Mostrando entradas con la etiqueta literatura francesa. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta literatura francesa. Mostrar todas las entradas

sábado, 17 de junio de 2023

Gabrielle Wittkop EL NECRÓFILO FRAGMENTO NOVELA





Esta es la primera vez que publicamos en La sonrisa vertical una narración sobre una de las facetas del erotismo más oscuras, más delicadas y más difíciles de transmitir: la necrofilia.

Lo curioso es que haya sido una mujer, Gabrielle Wittkop, la que haya sabido como pocos ahondar en el alma de un necrófilo, y lo ha hecho de la única forma en que semejante tema permite ser tratado: elevándolo, mediante su escritura de auténtica creadora, a categoría literaria sin por ello eludir su crudeza inherente. Publicado por primera vez en 1972 por la gran editora francesa de libros eróticos Régine Deforges, El necrófilo se agotó rápidamente y permaneció inencontrable hasta que ella misma volviera a relanzarlo en 1990, convencida de que «es uno de los textos más inquietantes de la literatura contemporánea»

 

Un anticuario, acostumbrado a vivir entre objetos vetustos, cuenta en forma de diario un año de sus sombríos encuentros con Henri, Suzanne, Teresa y otros muchos seres anónimos. Son jóvenes o viejos, fáciles de poseer o rebeldes. Pero todos tienen algo en común: la misma piel cetrina todavía algo tersa, el mismo color de cera, los mismos ojos entornados, los mismos labios mudos, el mismo olor a polilla y el mismo sexo glacial. Porque es a los muertos a quienes ama, a quienes desea. Goza de los encantos en putrefacción de cadáveres robados de sus sepulturas y adorados en la penumbra de una habitación cuyas cortinas permanecen siempre corridas. Pero no es un ser solitario, también se relaciona con otros necrófilos y comparte con ellos sus impresiones acerca de sus gustos y vivencias. Pero el suyo es un placer peligroso, un juego prohibido, maldito. Un día, durante un viaje a Nápoles, todo parece detenerse para él...

 

Gabrielle Wittkop es francesa pero, casada con el periodista y escritor alemán Julius Wittkop, autor de un importante libro sobre el anarquismo, vive en Frankfurt, Alemania. Como dicen quienes han tenido el placer de conocerla, Wittkop es una auténtica vieja dama «indigna», viajera empedernida que ha recorrido todos los rincones del mundo, especialmente Indonesia y las Islas de la Sonda. Colabora de manera esporádica en el Frankfurter Allgemeine Zeitung precisamente con crónicas de viaje. Ha publicado en Francia cuatro novelas —además de ésta. La mort de C. (1976), Les Rajahs blancs (1986) y Hemlock (1988)—, un libro de cuentos, Les Holocaustes (1976), un ensayo, Grand Guignol (1979), y una biografía, Madame Tussaud (1976)


El necrófilo


A la memoria de C.D.,

caído en la muerte

como Narciso en su imagen


 

 

12 de octubre de 19..

 

 

Las pestañas grises de la chiquilla arrojan una sombra gris sobre sus pómulos. Tiene la sonrisa irónica y astuta de las taimadas. Dos tirabuzones lacios enmarcan su cara, bajan hasta los festones de la camisa arremangada por debajo de las axilas y que descubre un vientre del mismo blanco azulado que se ve en algunas porcelanas de China. El monte de Venus, muy plano, muy liso, reluce ligeramente bajo la luz de la lámpara; diríase que lo recubre una película de sudor.

He separado los muslos para contemplar la vulva fina como una cicatriz, con los labios transparentes de un malva pálido. Pero tendré que esperar aún unas cuantas horas, pues, por ahora, todo el cuerpo está todavía un poco rígido, un poco crispado, hasta que el calor de la habitación lo reblandezca como una cera. Así que esperaré. Esta chiquilla vale la pena. Es realmente una muerta muy hermosa.

 

 

13 de octubre de 19..

 

 

Anoche, la chiquilla me gastó una broma pesada. Tendría que habérmelo imaginado, con la sonrisa que tiene. Mientras yo me metía en esa carne tan fría, tan suave, tan deliciosamente prieta que sólo se encuentra en los muertos, la niña abrió bruscamente un ojo, traslúcido como el de un pulpo y, con un espantoso borborigmo, me arrojó el chorro negro de un misterioso líquido. Abierta en una máscara de Gorgona, su boca no cesaba de vomitar aquel jugo cuyo olor llenaba la habitación. Todo esto ha estropeado un poco mi placer. Estoy acostumbrado a mejores modales, ya que los muertos son limpios. Ya han arrojado sus excrementos al abandonar la vida, como se suelta un fardo infamante. Su vientre resuena con el sonido vacío y duro de los tambores. Y tienen el olor fino y penetrante del bómbice. Parece proceder del corazón de la tierra, del imperio donde las larvas almizcladas caminan entre las raíces, donde las láminas de mica despiden su resplandor de plata helada, allí donde mana la sangre de los futuros crisantemos, entre las turbas pulverulentas, los cienos sulfurosos. El olor de los muertos es el del retorno al cosmos, el de la sublime alquimia. Ya que no hay nada tan limpio como un muerto y lo es cada vez más a medida que pasa el tiempo, hasta llegar a la pureza final de esa gran muñeca de marfil con la risa muda, y las piernas perpetuamente abiertas, que está en cada uno de nosotros.

He tenido que pasar más de dos horas limpiando la cama y lavando a la chiquilla. Esta niña vomitadora de tinta pútrida tiene realmente la naturaleza del pulpo. Por ahora, parece haber escupido todos sus venenos, tranquilamente tendida sobre las sábanas. Su sonrisa falsa. Sus manitas con las uñas menudas. Incesantemente una mosca azul —salida de no sé dónde— se posa una y otra vez en sus muslos. Esta chiquilla ha tardado muy poco en disgustarme. No es de esos muertos de los que me apena separarme igual que se deplora abandonar a un amigo. Estoy seguro de que tenía muy mal carácter. De vez en cuando, vuelve a soltar un profundo borborigmo que me inspira desconfianza.

 

 

14 de octubre de 19..

 

 

Esta noche, cuando me disponía a meter a la chiquilla en una bolsa de plástico para arrojarla al Sena, cerca de Sévres, tal como suelo hacer en semejantes casos, ha lanzado de repente un suspiro desesperado. Doloroso, prolongado, la ese de Sévres silbaba entre sus dientes, como si sintiera una pena intolerable ante su próximo abandono. Una inmensa piedad me ha oprimido el corazón. No había hecho justicia al encanto humilde y arisco de aquella niña. Me he arrojado sobre ella, la he cubierto de besos, arrepentido como un amante infiel. He ido a buscar un cepillo al cuarto de baño, he peinado sus cabellos, que se habían vuelto apagados y quebradizos, y frotado su cuerpo con esencias y perfumes. Y ya no sé cuántas veces he amado a esa niña, hasta que la aurora blanqueaba la ventana detrás de las cortinas corridas.

 

 

15 de octubre de 19..

 

 

El camino de Sévres es el camino de cualquier carne y los suspiros de la vomitadora no lo evitarán. ¡Ay!

 

 

2 de noviembre de 19..

 

 

Día de difuntos. Día fausto. El cementerio de Montparnasse estaba esta mañana de un gris admirable. La inmensa multitud enlutada se agolpaba en las avenidas, entre el apogeo de los crisantemos, y la atmósfera tenía el sabor amargo y embriagador del amor.

Eros y Thanatos. ¿Alguien ha pensado alguna vez en todos esos sexos debajo de la tierra?

La noche no tarda en caer. Aunque sea el día de difuntos, esta noche no saldré.

Me acuerdo. Acababa de cumplir ocho años. Una tarde de noviembre, semejante a la de hoy, me habían dejado a solas en mi habitación invadida por la oscuridad. Estaba preocupado, ya que la casa estaba llena de idas y venidas extrañas, de murmullos misteriosos que yo sabía estaban relacionados con la enfermedad de mi madre. Sentía sobre todo que se habían olvidado de mí. No sé por qué no me atrevía a encender la luz, y permanecía sentado, mudo y temeroso en la oscuridad. Me aburría. Para distraerme y consolarme, se me ocurrió desabrocharme los pantaloncitos. Encontré allí aquella cosa cálida y suave que siempre me hacía compañía. Ya no sé cómo mi mano descubrió los gestos necesarios, pero de pronto me sentí sumido en un torbellino de delicias del que parecía que nada en el mundo podría jamás sacarme. Mi asombro fue infinito al descubrir tantos recursos placenteros en mi propia carne y al sentir cómo mis dimensiones se modificaban de una manera que ni siquiera hubiera sospechado unos cuantos segundos antes. Apresuré mis movimientos y mi voluptuosidad se incrementó pero, en el preciso instante en que una ola que se me antojaba surgida del fondo de mis entrañas parecía querer sumergirme y alzarme por encima de mí mismo, sonaron unos pasos rápidos en el pasillo, se abrió bruscamente la puerta y se encendió la luz. Pálida y con la mirada extraviada, apareció mi abuela en el umbral, y su turbación era tal que no se dio cuenta del estado en que me hallaba. «¡Pobre criatura! Tu madre ha muerto.» Después, tomándome de la mano, me arrastró con rapidez. Yo llevaba un traje de marinero, cuya guerrera, bastante larga, ocultaba afortunadamente la bragueta que no había tenido tiempo de abrochar.

La habitación de mi madre, sumida en la penumbra, estaba llena de gente. Descubrí a mi padre, de rodillas en la cabecera de la cama y llorando con la cabeza hundida en las sábanas. Al principio me costó reconocer a mi madre en aquella mujer que parecía infinitamente más hermosa, más alta, más joven y más majestuosa de como la había visto hasta entonces. La abuela sollozaba. «Besa a tu madre por última vez», me dijo empujándome hacia la cama. Me empiné hasta aquella mujer maravillosa tendida en la blancura de la sábana. Posé mis labios en su rostro de cera, estreché sus hombros con mis bracitos y respiré su olor embriagador. Era como el de los bómbices que el profesor de historia natural nos había dado en la escuela y que yo criaba en una caja de cartón. Aquel aroma suave, seco, almizclado, de hojas, larvas y piedras, salía de los labios de mamá y se esparcía por su cabellera como un perfume. Y, de repente, la voluptuosidad interrumpida se apoderó de mi carne infantil con una brusquedad desconcertante. Arrebujado contra la cadera de mamá, me sentí invadido por una conmoción deliciosa, mientras me desahogaba por primera vez.

«¡Pobre criatura!», exclamó mi abuela, que había interpretado erróneamente mis suspiros.

 

 

5 de noviembre de 19..

 

 

Suele decirse que los que aman a los muertos sufren de anosmia. En mi caso no es así, y mi nariz percibe claramente los olores más diversos, aunque, como todo el mundo, estoy acostumbrado a los de mi entorno hasta el punto de no olerlos. Es posible, por tanto, que el olor de bómbice impregne todo mi apartamento sin que yo lo sepa.

Las mujeres de la limpieza no se quejan de ninguna molestia especial al limpiar la tienda de antigüedades que he heredado de mi padre. Como máximo, de vez en cuando, una vaga protesta por las antiguallas, las borras de polvo y los trastos frágiles tan feos cuando por un precio mucho menor se podrían tener cosas nuevas. Sólo es en mi apartamento privado, en el quinto piso, donde su comportamiento me da que pensar. Examinan los rincones con un aire de prudente sospecha. Me contemplan socarronamente y, sobre todo, husmean con cara de asco y los ojos en blanco ante el olor del apartamento. Fisgonean una y otra vez, buscando en su memoria, sin encontrar nada que les sirva, y siguen husmeando, hasta que una extraña inquietud se apodera de ellas. Entonces, se comportan como animales acosados y después se van. Cuando intento convencerlas, me dan respuestas imprecisas con un aire temeroso y sacuden la cabeza si les propongo subirles el sueldo. Pongo un anuncio en los periódicos y recomienza la historia. Cierto día, sin embargo, una de esas mujeres tuvo el valor de preguntarme por qué vestía siempre de negro, aunque no llevara luto. Otra, muy joven y ya obesa, cuyo nombre he olvidado, comentó en una tienda del barrio que yo olía a «vampiro». Siempre la vieja y aberrante confusión entre dos seres tan diametralmente opuestos como el vampiro y el necrófilo, entre el muerto que se alimenta de los vivos y el vivo que ama los muertos. No es que niegue que, al cabo de unos cuantos días, el perfume de bómbice se convierte en un olor como de metal recalentado que, cada vez más acre, se condensa finalmente en un hedor de vísceras. Cada una de estas fases tiene su encanto —aunque la última anuncie la separación—, pero jamás se me ocurriría la idea de devorar la carne de uno de mis amigos muertos, ni de beber su sangre.

En cuanto a la portera, ya hace mucho que ha dejado de asombrarse de que no tenga una «amiguita». Y como nunca aparece tampoco ningún «amiguito», ha llegado simplemente a la conclusión de que yo era una especie de san José, un pobre hombre. Mucho mejor. Hay ciertas verdades que escandalizarían a un espíritu rudimentario como el suyo. A mis amiguitos con el ano helado como la menta, a mis exquisitas amantes con el vientre coloreado de gris, los traigo de noche, en mi viejo Chevrolet, cuando todo duerme, y los despido de la misma manera hasta el puente de Sévres o el de Asniéres.

 

 

3 de diciembre de 19..

 

 

Esta mañana, mientras despachaba mi correspondencia, un cliente me ha pedido algo que me ha desconcertado. Era un hombre de unos cuarenta años, de rostro sanguíneo y calvicie incipiente, vestido como un abogado o un director de empresa. Examinaba los muebles, las porcelanas, los cuadros, pero sobre todo las curiosidades, como si buscara algo. Al final, acercándose a mi mesa me ha dicho: «Dígame, caballero, ¿ha tenido usted alguna vez netsukes divertidos? Pienso especialmente en los de Koshi Muramato». Por un instante, nuestras miradas se han cruzado. ¿Cuántos son los conocedores de Koshi Muramato, aquel maestro del siglo XVIII que, en su taller de Kyüshü, se dedicó en exclusiva a los netsukes macabros? Muertas sodomizadas por unas hienas, súcubos mamones, cadáveres abrazados como nudos de víboras, fantasmas devoradores de fetos, cortesanas empalándose sobre la rigidez de un muerto...

—Lo siento —le contesté—, pero generalmente las personas que poseen obras de este artista no suelen deshacerse de ellas. De todos modos, si usted quiere dejarme sus señas, podría, en el caso de que encontrara algo...

Se negó con una sequedad que daba a entender que había comprendido que jamás le vendería nada semejante. ¡Yo guardo los netsukes de Koshi Muramato para mí! Sólo un necrófilo puede coleccionar semejantes objetos y aquel hombre me intrigaba.

—¿Prefiere usted pasar en otra ocasión? —insistí.

—No vivo en París. Sólo vengo aquí muy rara vez.

Se despidió y se fue. No me habría molestado charlar con él sobre los netsukes macabros, contarle unas cuantas cosas, seguramente inútiles, dirigirle una sonrisa de complicidad. No para conocernos mejor, sino para que supiera que le entendía. Eso es todo. Pues si bien los necrófilos —tan escasos— pueden reconocerse, no se buscan. Han elegido definitivamente la incomunicabilidad y sus amores trascienden en lo incomunicable. Solitarios, ni siquiera somos el vínculo entre la vida y la muerte. No hay vínculo. Pues la vida y la muerte están unidas para siempre, inseparables como el agua mezclada con el vino.

No he podido dejar de sonreír al sacar del bolsillo de mi chaleco un netsuke que llevo constantemente conmigo. No mide más de tres centímetros y representa a dos rechonchos campesinos fornicando con mucha habilidad en las órbitas de una calavera.

La visita del aficionado a los netsukes me ha hecho recordar los pocos encuentros insólitos en que se ha revelado la necrofilia ajena. A decir verdad, nada muy sensacional ni muy frecuente. Me acuerdo, por ejemplo, de unas exequias a las que asistí, cuando tenía unos veinte años. Y, además, esa vez no lo hice por gusto sino por obligación; se trataba de un pariente lejano cuyo aspecto desagradable y carácter repulsivo alejaban de mí cualquier deseo de visitarle en su ataúd. Llegué a la hora del responso, el cura salmodiaba y unas cuantas mujeres sollozaban. En la pequeña capilla privada, la atmósfera estaba enrarecida y el catafalco ocupaba casi todo el espacio central; tanto el perfume de las flores como el de los cirios y del incienso dejaba adivinar como un atisbo de bómbice. No tardé en darme cuenta de que no era el único en olerlo. Estaba en una de las minúsculas naves, donde la oscuridad era muy densa, pero no hasta el punto de ocultarme una pareja muy trivial, vestida de luto, pero de la que adiviné —sin saber por qué— que había venido para divertirse. Era indudable que la música, los cantos fúnebres y el bómbice solían afectar al hombre de una manera muy concreta, ya que escuché claramente cómo su compañera le susurraba una pregunta precisa sobre el estado en que se encontraba. Utilizó una palabra vulgar, un término cuartelero, cuya crudeza me desconcertó. Creo que también esbozó un gesto, pero no me atrevería a afirmarlo. Bien porque fuera demasiado tímido para ir más lejos bien porque prefiriera la intimidad del dormitorio, la pareja se apresuró a abandonar la capilla. Las ropas negras de la mujer me rozaron al pasar. Tenía los ojos lechosos e inmóviles de una ciega.

Esa pareja eran unos necrófilos de pacotilla y sus preferencias no llegaban a la pasión. Sin embargo los hay que no vacilan ante nada y me acuerdo de un mal encuentro que tuve en el cementerio de Montmartre, sin ir más lejos el pasado año.

Habían inhumado a una actriz que había sido cliente mía, una mujer ni guapa ni fea, suficientemente insignificante como para parecer que jamás tenía que inspirar sentimientos extremos. Tan pronto como me enteré de su muerte, la deseé vivamente. Llegué al cementerio bajo una lluvia torrencial que sin duda no iba a facilitarme las cosas. Como suelo hacer, descerrajé la cabaña que contiene las herramientas de jardinería y me hice con una laya. Siempre trabajo con extrema rapidez y jamás necesito más de una hora para abrir el foso, bajar a él, levantar la tapa del ataúd con el cortafríos y, una vez cargado el cadáver, trepar gracias a una técnica cuidadosamente ensayada. Entonces sólo me resta el traslado hasta mi coche, y la única dificultad consiste en izar el cuerpo por encima del muro, con la ayuda de una cuerda.

Aquella noche, la tremenda lluvia demoraba mis movimientos; empapada de agua, la tierra estaba pesada. Por otra parte, los meteorólogos habían predicho que la lluvia duraría unos quince días y yo no podía esperar tanto. Cuando salía penosamente de la fosa resbaladiza con mi fardo, vi a un hombre que se ocultaba detrás de una lápida para espiarme. Su gruesa silueta y su nuca rechoncha se destacaban con claridad sobre el fondo de la noche. Un miedo atroz se apoderó de mí. Aquel hombre pensaba seguirme, quizá matarme. O, tal vez, se disponía a denunciarme. Sin saber lo que hacía, abandoné a la actriz y escapé con la máxima rapidez que me permitía mi angustia. Salvé la pared de un salto y sólo al llegar a mi casa recuperé poco a poco la calma. Estaba seguro de que no me habían seguido; me había librado de él.

A la mañana siguiente, la lectura del periódico me procuró una abominable sorpresa. Habían encontrado en el cementerio de Montmartre el cadáver de una actriz muy conocida, despojado de sus ropas, destripado y horriblemente mutilado. La lluvia había borrado todas las huellas. El hombre repugnante que me había espiado había recogido el fruto de mis esfuerzos. ¡Qué horror! Me eché a llorar de despecho y pena.

 

 

22 de diciembre de 19..

 

 

Esta mañana he ido a dar una vuelta por el cementerio de Ivry, delicioso bajo la nieve, como una tarta de azúcar cande, extrañamente perdido en un barrio plebeyo. Al contemplar cómo una viuda engalanaba la tumba del difunto con un arbolito de Navidad, pensé de pronto cómo escasean ahora las mujeres de luto riguroso, con velos flotantes, en la mayoría de los casos rubias, que invadían las necrópolis no hace más de veinte años. Eran en general —aunque no siempre— profesionales que practicaban su arte detrás de los panteones familiares, con una ausencia de brío y de sinceridad absolutamente deprimentes. Carne para viudos.

 

 

 

1 de enero de 19..

 

 

Celebro el Año Nuevo en buena compañía: la de una portera de la Rué Vaugirard, fallecida de una embolia. (Suelo enterarme de este tipo de detalles en el transcurso del entierro.) Esta viejecita no es sin duda una belleza, pero sí extremadamente cómoda, llevadera, silenciosa y elástica, agradable a pesar de que los ojos se le han metido dentro de la cabeza, como los de una muñeca. Le quitaron la dentadura postiza, lo que le hunde las mejillas, pero, cuando la he despojado del espantoso camisón de nailon, me ha sorprendido con dos senos juveniles, duros, sedosos, absolutamente intactos: su regalo de Año Nuevo.

Con ella, el amor está impregnado de una cierta -calma. No abrasa mi carne, la refresca. Yo, habitualmente tan avaro del tiempo que paso con los muertos —un tiempo que corre con mucha rapidez— y que intento exprimir cada segundo vivido en su compañía, me he acostado esta noche a su lado para dormir unas cuantas horas, igual que un esposo junto a su esposa, con un brazo debajo de su fina nuca y la mano posada sobre el vientre que me había proporcionado algún placer.

La menuda portera se llamaba Marie-Jeanne Chaulard. Un nombre que seguramente habría complacido a los hermanos Goncourt.

Sus senos son en verdad notables. Al juntarlos, se consigue un pasadizo estrecho, rollizo, infinitamente suave.

Acaricio ligeramente sus cabellos grises y ralos, echados hacia atrás, el cuello y los hombros, en los que se seca ahora una baba plateada como la que dejan los caracoles.

Mi sastre —un sastre que ha conservado los untuosos modales de los viejos tiempos y me habla en tercera persona— no ha conseguido a la postre dejar de sugerirme un vestuario menos sombrío. «Pues, por elegante que sea, el negro resulta triste.» Es, por tanto, el color que me conviene, ya que yo también estoy triste. Triste por tener que separarme siempre de los que quiero. El sastre me sonríe en el espejo. Ese hombre cree conocer mi cuerpo porque sabe dónde coloco mi virilidad en el pantalón y porque ha descubierto con asombro que los músculos de mis brazos están anormalmente desarrollados en un hombre de mi profesión. Si supiera para lo que pueden servir también unos buenos músculos... Si supiera el uso que hago de esa virilidad, que, tal y como ha anotado en su libreta, cargo a la izquierda...

 

 

 

2 de febrero de 19..

 

 

Una clienta ha dicho esta mañana una frase muy bella con respecto a un cofre marino portugués, del siglo XVII: «¡Qué hermoso es! ¡Parece un ataúd!». Además, lo ha comprado.

 

 

12 de mayo de 19..

 

 

No puedo ver a una mujer bonita o a un hombre agradable sin desear inmediatamente que estén muertos. Antes, en los días de mi adolescencia, lo deseaba incluso con pasión, con furia. Se trataba de una vecina, tres o cuatro años mayor que yo, una muchacha alta y morena, con los ojos verdes, a la que veía todos los días. Aunque la deseaba, nunca se me ocurrió ni siquiera tocarle la mano. Esperaba, ansiaba su muerte, y esa muerte se convertía para mí en la máxima aspiración en torno a la cual gravitaban todos mis pensamientos. Shall I then say that I longed with an earnest and consu-ming desire for the moment of Morella's decease? I did [1]. Más de una vez, me bastaba con encontrarla —se llamaba Gabrielle— para sumirme en una formidable excitación que sabía, sin embargo, cesaría en el mismo instante en que tomara la más pequeña iniciativa. Entonces, durante horas me describía todos los peligros y todos los modos de fallecimiento que podían afectar a Gabrielle. Me gustaba figurármela en su lecho de muerte, imaginar con toda exactitud las circunstancias del entorno, las flores, los cirios, el olor fúnebre, la boca pálida y los párpados mal cerrados sobre unos ojos en blanco. Una vez, al encontrármela por casualidad en la escalera, observé que mi vecina tenía un pliegue doloroso en la comisura izquierda de los labios. Yo era joven, estaba enamorado y era romántico, lo que me hizo deducir inmediatamente que ella tenía una secreta tendencia al suicidio. Corrí a encerrarme en mi habitación, me arrojé sobre la cama y me entregué a voluptuosidades solitarias. Delante de mis ojos cerrados, veía a Gabrielle balancearse lentamente, colgada de un gancho del techo. De vez en cuando, el cuerpo vestido con una combinación de encaje blanco giraba al final de la soga, ofreciendo a la vista sus aspectos más diversos. El rostro me gustaba mucho, aunque estuviera ladeado y semioculto por la cabellera que caía sobre él, sumiendo en una oscuridad encantadora la enorme lengua, casi negra, que como el chorro de un vómito llenaba la boca abierta. Los brazos, de un moreno mate, bastante hermosos, colgaban de unos hombros blandamente dislocados, y los pies desnudos orientaban sus puntas hacia dentro.

Repetí esta fantasía sin modificar nada cada vez que mi deseo lo exigió, y durante mucho tiempo me procuró unas voluptuosidades en extremo intensas. Después Gabrielle abandonó la ciudad; al dejar de verla, acabé por olvidarla y la imagen que me había proporcionado tantas alegrías acabó a su vez por desvanecerse.



[1] «¿Diré entonces que anhelé, con fervoroso y abrasador deseo, que llegara el momento en que Morella muriese? Sí, lo diré.» (N. del T.)

 fuente:

 Título original: Le nécrophile

 1.a edición: diciembre 1995

 

 © Éditions Régine Deforges, 1972, 1990

 © de la traducción: Joaquín Jordá, 1995

Diseño de la colección: Clotet-Tusquets

Diseño de la cubierta: BM

Reservados todos los derechos de esta edición para

Tusquets Editores, S.A. - Iradier, 24, bajos - 08017 Barcelona

ISBN: 84-7223-925-X

Depósito legal: B. 40.951-1995

Fotocomposición: Foinsa - Passatge Gaiolà, 13 - 08013 Barcelona

Impreso sobre papel Offset-F Crudo de Leizarán, S.A. - Guipúzcoa

Libergraf, S.L. - Constitución, 19 - 08014 Barcelona

Impreso en España

Escaneo, OCR y corrección, Jorge Barbikane

viernes, 17 de marzo de 2023

El húsar en el tejado Jean Giono Traducción de Francesc Roca. FRAGMENTO. NOVELA.


 

El húsar en el tejado

Jean Giono

Traducción de Francesc Roca

EDITORIAL ANAGRAMA

BARCELONA

 


A la memoria

de mi amigo

Charles Bistési

y a

Suzanne

 

 


CAPÍTULO PRIMERO

El alba sorprendió a Angelo tranquilo y silencioso, pero despierto. La altura de la colina lo había preservado del escaso rocío que cae sobre esas comarcas en verano. Le dio una friega a su caballo con un puñado de brezo y enrolló su portamantas.

Los pájaros despertaban en el pequeño valle por el que descendía. No hacía frío ni siquiera en sus profundidades, aún cubiertas por las tinieblas de la noche. El cielo estaba iluminado por resplandores de luz gris. Por fin surgió de los bosques el sol, cuya luz rojiza se filtraba entre largos jirones de oscuras nubes.

A pesar del calor, asfixiante ya, Angelo tenía sed de algo caliente. Al desembocar en el amplio valle que separaba las colinas en que había pasado la noche de un macizo más alto y más abrupto, que se extendía ante él dos o tres leguas y sobre el cual los primeros rayos del sol hacían brillar los altos encinares como si fueran de bronce, vio una pequeña granja al borde del camino junto a un prado en el que una mujer vestida con unas enaguas rojas recogía la ropa que había tendido al sereno.

Angelo se acercó. La mujer llevaba un cubrecorsé que dejaba al descubierto sus hombros y sus brazos y buena parte de sus grandes pechos, muy bronceados.

—Perdón, señora —dijo—, ¿podría darme un poco de café? Se lo pagaré.

Tardó en contestarle, y Angelo comprendió que la frase había sido demasiado cortés. «Decirle "Se lo pagaré" ha sido una metedura de pata», pensó.

—Puedo darle café —dijo ella—; venga. —La mujer, que era alta y robusta, giró sobre sí misma lentamente, como un barco—. Allá está la puerta —dijo mostrándole el extremo de la cerca.

En la cocina sólo había un viejecito y muchas moscas. Sin embargo, sobre una estufa baja, en la que ardía un gran fuego, al lado de una calderada de salvado para los cerdos, la cafetera despedía tan buen olor, que Angelo halló aquella estancia, a pesar de lo negra que estaba por el hollín, realmente encantadora. Hasta el salvado para los cerdos le hablaba de un modo harto elocuente a su estómago, poco satisfecho de su cena de pan seco.

Bebió un bol de café. La mujer, que se había plantado delante de él mostrándole los hombros carnosos llenos de hoyuelos y la enorme flor violeta entre sus senos, le preguntó si era funcionario público. «En guardia», pensó Angelo, «no sabe si lamentará haberte ofrecido su café.»

—¡Oh, no! —contestó (y evitó cuidadosamente llamarla señora)—. Soy un comerciante de Marsella; voy hacia el Drôme, donde tengo clientes, y aprovecho el viaje para airearme un poco.

La expresión de la mujer se hizo más amable, sobre todo cuando le preguntó por el camino de Banon.

—Le freiré un huevo —dijo la mujer. Antes de terminar de decirlo ya había hecho a un lado la calderada de salvado y puesto la sartén al fuego.

Angelo comió un huevo frito y un trozo de tocino con cuatro rebanadas de un enorme pan muy blanco, que le parecieron livianas como plumas. La mujer se agitaba ahora muy maternalmente a su alrededor, y Angelo se sorprendió de que no le repugnaran su olor a sudor ni la vista de los grandes mechones de pelos pelirrojos que aparecieron en sus axilas cuando levantó los brazos para ajustarse el rodete. No quiso que le pagara, y, como él insistió, se echó a reír y rechazó sin cumplidos su dinero.

Angelo sufría viéndose tan torpe y tan ridículo. Hubiera deseado poder pagar y tener el derecho a retirarse con aquel aire seco y displicente que era la defensa habitual de su timidez. Dijo rápidamente algunas frases amables y guardó la bolsa en su bolsillo. La mujer le señaló su camino, que, al otro lado del valle, subía entre los encinares.

Angelo marchó en medio del silencio un buen rato por la pequeña planicie a través de prados muy verdes. Guardaba aún la impresión de aquellos alimentos, que le habían dejado en la boca un sabor muy agradable. Finalmente, suspiró y puso su caballo al trote.

El sol estaba alto; hacía mucho calor, pero la luz no era violenta. Era muy blanca y se pegaba de tal modo a la tierra que parecía untarla de mantequilla con un aire espeso. Desde hacía rato Angelo subía a través del bosque de encinas. Seguía un sendero cubierto de una espesa capa de polvo en el que cada paso del caballo levantaba una nubecilla que se mantenía en el aire. Desde el interior del bosque polvoriento y reseco podía ver a cada vuelta del camino que, en los meandros de éste que iban quedando a sus pies, las huellas de su paso no se borraban. Ninguna frescura venía de los árboles. Por el contrario, la dura hojita de las encinas reflejaba el calor y la luz. La sombra del bosque deslumbraba y asfixiaba.

En los taludes agostados algunos cardos blancos crepitaban al paso del caballo como si la tierra fuera metálica y se estremeciera a su alrededor bajo las pisadas del animal. Sólo se oía ese ruidito como de vértebras al entrechocar —un ruido que crujía mucho no obstante el golpe de los cascos del caballo atenuado por el polvo—; el silencio era tan completo que la presencia de los grandes árboles mudos era casi irreal. La silla de montar ardía. El movimiento de la cincha espumaba los ijares del animal, que tascaba el freno y de vez en cuando se aclaraba el gaznate moviendo la cabeza. El ascenso regular del calor zumbaba como si saliera de una fragua llena a rebosar de carbón. Los troncos de las encinas crujían. En el interior del bosque, seco y desnudo como el piso de una iglesia, inundado de aquella luz blanca que no tenía brillo pero que resultaba cegadora a causa del polvo que parecía llevar en suspensión, la marcha del caballo hacía girar lentamente largas líneas negras. El camino, que serpenteaba y se empinaba de modo cada vez más brusco para elevarse a través de viejas rocas cubiertas de líquenes blancos, salía a menudo de entre los árboles y discurría por trechos donde daba el sol. Entonces en el cielo yesoso se abría una especie de abismo, de una inaudita fosforescencia, de donde soplaba un viscoso aliento de horno y de fiebre en el que se veía temblar algo pegajoso y craso. Los enormes árboles desaparecían en aquella deslumbrante claridad; grandes sectores del bosque, sumergidos en aquella luz, no parecían sino vagas masas de follaje ceniciento, sin contornos, fantasmagóricas formas casi transparentes que el calor cubría bruscamente de una viscosidad reluciente en lento movimiento. Luego el camino dobló hacia el oeste y, estrechándose de nuevo hasta no ser más que un sendero, quedó comprimido entre árboles de aspecto insólito y vivos colores: troncos que parecían sostenidos por áureos pilares, ramas retorcidas semejantes a crepitantes tallos dorados, hojas inmóviles y brillantes como espejuelos dorados en los que se hubieran engarzado, siguiendo fielmente su contorno, delgados hilos de oro.

 

 

Al cabo, Angelo se asombró de no percibir más vida que la de la luz. Hubiera debido haber, al menos, lagartos, e incluso cuervos, que gustan de esa atmósfera como de yeso ardiente y, posados en la punta de las ramas, están al acecho igual que en tiempo de nieve. Angelo recordaba las maniobras de verano en las colinas de Garbia; no había visto nunca aquel paisaje cristalino, aquella campana de reloj de sobremesa, aquella fantasmagoría mineralógica (hasta los árboles estaban facetados y llenos de prismas como si fueran de cristal de roca). La proximidad de aquel caos inhumano le dejaba estupefacto.

«Apenas», se decía, «si acabo de dejar los hombros desnudos de la mujer que me ha dado café. Y he aquí todo un mundo más alejado de sus hombros desnudos que la duna o las cavernas fosforescentes de la China y, por lo demás, capaz de matarme. ¡Bien!», prosiguió, «¡es mi mundo! En Garbia tenía mi pequeño estado mayor y la maniobra a la que había que estar atento so pena de que te avergonzara delante de todos el general San Giorgio, de tan hermosos bigotes y lenguaje tan vulgar. Eso era lo que me separaba del mundo y no me permitía ver estos bosquecillos de tetraedros. He aquí, tal vez, la razón fundamental de aquellos principios sublimes de los que me envanecía: simplemente, me aferraba a un pequeño estado mayor y un general malhablado por temor a percatarme de que estaba encerrado en una campana de cristal en que un mínimo capricho de la luz podía matarme. Hay guerreros del Ariosto en el sol. Por eso, todo el que no quiere parecer vulgar procura revestirse de seriedad con principios sublimes.» Sin embargo, el movimiento de aquellos árboles, más liviano que el vuelo de una pluma, el menor de los cuales calculó que debía de pesar cien toneladas, que se ocultaban o deslizaban en la luz con más presteza que truchas en el agua, no dejó de inquietarle. Tenía prisa por alcanzar la cima de la gran colina, pues esperaba que al menos allí encontraría un poco de viento.

Pero no lo halló. Era una landa en la que la luz y el calor pesaban todavía más. Podía verse desde allí que en todas direcciones el cielo era yesoso, de una blancura absoluta. El horizonte era una lejana ondulación de colinas ligeramente azuladas. La parte hacia la que Angelo se dirigía estaba ocupada por el cuerpo gris de una larga montaña muy alta, aunque apezonada y redondeada. El terreno que le separaba de ella estaba erizado de altas rocas semejantes a velas latinas, apenas coloreadas de un poco de verde, sobre las cuales se asentaban algunas aldeas como nidos de avispas. Las laderas en que se apoyaban esas rocas y de las que emergían casi desnudas estaban cubiertas de pardos bosques de encinas y castaños. Pequeños valles, en los que eran visibles salientes y entrantes semejantes a cabos y golfos, se extendían a sus pies, unos dorados, otros más blancos aún que el cielo. Todo estaba tembloroso y deformado por la luz intensa y el calor aceitoso. Nubecillas de polvo, de humo o de neblina, que la tierra exhalaba bajo el impacto del sol, comenzaban a elevarse aquí y allá de rastrojos ya resecos, de pequeños campos de heno del color de la llama y hasta de los bosques, en los que se sentía que el calor estaba agostando las últimas hierbas verdes.

El camino no se decidía a descender de nuevo y corría sobre la cresta de la colina, por lo demás muy ancha, casi una meseta ondulada, apoyada a la derecha e izquierda en las laderas suavemente inclinadas de colinas más altas. Entró, por fin, en un bosque de pequeños robles albares de apenas dos o tres metros de altura, bajo los cuales se espesaba una alfombra de ajedrea y tomillo. Los pasos del caballo levantaron un fuerte olor que el aire inmóvil y pesado hizo al cabo de un rato nauseabundo. Con todo, empezaban a advertirse allí señales de vida humana. De vez en cuando un viejo sendero cubierto de esa hierba de verano, blanca como el yeso, se cruzaba con el que seguía Angelo y, girando luego en el bosquecillo, disimulaba su rumbo, aunque con la intención, en todo caso, de ir a alguna parte. Por entre los arbolitos Angelo percibió por fin un aprisco. Sus muros eran del color del pan y estaba techado con grandes y pesadas lajas, denominadas lauzes en esa región. Angelo dejó el camino. Esperaba encontrar allí un poco de agua para el caballo. El aprisco, cuyos muros tenían arbotantes como los de las iglesias o los fortines, carecía de ventanas y, como daba la espalda al camino, tampoco se le veía puerta alguna. A pesar de su empleo de oficial, «comprado como se compran dos onzas de pimienta», según se decía amargamente en sus accesos de pureza, Angelo era soldado profesional y, en cuanto forrajeador, estaba dotado de buen instinto. Advirtió, mientras se aproximaba al aprisco, que éste retumbaba con los pasos del caballo. «Esto está vacío», se dijo, «y abandonado desde hace tiempo.» En efecto, los largos abrevaderos de madera pulida, colocados sobre piedras, estaban secos y blancos como huesos. Pero del portal abierto de par en par salía un poco de frescor y un exquisito olor a estiércol de oveja. Entretanto, mientras daba algunos pasos en esa dirección, oyó allá dentro un fuerte zumbido y vio agitarse en la sombra una especie de cortina pesada y amarilla. El caballo comprendió un segundo antes que él que el aprisco estaba habitado por enjambres de abejas silvestres; volvió grupas y huyó al galope hacia el bosque. Una vuelta del camino lo recondujo, desde lejos, frente a la fachada del aprisco, que, sobre una eminencia de algunos metros de alto, sobrepasaba las copas de los pequeños robles albares. Las abejas habían salido en espesas espirales flotantes. A la luz eran negras como partículas de hollín. Bufaban coléricas ante la gran puerta y los dos grandes ojos de buey que eran como la mandíbula y las órbitas de un viejo cráneo abandonado en los bosques.

Bastante tiempo después se hizo cada vez más necesario encontrar agua. El camino seguía siempre aquella larga cresta seca. En la exaltación de la mañana, Angelo había olvidado darle cuerda a su reloj. Trató de determinar la hora por el sol; pero no había sol, sólo una luz cegadora que llegaba a la vez de todos los puntos del cielo. El camino bajó por fin y, de repente en una de sus revueltas, Angelo recibió en los hombros una frescura que le hizo levantar los ojos: acababa de entrar debajo del follaje muy verde de un haya inmensa a cuyo lado se erguían cuatro enormes y brillantes álamos, en los que no quiso creer hasta después de oír el murmullo de las hojas, que, no obstante la ausencia de viento, temblaban con un rumor de agua. Detrás de esos árboles había también un rastrojo no sólo cosechado sino limpio de gavillas, en el que se veían algunos surcos abiertos aquella misma mañana. Contenía Angelo maquinalmente a su animal, que tascaba el freno y quería salir disparado, cuando advirtió que el campo continuaba tras unos sauces, de donde vio surgir a tres asnos atados a un arado. El caballo, por fin, lo llevó al trote hacia un bosquecillo de sicómoros, álamos y sauces, y apenas tuvo tiempo de entrever que el labrador vestía hábito.

La fuente estaba en el bosquecillo, a orillas del camino. Un chorro de agua color de berenjena caía sin ruido desde un grueso caño a un estanque enrojecido por un musgo espeso. Un riachuelo salía de allí a regar unos prados en medio de los cuales se alzaba, como si surgiera de la hierba, una larga construcción de un piso, austera y muy limpia, de paredes y persianas recientemente blanqueadas y pintadas, y más silenciosa aún que la fuente.

Una vez habituados sus ojos a la penumbra, Angelo percibió a algunos pasos de él, al otro lado del camino, a un monje sentado al pie de un árbol. Era flaco y de edad indefinida, con un rostro bermejo como su hábito y ojos ardientes. «¡Qué magnífico lugar!», dijo Angelo con falsa desenvoltura. El monje no contestó. Miraba con sus ojos brillantes el caballo, el portamantas y, particularmente, las botas de Angelo. Éste, molesto, consideró que hacía demasiado fresco debajo de los árboles; tirando de las riendas del caballo, caminó a su lado hacia el sol. «De quedarme allí», se dijo como excusa, «podría haber cogido una fluxión de pecho. Esta agua nos ha hecho bien y somos muy capaces de hacer aún una legua o dos antes de comer.» Había quedado impresionado por aquella cabeza, cuya delgadez le daba el aspecto de una bestia salvaje, y, sobre todo, por los tendones del cuello, tan visibles que parecían cuerdas que ataran aquel rostro a aquel hábito. «Y quién sabe qué enjambres de abejas...», se dijo, pero vio a doscientos o trescientos pasos más adelante una casa que era manifiestamente una posada, pues tenía una señal, y, encima de su cabeza, una densa bandada de cuervos que se dirigía hacia el norte.

—Salud, mi cabo —dijo el posadero—, tengo todo lo necesario para su caballo, pero para usted será más difícil, a menos que se contente con mi comida. —Y, guiñando un ojo, levantó la tapa de una cacerola en que se cocía a fuego lento un guiso de codornices mechadas con tocino en una salsa de cebollas y tomates—. Sólo puedo ofrecerle lo que ve. Y diga usted: ¿le tiene mucho afecto a su dolmán? —dijo mirando el hermoso redingote de verano de Angelo—, Mis sillas han sido desgastadas por los frailotes y me temo que la paja muerda su fina tela como si fuera vinagre.

Aquel hombre iba sin camisa y llevaba directamente sobre la piel un chaleco rojo de postillón. La espesa pelambre de su pecho le servía de corbata. Pero se colocó un viejo gorro de policía para ir a tirar dos baldes de agua a las piernas del caballo. «Es un ex soldado», se dijo Angelo. Luego de los excesos del calor, nada podía ser más de su agrado. «Estos franceses», siguió diciéndose, «no olvidarán nunca a Napoleón. Como ahora sólo pueden luchar contra tejedores que reclaman el derecho de comer carne una vez por semana, y eso los deja fríos, prefieren irse a soñar con Austerlitz en los bosques antes que cantar "¡Viva Luis Felipe!" mientras les zurran la badana a los obreros. Este hombre sin camisa sólo espera la ocasión para ser rey de Nápoles. Ésa es la diferencia entre las dos vertientes de los Alpes. No tenemos antecedentes y eso nos hace tímidos.»

—¿Sabe usted lo que haría en su lugar? —dijo el hombre—. Bajaría mi portamantas del caballo y lo guardaría dentro sobre dos sillas.

—No hay ladrones —dijo Angelo.

—¿Y yo? —dijo el hombre—. La ocasión hace al ladrón.

—Yo le quitaré la ocasión y la tentación —dijo Angelo con tono seco.

—Era una broma —dijo el hombre—. Por lo demás, no me desagradan las personas decididas. Bebamos un trago de aguapié. —Y palmeó los hombros de Angelo con su fuerte mano.

Lo que había llamado aguapié era un vino clarete, bastante bueno.

—Los frailotes del convento recorren un cuarto de legua por el bosque para beberse un cuartillo —dijo el hombre.

—Creía —repuso ingenuamente Angelo— que sólo bebían agua de esa hermosa fuente que poseen a orillas del camino, bajo los plátanos. Y, por lo demás, ¿les está permitido venir aquí a beber vino?

—Si lo mira usted bien, nada está permitido. ¿Lo está, acaso, que un ex suboficial del regimiento 27 de infantería ligera haga de posadero en una carretera por la que sólo pasan zorros? ¿Está eso escrito en los derechos del hombre? Esos frailotes son buenos muchachos. De vez en cuando, desde luego, tocan algunos campanazos y organizan desfiles con estandartes y trompetas para las rogativas, pero su verdadero trabajo es el de cultivar la tierra. Le aseguro que no lo hacen mal. Y ¿dónde ha visto usted un campesino que escupa el aguapié? Por lo demás, el Maestro dijo: «Bebed, ésta es mi sangre.» Eso sí, tuve que desprenderme de mi sobrina. Les desazonaba. A causa, sin duda, de sus faldas. A los que las llevan por convicción les molesta ver que alguien tiene que llevarlas por necesidad. Ahora estoy solo en la posada. ¿Qué mal hay en que empinen el codo de vez en cuando? Las ventajas son para todos. ¿No es eso lo esencial? ¡Oh!, por lo demás, lo hacen como caballeros. No vienen por el camino. Dan un gran rodeo por el bosque, lo que es estimable cuando se tiene sed; claro que les sirve también de penitencia y para todas esas zarandajas en las cuales son mucho más duchos que yo. Y entran por atrás, pues les dejo siempre abierta la puerta de la caballeriza, lo que también es una mortificación para quien tenga su poco de orgullo. Pero eso no quita... ¿Quién me hubiera dicho que un día iba a verme de cantinero?

Angelo hacía algunas profundas reflexiones. Comprendía que viviendo solo en aquellos bosques silenciosos se tuviera necesidad de compañía y de hablar con el primero que llegara. «Al amar al pueblo», se dijo, «soy como este suboficial al borde de una carretera por la que sólo pasan zorros. El amor es ridículo. Me dirán: "¡Déjenos en paz! La verdad está en los hombros desnudos de esa mujer que le dio café. Eran hermosos, y sus hoyuelos se reían de un modo gracioso a pesar del bronceado. ¿Qué más quiere? ¿Acaso les hizo melindres hace un rato, a la fuente y a la sombra fresca del haya y de esos álamos, que brillaban también con mucha gracia?" Pero es que con el haya, el álamo y la fuente se puede ser egoísta. ¿Quién me enseñará a ser egoísta? Es incontestable que, con su chaleco rojo sobre la piel, este hombre vive muy tranquilo y puede hablar de lo que se le ocurra con el primero que llegue.» Angelo había quedado muy impresionado por el silencio de los bosques.

—No tengo comedor —dijo finalmente aquel hombre tranquilo—, y por lo general paladeo mi comida en esa mesa de mármol que ve usted allí. Creo que sería idiota que comiéramos en dos mesas separadas. Tanto más cuando tendré que levantarme a cada rato para servirle. ¿Tiene usted inconveniente en que ponga nuestros cubiertos en la misma mesa? Si no le resulta agradable, me aguantaré, pero estoy solo y...

Esa palabra decidió a Angelo. En fin, que el posadero se las arregló para hacerse pagar hasta el vino que iba a beber.

Por lo demás se comportó con la mayor urbanidad; se había acostumbrado en los campamentos a comer sin ensuciar su corbata de pelo.

—Las posadas como la suya —dijo Angelo— son generalmente sangrientas. En lugares como éste siempre hay un horno para quemar los cadáveres y un pozo para arrojar los huesos.

—Tengo horno, pero no pozo —dijo el hombre—. Tenga en cuenta, sin embargo, que sería muy fácil enterrar los huesos en los bosques, donde ni el diablo daría con ellos.

—Dado mi estado de ánimo —dijo Angelo— nada me gustaría más que correr una aventura así. Los hombres somos muy extraños, aunque creo inútil decírselo a un suboficial que ha tenido el honor de pertenecer al regimiento 27 de infantería ligera. Pero el caso es que me enfrento a problemas realmente difíciles, lo que hace que dentro de mí pugnen ideas encontradas, y sentiría un gran alivio si tuviera que defenderme del ataque de unos hombres decididos y feroces dispuestos a arrebatarme la bolsa e incluso la vida si eso podía librarlos de la cárcel o quizá de la guillotina. Creo que aceptaría el combate con alegría, hasta en esa escalerilla que veo allá, donde, sin embargo, resultaría difícil hacer fintas. Incluso me gustaría estar en un desván cuya puerta no cerrara y oír subir descalzos a los asesinos, a sabiendas de que sólo tengo dos tiros de pistola y luego tendré que arreglármelas con el afilado estilete que siempre llevo encima...

Hizo esta declaración muy serio y en tono melancólico. «Ésta es la única manera», se dijo, «de que hable de amor sin que se rían de mí.»

—Eso dicen, pero para mí tales momentos no tienen nada de divertidos —dijo el hombre.

Sin embargo, como Angelo insistió con una especie de ardor sombrío, le sirvió un vaso de vino y le dijo filosóficamente, lleno de buen sentido, que la juventud es algo por lo que todo el mundo ha pasado, lo cual prueba que sus peligros no son mortales.

«Me haré ermitaño», se dijo Angelo. «¡Sí! ¿Por qué no? Una pequeña huerta, un poco de viña y quizá un hábito que, en suma, es una vestimenta cómoda. Y tendones bien delgados para atar mi cabeza a ese hábito. En todo caso, eso resulta muy impresionante y protege perfectamente a quien ante todo teme el ridículo. Tal vez sea un medio de ser libre.»

En el momento de pagar la cuenta el hombre perdió toda su filosofía y, literalmente, mendigó algunos céntimos. No volvió a hablarle del regimiento 27 de infantería ligera; en cambio, empleó mucho la palabra solo. Se había dado cuenta de que al oírla, a Angelo siempre se le ablandaba el corazón. Obtuvo muy fácilmente lo que quiso y se puso el gorro de policía para darse el placer de descubrirse y tenerlo en la mano mientras acompañaba a Angelo al montador.

 

 

Era más o menos la una de la tarde y hacía un calor acre como el fósforo.

—No vaya por el sol —le dijo el hombre (lo que en su opinión encerraba una profunda ironía, ya que no había sombra en ninguna parte).

Le pareció a Angelo que al paso de su caballo entraba en el horno de que había hablado hacía un rato. El valle por donde iba era muy estrecho, y el paso era obstaculizado por bosquecillos de robles enanos; las paredes que lo flanqueaban quemaban como si estuvieran al rojo blanco. La luz, que se disolvía en un polvillo fino e irritante, frotaba corno si fuera papel de lija a Angelo y su caballo, somnolientos ambos, así como a los pequeños árboles, que hacía desaparecer poco a poco en un aire turbio y tembloroso en el que se mezclaban los manchones de un rubio grasiento con los de un ocre apagado y grandes extensiones yesosas, y en el que era imposible reconocer nada habitual. De lo alto de las altas rocas anfractuosas llegaba el olor de los nidos podridos abandonados por los gavilanes. Por las pendientes bajaba al valle el hedor a rancio de todo lo que había muerto en una gran distancia a su alrededor en las agostadas colinas. Troncos y pieles, hormigueros, cajitas torácicas grandes como el puño, esqueletos de serpiente cuyos fragmentos parecían cadenas de plata, enjambres de moscas abatidas como puñados de pasas de Corinto, erizos muertos cuyos huesos semejaban leche de castaña en su zurrón espinoso, jirones de piel de jabalí esparcidos con rabia por el amplio territorio donde había tenido lugar su agonía, árboles devorados de los pies a la cabeza, llenos de serrín hasta la punta de sus ramas que el aire espeso mantenía erguidas, esqueletos de cernícalos caídos entre las ramas de los robles y que brillaban a la luz del sol, o el olor agrio de la savia que el calor hacía estallar formando largas hendiduras en el tronco de los alisos.

Este espectáculo brutal no formaba parte únicamente del sueño teñido de rojo de Angelo. No había habido nunca un verano semejante en aquellas colinas. Por lo demás, ese mismo día aquel calor ominoso comenzó a derramarse en oleadas sobre todo el Mediodía: en las soledades del Var, donde los pequeños robles se pusieron a crepitar; en las granjas de las mesetas, donde las balsas fueron inmediatamente asaltadas por bandadas de palomas; en Marsella, donde las cloacas comenzaron a humear. En Aix, a mediodía, parecía que todos durmieran la siesta: el silencio era tan profundo, que se oían las fuentes de las avenidas como si fuera de noche. En Rians, a las nueve de la mañana, hubo ya dos enfermos: un carretero, que tuvo un ataque a la entrada misma de la población; llevado a una taberna, puesto a la sombra y sangrado, no había recobrado aún el uso de la palabra; el otro fue una joven de veinte años que, más o menos a la misma hora, tuvo un súbito despeño mientras permanecía de pie cerca de la fuente en que había estado bebiendo y, al intentar correr hacia su casa, que se hallaba tan sólo a dos pasos, cayó como un saco en el umbral de su puerta. A la hora en que Angelo dormía sobre su caballo, se decía que había muerto. En Draguignan las colinas reflejaban el calor hacia la hoya en que está la ciudad, donde fue imposible dormir la siesta. Tan fuerte era allí el calor, que la gente sentía deseos, para poder respirar, de agrandar a golpes de pico las pequeñísimas ventanas de las casas que, de ordinario, permiten que las piezas se mantengan frescas. Todo el mundo se fue al campo, donde no había ni fuentes ni manantiales, comió allí melones y albaricoques que estaban calientes, como si los hubieran cocido, y se tumbó en la hierba boca abajo.

Comieron igualmente melones en La Valette y, justo en el momento en que Angelo pasaba bajo las rocas que exhalaban el olor a huevos podridos, la joven señora de Théus bajaba corriendo a pleno sol las escaleras del castillo para ir a la aldea, donde, al parecer, una criada que había enviado allí hacía una hora (exactamente en el instante en que el marrullero posadero le decía con sorna a Angelo: «No vaya por el sol») acababa de caer súbitamente muy enferma. Y poco después (mientras Angelo continuaba su marcha con los ojos cerrados por aquel camino tórrido, atravesando colinas) la criada había muerto. Se supuso que se trataba de un ataque de apoplejía, porque tenía el rostro completamente negro. La joven señora se sintió asqueada por el calor, el olor de la muerta y su rostro negro. Se metió corriendo tras unas zarzas y vomitó.

Comieron melones a espuertas en el valle del Ródano. Este valle linda por el oeste con el territorio verde claro que atravesaba Angelo. Gracias al río se encuentran allí bosquecillos muy altos: sicómoros, plátanos de más de treinta metros, magníficas hayas con ramaje muy bello y muy fresco que forma frondosas copas. Ese año no había habido invierno. La procesionaria del pino se había comido las agujas de todas las pinedas; incluso había descarnado las tuyas y los cipreses y se las había arreglado para comerse las hojas de los sicómoros, los plátanos y las hayas. Desde las alturas de Carpentras, a través de centenares de leguas cuadradas de esqueletos de árboles y de hojas convertidas en verdaderos coladores e incluso en cenizas que el viento se llevaba, podían divisarse las murallas de Aviñón como un tórax de buey blanqueado por las hormigas. Ese mismo día llegó el calor, que pronto provocó el derrumbamiento de los árboles más enfermos.

En la estación de Orange los pasajeros de un tren procedente de Lyon golpearon con todas sus fuerzas las puertas de sus compartimientos para que las abrieran. Reventaban de sed; muchos habían vomitado y se retorcían presa de cólicos. El maquinista acudió con las llaves, pero después de abrir dos puertas no pudo con la tercera y se alejó para ir a apoyar su frente en una balaustrada contra la cual, finalmente, se derrumbó. Se lo llevaron, pero aún tuvo fuerzas para decir que era urgente desenganchar la máquina, pues corría peligro de incendiarse o de estallar. En todo caso, dijo que se hiciera girar en seguida hacia la izquierda y a fondo la segunda palanca. Entre tanto, los viajeros del tercer compartimiento seguían dando fuertes golpes contra su puerta cerrada.

Había cantidades enormes de melones en las ciudades y aldeas de todo el valle. El calor les había sido favorable. Era imposible pensar en comer algo sólido: la sola idea del pan y de la carne daba náuseas. Así que la gente comía melones. Eso hacía beber. Grandes lenguas de agua espumeante salían del caño de las fuentes. Todo el mundo sentía un deseo furioso de mojarse la boca. El polvo despedido por el ramaje caído de ciertos árboles y el que se levantaba en las praderas blancas como la nieve, donde el heno calcinado se aplastaba bajo el peso del aire, irritaba las gargantas y las narices como el polen de los plátanos. Las callejuelas alrededor de la sinagoga de Carpentras estaban sembradas de cortezas, pepitas y corazones de melón. También se comían tomates crudos. Todos estos restos se pudrían. Durante la tarde de ese primer día comenzaron a descomponerse, y la noche que siguió fue más calurosa aún que el día. Aquella mañana los campesinos habían introducido en Carpentras más de cincuenta carretadas de melones y sandías. A la una de la tarde una treintena de carretas vacías regresó a los melonares, situados justo al pie de los muros. En el momento en que a treinta leguas al oeste de Carpentras Angelo, medio dormido, se dejaba llevar al paso de su caballo por gargantas nauseabundas a causa del calor y del olor a huevos podridos, las cortezas de melón empezaban a cubrir la calle mayor y llegaban hasta las inmediaciones de la subprefectura, de la biblioteca, de la gendarmería real y del Hotel del León, el más frecuentado. Nuevas carretadas de melones entraban en la ciudad. Un médico tomaba algunas gotas de elixir paregórico sobre un pedazo de azúcar, y la diligencia de Blovac, que debía salir a las dos, no ató sus caballos.

En ciudades y aldeas, al igual que en campo abierto, la luz de aquel bochorno era tan misteriosa como la niebla. De un lado a otro de las calles hacía desaparecer las paredes de las casas. La reverberación de las fachadas en las que daba el sol era tan intensa, que la sombra que tenían enfrente deslumbraba. Las formas se difuminaban en un aire viscoso como jarabe. La gente caminaba sumida en una especie de ebriedad, pero su borrachera no provenía del vientre, en el que hacían borborigmos la pulpa verde y el agua de los melones apresuradamente masticados, sino de aquella imprecisión de las formas que desplazaba las puertas, las ventanas, los picaportes, las cortinas de rafia, y que modificaba la altura de las aceras y el emplazamiento de las calzadas. Para acabarlo de arreglar, todo el mundo caminaba con los ojos entornados y, como le ocurría a Angelo, bajo sus párpados, teñidos por el sol de un rojo amapola, había un único deseo: se veían a sí mismos tropezando con un chorro de agua burbujeante.

Por esa razón durante los primeros días hubo muchos enfermos que pasaron inadvertidos. Nadie se ocupaba de ellos hasta que, faltos de fuerzas para llegar a sus casas, caían desfallecidos por las calles. Pero ni siquiera entonces era seguro que llamaran la atención. Si caían sobre el vientre, podía pensarse que dormían. Sólo si quedaban tendidos de espaldas se les veía la cara negra. Entonces la gente se inquietaba. Aunque no siempre, porque aquel calor y aquellas ansias de beber fomentaban el egoísmo. Por todo ello, la verdad es que el primer día (precisamente mientras que Angelo soñaba bajo sus rojos párpados con los esqueletos de cernícalos caídos entre las ramas de los robles) hubo en conjunto muy pocos enfermos. Un médico judío, prevenido por un rabino al que inquietaba sobre todo la posible impurificación ritual que aquello pudiera representar, acudió a examinar tres cadáveres tumbados en el umbral de la pequeña puerta de la sinagoga (supusieron que habían querido entrar en el templo para estar más frescos). Sólo hubo aquella tarde dos casos en Carpentras y en uno de ellos, el del cochero de la diligencia de Blovac, era difícil establecer si la culpa era del calor o del ajenjo (se trataba de un hombre muy grueso que tenía una sed y una hambre tan imperiosas que luego de una comida en la posada —había sido, sin duda, la única persona que comió en toda la ciudad— en la que se había zampado un platazo de tripicallos, se bebió siete ajenjos como postre).

En Orange, Aviñón, Apt, Manosque, Arles, Tarascón, Nimes, Montpellier, Aix, La Valette (donde sin embargo, la muerte de la criada había causado impresión y había provocado un silencio profundo, inquietante), Draguignan e incluso a orillas del mar, apenas si hubo (y ello desde el principio de la tarde, es decir, en el momento en que Angelo, mientras dormitaba sacudido por el paso del caballo, tuvo ganas de vomitar), apenas si hubo razón para inquietarse por una o dos muertes en cada lugar y por algunas indisposiciones más o menos graves, atribuidas a aquellos melones y tomates que todos comían sin moderación. Esos enfermos fueron tratados con elixir paregórico sobre pedacitos de azúcar.

En Tolón, un inspector médico de la armada insistió a eso de las dos de la tarde en ser recibido por el duque de T., almirante y comandante de la plaza. Se le rogó que volviera hacia las siete. Se comportó de una manera muy incorrecta, pues incluso llegó a elevar desconsideradamente la voz en la antecámara. Así que fue puesto de patitas en la calle por el guardamarina que estaba de servicio, que se fijó en su aspecto huraño y en una especie de deseo irreprimible de hablar que el médico contenía tapándose bruscamente la boca con la mano. El guardiamarina se excusó. El inspector médico exclamó: «¡Mala suerte!», y se fue.

En Marsella no ocurría nada, salvo aquel terrible olor a cloaca. En pocas horas el agua del Puerto Viejo se volvió espesa, negra con reflejos dorados, como el alquitrán. La ciudad estaba demasiado poblada para que pudiera advertirse que los médicos, desde primeras horas de la tarde, circulaban en sus cabriolés. Algunos parecían preocupados. Por lo demás, aquel terrible olor a excrementos hacía que todo el mundo tuviera un aire triste y pensativo.

El camino que seguía el caballo de Angelo llegó frente a una de aquellas rocas en forma de vela latina y se puso a rodearla en dirección a una aldea disimulada entre las piedras como un nido de avispas. Angelo sintió el cambio de ritmo en el andar del caballo; se despertó y se dio cuenta de que subía entre estrechas terrazas cultivadas, sostenidas por pequeños muros de piedra blanca, en las que crecían unos cipreses muy fúnebres. La aldea estaba desierta; las paredes de la calleja despedían un calor asfixiante, y las reverberaciones de la luz daban vértigo. Angelo echó pie a tierra y condujo su caballo de la brida al abrigo que ofrecía una bóveda semiderruida cerca de la iglesia. Impregnaba aquel lugar un violento olor a estiércol de pájaro, pues el techo de la bóveda estaba tapizado de nidos de golondrinas de los que rezumaban jugos oscuros, pero la sombra, aunque cenicienta, calmó la nuca ardiente de Angelo, que estaba como magullada y se acariciaba con la mano sin cesar. Hacía ya un buen cuarto de hora que estaba allí cuando frente a él, al otro lado de la calleja, vio una puerta abierta y, en el fondo de una habitación oscura, una especie de corpiño o de camisa que se agitaba débilmente. Atravesó la calle para pedir agua. Era una mujer, sudorosa y de aspecto estúpido, que respiraba con gran esfuerzo. Dijo que no había agua, pues las palomas habían ensuciado las balsas; quizá pudiese intentar dar de beber al caballo. Pero el animal resopló en el cubo, hundió en él el hocico e inmediatamente levantó la cabeza y escupió el agua hacia el sol.

La mujer tenía melones. Angelo se comió tres y le dio las cortezas al caballo. También tenía tomates; pero le dijo que esas hortalizas daban fiebres y había que comerlas guisadas. Angelo mordió tan violentamente un tomate crudo, que el jugo salpicó su hermoso redingote, lo que no le importó demasiado. Su sed comenzaba a apaciguarse un poco. Le dio dos o tres tomates al caballo, que los comió con avidez. La mujer comentó que, gracias a acciones inconscientes como ésa, su marido había caído enfermo y desde el día anterior ardía de fiebre. Angelo percibió entonces en un rincón de la pieza una cama cubierta con una gruesa manta floreada y un edredón que apenas si dejaban ver la cabeza del paciente. La mujer dijo que no había nada que le hiciera entrar en calor. A Angelo eso le pareció muy extraño y, ciertamente, de muy mal augurio. Por otra parte, aquel hombre tenía la cara de color morado. La mujer dijo que ya no sufría, pero que aquella mañana todavía se había retorcido de dolor a causa de los cólicos y que todo eso era consecuencia de los tomates, porque, testarudo como Angelo, tampoco había querido hacerle caso.

Luego de descansar una hora en esa pieza, en la que, finalmente, se había hecho entrar al caballo, Angelo reanudó su marcha. La luz y el calor seguían esperándole a la puerta. Parecía imposible que pudiera caer la noche.

Era el momento en que el inspector médico de la armada decía: «¡Mala suerte!», y se volvía a Tolón. Era también exactamente el momento en que la esposa (una mujer gruesa con ojos de buey y nariz de águila) del médico judío (que había regresado precipitadamente a su casa para hablar con ella y hacerle preparar una maleta con su equipaje y el de su hija de doce años) se alejaba de Carpentras en la diligencia de Vaison con orden de continuar inmediatamente el viaje en coche de alquiler hasta Dieulefit y, si era necesario, hasta Bourdeaux. La mujer dio la espalda a la ciudad en que se quedaba su marido y con un dedo en los labios impuso silencio a su hijita, que abría unos ojos enormes y sudaba. En ese momento Angelo contemplaba el bárbaro resplandor del terrible verano en las altas colinas: robles enrojecidos, castaños calcinados, prados de ralas hierbas pardoamarillentas, cipreses cuyo follaje relucía como el aceite de fúnebres lámparas, una luz neblinosa que desplegaba alrededor de él, como un espejismo, su tapiz desgastado por el sol y en cuya trama transparente flotaban temblorosos, grises y desdibujados, los bosques, las aldeas, las colinas, las montañas, el horizonte, los campos, los bosquecillos, los pastizales casi enteramente borrados por el aire color de arpillera. En el preciso instante en que se preguntaba por enésima vez si vendría la noche —había mirado cientos de veces hacia el este, siempre de un imperturbable color ocre—, el tiempo se había detenido en La Valette, donde la criada se descomponía con extraordinaria rapidez ante las pocas personas de la aldea (y la joven dama) reunidas para velar a aquella difunta que parecía derretirse delante de sus ojos inundando la cama en la que la habían tendido vestida. Y mientras la contemplaban, fascinadas por el rápido avance de la descomposición, Angelo veía abrirse poco a poco a su alrededor la región de los castañares erizados de rocas y de las aldeas que, apenas iniciada la mañana, había contemplado desde lo alto de la primera colina. Pero mientras que de mañana y vista de lejos esa región tenía formas y colores que resultaban reconocibles, ahora, bajo aquella luz de una violencia inusitada, se descomponía en un aire tembloroso que parecía tener la consistencia de un jarabe. Los árboles eran como manchas de grasa que alargaran sus formas y sus colores en un aire formado por una trama de gruesos hilos y los bosques se fundían como trozos de tocino. A la hora misma en que, ante el cadáver, la joven señora pensaba: «Hace apenas unas horas que envié esta mujer a la aldea para que me comprara melones» y en que Angelo miraba hacia el este con la esperanza de hallar por fin las señales precursoras del final de aquel día, el inspector médico de la armada, incapaz de contenerse por más tiempo, se fue por la calle Lamalgue, tomó por la de Trois-Oliviers, atravesó la plaza Pavé-d'Amour, entró en la calle Montauban, dobló en la de Remparts, pasó por la de Miséricorde —donde algunos arroyuelos de orina fermentaban entre las piedras de la calzada calentadas al rojo blanco—, se internó en la calle del Oratoire, luego en la de Larmedieu —por la cual el puerto enviaba a vaharadas el olor de su verde estómago—, descendió por la calle Mûrier —en la que se vio obligado a saltar sobre el desagüe de un retrete— y desembocó en la calle Lafayette sombreada por plátanos, donde se sentó por fin en la terraza del Duc d'Aumale y pidió un ajenjo. Inmediatamente después de haber bebido el primer trago, se dijo que no valía la pena ser más papista que el papa. Era cuestión de un informe; no tenía más que escribirlo para salvar su responsabilidad. La gente dice todos los años: «No había hecho nunca tanto calor.» Tal vez se tratara de simple disentería. En un cuerpo gastado por los excesos. «Un síntoma premonitorio», dijo para sí, «un síntoma premonitorio, pero hay que determinar con certeza de qué, y en un cuerpo arruinado por el alcohol, el tabaco, las mujeres, las vueltas al mundo, las salazones: ¿de qué quieres que sea síntoma premonitorio? Todo lo que hubiera podido decir era que me parecía un síntoma prodrómico. ¡La cara que hubiera puesto el almirante al ser arrancado de su siesta para exponerle un síntoma meramente prodrómico! Un colapso. Pero incluso el colapso. Cuerpos estragados en los que una simple disentería puede presentar formas... asiáticas. Lejos del Ganges. La India, donde el calor engendra elefantes y nubes de moscas. Delta del Indo. Barro, cincuenta grados, ni una sombra. El agua que se pudre como cualquier otro cuerpo orgánico. En el fondo, esta ciudad no huele tan mal como dicen; no huele tan mal como hace seis meses. A menos que me haya acostumbrado. Sin embargo, el olor del ajenjo siempre me parece el mismo. A menos que el olor de esta ciudad haya pasado de la raya. Y en este caso la disentería también podría haberse pasado de la raya. ¡Raspail![1] ¡Al servicio de la humanidad! Todo eso está muy bien, pero yo soy médico militar, y un médico militar tiene superiores jerárquicos. Debo comunicarme con el almirante mediante un informe que deje mi responsabilidad totalmente a salvo. Lo demás... Si yo fuera médico civil..., pero sólo soy una rueda de un engranaje. Sin embargo, esta noche trataré de que me reciba el almirante. Tanto más porque de aquí a la noche un médico civil puede muy bien...; no tiene que andarse con tantas contemplaciones frente a un colapso. Tormenta azul ballena en el callejón sin salida del golfo de Bengala. Miasmas deletéreos a bordo de la Melpomène.» Pidió un segundo ajenjo y preguntó si esta vez no se lo podrían servir con un poco de agua fresca. En el momento en que le sirvieron su segundo ajenjo al inspector médico, la joven señora, en La Valette, se decía: «¡Parece que haya pasado un siglo!» La muerte de la criada había abolido el tiempo; la joven señora estaba fascinada por el golpe que había abolido el tiempo para su sirvienta al tiempo que cortaba todos los caminos de fuga; en el mismo momento, y a más de cuarenta leguas hacia el norte, Angelo penetraba cada vez más profundamente en las altas colinas a través de un paisaje de castañares grises y landas grises cubiertas de centauras grises bajo un cielo gris. Tenía la impresión de estar rodeado de plomo hirviente. El caballo marchaba a su aire, medio dormido. Mientras tanto, en Carpentras, el médico judío, tras decidir sin pensárselo dos veces la inhumación inmediata de los tres cadáveres hallados en el umbral de la sinagoga, entraba en su casa. Había aterrorizado al síndico. Estaba seguro de que no hablaría por lo menos hasta dentro de un día o dos. ¿Y después? Después... Bien, después no estaba en su mano impedir que la gente hablara; sobre todo porque aquello hablaría por sí mismo y en voz muy alta. Lo principal era no alarmar a nadie antes de estar seguro. La razón era que no debía sembrarse nunca la alarma, por ningún motivo, entre la población. Había también otras mil razones. Se preguntó si Rachel encontraría un cabriolé de alquiler en Vaison. Tenía confianza en ella; era capaz de encontrar un cabriolé. Se felicitó por haber pensado en Bourdeaux, que está en una garganta aireada, ventilada, en la que el aire pasa sin detenerse. Estaba orgulloso de haber tenido tanta presencia de ánimo y de un modo casi inconsciente: «Una inteligencia la mía que tiene ideas propias y obra de acuerdo con planes absolutamente libres de cualquier cortapisa sentimental. Funcionaría igual probablemente hasta en mi cadáver. El problema de la inmortalidad del alma quizá sólo sea cuestión de una inteligencia de automatismo tan perfecto que funcione hasta en un cadáver. En tal caso, no sería universal, sino prerrogativa de ciertos individuos, quizá de ciertas razas, que así tendrían el privilegio de la inmortalidad del alma.» Preparó frasquitos de láudano puro en forma de extracto tebaico, de morfina, de acetato de amoníaco, de éter, cada uno con su propio cuentagotas, una jeringa hipodérmica para clorhidrato de morfina y un frasquito de esencia de trementina. En el momento en que lo tapaba con un firme y experto golpe del pulgar sobre el corcho, en la aldehuela en la que Angelo había comido melón el hombre que tiritaba bajo los edredones saltó de la cama como impulsado por un resorte de acero y rodó hasta los pies de la mujer que respiraba con dificultad. Quedó tendido en el piso; la piel negra de su cara, que se tensaba hacia atrás como si tirara de ella una mano de una fuerza terrible, hacía resaltar sus dientes y sus ojos. La mujer se inclinó sobre él, y se dijo que quizás se tratara de una enfermedad mala, de las que se pegan. Mordió rápidamente un diente de ajo. Corrió en busca de las vecinas. El sol seguía llenando la calle, hasta el borde, de una luz yesosa, sin una sombra. Nada temblaba en el este, hacia donde Angelo miraba de vez en cuando. Trepaba por morros cubiertos de castañares grises, bajaba a cañadas grises en las que el paso del caballo levantaba copos de cenizas, seguía el serpenteo de pequeños valles entre paredones de cal viva, escalaba ribazos al paso de su caballo adormilado, seguía por las crestas calentadas al rojo blanco, pasaba por la orilla de bosques de castaños que exhalaban un aliento de fuego. Cada vez que llegaba a la cima de una colina miraba hacia el este para ver si había ya algún signo del crepúsculo. El cielo estaba por oriente del mismo gris que en el cenit. Podía mirar todo el cielo sin que lo deslumbrara el sol, pues éste no era una bola cegadora, sino una masa de polvo cegador esparcida por doquier. El cielo deslumbraba. El este deslumbraba. Miraba hacia el norte para tratar de ver en el flanco de la gran montaña las señales de la pequeña ciudad montañesa de Banon, hacia la cual se dirigía. La montaña era de un gris uniforme casi tan cegador como el gris del cielo y en el que era imposible distinguir el menor detalle. Angelo había recobrado su espíritu militar. Marchaba sobre Banon a través de aquel verano untuoso como si se tratara de un punto importante del escenario de una batalla al que tuviera que llegar sorteando el fuego enemigo. Sentía algunos dolores en el vientre. Dolores sordos, a veces fulgurantes, que le arrojaban a los ojos puñados de yeso más blanco que el cielo. Pensaba que la mujer que respiraba con dificultad había tenido razón cuando le dijo que desconfiara de los melones y los tomates. Pero si hubiera visto melones a la orilla del camino, habría desmontado sin vacilar para comerlos. Por lo demás, se decía: «Eso está en el aire. Este aire tan espeso no es natural. Hay dentro de él alguna cosa que no es el sol; quizá se trate de una infinidad de moscas minúsculas que uno traga al respirar y que dan cólicos.» Llegaba paso a paso a la cima de una eminencia más alta que todas las colinas que había escalado hasta entonces. Resultó ser, disimulado por el calor brumoso, uno de los primeros contrafuertes de la montaña. Ésta era visible desde muy lejos. Se veía desde Carpentras. El médico judío podía contemplarla desde la ventana de su laboratorio, a la que se había aproximado atraído por el hedor a cortezas de melón podrido que comenzaba a llenar la calle. En medio de aquella luz deslumbrante y más allá de los techos de la ciudad, divisaba, a diez o doce leguas hacia el este, los contrafuertes de la montaña y la eminencia un poco más alta que las otras, semejante desde donde él se encontraba a un bosquecillo de árboles que se destacaba como una giba en la larga pendiente gris. Se preguntó si la infección podía ganar esas alturas, si no hubiera valido más que Rachel se marchara en la diligencia de Blovac. Sin la cal viva, deslumbradora, que llenaba el cielo y el polvo gris que nublaba el horizonte, hubiera podido ver desde la ventana de su laboratorio, por encima del hedor a corteza de melones podridos que llenaba la calle y la ciudad, la pequeña altura, semejante, vista desde Carpentras, a un árbol en forma de bola, situada un poco a la derecha de la eminencia cuya cima Angelo había alcanzado, donde se hallaba la aldea en que el hombre que tiritaba bajo los edredones había finalmente saltado como impulsado por un resorte para caer rodando a los pies de su mujer y que, en ese preciso instante, era contemplado por cuatro o cinco vecinas que habían acudido masticando ajo y canturreaban: «¡Está muerto, está muerto!» a buena distancia de su mandíbula blanca, visible por completo, y de sus ojos desorbitados. El médico judío se dijo que quizá no debiera estar tan seguro de su inteligencia. Esas alturas le parecían mejores que Bourdeaux para proteger a Rachel y a la pequeña Judith. No estaba ya seguro, ni mucho menos, del privilegio de la inmortalidad del alma. Que Rachel fuera capaz de hallar un cabriolé en Vaison no era ya motivo suficiente para que se sintiera orgulloso de sí mismo. Su esposa no era capaz de imaginar que él hubiera podido equivocarse enviándolas a Bourdeaux. Ya no le era posible prevenirlas; estaba obligado a quedarse allí para cumplir su deber. Maldijo la inteligencia. Comprendió que, para ser lógico, debía maldecir la falsa inteligencia. Despotricó contra la falsa inteligencia. Estaba desesperado por no tener la verdadera inteligencia. Despotricó contra sí mismo. Despotricó contra Rachel y Judith, incapaces de proteger a su Rachel y su Judith. Despotricó contra esta raza martirizada por un dios de mil caras. Mientras despotricaba notó que el este se oscurecía y que iban a llegar por fin el crepúsculo y la noche. El fenómeno lo sorprendió como si fuera la primera vez que la noche se dispusiese a caer por el este. «Todos mis razonamientos son falsos», se dijo. «Ni siquiera contaba ya con una cosa tan simple. No le busquemos tres pies al gato. Rachel y Judith estarán muy bien en Bourdeaux; en todo caso, no peor que en cualquier otro lugar y, ciertamente, mejor que aquí. En cuanto a lo demás, atengámonos a los remedios de probada valía y dejémonos de lucubraciones sobre la inteligencia.» Volvió a sus frasquitos, colocó algunos en la mesa de su laboratorio y metió los otros en su maletín. Silbó una cancioncilla. Estaba al acecho del ruido de pasos en la calle y la escalera y esperaba a cada momento oír llamar a su puerta. En la aldea que se alzaba sobre la eminencia parecida a un árbol en forma de bola que el médico judío podía divisar desde su ventana en la vertiente lejana de los contrafuertes de la montaña, las mujeres habían ido a buscar al cura. Se presentó sin formalidades con la sotana desabrochada.

—Ya viene el crepúsculo —dijo—, esperemos que remita el calor... ¡Pobre Alcide!

—Ya está negro —dijo una mujer.

—Sí —dijo el cura—. Es realmente extraordinario.

Miró el cadáver, de aspecto horrible, pero tenía confianza en el crepúsculo que llegaba.

«Aunque sólo nos traiga un poco de reposo», pensó, «por lo menos que se pueda respirar.» La idea de poder respirar le permitía luchar victoriosamente contra la horrible mueca de aquella boca que mostraba hasta las encías sus raigones y sus dientes podridos.

El crepúsculo no era todavía sino un poco de azul muy pálido en el este. Lo bastante, sin embargo, para apagar las lúnulas y los racimos de pequeñas lunas que a través del follaje de los plátanos de la calle Lafayette iluminaban la acera cerca del sillón de mimbre del inspector médico de la armada. Creyó que se trataba de una nube. Soltó un bufido que atrajo la atención de los clientes sentados a su alrededor en la terraza del Duc d'Aumale. «¿Llover? ¡Ca!», exclamó en voz alta. «¡Bueno, a la mierda, pues!» Pero debía respeto a su uniforme. Contó los vasos. «No serán», se dijo, «siete ajenjos, aunque bien colmados, los que me impidan ver que se trata simplemente de que llega la noche.» Y dijo con gran calma en voz alta: «Se acerca la hora, pero en otras me he visto.» Quería decir que estaba decidido a enfrentarse al almirante.

«Todo lo que necesito», se dijo, «es pronunciar correctamente: miasmas deletéreos a bordo de la Melpomène. El resto, se lo explicaré lisa y llanamente. No me liaré utilizando términos como "premonitorio" o "prodrómico". Le diré lo que pienso. Si me contradice, es muy simple: le diré: "Yo digo que sí y usted dice que no; tenemos un medio para saber quién tiene la razón: ¡La autopsia!"» Llamó al camarero y le preguntó la hora. Eran más de las seis y media. El inspector médico se levantó y afirmó bien los pies en el suelo para enfrentarse al ajenjo, al almirante y a todo lo que le había llevado a la terraza del Duc d'Aumale. Se fue por las callejuelas. Sólo pensaba en el crepúsculo —un poco más azul ahora— y en aquella estupenda idea de la autopsia, acaso sugerida por el crepúsculo y por toda la esperanza que traía consigo la simple disminución de la luz. Una prueba magnífica —«irrefutable», se dijo— que no se le había ocurrido bajo el calor embrutecedor del pleno día y, sobre todo, bajo aquella deslumbrante luz que cegaba, que asfixiaba, que hacía latir las sienes y ver fulgurantes y trágicos retazos de vida, igual que cuando se da la zambullida mortal en el agua verde. De momento seguía haciendo el mismo calor y era preciso seguir saltando por encima de los orines y los amarillentos desagües de las letrinas. «Como un acróbata», pensó. Pero aquella luz atenuada resultaba reconfortante. Se dijo: «Mi almirante, no cabe ninguna duda, pero conozco mi oficio. He abierto en canal a chinos, hindúes, javaneses y guatemaltecos.» (No era cierto: sólo había prestado servicio activo en los mares orientales. No había estado nunca en Guatemala, pero esa palabra era consecuencia de un pequeño exceso de ajenjo que eliminaba mediante expresiones grandilocuentes.) «Lo que me repugna» se dijo, «es verme obligado a discutir, a explicar el caso, cuando lo que le ha ocurrido a ese pobre hombre de la Melpomène está más claro que el agua de un modo positivo e indiscutible. Lo que hace falta en casos como el de hoy es dejarlos sin respuesta lo más rápidamente posible; que todo lo que se les ocurra decir sea: "¡Ah, ah! Bueno... Está bien; cumpla su deber." Llevárselo todo en una fuente, trinchado y anticipadamente listo para la demostración matemática de esas correspondencias tan desagradables para los galones y la sociedad entre la respiración remota de los grandes ríos y el golpe que apaga, es un decir, cien mil vidas. Resulta más fácil explicarlas con pruebas en la mano. Ahí tiene: ¿ve el aspecto viscoso de la pleura, lo ve? Y el ventrículo izquierdo contraído; y el ventrículo derecho lleno de un coágulo negruzco; y el esófago cianosado; y el epitelio desprendido; y el intestino lleno a rebosar de una materia que yo podría comparar, para facilitar su comprensión de las cosas científicas, señor almirante, con agua de arroz o suero. Penetremos, penetremos, señor almirante a quien no debe molestarse durante su siesta, penetremos en ese metro setenta por cuarenta del gaviero de la Melpomène—, muerto a mediodía, señor almirante, mientras usted paladeaba su moka y se le preparaba el diván; muerto a mediodía, apagado por el delta del Indo y el cañón neumático del alto valle del Ganges. Intestino coloreado de un rosa hortensia; glándulas aisladas del grosor de un grano de mijo y hasta del de un cañamón; placas de Ryer granulosas; tumefacción de los folículos que se conoce como psorentería; repleción vascular del bazo; puré verdoso en la válvula ileocecal; hígado marmóreo; todo eso en el metro setenta por cuarenta del gaviero de la Melpomène, repleto como un puchero. Sólo soy de segunda clase, señor almirante, pero puedo asegurarle que aquí hay una bomba capaz de hacer estallar instantáneamente el reino como una granada sanguinolenta.»

Oyó una campanilla: era la extremaunción que llevaban a un moribundo. Saludó militarmente a la cruz.

En el almirantazgo, el guardiamarina que estaba de servicio fue más amable. Además, aquel joven cadete parecía manifiestamente inquieto. Sus rasgos estaban estirados y cuando puso la mano en el picaporte de la puerta el inspector médico advirtió que tenía los dedos arrugados y ligeramente violáceos. Se dijo: «¡Vaya! ¡Uno más!» El guardiamarina abrió la puerta y anunció: «El inspector médico Reynaut.»

En el preciso momento en que el inspector médico entraba en el despacho del almirante, en el caserío de La Valette el cura tocó el brazo de la joven señora:

—De nada serviría quedarse más tiempo, señora marquesa —dijo—; esas mujeres van a ocuparse de todo; he encargado a Abdon que se ocupe del ataúd.

La joven señora roció el cadáver con agua bendita y salió con el cura. Había anochecido, pero seguía haciendo aquel calor asfixiante.

—Tengo la impresión —dijo ella— de que ha sido por mi culpa. He mandado a esa mujer a comprarme melones en lo más fuerte del calor. Debe de haber cogido una insolación en esas grandes escaleras de piedra, cuya reverberación es mortal. Bien que lo noté cuando las bajé corriendo. Soy responsable de su muerte, señor cura.

—No lo creo —dijo el señor cura—. Puedo tranquilizar a la señora marquesa por ese lado, aunque me temo que voy a asustarla por otro, pero sé bien lo crueles que son los tormentos de la conciencia. Los otros tormentos serán seguramente más soportables para el alma intrépida que sé que tiene la señora marquesa. Otras tres personas han muerto esta tarde y de la misma manera: Barbe, la viuda de Génestan, Joseph Valli y Bruno Honnorat. Vinieron a avisarme casi al mismo tiempo y fui a verlas. Se lo digo por no ocultarle nada, y eso es lo que me ha hecho atreverme a pedirle a la señora marquesa que regrese al castillo.

La joven señora se estremeció de pies a cabeza.

—Corramos —dijo el cura medio enloquecido—, eso excitará su sangre.

 

 

Era el momento en que Angelo, llegado a la cima de la eminencia, veía al fin que el crepúsculo se manifestaba por el este. Desde el lugar en el que se hallaba dominaba más de quinientas leguas cuadradas que se extendían desde los Alpes hasta los macizos que bordean el mar. Aparte de los picos acerados que se elevaban mucho en el cielo y los muy lejanos y escarpados acantilados negruzcos del sur, toda la región estaba aún cubierta de las viscosidades y brumas del calor. Pero la luz era ya menos violenta y, a pesar de los cólicos que hacían retorcerse de vez en cuando su vientre y de una irritación que inflamaba sus riñones y su cintura, Angelo se detuvo un rato para asegurarse bien de que aquello era el crepúsculo. Y lo era: gris y ligeramente amarillento como la paja de los jergones.

Angelo aguijoneó a su caballo, que se puso al trote. Llegó a un pequeño valle que, tras algunos rodeos, lo condujo a la linde de una pequeña planicie al cabo de la cual, pegada al flanco de la montaña, vio una aldea cenicienta disimulada entre pedregales y bosquecillos de robles grises.

Llegó a Banon hacia las ocho, pidió dos litros de vino de Borgoña, una libra de azúcar moreno, un puñado de pimienta y un bol para ponche. El personal del hotel, que era cómodo y montañés, estaba habituado a las extravagancias de las personas solitarias. Miraron tranquilamente a Angelo mientras, en mangas de camisa, preparaba su brebaje, en el que ensopó media hogaza de pan cortado en dados. Al revolver el vino, el azúcar moreno, la pimienta y el pan en el bol para ponche, a Angelo, que refrenaba un furioso deseo de beber, se le llenaba la boca de saliva. Engulló su media hogaza de pan y el vino azucarado y pimentado a grandes cucharadas. Sus cólicos se calmaron. Comía y bebía al mismo tiempo, lo cual era excelente a pesar del calor, que seguía siendo descomunal y hacía crujir el alto artesonado del comedor. Estaba claro que la llegada de aquella noche tachonada de estrellas no traería ninguna frescura. Pero en todo caso había desaparecido aquella luz obsesionante tan viva que Angelo a menudo sentía aún en los ojos su blancura cegadora. Pidió otras dos botellas de vino de Borgoña y las bebió mientras fumaba un pequeño cigarro. Se sentía mejor. Sin embargo, tuvo que agarrarse con todas sus fuerzas a la barandilla de la escalera para subir a su cuarto. Pero era a causa de las cuatro botellas de vino. Se acostó atravesado en la cama con el pretexto de contemplar a sus anchas el puñado de enormes estrellas que llenaban el hueco de la ventana. Se quedó dormido sin quitarse siquiera las botas.



[1]    Alusión al químico francés François-Vincent Raspail (1794-1878), autor de un tratado de química microscópica aplicada a la fisiología en el que atribuía a parásitos internos y externos el origen de las enfermedades y preconizaba el uso del alcanfor como antiséptico por excelencia. (N. del T.)

FUENTE:

Título de la edición original:

Le hussard sur le toit

© Éditions Gallimard

Paris, 1951

 

Publicado con la ayuda del Ministerio francés de la Cultura

y la Comunicación

 

Portada:

Julio Vivas

Ilustración de Ángel Jové a partir de un fotograma de la película dirigida por Jean-Paul Rappeneau y distribuida por Cine Company S.A.

 

Primera edición: septiembre 1995

Segunda edición: enero 1998

 

© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1995

Pedro de la Creu, 58

08034 Barcelona

 

ISBN: 84-339-0686-0

Depósito Legal: B. 1893-1998

Printed in Spain

Liberduplex, S.L., Constitució, 19, 08014 Barcelona

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas