de mi amigo
Charles Bistési
y a
Suzanne
CAPÍTULO PRIMERO
El alba sorprendió a Angelo tranquilo y
silencioso, pero despierto. La altura de la colina lo había preservado del
escaso rocío que cae sobre esas comarcas en verano. Le dio una friega a su
caballo con un puñado de brezo y enrolló su portamantas.
Los pájaros despertaban en el pequeño valle
por el que descendía. No hacía frío ni siquiera en sus profundidades, aún
cubiertas por las tinieblas de la noche. El cielo estaba iluminado por
resplandores de luz gris. Por fin surgió de los bosques el sol, cuya luz rojiza
se filtraba entre largos jirones de oscuras nubes.
A pesar del calor, asfixiante ya, Angelo tenía
sed de algo caliente. Al desembocar en el amplio valle que separaba las colinas
en que había pasado la noche de un macizo más alto y más abrupto, que se
extendía ante él dos o tres leguas y sobre el cual los primeros rayos del sol
hacían brillar los altos encinares como si fueran de bronce, vio una pequeña
granja al borde del camino junto a un prado en el que una mujer vestida con
unas enaguas rojas recogía la ropa que había tendido al sereno.
Angelo se acercó. La mujer llevaba un cubrecorsé
que dejaba al descubierto sus hombros y sus brazos y buena parte de sus grandes
pechos, muy bronceados.
—Perdón, señora —dijo—, ¿podría darme un poco
de café? Se lo pagaré.
Tardó en contestarle, y Angelo comprendió que
la frase había sido demasiado cortés. «Decirle "Se lo pagaré" ha sido
una metedura de pata», pensó.
—Puedo darle café —dijo ella—; venga. —La
mujer, que era alta y robusta, giró sobre sí misma lentamente, como un barco—.
Allá está la puerta —dijo mostrándole el extremo de la cerca.
En la cocina sólo había un viejecito y muchas
moscas. Sin embargo, sobre una estufa baja, en la que ardía un gran fuego, al
lado de una calderada de salvado para los cerdos, la cafetera despedía tan buen
olor, que Angelo halló aquella estancia, a pesar de lo negra que estaba por el
hollín, realmente encantadora. Hasta el salvado para los cerdos le hablaba de
un modo harto elocuente a su estómago, poco satisfecho de su cena de pan seco.
Bebió un bol de café. La mujer, que se había
plantado delante de él mostrándole los hombros carnosos llenos de hoyuelos y la
enorme flor violeta entre sus senos, le preguntó si era funcionario público.
«En guardia», pensó Angelo, «no sabe si lamentará haberte ofrecido su café.»
—¡Oh, no! —contestó (y evitó cuidadosamente
llamarla señora)—. Soy un comerciante de Marsella; voy hacia el Drôme, donde
tengo clientes, y aprovecho el viaje para airearme un poco.
La expresión de la mujer se hizo más amable,
sobre todo cuando le preguntó por el camino de Banon.
—Le freiré un huevo —dijo la mujer. Antes de
terminar de decirlo ya había hecho a un lado la calderada de salvado y puesto
la sartén al fuego.
Angelo comió un huevo frito y un trozo de
tocino con cuatro rebanadas de un enorme pan muy blanco, que le parecieron
livianas como plumas. La mujer se agitaba ahora muy maternalmente a su
alrededor, y Angelo se sorprendió de que no le repugnaran su olor a sudor ni la
vista de los grandes mechones de pelos pelirrojos que aparecieron en sus axilas
cuando levantó los brazos para ajustarse el rodete. No quiso que le pagara, y,
como él insistió, se echó a reír y rechazó sin cumplidos su dinero.
Angelo sufría viéndose tan torpe y tan
ridículo. Hubiera deseado poder pagar y tener el derecho a retirarse con aquel
aire seco y displicente que era la defensa habitual de su timidez. Dijo
rápidamente algunas frases amables y guardó la bolsa en su bolsillo. La mujer
le señaló su camino, que, al otro lado del valle, subía entre los encinares.
Angelo marchó en medio del silencio un buen
rato por la pequeña planicie a través de prados muy verdes. Guardaba aún la
impresión de aquellos alimentos, que le habían dejado en la boca un sabor muy
agradable. Finalmente, suspiró y puso su caballo al trote.
El sol estaba alto; hacía mucho calor, pero la
luz no era violenta. Era muy blanca y se pegaba de tal modo a la tierra que
parecía untarla de mantequilla con un aire espeso. Desde hacía rato Angelo
subía a través del bosque de encinas. Seguía un sendero cubierto de una espesa
capa de polvo en el que cada paso del caballo levantaba una nubecilla que se
mantenía en el aire. Desde el interior del bosque polvoriento y reseco podía
ver a cada vuelta del camino que, en los meandros de éste que iban quedando a
sus pies, las huellas de su paso no se borraban. Ninguna frescura venía de los
árboles. Por el contrario, la dura hojita de las encinas reflejaba el calor y
la luz. La sombra del bosque deslumbraba y asfixiaba.
En los taludes agostados algunos cardos
blancos crepitaban al paso del caballo como si la tierra fuera metálica y se
estremeciera a su alrededor bajo las pisadas del animal. Sólo se oía ese
ruidito como de vértebras al entrechocar —un ruido que crujía mucho no obstante
el golpe de los cascos del caballo atenuado por el polvo—; el silencio era tan
completo que la presencia de los grandes árboles mudos era casi irreal. La
silla de montar ardía. El movimiento de la cincha espumaba los ijares del
animal, que tascaba el freno y de vez en cuando se aclaraba el gaznate moviendo
la cabeza. El ascenso regular del calor zumbaba como si saliera de una fragua
llena a rebosar de carbón. Los troncos de las encinas crujían. En el interior
del bosque, seco y desnudo como el piso de una iglesia, inundado de aquella luz
blanca que no tenía brillo pero que resultaba cegadora a causa del polvo que
parecía llevar en suspensión, la marcha del caballo hacía girar lentamente
largas líneas negras. El camino, que serpenteaba y se empinaba de modo cada vez
más brusco para elevarse a través de viejas rocas cubiertas de líquenes
blancos, salía a menudo de entre los árboles y discurría por trechos donde daba
el sol. Entonces en el cielo yesoso se abría una especie de abismo, de una
inaudita fosforescencia, de donde soplaba un viscoso aliento de horno y de
fiebre en el que se veía temblar algo pegajoso y craso. Los enormes árboles
desaparecían en aquella deslumbrante claridad; grandes sectores del bosque,
sumergidos en aquella luz, no parecían sino vagas masas de follaje ceniciento,
sin contornos, fantasmagóricas formas casi transparentes que el calor cubría bruscamente
de una viscosidad reluciente en lento movimiento. Luego el camino dobló hacia
el oeste y, estrechándose de nuevo hasta no ser más que un sendero, quedó
comprimido entre árboles de aspecto insólito y vivos colores: troncos que
parecían sostenidos por áureos pilares, ramas retorcidas semejantes a
crepitantes tallos dorados, hojas inmóviles y brillantes como espejuelos
dorados en los que se hubieran engarzado, siguiendo fielmente su contorno,
delgados hilos de oro.
Al cabo, Angelo se asombró de no percibir más
vida que la de la luz. Hubiera debido haber, al menos, lagartos, e incluso
cuervos, que gustan de esa atmósfera como de yeso ardiente y, posados en la
punta de las ramas, están al acecho igual que en tiempo de nieve. Angelo
recordaba las maniobras de verano en las colinas de Garbia; no había visto
nunca aquel paisaje cristalino, aquella campana de reloj de sobremesa,
aquella fantasmagoría mineralógica (hasta los árboles estaban facetados y
llenos de prismas como si fueran de cristal de roca). La proximidad de aquel
caos inhumano le dejaba estupefacto.
«Apenas», se decía, «si acabo de dejar los
hombros desnudos de la mujer que me ha dado café. Y he aquí todo un mundo más
alejado de sus hombros desnudos que la duna o las cavernas fosforescentes de la
China y, por lo demás, capaz de matarme. ¡Bien!», prosiguió, «¡es mi mundo! En
Garbia tenía mi pequeño estado mayor y la maniobra a la que había que estar
atento so pena de que te avergonzara delante de todos el general San Giorgio,
de tan hermosos bigotes y lenguaje tan vulgar. Eso era lo que me separaba del
mundo y no me permitía ver estos bosquecillos de tetraedros. He aquí, tal vez,
la razón fundamental de aquellos principios sublimes de los que me envanecía:
simplemente, me aferraba a un pequeño estado mayor y un general malhablado por
temor a percatarme de que estaba encerrado en una campana de cristal en que un
mínimo capricho de la luz podía matarme. Hay guerreros del Ariosto en el sol.
Por eso, todo el que no quiere parecer vulgar procura revestirse de seriedad
con principios sublimes.» Sin embargo, el movimiento de aquellos árboles, más
liviano que el vuelo de una pluma, el menor de los cuales calculó que debía de
pesar cien toneladas, que se ocultaban o deslizaban en la luz con más presteza
que truchas en el agua, no dejó de inquietarle. Tenía prisa por alcanzar la
cima de la gran colina, pues esperaba que al menos allí encontraría un poco de
viento.
Pero no lo halló. Era una landa en la que la
luz y el calor pesaban todavía más. Podía verse desde allí que en todas
direcciones el cielo era yesoso, de una blancura absoluta. El horizonte era una
lejana ondulación de colinas ligeramente azuladas. La parte hacia la que Angelo
se dirigía estaba ocupada por el cuerpo gris de una larga montaña muy alta,
aunque apezonada y redondeada. El terreno que le separaba de ella estaba
erizado de altas rocas semejantes a velas latinas, apenas coloreadas de un poco
de verde, sobre las cuales se asentaban algunas aldeas como nidos de avispas.
Las laderas en que se apoyaban esas rocas y de las que emergían casi desnudas
estaban cubiertas de pardos bosques de encinas y castaños. Pequeños valles, en
los que eran visibles salientes y entrantes semejantes a cabos y golfos, se
extendían a sus pies, unos dorados, otros más blancos aún que el cielo. Todo
estaba tembloroso y deformado por la luz intensa y el calor aceitoso.
Nubecillas de polvo, de humo o de neblina, que la tierra exhalaba bajo el
impacto del sol, comenzaban a elevarse aquí y allá de rastrojos ya resecos, de
pequeños campos de heno del color de la llama y hasta de los bosques, en los
que se sentía que el calor estaba agostando las últimas hierbas verdes.
El camino no se decidía a descender de nuevo y
corría sobre la cresta de la colina, por lo demás muy ancha, casi una meseta
ondulada, apoyada a la derecha e izquierda en las laderas suavemente inclinadas
de colinas más altas. Entró, por fin, en un bosque de pequeños robles albares
de apenas dos o tres metros de altura, bajo los cuales se espesaba una alfombra
de ajedrea y tomillo. Los pasos del caballo levantaron un fuerte olor que el
aire inmóvil y pesado hizo al cabo de un rato nauseabundo. Con todo, empezaban
a advertirse allí señales de vida humana. De vez en cuando un viejo sendero
cubierto de esa hierba de verano, blanca como el yeso, se cruzaba con el que
seguía Angelo y, girando luego en el bosquecillo, disimulaba su rumbo, aunque
con la intención, en todo caso, de ir a alguna parte. Por entre los arbolitos
Angelo percibió por fin un aprisco. Sus muros eran del color del pan y estaba
techado con grandes y pesadas lajas, denominadas lauzes en esa región.
Angelo dejó el camino. Esperaba encontrar allí un poco de agua para el caballo.
El aprisco, cuyos muros tenían arbotantes como los de las iglesias o los fortines,
carecía de ventanas y, como daba la espalda al camino, tampoco se le veía
puerta alguna. A pesar de su empleo de oficial, «comprado como se compran dos
onzas de pimienta», según se decía amargamente en sus accesos de pureza, Angelo
era soldado profesional y, en cuanto forrajeador, estaba dotado de buen
instinto. Advirtió, mientras se aproximaba al aprisco, que éste retumbaba con
los pasos del caballo. «Esto está vacío», se dijo, «y abandonado desde hace
tiempo.» En efecto, los largos abrevaderos de madera pulida, colocados sobre
piedras, estaban secos y blancos como huesos. Pero del portal abierto de par en
par salía un poco de frescor y un exquisito olor a estiércol de oveja.
Entretanto, mientras daba algunos pasos en esa dirección, oyó allá dentro un
fuerte zumbido y vio agitarse en la sombra una especie de cortina pesada y
amarilla. El caballo comprendió un segundo antes que él que el aprisco estaba
habitado por enjambres de abejas silvestres; volvió grupas y huyó al galope
hacia el bosque. Una vuelta del camino lo recondujo, desde lejos, frente a la
fachada del aprisco, que, sobre una eminencia de algunos metros de alto,
sobrepasaba las copas de los pequeños robles albares. Las abejas habían salido
en espesas espirales flotantes. A la luz eran negras como partículas de hollín.
Bufaban coléricas ante la gran puerta y los dos grandes ojos de buey que eran
como la mandíbula y las órbitas de un viejo cráneo abandonado en los bosques.
Bastante tiempo después se hizo cada vez más
necesario encontrar agua. El camino seguía siempre aquella larga cresta seca.
En la exaltación de la mañana, Angelo había olvidado darle cuerda a su reloj.
Trató de determinar la hora por el sol; pero no había sol, sólo una luz
cegadora que llegaba a la vez de todos los puntos del cielo. El camino bajó por
fin y, de repente en una de sus revueltas, Angelo recibió en los hombros una
frescura que le hizo levantar los ojos: acababa de entrar debajo del follaje
muy verde de un haya inmensa a cuyo lado se erguían cuatro enormes y brillantes
álamos, en los que no quiso creer hasta después de oír el murmullo de las
hojas, que, no obstante la ausencia de viento, temblaban con un rumor de agua.
Detrás de esos árboles había también un rastrojo no sólo cosechado sino limpio
de gavillas, en el que se veían algunos surcos abiertos aquella misma mañana.
Contenía Angelo maquinalmente a su animal, que tascaba el freno y quería salir
disparado, cuando advirtió que el campo continuaba tras unos sauces, de donde
vio surgir a tres asnos atados a un arado. El caballo, por fin, lo llevó al
trote hacia un bosquecillo de sicómoros, álamos y sauces, y apenas tuvo tiempo
de entrever que el labrador vestía hábito.
La fuente estaba en el bosquecillo, a orillas
del camino. Un chorro de agua color de berenjena caía sin ruido desde un grueso
caño a un estanque enrojecido por un musgo espeso. Un riachuelo salía de allí a
regar unos prados en medio de los cuales se alzaba, como si surgiera de la
hierba, una larga construcción de un piso, austera y muy limpia, de paredes y
persianas recientemente blanqueadas y pintadas, y más silenciosa aún que la
fuente.
Una vez habituados sus ojos a la penumbra,
Angelo percibió a algunos pasos de él, al otro lado del camino, a un monje
sentado al pie de un árbol. Era flaco y de edad indefinida, con un rostro
bermejo como su hábito y ojos ardientes. «¡Qué magnífico lugar!», dijo Angelo
con falsa desenvoltura. El monje no contestó. Miraba con sus ojos brillantes el
caballo, el portamantas y, particularmente, las botas de Angelo. Éste, molesto,
consideró que hacía demasiado fresco debajo de los árboles; tirando de las
riendas del caballo, caminó a su lado hacia el sol. «De quedarme allí», se dijo
como excusa, «podría haber cogido una fluxión de pecho. Esta agua nos ha hecho
bien y somos muy capaces de hacer aún una legua o dos antes de comer.» Había
quedado impresionado por aquella cabeza, cuya delgadez le daba el aspecto de
una bestia salvaje, y, sobre todo, por los tendones del cuello, tan visibles
que parecían cuerdas que ataran aquel rostro a aquel hábito. «Y quién sabe qué
enjambres de abejas...», se dijo, pero vio a doscientos o trescientos pasos más
adelante una casa que era manifiestamente una posada, pues tenía una señal, y,
encima de su cabeza, una densa bandada de cuervos que se dirigía hacia el
norte.
—Salud, mi cabo —dijo el posadero—, tengo todo
lo necesario para su caballo, pero para usted será más difícil, a menos que se
contente con mi comida. —Y, guiñando un ojo, levantó la tapa de una cacerola en
que se cocía a fuego lento un guiso de codornices mechadas con tocino en una
salsa de cebollas y tomates—. Sólo puedo ofrecerle lo que ve. Y diga usted: ¿le
tiene mucho afecto a su dolmán? —dijo mirando el hermoso redingote de verano de
Angelo—, Mis sillas han sido desgastadas por los frailotes y me temo que la
paja muerda su fina tela como si fuera vinagre.
Aquel hombre iba sin camisa y llevaba
directamente sobre la piel un chaleco rojo de postillón. La espesa pelambre de
su pecho le servía de corbata. Pero se colocó un viejo gorro de policía para ir
a tirar dos baldes de agua a las piernas del caballo. «Es un ex soldado», se
dijo Angelo. Luego de los excesos del calor, nada podía ser más de su agrado.
«Estos franceses», siguió diciéndose, «no olvidarán nunca a Napoleón. Como
ahora sólo pueden luchar contra tejedores que reclaman el derecho de comer
carne una vez por semana, y eso los deja fríos, prefieren irse a soñar con
Austerlitz en los bosques antes que cantar "¡Viva Luis Felipe!"
mientras les zurran la badana a los obreros. Este hombre sin camisa sólo espera
la ocasión para ser rey de Nápoles. Ésa es la diferencia entre las dos
vertientes de los Alpes. No tenemos antecedentes y eso nos hace tímidos.»
—¿Sabe usted lo que haría en su lugar? —dijo
el hombre—. Bajaría mi portamantas del caballo y lo guardaría dentro sobre dos
sillas.
—No hay ladrones —dijo Angelo.
—¿Y yo? —dijo el hombre—. La ocasión hace al
ladrón.
—Yo le quitaré la ocasión y la tentación —dijo
Angelo con tono seco.
—Era una broma —dijo el hombre—. Por lo demás,
no me desagradan las personas decididas. Bebamos un trago de aguapié. —Y palmeó
los hombros de Angelo con su fuerte mano.
Lo que había llamado aguapié era un vino
clarete, bastante bueno.
—Los frailotes del convento recorren un cuarto
de legua por el bosque para beberse un cuartillo —dijo el hombre.
—Creía —repuso ingenuamente Angelo— que sólo
bebían agua de esa hermosa fuente que poseen a orillas del camino, bajo los
plátanos. Y, por lo demás, ¿les está permitido venir aquí a beber vino?
—Si lo mira usted bien, nada está permitido.
¿Lo está, acaso, que un ex suboficial del regimiento 27 de infantería ligera
haga de posadero en una carretera por la que sólo pasan zorros? ¿Está eso
escrito en los derechos del hombre? Esos frailotes son buenos muchachos. De vez
en cuando, desde luego, tocan algunos campanazos y organizan desfiles con
estandartes y trompetas para las rogativas, pero su verdadero trabajo es el de
cultivar la tierra. Le aseguro que no lo hacen mal. Y ¿dónde ha visto usted un
campesino que escupa el aguapié? Por lo demás, el Maestro dijo: «Bebed, ésta es
mi sangre.» Eso sí, tuve que desprenderme de mi sobrina. Les desazonaba. A
causa, sin duda, de sus faldas. A los que las llevan por convicción les molesta
ver que alguien tiene que llevarlas por necesidad. Ahora estoy solo en la
posada. ¿Qué mal hay en que empinen el codo de vez en cuando? Las ventajas son
para todos. ¿No es eso lo esencial? ¡Oh!, por lo demás, lo hacen como
caballeros. No vienen por el camino. Dan un gran rodeo por el bosque, lo que es
estimable cuando se tiene sed; claro que les sirve también de penitencia y para
todas esas zarandajas en las cuales son mucho más duchos que yo. Y entran por
atrás, pues les dejo siempre abierta la puerta de la caballeriza, lo que
también es una mortificación para quien tenga su poco de orgullo. Pero eso no
quita... ¿Quién me hubiera dicho que un día iba a verme de cantinero?
Angelo hacía algunas profundas reflexiones.
Comprendía que viviendo solo en aquellos bosques silenciosos se tuviera
necesidad de compañía y de hablar con el primero que llegara. «Al amar al
pueblo», se dijo, «soy como este suboficial al borde de una carretera por la
que sólo pasan zorros. El amor es ridículo. Me dirán: "¡Déjenos en paz! La
verdad está en los hombros desnudos de esa mujer que le dio café. Eran
hermosos, y sus hoyuelos se reían de un modo gracioso a pesar del bronceado.
¿Qué más quiere? ¿Acaso les hizo melindres hace un rato, a la fuente y a la
sombra fresca del haya y de esos álamos, que brillaban también con mucha gracia?"
Pero es que con el haya, el álamo y la fuente se puede ser egoísta. ¿Quién me
enseñará a ser egoísta? Es incontestable que, con su chaleco rojo sobre la
piel, este hombre vive muy tranquilo y puede hablar de lo que se le ocurra con
el primero que llegue.» Angelo había quedado muy impresionado por el silencio
de los bosques.
—No tengo comedor —dijo finalmente aquel
hombre tranquilo—, y por lo general paladeo mi comida en esa mesa de mármol que
ve usted allí. Creo que sería idiota que comiéramos en dos mesas separadas.
Tanto más cuando tendré que levantarme a cada rato para servirle. ¿Tiene usted
inconveniente en que ponga nuestros cubiertos en la misma mesa? Si no le
resulta agradable, me aguantaré, pero estoy solo y...
Esa palabra decidió a Angelo. En fin, que el
posadero se las arregló para hacerse pagar hasta el vino que iba a beber.
Por lo demás se comportó con la mayor
urbanidad; se había acostumbrado en los campamentos a comer sin ensuciar su
corbata de pelo.
—Las posadas como la suya —dijo Angelo— son
generalmente sangrientas. En lugares como éste siempre hay un horno para quemar
los cadáveres y un pozo para arrojar los huesos.
—Tengo horno, pero no pozo —dijo el hombre—.
Tenga en cuenta, sin embargo, que sería muy fácil enterrar los huesos en los
bosques, donde ni el diablo daría con ellos.
—Dado mi estado de ánimo —dijo Angelo— nada me
gustaría más que correr una aventura así. Los hombres somos muy extraños,
aunque creo inútil decírselo a un suboficial que ha tenido el honor de
pertenecer al regimiento 27 de infantería ligera. Pero el caso es que me
enfrento a problemas realmente difíciles, lo que hace que dentro de mí pugnen
ideas encontradas, y sentiría un gran alivio si tuviera que defenderme del
ataque de unos hombres decididos y feroces dispuestos a arrebatarme la bolsa e
incluso la vida si eso podía librarlos de la cárcel o quizá de la guillotina.
Creo que aceptaría el combate con alegría, hasta en esa escalerilla que veo
allá, donde, sin embargo, resultaría difícil hacer fintas. Incluso me gustaría
estar en un desván cuya puerta no cerrara y oír subir descalzos a los asesinos,
a sabiendas de que sólo tengo dos tiros de pistola y luego tendré que
arreglármelas con el afilado estilete que siempre llevo encima...
Hizo esta declaración muy serio y en tono
melancólico. «Ésta es la única manera», se dijo, «de que hable de amor sin que
se rían de mí.»
—Eso dicen, pero para mí tales momentos no
tienen nada de divertidos —dijo el hombre.
Sin embargo, como Angelo insistió con una
especie de ardor sombrío, le sirvió un vaso de vino y le dijo filosóficamente,
lleno de buen sentido, que la juventud es algo por lo que todo el mundo ha
pasado, lo cual prueba que sus peligros no son mortales.
«Me haré ermitaño», se dijo Angelo. «¡Sí! ¿Por
qué no? Una pequeña huerta, un poco de viña y quizá un hábito que, en suma, es
una vestimenta cómoda. Y tendones bien delgados para atar mi cabeza a ese
hábito. En todo caso, eso resulta muy impresionante y protege perfectamente a
quien ante todo teme el ridículo. Tal vez sea un medio de ser libre.»
En el momento de pagar la cuenta el hombre
perdió toda su filosofía y, literalmente, mendigó algunos céntimos. No volvió a
hablarle del regimiento 27 de infantería ligera; en cambio, empleó mucho la
palabra solo. Se había
dado cuenta de que al oírla, a Angelo siempre se le ablandaba el corazón.
Obtuvo muy fácilmente lo que quiso y se puso el gorro de policía para darse el
placer de descubrirse y tenerlo en la mano mientras acompañaba a Angelo al
montador.
Era más o menos la una de la tarde y hacía un
calor acre como el fósforo.
—No vaya por el sol —le dijo el hombre (lo que
en su opinión encerraba una profunda ironía, ya que no había sombra en ninguna
parte).
Le pareció a Angelo que al paso de su caballo
entraba en el horno de que había hablado hacía un rato. El valle por donde iba
era muy estrecho, y el paso era obstaculizado por bosquecillos de robles
enanos; las paredes que lo flanqueaban quemaban como si estuvieran al rojo
blanco. La luz, que se disolvía en un polvillo fino e irritante, frotaba corno
si fuera papel de lija a Angelo y su caballo, somnolientos ambos, así como a
los pequeños árboles, que hacía desaparecer poco a poco en un aire turbio y
tembloroso en el que se mezclaban los manchones de un rubio grasiento con los
de un ocre apagado y grandes extensiones yesosas, y en el que era imposible
reconocer nada habitual. De lo alto de las altas rocas anfractuosas llegaba el
olor de los nidos podridos abandonados por los gavilanes. Por las pendientes
bajaba al valle el hedor a rancio de todo lo que había muerto en una gran
distancia a su alrededor en las agostadas colinas. Troncos y pieles,
hormigueros, cajitas torácicas grandes como el puño, esqueletos de serpiente
cuyos fragmentos parecían cadenas de plata, enjambres de moscas abatidas como
puñados de pasas de Corinto, erizos muertos cuyos huesos semejaban leche de
castaña en su zurrón espinoso, jirones de piel de jabalí esparcidos con rabia
por el amplio territorio donde había tenido lugar su agonía, árboles devorados
de los pies a la cabeza, llenos de serrín hasta la punta de sus ramas que el
aire espeso mantenía erguidas, esqueletos de cernícalos caídos entre las ramas
de los robles y que brillaban a la luz del sol, o el olor agrio de la savia que
el calor hacía estallar formando largas hendiduras en el tronco de los alisos.
Este espectáculo brutal no formaba parte
únicamente del sueño teñido de rojo de Angelo. No había habido nunca un verano
semejante en aquellas colinas. Por lo demás, ese mismo día aquel calor ominoso
comenzó a derramarse en oleadas sobre todo el Mediodía: en las soledades del
Var, donde los pequeños robles se pusieron a crepitar; en las granjas de las
mesetas, donde las balsas fueron inmediatamente asaltadas por bandadas de
palomas; en Marsella, donde las cloacas comenzaron a humear. En Aix, a
mediodía, parecía que todos durmieran la siesta: el silencio era tan profundo,
que se oían las fuentes de las avenidas como si fuera de noche. En Rians, a las
nueve de la mañana, hubo ya dos enfermos: un carretero, que tuvo un ataque a la
entrada misma de la población; llevado a una taberna, puesto a la sombra y
sangrado, no había recobrado aún el uso de la palabra; el otro fue una joven de
veinte años que, más o menos a la misma hora, tuvo un súbito despeño mientras
permanecía de pie cerca de la fuente en que había estado bebiendo y, al
intentar correr hacia su casa, que se hallaba tan sólo a dos pasos, cayó como
un saco en el umbral de su puerta. A la hora en que Angelo dormía sobre su
caballo, se decía que había muerto. En Draguignan las colinas reflejaban el
calor hacia la hoya en que está la ciudad, donde fue imposible dormir la
siesta. Tan fuerte era allí el calor, que la gente sentía deseos, para poder
respirar, de agrandar a golpes de pico las pequeñísimas ventanas de las casas
que, de ordinario, permiten que las piezas se mantengan frescas. Todo el mundo
se fue al campo, donde no había ni fuentes ni manantiales, comió allí melones y
albaricoques que estaban calientes, como si los hubieran cocido, y se tumbó en
la hierba boca abajo.
Comieron igualmente melones en La Valette y,
justo en el momento en que Angelo pasaba bajo las rocas que exhalaban el olor a
huevos podridos, la joven señora de Théus bajaba corriendo a pleno sol las
escaleras del castillo para ir a la aldea, donde, al parecer, una criada que
había enviado allí hacía una hora (exactamente en el instante en que el
marrullero posadero le decía con sorna a Angelo: «No vaya por el sol») acababa
de caer súbitamente muy enferma. Y poco después (mientras Angelo continuaba su
marcha con los ojos cerrados por aquel camino tórrido, atravesando colinas) la
criada había muerto. Se supuso que se trataba de un ataque de apoplejía, porque
tenía el rostro completamente negro. La joven señora se sintió asqueada por el
calor, el olor de la muerta y su rostro negro. Se metió corriendo tras unas
zarzas y vomitó.
Comieron melones a espuertas en el valle del
Ródano. Este valle linda por el oeste con el territorio verde claro que
atravesaba Angelo. Gracias al río se encuentran allí bosquecillos muy altos:
sicómoros, plátanos de más de treinta metros, magníficas hayas con ramaje muy
bello y muy fresco que forma frondosas copas. Ese año no había habido invierno.
La procesionaria del pino se había comido las agujas de todas las pinedas; incluso
había descarnado las tuyas y los cipreses y se las había arreglado para comerse
las hojas de los sicómoros, los plátanos y las hayas. Desde las alturas de
Carpentras, a través de centenares de leguas cuadradas de esqueletos de árboles
y de hojas convertidas en verdaderos coladores e incluso en cenizas que el
viento se llevaba, podían divisarse las murallas de Aviñón como un tórax de
buey blanqueado por las hormigas. Ese mismo día llegó el calor, que pronto
provocó el derrumbamiento de los árboles más enfermos.
En la estación de Orange los pasajeros de un
tren procedente de Lyon golpearon con todas sus fuerzas las puertas de sus
compartimientos para que las abrieran. Reventaban de sed; muchos habían
vomitado y se retorcían presa de cólicos. El maquinista acudió con las llaves,
pero después de abrir dos puertas no pudo con la tercera y se alejó para ir a
apoyar su frente en una balaustrada contra la cual, finalmente, se derrumbó. Se
lo llevaron, pero aún tuvo fuerzas para decir que era urgente desenganchar la
máquina, pues corría peligro de incendiarse o de estallar. En todo caso, dijo
que se hiciera girar en seguida hacia la izquierda y a fondo la segunda
palanca. Entre tanto, los viajeros del tercer compartimiento seguían dando
fuertes golpes contra su puerta cerrada.
Había cantidades enormes de melones en las
ciudades y aldeas de todo el valle. El calor les había sido favorable. Era
imposible pensar en comer algo sólido: la sola idea del pan y de la carne daba
náuseas. Así que la gente comía melones. Eso hacía beber. Grandes lenguas de
agua espumeante salían del caño de las fuentes. Todo el mundo sentía un deseo
furioso de mojarse la boca. El polvo despedido por el ramaje caído de ciertos
árboles y el que se levantaba en las praderas blancas como la nieve, donde el
heno calcinado se aplastaba bajo el peso del aire, irritaba las gargantas y las
narices como el polen de los plátanos. Las callejuelas alrededor de la sinagoga
de Carpentras estaban sembradas de cortezas, pepitas y corazones de melón.
También se comían tomates crudos. Todos estos restos se pudrían. Durante la
tarde de ese primer día comenzaron a descomponerse, y la noche que siguió fue
más calurosa aún que el día. Aquella mañana los campesinos habían introducido
en Carpentras más de cincuenta carretadas de melones y sandías. A la una de la
tarde una treintena de carretas vacías regresó a los melonares, situados justo
al pie de los muros. En el momento en que a treinta leguas al oeste de
Carpentras Angelo, medio dormido, se dejaba llevar al paso de su caballo por
gargantas nauseabundas a causa del calor y del olor a huevos podridos, las
cortezas de melón empezaban a cubrir la calle mayor y llegaban hasta las
inmediaciones de la subprefectura, de la biblioteca, de la gendarmería real y
del Hotel del León, el más frecuentado. Nuevas carretadas de melones entraban
en la ciudad. Un médico tomaba algunas gotas de elixir paregórico sobre un
pedazo de azúcar, y la diligencia de Blovac, que debía salir a las dos, no ató
sus caballos.
En ciudades y aldeas, al igual que en campo
abierto, la luz de aquel bochorno era tan misteriosa como la niebla. De un lado
a otro de las calles hacía desaparecer las paredes de las casas. La
reverberación de las fachadas en las que daba el sol era tan intensa, que la
sombra que tenían enfrente deslumbraba. Las formas se difuminaban en un aire
viscoso como jarabe. La gente caminaba sumida en una especie de ebriedad, pero
su borrachera no provenía del vientre, en el que hacían borborigmos la pulpa
verde y el agua de los melones apresuradamente masticados, sino de aquella
imprecisión de las formas que desplazaba las puertas, las ventanas, los
picaportes, las cortinas de rafia, y que modificaba la altura de las aceras y
el emplazamiento de las calzadas. Para acabarlo de arreglar, todo el mundo
caminaba con los ojos entornados y, como le ocurría a Angelo, bajo sus
párpados, teñidos por el sol de un rojo amapola, había un único deseo: se veían
a sí mismos tropezando con un chorro de agua burbujeante.
Por esa razón durante los primeros días hubo
muchos enfermos que pasaron inadvertidos. Nadie se ocupaba de ellos hasta que,
faltos de fuerzas para llegar a sus casas, caían desfallecidos por las calles.
Pero ni siquiera entonces era seguro que llamaran la atención. Si caían sobre
el vientre, podía pensarse que dormían. Sólo si quedaban tendidos de espaldas
se les veía la cara negra. Entonces la gente se inquietaba. Aunque no siempre,
porque aquel calor y aquellas ansias de beber fomentaban el egoísmo. Por todo
ello, la verdad es que el primer día (precisamente mientras que Angelo soñaba
bajo sus rojos párpados con los esqueletos de cernícalos caídos entre las ramas
de los robles) hubo en conjunto muy pocos enfermos. Un médico judío, prevenido
por un rabino al que inquietaba sobre todo la posible impurificación ritual que
aquello pudiera representar, acudió a examinar tres cadáveres tumbados en el
umbral de la pequeña puerta de la sinagoga (supusieron que habían querido
entrar en el templo para estar más frescos). Sólo hubo aquella tarde dos casos
en Carpentras y en uno de ellos, el del cochero de la diligencia de Blovac, era
difícil establecer si la culpa era del calor o del ajenjo (se trataba de un
hombre muy grueso que tenía una sed y una hambre tan imperiosas que luego de
una comida en la posada —había sido, sin duda, la única persona que comió en
toda la ciudad— en la que se había zampado un platazo de tripicallos, se bebió
siete ajenjos como postre).
En Orange, Aviñón, Apt, Manosque, Arles,
Tarascón, Nimes, Montpellier, Aix, La Valette (donde sin embargo, la muerte de
la criada había causado impresión y había provocado un silencio profundo,
inquietante), Draguignan e incluso a orillas del mar, apenas si hubo (y ello
desde el principio de la tarde, es decir, en el momento en que Angelo, mientras
dormitaba sacudido por el paso del caballo, tuvo ganas de vomitar), apenas si
hubo razón para inquietarse por una o dos muertes en cada lugar y por algunas
indisposiciones más o menos graves, atribuidas a aquellos melones y tomates que
todos comían sin moderación. Esos enfermos fueron tratados con elixir
paregórico sobre pedacitos de azúcar.
En Tolón, un inspector médico de la armada
insistió a eso de las dos de la tarde en ser recibido por el duque de T.,
almirante y comandante de la plaza. Se le rogó que volviera hacia las siete. Se
comportó de una manera muy incorrecta, pues incluso llegó a elevar
desconsideradamente la voz en la antecámara. Así que fue puesto de patitas en
la calle por el guardamarina que estaba de servicio, que se fijó en su aspecto
huraño y en una especie de deseo irreprimible de hablar que el médico contenía
tapándose bruscamente la boca con la mano. El guardiamarina se excusó. El
inspector médico exclamó: «¡Mala suerte!», y se fue.
En Marsella no ocurría nada, salvo aquel
terrible olor a cloaca. En pocas horas el agua del Puerto Viejo se volvió
espesa, negra con reflejos dorados, como el alquitrán. La ciudad estaba
demasiado poblada para que pudiera advertirse que los médicos, desde primeras
horas de la tarde, circulaban en sus cabriolés. Algunos parecían preocupados.
Por lo demás, aquel terrible olor a excrementos hacía que todo el mundo tuviera
un aire triste y pensativo.
El camino que seguía el caballo de Angelo
llegó frente a una de aquellas rocas en forma de vela latina y se puso a
rodearla en dirección a una aldea disimulada entre las piedras como un nido de
avispas. Angelo sintió el cambio de ritmo en el andar del caballo; se despertó
y se dio cuenta de que subía entre estrechas terrazas cultivadas, sostenidas
por pequeños muros de piedra blanca, en las que crecían unos cipreses muy
fúnebres. La aldea estaba desierta; las paredes de la calleja despedían un
calor asfixiante, y las reverberaciones de la luz daban vértigo. Angelo echó
pie a tierra y condujo su caballo de la brida al abrigo que ofrecía una bóveda
semiderruida cerca de la iglesia. Impregnaba aquel lugar un violento olor a
estiércol de pájaro, pues el techo de la bóveda estaba tapizado de nidos de
golondrinas de los que rezumaban jugos oscuros, pero la sombra, aunque cenicienta,
calmó la nuca ardiente de Angelo, que estaba como magullada y se acariciaba con
la mano sin cesar. Hacía ya un buen cuarto de hora que estaba allí cuando
frente a él, al otro lado de la calleja, vio una puerta abierta y, en el fondo
de una habitación oscura, una especie de corpiño o de camisa que se agitaba
débilmente. Atravesó la calle para pedir agua. Era una mujer, sudorosa y de
aspecto estúpido, que respiraba con gran esfuerzo. Dijo que no había agua, pues
las palomas habían ensuciado las balsas; quizá pudiese intentar dar de beber al
caballo. Pero el animal resopló en el cubo, hundió en él el hocico e
inmediatamente levantó la cabeza y escupió el agua hacia el sol.
La mujer tenía melones. Angelo se comió tres y
le dio las cortezas al caballo. También tenía tomates; pero le dijo que esas
hortalizas daban fiebres y había que comerlas guisadas. Angelo mordió tan
violentamente un tomate crudo, que el jugo salpicó su hermoso redingote, lo que
no le importó demasiado. Su sed comenzaba a apaciguarse un poco. Le dio dos o
tres tomates al caballo, que los comió con avidez. La mujer comentó que,
gracias a acciones inconscientes como ésa, su marido había caído enfermo y
desde el día anterior ardía de fiebre. Angelo percibió entonces en un rincón de
la pieza una cama cubierta con una gruesa manta floreada y un edredón que
apenas si dejaban ver la cabeza del paciente. La mujer dijo que no había nada
que le hiciera entrar en calor. A Angelo eso le pareció muy extraño y,
ciertamente, de muy mal augurio. Por otra parte, aquel hombre tenía la cara de
color morado. La mujer dijo que ya no sufría, pero que aquella mañana todavía
se había retorcido de dolor a causa de los cólicos y que todo eso era
consecuencia de los tomates, porque, testarudo como Angelo, tampoco había
querido hacerle caso.
Luego de descansar una hora en esa pieza, en
la que, finalmente, se había hecho entrar al caballo, Angelo reanudó su marcha.
La luz y el calor seguían esperándole a la puerta. Parecía imposible que
pudiera caer la noche.
Era el momento en que el inspector médico de
la armada decía: «¡Mala suerte!», y se volvía a Tolón. Era también exactamente
el momento en que la esposa (una mujer gruesa con ojos de buey y nariz de
águila) del médico judío (que había regresado precipitadamente a su casa para
hablar con ella y hacerle preparar una maleta con su equipaje y el de su hija
de doce años) se alejaba de Carpentras en la diligencia de Vaison con orden de
continuar inmediatamente el viaje en coche de alquiler hasta Dieulefit y, si
era necesario, hasta Bourdeaux. La mujer dio la espalda a la ciudad en que se
quedaba su marido y con un dedo en los labios impuso silencio a su hijita, que
abría unos ojos enormes y sudaba. En ese momento Angelo contemplaba el bárbaro
resplandor del terrible verano en las altas colinas: robles enrojecidos,
castaños calcinados, prados de ralas hierbas pardoamarillentas, cipreses cuyo
follaje relucía como el aceite de fúnebres lámparas, una luz neblinosa que
desplegaba alrededor de él, como un espejismo, su tapiz desgastado por el sol y
en cuya trama transparente flotaban temblorosos, grises y desdibujados, los
bosques, las aldeas, las colinas, las montañas, el horizonte, los campos, los
bosquecillos, los pastizales casi enteramente borrados por el aire color de
arpillera. En el preciso instante en que se preguntaba por enésima vez si
vendría la noche —había mirado cientos de veces hacia el este, siempre de un
imperturbable color ocre—, el tiempo se había detenido en La Valette, donde la
criada se descomponía con extraordinaria rapidez ante las pocas personas de la
aldea (y la joven dama) reunidas para velar a aquella difunta que parecía
derretirse delante de sus ojos inundando la cama en la que la habían tendido
vestida. Y mientras la contemplaban, fascinadas por el rápido avance de la
descomposición, Angelo veía abrirse poco a poco a su alrededor la región de los
castañares erizados de rocas y de las aldeas que, apenas iniciada la mañana,
había contemplado desde lo alto de la primera colina. Pero mientras que de
mañana y vista de lejos esa región tenía formas y colores que resultaban
reconocibles, ahora, bajo aquella luz de una violencia inusitada, se
descomponía en un aire tembloroso que parecía tener la consistencia de un
jarabe. Los árboles eran como manchas de grasa que alargaran sus formas y sus
colores en un aire formado por una trama de gruesos hilos y los bosques se
fundían como trozos de tocino. A la hora misma en que, ante el cadáver, la
joven señora pensaba: «Hace apenas unas horas que envié esta mujer a la aldea
para que me comprara melones» y en que Angelo miraba hacia el este con la
esperanza de hallar por fin las señales precursoras del final de aquel día, el
inspector médico de la armada, incapaz de contenerse por más tiempo, se fue por
la calle Lamalgue, tomó por la de Trois-Oliviers, atravesó la plaza
Pavé-d'Amour, entró en la calle Montauban, dobló en la de Remparts, pasó por la
de Miséricorde —donde algunos arroyuelos de orina fermentaban entre las piedras
de la calzada calentadas al rojo blanco—, se internó en la calle del Oratoire,
luego en la de Larmedieu —por la cual el puerto enviaba a vaharadas el olor de
su verde estómago—, descendió por la calle Mûrier —en la que se vio obligado a
saltar sobre el desagüe de un retrete— y desembocó en la calle Lafayette
sombreada por plátanos, donde se sentó por fin en la terraza del Duc d'Aumale y
pidió un ajenjo. Inmediatamente después de haber bebido el primer trago, se
dijo que no valía la pena ser más papista que el papa. Era cuestión de un
informe; no tenía más que escribirlo para salvar su responsabilidad. La gente
dice todos los años: «No había hecho nunca tanto calor.» Tal vez se tratara de
simple disentería. En un cuerpo gastado por los excesos. «Un síntoma
premonitorio», dijo para sí, «un síntoma premonitorio, pero hay que determinar
con certeza de qué, y en un cuerpo arruinado por el alcohol, el tabaco, las
mujeres, las vueltas al mundo, las salazones: ¿de qué quieres que sea síntoma
premonitorio? Todo lo que hubiera podido decir era que me parecía un síntoma prodrómico. ¡La cara que
hubiera puesto el almirante al ser arrancado de su siesta para exponerle un
síntoma meramente prodrómico! Un colapso. Pero incluso el colapso. Cuerpos
estragados en los que una simple disentería puede presentar formas... asiáticas.
Lejos del Ganges. La India, donde el calor engendra elefantes y nubes de
moscas. Delta del Indo. Barro, cincuenta grados, ni una sombra. El agua que se
pudre como cualquier otro cuerpo orgánico. En el fondo, esta ciudad no huele
tan mal como dicen; no huele tan mal como hace seis meses. A menos que me haya
acostumbrado. Sin embargo, el olor del ajenjo siempre me parece el mismo. A
menos que el olor de esta ciudad haya pasado de la raya. Y en este caso la
disentería también podría haberse pasado de la raya. ¡Raspail![1]
¡Al servicio de la humanidad! Todo eso está muy bien, pero yo soy médico
militar, y un médico militar tiene superiores jerárquicos. Debo comunicarme con
el almirante mediante un informe que deje mi responsabilidad totalmente a
salvo. Lo demás... Si yo fuera médico civil..., pero sólo soy una rueda de un
engranaje. Sin embargo, esta noche trataré de que me reciba el almirante. Tanto
más porque de aquí a la noche un médico civil puede muy bien...; no tiene que
andarse con tantas contemplaciones frente a un colapso. Tormenta azul ballena
en el callejón sin salida del golfo de Bengala. Miasmas deletéreos a bordo de
la Melpomène.» Pidió un
segundo ajenjo y preguntó si esta vez no se lo podrían servir con un poco de
agua fresca. En el momento en que le sirvieron su segundo ajenjo al inspector
médico, la joven señora, en La Valette, se decía: «¡Parece que haya pasado un
siglo!» La muerte de la criada había abolido el tiempo; la joven señora estaba
fascinada por el golpe que había abolido el tiempo para su sirvienta al tiempo
que cortaba todos los caminos de fuga; en el mismo momento, y a más de cuarenta
leguas hacia el norte, Angelo penetraba cada vez más profundamente en las altas
colinas a través de un paisaje de castañares grises y landas grises cubiertas
de centauras grises bajo un cielo gris. Tenía la impresión de estar rodeado de
plomo hirviente. El caballo marchaba a su aire, medio dormido. Mientras tanto,
en Carpentras, el médico judío, tras decidir sin pensárselo dos veces la
inhumación inmediata de los tres cadáveres hallados en el umbral de la
sinagoga, entraba en su casa. Había aterrorizado al síndico. Estaba seguro de
que no hablaría por lo menos hasta dentro de un día o dos. ¿Y después?
Después... Bien, después no estaba en su mano impedir que la gente hablara;
sobre todo porque aquello hablaría por sí mismo y en voz muy alta. Lo principal
era no alarmar a nadie antes de estar seguro. La razón era que no debía
sembrarse nunca la alarma, por ningún motivo, entre la población. Había también
otras mil razones. Se preguntó si Rachel encontraría un cabriolé de alquiler en
Vaison. Tenía confianza en ella; era capaz de encontrar un cabriolé. Se
felicitó por haber pensado en Bourdeaux, que está en una garganta aireada,
ventilada, en la que el aire pasa sin detenerse. Estaba orgulloso de haber
tenido tanta presencia de ánimo y de un modo casi inconsciente: «Una
inteligencia la mía que tiene ideas propias y obra de acuerdo con planes
absolutamente libres de cualquier cortapisa sentimental. Funcionaría igual
probablemente hasta en mi cadáver. El problema de la inmortalidad del alma
quizá sólo sea cuestión de una inteligencia de automatismo tan perfecto que
funcione hasta en un cadáver. En tal caso, no sería universal, sino
prerrogativa de ciertos individuos, quizá de ciertas razas, que así tendrían el
privilegio de la inmortalidad del alma.» Preparó frasquitos de láudano puro en
forma de extracto tebaico, de morfina, de acetato de amoníaco, de éter, cada
uno con su propio cuentagotas, una jeringa hipodérmica para clorhidrato de
morfina y un frasquito de esencia de trementina. En el momento en que lo tapaba
con un firme y experto golpe del pulgar sobre el corcho, en la aldehuela en la
que Angelo había comido melón el hombre que tiritaba bajo los edredones saltó
de la cama como impulsado por un resorte de acero y rodó hasta los pies de la
mujer que respiraba con dificultad. Quedó tendido en el piso; la piel negra de
su cara, que se tensaba hacia atrás como si tirara de ella una mano de una
fuerza terrible, hacía resaltar sus dientes y sus ojos. La mujer se inclinó
sobre él, y se dijo que quizás se tratara de una enfermedad mala, de las que se
pegan. Mordió rápidamente un diente de ajo. Corrió en busca de las vecinas. El
sol seguía llenando la calle, hasta el borde, de una luz yesosa, sin una
sombra. Nada temblaba en el este, hacia donde Angelo miraba de vez en cuando.
Trepaba por morros cubiertos de castañares grises, bajaba a cañadas grises en
las que el paso del caballo levantaba copos de cenizas, seguía el serpenteo de
pequeños valles entre paredones de cal viva, escalaba ribazos al paso de su
caballo adormilado, seguía por las crestas calentadas al rojo blanco, pasaba
por la orilla de bosques de castaños que exhalaban un aliento de fuego. Cada
vez que llegaba a la cima de una colina miraba hacia el este para ver si había
ya algún signo del crepúsculo. El cielo estaba por oriente del mismo gris que
en el cenit. Podía mirar todo el cielo sin que lo deslumbrara el sol, pues éste
no era una bola cegadora, sino una masa de polvo cegador esparcida por doquier.
El cielo deslumbraba. El este deslumbraba. Miraba hacia el norte para tratar de
ver en el flanco de la gran montaña las señales de la pequeña ciudad montañesa
de Banon, hacia la cual se dirigía. La montaña era de un gris uniforme casi tan
cegador como el gris del cielo y en el que era imposible distinguir el menor
detalle. Angelo había recobrado su espíritu militar. Marchaba sobre Banon a
través de aquel verano untuoso como si se tratara de un punto importante del
escenario de una batalla al que tuviera que llegar sorteando el fuego enemigo.
Sentía algunos dolores en el vientre. Dolores sordos, a veces fulgurantes, que
le arrojaban a los ojos puñados de yeso más blanco que el cielo. Pensaba que la
mujer que respiraba con dificultad había tenido razón cuando le dijo que
desconfiara de los melones y los tomates. Pero si hubiera visto melones a la
orilla del camino, habría desmontado sin vacilar para comerlos. Por lo demás,
se decía: «Eso está en el aire. Este aire tan espeso no es natural. Hay dentro
de él alguna cosa que no es el sol; quizá se trate de una infinidad de moscas
minúsculas que uno traga al respirar y que dan cólicos.» Llegaba paso a paso a
la cima de una eminencia más alta que todas las colinas que había escalado
hasta entonces. Resultó ser, disimulado por el calor brumoso, uno de los
primeros contrafuertes de la montaña. Ésta era visible desde muy lejos. Se veía
desde Carpentras. El médico judío podía contemplarla desde la ventana de su
laboratorio, a la que se había aproximado atraído por el hedor a cortezas de
melón podrido que comenzaba a llenar la calle. En medio de aquella luz
deslumbrante y más allá de los techos de la ciudad, divisaba, a diez o doce
leguas hacia el este, los contrafuertes de la montaña y la eminencia un poco
más alta que las otras, semejante desde donde él se encontraba a un bosquecillo
de árboles que se destacaba como una giba en la larga pendiente gris. Se
preguntó si la infección podía ganar esas alturas, si no hubiera valido más que
Rachel se marchara en la diligencia de Blovac. Sin la cal viva, deslumbradora,
que llenaba el cielo y el polvo gris que nublaba el horizonte, hubiera podido
ver desde la ventana de su laboratorio, por encima del hedor a corteza de
melones podridos que llenaba la calle y la ciudad, la pequeña altura,
semejante, vista desde Carpentras, a un árbol en forma de bola, situada un poco
a la derecha de la eminencia cuya cima Angelo había alcanzado, donde se hallaba
la aldea en que el hombre que tiritaba bajo los edredones había finalmente
saltado como impulsado por un resorte para caer rodando a los pies de su mujer
y que, en ese preciso instante, era contemplado por cuatro o cinco vecinas que
habían acudido masticando ajo y canturreaban: «¡Está muerto, está muerto!» a
buena distancia de su mandíbula blanca, visible por completo, y de sus ojos
desorbitados. El médico judío se dijo que quizá no debiera estar tan seguro de
su inteligencia. Esas alturas le parecían mejores que Bourdeaux para proteger a
Rachel y a la pequeña Judith. No estaba ya seguro, ni mucho menos, del
privilegio de la inmortalidad del alma. Que Rachel fuera capaz de hallar un
cabriolé en Vaison no era ya motivo suficiente para que se sintiera orgulloso
de sí mismo. Su esposa no era capaz de imaginar que él hubiera podido
equivocarse enviándolas a Bourdeaux. Ya no le era posible prevenirlas; estaba
obligado a quedarse allí para cumplir su deber. Maldijo la inteligencia.
Comprendió que, para ser lógico, debía maldecir la falsa inteligencia. Despotricó
contra la falsa inteligencia. Estaba desesperado por no tener la verdadera
inteligencia. Despotricó contra sí mismo. Despotricó contra Rachel y Judith,
incapaces de proteger a su Rachel y su Judith. Despotricó contra esta raza
martirizada por un dios de mil caras. Mientras despotricaba notó que el este se
oscurecía y que iban a llegar por fin el crepúsculo y la noche. El fenómeno lo
sorprendió como si fuera la primera vez que la noche se dispusiese a caer por
el este. «Todos mis razonamientos son falsos», se dijo. «Ni siquiera contaba ya
con una cosa tan simple. No le busquemos tres pies al gato. Rachel y Judith
estarán muy bien en Bourdeaux; en todo caso, no peor que en cualquier otro
lugar y, ciertamente, mejor que aquí. En cuanto a lo demás, atengámonos a los
remedios de probada valía y dejémonos de lucubraciones sobre la inteligencia.»
Volvió a sus frasquitos, colocó algunos en la mesa de su laboratorio y metió
los otros en su maletín. Silbó una cancioncilla. Estaba al acecho del ruido de
pasos en la calle y la escalera y esperaba a cada momento oír llamar a su
puerta. En la aldea que se alzaba sobre la eminencia parecida a un árbol en
forma de bola que el médico judío podía divisar desde su ventana en la
vertiente lejana de los contrafuertes de la montaña, las mujeres habían ido a
buscar al cura. Se presentó sin formalidades con la sotana desabrochada.
—Ya viene el crepúsculo —dijo—, esperemos que
remita el calor... ¡Pobre Alcide!
—Ya está negro —dijo una mujer.
—Sí —dijo el cura—. Es realmente extraordinario.
Miró el cadáver, de aspecto horrible, pero
tenía confianza en el crepúsculo que llegaba.
«Aunque sólo nos traiga un poco de reposo»,
pensó, «por lo menos que se pueda respirar.» La idea de poder respirar le
permitía luchar victoriosamente contra la horrible mueca de aquella boca que
mostraba hasta las encías sus raigones y sus dientes podridos.
El crepúsculo no era todavía sino un poco de
azul muy pálido en el este. Lo bastante, sin embargo, para apagar las lúnulas y
los racimos de pequeñas lunas que a través del follaje de los plátanos de la
calle Lafayette iluminaban la acera cerca del sillón de mimbre del inspector
médico de la armada. Creyó que se trataba de una nube. Soltó un bufido que
atrajo la atención de los clientes sentados a su alrededor en la terraza del
Duc d'Aumale. «¿Llover? ¡Ca!», exclamó en voz alta. «¡Bueno, a la mierda,
pues!» Pero debía respeto a su uniforme. Contó los vasos. «No serán», se dijo,
«siete ajenjos, aunque bien colmados, los que me impidan ver que se trata
simplemente de que llega la noche.» Y dijo con gran calma en voz alta: «Se
acerca la hora, pero en otras me he visto.» Quería decir que estaba decidido a
enfrentarse al almirante.
«Todo lo que necesito», se dijo, «es
pronunciar correctamente: miasmas deletéreos a bordo de la Melpomène. El resto, se lo
explicaré lisa y llanamente. No me liaré utilizando términos como
"premonitorio" o "prodrómico". Le diré lo que pienso. Si me
contradice, es muy simple: le diré: "Yo digo que sí y usted dice que no;
tenemos un medio para saber quién tiene la razón: ¡La autopsia!"» Llamó al
camarero y le preguntó la hora. Eran más de las seis y media. El inspector
médico se levantó y afirmó bien los pies en el suelo para enfrentarse al
ajenjo, al almirante y a todo lo que le había llevado a la terraza del Duc
d'Aumale. Se fue por las callejuelas. Sólo pensaba en el crepúsculo —un poco
más azul ahora— y en aquella estupenda idea de la autopsia, acaso sugerida por
el crepúsculo y por toda la esperanza que traía consigo la simple disminución
de la luz. Una prueba magnífica —«irrefutable», se dijo— que no se le había
ocurrido bajo el calor embrutecedor del pleno día y, sobre todo, bajo aquella
deslumbrante luz que cegaba, que asfixiaba, que hacía latir las sienes y ver
fulgurantes y trágicos retazos de vida, igual que cuando se da la zambullida
mortal en el agua verde. De momento seguía haciendo el mismo calor y era
preciso seguir saltando por encima de los orines y los amarillentos desagües de
las letrinas. «Como un acróbata», pensó. Pero aquella luz atenuada resultaba
reconfortante. Se dijo: «Mi almirante, no cabe ninguna duda, pero conozco mi
oficio. He abierto en canal a chinos, hindúes, javaneses y guatemaltecos.» (No
era cierto: sólo había prestado servicio activo en los mares orientales. No
había estado nunca en Guatemala, pero esa palabra era consecuencia de un
pequeño exceso de ajenjo que eliminaba mediante expresiones grandilocuentes.)
«Lo que me repugna» se dijo, «es verme obligado a discutir, a explicar el caso,
cuando lo que le ha ocurrido a ese pobre hombre de la Melpomène está más claro que el agua de un modo positivo
e indiscutible. Lo que hace falta en casos como el de hoy es dejarlos sin
respuesta lo más rápidamente posible; que todo lo que se les ocurra decir sea:
"¡Ah, ah! Bueno... Está bien; cumpla su deber." Llevárselo todo en
una fuente, trinchado y anticipadamente listo para la demostración matemática
de esas correspondencias tan desagradables para los galones y la sociedad entre
la respiración remota de los grandes ríos y el golpe que apaga, es un decir,
cien mil vidas. Resulta más fácil explicarlas con pruebas en la mano. Ahí
tiene: ¿ve el aspecto viscoso de la pleura, lo ve? Y el ventrículo izquierdo
contraído; y el ventrículo derecho lleno de un coágulo negruzco; y el esófago
cianosado; y el epitelio desprendido; y el intestino lleno a rebosar de una
materia que yo podría comparar, para facilitar su comprensión de las cosas
científicas, señor almirante, con agua de arroz o suero. Penetremos,
penetremos, señor almirante a quien no debe molestarse durante su siesta,
penetremos en ese metro setenta por cuarenta del gaviero de la Melpomène—, muerto a
mediodía, señor almirante, mientras usted paladeaba su moka y se le preparaba
el diván; muerto a mediodía, apagado por el delta del Indo y el cañón neumático
del alto valle del Ganges. Intestino coloreado de un rosa hortensia; glándulas
aisladas del grosor de un grano de mijo y hasta del de un cañamón; placas de
Ryer granulosas; tumefacción de los folículos que se conoce como psorentería;
repleción vascular del bazo; puré verdoso en la válvula ileocecal; hígado
marmóreo; todo eso en el metro setenta por cuarenta del gaviero de la Melpomène,
repleto como un puchero. Sólo soy de segunda clase, señor almirante, pero puedo
asegurarle que aquí hay una bomba capaz de hacer estallar instantáneamente el
reino como una granada sanguinolenta.»
Oyó una campanilla: era la extremaunción que
llevaban a un moribundo. Saludó militarmente a la cruz.
En el almirantazgo, el guardiamarina que
estaba de servicio fue más amable. Además, aquel joven cadete parecía
manifiestamente inquieto. Sus rasgos estaban estirados y cuando puso la mano en
el picaporte de la puerta el inspector médico advirtió que tenía los dedos
arrugados y ligeramente violáceos. Se dijo: «¡Vaya! ¡Uno más!» El guardiamarina
abrió la puerta y anunció: «El inspector médico Reynaut.»
En el preciso momento en que el inspector
médico entraba en el despacho del almirante, en el caserío de La Valette el
cura tocó el brazo de la joven señora:
—De nada serviría quedarse más tiempo, señora
marquesa —dijo—; esas mujeres van a ocuparse de todo; he encargado a Abdon que
se ocupe del ataúd.
La joven señora roció el cadáver con agua
bendita y salió con el cura. Había anochecido, pero seguía haciendo aquel calor
asfixiante.
—Tengo la impresión —dijo ella— de que ha sido
por mi culpa. He mandado a esa mujer a comprarme melones en lo más fuerte del
calor. Debe de haber cogido una insolación en esas grandes escaleras de piedra,
cuya reverberación es mortal. Bien que lo noté cuando las bajé corriendo. Soy
responsable de su muerte, señor cura.
—No lo creo —dijo el señor cura—. Puedo
tranquilizar a la señora marquesa por ese lado, aunque me temo que voy a
asustarla por otro, pero sé bien lo crueles que son los tormentos de la
conciencia. Los otros tormentos serán seguramente más soportables para el alma
intrépida que sé que tiene la señora marquesa. Otras tres personas han muerto
esta tarde y de la misma manera: Barbe, la viuda de Génestan, Joseph Valli y
Bruno Honnorat. Vinieron a avisarme casi al mismo tiempo y fui a verlas. Se lo
digo por no ocultarle nada, y eso es lo que me ha hecho atreverme a pedirle a
la señora marquesa que regrese al castillo.
La joven señora se estremeció de pies a
cabeza.
—Corramos —dijo el cura medio enloquecido—,
eso excitará su sangre.
Era el momento en que Angelo, llegado a la
cima de la eminencia, veía al fin que el crepúsculo se manifestaba por el este.
Desde el lugar en el que se hallaba dominaba más de quinientas leguas cuadradas
que se extendían desde los Alpes hasta los macizos que bordean el mar. Aparte
de los picos acerados que se elevaban mucho en el cielo y los muy lejanos y
escarpados acantilados negruzcos del sur, toda la región estaba aún cubierta de
las viscosidades y brumas del calor. Pero la luz era ya menos violenta y, a
pesar de los cólicos que hacían retorcerse de vez en cuando su vientre y de una
irritación que inflamaba sus riñones y su cintura, Angelo se detuvo un rato
para asegurarse bien de que aquello era el crepúsculo. Y lo era: gris y
ligeramente amarillento como la paja de los jergones.
Angelo aguijoneó a su caballo, que se puso al
trote. Llegó a un pequeño valle que, tras algunos rodeos, lo condujo a la linde
de una pequeña planicie al cabo de la cual, pegada al flanco de la montaña, vio
una aldea cenicienta disimulada entre pedregales y bosquecillos de robles
grises.
Llegó a Banon hacia las ocho, pidió dos litros
de vino de Borgoña, una libra de azúcar moreno, un puñado de pimienta y un bol
para ponche. El personal del hotel, que era cómodo y montañés, estaba habituado
a las extravagancias de las personas solitarias. Miraron tranquilamente a
Angelo mientras, en mangas de camisa, preparaba su brebaje, en el que ensopó
media hogaza de pan cortado en dados. Al revolver el vino, el azúcar moreno, la
pimienta y el pan en el bol para ponche, a Angelo, que refrenaba un furioso
deseo de beber, se le llenaba la boca de saliva. Engulló su media hogaza de pan
y el vino azucarado y pimentado a grandes cucharadas. Sus cólicos se calmaron.
Comía y bebía al mismo tiempo, lo cual era excelente a pesar del calor, que
seguía siendo descomunal y hacía crujir el alto artesonado del comedor. Estaba
claro que la llegada de aquella noche tachonada de estrellas no traería ninguna
frescura. Pero en todo caso había desaparecido aquella luz obsesionante tan
viva que Angelo a menudo sentía aún en los ojos su blancura cegadora. Pidió
otras dos botellas de vino de Borgoña y las bebió mientras fumaba un pequeño
cigarro. Se sentía mejor. Sin embargo, tuvo que agarrarse con todas sus fuerzas
a la barandilla de la escalera para subir a su cuarto. Pero era a causa de las
cuatro botellas de vino. Se acostó atravesado en la cama con el pretexto de
contemplar a sus anchas el puñado de enormes estrellas que llenaban el hueco de
la ventana. Se quedó dormido sin quitarse siquiera las botas.
Título de la edición original:
Le hussard sur le toit
© Éditions Gallimard
Paris, 1951
Publicado con la ayuda del Ministerio francés de la Cultura
y la Comunicación
Portada:
Julio Vivas
Ilustración de Ángel Jové a partir de un fotograma de la película dirigida por Jean-Paul Rappeneau y distribuida por Cine Company S.A.
Primera edición: septiembre 1995
Segunda edición: enero 1998
© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1995
Pedro de la Creu, 58
08034 Barcelona
ISBN: 84-339-0686-0
Depósito Legal: B. 1893-1998
Printed in Spain
Liberduplex, S.L., Constitució, 19, 08014 Barcelona