Mostrando entradas con la etiqueta literatura rusa. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta literatura rusa. Mostrar todas las entradas

miércoles, 12 de octubre de 2022

LA USURERA Fiodor Dostoievski (Fragmento de la novela: CRIMEN Y CASTIGO).





 LA USURERA

Fiodor Dostoievski

Llegó al cuarto piso sin cruzarse con nadie, y se detuvo ante la puerta de Alena Ivanovna, donde se puso a reflexionar. El cuarto de enfrente estaba desocupado. En el tercero, la habitación situada precisamente por debajo del cuarto de la vieja, se hallaba también vacía, según todas las apariencias: la tarjeta que antes había en la puerta, no estaba, los inquilinos se habían ido… Raskolnikoff se ahogaba. Vaciló un momento. «¿No sería mejor que me fuera?». Pero sin responder a esa pregunta, se puso a escuchar: no oyó ningún ruido en casa de la vieja; en la escalera el mismo silencio. Después de escuchar durante un largo rato, el joven echó una mirada en torno y palpó nuevamente su hacha. «¿No estaré demasiado pálido? —pensó—. ¿No se notará mi agitación? Esa mujer es muy desconfiada. Debiera esperar hasta calmarme». Pero, lejos de calmarse, su corazón latía cada vez con más violencia. No pudo contenerse más, y extendiendo lentamente la mano hacia el cordón de la campanilla, tiró de él. Al cabo de medio minuto llamó de nuevo, con más fuerza. Ninguna respuesta; golpear la puerta hubiera sido inútil y hasta imprudente. Era seguro que la vieja estaba en casa; pero su desconfianza debía incrementarse cuando estaba sola. Raskolnikoff conocía ciertas costumbres de Alena Ivanovna. De nuevo aplicó el oído a la puerta. A pesar de que la excitación le agudizaba las sensaciones, el ruido no era fácilmente perceptible.

Sea como fuere, le pareció oír que una mano se apoyaba con precaución en la cerradura; escuchaba, esforzándose por disimular su presencia. No queriendo parecer que se ocultaba, el joven llamó por tercera vez pero suavemente para no denunciar su impaciencia. Aquel instante dejó a Raskolnikoff un recuerdo imborrable. Cuando, después, pensaba en ello, no acertaba a explicarse cómo había podido desplegar tanta astucia precisamente en el momento en que su emoción era tal que le quitaba el uso de sus facultades intelectuales y físicas. Al cabo de un instante oyó que descorrían el cerrojo.

Raskolnikoff vio entreabrirse la puerta lentamente y por la estrecha abertura dos ojos muy brillantes se fijaban en él con expresión de desconfianza. Entonces le abandonó su sangre fría y cometió una falta que hubiera podido dar al traste con todo.

Temiendo que Alena Ivanovna tuviese miedo de encontrarse sola con un visitante de aspecto poco tranquilizador, tiró de la puerta con violencia hacia sí para que la vieja no procurase cerrarla. La usurera no intentó siquiera hacerlo, pero no quitó la mano de la cerradura, de manera que faltó poco para que cayera de bruces en el descansillo, hacia donde se abría la puerta. Como Alena Ivanovna permanecía de pie en el umbral para no dejar el paso libre, el joven avanzó hacia ella. Aterrada la vieja dio un salto hacia atrás; pero no pudo pronunciar una palabra y miró a Raskolnikoff abriendo los ojos desmesuradamente.

—Buenas tardes, Alena Ivanovna —dijo él con el tono más natural que pudo; pero en vano trataba de fingir; su voz era entrecortada y temblorosa—; traigo una cosa, pero entremos: para examinarlo hay que verlo a la luz…

Y sin esperara que lo invitaran, penetró en la habitación. La vieja se le acercó vivamente; ya se le había desanudado la lengua.

—¡Señor!… ¿Qué quiere usted, quién es usted, qué se le ofrece?

—¡Vamos, Alena Ivánovna!; usted me conoce muy bien… Soy Raskolnikoff; tenga usted paciencia. Vengo a empeñar esta alhaja de la que le hablé el otro día —y le alargó el paquete.

Alena Ivanovna iba a examinarlo, cuando de repente cambió de idea, y levantando los ojos dirigió una mirada penetrante, irritada y desconfiada sobre aquel importuno que se le metía casa con tan poca ceremonia; Raskolnikoff hasta creyó advertir cierta especie de burla, en los ojos de la vieja, como si esta lo hubiese adivinado todo. Se daba cuenta el joven de que perdía la serenidad, de que tenía casi miedo, de que si la vieja seguía escrutándolo, iba, sin duda, a echar a correr.

—¿Por qué me mira usted de ese modo, como si no me conociese? —dijo él irritándose a su vez—. Si usted quiere esto, lo toma, si no, lo deja; iré a otra parte con ello; es inútil que me haga usted perder el tiempo.

Se le escaparon estas palabras sin que las hubiera premeditado.

El lenguaje resuelto del visitante tranquilizó a la usurera.

—¿Qué prisa hay, batuchka? ¿Qué es eso? —preguntó mirando el paquete.

—Una cigarrera de plata; ya se lo dije a usted la otra tarde.

La vieja extendió la mano.

—¡Qué pálido está usted! ¿Está usted malo, batuchka?

—Tengo fiebre —respondió con voz brusca—. ¿Cómo no he de estar pálido?…

Cuando uno no tiene qué comer… —acabó de decir, no sin esfuerzo—, le abandonan las fuerzas.

La respuesta parecía verosímil; la vieja tomó el paquete.

—¿Qué es esto? —preguntó por segunda vez, y tanteando el peso de la prenda, miró fijamente a su interlocutor.

—Una petaca de plata… mírela usted.

—Cualquiera diría que no es plata… ¡Oh, cómo la han atado!

En tanto que Alena Ivanovna hacía esfuerzos por desatar el hilo, se había aproximado a la luz. (Todas las ventanas estaban cerradas, a pesar del calor sofocante que hacía). En esta posición daba la espalda a Raskolnikoff, y durante algunos segundos no se ocupó en él. El joven se desabrochó el gabán y separó el hacha del nudo corredizo; pero sin sacarla todavía, se limitó a tenerla con la mano derecha debajo del sobretodo. Sentía una terrible debilidad en todos sus miembros. Comprendía que cada instante que pasaba su debilidad iba en aumento; temía que se le escapase el hacha de la mano, y le parecía que todo le daba vueltas en su derredor.

—¿Pero qué hay aquí dentro? —gritó coléricamente Alena Ivanovna, e hizo un movimiento en dirección a Raskolnikoff.

No había tiempo que perder. Sacó el joven el hacha de debajo del gabán, la levantó con las dos manos casi maquinalmente, porque no tenía fuerzas, y la dejo caer sobre la cabeza de la vieja. De repente, en cuanto hubo dado el golpe, sintió Raskolnikoff que reencontraba toda su energía física.

Alena Ivanovna, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos, grises y escasos, y, como siempre, untados de aceite, los recogía, formando trenzas, en la nuca con un trozo de peineta de cuerno. El golpe dio precisamente en la coronilla, a lo cual contribuyó la escasa estatura de la victima. La usurera lanzó un grito débil y cayó desplomada teniendo, sin embargo, todavía fuerzas para llevarse los brazos a la cabeza. En una de las manos conservaba la «prenda». Entonces Raskolnikoff que, como hemos dicho, había recobrado todo su vigor, asestó dos nuevos hachazos en el occipucio de la vieja. La sangre brotó a chorros y el cuerpo quedó exánime. El joven se echó hacia atrás y en cuanto vio a la anciana sin movimiento se inclinó para mirarla: estaba muerta; los ojos, desmesuradamente abiertos, parecían salirse de las órbitas, y las convulsiones de la agonía daban a su rostro la expresión de una horrible muerte.

El asesino dejó el hacha en el suelo e inmediatamente se puso a registrar el cadáver, tomando todo género de precauciones para no mancharse de sangre. Se acordaba de

haber visto la última vez a Alena Ivanovna buscar las llaves en el bolsillo derecho de su vestido. Se hallaba en plena posesión de su inteligencia. No experimentaba ni aturdimiento ni vértigos; pero seguían temblándole las manos. Más tarde recordó que había sido muy prudente, y que había puesto mucho cuidado en no mancharse. No tardó en encontrar las llaves. Como el día anterior, estaban todas reunidas en un anillo de acero.

Después de haberse apoderado de ellas, Raskolnikoff entró en la alcoba. Era esta muy pequeña, y había en ella un estante lleno de imágenes piadosas; en el otro lado, una gran cama muy limpia con una colcha, de seda almohadillada y hecha con pedazos cosidos. En la otra pared, una cómoda. Cosa extraña; apenas hubo comenzado el joven a servirse de las llaves para abrir este mueble, le recorrió el cuerpo un escalofrío. Estuvo tentado de renunciar a todo y marcharse; por esta idea duró sólo un momento; era demasiado tarde para retroceder.

Hasta llegó a sonreírse de haber podido pensarlo, cuando, de repente, sintió una terrible inquietud: ¿si por acaso la vieja no estuviera muerta y recobrase el sentido? Dejando las llaves en la cómoda, acudió vivamente cerca del cuerpo, tomó el hacha y se dispuso a dar otro golpe a su víctima; pero el arma, ya levantada no cayó; no había duda que Alena Ivnovna estaba muerta. Inclinándose de nuevo sobre ella, para examinarla mas de cerca, Raskolnikoff se convenció de que la mujer tenía el cráneo partido. En el suelo se había formado un lago de sangre. Viendo de improviso que la vieja tenía un cordón al cuello, el joven tiró de él violentamente; pero el cordón ensangrentado era recio y no se rompió.

El asesino trató entonces de quitárselo. Haciendo que se deslizase a lo largo del cuerpo; pero no fue mas afortunado en esta segunda tentativa; el cordón encontró un obstáculo y no pasaba. Impaciente, Raskolnikoff blandió el hacha, pronto a descargarla sobre el cadáver para cortar con el mismo golpe aquel maldito cordón. Sin embargo, no pudo resolverse a proceder con aquella brutalidad. Al cabo, después de dos minutos de esfuerzos que le pusieron rojas las manos, logró cortar el cordón con el filo del hacha, sin herir el cuerpo de la muerta. Como había supuesto, lo que la vieja llevaba al cuello era una bolsa. También estaban sujetas al cordón una medallita esmaltada y dos cruces, la una de madera de ciprés, la otra de cobre. La bolsa, grasienta (un saquito de piel de camello), estaba completamente llena. Raskolnikoff se la metió en el bolsillo sin mirar lo que contenía; arrojó las cruces sobre el pecho de la vieja, y tomando el hacha volvió a entrar con ella apresuradamente en la alcoba.

La impaciencia le devoraba, y puso manos a la obra para desvalijar la estancia; pero sus tentativas para abrir la cómoda eran infructuosas, no tanto por el temblor de sus

manos, como por sus continuas torpezas. Veía, por ejemplo, que tal llave no era de la cerradura, y se obstinaba, sin embargo, en hacerla entrar.

De pronto, se acordó de una conjetura que había hecho en su anterior visita: aquella gruesa llave que estaba con las otras pequeñas en la anilla de acero, debía de ser no de la cómoda, si no de alguna caja donde la vieja tenía acaso encerrados todos sus valores. Sin ocuparse más de la cómoda, miró bajo la cama, sabiendo que los viejos tienen la costumbre de ocultar allí sus tesoros. En efecto, había un cofre de poco más de un medio metro de largo y cubierto de cuero rojo. La llave dentellada entraba perfectamente en la cerradura. Cuando Raskolnikoff levantó la tapa, vio colocados sobre un trapo blanco un abrigo forrado de piel de liebre con guarnición roja, debajo del abrigo una falda de seda y después un chal; el fondo parecía contener solamente trapos el joven. Comenzó por secarse las manos ensangrentadas en la guarnición roja. «Sobre lo rojo, la sangre se conocerá, menos». De pronto pareció como que volvía en sí: «¡Señor! ¿Me habré vuelto loco?», murmuró con terror.

Pero apenas empezó a registrar aquellas ropas, cuando de debajo de la piel se deslizó un reloj de oro. En vista de esto, revolvió de arriba abajo el contenido del cofre. Entre los vestidos se hallaban objetos de oro, sin duda traídos a empeñar ante la usurera: brazaletes, cadenas, pendientes, alfileres de corbata, etcétera; los unos encerrados en sus estuches, los otros anudados con una cinta y envueltos en un pedazo de periódico doblado.

Raskolnikoff no vaciló; metió mano a todas estas alhajas y se llenó los bolsillos del pantalón y del gabán sin abrir los estuches ni deshacer los paquetes; pero de pronto fue interrumpido en esta maniobra. En la habitación donde estaba la vieja sonaron pasos. Se detuvo helado de terror. Pero el ruido había cesado, el joven empezaba a creer que había sido engañado por una alucinación de su oído, cuando de súbito percibió, distintamente, un ligero grito o más bien un gemido débil y entrecortado. Al cabo de uno o dos minutos todo volvió a quedar en un silencio de muerte. Raskolnikoff, sentado en el suelo, cerca del cofre, esperaba respirando apenas. De repente dio un salto, tomó el hacha y se lanzó fuera de la alcoba.

En medio de la sala, Isabel, con un gran bulto en las manos; contemplaba aterrorizada el cadáver de su hermana y, pálida como la cera, parecía no tener fuerzas para gritar ante la brusca aparición del asesino. Comenzó a temblar, trató de levantar el brazo, de abrir la boca; pero no pudo dar un ni grito, y caminando hacia atrás lentamente con la mirada fija en Raskolnikoff, fue a refugiarse en un rincón de la sala. La pobre mujer hizo esto sin gritar, como si le faltase el aliento. El asesino se lanzó sobre

ella con el hacha levantada; los labios de la infeliz tomaron la expresión lastimera que suelen tomar los niños pequeños cuando están espantados.

Tal horror sentía la desdichada, que aunque vio que el hacha se levantaba sobre ella, no pensó ni aun en defender la cara, llevándose las manos a la cabeza con un movimiento maquinal que sugiere en semejantes casos el instinto de conservación. Apenas si levantó el brazo izquierdo, extendiéndolo lentamente en dirección del agresor, que descargó sobre Isabel un golpe terrible. El hierro del hacha penetró en el cráneo, hendió toda la parte superior de la frente y llegó casi hasta el occipucio: Isabel cayó rígida, muerta. Sin saber lo que hacía, Raskolnikoff tomó el paquete que la víctima tenía en la mano; después lo tiró y salió al vestíbulo.

Estaba aterrado a causa de aquel nuevo asesinato que no había sido premeditado por él. Quería desaparecer cuanto antes. Si hubiese podido comprender mejor las cosas; si hubiese calculado todas las dificultades de su situación, si la hubiera previsto tan desesperada, tan horrible, tan absurda, como era; si hubiera comprendido bien los obstáculos que le quedaban por vencer, quizá los crímenes que perpetró para huir de aquella casa y regresar a la suya… probablemente habría renunciado a la lucha para correr a denunciarse; y no por cobardía, sino por horror de lo que había hecho. Esta impresión le iba dominando. Por nada del mundo se habría aproximado al cofre ni entrado en la alcoba. Poco a poco, sin embargo, comenzaron a surgir en su espíritu otros pensamientos, y cayó en una especie de delirio. Por momentos, el asesino parecía olvidarse de sí mismo, o más bien, de olvidar lo principal, para fijarse en lo insignificante. Una mirada dirigida a la cocina le hizo descubrir un cubo medio lleno de agua, y se le ocurrió lavarse las manos y limpiar el hacha. A causa de la sangre tenía pegajosas las manos. Después de haber metido el hierro del arma en el agua, tomó un pedazo de jabón que había en el vano de la ventana y comenzó a refregarse las manos. Cuando se las hubo lavado, enjugó el hierro del hacha y enseguida empleó tres minutos en enjabonar el mango, para hacer desaparecer las salpicaduras de sangre y luego lo secó con un paño de cocina que estaba colgado en una cuerda. Hecho esto, se aproximó a la ventana y examinó atenta y detenidamente el hacha. Las huellas acusadoras habían desaparecido; pero el mango estaba húmedo. Raskolnikoff ocultó cuidadosamente el arma bajo su gabán, colocándola en el nudo corredizo; después hizo una inspección minuciosa de su ropa con todo el cuidado que le permitía la débil luz que iluminaba la cocina. A primera vista el pantalón y el gabán no tenían nada de sospechoso; pero en los zapatos observó algunas manchas; las limpió con un trapo humedecido en agua.

No obstante, estas precauciones no le tranquilizaban más que a medias, porque veía mal y comprendía que podían pasarle inadvertidas algunas manchas. Permaneció irresoluto en medio de la sala bajo la influencia de pensamientos sombríos y

angustiosos: el pensamiento de que se volvía loco, de que en aquel momento era incapaz de tomar una determinación ni de velar por su seguridad y de que su manera de proceder no era la que convenía en las circunstancias presentes…

—¡Dios mío, debo irme, irme enseguida! —murmuró y se lanzó al vestíbulo, en donde lo esperaba un susto mayor de los que hasta entonces había experimentado. Se quedó inmóvil, no atreviéndose a dar crédito a sus ojos: la puerta del cuarto, la puerta exterior que daba al descansillo, la misma a la que él había llamado hacía poco, por la cual había entrado, estaba abierta: hasta este momento había permanecido entreabierta: acaso por precaución, la vieja, ni había dado vuelta a la llave ni echado el cerrojo. ¡Pero Dios mío! El joven había visto a Isabel. ¿Cómo no se le ocurrió que la vendedora había entrado por la puerta? No había podido entrar en el cuarto a través de la pared.

Cerró la puerta y echó el cerrojo.

—Pero no; no es eso lo qué debo hacer. Debo partir, huir inmediatamente.

Descorrió el cerrojo, y tras abrir la puerta, se puso a escuchar largo rato los sonidos de la escalera. Abajo, probablemente en la puerta de calle, dos voces ruidosas se insultaban. Esperó impacientemente. Por último, callaron las voces; los dos alborotadores se habían ido cada cual por su lado. Iba ya el joven a salir cuando en el piso inferior se abrió con estrépito una puerta y alguien empezó a bajar, tarareando una canción. ¿Qué les pasaba a esta gente para armar tanto ruido? Cerró de nuevo la puerta, esperando otra vez dentro del cuarto. Finalmente se restableció el silencio; pero en el instante en que Raskolnicoff se disponía a bajar, percibió un nuevo rumor.

Eran pasos todavía distantes, que resonaban en los primeros peldaños de la escalera; sin embargo, en cuanto empezó a oírlos, adivinó la verdad: «Vienen aquí, al cuarto piso, a casa de la vieja».

¿De dónde provenía aquel presentimiento? ¿Qué tenía de significativo el ruido de aquellos pasos? Eran pesados, regulares, y más bien lentos que ligeros…

Ya él ha llegado al primer piso… se le oye cada vez mejor… resuella como un asmático… ya llega al tercer piso… ¡aquí!

Y Raskolnikoff experimentó súbitamente una parálisis general, como ocurre en una pesadilla cuando uno se cree perseguido por varios enemigos: están apunto de alcanzaros, os van a matar y os quedáis como clavados en el suelo, imposibilitados de moveros.

El desconocido comenzaba a subir el tramo del cuarto piso.

Raskolnikoff, a quien el espanto había tenido inmóvil en el descansillo, pudo por último, sacudir su estupor y entrando apresuradamente en el cuarto cerró la puerta y corrió el cerrojo teniendo cuidado de hacer el menor ruido posible. El instinto, más bien que el razonamiento, le guió en estas circunstancias. Empuñó el hacha, se arrimó a la puerta y se puso a escuchar. Ya el visitante estaba en el descansillo.

No había entre los dos hombres más que el espesor de una puerta. El desconocido se encontraba frente a frente de Raskolnicoff, en la situación en que este se había encontrado respecto de la vieja.

El visitante respiró varias veces con fatiga.

«Debe ser grueso y alto», pensó el joven, aferrando con la mano el mango del hacha. Todo aquello parecía un sueño. Al cabo de un momento, el visitante dio un fuerte campanillazo. Quizás creyó percibir cierto ruido en la sala. Durante algunos segundos escuchó atentamente; llamó después de nuevo, esperó todavía un poco, y de pronto, perdida la paciencia, se puso a sacudir la puerta con todas sus fuerzas. Raskolnikoff contemplaba con terror el cerrojo que temblaba en su ajuste; temía verlo saltar de un momento a otro. Pensó sujetar el cerrojo con la mano; pero el hombre hubiera podido desconfiar. La cabeza comenzaba a írsele de nuevo. «¡Estoy perdido!», se dijo; sin embargo, recobró súbitamente ánimos, cuando el desconocido rompió el silencio.

—¿Estarán durmiendo o las habrán estrangulado? ¡Malditas mujeres! —murmuraba en voz baja el visitante— ¡Eh, Alena Ivanovna, vieja bruja! ¡Isabel Ivanovna, belleza indescriptible! ¡Abrid!

Exasperado, llamó diez veces seguidas lo más fuerte que pudo. Sin duda aquel hombre tenía confianza en la casa y dictaba en ella la ley.

Así pensaba Raskolnikoff cuando, de improviso, sonaron en la escalera pasos ligeros y rápidos. Era, sin duda, otro que subía al cuarto piso.

—¿Es posible que no haya nadie? —dijo una voz sonora y alegre, dirigiéndose al primer visitante, que continuaba tirando de la campanilla—. ¡Buenas tardes, Koch!

Por el timbre de la voz comprendió Rakolnikoff que era un jovenzuelo.

—¡El demonio lo sabe; poco ha faltado para que haya saltado la cerradura! —respondió Koch—; ¿pero usted, cómo me conoce?

—¡Vaya una pregunta! ¿No le gané a usted anteayer en el café Gambrinus tres partidas seguidas de billar?

—¡Ah!

—¿De modo que no hay más remedio que marcharse? ¿Qué hacer? ¡Y yo que venía a pedirle dinero prestado! —exclamó el joven.

—En efecto; no hay más remedio que marcharse. Pero no comprendo por qué no está la bruja en casa habiéndome dado una cita. ¡Pues hay una buena caminata de aquí a mi casa! ¿Y a dónde demonios habrá ido? Esta bruja no se mueve en todo el año, puede decirse que echó raíces en su casa, tiene malas piernas… ¡y de repente se va de parranda!

—Podíamos preguntarle al portero.

—¿Para qué?

—¡Toma, para saber a dónde ha ido y cuando volverá!

—¡Hum… preguntar!… ¡pero si no sale nunca! —y tiró del cordón de la campanilla—. ¡Vaya, es inútil, hay que marcharse!

—¡Espere usted! —grito de repente el joven—. Fíjese, vea usted como resiste la puerta cuando se tira de ella.

—¿Y qué?

—¿Pero no comprende usted todavía? Eso prueba que no está cerrada con llave, sino con cerrojo. ¡Mire usted, mire como suena!

—¿Y qué?

—¿Pero no comprende usted todavía? Eso prueba que una, por lo menos, está en casa. Si las dos hubieran salido, habrían cerrado la puerta por fuera con llave, y claro es que no hubieran podido echar el cerrojo, por dentro. Repare usted el ruido que hace. Es evidente que para pasar el cerrojo tiene que estar en la casa. ¿Comprende usted? De modo, que están dentro y no quieren abrir.

—¡Pues es verdad! —exclamó Koch asombrado—. ¿De manera que están ahí?

Y se puso a sacudir furiosamente la puerta.

—No siga usted —dijo el joven—; aquí pasa algo extraordinario… Usted ha llamado… ha sacudido la puerta con todas sus fuerzas y ellas no abren; luego o están desmayadas o…

—¿Qué?

—Hay que llamar al dvornik para que las despierte.

—¡Buena idea!

Los dos empezaron a bajar.

—Espere usted, quédese aquí; iré yo a buscar al dvornik.

—¿Para qué me he de quedar?

—¡Oh! ¿Quién sabe lo que puede ocurrir?

—Está bien.

—Verá usted; yo me dispongo a ser juez de instrucción. Aquí hay algo que no está claro; esto es evidente, evidentísimo.

Y así diciendo el joven bajó de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera.

Cuando se quedó solo, Koch llamó otra vez, pero suavemente; después se puso con aire distraído a empujar el botón de la cerradura para cerciorarse de que la puerta estaba cerrada nada más con cerrojo. Luego, resoplando como un fuelle, se bajó para mirar por el ojo de la llave, pero esta estaba puesta por dentro, de modo que no pudo ver nada.

En pie, del otro lado de la puerta, estaba Raskolnikoff con el hacha en la mano y dispuesto a deshacer el cráneo del primero que osara asomar la cabeza. Más de una vez, oyendo a los dos curiosos hurgar en la puerta y concertarse entre sí, estuvo a punto de acabar de una vez y de interpelarlos, pero sin abrir. Por momentos sentía deseos de injuriarlos, de insultarlos, de abrir la puerta para hacerles entrar y matarlos a ambos. «Mejor será que acabe cuanto antes» —pensaba.

—¡Qué diablo! ¡No sube nadie! —se dijo Koch, comenzando a perder la paciencia—. ¡Qué diablo! —volvió a decir, y fastidiado de esperar abandonó su puesto para bajar en busca del joven.

Poco a poco dejó de oírse el ruido de sus botas, que resonaban pesadamente en la escalera.

¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer? Raskolnikoff descorrió el cerrojo y entreabrió la puerta. Tranquilizado por el silencio que reinaba en la casa, y, por otra parte, incapaz de reflexionar en aquel momento, salió, cerró detrás de sí lo mejor que pudo, y empezó a bajar la escalera.

Había descendido ya muchos escalones, cuando se produjo abajo un gran estrépito. ¿Dónde ocultarse? No había medio de esconderse en ninguna parte, y volvió a subir apresuradamente.

—¡Eh, pardiez, espera, aguarda!

El que lanzaba estas voces acababa de salir de un cuarto situado en los pisos inferiores y bajaba a saltos gritando.

—¡Mitka! ¡Mitka! ¡Mitka! ¡El demonio se lleve a ese loco!

La distancia no permitió oír más. El hombre que profería aquellas exclamaciones estaba ya lejos de la casa. El silencio se restableció; pero apenas había cesado esta alarma cuando sucedió otra. Varios individuos que hablaban entre sí en voz alta subían tumultuosamente la escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikoff reconoció la voz chillona del joven estudiante.

—Son ellos —se dijo, y sin procurar ya escapar, se fue derechamente a su encuentro—. Ocurra lo que quiera —añadió—. Si me detienen, todo ha terminado; y si me dejan escapar, también, porque se acordarán de haberme visto en la escalera.

Iba ya a reunirse con ellos, pues sólo les separaba un piso, cuando de repente vio la salvación. A pocos escalones delante de él, a la derecha, había un cuarto desalquilado, completamente abierto, el mismo donde trabajaban los pintores; pero, como si lo hubieran hecho adrede, estos acababan de dejarlo.

Eran, sin duda, los que un momento antes habían salido vociferando. Se veía que la pintura estaba todavía fresca; en medio de la sala habían dejado los obreros sus útiles, una cubeta, un cacharro con pintura y una brocha. En un abrir y cerrar de ojos,

Raskolnikoff se escurrió en el cuarto desalquilado y se arrimó cuanto pudo a la pared. Y era tiempo: sus perseguidores llegaban al descansillo; pero, sin detenerse subieron al cuarto piso, hablando ruidosamente. Después de cerciorarse de que se habían alejado un poco, el asesino salió de puntillas y descendió precipitadamente. Nadie en la escalera, nadie en el patio. Atravesó rápidamente el umbral, y una vez en la calle dobló la esquina de la izquierda.

Comprendía perfectamente que los que le buscaban habían llegado en aquel momento a la puerta del cuarto de la vieja, quedándose estupefactos al verla abierta.

—Indudablemente están examinando los cadáveres —se decía—; sin duda les bastará un minuto para adivinar que el asesino ha logrado escapar; sospecharán, quizá, que se ha escondido en el cuarto desalquilado del segundo piso cuando ellos subían al de la usurera.

Pero, a pesar de hacerse estas reflexiones, no se atrevía a apresurar el paso, aunque estaba aún lejos de la primera esquina.

—¿Si me deslizara en un portal, en alguna calle extraviada y esperase allí un momento? No, malo. ¿Si fuese a arrojar el hacha en cualquier parte? ¿Si tomara un coche? ¡Malo, malo!

Al cabo se ofreció ante sus ojos un pereulok y se metió en él más muerto que vivo. Allí estaba casi a salvo; así lo comprendió. Era difícil que las sospechas cayeran sobre él. Por otra parte, era fácil no llamar la atención en medio de los paseantes; pero de tal manera aquellas angustias le habían debilitado, que apenas podía sostenerse en pie. Por la cara le corrían gruesas gotas de sudor y tenía empapado el cuello.

—¡Buena la has tomado! —le gritó, al desembocar el canal, uno que le creyó borracho.

No se daba cuenta de nada; cuánto más andaba, más se oscurecían sus ideas. No obstante, cuando llegó al muelle del Neva, se asustó al ver tan poca gente, y temiendo que reparasen en él en un lugar tan solitario, se volvió otra vez al pereulok; y aunque apenas tenía fuerzas de andar, dio un largo rodeo para volver a su domicilio.

Al franquear el umbral no había recobrado aún su presencia de espíritu; a lo menos, hasta que llegó a mitad de la escalera no se acordó de que llevaba todavía el hacha. La cuestión que tenía que resolver era muy grave: se trataba de dejar el hacha donde la había tomado, sin llamar en lo más mínimo la atención. Si hubiera estado más tranquilo

habría comprendido, de seguro, que en vez de dejar el arma en su antigua ubicación, hubiera sido mucho mejor deshacerse de ella arrojándola en cualquier corral. Sin embargo, todo le resultó a maravilla: la puerta del dvornik estaba cerrada, pero sin llave, lo cual hacía suponer que el portero no se había ausentado; pero Raskolnikoff, incapaz en aquel instante de discurrir ni de combinar su plan, se fue derecho a la puerta y la abrió. Si el portero le hubiese preguntado: «¿Qué quiere usted?», quizá el joven le habría entregado sencillamente el hacha; pero esta vez, como la anterior, el dvornik había salido, lo que le permitió a Raskolnikoff colocar el hacha debajo del banco, en el sitio donde la había encontrado. Enseguida subió la escalera y llegó a su habitación sin tropezarse con nadie; la puerta del cuarto de la patrona estaba cerrada. Cuando entró en su cuarto se echó vestido en el diván, y aunque no se durmió, quedó en estado inconsciente. Si hubiese entrado alguien en su habitación, habríase levantado bruscamente gritando despavorido. Mil ideas distintas le hormigueaban en el cerebro.

martes, 11 de octubre de 2022

UN ASESINATO Antón Chejov


 

UN ASESINATO

Antón Chejov

Una noche, una chica de trece años llamada Varka mece a un niño en la cuna mientras le canta con voz queda:

Duerme, niño bonito.

Duerme, que viene el cuco…

Una pequeña lámpara verde encendida ante el icono alumbra con luz incierta. Unos pañales y un pantalón cuelgan de una cuerda que atraviesa la habitación. La bombilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por un viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.

La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de legumbres.

El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar, pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.

Varka tiene mucho sueño. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran y, por más que intenta evitarlo, cabecea. Apenas puede mover los labios, y siente la cara como de madera y la cabeza pequeñita cual la de un alfiler. Balbucea: Duerme, niño bonito…

Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta del hogar. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy; la cuna, al mecerse, gime quejumbrosamente. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquita la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, sus patrones le pegarían.

La lámpara verde está a punto de apagarse. El círculo de luz en el techo y las sombras se agitan ante los ojos medio cerrados de Varka, en cuyo cerebro semidormido flotan vagos ensueños.

La muchacha ve correr por el cielo nubes negras que lloran a gritos, como niños de teta. Pero el viento no tarda en barrer esas visiones y entonces Varka ve un ancho camino, lleno de lodo, por el que transitan, en fila interminable, coches, gentes con bultos a la espalda y sombras. A uno y a otro lado del camino, envueltos en la niebla, hay bosques. De pronto las sombras y los caminantes con los bultos se tienden en el lodo.

—¿Para qué hacéis eso? —les pregunta Varka.

—¡Para dormir! —contestan—. Queremos dormir.

Y se duermen como lirones.

Cuervos y urracas, posadas en los alambres del telégrafo, se empeñan en despertarlos. Varka canturrea entre sueños: Duerme, niño bonito…

Momentos después sueña que está en casa de su padre. La casa es angosta y oscura. Su padre, Efim Stepanov, fallecido hace tiempo, se revuelca por el suelo. Ella no le ve, pero oye sus gemidos de dolor. Sufre tanto —atacado de no se sabe qué enfermedad— que no puede hablar. Jadea y rechina los dientes.

—Bu-bu-bu-bu-bu…

La madre de Varka corre a la casa del patrón a decir que su marido está muriéndose. Pero ¿por qué tarda tanto en volver? Hace largo rato que se ha ido y debía haber vuelto ya.

Varka sueña que sigue oyendo quejarse y rechinar los dientes a su padre.

Mas he aquí que se acerca gente a la casa. Se oye trotar de caballos. Los señores han enviado al joven médico a ver al moribundo. Entra. No se le ve en la oscuridad, pero se le oye toser y abrir la puerta.

—¡Encended la luz! —dice.

—¡Bu-bu-bu! —responde Efim rechinando los dientes.

La madre de Varka va y viene por el cuarto buscando fósforos. Unos momentos de silencio. El doctor saca del bolsillo una cerilla y la enciende.

—¡Espere un instante, señor doctor! —dice la madre.

Sale corriendo y vuelve a poco con un cabo de vela.

Las mejillas del moribundo están rojas, sus ojos brillan, sus miradas parecen hundirse extrañamente agudas en el doctor, en las paredes.

—¿Qué es eso, muchacho? —le pregunta el médico, inclinándose sobre él—. ¿Hace mucho que está enfermo?

—¡Me ha llegado la hora, doctor! —contesta, con mucho trabajo, Efim—. No me hago ilusiones…

—¡Vamos, no digas tonterías! Verás como te curas…

—Gracias, doctor, pero bien sé yo que no hay remedio… Cuando la muerte dice aquí estoy, es inútil luchar contra ella…

El médico reconoce detenidamente al enfermo y declara:

—Yo no puedo hacer nada. Hay que llevarlo al hospital para que lo operen. Pero sin pérdida de tiempo. Aunque es ya muy tarde, no importa; te daré cuatro letras para el director y él te recibirá. ¡Pero enseguida, enseguida!

—Señor doctor, ¿y cómo va a ir? —dice la madre—. No tenemos caballo.

—No importa; les hablaré a los señores y os dejarán uno.

El médico se va, la vela se apaga y de nuevo se oye el rechinar de dientes del moribundo.

—Bu-bu-bu-bu…

Media hora después se detiene un coche ante la casa; lo envían los señores para llevar a Efim al hospital. A los pocos momentos el coche se aleja, conduciendo al enfermo.

Pasa, al cabo, la noche y sale el sol. La mañana es hermosa, clara. Varka se queda sola en casa; su madre se ha ido al hospital a ver cómo sigue su marido.

Se oye llorar a un niño. Se oye también una canción:

Duerme, niño bonito…

A Varka le parece su propia voz la voz que canta. Su madre no tarda en volver. Se persigna y dice: —¡Acaban de operarle, pero ha muerto! ¡Que esté en su santa gloria!… El doctor dice que se le ha operado demasiado tarde; que debía habérsele operado hace mucho tiempo.

Varka sale de la casa y se dirige al bosque. Pero siente de pronto un tremendo manotazo en la nuca.

Se despierta y ve con horror a su amo, que le grita:

—¡Mala pécora! ¡El nene llorando y tú durmiendo!

Le da un tirón de orejas; ella sacude la cabeza como para ahuyentar el sueño irresistible y empieza de nuevo a balancear la cuna, canturreando con voz ahogada.

El círculo verde del techo y las sombras siguen produciendo un efecto letal sobre Varka que, cuando su amo se va, vuelve a dormirse. Y empieza otra vez a soñar.

De nuevo ve el camino enlodado. Infinidad de gente, cargada con bultos, yace dormida en tierra. Varka quiere acostarse también, pero su madre que camina a su lado, no la deja; ambas se dirigen a la ciudad en busca de trabajo.

—¡Una limosnita, por el amor de Dios! —imploró la madre a los caminantes—. ¡Compadeceos de nosotros, buenos cristianos!

—¡Dame el niño! —grita de pronto una voz que le es muy conocida a Varka— ¡Otra vez dormida, mala pécora!

Varka se levanta bruscamente, mira en torno suyo y se da cuenta de la realidad; no hay camino, ni caminantes, ni su madre está junto a ella; sólo ve a su ama, que ha venido a darle teta al niño.

Mientras el niño mama, de pie, Varka, espera que acabe. El aire empieza a azulear tras los cristales; el círculo verde del techo y las sombras van palideciendo. La noche le cede su puesto a la mañana.

—¡Toma al niño! —ordena a los pocos minutos el ama, abotonándose la camisa—. Siempre está llorando. ¡No sé qué le pasa!

Varka toma al niño, lo acuesta en la cuna y empieza otra vez a mecerlo. El círculo verde y las sombras, menos perceptibles a cada instante no ejercen ya influjo sobre su cerebro. Pero sin embargo, tiene sueño; su necesidad de dormir es imperiosa, irresistible. Apoya la cabeza en el borde de la cuna y balancea el cuerpo, para despabilarse, pero los ojos se le cierran y siente en la frente un peso irresistible.

—¡Varka, enciende la estufa! —grita el ama, al otro lado de la puerta.

Es de día. Hay que comenzar el trabajo.

Varka deja la cuna y corre a buscar leña al granero. Se anima un poco; es más fácil resistir el sueño andando que sentada.

Lleva la leña y enciende la estufa. La niebla que envolvía su cerebro se va disipando.

—¡Varka, prepara el samovar! —grita el ama.

Varka empieza a encender astillas, pero su patrona la interrumpe con una nueva orden: —¡Varka, límpiale los chanclos al amo!

Varka, mientras limpia los chanclos, sentada en el suelo, piensa que sería delicioso meter la cabeza en uno de aquellos zapatones para dormir un rato. De pronto, el chanclo que estaba limpiando crece, se infla, llena toda la estancia. Varka suelta el cepillo y empieza a dormirse, pero hace un nuevo esfuerzo, sacude la cabeza y abre los ojos cuanto puede, para evitar que los cosas que hay a su alrededor sigan moviéndose y creciendo.

—¡Varka, ve a lavar la escalera! —ordena el ama a voces—. ¡Está tan cochina, que cuando sube un parroquiano me avergüenzo!

Varka lava la escalera, barre las habitaciones, enciende después otra estufa, va varias veces al granero. Son tantos sus quehaceres, que no tiene un momento libre.

Lo que más trabajo le cuesta es estar de pie, inmóvil, ante la mesa de la cocina, pelando papas. Su cabeza se inclina, sin que lo pueda evitar, hacia la mesa; las papas toman formas fantásticas; su mano no puede sostener el cuchillo. Sin embargo, es preciso no dejarse vencer por el sueño: está allí el ama, gorda, malévola, chillona. Hay momentos en que le acomete a la pobre muchacha una violenta tentación de tenderse en el suelo y dormir, dormir, dormir…

Transcurre así el día. Llega la noche.

Varka, mirando las tinieblas enlutar las ventanas, se aprieta las sienes, que siente como de madera, y sonríe de un modo, estúpido, completamente inmotivado. Las tinieblas halagan sus ojos y hacen renacer en su alma la esperanza de poder dormir.

Aquella noche hay una visita.

—¡Varka, enciende el samovar! —grita el ama. El samovar es muy pequeño y, para que todos puedan tomar té, hay que encenderlo cinco veces.

Luego Varka, en pie, espera órdenes, fijos los ojos en los visitantes.

—¡Varka, ve por vodka! Varka, ¿dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia un arenque!

Por fin la visita se va. Se apagan las luces. Se acuestan los amos.

—¡Varka, abraza al niño! —es la última orden que oye.

Canta el grillo en la estufa. El círculo verde del techo y las sombras vuelven a agitarse ante los ojos medio cerrados de Varka y a envolverse el cerebro en una niebla.

Duerme, niño bonito…

canturrea la pobre muchacha con voz soñolienta…

El niño grita como un condenado. Está a punto de ahogarse.

Varka, medio dormida, sueña con el ancho camino enlodado, con los caminantes que llevan bultos, con su madre, con su padre moribundo. No puede darse cuenta de lo que pasa en torno de ella. Sólo sabe que algo la paraliza, pesa sobre ella, le impide vivir. Abre los ojos, tratando de inquirir qué fuerza, qué potencia es esa, y no saca nada en limpio. Sin aliento ya, mira el círculo verde, las sombras… En este momento oye gritar al niño, y se dice: «este es el enemigo que me impide vivir».

El enemigo es el niño.

Varka se echa a reír. ¿Cómo no se le ha ocurrido hasta ahora una idea tan sencilla?

Completamente absorta en esa idea, se levanta y, sonriendo, da algunos pasos por la estancia. La llena de alegría el pensar que va a librarse pronto del niño enemigo. Le matará y podrá dormir lo que quiera.

Riéndose, guiñando los ojos con malicia, se acerca con silenciosos pasos a la cuna y se inclina sobre el niño.

Le atenaza con ambas manos el cuello. El niño, se pone azul, a los pocos instantes muere.

Varka entonces, alegre, dichosa, se tiende en el suelo y se queda dormida, con un sueño profundo.

martes, 27 de septiembre de 2022

LA MUÑECA DE PORCELANA León Tolstoi


 

LA MUÑECA DE PORCELANA

León Tolstoi

21 de marzo de 1863

(Carta de la esposa de Tolstoi, Levochka, a su hermana Tania). ¿Por qué te has vuelto tan fría, Tania? Ya no me escribes, y me gusta tanto saber de ti…

23 de marzo

(Carta del autor a su cuñada Tania)… Ella había empezado a escribir y de pronto dejó de hacerlo, porque no pudo seguir. ¿Sabes por qué, querida Tania? Le ha ocurrido algo extraordinario, aunque no tanto como a mí. Como ya sabes, al igual que el resto de nosotros, ella siempre fue una mujer de carne y hueso, con todas las ventajas y desventajas inherentes a esta condición: respiraba, era tibia y a veces caliente, se sonaba la nariz (¡y de qué modo!) y, lo más importante, tenía control sobre sus extremidades, las cuales —brazos y piernas— podían asumir diferentes posiciones. En una palabra, su cuerpo era como el de cualquiera de nosotros. De pronto, el día 21 de marzo a las diez de la noche, nos sucedió algo extraordinario a ella y a mí.

¡Tania! Sé que siempre la has querido (no sé qué sentimiento despertará ahora en ti), también sé que sientes un afectuoso interés por mí y conozco tu razonable y sano punto de vista sobre los hechos importantes de la vida; además, amas a tus padres, por favor, prepáralos e infórmales de lo sucedido; es por esto que te escribo, para contártelo como ocurrió.

Aquel día me levanté temprano, paseé mucho rato a pie y a caballo. Almorzamos y comimos juntos, después leímos (ella aún podía hacerlo) y yo me sentía tranquilo y feliz. A las diez, le di las buenas noches a la tía (Sonia estaba como siempre y me dijo que pronto se reuniría conmigo) y me fui a la cama. A través de mi sueño la oí abrir la puerta, respirar mientras se desvestía, salir de detrás del biombo y acercarse a la cama. Abrí los ojos y vi —no a la Sonia que tú y yo conocíamos— ¡sino a una Sonia de porcelana! Hecha de esa misma porcelana que provocó una discusión entre tus padres. Ya sabes, una de esas muñecas con desnudos hombros fríos y cuello y brazos inclinados hacia delante, pero hechos con el mismo material que el cuerpo. Tienen el cabello pintado de negro y arreglado en largas ondas con la pintura que desaparece en la parte superior, protuberantes ojos de porcelana que son demasiado grandes y que también están pintados de negro en los bordes. Los rígidos pliegues de porcelana de sus faldas forman una sola pieza junto con el resto.

¡Y Sonia era así! Le toqué el brazo; era suave, agradable al tacto y de fría porcelana. Pensé que estaba dormido y me pellizqué, pero ella no cambió y se mantuvo inmóvil frente a mí.

Le, dije:

—¿Eres de porcelana?

Y sin abrir la boca (que permaneció como estaba con sus labios curvos pintados de rojo brillante), replicó:

—Sí, soy de porcelana.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Miré sus piernas: también eran de porcelana y (ya puedes imaginarte mi horror) estaban fijas en un pedestal de la misma materia, que representaba el suelo y estaba pintado de verde para simular un prado. Cerca de su pierna izquierda, un poco más arriba, detrás de la rodilla, había una columna de porcelana, pintada de marrón, que probablemente pretendía ser el tronco de un árbol. También formaba parte de la misma pieza que la contenía a ella. Comprendí que sin apoyo no podía permanecer erguida y me puse muy triste; tú, que la querías tanto, ya te puedes imaginar mi pena. No podía creer lo que estaba viviendo y empecé a llamarla. Le era imposible moverse sin el tronco y su base; giró un poco (junto con la base) para inclinarse hacia mí. Pude oír el pedestal batiendo contra el suelo. Volví a tocarla, era suave, agradable al tacto y de fría porcelana. Traté de levantarle la mano, pero no pude; traté de pasarle un dedo, siquiera la uña entre su codo y su cadera, pero no lo logré. El obstáculo lo formaba la misma masa de porcelana, esa materia con la que en Auerbach hacen las salseras. Empecé a examinar su camisa, formaba parte del cuerpo, tanto arriba, como abajo. La miré desde más cerca y vi que tenía una punta rota y que se había puesto marrón. La pintura en la parte superior de la cabeza había caído y se veía una manchita blanca. También había saltado un poco de pintura de un labio y uno de los hombros mostraba una pequeña raspadura. Pero estaba todo tan bien hecho, tan natural, que aún seguía siendo nuestra Sonia. La camisa era la que le conocía, con encajes; llevaba el pelo recogido en un moño, pero de porcelana y su manos delicadas y grandes ojos, al igual que los labios, eran los mismos, pero de porcelana. El hoyuelo en su barbilla y los pequeños huesos salientes bajo sus hombros estaban allí también, pero de porcelana. Sentía una terrible confusión y no sabía qué decir ni qué pensar. Ella me habría ayudado gustosa, pero, ¿qué podía hacer una criatura de porcelana? Los ojos entornados, las cejas y las pestañas, a cierta distancia, parecían llenos de vida. No me miraba a mí, sino a la cama, quería acostarse y daba vueltas en su pedestal continuamente. Casi perdí el control de mis nervios; la levanté y trate de llevarla hasta

el lecho. Mis dedos no dejaron huella en su frío cuerpo de porcelana y lo que me dejó más sorprendido es que era ligera como una pluma. De repente, pareció encogerse y volverse muy pequeña más diminuta que la palma de mi mano, aunque su aspecto no varió. Tomé una almohada y la puse en un extremo, hice un hueco en el otro con mi puño y la coloqué allí, para luego doblar su gorro de dormir en cuatro y cubrirla hasta la cabeza con él. Continuó inmóvil.

Apagué la vela y súbitamente oí su voz desde la almohada:

—Lev, ¿por qué me he vuelto de porcelana?

No supe qué contestar, y ella repitió:

—¿Cambiará algo entre nosotros el que yo sea de porcelana?

No quise apenarla y respondí que no. Volví a tocarla en la oscuridad estaba quieta como antes, fría y de porcelana. Su estómago seguía siendo el mismo que en vida sobresalía un poco, hecho poco natural para una muñeca de porcelana. Entonces experimenté un extraño sentimiento. Me pareció agradable que hubiese adquirido aquel estado y ya no me sentí sorprendido. Ahora todo resultaba natural. La levanté, me la pase de una mano a la otra para abrigarla bajo mi cabeza. Le gustó. Nos dormimos. Por la mañana me levanté y salí sin mirarla.

Todo lo sucedido el día anterior me parecía demasiado terrible. Cuando regresé a la hora de comer, había recuperado su estado normal pero no le recordé su transformación, temiendo apenarlas a ella y a la tía. Sólo te lo he contado a ti. Creí que todo había pasado, pero cada día, al quedarnos solos, ocurre lo mismo. De pronto se convierte en un minúsculo ser de porcelana. En presencia de los demás continúa igual que antes. No se siente abatida por ello, ni tampoco yo. Por extraño que pueda parecerte, confieso con franqueza que me alegro, y aun pese a su condición de porcelana, somos felices.

Te escribo todo esto, querida Tania, para que prepares a tus padres para la noticia y para que papá investigue con los médicos el significado de esta transformación y si no puede ser perjudicial para el niño que esperamos. Ahora estamos solos, está sentada bajo mi corbata de lazo y siento como su nariz puntiaguda me rasca el cuello. Ayer la dejé sola en una habitación y, al entrar, vi que Dora, nuestra perrita, la había arrastrado hasta una esquina y jugaba con ella. Estuvo a punto de romperla. Le pegué a Dora, metí a Sonia en el bolsillo de mi chaleco y me la llevé a mi estudio. Ahora estoy esperando de Tula una cajita de madera que he encargado, cubierta de tafilete en el exterior y con el

interior forrado de terciopelo frambuesa, con un espacio arreglado para que pueda ser llevada con los codos, cabeza y espalda dispuestos de tal modo que no se rompa. La cubriré también totalmente de gamuza.

Estaba escribiendo esta carta cuando ha ocurrido una terrible desgracia. Ella estaba sobre la mesa cuando Natalia Petrovna la ha empujado al pasar. Ha caído al suelo y se ha roto una pierna por encima de la rodilla, y el tronco. Alex dice que puede arreglarse con un pegamento a base de clara de huevo. Si tal receta se conoce en Moscú, envíamela, por favor.

lunes, 12 de septiembre de 2022

LA EJECUCIÓN DE TROPPMANN Iván Turgueniev I

 


LA EJECUCIÓN DE TROPPMANN

Iván Turgueniev

I

En el mes de febrero de este año, cuando me encontraba en París, almorzando en casa de unos amigos, recibí una inesperada invitación de Máxime Ducamp para asistir a la ejecución de Troppmann.

No se trataba sólo de su ejecución: Ducamp me proponía contarme entre los raros privilegiados autorizados a entrar en la misma prisión.

El espantoso crimen cometido por Troppmann no había sido todavía olvidado y, en aquellos momentos, París se interesaba tanto o más por él y por su próxima ejecución como por el nuevo misterio pseudo-parlamentario o por el asesinato de Victor Noir, muerto a manos del príncipe Pedro Bonaparte, tan sorprendentemente absuelto después.

En todos los escaparates de los fotógrafos se exhibían series enteras de retratos que representaban a un joven robusto, de frente amplia, ojos negros y pequeños, y labios gruesos. Era el ilustre asesino de Pantin.

Desde hacía varias noches, miles de personas humildes se reunían en los alrededores de la Roquette para ver si se montaba ya la guillotina, y no se dispersaban hasta pasada la medianoche.

Tomado de sorpresa por la invitación de Ducamp, no lo pensé mucho y acepté. Una vez dada mi palabra de acudir a la cita, delante de la estatua del príncipe Eugenio, en el bulevar del mismo nombre, a las once de la noche, no quise echarme atrás. Un falso pudor me lo impedía. Que nadie pensara que me faltaba valor.

Como castigo que me impongo a mí mismo, y como enseñanza para los demás, quiero contar todo lo que vi, quiero revivir las penosas impresiones de aquella noche. Quizá, así, mi relato no sólo satisfaga la curiosidad del lector sino que, además, le sirva de alguna utilidad.

II

Ducamp nos esperaba ante la estatua del príncipe Eugenio, acompañado de unos hombres. Entre ellos se encontraba el señor Claude, el célebre jefe de la policía, a quien Ducamp me presentó.

Los demás eran, igual que yo, visitantes privilegiados, periodistas, reporteros, etcétera. Ducamp me previno de que, probablemente, tendríamos que pasar la noche sin dormir, en la casa del comandante de la prisión. La ejecución de los condenados tiene lugar, en invierno, a las siete de la mañana, pero teníamos que estar allí antes de la medianoche; de lo contrario, no podríamos atravesar el gentío.

Desde la estatua del príncipe Eugenio hasta la Roquette no hay más de medio kilómetro. Por el momento, no vi nada extraordinario. En los bulevares había la misma multitud de siempre. Quizá se podía notar que todo el mundo avanzaba en la misma dirección, incluso algunos, sobre todo las mujeres, como a tirones. Además, todos los cafés y todas las tabernas relucían con sus luces, lo que era raro en un barrio tan alejado del centro, sobre todo, a una hora tan tardía. La noche no era de niebla sino empañada, húmeda sin lluvia, fría sin escarcha, una verdadera noche francesa de enero.

El señor Claude declaró que ya era el momento de partir, y nos pusimos en camino.

Conservaba su tranquilidad de hombre ocupado en quien semejantes acontecimientos no producían más sensación que el deseo de descargarse, lo más rápidamente posible, de un deber falto de alegría.

El señor Claude es un hombre de unos cincuenta años, de talla media, rechoncho, de anchos hombros, cabellos muy cortos y rasgos pequeños, casi minúsculos. Sólo la frente, el mentón y la nuca son excesivamente anchos. Una energía inquebrantable se revela en su voz, monótona y seca, en sus ojitos, pálidos y grises, en sus dedos cortos y fuertes, en sus pies musculosos, en todos sus movimientos, lentos pero firmes. Es, según se dice, un maestro en su arte, una persona astuta que inspira un gran terror a todos los ladrones y asesinos. Los criminales políticos no estaban bajo su jurisdicción.

Su colega, el señor J., al que Ducamp también me alabó mucho, tiene el aspecto de un hombre afable, casi sentimental, de maneras más delicadas.

Aparte de estos dos señores, y quizá también de Ducamp, todos estábamos —o quizá así me lo pareció— un poco incómodos y algo confusos aunque seguíamos valientemente la fila, como en una cacería.

A medida que nos aproximábamos a la prisión, había más gente a nuestro alrededor, aunque no se tratara de una verdadera muchedumbre. No se oían gritos ni conversaciones en voz alta. Estaba claro que la representación no comenzaba todavía. Sólo los chiquillos se agitaban alrededor y, metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón y bajando la visera de sus gorras hasta la nariz, caminaban de acá para allá con ese paso arrastrado, ese paso de oca que sólo se ve en París y que, en un abrir y cerrar de ojos, se convierte en una marcha ágil, parecida a los saltos que dan los monos.

—¡Miradle, miradle, es él! —dijeron algunas voces a mi alrededor.

—¿Sabe usted? —me dijo Ducamp—, le confunden con el verdugo.

Un buen principio, pensé.

El Señor de París, como aquí llaman al verdugo, al que conocí esa misma noche, es canoso, como yo, y tiene mi misma talla.

Súbitamente, apareció un espacio no demasiado ancho, flanqueado, a ambos lados, por unos edificios parecidos a cuarteles, con un aspecto sucio y de una arquitectura vulgar.

Era la plaza de la Roquette.

A la izquierda se encuentra la prisión de los detenidos juveniles; a la derecha, la casa donde se mantenía a los condenados a muerte o prisión de la Roquette.

III

Esta plaza estaba cortada, a lo ancho, por cuatro filas de soldados. Otras cuatro filas semejantes se alineaban cuatro cientos pasos detrás de las primeras. Generalmente, no suele haber soldados; pero, esta vez, el gobierno, a causa del renombre de Troppmann y del estado de los ánimos, caldeados por el asesinato de Noir, creía conveniente no limitarse solamente a la policía y adoptaba medidas extraordinarias.

Las puertas principales de la Roquette se encontraban justo en medio del espacio vacío dejado por los soldados. Algunos guardias urbanos se paseaban lentamente ante estas puertas.

Un joven oficial, bastante grueso, con muchos galones en el quepis, se precipitó sobre nuestro grupo con una insolencia que me recordó el tiempo pasado en mi patria; pero se calmó al reconocer a los suyos.

Con grandes precauciones, se entreabrieron las puertas para dejarnos pasar a un pequeño puesto militar. Después de habernos registrado e interrogado convenientemente, nos condujeron, a través de dos patios interiores, uno grande y uno pequeño, a la residencia del comandante.

Este comandante, un hombre fuerte, alto, con bigotes y perilla grises, la figura típica de un elegante oficial francés, de nariz aquilina, ojos inmóviles y rapaces y cráneo muy pequeño, nos recibió con sencillez y amabilidad. Pero, en contra de su voluntad, sus gestos y sus palabras revelaban que se trataba de un mocetón sólido, un servidor ciegamente adicto que no se detendría ante la ejecución de una orden de su amo, cualquiera que fuera esta. Por lo demás, ya había dado pruebas de su celo: la noche del golpe de Estado del 2 de diciembre había ocupado, con su batallón, la imprenta del Moniteur.

Como un auténtico caballero, puso a nuestra disposición su residencia, que se encontraba en el segundo piso del cuerpo principal y que constaba de cuatro piezas bastante bien amuebladas. En dos de estas habitaciones había chimeneas con el fuego encendido. Una pequeña galga, con una pata dislocada y ojos tristes, como si se sintiera también prisionera, cojeaba de una alfombra a otra, agitando la cola. Nosotros —me refiero a los visitantes— éramos ocho.

A algunos los conocía por fotos (Sardou, Albert Wolf), pero yo no quería hablar con nadie.

Nos sentamos en unas sillas. Ducamp había salido con el señor Claude.

Ni que decir tiene que Troppmann era el tema de nuestras conversaciones y el centro de todos nuestros pensamientos.

El comandante nos informó que se había dormido a las nueve de la noche y que reposaba con un sueño profundo; que, al parecer, no estaba seguro del éxito de su recurso de gracia; que él mismo, el propio comandante, le había suplicado que dijera toda la verdad; que, como anteriormente, afirmaba con obstinación que tenía cómplices a los que no quería nombrar; que probablemente se derrumbaría en el último minuto; que, por lo demás, comía con apetito y no leía, etc.

Algunos de nosotros discutían sobre si había que dar crédito a las afirmaciones del criminal, ya que se había mostrado como un mentiroso incorregible. Repetían los detalles del crimen, se preguntaban por el dictamen de los frenólogos acerca de Troppmann, se ponía sobre el tapete la cuestión de la pena de muerte.

Pero todo ello era tan blando, tan trivial, las frases eran tan comunes que los mismos que hablaban no tenían ganas de continuar.

Pero, al mismo tiempo, no nos sentíamos con ánimos para hablar de otra cosa por respeto a la muerte y al hombre que le estaba consagrado.

Estábamos poseídos por una lenta inquietud que nos hacía languidecer. Nadie se aburría, pero esta sensación punzante era peor que el aburrimiento. Parecía, de antemano, que esta noche no tendría fin. Yo sólo sentía una cosa y era que no tenía derecho a encontrarme en el lugar donde estaba, que ninguna razón filosófica o psicológica justificaba mi presencia.

Entró el señor Claude y nos contó cómo el célebre Jud se le había escapado de entre los dedos. Pero no perdía la esperanza de atraparle si es que todavía estaba vivo. De repente, resonó un pesado crujido de ruedas y, unos momentos después, vinieron a decirnos que había llegado la guillotina. Todos nos arrojamos a la calle, como regocijados.

IV

Delante de las puertas se había detenido un carruaje cerrado, uncido a tres caballos en fila. Algo apartado, había otro carruaje de dos ruedas, bajo, pequeño, con la apariencia de una caja ovalada, uncido a un caballo. Como luego supimos, estaba destinado a recibir el cuerpo, después del suplicio, y llevarlo al cementerio.

Cerca del carruaje, se podía ver a varios obreros con sus blusas cortas.

Un señor de alta estatura, con sombrero redondo, corbata blanca y un gabán de verano sobre los hombros, daba órdenes en voz baja. Era el verdugo.

Todas las autoridades, el comandante, el señor Claude, el comisario de policía del barrio y los demás le rodearon para saludarle.

—¡Ah, señor Indric! ¡Buenas noches, señor Indric! —se les oía exclamar. Su verdadero apellido era Heidenreich.

Era alsaciano.

También nuestro grupo se le acercó.

Por un momento, se había convertido en el centro de la atención general.

En la manera de tratarle se advertía una familiaridad tensa pero respetuosa, como si le quisiéramos decir: «Nosotros no le despreciamos. Usted es siempre un personaje muy importante». Algunos del grupo llegaron a estrecharle la mano como señal de buen gusto.

Sus manos son bellas, muy blancas.

Me acordé del Poltava de Puchkin:

El verdugo jugaba con sus manos blancas.

El señor Indric era muy sencillo, muy tranquilo, muy educado, con una cierta gravedad patriarcal. Parecía ser consciente de que para nosotros, esta noche era el protagonista después de Troppmann, como su primer ministro.

Los obreros abrieron el carruaje y comenzaron a sacar las partes constitutivas de la guillotina que tenían que levantar allí mismo, a quince pasos de la puerta. Dos linternas comenzaron a moverse adelante y atrás, iluminando con círculos de luz los adoquines cuadrados del empedrado.

Miré mi reloj: sólo era medianoche.

El aire se había ido haciendo cada vez más oscuro y más frío.

Ya se había reunido una gran multitud de gente.

Detrás del cordón de soldados que se alineaban ante el espacio cuadrado, reservado al cadalso, comenzó a elevarse un griterío.

Me acerqué a los soldados. Inmóviles, estaban un poco apretados y habían roto la regularidad primitiva de sus filas.

Su fisonomía no expresaba nada: sólo un frío aburrimiento y una paciencia obediente.

También los rostros que veía detrás de los cascos de los soldados, detrás de los tricornios de los guardias urbanos, los rostros de los «blusones» y de los obreros, expresaban lo mismo, aunque con una mezcla de sonrisa indefinible. Desde el fondo de la multitud, que se movía pesadamente y que iba avanzando, sonaron unas exclamaciones.

—¡Hola, Troppmann! ¡Hola, Lambert…! No tendríais que estar aquí.

Gritos, silbidos agudos. Hasta nosotros llegaba, claramente, el ruido de broncas y de insultos a causa de las peleas por un lugar adecuado para ver el espectáculo. Se elevaba, serpenteando, un fragmento de canción cínica. De repente, sonaba una aguda risa que era coreada por otras y que moría en una amplia explosión. Pero la verdadera cuestión no había empezado todavía. No se oían ni los gritos antidinásticos, que se preveían, ni el rugido tempestuoso de la Marsellesa.

Volví a acercarme a la guillotina, que se elevaba lentamente.

Un señor, peinado con tirabuzón, moreno, con un sombrero gris, probablemente un abogado, estaba de pie junto a la guillotina, y lanzaba una arenga gesticulando con la mano derecha, con el índice señalando arriba y abajo mientras flexionaba las rodillas para acompañar el esfuerzo. Había asumido la tarea de demostrar a los dos o tres señores que le rodeaban, enfundados en gabanes abotonados hasta el cuello, que Troppmann no era un asesino sino un maníaco.

—Un maníaco, y voy a demostrado. Sigan mi razonamiento —afirmaba—. Su móvil no era el asesinato sino un orgullo que yo tacharía de desmesurado… Sigan mi razonamiento.

Los señores con gabán seguían su razonamiento pero, a juzgar por sus fisonomías, es dudoso que les convenciera.

Un obrero, que se encontraba en la plataforma de la guillotina, incluso le miraba con un desprecio mal disimulado.

Volví al piso del comandante.

V

Varios de nuestros camaradas se habían reunido allí de nuevo.

El amable comandante les ofrecía un ponche americano.

Se empezaba a discutir, una vez más, sobre si Troppmann continuaba durmiendo, sobre lo que debía sentir y si el ruido de la muchedumbre llegaría hasta él a pesar de la distancia que había entre su celda y la calle, etc.

El comandante nos enseñó una montaña de cartas dirigidas a Troppmann.

Este —decía— no quería leerlas. La mayoría eran bromas vulgares, burlas; pero había también algunas cartas serias en las que se le conminaba a arrepentirse, a confesado todo. Un pastor metodista le enviaba toda una disertación teológica en veinte páginas. También había esquelas de mujeres. En algunas se encontraban incluso flores, margaritas, siempre vivas.

El comandante nos contó que Troppmann había intentado hacerse suministrar un veneno por el farmacéutico de la prisión y le escribió una carta que el otro, ni que decir tiene, había remitido a la autoridad correspondiente.

Me pareció que nuestro anfitrión no podía comprender por qué nos tomábamos tanto interés por una bestia tan mala y despreciable como Troppmann y aceptaba nuestra curiosidad como una frivolidad propia de hombres de mundo, de gente que estaba fuera de la órbita militar.

Después de haber charlado un instante, nos dispersamos cada uno por nuestro lado. Durante toda la noche deambulamos como almas en pena. Entrábamos en las habitaciones. Nos sentábamos unos junto a otros; nos informábamos respecto a Troppmann, mirábamos nuestros relojes, bostezábamos, después bajábamos una vez más al patio. Una vez en la calle, volvíamos y nos sentábamos de nuevo.

Algunos se contaban anécdotas picantes, se intercambiaban frases baladíes. Se discutía de política, de teatro, del asesinato de Victor Noir. Otros intentaban bromear, contar chistes. Pero nada de esto funcionaba sino que más bien provocaba unas risas desagradables, sin eco, una adhesión ficticia.

Encontré un pequeño canapé en la primera habitación y allí me instalé, con dificultad, intentando dormir. Desde luego, no me dormí ni me adormecí ni por un instante.

El ruido de la multitud era cada vez más fuerte, más compacto e ininterrumpido.

Hacia las tres de la mañana, según el señor Claude, que entraba, se sentaba en una silla, se dormía enseguida y volvía a salir, llamado por algunos de sus subordinados, se habían reunido ya más de veinticinco mil personas.

El ruido que organizaban me sorprendía por su semejanza con los bramidos del flujo y reflujo del mar, el mismo infinito «crescendo» wagneriano que no asciende regularmente sino con grandes murmullos y gigantescos derrumbes.

Las notas agudas de las voces de las mujeres y de los niños surgían como finas salpicaduras sobre un zumbido colosal. En todo ello se ponía de manifiesto la potencia brutal de una fuerza de la naturaleza.

A veces se amortigua por un instante, como si se recogiera y se durmiera… y, de repente, aumenta, se hincha y retumba como dispuesta a lanzarse y a desgarrarlo todo, retrocede, se calma poco a poco y después vuelve a aumentar… en un continuo sin fin. ¿Qué significa este ruido?, pensaba yo. ¿Impaciencia? ¿Alegría? ¿Odio? No, no es el eco de ningún sentimiento individual humano. Es, sencillamente, el ruido y el fragor de la naturaleza.

Hacia las tres, salí a la calle, quizá por décima vez. La guillotina estaba preparada. Confusos, más extraños que terribles, se dibujaban sobre el cielo oscuro, sus dos postes, separados un metro uno del otro, con la línea oblicua de la cuchilla que los unía. Yo suponía que estos dos postes se hallarían a mayor distancia. Su proximidad daba a la máquina una esbeltez lúgubre, la esbeltez de un largo cuello estirado como el de un cisne.

Un cesto de mimbre, alargado como una maleta, de un color rojo oscuro, me provocaba una sensación de asco. Sabía que los verdugos arrojarían a este cesto el cadáver caliente, palpitante todavía, y la cabeza cortada.

Un poco antes había llegado la guardia municipal que se había colocado, formando un amplio semicírculo, ante la fachada de la prisión. Los caballos resoplaban de vez en cuando, mordían sus frenos y saludaban con la cabeza. En el pavimento, entre sus patas delanteras, blanqueaban grandes charcos de espuma. Los jinetes dormitaban, sombríos, bajo sus gorros de piel calados hasta los ojos.

Las líneas de soldados, que cortaban la pequeña plaza para contener a la masa, habían reculado. Delante de la prisión, quedaba un espacio vacío, un cuadrado de trescientos pasos.

Avancé hacia uno de los cordones de tropas y miré detenidamente al pueblo que se estrujaba detrás y que gritaba como una fuerza de la naturaleza, es decir, estúpidamente.

Recuerdo el rostro de un joven «blusón» de unos veinte años. Tenía la cabeza inclinada y sonreía como si pensara en algo muy divertido. Alzaba la cabeza, inesperadamente, abría su gran boca y gritaba, sin articular palabra; después agachaba de nuevo la cabeza y volvía a reír.

¿Qué pasaba en el interior de este hombre? ¿Por qué se condenaba así mismo a pasar una noche de tormento, sin sueño, soportando una inmovilidad de casi ocho horas?

Mi oído no captaba las frases aisladas. Sólo algunas veces, a través del estruendo ininterrumpido, percibía los gritos agudos de los que vendían alguna publicación sobre Troppmann, sobre su vida, ejecución y últimas palabras. O bien, en algún lugar, a lo lejos, surgía una disputa, una risa estúpida, un graznido de mujer satisfecha…

Esta vez sí que oí la Marsellesa, pero sólo cantada, por cinco o seis personas y, además, con interrupciones. Pero la Marsellesa sólo alcanza su significado cuando está cantada por miles de voces.

—¡Abajo Pedro Bonaparte! —burló una voz profunda.

—Oooooh, ah —gritaban, airadas, las que le hacían coro.

Los gritos de parte de esta multitud habían cobrado, repentinamente, el ritmo mesurado de una polca conocida con la música de Los farolillos.

Se respiraba la atmósfera pesada de las muchedumbres; un olor áspero ascendía… Todos estos cuerpos estaban empapados de mucho vino: entre ellos había numerosos borrachos. No en vano las tabernas dejaban ver sus rojas señales al fondo del paisaje.

La noche, de oscura, pasó a ser negra; el cielo nublado se ennegreció completamente.

En lo alto de los árboles dispersos, que se erigían como fantasmas, se veían pequeños grupos. Eran los niños que los habían escalado. Silbaban y piaban como pájaros posados entre las ramas. Uno de ellos cayó por tierra y se mató al romperse la columna vertebral. Pero su caída sólo provocó una risa que pronto se apagó.

Al volver a nuestro piso, y al pasar cerca de la guillotina, distinguí, en la plataforma, al verdugo rodeado de un pequeño grupo de curiosos. Estaba realizando un ensayo

para ellos. Hacía bascular la plancha, sujeta por una bisagra, sobre la que se inmovilizaba al criminal, y que, al caer, entra por su extremo en el agujero que hay entre los dos largueros. Después hacía caer el hacha que bajaba pesadamente y sin trabas, con un ronroneo sordo y precipitado.

No me detuve a ver esta representación, no subí a la plataforma. A cada momento aumentaba, dentro de mí, el sentimiento de un pecado, grave y desconocido, y de una secreta vergüenza. Quizá deba añadir a este sentimiento, la impresión de que los caballos, uncidos a los furgones y que comían tranquilamente la avena de los sacos ante la puerta de la prisión, me parecían los únicos seres inocentes que había entre todos nosotros.

Me hundí, de nuevo, en mi pequeño sofá y, en adelante, me dediqué a escuchar el ruido del reflujo del mar.

VI

Contra lo que se afirma ordinariamente, la última hora pasó más deprisa, sobre todo más que la segunda o la tercera. Quedamos asombrados al saber que habían sonado las seis y que sólo nos separaba una hora del momento de la ejecución. Dentro de media hora, a las seis y media, debíamos entrar en la celda de Troppmann.

La somnolencia desapareció al instante en todos los rostros.

No sé lo que sintieron los demás, pero mi corazón sufrió una fuerte opresión.

Aparecieron caras nuevas.

El capellán, un hombrecillo de rostro magro, llegó como un relámpago, con su larga vestidura negra de sacerdote en la que resaltaba la cinta roja de la Legión de honor. Iba cubierto con un sombrero bajo y de ala ancha.

El comandante nos había preparado una colación. En el salón, sobre la mesa redonda, aparecieron grandes cuencos de chocolate… Yo ni siquiera me acerqué aunque el anfitrión, hospitalario, me aconsejó que me reconfortara porque el aire matinal puede ser pernicioso. Comer en este momento me pareció repugnante. Dios mío, ¡había llegado la hora de los festines!

No tengo derecho, me decía por centésima vez desde el comienzo de la noche.

—¿Y él? ¿Continúa durmiendo? —preguntó alguien, tragando, a pequeños sorbos, su chocolate.

Todos hablaban de Troppmann sin nombrarle, pero no podía haber otro él.

—Duerme —respondió el comandante.

—¿A pesar de este horrible ruido?

Y, en efecto, el ruido había aumentado y rugía con una voz ronca. El rugiente coro ya no iba in crescendo pero bramaba victorioso, alegremente.

—Su celda está detrás de un triple cerco de murallas —respondió el comandante.

El señor Claude miró su reloj.

—Las seis y veinte.

Estoy seguro de que todos nos estremecimos interiormente.

Sin embargo, tomamos con parsimonia nuestros sombreros y seguimos, ruidosamente, a nuestro guía.

VII

Salimos al gran patio de la prisión y allí, en un rincón a la izquierda, tuvo lugar algo semejante a una revista de los presentes.

Después, se nos introdujo en una habitación estrecha y totalmente vacía, con un único taburete en medio.

—Aquí se hace la «toilette» al condenado —me murmuró, al oído, Ducamp.

No todos pudimos entrar. Éramos trece personas en total, incluyendo al comandante, al capellán, al señor Claude y a su ayudante.

Durante los dos o tres minutos que pasamos en esta habitación —en los que se levantó un acta notarial—, la idea de que no teníamos ningún derecho a hacer lo que hacíamos, de que al asistir con fingida gravedad al asesinato de un ser semejante a

nosotros representábamos una comedia ilegal y abominable, cruzó por última vez por mi mente.

Tan pronto como nos pusimos de nuevo en marcha detrás del señor Claude, por un corredor ancho, adoquinado con piedra y levemente iluminado por dos lamparillas, tuve la sensación de que todo iba a suceder pronto, en un minuto, en un segundo.

Por unas escaleras, subimos precipitadamente a otro corredor que también atravesamos; después, descendimos por una estrecha escalera de caracol y nos encontramos ante una puerta de hierro.

—Aquí es.

El guardián abrió con precaución, la puerta giró sobre sus goznes sin ruido y entramos todos, lentamente y en silencio, en una habitación bastante amplia, de paredes amarillas, con una ventana con rejas y con una cama deshecha en la que no se había acostado nadie.

La luz de un gran quinqué iluminaba por igual y bastante nítidamente todos los objetos. Yo me mantenía un poco detrás de los demás y recuerdo que parpadeaba. A pesar de ello, vi enseguida, unpoco de lado, frente a mí, un rostro de cabellos y ojos negros que se movía lentamente, de izquierda a derecha, y que nos envolvía a todos con una mirada fija y redonda.

Era Troppmann.

Se había despertado antes de nuestra llegada. Estaba junto a la mesa en la que había escrito a su madre una carta de adiós, por los demás, bastante banal.

El señor Claude se quitó el sombrero y se aproximó a él.

—Troppmann —dijo con su voz seca, ni alta ni baja pero sin réplica posible—, hemos venido a informarle de que su recurso de gracia ha sido rechazado y que ha llegado, para usted, la hora de la reparación.

Troppmann levantó sus ojos hacia él, pero la mirada fija de antes había desaparecido.

Miraba tranquilo, casi somnoliento, y no dijo nada.

—¡Hijo mío! —exclamó el sacerdote con voz sorda. Y se aproximó a él por el otro lado—: ¡Valor!

Troppmann le miró de la misma manera que al señor Claude.

—Yo sabía que no se comportaría como un cobarde —dijo este con tono convencido, volviéndose hacia nosotros—. Yo respondo de él una vez que ha recibido el primer choque.

Como un profesor que quiere dar ánimos a su discípulo, le llama, de una manera previa, buen muchacho.

—¡Oh, no tengo miedo! —dijo Troppmann volviéndose al señor Claude—. No tengo miedo.

Su voz de barítono adolescente era completamente plana.

El sacerdote sacó un frasquito de su bolsillo.

—¿Quiere un poco de vino, hijo mío?

—No, gracias —respondió Troppmann con un saludo cortés.

El señor Claude se dirigió, de nuevo, a él.

—¿Continúa afirmando que no es culpable del crimen por el que está condenado?

—Yo no he herido a nadie.

—Sin embargo… —intentó intervenir el comandante.

—Yo no he herido a nadie.

En los últimos tiempos, Troppmann, en desacuerdo con lo que había declarado anteriormente, comenzaba a afirmar que, a decir verdad, había llevado a la familia Kink al lugar del asesinato, pero que habían sido sus cómplices los que los habían matado y que la herida de su mano se debía a que había querido defender a los pequeños. De hecho, en el proceso había mentido como mintieron otros criminales antes que él.

—¿Continúa usted afirmando que tuvo cómplices?

—Sí.

—¿No puede usted darnos sus nombres?

—No puedo… no quiero… no quiero.

La voz de Troppmann se había ido elevando y su rostro se iluminó durante un segundo. Pareció que iba a enfadarse.

—Bien, bien —respondió rápidamente el señor Claude como si quisiera demostrar que sólo le interrogaba para cumplir una formalidad inevitable y que ahora iba a pasar a otra cosa.

Troppmann debía desnudarse. Dos guardianes se aproximaron a él y comenzaron a quitarle la camisa de fuerza, una especie de blusón azul de una tela áspera, con correas y hebillas, con largas mangas de tela de saco, de cuyos extremos descendían unos fuertes cordeles que le ceñían los riñones y la cintura.

Troppmann continuaba de lado, a dos pasos de mí. Se hubiera podido decir que su rostro era hermoso a no ser por una boca prominente, con labios hinchados como los de un animal, en cuyo fondo se distinguían unos dientes dispersos, dispuestos como en abanico. Cabellos espesos, oscuros, un poco quemados, largas cejas, ojos expresivos y saltones, una frente despejada y blanca, una nariz recta con una pequeña protuberancia y pequeñas bandas de pelusilla en el mentón…

Si alguien encontrara un rostro semejante fuera de una prisión, sin todos estos accesorios, seguramente le causaría una buena impresión. Cabezas como estas se ven a millares entre los jóvenes obreros, entre los alumnos de escuelas públicas, etc.

La talla de Troppmann era mediana; tenía una esbeltez de adolescente. Me pareció un efebo; es cierto que no tenía más de veinte años. El color de su piel era natural, sano, un poco rosado.

No palideció a nuestra entrada. No había ninguna duda de que había dormido durante la noche.

No levantaba la mirada y su respiración era profunda y regular como la de un hombre que sube con precaución a una alta montaña. Sacudió dos veces los cabellos como si quisiera rechazar una idea desagradable. Levantó la cabeza, elevó sus ojos al techo y lanzó un suspiro apenas perceptible.

Aparte de este movimiento, casi instintivo, no se percibía en él ningún signo, no sólo ni de miedo sino ni siquiera de emoción o inquietud. Nosotros estábamos, sin duda, más pálidos y emocionados que él.

Cuando se le liberó de las mangas de saco de la camisola, la sostuvo sobre el pecho con una sonrisa de contento mientras se la desabrochaban por detrás.

Es lo que hacen los niños cuando se les desviste.

Después, se quitó la camisa y se puso otra que abotonó cuidadosamente. Resultaba sorprendente contemplar los movimientos amplios y libres de aquel cuerpo desnudo, de aquellos miembros desnudos destacando sobre el fondo amarillo de las paredes de la prisión. Después se inclinó, se puso sus botines, empujando con los talones y las suelas contra el suelo y contra la pared para que sus pies entrasen mejor y más cómodamente. Todo esto lo hacía con un aire desenvuelto, rápido, casi alegremente, como si hubiéramos venido a invitarle a dar un paseo.

Él callaba, nosotros callábamos también y nos miraba alzando involuntariamente los hombros en señal de extrañeza. Estábamos sorprendidos de la sencillez de sus movimientos, una sencillez que, como todos los actos naturales de la vida, tenía mucho de elegancia.

Uno de nuestros camaradas, que encontré casualmente al día siguiente, me dijo que durante nuestra estancia en la celda de Troppmann, pensó todo el tiempo que no estábamos en 1870 sino en 1794, que no éramos unos simples ciudadanos sino jacobinos que llevaban a la ejecución no a un asesino vulgar, sino a un marqués legitimista, a un adicto al antiguo régimen, a un aristócrata cortesano.

Es sabido que los condenados a muerte, tras leerles la sentencia, o bien caen en una inmovilidad absoluta, como si se murieran y descompusieran antes de tiempo, o se ponen bravucones, o caen en la desesperación, lloran, tiemblan, piden gracia.

Troppmann no pertenecía a ninguna de estas categorías, para sorpresa del mismo señor Claude. Hago constar aquí que, si Troppmann hubiese comenzado a llorar o a gritar, mis nervios no hubieran podido soportarlo y habría escapado. Pero, ante esta tranquilidad, ante esta sencillez, ante —incluso diría— esta modestia, todos mis sentimientos de repugnancia hacia un asesino sin piedad, ante un monstruo que había cortado la cabeza a unos niños mientras gritaban «mamá, mamá» y de piedad por un hombre a quien la muerte estaba próxima a engullir, se confundieron en uno solo: el asombro.

¿Qué era lo que sostenía a Troppmann? ¿Acaso, aunque en apariencia no se mostraba afectado, hacía teatro ante los espectadores y nos estaba dedicando su última representación? ¿Se trataría de un valor innato, de un amor propio avivado por las palabras del señor Claude, del pensamiento de la lucha que tenía que manejar hasta el final o de cualquier otro sentimiento desconocido?

Es un misterio que se llevó consigo a la tumba.

Hay quien todavía piensa que Troppmann no gozaba de la plenitud de sus facultades. Ya he hablado antes de un abogado, de sombrero gris, al que no he vuelto a ver. La inutilidad, la necedad al masacrar a toda la familia Kink podría, de alguna manera, servir de base a esta convicción.

VIII

Pero hete aquí que ha terminado con sus botines. Se ha vuelto a incorporar y se ha inclinado como diciendo: ya estoy listo.

Le ponen, de nuevo, la camisa de fuerza.

El señor Claude nos pide a todos que salgamos y que dejemos a Troppmann solo con el sacerdote.

No esperamos más de dos minutos en el corredor. Su reducida silueta, su cabeza pequeña, desafiantemente echada hacia atrás, volvió a estar, de nuevo, entre nosotros. Su sentimiento religioso era débil y, probablemente, cumplió como meras formalidades los últimos actos de arrepentimiento ante el sacerdote que le enfrentaba a sus pecados.

Nuestro grupo, con Troppmann incluido, subió inmediatamente la escalera de caracol que habíamos bajado un cuarto de hora antes y que estaba sumergida en la más completa oscuridad. El quinqué se había apagado.

Fue un minuto terrible.

Todos nos apresuramos a alcanzar el rellano superior. Nos empujábamos, chocábamos con los hombros. Uno de nosotros perdió el sombrero. Alguien, detrás, gritaba encolerizado: «Pero, ¡por Dios!, encended la lámpara, iluminad esto».

Y aquí mismo, entre nosotros, ¿cómo estaba el desgraciado contra el que nos estrujábamos?

¿No pasaría por su cabeza la idea de arrojarse… dónde, aprovechando la oscuridad? No importaba dónde, ¿a un rincón alejado de la prisión y romperse allí la cabeza contra un muro? Al menos la muerte se la habría dado él mismo.

No sé si este pensamiento se les había ocurrido también a los demás pero se demostró que era gratuito. Todo nuestro grupo, con el hombrecillo en el centro, emergió en el corredor desde las profundidades de la escalera. Evidentemente, Troppmann pertenecía a la guillotina y comenzaba la marcha hacia ella.

IX

Esta marcha se parecía mucho a una fuga. Troppmann caminaba delante de nosotros con pasos elásticos, rápidos, casi a saltos. Él se apresuraba y nosotros nos apresurábamos también tras él. Algunos incluso le adelantaron, por la derecha y por la izquierda, para mirarle, una vez más, a la cara. Así cruzamos el corredor y descendimos por otra escalera. Troppmann saltaba, de cuatro en cuatro, los escalones. Recorrimos otro corredor, saltamos más escalones y nos encontramos en la habitación con un solo taburete, de la que ya he hablado y donde se hacía la «toilette» del condenado.

Entramos por una puerta y, por la puerta de enfrente, apareció el verdugo, con paso grave, corbata blanca, vestido de negro, con aspecto de diplomático o de pastor.

Detrás de él, entró un viejecito regordete, también vestido de negro: su primer ayudante, el verdugo de Beauvais.

El viejecito llevaba en la mano una bolsita de piel.

Troppmann se detuvo delante del taburete. Todos se colocaron a su alrededor. El verdugo y su ayudante, el viejecito, se colocaron a su derecha, el sacerdote, también a la derecha, un poco más hacia delante.

El viejo abrió con una llave la cerradura del bolso, sacó una correa de piel con hebillas, largas y cortas, y arrodillándose con dificultad detrás de Troppmann empezó a ligarle los pies. Troppmann, involuntariamente, puso un pie sobre el extremo de una de las correas. El viejecito intentó soltarle y dijo dos veces:

—Perdón, señor.

Después tocó a Troppmann en la pantorrilla. El otro se volvió rápidamente y, con su habitual saludo cortés, levantó el pie y separó la correa.

Mientras, el sacerdote leía en un librito plegarias en francés.

Se aproximaron otros dos ayudantes, quitaron con rapidez la camisola a Troppmann, le pusieron las manos a la espalda, se las ataron en cruz y le cubrieron el cuerpo con correas. El verdugo en jefe daba órdenes señalando con el dedo aquí y allá. Llegó un momento en que no había en las correas la cantidad de agujeros necesarios para los clavos de las hebillas. El que había hecho los agujeros pensó que serían manipulados por un hombre fuerte. El viejecito comenzó a hurgar en su bolso, se llevó la mano a los bolsillos y, después de haber rebuscado, sacó de uno de ellos una lezna curva con ayuda de la cual se puso a perforar, con esfuerzo, la correa. Sus inhábiles dedos, inflamados por la gota, le obedecían mal. Además, la piel era espesa y nueva. Hacía un agujero, probaba: había que apretar un poco más. Probablemente, el sacerdote adivinó que la cosa no iba bien. Dos veces miró por encima del hombro y retrasó las palabras de la plegaria para dar tiempo al viejo a terminar su trabajo.

Finalmente, terminó la operación durante la cual confieso francamente que me había invadido un sudor frío. Todos los clavos habían entrado donde debían.

Al atado de las hebillas le sucedió otra formalidad.

Pidieron a Troppmann que se sentara en el taburete ante el que se mantenía de pie. El mismo anciano gotoso iba a proceder al corte de sus cabellos. Sacó unas tijeras pequeñas y, torciendo los labios, con precaución, cortó primero el cuello de la camisa de Troppmann, la misma camisa que le habían puesto hacía un momento, cuyo cuello se hubiera podido cortar antes. La tela estaba plisada y no cedía al corte mal afilado.

El verdugo en jefe lanzó una mirada al trabajo y pareció descontento: el corte no era lo suficientemente grande. Hizo una indicación con la mano: el viejecito gotoso volvió a comenzar su faena y cortó un gran pedazo de tela que dejó al descubierto la parte alta de la espalda y los omoplatos.

Troppmann hizo un movimiento: hacía frío en la habitación.

Entonces el viejo pasó a los cabellos. Posó su regordeta mano izquierda en la cabeza de Troppmann, que la inclinó obedientemente, y con la derecha empezó a cortarle el pelo.

Mechones de cabellos castaños, tupidos, se deslizaron sobre sus hombros y cayeron sobre el parqué. Uno de ellos se deslizó hasta mis botas.

Troppmann continuaba inclinando la cabeza obedientemente; el sacerdote seguía retrasando el recitativo de la plegaria.

No podía separar mi vista de sus manos, antes manchadas de sangre y ahora colocadas una sobre otra sin defensa; sobre todo, no podía apartar la mirada de este cuello fino de adolescente. La imaginación, a pesar mío, trazaba sobre él un rayo transversal.

Aquí, pensaba yo, dentro de unos minutos, caerá el hacha de doscientos kilos quebrando las vértebras y cortando los músculos y los nervios.

Y el cuerpo parecía no esperar nada semejante, tan terso, sano y blanco como era…

Casi sin darme cuenta me planteé esta pregunta: ¿En qué piensa, en este momento, esta cabeza tan dulcemente inclinada? ¿Se mantiene firme, con los dientes apretados, sólo por obstinación, con la única idea de no demostrar un desfallecimiento? ¿O bien desfilan por ella los recuerdos del pasado, en avalanchas extremadamente variadas y, quizá, insignificantes? ¿Contempla la mueca agonizante de un miembro cualquiera de la familia Kink?, o bien esta cabeza intenta, sencillamente, no pensar en nada y no hace más que repetirse a sí misma: Vamos a ver… esto no es nada…, ¿menos que nada?

Y lo repetirá hasta que la muerte se desplome sobre ella, cuando ya haya pasado el tiempo de la aflicción…

Y el viejecito cortaba, continuaba cortando. Los cabellos crujían bajo la presión de las tijeras.

Finalmente, también esta operación llegó a término.

Troppmann se enderezó bruscamente y sacudió la cabeza.

Generalmente, este es el momento en que los condenados que todavía pueden hablar dirigen sus últimas súplicas al director de la prisión, recuerdan las deudas o el dinero que dejan, dan las gracias a sus guardianes, piden que hagan llegar a sus padres una última carta o bien un mechón de sus cabellos con su último adiós.

Pero Troppmann no era, evidentemente, un condenado corriente. Desdeñó semejantes ternezas y no pronunció ni una sola palabra. Esperaba silenciosamente. Se le arrojó sobre los hombros una chaqueta corta. El verdugo lo cogió por el codo.

—Veamos, Troppmann, —clamó la voz del señor Claude en medio de aquel silencio sepulcral—, dentro de un momento todo habrá terminado. ¿Persiste en declarar que tuvo cómplices?

—Sí, señor, persisto —respondió Troppmann con el mismo tono agradable y firme de barítono, y se inclinó un poco hacia adelante como si se excusara cortésmente y lamentara no poder contestar de otra manera.

—Pues bien, vamos —dijo el señor Claude. Y nos pusimos en camino.

Salimos al gran patio de la prisión.

X

Eran las siete menos un minuto, pero el cielo apenas había aclarado y el mismo vapor oscuro lo envolvía todo y borraba los contornos de las cosas.

Apenas franqueamos el umbral, el mugido de la muchedumbre nos alcanzó como una oleada incesante y terriblemente agitada.

Pisando los adoquines del patio, nuestro pequeño grupo, que ahora era menos compacto, se dirigió rápidamente hacia las puertas.

Algunos de nosotros, entre los que me contaba, se habían quedado atrás y yo, aunque caminaba con los demás, me mantenía un poco separado.

Troppmann trotaba con pasos cortos y apresurados. Las ligaduras le obstaculizaban la marcha. ¡Qué pequeño me parecía, casi un niño!

De repente, con lentitud, como unas fauces, se abrieron los dos batientes de las puertas, acompañadas por un gran rugido de la masa alegre, satisfecha. Súbitamente, el monstruo de la guillotina nos miró, con sus dos postes negros y su cuchilla suspendida.

Tuve un estremecimiento que me heló el corazón. Me pareció que un frío invadía el patio. A pesar de todo, miré, una vez más, a Troppmann. Este se echó para atrás, con la cabeza alta, doblando las rodillas como si alguien le hubiera dado un golpe en el pecho.

—Va a desvanecerse —murmuró alguien cerca de mí.

Pero se recuperó enseguida y avanzó con paso firme.

Detrás de sus pasos, aquellos de nosotros que deseaban ver cómo caía su cabeza, se precipitaron a la calle… Yo no tuve bastante dominio sobre mí mismo y me detuve delante de la puerta.

Vi al verdugo levantarse como una torre negra, en el lado izquierdo de la plataforma. Vi a Troppmann separarse del grupo que estaba abajo y comenzar a subir los escalones. Había diez escalones. Le vi pararse y volverse; le oí decir:

—Decid al señor Claude…

Después, al llegar arriba, unos hombres situados a derecha e izquierda, se precipitaron sobre él como una araña sobre una mosca.

No oí el final de la frase. Era: «Decid al señor Claude que persisto». Troppmann no quiso privarse de esta última alegría de dejar el tormento de la duda en la mente de sus jueces y del público.

A continuación, le vi caer hacia adelante y vi las suelas de sus zapatos cortar el aire.

Me detuve y esperé. La tierra parecía moverse bajo mis pies…

Me pareció que esperaba muchísimo tiempo.

Tuve tiempo para darme cuenta de que, a la aparición de Troppmann, el ruido de la multitud calló como un monstruo que se duerme.

Un silencio sin respiración.

Delante de mí se encontraba un centinela, un joven de mejillas rosadas. Pude advertir que me miraba con una sorpresa estúpida, con terror. Pensé que este soldado podía haber nacido en un pueblito perdido, en el seno de una buena y pacífica familia… ¡Y hay que ver lo que le tocaba contemplar!

Entonces se oyó un ligero ruido de maderas que chocan. Era la caída de la media luna superior de la guillotina con la recortadura transversal que dejaba pasar la cuchilla, la media luna que sujeta el cuello del criminal e inmoviliza su cabeza; después, algo retumbó sordamente, rugió y eructó como si se tratara de la expectoración de un animal. No puedo encontrar una comparación más exacta.

Todo se cubrió de niebla.

Alguien me sostuvo por el brazo; miré: era el ayudante del señor Claude, el señor J., al que, como he sabido después, mi amigo Ducamp había encargado que me observara.

—Está usted muy pálido, ¿quiere agua? —me dijo sonriendo.

Le di las gracias y volví al patio que, en aquellos momentos, me pareció como un refugio contra el terror que hacía estragos al otro lado de las puertas.

XI

Nuestro grupo se reunió junto al poste que había cerca de la puerta para despedirnos del comandante y dejar a la multitud el tiempo de dispersarse.

Allí me dirigí y supe que, estando ya en la tabla, Troppmann volvió de repente la cabeza de tal manera que no entró en la media luna y los verdugos se vieron obligados a arrastrarle hasta ella tirándole de los cabellos. Entonces mordió a uno de ellos, el verdugo jefe, en un dedo.

Inmediatamente después de la ejecución, mientras el cuerpo era arrojado a la carreta y se lo llevaban a toda prisa, dos hombres aprovecharon el inevitable tumulto, lograron romper el cordón que formaban los soldados y, subiendo hasta la guillotina, empaparon sus pañuelos en la sangre que se filtraba a través de las grietas del suelo.

Yo oía todas las conversaciones como en un sueño. Me sentía muy fatigado, y no era el único. Todos estaban agotados aunque, aparentemente, se sintieran mejor, como si de sus hombros hubiera desaparecido un gran peso.

Pero ninguno de nosotros, absolutamente ninguno, ofrecía el aspecto de un hombre que ha asistido a la ejecución de un acto de justicia social. Todos intentaban apartarse de esta idea y rechazar la responsabilidad del asesinato.

Ducamp y yo nos despedimos del comandante y volvimos a nuestras casas.

Delante de nosotros, un océano entero de seres humanos, hombres, mujeres y niños, movía sus olas desagradables y sucias.

Casi todos callaban.

Solamente unos «blusones» se increpaban entre ellos:

—¿Dónde vas tú?

—¿Y tú?

Y los vagos saludaban con silbidos a las mantenidas que pasaban en coche.

¡Qué rostros tan sombríos, macilentos y soñolientos! ¡Qué expresión de fatiga, de decepción, de desanimado desprecio, sin motivo alguno! Es verdad que no vi muchos borrachos. Quizá ya habían tenido tiempo de recogerlos o bien se habían recuperado por sí mismos.

La vida diaria volvía a reclamar a estas gentes.

¿Por qué, qué sensación les había sacado de los raíles de su existencia? Es terrible pensar en lo que se ocultaba debajo de todo esto.

A doscientos pasos aproximadamente de la prisión, encontramos un coche libre al que subimos. Durante el camino, Ducamp y yo discutimos sobre lo que acabábamos de ver, a propósito de lo cual él había escrito, hacía poco tiempo, palabras tan elocuentes y ciertas en la Revue des Deux Mondes. Hablamos de la barbarie inútil y superflua de todo este procedimiento medieval gracias al cual la agonía de un criminal dura treinta minutos, de las seis y veintiocho a las siete… del asco por todos los disfraces, por el corte de cabellos, por los viajes por escaleras y corredores…

—¿Con qué derecho se realiza todo esto? ¿Por qué se mantiene este rito indignante? ¿Es justificable la pena de muerte?

Hemos contemplado la impresión que produce este espectáculo en el pueblo; su lado edificante es inexistente. Apenas una milésima parte de la masa, no más de cincuenta o sesenta personas, han podido ver algo a la escasa luz de esta hora tan temprana, a través de las filas de soldados y de la grupa de los caballos. ¿Y los demás? ¿Qué utilidad, por mínima que sea, han podido sacar de esta noche de insomnio, de borrachera, de holgazanería y de perversión?

Recordaba al joven que gritaba tontamente y cuyo rostro observé durante unos minutos. ¿Volvería hoy al trabajo odiando más que ayer la holgazanería y el vicio?

¿Qué provecho he obtenido yo mismo? ¿Un sentimiento de admiración involuntaria por el asesino, el monstruo moral que ha dado pruebas de su desprecio por la muerte?

¿Cómo puede desear el legislador que se produzcan impresiones como la mía? ¿De qué objetivo moral se puede seguir hablando después de tantos desmentidos proporcionados por la experiencia?

Pero no quiero plantear un discurso que me llevaría demasiado lejos.

¿Existe hoy alguien que ignore que el asunto de la pena de muerte es actualmente una de esas cuestiones irremisibles en cuya resolución trabaja la humanidad contemporánea?

Sería un motivo de contento para mí y me perdonaría a mí mismo, por una curiosidad insana, si mi relato proporcionara algún argumento a los defensores de la abolición de la pena de muerte o, al menos, a la supresión de la costumbre de su práctica en público.

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas