sacar el obsequio, comentó—: Señora mía, esta noche ha sido espléndida y mis compañeros, quienes servimos al escritor Deford, no me dejan mentir. Hoy, todas estas sorpresas y regalos han sido espontáneos, nos han salido del corazón, no fueron planeados por ninguno de nosotros y mucho menos por el señorito Deford, que tanto a su merced idolatra. Pero, este nuevo obsequio es... Es no solo de nosotros, sino también del joven Deford y también un obsequio de todos los presentes, mi señora. Es para usted…

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Y Goodfellow sacó una cajita de terciopelo negro que de inmediato abrió.

—¡Un zafiro! —Anunció—. Piedra de nobles, reyes, emperadores y obsequio de príncipes a sus amadas. Una piedra que simboliza la verdad, la sinceridad, guia del mundo, limpiadora de los ojos, de sus impurezas espirituales —terminó diciendo el Arimán.

—Pero, señores... No soy digna de tantos halagos, cuánta galantería... Señor Gorgus Black, no hace falta otro obsequio, otra joya; la que ustedes me han regalado sobrepasa lo material... Con el aprecio de ustedes me basta, ¿cierto?

Y decía esto último la Félix abanicándose con furia, mirando a todos mis sirvientes, mientras los flashes se disparaban en una seguidilla en el enorme sillón escarlata. Al advertir la diva mi presencia entre quienes escuchaban al séquito infernal, dijo:

—Escritor Deford, usted debería de prestarme a estos hombres tan galanes, me encantaría que estuvieran a mi servicio... ¡Pero, qué guapeza les embarga a todos ellos! ¿Cierto? Venga, Deford, le haremos un espacio a la par mía... Venga también usted, Villaurrutia... Por favor, que les traigan unas sillas… —solicitó María, al vernos de pie y cerca de mis secretarios, que estaban de frente y en semicírculo. Entonces, para no perturbar el orden establecido de mis acompañantes y María, dos sillas fueron colocadas completando un círculo perfecto.

—Señora, ¿y cuándo regresará a Francia? Porque, tenemos entendido que allá, en Francia, su señora tiene un séquito de admiradores —agregó a la conversación Esfria, quien abría una pitillera de oro macizo y le ofrecía un cigarro a la diva.

—¡Gracias! —dijo ella—. No acostumbro a fumar cigarros, conde Estruch; solo puros. Pero, viniendo de usted, imposible decir que no... Es cierto que tengo

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muchos admiradores en Francia, pero soy mexicana y mi pueblo me quiere y yo quiero a México... Soy de todos ustedes —Y señaló con su dedo índice a los asistentes—, del pueblo mexicano, por siempre, ¿verdad? ¡Francia es otra materia, otro tema, es como mi amante! —comentó, con aire mohíno y ensayado—. Además, estoy demasiada contenta con esta película dirigida por Villaurrutia y, por supuesto, qué gran texto, qué gran cuento, escritor Deford. Porque a mí —dijo, golpéandose levemente el pecho— me encanta estar rodeada de artistas, de escritores, como de su primo, joven Villaurrutia, el ya mítico Xavier Villaurrutia...

—Honor que me hace usted señora, hablar así de mi primo —contestó Efraín.

María, sin poner atención a Villaurrutia, continuó:

—Para mí ha sido un privilegio que la vida me ha otorgado estar rodeada de personas inteligentes, qué digo, de tanto artista que también son y han sido amigos míos, como Salvador Novo. Primero, fue mi enemigo —enfatizó la diva, que levantó el dedo índice en una especie de advertencia; hizo una pausa y agregó—: después nos hicimos amigos, amigos del alma. Periodista feroz, el Novo, pero nunca dijo “chafas”, como acostumbran decir los periodistas de mi vida… Me gusta rodearme de gente inteligente, como todos ustedes, en esta noche. Porque, aquí, hay periodistas, pero “mis periodistas”; no ese montón que, que, que ni saben mentir. —Hizo una segunda pausa—. Y no crean que solo de escritores me he rodeado, ¿eh? Recuerdo, en una de mis visitas a Europa, que conocí a Picasso... ¡Picasso! ¡Qué hombre más pesadote! ¡Inteligente, pero pesadote! —A lo que todos rieron en el salón—. Y también conocí a Salvador Dalí. Dalí, en la época en que me lo presentaron... Eh, pues, se hacía el loco; luego... ¡Se volvió loco de verdad el pobrecillo! Y es en serio —afirmó María que, arqueando las cejas, terminó

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de darle una última chupada al cigarro—. Y también acá he tenido muy buenos amigos pintores, no crean que no los he tenido, como los de aquellos cuadros que están en esa pared.

Todos voltearon hacia la pared que señaló la diva; en uno de los muros del salón, que daba a una enorme terraza, se hallaban tres o cuatro pinturas de la Félix. La que más llamó la atención a Aamón fue una que poseía varios elementos surrealistas. Y quizá –no lo sé– por hacer unos comentarios ácidos y burlescos sobre el cuadro, Aamón se atrincheró en una pose de conocedor de pintura. Aamón, quien no cesaba en su intento de desvirtuar la belleza de la Félix, así como su imagen de actriz y mujer, comentó:

—De los cuadros, el que más me agrada es la pintura aquella... —Y se frotó el anillo de hierro, una vez señalada la pared. Como ninguno de los invitados pudo acertar a cuál de los cuadros se refería Aamón, la pregunta de la anfitriona fue ineludible:

—Pero, ¿cuál dice usted, señor Fabiano Stirge?

Y el soberbio Aamón, el galán Aamón, me miró como cómplice de lo que vendría... Su ojo verde chispeó y dijo:

—Pues, el más interesante de todos.

Y de inmediato calló.

—¿El más interesante? Pues, pienso que todos son interesantes —comentó la Félix, para no desvirtuar la calidad de ninguna de las pinturas. Todos rieron, pero Aamón, muy serio, con su ojo verde chispeante, me miró de nuevo y volvió a acariciar el anillo de hierro. Aclaró:

—Pues, aquel, mi señora María... Donde está usted en una especie de caja de cristal. Muy interesante su simbolismo... ¿No le parece? ¡Extraño! En una urna de cristal y, mire usted, señora, ¿qué es lo que está afuera de la arqueta y de su alcance? Tres serpientes a la izquierda de la caja y a la derecha un escorpión que lee y otro que ronda con torpeza. Sin contar con los escarabajos que trepan maliciosa161

mente por el vidrio frontal. Y es curioso: ninguno de los insectos, ni las serpientes se dan cuenta de que el cristal está roto en su cara izquierda; muy interesante, porque la intención de los animalejos es estar con usted, señora. Y usted, mi señora, ¿qué hace dentro del arca de cristal? Sostiene, con elegante indiferencia ante el peligro –o la camaradería que le pudieran ofrecer los animalejos–, una botella. Y de la botella se deja escapar “algo”, una especie de aroma o hálito de su persona... ¿Acaso será su propia alma? ¡Un cuadro simple, en apariencia, pero cuidado!, ¿eh? ¡Y mucho simbolismo!

—¿Le parece? ¿Y el señor Fabiano Stirge acaso nos querría dar una interpretación de la pintura? —dijo la Félix.

Pero, antes de que Aamón iniciara un discurso hiriente y venenoso en contra de la diva, interrumpió Goodfellow:

—Es sencilla su interpretación; digo, la del cuadro.

—Escucho; ya me siento tentada de escuchar su interpretación, señor Gorgus Black.

—Decía que es sencilla su interpretación: sospecho que las serpientes desean agredirla, mi señora; no me cabe duda de su agresión inminente, si no fuera usted protegida por el vidrio. Observe la actitud agresiva de los reptiles. Muy diferente a la actitud del escorpión lector, digo, el escorpión que tiene asida entre sus pinzas un pergamino en actitud de lectura. Todos –reptiles e insectos– buscan a la señora Félix. A diferencia del escorpión lector, que da consejos a la señora.

—¿Acaso son amigos los escorpiones? —dijo Nergal, haciendo segunda a lo comentado por su hermano.

—¿Amigos? —preguntó la Félix, que luego lució un tanto incómoda ante el comentario sardónico de Aamón, ya que este de nuevo se abrió paso en el diálogo entre la diva y Goodfellow:

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—Pues, claro, mi señora. Uno siempre, pero siempre debe tener aliados en el lado oscuro, una especie de vocero y consejero.

Y todos rieron en el salón.

—Ayayay, ayayay, usted ha tocado una tecla dura –como digo yo siempre—. Es cierto: a veces… No, no a veces, ¡siempre, pero siempre debemos tener nuestros aliados en el bando opuesto! ¿Verdad? Estrategia simple, pero eficaz.

Y la actriz mexicana, con inteligencia, no dio puerta para continuar con el tema de la pintura, al notar astutamente el sarcasmo de Aamón a los últimos comentarios acerca del cuadro. Así que exclamó:

—¡Me siento emocionada esta noche! Siento que la noche nos pertenece a todos nosotros, que gira algo mágico en el ambiente, como dice la gente cursi, jajaja. ¿No lo creen? Me siento halagada con tanto hombre que me rodea. Y no solo eso —dijo María Félix, arqueando la ceja—, sino también con tanta guapeza, con tanta belleza e inteligencia, porque una casa sin hombres no es una casa. —Pronunció la última frase alargando las vocales de la palabra “casa” y envolviéndolas a la vez con una voz ronca y andrógina. Continuó—: Escritor Deford, estos sus asistentes me están contagiando de una alegría que en mucho tiempo no había tenido...

—Gracias, señora —dije.

—Es un honor trabajar para Byron Deford. Y cuando me dijeron que trabajaríamos juntos, pues, fue un honor... Tenía tiempo en que no conocía a una persona tan especial —dijo Aamón, mi agregado diplomático, alias Fabiano Stirge en el mundo de los mortales, y volvió a mirarme, conocedor del daño causado a la actriz con sus últimos comentarios.

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—Entiendo, señor Stirge —dijo la diva—. ¿Y cómo fue que todos se conocieron e hicieron un equipo tan fabuloso?

A la pregunta de la diva María Félix, se hizo un silencio, que fue interrumpido por Nergal:

—Si me lo permite y hablando con la mayor sinceridad, pues, ha habido un poco de todo: azar, trabajo, misterio... Será y cierto es que... ¿cómo decirlo? ¡Fuerzas sobrenaturales confluyeron para que todos nos reuniéramos! —dijo Nergal y todos volvieron a reír en el salón.

—Es cierto, mi señora, es la verdad; ha existido un poco de “magia” con nuestro encuentro... Lo que es cierto y definitivo fue que todos nos encontramos en Inglaterra. ¿Azar, destino? ¡No lo sé! Lo cierto fue que allí todos coincidimos con el joven Deford —juró Goodfellow, balanceando su enorme cabeza de un lado para el otro...".

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