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domingo, 5 de diciembre de 2021

Cristina Peri Rossi La rebelión de los niños (FRAGMENTO).

 


            

Si esta propuesta ha conseguido sobresalir entre toda la producción literaria de esta novelista es porque su contenido refiere a una época oscura que atormentó, en distintas épocas, a millones de ciudadanos de países latinoamericanos.

Según se puede advertir al conocer la biografía de esta mujer, el cuento “La rebelión de los niños” fue elaborado en 1971, algunos meses antes de que su creadora se exiliara en España. Por ese entonces, en su tierra natal no se habían producido secuestros de menores por parte de la dictadura militar que gobernó el país hasta 1985.

Sin embargo, ciertas creencias y sospechas de Peri Rossi llevaron a la escritora a adelantarse en el tiempo y construir un relato en el cual el narrador es un niño que duda acerca de su origen y teme no pertenecer a la familia.

El resultado de ese ejercicio literario es “La rebelión de los niños”, un texto al cual, en una entrevista, la uruguaya presentó como “uno de los más terribles que he escrito en mi vida”.

Lamentablemente, el horror que ella había imaginado a la hora de redactar ese cuento que llegaría a darle nombre a una colección, se cumplió. Por ese motivo, leer hoy, a la distancia, el contenido de ese material es descubrir que Cristina Peri Rossi presentía el plan macabro que pondrían en marcha los militares respecto al secuestro de mujeres embarazadas y el posterior apropiamiento de los bebés.

Si todavía no han tenido oportunidad de leer obras de Cristina Peri Rossi, conseguir un ejemplar de “La rebelión de los niños” constituye un buen comienzo para iniciarse en la lectura de sus trabajos.

 



 

Cristina Peri Rossi

  La rebelión de los niños

 

 

 


 

 ULVA LACTUCA

Ella miró la cuchara con aversión. Era una cuchara de metal, oscura, con una pequeña filigrana en el borde y de sabor áspero.

—Abre la boca, despacio, des-pa-cii-iiiiiiito, como los pajaritos en el nido —dijo él, tratando de aproximar la cuchara hacia ella. Odiaba las cucharas. Desde pequeño, le habían parecido objetos despreciables. ¿Por qué se veía ahora en la obligación de blandiría, llena de sopa, de intentar introducirla en la boca de aquella pequeña criatura, como sus padres habían hecho con él, como seguramente los padres de sus padres habían hecho, si es que en aquel tiempo se usaban las cucharas, si es que algún estúpido ya las había inventado? Tenía que conseguir una enciclopedia y averiguar en qué año se había confeccionado la primera cuchara. Tenía que conseguir una enciclopedia para aprender todo lo que le hacía falta para seguir viviendo. Cuchara: Utensilio de mesa que termina en una patita cóncava y sirve para llevar a la boca las cosas líquidas.

Lo que más le molestaba era la palita. Por eso no tenía la menor intención de abrir la boca, por más que él insistiera. Se distrajo, contemplando una figura bordada que había en el mantel. Eran hilos rojos y verdes, entrelazados, formando una flor. No podía soportar el ruido de la cuchara raspando el plato. Desde pequeño odió las cucharas. Todas: las de metal, las de plástico, las de fórmica, las de madera y las de laca. ¿Por qué esa criatura no quería abrir la boca? Llevaba más de media hora en la delicada operación de hacerle tomar la sopa. La sopa se había enfriado varias veces, él la había vuelto a calentar y había cambiado el plato, a lo mejor lo que no le gusta es el dibujo del fondo —pensó—. Había oído decir que a veces los niños no comen porque no les gusta el dibujo del plato. Existían varios platos en la casa, según le había informado su esposa, antes de abandonarlo: plato con coneja en la cama, las grandes orejas sobresaliendo del lecho, ideal para papillas y cremas. Un plato con un bosque pintado, donde se veía a una pareja de niños juntando moras. Este plato a él no le gustaba nada. Empezando, porque en su vida había visto un árbol de moras, y estaba en contra de la colonización cultural. En segundo término, porque ambos niños parecían excesivamente robustos y un poco antiguos, niños ingleses o niños holandeses del siglo pasado. Algo bastante desagradable. ¿Qué niño se iba a identificar con esos dos? Otro plato tenía un dibujo abstracto, muy coloreado. Seguramente su esposa lo había comprado convencida de que hay que acostumbrar a los niños desde pequeños a las formas de arte de vanguardia. Aunque el informalismo había dejado de ser vanguardia hacía mucho. Seguramente su esposa no tuvo tiempo de saberlo, o ya había comprado el plato. Primero, probó con la coneja, y luego con el dibujo informal. (La niña seguía sin abrir la boca).

No podía soportar el peso de la cuchara en la mano indefinidamente. ¿Por qué la apuntaba con aquel objeto metálico, provisto de una palita cóncava que servía para llevar a la boca las cosas líquidas? Cómo hacen las enciclopedias, eso me gustaría saber. Cómo las escriben. Por ejemplo: era muy inteligente eso de no poner «utensilio de metal», puesto que para desgracia de la humanidad, había cucharas de madera, de plástico, de vidrio, de hule, de cerámica, de hilo y hasta de espuma de mar. Cómprese un colchón de. Él había querido probar el nuevo colchón de agua, pero a ella le pareció una inversión excesiva. Inversión no —corrigió él—, gasto. Sobre aquel colchón acuático hubieran podido bogar toda la vida, apenas meciéndose, remando —los brazos en cruz, por favor, cruz, los brazos extendidos en, forma de, cruz, sacrificio, las manos apenas inclinadas, el ara de los homenajes, dioses menos perversos que tú, las piernas suavemente abiertas, así, manos inclinadas brazos extendidos ara del sacrificio gesto ritual— balanceándose, ora hacia un lado —a babor— ora hacia el otro, yo arriba, tú abajo, yo abajo, tú arriba, y la nave siempre meciéndose, yo al costado, tú en cuclillas, yo de pie, tú arrodillada, yo inclinado, tú de espaldas, tú de pie, yo zozobrando. ¿Por qué no quería abrir la boca?

Había conseguido distraerse mirando el dibujo verde y rojo mientras él iba hasta la cocina, pero ahora ya volvía otra vez, volvía paciente, volvía terco y sereno y ella quiso sonreírle, estaba dispuesta a hacer las paces y a soltar una de sus risas favoritas, esas que a él le gustaban, pero de pronto del interior del plato —donde había naufragado— volvió a aparecer la cuchara, la terrible cuchara de metal terminada en una palita cóncava que sirve para llevar a la boca las cosas líquidas. Y ella apretó fuertemente los labios. Si no habían comprado el colchón de agua era porque ella no quiso. Seguramente ya entonces no lo amaba, por eso no le entusiasmó la idea del colchón flotante, donde yacer como en un bote en perpetuo movimiento. Él la hubiera mecido allí como a una diosa del agua, como a una estatua sumergida en el mar, la hubiera amado como a una virgen flotante, vestal de espuma, rodeada de algas y de líquenes, le habría construido un santuario en el mar, lleno de conchas, estrellas, hipocampos, moluscos y medusas. Seguramente los antiguos tenían una diosa del mar. Los antiguos tenían dioses para todo. ¿La madre de Aquiles no era una divinidad acuática? Él hubiera conseguido trofeos marinos, crustáceos y peces pequeños. «Navegaremos la vida entera», le dijo. «Tendrás un lecho de agua como las esponjas y los corales». Como la ulva lactuca, que es como la enciclopedia llama a la lechuga de mar. Buena para el cutis. Un náufrago, había leído una vez en un diario, sobrevivió dos meses comiendo sólo lechugas de mar. Y una mujer rejuveneció como veinte años frotándose el rostro todos los días con la ulva lactuca. Cosas así salían en los periódicos a cada rato. Pero ella no quiso comprar el colchón de agua y ahora la niña no abría la boca delante de la cuchara por nada del mundo. La apuntaba rigurosamente. El borde metálico avanzaba cortando despiadadamente el aire. Hizo como que no la veía, miró hacia otro lado, disimulando. El borde helado le rozó la mejilla. Si soplaba fuerte, todo el líquido se volcaría y se iría para otro lado. Había realizado esta operación varias veces. Había dejado que la terrible palita cóncava se acercara, y cuando la tuvo próxima, casi tocándola con su frialdad, sopló muy fuerte, con todos sus pulmones, y el líquido había ido a parar al suelo, al mantel o a la servilleta. Los líquidos rodaban, eso era lo que tenían los líquidos. Ella no podía soplar la cuchara, para apartarla de sí, pero en cambio podía conseguir que el líquido se fuera al diablo con el aliento de sus pulmones. Sin embargo, no se animaba a repetir la operación. Una vez, su padre y su madre habían reído mucho cuando el líquido se fue rodando hasta el suelo, manchando el mosaico y la alfombra. A ella también le pareció muy gracioso que de pronto el contenido de la cuchara resbalara y quedara vacía, como una cuna sin niño. Pero la próxima vez que lo hizo su madre rezongó mucho, agitó los brazos, levantó la voz y dijo una serie de cosas que ella no entendió, pero que evidentemente tenían que ver con el hecho de que la cuchara estaba vacía y el líquido en el suelo. En cuanto a él, también festejó un par de veces su soplido, pero —no se sabía por qué— a partir de determinado momento comenzó a fastidiarse con el asunto y ya no pareció disfrutarlo más, por el contrario, se ofendía y ponía furioso como si el líquido y el suelo fueran cosas personales. Y todos los días del mundo había cucharas, todos los días del mundo apuntaban hacia ella, siempre tenían los bordes fríos y siempre servían para llevar a la boca cosas líquidas. Si no quiso el colchón de agua, era que ya no lo quería. En la vida cotidiana hay síntomas así, sólo que uno no los ve porque vienen disfrazados de otras cosas razonables y un día cualquiera uno descubre que las pautas de la catástrofe estaban allí, que en realidad la catástrofe había comenzado hacía mucho tiempo, era una amiga en la casa, la tercera persona no incluida en la pareja, la catástrofe estaba con ellos desde antiguo, desde el día en que se conocieron, tal vez, pero ambos disimularon, ambos la escondieron, buscaron lugares secretos y muy ocultos para no verla, para disimularla, para ignorar su presencia. Para disuadirla. Catástrofe: Suceso desgraciado que produce grave trastorno. Y el suceso desgraciado había ocurrido, provocando un grave trastorno. Catástrofe: cataclismo. Un tren se había estrellado en alguna parte, un maremoto inundó la casa, la habitación, los objetos naufragaron, las sillas se perdieron, un terremoto sacudió las paredes, los cimientos, las instalaciones, el viento se llevó los techos, la marea hundió puertas y ventanas, las cosas familiares de pronto dejaron de serlo (odiaba las cucharas y los relojes) y otras, otras cosas familiares de pronto se volvieron intolerables. Todo estaba preparado desde entonces, pensó, desde que nos conocimos. La cuchara se hundió en la superficie líquida. Ella aprovechó para cambiar de posición en la silla de comer. No tenía gran libertad de movimientos, la silla era una celda para aprisionarla mientras comía. Por un lado y por otro había maderas que la sujetaban, que la acorralaban; intentó morderlas, cortarlas con los dientes, arañarlas, pero la madera era dura, resistente; como un perro, horadó los bordes, rasqueteando. «Esta niña es incapaz de tomar la sopa, pero en cambio se tragará la silla», comentó un día su padre en voz alta. Manías de niños. Volvió a surgir, llena de sopa. La palita cóncava que sirve para llevar a la boca las cosas líquidas.

—Estoy seguro de que no será feliz. No puede ser feliz. No podrá serlo —dijo el hombre empuñando la cuchara. Ascendió mansamente. Ella la vio subir como un lento animal metálico que dulce y pesado se levanta. Eleva el vuelo. Con angustia, esperó que ganara altura.

Él le había pedido que le dejara a la niña, aunque fuera durante el primer tiempo, para sentirse menos solo. Accedió, en un gesto comprensivo y tolerante que le dolió como un golpe bajo. Le enseñó a preparar las papillas, a lavarla, a curarle las escaldaduras. Dejó un cuaderno lleno de prolijas y correctas anotaciones acerca de cada cosa. Había una hora para despertarla y otra para hacerla dormir. En cualquier caso, mientras él estuviera trabajando, vendría una joven estudiante todas las tardes a ocuparse de la niña. No olvides arrojar la bolsa de los residuos cada noche en el incinerador. Hervir rigurosamente la leche antes de ponerla en el biberón. Sopa diaria de verduras. El teléfono del pediatra de la niña y las instrucciones para quemaduras, resfriados e indigestiones. No será nunca feliz. No podrá serlo. La dirección de la lavandería más económica. Para reparaciones de artefactos eléctricos, llame al 2423315. Urgencias: 999. Policía: 002. Si se atraganta, sacudirle la espalda, suavemente, con pequeños golpecitos. (Ah los desvanecimientos de tus manos. La languidez de tu rostro. Geografías diversas que recorrí, explorador, y quedé clavado, clavado para siempre de la cruz. Envarado en los brazos extendidos, para siempre perpendiculares. Pendiente de los gestos de tus manos, profetizadoras, para siempre, pendiente, de.) Colocar cada cosa en su lugar, para no perder tiempo. Dejar un juego de llaves en casa de mamá, por si olvidas las tuyas. Jamás será feliz.

La cuchara se elevó, como un pájaro que lento gana altura. La vio venir de lejos. Desde lejos venía, siempre arribando, como la marea. Dar cuerda al despertador todas las noches. No la despiertes si gime en sueños, eso no es bueno. Llegaba desde la calle como si fuera la primera vez. Quedó un momento en suspenso, en el aire, humeante. Volvió la cabeza, con cuidado, como si algo en su cuello fuera a quebrarse. La leche, colada. El caldo, también. Fíjate que el teléfono esté bien conectado, al pasar la aspiradora a veces se desconecta. He olvidado cómo es vivir solo. Cómo es despertarse en medio de la almohada vacía. Si no estuviera encerrada en la silla de comer, podría mirar por la ventana y aburrirse un poco menos. Todas las tardes, cuando regreses del empleo, acuérdate de entrar la botella de la leche. No dejes objetos cortantes a su alcance. Ningún objeto cortante, más que su mirada de hielo cuando se fue. Ah qué lápida de Carrara. Recuerda que los ruidos muy intensos la ponen nerviosa. Respiró hondo. La niña no quería abrir la boca. Desde hacía más de media hora, no quería abrir la boca. Una dieta balanceada.

—Despacito, despacito —le dijo—; mira qué conejo tan bonito hay en el fondo del plato.

Nadie podría saber nunca si era un conejo o una coneja. Sin embargo, su esposa había dejado indicado claramente que se trataba de una coneja. Si no quiere la sopa en el plato de los niños en el bosque, cámbialo por el plato de la coneja. Enfundada en las sábanas del lecho, ¿quién podía saber si se trataba de un conejo o de una coneja? Con sólo un pequeño esfuerzo, podría pararse en la silla de comer, inclinarse hacia atrás y tumbarla al suelo. Haría mucho ruido y nadie más se acordaría de la sopa. Estoy seguro de que no conseguirá ser feliz, pensó. Volvió a hundir la cuchara en el líquido. Hay tres grupos de esponjas: calcáreas, silíceas y córneas. La gran mayoría de las esponjas se reproducen vegetativamente. El líquido humeaba. Empujando todo el cuerpo hacia atrás, apenas conseguía que la silla se moviera. Sólo en caso de urgencia llama a casa de mamá. Ella te dirá dónde encontrarme. ¿Por qué su madre sabía dónde estaba —seguramente también con quién— y él no? Solamente las propias madres merecen cariño. Todas las demás son detestables. No se trata de un complot contra ti, dijo ella. Levantó la cuchara y la dirigió hacia la niña. La vio venir desde lejos. Desde lejos venía, siempre arribando, como la marea. Metálica y de bordes afilados, siempre venía, como si se tratara de la primera vez. Tomó empuje. No permitas que te domine, debe obedecerte. No cedas a todos sus caprichos. ¿Por qué no quería abrir la boca? La coneja dormía en su lecho blanco, en el fondo del plato. Una coneja de grandes orejas claras. Acercó la cuchara a la cara de la niña, y con dos dedos, la asió por la nuca. Así la tendría sujeta. No quise nunca oprimirte. Una posesión sin límites. El gesto ritual del abandono. La puerta que no abrirás. Se sintió atenazada por unos dedos grandes, poderosos.

No te haré daño. Sólo quiero que extiendas los brazos en cruz, y en el lecho de agua naveguemos como dos barcos mecidos por la marea. Comprendió que no podía zafarse. Así. La cuchara, en punta, cruzaba el espacio con su carga líquida. Las piernas abiertas y la cabeza girando, llena de espinas. Quiso pensar, para aliviar la angustia, que sólo era un juego. Acentuó la presión y ella quiso rechazarlo, tuvo miedo. Él se acercaba más y más. Estaba sin aliento, por eso aspiró con fuerza y trató de apartarlo de sí. Se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas, que iba a sollozar en el orgasmo de la pena, no grites, por favor, no grites, ella aspiró profundamente, quédate así, un minuto más, y sopló con todas sus fuerzas sobre la cuchara, sobre el líquido pegajoso, sobre el mantel de la sábana y la sábana blanca como un mantel.

sábado, 4 de diciembre de 2021

Cristina Peri Rossi Cosmoagonías. (FRAGMENTO).

 

             

Cada libro de Cristina Peri Rossi es una nueva incursión en las profundidades de la condición humana, al mismo tiempo que una invitación para que el lector ejercite su sensibilidad y su inteligencia. En esta brillante colección de relatos, una ciudad prepara espacios apropiados para que los suicidas se maten, un hombre debe descifrar un enigma para alcanzar a la mujer amada y un comité político decide elegir un mártir. Erotismo, humor y angustia están siempre presentes bajo la prosa elegante y refinada de una de las mejores escritoras de nuestro tiempo.

 

 



 

Cristina Peri Rossi

Cosmoagonías

 

 

 


 

 A Matías Coll

 

 

 


«Los mudos dicen que sus sueños están llenos de voces».

(GEORGE STEINER)

«y confundamos su lengua, de modo que no se entiendan los unos a los otros».

(Génesis, XI, 7)


 Rumores

A finales del siglo XX se propagaron rumores sobre las ciudades. Algunos hablaban de su consunción; otros, de un raro renacimiento de los escombros. Grupos clandestinos y secretos cuchicheaban sobre ciudades todavía habitables, donde se podía caminar, ver un pájaro, recorrer un museo o contemplar el color del cielo. Pero eran las menos. Poco a poco se empezó a hablar de Berlín. No en público, ni en los diarios, ni en reuniones sociales. El nombre de Berlín empezó a circular como una clave secreta, una consigna mística, una cifra de iniciados sin sentido para los demás. Se hablaba de Berlín recogidamente, en la intimidad de la conversación luego del amor o en una habitación apartada, entre amigos escogidos. Una mujer desnuda, a la tenue luz de un cuarto privado, decía a su amiga, por ejemplo:

—He oído decir que en las calles de Berlín todavía crecen los tilos y hay cisnes en los lagos.

O:

—Los mirlos cantan entre la nieve, en Berlín, y se bebe té en tazas de porcelana, con manteles de hilo.

El hecho de que Berlín estuviera entre muros no desestimulaba a nadie: daba, a la ciudad, esa calidad de símbolo de los sueños que falta a tantas otras.

Las amigas se pasaban recetas de strüdel entre ellas, como si de raros poemas se tratara, y al atardecer, detrás de las ventanas de metal o en los ásperos andenes deletreaban der traum in leben, a punto de comprender la lengua sólo por el deseo.

Otros hablaban de San Francisco, pero una horrible peste anuló su prestigio: los elegidos eran también los apestados y la ciudad se hundió en un letargo de sábanas y cloroformo, convertida, de pronto, en una célula cancerosa en el redondel del mundo.

Había ciudades —como Madrid— donde cundía una breve euforia, igual que la alegría antes de morir, y ciudades, como París, ensimismadas, vueltas hacia su antiguo prestigio, ahora llenas de indolencia.

Pronto no quedó adonde ir y quienes huían hacia El Cairo, Praga, Buenos Aires o Varsovia lo hacían sin ilusión, sólo para demorar un poco más la muerte. La declinación de las ciudades se extendió como una mancha de petróleo sobre las aguas.

Quien esto escribe, en las postrimerías del siglo XX, no sabe si hay futuro, no sabe si hay ciudades, no sabe si hay lectura.


 El Club de los Amnésicos

Para pertenecer al Club de los Amnésicos no se necesita ninguna aptitud especial —ni siquiera una gran falta de memoria, espontánea o provocada por un golpe, el envejecimiento de las arterias o la escasa irrigación del cerebro—, porque se parte del hecho de que desde el momento de nacer, todos somos amnésicos, especialmente aquellos que creen recordar. En este sentido, una mujer que pierde a menudo las gafas está en tan buenas condiciones para acceder al club como aquella otra que jamás olvida el lugar donde las dejó: de la primera se dice que respeta la autonomía de los objetos, de ésta, que gusta ejercer cierto dominio sobre las cosas.

Los amnésicos nunca dicen «recuerdo que», sino «imagino que», aunque de hecho, estén hablando de una experiencia del pasado. Del mismo modo, rechazan el uso de la fotografía, sobre todo cuando son retratos. En lo que concierne a objetos o paisajes, consideran que las fotografías son cuadros o poemas, es decir, intervenciones deliberadas en el gran caos de lo real. Si un amnésico quiere sacar una fotografía, se preocupa de que el revelado sea parcial, no total, de suerte que grandes zonas del objetivo estén veladas.

Es obligación de todos los integrantes del club llevar un diario minucioso de sus vidas, pensamientos y deseos, por mediocres que sean, ya que su lectura les permite comprobar hasta qué punto han olvidado, de un momento a otro. No es una actividad simple, como podría pensarse. Algunos amnésicos han abandonado el trabajo en la oficina, la tienda o el ministerio para dedicarse exclusivamente a escribir el diario, procurando que nada de lo sentido, nada de lo percibido, nada de lo pensado escape a ese registro escrupuloso. Otros, han abandonado el hogar, la esposa y los hijos, para sumergirse de lleno en esta tarea, pero no siempre pueden escapar a la locura: anotar minuciosamente la vida interior —por escasa o superflua que sea— provoca, a su vez, nuevos pensamientos, nuevas imágenes y deseos, de modo que el escriba debe desdoblarse, y esas fisuras no suelen suturarse eficazmente.

En el Club hay un cuestionario mínimo, a disposición de todos los curiosos, destinado a comprobar la calidad de amnésico del aspirante. Las preguntas son éstas:

—¿Qué comió ayer al mediodía?

—¿De qué color era el vestido (o el traje, según los casos) de su segunda amante, la sexta vez que hicieron el amor?

—¿Cuántas veces dijo no el ocho de diciembre de 1963?

—¿Dónde estaba hace 221 días a las seis de la tarde?

—¿Cuál fue el primer pájaro al que escuchó cantar?

—¿Cuántas cartas escribió el año pasado y qué decían?

—¿En qué gastó quinientas pesetas la mañana del lunes, hace hoy exactamente dos años?

—¿Qué soñó la antepenúltima noche?

—¿Cuántas veces pronunció la frase: «Te quiero»?

—¿Qué dice la página número veintitrés de su libro favorito?

El carácter de este cuestionario es más pedagógico que informativo, y tiene un acápite donde se lee: «Sólo lo inmediato nos parece real».

Los amnésicos aseguran que es más fácil recordar el futuro que el pasado, en la medida en que los deseos se proyectan hacia adelante, y no hacia atrás. Según ellos, el deseo perfila mejor que la memoria, y el deseo está siempre en mañana.

La otra actividad fundamental de los amnésicos consiste en la lectura de diccionarios.

Lo hacen minuciosamente. Señalan en el borde de la hoja, con una cruz, las palabras que reconocen, y luego, comparan con el total de la lengua. En el desierto del campo, se elevan algunas cruces. En el gran silencio de la amnesia, se elevan pequeñas voces. He olvidado ayer, hoy, la mañana de muchos días. Sólo algunos jirones, detritus membranosos en el mar plato de la amnesia devoradora.

Cuando los amnésicos recuperan una palabra, suelen festejar. Como quien descubre un fósil antiguo perdido en el fondo de una caverna, la enseñan a los otros que, cautelosos y llenos de reverencia, se acercan a tocarla, a palparla entre los dedos, entre los labios, y luego, con alegría, comienzan a emplearla.

Convencidos de que la repetición anula, simplifica y reduce, los amnésicos procuran que sus actos —aún cotidianos— se celebren como si fuera la primera vez. No se reúnen jamás en el mismo lugar, ni se sientan en el mismo sitio que la vez anterior. Miran el mar desde diferentes puntos de la costa, cambian a menudo la marca de los cigarrillos, procuran no repetir el camino hacia el trabajo y cultivan esmeradamente el arte de la desorientación: en una calle cualquiera, hacen como si estuvieran en otra ciudad, en otro mundo.

Un amnésico enamorado sabe, siempre, que el ser amado es él más otro, antiguo, pasado, al que no recuerda, no revelado todavía, y no está seguro ni de su sexo, ni de sus hábitos y costumbres, ni siquiera de la especie de animal que fue.

Hace las mismas preguntas muchas veces a la misma persona, porque está convencido de que ninguna de las respuestas es la definitiva y cualquier certidumbre, transitoria.

Un amnésico enamorado no reconoce, sino que cada vez debe empezar por conocer. Todos los días se asombra de las mismas cosas, ya que las olvidó, y el color de la piel de la mujer que ama es una incógnita sostenida por su imaginación —es decir: por su memoria— que las diferentes luces del día y de la noche descubren cada vez, para hundir, luego, en el pozo abismal de la amnesia.

El amnésico vive sin espejo, que lo induciría a error, pero, en cambio, archiva los diarios atrasados. De este modo, puede tener una agradable conversación acerca del campeonato de boxeo de 1924, en Buenos Aires, o el último decreto del general De Gaulle, en 1948.

Sólo no olvidan lo que no ha sucedido todavía.


 Suicidios S. A.

La ciudad protege a los suicidas. Se han construido expresamente viaductos, puentes y acantilados a fin de que los hombres y mujeres decididos a suicidarse puedan ejecutar el acto con las mayores garantías de éxito.

Primero, se construyó un enorme viaducto de cemento. El viaducto corría por encima de una avenida amplia y ruidosa, a la suficiente altura como para asegurar que el salto, la precipitación en el vacío fuera irremediablemente mortal. Pero pronto surgieron dos inconvenientes: en primer lugar, la nutrida circulación del tránsito en la avenida inferior solía distraer a los suicidas que, en el momento exacto de precipitarse, descubrían el reflejo de un farol azul en el pavimento o se entretenían calculando la velocidad de los automóviles al pasar un semáforo, y estas pequeñas intervenciones turbaban su ánimo o demoraban su decisión. El otro inconveniente fue la protesta de los conductores que transitaban por la avenida, ya que los suicidas, al caer, manchaban de sangre los parabrisas, salpicaban con sus vísceras deshechas los guardabarros y los restos humanos sobre el pavimento entorpecían la circulación. Pero la ciudad es diligente: para solucionar ambos problemas, se decidió establecer un horario preciso: los suicidas podían usar el viaducto los lunes, jueves y domingo —el día más melancólico de la semana—, de cinco a doce de la noche —las horas más lúgubres del día—, tiempo durante el cual se prohibía el tránsito de vehículos por la avenida inferior.

El viaducto de cemento tiene una extraña y sugestiva melancolía, muy apropiada para horas muertas. Es una cinta gris, tan extensa que de un extremo a otro no se ve su fin, y suspendida del aire como si ya formara parte del umbral del limbo. Por lo demás, la guardia urbana tiene la orden de apartar a los curiosos de las inmediaciones del viaducto, para que con sus vivas y sus hurras, con sus aplausos o sus silbidos no molesten ni perturben el ánimo de los suicidas. En cambio, están permitidas las fotografías y por todas partes se ven puestos de postales, con la bella impresión del viaducto de cemento extendiéndose como un río de piedra, y la figura de un hombre o de una mujer que ya emprendieron el salto.

También se han construido media docena de puentes, en la ciudad, de uso preferencial para suicidas. El emplazamiento de los puentes no es casual. Fueron erigidos según las estadísticas en aquellos sitios tradicionalmente elegidos por los suicidas de varias generaciones, aunque los motivos de esa preferencia no siempre sean claros. Sin embargo, del mismo modo que las estadísticas comprueban que hay más suicidas varones que mujeres, que el suicidio es más frecuente en invierno que en verano, en otoño que en primavera, y al atardecer mejor que al amanecer, también comprobaron que algunos lugares de la ciudad eran más estimulantes para el suicidio que otros. Por ejemplo, hubo que construir un puente junto a la autopista de acceso a la ciudad, ya que algunos automovilistas tenían la costumbre —convertida, pronto, en un rito, como suele ocurrir con muchas imprevisibles conductas— de abandonar el vehículo exactamente en el momento de entrar a la ciudad e intentar las formas más ridículas y descuidadas de suicidio —barbitúricos, veneno— en los bordes mismos de la autopista, con el consiguiente embotellamiento del tránsito.

Ahora, el Ayuntamiento de nuestra ciudad ha colocado un cartel, en ese preciso lugar, que dice: «Si desea suicidarse, tenga la amabilidad de usar el puente a su izquierda» y un leve movimiento de cabeza —sólo un leve movimiento— alcanza para que el conductor apesadumbrado por cualquier motivo descubra, a pocos metros, un puente de cemento —material más adecuado que el hierro para proteger a los suicidas, por su escaso poder imaginativo—, en la penumbra, en el silencio, tan dormido que parece muerto.

La antigua costumbre de suicidarse atando una cuerda a un árbol había caído ya en desuso, debido, principalmente, a la ausencia de árboles en la ciudad y en las casas, por lo cual se decidió instalar un pequeño jardín público donde cada árbol tiene su correspondiente soga y el Ayuntamiento asegura a los aspirantes que la soga es completamente personal: una vez usada, es entregada a los herederos o parientes próximos y cambiada por otra. Puede decirse, sin lugar a dudas, que en la ciudad nadie se ha colgado dos veces en la misma soga.

Para quienes prefieren suicidarse en la intimidad y desprecian el exhibicionismo público, una empresa estatal se ocupa de fabricar numerosos productos, de distinto aspecto, composición y precio, y que aseguran un suicidio más o menos lento, casi imperceptible, para todos aquellos que detestan las decisiones bruscas o los cambios violentos de estado y situación.

Hay deliciosos bombones envenenados, sopas de langosta delicadamente letales, dulces cigarrillos contaminados, íntimos perfumes suavemente mortales. Hay flamantes automóviles con escape de gas interior asegurado, botellas de champán deliciosamente combinado con belladona y cajas de cerillas ilustradas con cuentos de Andersen que al encenderse, despiden un carburante mortal.

Para quienes no pueden separar el sexo de la muerte, la misma empresa estatal dispone de un lujoso surtido de artículos apropiados para suicidas. Hay cálidas alfombras en forma de vagina, impregnadas de un veneno fatal; se puede comprar un par de senos generosos y abundantes —de color porcelana, dorados o negros—, provistos de una glándula que segrega un licor mortal y grandes muñecos —de ambos sexos— que en el momento de producirse el orgasmo, estrangulan eficazmente a quien ha llegado al éxtasis. La habilidad de nuestros artesanos permite, además, fabricar réplicas perfectas de hombres y mujeres reales —a partir sólo de una foto—, a fin de que los suicidas gocen y mueran a través del objeto amado.

Y para todos aquellos débiles de carácter, voluntad o coraje que se sienten incapaces de suicidarse por sí mismos, la ciudad pone a su disposición un eficaz y secreto servicio de asistencia, compuesto por policías y soldados retirados, jóvenes sin empleo y revolucionarios fracasados. Una llamada telefónica alcanza para que un pequeño grupo de ellos —se ha demostrado que no son propensos a la actuación individual— se presente en la casa del suicida débil de carácter y le proporcionen una muerte rápida y segura, sin la responsabilidad de haber tenido que elegir el medio.

Pero todavía hay quienes prefieren arrojarse inesperadamente por una ventana o lanzarse al mar, de una manera egoísta y escasamente cívica. Los transeúntes los desprecian, y los pescadores también.

miércoles, 1 de diciembre de 2021

Cristina Peri Rossi Aquella noche. FRAGMENTO.

 


            Hubo una noche en la que pudimos amar mejor, ser más fieles, más hermosos, más libres. Hubo una noche en la que se representó nuestro destino en el fondo de un vaso, en una raya de coca o en la cerilla que danzó una danza del fuego. Esa noche fue «aquella noche», la del título del libro. Con una ironía fina que se mezcla con nostalgia y humor, Cristina Peri Rossi repasa la experiencia de una vida, en la madurez, para desmitificar los paraísos perdidos de la juventud, la revolución o el amor, desde una conciencia lúcida de que vivir es perder y ganar, en un juego ilusorio pero emocionante.

Libro de poemas contemporáneo: urbano, tierno y cruel, como la película que vivimos. Y que podemos volver a ver, gracias a la poesía, que supera lo cotidiano por su poder de transfiguración.

 



 

Cristina Peri Rossi

  Aquella noche

 

 

 


 

 Aquella noche

La noche en que nos conocimos yo empecé a perder

La cerilla explotó

y me quemó los dedos manché mi blusa con el vino Olvidé por completo el nombre del mes y del día.

Tanta turbación sólo podía ser la prueba de un deseo muy grande tan grande que ni tú misma

podías satisfacer.


 Instinto

Los animales no piensan qué tienen que hacer.

Cuando cae la tormenta miles de hormigas construyen una balsa para pasar al otro lado y el león en celo

mata a sus cachorros para volver a fornicar ¿por qué, entonces, antes de tocarte he de averiguar tu abolengo tu religión

tus genes

las ideas políticas y los gustos literarios?


 Mujer de principios

He sido fiel al blues

a Sara Vaughan,

al mar,

a la aspirina,

a Caspar David Friedrich,

a los nocturnos de Chopin

y a los diurnos de Van Gogh,

al cigarrillo,

a la máquina de escribir

y a la lectura del periódico.

Al mar

—no a la montaña—

a la noche

antes que al día,

al invierno

antes que al verano,

al agua,

no al fuego,

a la química,

no a la geografía,

a la solidaridad

más que al sexo,

a la belleza,

siempre a la belleza.

He sido fiel a los perros,

a los osos,

a los dinosaurios

(nunca a las aves),

a los barcos,

no a los aviones.

Si no he sido fiel en el amor

sólo ha sido

por fidelidad a los fantasmas.


 Género

En la ciudad

donde nací

fantasma

es de género femenino.

De modo

que cuando me despierto

puedo decirte:

Buenos días,

doña fantasma.


 Humildad I

Nunca he pretendido que una sola idea explicara la diversidad del mundo ni un Dios

fuera más cierto que numerosos dioses Nunca he pretendido que la psicología excluyera a la biología, ni que tener un sexo excluyera al otro.

Nunca he pretendido que una sola persona colmara todos mis deseos ni satisfacer todos los deseos de una sola persona.

Nunca he pretendido vidas anteriores ni vidas futuras: no creo haber sido nada más que lo que soy y eso, a veces,

con grandes dificultades.


 Día gris I

Deja que el gris difumine los contornos y con tinieblas envuelva todas las cosas: en los vapores de humedad flotan los rostros las casas

los recibos de la luz y, de vez en cuando, se deslizan —sin ser vistos— los fantasmas

de las cosas que deseamos sin osar decir su nombre.


 El deseo de las mujeres

La mujer que viene a visitarme ¿quiere un prólogo o un orgasmo?

«Es confuso el deseo de las mujeres»

dice mi amigo Ticas Está sola

es verdad que la amaron algunos hombres (que no usaron, en la cama, el verbo amar, considerado cursi: sólo aman las mujeres y ellos eran machos, muy machos) A veces, en su soledad de gata ella escribe poemas no muy buenos, todo sea dicho, pero le gustaría publicarlos por qué no

tiene derecho: los machos escribieron fornicaron muchos malos poemas muchos malos amores por qué ella no

al final sólo

quiere publicar un libro un orgasmo

algo suyo

no alienado

«Es confuso el deseo de las mujeres»

dice Ticas

Él quiso publicar un libro él quiso muchos orgasmos Pero no sabe qué desea esta mujer.


 Venerabilidad

Es posible que me haya convertido —sin darme cuenta— en una persona venerable Ahora me proponen que escriba prólogos para libros de otros Me siento como un pontífice (sin contar con que las iglesias no permiten pontífices mujeres: ninguna iglesia permite pontífices mujeres, ni el Vaticano

ni los partidos)

Debería tener, quizás, como los pontífices, un sillón preferido un gato persa

algunos anillos en las manos una teoría acerca de algo (de la literatura del amor de la mujer del éxito o del fracaso) En mitad de la conversación se me ocurre que mejor quizás a lo mejor

sería preferible una noche de amor a un prólogo pero no me atrevo a sugerirlo (¿los pontífices serán verdaderamente castos?) No tengo gato

no tengo sillón

confundo los ruidos de la Noche de San Juan con truenos de tormenta y, además,

dad a la poesía lo que es de la poesía y al amor

lo que es del amor.

Al final, he pontificado.


M


 Mis contemporáneos

He compartido mesa congresos conferencias con muchos escritores Los he oído recitar pontificar

exhibirse como machos en celo apostrofar

sentenciar

juzgar

Los he visto firmar autógrafos los he contemplado ligar emborracharse

subir a la habitación con la admiradora arrobada.

Todos ellos sabían algo que las lectoras no saben: la literatura no es de verdad.


 Teoría literaria

Escriben porque tienen el pene corto o la nariz torcida porque un amigo les robó la amante y otro le ganaba al poker Escriben porque quieren ser jefes de la tribu y tener muchas mujeres un cargo político

un tribunal

una tarima

(muchas mujeres).

No se leen entre ellos no se lo toman en serio: nadie está dispuesto a morir por unas cuantas palabras colocadas en fila

(de izquierda a derecha, no al estilo árabe) ni por unas cuantas mujeres: después de los cuarenta, todos son posmodernos.


 Oda al pene

Querido Ticas:

No es posible tener muy buena opinión de un órgano membranoso que se pliega y se despliega sin tener en cuenta

la voluntad de su dueño.

Que no responde a la razón que hace el ridículo cuando menos lo esperas o se pone soberbio

cuando habías decidido mostrarte tímido.

No es posible tener muy buena opinión de los misiles

ni de los obeliscos de las ciudades ni de las bombas testiculares.

No se puede estar muy orgulloso de un órgano de requerimientos tan imperiosos que obliga a ocultas manipulaciones a solitarios manoseos

o a rápidas penetraciones en turbios cuchitriles pagando lo menos posible.

Sublímalo, Ticas, pinta cuadros

escribe libros

preséntate a diputado

escribe letras de rock compra acciones de la Banca: todo, para olvidar

esa oprobiosa sumisión a un órgano que no puedes gobernar, que no controlas.


 Semiótica

La polivalencia de la conjunción

permite que la interrogación

¿la literatura o la vida?

se transforme, por ventura,

en: la literatura o la vida misma.


 Bibliografía

Oh viejo, antiquísimo Freud:

(no eres mi padre, ni mi hermano,

ni mi amante: simplemente, un antepasado):

cuánto le debe faltar a la vida

para que yo siga escribiendo.

(Y para que todavía,

haya gente que lee).


 El cementerio de los sueños

Sólo en nuestros sueños

una vez hubo una vida mejor.

Algunos sueños los cortaron a cuchillo (manos y miembros desgonzados en tortura) o los arrojaron desde los aviones desnudos y sedados

(qué delicadeza: un somnífero antes de lanzarlos).

Otros sueños murieron por falta de publicidad

de financiación, como se dice ahora.

Y los pocos sueños que consiguieron sobrevivir nos encargamos de matarlos diariamente

con pequeñas envidias y miserias: los sueños parecen tan tristes tan ridículos

como los inválidos de Vietnam.

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