Francisco de Quevedo
Casa de locos de amor
y otras prosas festivas
Casa de locos de amor 3
El chitón de las tarabillas. 10
Gracias y desgracias del ojo del culo. 22
Genealogía de los modorros. 28
Origen y definición de la necedad, con anotaciones a
algunas necedades de las que se usan su autor, don Francisco de Quevedo. 34
Capitulaciones matrimoniales y Vida de Corte y oficios
entretenidos en ella. 40
Carta de las calidades de un casamiento. 50
El siglo del cuerno. 53
Desposorios entre el Casar y la Juventud. 55
Carta a la Rectora del Colegio de las Vírgenes. 57
Carta a una monja. 58
Alabanzas de la moneda. 59
Lo más corriente en Madrid. 60
Memorial que dio Don Francisco de Quevedo y Villegas en
una academia, pidiendo una plaza en ella. 63
Pragmática que este año de 1600 se ordenó. 65
Premáticas y reformación de este año de 1620 años. 68
Pragmática que han de guardar las hermanas comunes o
Premáticas contra las cotorreras. 70
Premática que se ha de guardar para las dadivas a las
mujeres de cualquier estado o tamaño que sean. 73
Premáticas del desengaño contra los poetas güeros. 75
Premática del Tiempo. 77
Premáticas destos reinos. 83
Pregmática de aranceles generales. 85
La Perinola. 91
A don Lorenzo Vánder Hámmen y Leon Vicario de
Jubíles
Una mañana de las de enero, señor Lorenzo, que
el frío y la pereza me embargaron el cuerpo en mi cama más de lo acostumbrado,
consultando un pensamiento amoroso con la almohada (gran maestra de fábricas de
viento), me hallé tan lejos de mi como cerca de un desengaño, que se me
representó en la idea de la locura de amor. Parecióme oír aquel verso que
Virgilio tomó de Teócrito:
Ah, Coridon, Coridon, qua te dementia caepit
Y sin ver por dónde fui llevado, me hallé en un
prado más deleitoso y ameno que lo suelen mentir poetas de primera tonsura, que
cursando los primeros años en las flores de los jardines, pasan luego a las
Indias por tesoros, con que, según piensan, enriquecen sus pobres papeles. Allí
vi dos claros arroyos, uno de amargas, otro de dulces aguas, juntarse con tan
sonoro murmullo, que lisonjeaban los oídos de los por la ribera pasaban; y vi
que con esta agua templaba amor el oro de sus flechas, según colegí de los
oficiales, ministros suyos, que en esto se ocupaban. Por estas señas pensé que
estaba en los celebrados jardines de Chipre, y ya quería buscar aquella
memorable colmena de donde salió la abeja que se atrevió a picar al señor
Cupido, y dio ocasión a Anacreonte a hacer aquella dulcísima oda. Y no pensaba
mal, pues las mismas señas da el Poliziano en su Historia:
Sentesi un grato mormorie dell’ende
Che fen duo freachi e lucidi ruscelli
Versando dolce con amar’liquere
Ove arma de l’oro de’suoi streli Amore.
Mas a esta sazón vi en medio del prado un
maravilloso edificio, con una gran portada de fábrica y de excelente artífice
labrada. En los pedestales, en las basas, columnas, cornisas, capiteles,
arquitrabes, frisos y demás partes de que se componía la fachada, estaban mil
triunfos de amor imaginados de medio relieve, que juntamente con muy graciosos
brutescos, hacían
historia y ornato, y representaban misterio. Debajo del capitel, en una bizarra
tarjeta, se veían con letras de oro tallados estos versos:
Casa de locos de amor.
Do al que mas sabe de amar
Se le da mejor logar.
La variedad de
piedras y diversidad de colores de que se componía la hacían vistosa mucho; era
bien capaz, y estaban sus puertas abiertas siempre a todos los que por ella
querían entrar, que eran infinitos. Hacia oficio de portero una mujer de rara
hermosura: su rostro era celestial y hechiza de los hombres; su talle airoso, y
su cuerpo bien proporcionado, adornado de ricas y costosísimas telas y joyas.
Tal al fin era toda, que convidaba a amor y decía su nombre que era Belleza. A
ninguno negaba el paso, ni la pedía ninguno más licencia que mirarla. Yo, que
no era ciego, aficionado de tan peregrino palacio, con esta licencia me entré
también al primer patio, donde hallé infinidad de gente, y a todos tan trocados
de lo que antes fueron (y a mi con ellos), que apenas unos a otros se conocían:
los trajes mudados, los rostros melancólicos, penados, pensativos y amarillos
(color de que amor viste sus criados). Díjolo Ovidio en su Arte amandi:
Palleat omnis amans, color ast hic aptus amanti
Y Horacio, Oda
10, lib.3:
Netinctus viola pallor amantium
Y el Camoes, en
canto 9 de sus Lusiadas:
As violas da cordos amadores.
Allí no se
guardaba fe a los amigos, lealtad a los señores ni respeto a los parientes. Las
primas se hadan terceras, y estas primas; las criadas señoras, y los señores
criados. Casadas vi amigas del más amigo de su marido, y aun maridos muy amigos
del más amigo de sus mujeres. Esto estaba yo contemplando cuando por medio de
todos atravesó un hombre de extraña forma, lleno de ojos y oídos, y al parecer
astuto. Porque no me ganara por la mano, le quise preguntar primero yo quién
era y qué hacia allí. A ambas cosas me respondió así: «Mi nombre es Zelos; y
muy bien me conocéis vos, porque a no ser así, no estuviérades en este patio.
Yo, aunque soy grande parte de acrecentar el número de los enfermos y furiosos
que aquí hay, soy loquero, y sirvo de castigarlos, no de curarlos; que antes
suelo acrecentarles el mal. Si queréis saber más de las cosas desta casa, no me
lo preguntéis a mí, que por milagro digo verdad, porque dejo de ser quien soy
en diciéndola. Soy gran invencionero, y contaros be mil mentiras. Aquel
venerable anciano que allí se pasea muy aprisa es el administrador; él os
informará (bien que a la larga) largamente de todo lo que quisiéredes.» Con
esto me dejó, y sin más detenerme llegué al viejo, y conocí ser el Tiempo. Pedíle
me mostrase los cuartos de aquel palacio, que quería, como forastero, ver
algunos locos mis compañeros. Mas porque, según me dijo, andaba curando los
enfermos, desde adonde estaba me los mostró, me dio licencia y me dejó ir solo.
Y apenas salí
de aquel primer patio (donde los locos andaban barajados, y sin que se pudiese
distinguir del manjar que era cada uno), cuando el primer cuarto que encontré
era el de las doncellas; porque en lo más fuerte de la casa estaban las
mujeres, como locos más furiosos, aprisionadas. Estaba en él una llorando de
celos de una soltera, otra queriendo a un galán sin osárselo decir; otra
escribiendo un papel con mil reveses, y con tantos tuertos como renglones; otra
pidiendo una música a su amante, que es lo mismo que pedir dijese en la
vecindad la pretendía; otra le estaba diciendo al suyo que era suya, pero que
ni pretendiese más delta ni quisiese a otra: él decía que lo haría así, y ella
lo creía. Unas querían casarse por amar, y otras a hombres casados (esas
estaban apartadas con los incurables). Otras tenían requiebros, que llaman por
las ventanas y quicios de puertas. Estas no eran locas, sino inocentes. Aquí no
me atreví a detenerme mucho, porque corre un hombre riesgo entre esta gente; y
el que más bien libra suele salir condenado a casamiento, que es tomar un
arrepentimiento de por vida; y cuando esto no, a sufrir una misma mujer todo el
año, sin redención deste cautiverio. Tampoco osé hablar con ninguna, porque
temí que luego había de pensar estaba enamorado della; y así pasé al siguiente
cuarto, que era el de las casadas.
A muchas destas
tenían atadas sus maridos, y así no podían ejecutar las temas de sus locuras
todas veces; si bien otras quebraban las prisiones, y eran más furiosas que las
libres. Muchas andaban sueltas por el cuarto, no porque estaban libres, sino
porque ellas lo eran. Unas quitaban a sus maridos para dar a otros que diesen,
y estas no caían en la cuenta basta que se acababa el gasto; y otras fingían
romerías (que en buen romance eran ramerías) por ganar la gracia de sus
galanes. Una vi que sufría de su marido unas sospechas averiguadas, porque
fuesen horros, y a ella no la fuese nadie a la mano (digo a nada a la mano); y
otra que hacia sus mangas con dar labor fuera. Unos iban al baño y so manchaban,
y otras al confesor, por encontrar al mártir. Algunas vengaban los pensamientos
del marido con obras propias, que como dice un apasionado (Juvenal, sátira 13):
Vindicta
Nemo magis gaudet, quam foemina.
Y el pagarse
adelantado es para ellas la mayor venganza. Cuál estaba melancólica por la
dilación de cierto efecto. A una muy amiga de su coche pregunté que por qué le
quería tanto, que nunca salía dél, y me respondió que porque tenia cortinas que
se corrían. Pudieran muy bien (dije yo) de que no se corre vuestro marido, y
ella corriendo me dejó. Entre toda esta máquina no estaban las que tenían los
maridos en Indias, o andaban en comisiones, porque todas vivían al fuero de
solteras, y como conjuradas, no eran tenidas por miembros desta república.
El siguiente
cuarto era el de las reverendas viudas, locas de ciencia y experiencia. Estas
estaban todas muy graves, esto es, pesadísimas, y cada una daba en su tema, mas
a lo disimulado, pero no tanto que encubriesen el frenesí; porque a una dellas
vi que juntamente lloraba por el marido y reía con el amigo; otra muy tocada de
sus tocas, y más de la vanidad, hacer grandes presentes, sin acordarse de los
pasados. Muchas sin tocas ni monjil, discurrir por el cuarto tan compuestas,
que disimularan fácilmente el ser simples con quien no las conociese; mas no
faltó quien dijo eran viudas apóstatas, y que las tenia allí (a nuestro modo de
hablar) la
Inquisición. Otras, de bien diferente humor, estaban
apostando a quién más larga traía la toca; y en algunas destas advertí que
pudieran ahorrar de saya entera. Vi que todas las viudas pasantes eran las
primeras que se enamoraban, por más puntos que tuviesen, y que las más mozas no
esperaban a ser visitadas. Andaban por allí muchas devotas, y devotas de muchos
con las cuentas en las manos, cuenta con los bienes ajenos. Estas eran herejes
de amor, y las más estaban penitenciadas con perpetuos ayunos (que también
tienen cuaresma los carnales). Otras traían tocas de gasa y nevadas con
repulgos gordos, y su poco de moño o copete, como antiguamente se decía. Estas
ya se ve cuán ocasionadas estaban. Otras se ponían color, como si tuviesen
vergüenza; y algunas se querían casar mil veces; y al fin, cada loca estaba con
su tema. Eran estas, entre todas, las más insufribles; porque como había pocas
mozas, y todas habían sido señoras de su casa y lo eran, cada una quería
mandar, y así tenía harto que hacer con ellas el enfermero. Cansado de tan
insufribles sabandijas, pasé adelante y llegué al cuarto de las monjas, que no
son lasque hacen menos locuras; y aunque de razón habían de ser fáciles de
curar, había hartas muy peligrosas. Estaban todas detrás de fuertes rejas, que
para esto no les vale la locura, aunque tal vez amor ha dado dispensación; y
ellas, que no conocen otro superior en cuanto les dura este mal, le obedecen
sin reparar en que las ha de hacer la pena cuerdas. La mayor parte destas
estaba escribiendo billetes (que su ordinario es muy ordinario), y todas
jugando en ellos del vocablo, desde la cruz hasta el Dios os guarde y sea de esos
papeles por quien él es. Todas las locas deste cuarto estaban hablando de noche
y de día sin cesar, y algunas pensando siempre que eran muy discretas. Unas
andaban enamoradas de otras muy en forma, y las paseaban, festejaban y pedían
celos. Estas eran tontas, y así andaban sueltas, por no las tener por locas de
perjuicio; pero lo cierto es lo eran, aunque no se les conociese bien por
entonces la enfermedad. Las que tenían más devociones eran las más pecadoras, y
no eran pocas, porque ninguna se contentaba con dos. Todo esto nacía de la
mucha ociosidad; donde la hay por fuerza ha de haber grande amor, como lo
sintió el Petrarca en el Triunfo del amor:
Ei nacque d'otio, e di lascivia humana.
Y antes que él,
Séneca en su Octavia:
Amor est; juventa gignitur; luzu, otio
Nutritur, ínter lacta fortunae bona.
Pero no se
entiende mucho amor con muchos, como ordinariamente tienen estas locas, sin que
tenga reparo esta treta. Había aquí quien aceptaba más libranzas que un banco
genovés, o Fúcar, con solo el caudal de su sazonado dulce. Unas hacían terceras
de las de les bordones, y otras tenían por bordón hacerse primas de todos, si
bien toda esta música era de falsas. Otras hacían lo que ellas llaman trabajos
(yo colación) para sus galanes; y me pareció que era bien pensado dar colación
a galanes ayunos. Unas deseaban que el que era visitador no las visitase, y
otras que las visitase el que no era visitador. Las menos locas se enamoraban
del médico de casa. Estas andaban Iras la andadera, y la hacían andar (como dicen) más que
de paso. Aquellas buscaban siempre locutorios prestados, que pagaban los pobres
devotos, y algunas había tan rematadas, que les pedían a los suyos doseles y
cera: cosa con que se suele quitar el amor mejor que con una ingratitud. Al fin
tantas enfermas había en este cuarto, que casi me dio compasión; y aun el
enfermero desesperaba de su salud, porque como todas estas eran amantes de
anillo, que solo se mantenían de la esperanza (cosa que con el efebo muere al
punto, el cual nunca las llegaba), era su mal incurable y insufrible.
Desde este
cuarto pasé al de las solteras; y vi que todas andaban más sueltas que las
demás. Eran pocas las furiosas, y esas fáciles de sanar, y me dijeron había
cada día en este cuarto locas nuevas, y muchas convalecientes; y que en la casa
de los tocos del interés había muchas más destas que en la de los de amor.
Algunas vi allí que se hallaran muy mejor con el cuarto, si fuera real, otras
que desnudaban al hombre más honrado (bandoleras de poblado) por vestir al más
pícaro, como el tal hubiese ganado nombre de bravo y caudal para coleto de ante
y daga mayor de marca; y aunque es obra de misericordia vestir al desnudo, es
obra de crueldad desnudar al vestido. Había locas de extremado humor, perdidas
por un poeta, y si este era cómico, rematadas, porque por lo menos las sacaba
cada día al tablado en estatua, y las hacía los cabellos de oro, los dientes de
perlas, y todo el cuerpo de piedras preciosas; y que tenían por gusto verse en
un romance en hábitos de pastoras, y acompañar así a los muchachos que iban al
mercado. Las perdidas por los que el mundo neciamente llama señores me cansaron
grandemente, por ver no escarmentaban en tantas como infamaban cada día por
preciarse mucho de publicar sus empleos, y cuan arrastradas andaban de
ordinario, ya en poder de la justicia, ya desterradas, ya emparedadas en las
galeras, ya perseguidas de las propias mujeres; y que cuando más bien medraban,
paraban en un convento contra toda su voluntad. Unas daban en comer barro por
adelgazar, y adelgazaban tanto que se quebraban. Andaban estas más amarillas
que las otras; pero ninguna como un oro. Muchas se quitaban años, y se daban
buenos días y aun mejores noches si solo pueden ser las tales. Una vi que iba a un
astrólogo a que la levantase una figura, y él la levantaba más de dos
testimonios; otra se levantaba a ella la figura, pero con crecer los chapines.
Cuál por parecer bien daba en afeitarse: esta era notable locura, pues
desengañaba con lo que pensaba engañar. Cuál se enrubiaba algunos días, y tal
vez tanto que se la podía decir muy bien el epigrama de nuestro Baltasar de
Alcázar:
Tus cabellos, estimados
Por oro contra razón,
Bien se sabe, Inés, que son
De plata sobredorados.
¡Qué dellas se
ponían cabelleras o moños, como ellas las llaman! ¡Cuántas dientes, sebillos y
mudas, aunque no tan mudas, que no decían a todos lo que eran! Y en efebo,
algunas había tan vestidas de plumas ajenas (que se precian de pelar), que si
las despojaran dellas, quedaran tan ridículas como la corneja de Horacio.
Muchas tenían una madre vieja, aunque nunca lo hubieran sido, que mandaba hasta
en la voluntad de la hija. La madre llamaba, y la hija escogía, y muy pocas
destas guardaban la ley de amor, que o las corrompía el interés o el vicio.
Díjolo galanamente un lucido poeta desta edad, y no poco conocido de todos:
Ella dice que es virgen, y no miente,
Que el deleite de amor aun no ha probado.
Y si remeda el gusto, no le siente;
Que el interés, de un alma apoderada,
Adormece del cuerpo las acciones
Y tiene al apetito encarcelado.
Por esta causa
pues eran de todas las otras tenidas por herejes, y que se hacían locas por
librarse. Salí de aquí, y hallé a los hombres muy cerca de las mujeres (pared
en medio como dicen); y esta era su mayor locura, no querer apartarse de ellas,
aunque con particular cuidado lo procuraba el administrador, por parecerle ser
este el primer remedio que se les había de aplicar; mas ellos despreciaban
médico y medicina, y querían más su enfermedad que su salud, que como siente
cierto acuchillado (Propercio, lib. 1):
Solus amor morbi
non amat artificem.
Y así
obstinados en este error, acababan en semejante mal, y pensaban que hacían
bien; y otros que (aunque es peor) veían lo que hacían, y lo hacían. Así lo
confiesa de sí un lisiado desta dolencia, Petrarca, en una canción
Quel che, so reggio, è non inganna il vero
Mal conosciuto ansi mis sforza amare.
Y pegósele de
otro que dijo de sí lo mismo: Ovidio, 7, Melamorph.:
Quid faciam video, ne me ignorantia veri
Decepit, sed amor.
No estaban los
locos en cuartos diferentes, porque las acciones de cada uno decían a quien
atentamente los mirase, su inclinación, su tema y su locura. ¡Cuántos vi muy
galanes y sin camisa! ¡Cuántos con caballos para pasear y sin un cuarto para
comer! ¡Cuántos que no tenían pan y los tentaba la carne! Uno iba a un discreto
a que le notase los papeles, y otro le notaba que era un gran majadero. Otro
quería enamorar por lindo, muy preciado de tufos y guedejas, manos blancas y
pies chicos, siendo un Lucifer en la cara y con esfuerzo en el talle, sin saber
que siempre quieren ellas ser las lindas de casa. Otro por lo valiente (gran personaje del
trago y la tabaquera), no considerando que las más son medrosas. Unos vi que
salían de noche a no más que a salir de noche; y otro que se enamoraban porque
veían a otros enamorados. Este iba a todas las fiestas a enamorarse,
haciéndolas días de trabajo, y aquel andaba de casa en casa, como pieza de
ajedrez, sin poder nunca coger la dama. Unos decían masque sentían, y otros
sentían y no decían palabra. A estos locos mudos tuve gran lástima, y les
aconsejara yo que se enamoraran de unos adivinos; mas como los locos nunca
oyen, no les dije nada. Los desvanecidos se enamoraban de personas tan altas,
que nunca las alcanzaban. Destos hay muchos en palacio, galanes obligados a
enamorar las mejores damas, sin más caudal que sus cuerpos gentiles, y cual o
cual faltilla personal que se les ve a tiro de arcabuz. Los desconfiados (gente
de juicio y seso, y por la mayor parte necesitados) se pagaban de mujeres tan
bajas, que los dejaban alcanzados. Vi a los liberales, que hadan tocios los
días larguezas, que no las daban ni aun gusto; que los lacerados, que hacían
todos los días de guardar, sin dejar holgar ninguno.
Los casados
andaban todos con esposas; pero pocos por eso menos furiosos. Unos destos,
huyendo de sus mujeres, daban en las ajenas, y otros se nadan bravas porque los
sufriesen; si bien algunas veces se hallaban engañados, y en lugar de leones
fieros quedaban hechos mansos corderos; otros teman por amigas las amigas de sus mujeres, y algunos por comadres a las madres de sus
hijos.
Los viudos, escarmentados de la tempestad
pesada, buscaban puerto a la puerta de quien los quería acoger, y muchos se
casaban por el tiempo de su voluntad.
Los solteros acudían a todas partes. Aquí se
enamoraban, allí pedían celos, aquí se los daban, allí se los quitaban. Mil
pelones vi con pluma y mil desdichados con venturones. Unos concertaban mil
desconciertos, y otros iban a la casa de la gula y a la de la lujuria. Entre
tantos, lo que me admiró fue que ninguno negaba que estaba loco y no por eso lo dejaba de estar.
Los más músicos
gastaban sus cuerdas con muchas locas. Los más poetas hacían sus coplas a quien
les hacia la copla. Los más gentilhombre» hacían sus diosas a quien eran
odiosos, y los más discretos decían sus dichos a quien publicaba sus desdichas.
Andaban los
aficionados por doncellas rondando calles de día, contemplando ventanas de
noche; unos hablando criadas porque los admitiesen por criados, otros cohechando
dueñas porque los hiciesen dueños; llenas las faltriqueras de papeles, y los
sombreros con más cordones de cabellos, cintas y anillos de azabache que tiene
un buhonero. Loco había destos que no había hablado a su señora palabra, ni la
podía ver sino tal y tal fiesta del año, conviene a saber, noche de Navidad, de
Jueves Santo, de San Juan y la Porciúncula.
A unos los entretenía una criada seis años con papeles de su
letra, sin que ellos entendiesen la letra, valiendo con ellos como sí fuera de
cambio.
Los locos de
casadas se preciaban de recatados, mas no por eso hacían menos locuras. Los más
eran amigos de los maridos, y los menos se guardaban mucho dellos, o porque
ellos no veían, o no querían ver; y así, raros eran los que morían deste mal.
Estos, o daban meriendas en huertas, o prestaban coches o aposentos de comedia,
que para el señor marido no faltaba una amiga que las llevase; y siempre ellos
eran unos buenos hombres y lo creían todo.
De locos de
viudas había dos géneros: o que eran queridos, o que no lo eran. Estos
libremente pretendían cautivarse, y aquellos tenían amor sin temor, si no era,
cuando mucho, de cualquier pariente o hermano. Pasaban su carrera a rienda
suelta, y eran locos desenfrenados.
Los de monjas
tenían mucho de necios o algún poco de virtuosos, pero a unos y a otros los
llaman los demás, zánganos de amor. Unos estaban muy de veras enamorados, y
otros iban siempre a misa a la iglesia del tal monasterio, que es lo que hay
que desear en género de locura. Todos pasaban grandes desdichas ya agradando a
las viejas de casa, y a las freilas sargentas o donadas que las servían, ya
sufriendo una cruel tornera, ya en el torno la espuerta de las lechugas, de
alcuzas del aceite y la cesta de los jarabes y purés. A uno vi señalados los hierros
del locutorio, y otro aquí tan perdido, que se pudiera decir dél lo de
Abenamar:
A los hierros de una reja
La turbada mano asida.
Todos los locos
de solteras eran muy apasionados desta enfermedad, aunque algunos de otras que
suelen doler más, y aun hacer astrólogos a sus dueñas. Los más destos eran
mocitos, hijos de vecino, cascabeles, y luego se metían a pendencieros. Otros
conquistaban con amor y dinero, y estos raras veces dejaban de vencer, porque
peleaban con armas dobles, y para estas señoras las armas más fuertes y
poderosas son las de Felipe, rey de España. Los extranjeros gastaban haciendas,
por no temer quedarse en cueros; los naturales se reían dellos, y ellas de unos
y otros.
Con este último
género de locos rematé diferencias que pude ver por entonces; y cuando más
descuidado caminaba para otro cuarto, me hallé, sin pensar, en el primer patio,
donde vi nuevas maravillas. Vi que por horas se aumentaba el número de los
locos. Vi al Tiempo ponerse en medio de algunos amantes, y que ellos se iban mejorando.
Vi a los Zelos castigar a los más confiados. Vi a la Memoria renovando llaga
viejas; al Entendimiento encerrado en un aposento oscuro, y a la Razón con una venda en los
ojos. Divertíme algún tanto en esto; mas cansada la vista de tanta atención,
volví a un lado, y vi un postigo muy pequeño que apenas se podía salir por él,
y que la Ingratitud
y Sinrazón daban por allí libertada algunos. Yo, por gozar de la ocasión,
apresuré el paso, pretendiendo ser de los primeros, a tiempo que mi criado
estaba a grandes llamándome, porque era ya muy entrado el día. Con esto volví
en mí y me hallé en mí cama, pero con algún pesar de haberme quedado en la casa
de los locos; si bien con gran conocimiento de que amor y sus vasallos es todo
locura; y confieso a vuesa merced que ahora veo más despierto, doy crédito a lo
que entonces Toda esta locura conocieron maravillosamente los antiguos, y muy
bien Plauto cuando dijo:
Amor formae rationis oblivio est, infaniae
proximus.
Sed amori accedunt etiam haec, quae dixi minus,
Insomnia, aerumne, error, terror, et fuga,
Ineptia, stultitiaque adeo, et temritas,
Ingitientie, excors inmodestia,
Petulantia, cupiditas et malevolentia;
Y Séneca:
Amor formae rationis obtivio est, et inseniae
proximus;
y muchos más,
que vuesa merced habrá leído y sabrá mejor; con que se puede confirmar por cierta
la imaginación de mi fantasía.
De vuesamerced
servidor y amigo.
El doctor Cebrián de Amocete.
A vuestra
merced que tira la piedra y
esconde la mano
Sentiría mucho que tan grave personaje se
corriese de que le llamo merced: ya sé que a ratos es casi Excelencia, a ratos
Señoría y a ratos vos; todo esto, batido a rata por cantidad, le viene de molde
una merced muy reverenda, que también sabe vestirse deste título. Demonio es el
señor Pedrisco de Rebozo, Granizo con Máscara, que no quiere ser conocido por
quien es, sino por honda, que ya tira chinas, ya ripio, ya guijarros, y esconde
la mano, y es conde y marqués, y duque, y tú, y vos y vuestra merced. Yo, que
veo conjurar las nubes que apedrean los trigos y las viñas, viendo cuánto más
importa guardar [de] la piedra la justicia, el gobierno, los ministros y el
propio Rey nuestro señor como heredad donde se deposita todo el bien del mundo
y toda la defensa de la
Iglesia, he determinado conjurar a vuestra merced, señor
Discurso Tempestad, tan inclinado a la pedrea que creo que ha tirado hasta las
piedras que están en las vejigas.» Tiene vuestra merced tan empedrado cuanto se
ordena, y tan apedreado, que me es forzoso darle a conocer y advertirle que,
pues tiene el tejado de vidrio, obedezca la cola del refrán, que vuestra merced
es el solo remedio que elijo y escojo para esto. ¡Qué fue de ver a vuestra
merced, Excelencia, tú y Señoría, cuando se bajó la moneda, disparando chistes,
malicias, concetos, sátiras, libelos, coplillas, haldadas de equívocos (si
baja, no baja, y navaja, y otras cosas deste modo), motetes de las alcuzas y
villancicos de entre jarro y boca de noche! ¡Qué morrillos no disparó como un
trabuco, cuando vio tratar de descubrir minas! No sé si después que se formó la Junta sobre esto está más
bien con el arbitrio, pero antes decía: «El intento más descubrirá necesidad
que oro; tan gran monarquía no ha de mendigar el polvo de los ríos y examinar
la menudencia de las arenas.» De segunda pedrada decía vuestra Excelencia que
Tajo, Duero, Miño y Segre tienen oro en los poetas, como los cabellos de las
mujeres, y que el que se halla es a propósito para hablillas, no para socorros;
que no se había de admitir que diferentes vagamundos anduviesen sofaldando
cerros. Escondía vuestra merced la mano en tirando este nuégado, sin advertir
que no solamente se hizo en Roma esta diligencia, como se lee en Tácito, «sino
que, fiados en la multitud del oro que esperaban, gastaron el que tenían», lo
que no ha sucedido ahora. Pues, ¿quién duda no sólo que es lícito el bucarle en
los ríos y las minas, sino la más atinada solicitud y la más cantiosa y decente
a los monarcas? Oye tú a Casiodoro, lib. IX, epístola, a Bergantino; Atalarico
rey: «Si el continuo trabajo busca tan diferentes frutos para comprar con la
comutación acostumbrada la plata y el oro, ¿por qué no buscaremos aquellas
cosas por las cuales buscamos todas las demás?» Señor Tira la Piedra, mire vuestra
Señoría si este buen rey va desempedrando lo que vuestra merced apedrea. Pasa
adelante: «Por lo cual, al oro rusticiano de nuestra juridición, en la
provincia de los Brucios, mandamos que sea destinado Cartario, para que por
Teodoro (así se llama [el] artífice destas cosas), fabricadas las oficinas
solenemente, se escudriñen las entrañas de los montes.» Señor Esconde la Mano, aquí el rey
desempedrador habla en propios términos y no se cansa: «Éntrese con el
beneficio del arte en los retiramientos y senos de la tierra y sea buscada la
naturaleza en sus tesoros, donde está rica; por lo cual, cualquiera cosa que
para ejercer el magisterio de esta arte fuere menester, vuestra orden lo
disponga, pues es cierto que buscar el oro por guerras no es lícito; por mar,
no es seguro; por falsedades, no es honesto, y sólo es justicia buscarle en su
naturaleza.» ¿Pues cómo, maldito, lo que es justo será reprehensible ni
ridículo? ¿Ves tú que eres más veces echacantos que tirapiedras? Pues éste a
quien se mandó ejecutar todo esto era Bergantino, varón y conde patricio, y no
era Bergante; digo yo: si vuestra merced oyera decir: «Al Rey han dado por
arbitrio que desempeñe al reino con el oro que hay en las minas y ríos de
España, y le ofrecen grandes tesoros en esto», y él se ríe y ha dejado por locos
a los que se lo proponen, ¿qué tirara vuestra merced? Piedras es poco, losas no
es harto; arrojara tarazones de montes y mendrugos de cerros. ¡Cuál anduviera
vuestra Excelencia cargado de los libros donde llaman a Tajo «de las arenas de
oro»! ¡Alegara vuestra merced la estangurria dorada de Darro y el mal de orina
precioso del Segre; luego salieran minas corrientes en Miño, y vuestra merced,
hecho Midas de todos los arroyos, para acusar al gobierno los volviera en oro y
en plata, y jurara de Brañigal lo que de Potosí, y si fuera necesario, del
propio arroyo de san Ginés, que sólo corre minas vaciadas y no de las que se
pueden vaciar! ¡Cuál alegara esa mano, que juega al escondite de chismes, lo
que escribe Justino de Galicia, donde dice: «Hay tanta plata que eran deste
metal los pesebres, los clavos, los asadores y todos los vasos viles»! ¡Qué
gritos diera vuestra merced por tesoro que cuentan de los Pirineos cuando se
encendieron con los rayos! ¡Cómo dijera vuestra merced: «Oh, cuán fácil fuera
al Rey freír aquellos montes y sacarles el zumo al privado y ministros del
gobierno»! ¡Qué cuenta de millones usurpados a esta monarquía le hicieras tú y
Señoría por no haber ayudado a este arbitrio por que hoy les estás
descalabrando! Pues dime, Tira la
Piedra, Escariote de advertimientos, que los besas y los
vendes: ¿qué ha de hacer nuestro Rey, qué los ministros, si ni les es lícito
admitir ni desechar arbitrios? ¿Ves quién eres, que sólo condenas lo que se
hace y siempre alabas lo que se deja de hacer? Eres las viruelas de los que
pueden, mal que da a todos, y de que ninguno se escapa, y de que muchos no
escapan. Pues advierte que en el gobierno de nuestro gran Rey no has de dejar
señal ni hoyos, ni en la intención del valido y ministros, porque al Rey su religioso
y prudente celo le libra de tus manos, y a los ministros y al valido se las ha
atado la humildad y conciencia, que a ser otro, ya vuestra Señoría tuviera las
suyas donde tirara uñas y no piedras. Pues si decimos de la baja de la moneda,
aquí es donde no te das manos a tirar: un Briareo eres en cascajar. ¡Cuál andas
por los corrillos chorreando libelos, y en las conversaciones rebosando
sátiras, empreñando las esquinas de cedulones! Si hablas haciendo recular las
cejas hasta la coronilla, sal-pimientas la murmuración; si callas, te avisionas
de talle, te estremeces de ojos, te encaramas de hombros y, después de haber
templado tu cuerpo para escorpión, empiezas a razonar veneno y a hablar peste,
ruciando de malicias y salpicando de maldades a los oyentes. «Bajar la moneda
-dice vuestra Señoría-: acabarse tiene el mundo, allá lo verán; es ruina de
España y de toda la
Christiandad»; y al cabo, echas el «Dios se duela de los
pobres», que sólo llevaba de ventaja el Judas, el bote y el ingüente.
Tratóse de entretener más tiempo el oro y la
plata en estos reinos, viendo cuán breve pasadizo han fabricado en los
cuartillos los extranjeros para su extracción. Tratóse de la mortificación de
los cuartos y tiraste piedras. Dime, Esconde la Mano: ¿qué tiraste contra quien, con subir los
cuartos, puso el oro y la plata en cobre, pues hoy haces tales extremos contra
quien, con bajar los cuartos, los ha puesto en cobro? La plática asustó los
tenderos, porque la ganancia no saca la consideración del logro y de la usura;
por daño temieron perder la mitad; y es daño porque no es remedio cabal hasta
que se consuma todo antes que, no teniendo otra cosa, nos hallemos con moneda
que no hay bolsa que no tenga asco della, y que se indigna aun de andar en
talegos, y que los rincones de los aposentos se hallan con la basura más
limpios y menos cargados y con menor ruido. Moneda que el que la paga se limpia
y se desembaraza, y el que la cobra se ensucia y se confunde; más vale su
incomodidad en trajinarla que su valor: Mil reales, caudal que cualquiera gasta
en doce días de camino, son peso para una bestia sola, y poco antes que se
subieran, se llevaban en oro, en nóminas, en traje de reliquias, o se escamaban
con escudos los jubones, y quinientos añadían poco más peso a la lana; y hoy en
esta moneda dan que hacer a una albarda, y hace más mataduras el dinero que los
barriles; hacienda arrinconada, que no pasa de Castilla, de quien se guardan
los otros reinos como de peste acuñada. Buen estado tiene la salud del
comercio; buen juicio la gente que resiste con voces la expulsión deste
contagio; buen vasallo es quien no agradece al Rey resolución tan favorable a
todos, y al ministro haberse aventurado a ser purga deste mal humor, a ser
escoba desta basura. No mereció más gloria el famoso rey don Ramiro de haber
librado a España del feudo de Mauregato, ni el Rey don Alonso del exentarla del
reconocimiento del imperio, que el Rey nuestro señor de haberla librado del
tributo deste moro vellón y del imperio del ciento por ciento; ni se dedicó por
la salud de Roma a tan manifiesto peligro el que a caballo se echó en el hoyo
como en este caso el ministro, porque al otro, en agradecimiento, le levantaron
estatuas, y al Conde Duque testimonios, coplas, libelos y pasquines; si el daño
fue dilatar la baja, el Rey siempre la quiso (¡Oh, qué instrumento te pudiera
enseñar desto, Tira la Piedra,
que te deshiciera los ojos!). Y el Conde siempre y luego aconsejó se hiciese;
opúsosele la envidia de los que no querían el bien común, o no ver a los
ministros y ministro con el blasón de redemptores destos reinos. Así sucedió en
el consejo de Antíoco a Aníbal, que por que no se le debiese al Africano la
vitoria que se vía clara en su parecer, se le descaminaron, y quisieron antes
la pérdida de su príncipe que el acierto en quien ellos aborrecían. Así lo
refiere Justino, así lo aplico yo. Pues Tira la Piedra, considera que
estábamos ya en estado que los propios extranjeros que nos han llenado de
cuartos nos despreciaban y temían lo propio que nos habían vendido; y bien
medido nuestro caudal, ya cabía poco más vellón, pues llenos dél, no quedaba
lugar al remedio. Aquí aguijó la providencia inestimable del Rey nuestro señor
y del valido, a quien tú, sayón de virtudes, despedazas; si el Rey no se
determina, las lámparas en las iglesias ya desconfiaban de que las defendiese
la inmunidad eclesiástica del furor de los ceros y de los mandamientos del
guarismo. Parecen donaires y son dolores; si la codicia de los extranjeros se
entrara una vez en la iglesia a sacar estos vasos retorcidos, amenazadas
estaban cálices y cruces, que para el codicioso nada añade al hurto el
sacrilegio. Pues Esconde la Mano,
esto defendió el decreto del Rey a costa de darte a ti qué tirar y blasfemar en
tiempo que la plata se había echado a los pies de las mujeres en virillas. Del
doblón y del real de a ocho se hablaba como de los difuntos, y se decía: «El
oro, que pudre; la plata, que Dios tenga»; ¿puedes negar que el que metió los
moros en Castilla (fuera de la religión) hizo menos daño a los reinos que aquel
maldito, Cava barbado de los cuartos, que doblándolos los metió en las bolsas?
De aquella furia se quedaron fuera las montañas; desta maldad todo el reino se
inundó, sin haber contra ella asilo ni aun silo. Allí Pelayo empezó a restaurar
con los pocos que quedaron libres, y le ayudaron. Aquí el Rey ha hecho la
restauración y curado el enfermo a su pesar, pues fue contradicho de todos
cuantos padecían esta miseria; y es mayor gloria la suya y la del ministro
cuanto tuvieron menos que los asistiesen, porque contra su parecer se juntaron
los enemigos todos a meter vellón, y los propios, todos a contradecir que no se
bajase, que era, fue, es y será el solo remedio, y los caudales daban voces
contra la restauración de las bolsas, que, renegadas del buen metal, se habían
metido a calderas, y si algún real se hallaba era mestizo de cascajo y real
sencillo. ¿Qué muladar te da piedras para tirar contra la baja de los cuartos?
Pues solamente la voz de que se había de efetuar ha hecho pagar más deudas que
la hora de la muerte, restituir más haciendas que las paulinas. ¡Qué de trampas
se han desañudado!¡Qué de empréstidos que andaban de rebozo entre el no quiero
y no puedo se han reconocido! No niego que hizo gran ruido y causó grande
alteración en todos los mohatreros el platicarse el remedio, conque estancaron
las mercancías. Acordádonos ha del tiempo de don Alonso el Sabio, cuando al
poner precios por enmendar la desorden, indujo total carestía, y forzó a aquel
gran rey a revocar la ley; las tasas pegaron a la baja, y fue como pegar la
peste. Todas las cosas que tocan a crecer o bajar o mudar la moneda se han de
tratar con tal secreto que se sepan y se ejecuten juntamente, porque si se
trasluce algo de lo que se trata, más daño haze el recelo de lo que se previene
que las propias órdenes praticadas. Éste ha sido el daño, que el bajarla o
quitarla era remedio, y déste tú tienes la culpa, que lo publicabas por
apedrear, y los que envidiaron, el acierto de proponerlo; tú sabes quién te lo
dijo a ti, y yo quiénes eran los que lo dijeron y revelaron.
Hablemos algo con nota regocijada donde el
intento es de tanto dolor; despejemos lo molesto de las querellas. Parece cosa
y cosa que nos cobremos con la pérdida y que nos perdamos con los premios. Mala
señal es de vida, y de estómago, cuando se trueca cuanto se come; lo que todos
damos por la plata, cuando queremos salir destos reinos, ¿quién nos lo paga?
Digo, señor, que este bulto no es caudal, sino hinchazón de postema; y así,
mientras no se baja, cada día tiene más peligro; y quien quita este bulto más
sana que desminuye. Dar el vellocino por el vellón es desollarse, no vestirse.
Con perdón de vuestra Excelencia, con tu licencia me atrevo a una comparación:
los extranjeros han imitado al cazador, que viendo en las águilas mayor
velocidad y fuerza, más presto vuelo, más larga vista, y que por esto les hacía
menos la volatería, y entre las demás aves, sus halcones y neblíes cogieron
águilas tiernas, enseñáronlas a cazar para sí y luego las soltaron para su
mayor logro. Zurzo, y creo que poco se han de ver las puntadas. Vieron los
cazadores de Francia, de Italia y Holanda que la plata y el oro nuestro eran
águilas que no los dejaban cosa a vida, de cuyo precio y codicia no se escapaba
ni su mercancía, ni su trabajo, ni su industria. Dieron traza de cogerlos al
nacer, en el nido, tan desnudos que la primer pluma que vistiesen fuese la
suya; recogiéronlos en sus alcándaras, enseñáronlos a cazar y ahora nos los
sueltan para que nos arrebaten lo que nos queda. Vienen cien reales en plata o
en oro volando y llévanse otros sesenta o ochenta en las uñas. Pues si la baja
les quita la presa, ¿no es hacerles pagar las uñas de vacío y que pierdan sus
garras al retorno? Ni se puede negar que aquél que de los enemigos que combaten
una monarquía consume las tres partes, no la defiende por otras tres. Confieso
que serán grandes los inconvenientes, y más de los que sabrá prevenir alguna
prudencia. Mas las grandes cosas nunca se acabaron sin aventurarse, y si me
aprietan, concederé lo que dicen los cohechadores, los estanques del caudal,
que no le dejan correr: que podrá ser que con la baja se pierda todo; aun
entonces fue bien y forzoso hacerla. En la enfermedad sin remedio es caridad
que el medicamento acabe la vida, y desesperación dejarla que se acabe. Aquí ya
es cierto el no tiene remedio, y allí el peligro respira en el podrá ser, y es
consuelo a lo que se acaba que la ansia de su conservación no le deje. El que
muere asistido de remedios entretiene las congojas con alguna esperanza, y es más
cierta la corrupción en manos de la dolencia que de la medecina. Y por lo
menos, Señoría y tú, más piadosamente y con menos recelos acabaremos con
nuestras manos que por las ajenas. Mejor será que nos acabemos por conservarnos
que conservarnos para que nos acaben. ¿Hubo ánimo para subir el vellón que fue,
es y será la desolación de todo y ha de faltar para bajarle? Cosas tiene del
pecado esta moneda que, siendo malo y sabiendo que nos condena y lleva a la
perdición, le tenemos cariño. Para convertir estos malditos, que se lamentan y
lo resisten, y a ti, a tú y a vuestra Señoría, que lo llora como si estos
cuartos fueran los de sus cuerpos, quisiera sacarles el de España hecho cuartos
con esta letra por epitafio: aquí fue oro,
como aquí fue Troya. También dice vuestra merced (¡oh, qué mal escondiste la
mano!) que la gran cantidad de arbitrios que corren impresos le marean: merced
le hacen, pues le ayudarán a vomitar, que es su mejor comer de vuestra
Excelencia. Dices muy ponderado, y con cara como si entendieras lo que culpas,
que todos son sueños de hombres menesterosos o mal ocupados o no ocupados;
sueños parecen por las señas de vuestra Señoría, de vuestra merced y de vuestra
Excelencia, que este género de gente desvelada en remendar el mundo y enderezar
las costumbres son el alborozo de los noveleros y el negocio de los vanos. Y
por que vuestra merced conozca cuán izquierdo discurso tiene, quiero razonar
algo, camino de la verdad.
Si ello se oye al oro y plata, tienen razón, y
dan quejas tan justificadas como éstas: dice el real de plata, unidad de que se
compone el de a cuatro y el de a ocho y el escudo y el doblón, que él valía
cuatro reales de cobre en tiempo de don Fernando el Católico; que vino el
glorioso Emperador Carlos V y las necesidades o las revueltas o la desorden
(que no afirma cuál destas cosas fue) le quitaron un real y quedó valiendo
tres; vino Felipe II y quitáronle otro, y valió dos, y quedó quejoso y
agraviado en dos partes. En esto presenta por testigos a nuestros padres, y yo
lo vi esto y lo testifico. Vino el señor Rey Felipe III y quitáronle otro real,
y valió el real de plata un real de cuartos cuando se dobló la moneda, o cuando
se dobló por la moneda, que allí murió. Llegóse a este despojo la mercancía de
cuartillos que introdujeron los holandeses, y este desdichado real de plata,
que valía uno solo habiendo valido cuatro, valió medio real, porque el uno que
valía de cobre, en cuatro cuartillos, vino a ser tal la maldad que se metió la
moneda tan desigual, que yo he pesado, y cada día se puede hacer la
demostración, que hay cuartillo solo que pesa más que tres, y cuatro cuartos
que pesan de otros veinte. Y aun con valer este pobre real medio real, pasaba;
mas vino a tanta miseria que, con sólo decir que la moneda se ha de bajar, perdió
el mérito de ese medio real y vale nada, porque la moneda de vellón con este
miedo no es hacienda, sino susto de cada día. Dice el real (y dice bien):
«Señor, si cuando me quitaban de mi valor un real de cobre me igualaran con el
cobre, quitándome de plata lo que a aquel real le correspondía de mí valor
extrínseco en Castilla, yo estuviera contento y sin queja, y España estuviera
con caudal, y siempre el valor extrínseco que la plata y el oro tienen en estos
reinos respondiera al valor intrínseco que a estos metales da la mayor parte
del mundo, y se sirvieran del cobre con cuenta y razón»; y lo que más lloran es
que, afirman los propios metales, que se vieron remediados ahora dos años,
cuando valió el trueco de la plata a ochenta por ciento. Y dicen los reales y
los escudos que entre los arbitrios el solo bueno fue la desorden, porque ella,
que había ido arañando al real de plata, que valía cuatro reales de cobre en
tiempo del Rey don Fernando, los tres y los cuatro, y le había roído hasta
valer nada, con el precio del trueco le había vuelto a restituir los cuatro que
valía. Podrá ser que otros lo desenvuelvan a mejor luz. Lo que yo sé es que los
cuartos tienen miedo, y la plata y el oro quejas, y los extranjeros oro y
plata, y nosotros ni oro, ni plata, ni cuartos.
Yo creo que si se le preguntase a la moneda de
ley que dijese ella qué la parecía conveniente para su salud, que respondería:
«Hagan para tenerme lo que los extranjeros hacen para llevarme, y tomen su
ejemplo en mi aumento, y no su parecer en mi remedio.» Si se le pregunta a la
sanguijuela qué se ha de hacer con la vena, dirá que chuparla, y si se pregunta
a la vena, dirá que quitar la sanguijuela.
En todos los reinos que la moneda de vellón
sirviere de otra cosa que de cabalar cuentas y creciere a presumir de caudal y
a ser hacienda se perderá el crédito y se dificultará el comercio. Cuando en
Castilla, en tiempo de nuestros abuelos, habiendo un millón o dos solos de
vellón, sirvió de ajustar con los precios las monedas mayores, se rogaba con el
oro y la plata por los ochavos. Los metales preciosos han de tener todo su
valor, y se han de labrar en todas las monedas que pudieren irse diminuyendo,
porque en las menores se detiene, y es difícil la extracción que tanta
facilidad tiene en la pasta.
El cascajo hoy está, y se usa, sin faldas y sin
arrabales. Dividíase en cuartillos y en cuartillos de ley, en cuartos, en
ochavos, en maravedís, en blancas, en cornados: cosa de mucho interés para el
gasto y la mercancía. Hoy la cuenta acaba en juego, y si no se echan a pares y
nones, los maravedís y las blancas se pierden. No hay ochavo, no hay cuarto:
todos son cuartillos: y en este abuso consiste un daño doméstico muy peligroso,
porque teniendo por domésticos a los que no lo son, dejamos correr la diligencia
de los que sorben desde lejos por cañones de ganso. Desconfiamos de los
nuestros y fiamos de los que nos aborrecen; creemos bravatas de quien no las
puede proseguir; damos calidad a los que son mercaderes de cualquier nación y
quitamos la nobleza a los nuestros si tratan.
Vuestra merced lea esto con cuidado, que verá el
daño y el remedio por un propio resquicio. Ya que he sido prolijo, he de
responder a todo lo que yo sé que murmura vuestra Señoría ¡Oh, cuál te miro en
un corrillo! ¡Oh, cómo te contemplo en una ociosa visita, con tus dientes
apaleados de tu lengua, que andándose todos y no parando ella, parece mano que
discurre sobre las teclas! Toma vuestra Señoría la parte de la comunidad y dice
que por esas aldeas se caen los hombres de oprimidos y cargados, y a cada uno
se ha de creer en la carga que lleva, que a mi vista no pesa lo que al
miserable le quebranta, y siempre se acuerdan los hombros de lo que llevan,
porque lo que ya llevaron o llevan otros no pesa. Alívielos vuestra merced
refiriéndoles (pues debe de saber leer quien tal cual sabe escribir) las
imposiciones que hubo en las otras monarquías: hasta el matrimonio pechaba, y
-con razón- de los excrementos sucios se pagaba tributo; de modo que vuestra
merced de cuanto habla pagara un gran censo en tiempo de Calígula y Vespasiano.
Suetonio lo refiere así. A Nerón, del humo y de la sombra y del agua se pagaba
tributo. Zonaras lo cuenta. De Plinio, Zonaras y Zedreno es el chisme del pecho
que se pagaba por la sombra de los árboles. Michael Paleólogo instituyó el
tributo por el aire que respiramos. La capitación no exceptaba estado, edad ni
dignidad. De manera que se pagaba de las cabezas, de los artes, de los
excrementos, del matrimonio, de la sombra, del humo y de la respiración; y se
extendió a poner tributo en la inmunidad de los Consejos y les impusieron la
que llamaron gleba senatoria, como se lee en Sinesio. Esto no lo puede haber
leído vuestra merced, pero alguien se lo puede haber chismeado, y así, pudiera
dejar de morder que a este tiempo se haga algún socorro a las necesidades del
Príncipe, causadas en el tiempo que el Rey decía taita y el valido ignoraba
dónde era Palacio, y después que reina Su Majestad, causadas por la voluntad de
Dios en la pérdida de navíos y descamino de flotas, y otras cosas que por
nuestros pecados su decreto nos trae o para castigo o para recuerdo. Y por no
crecer en libro la que de advertencia veo que ha de llegar a tratado, dejo de
traer a vuestra merced a la memoria todos los repartimientos tan excesivos de
los reyes que han precedido a Su Majestad, cosa de que me excusará vuestra
merced leyendo las historias.
Mas no puedo dejar de apuntar algo que sirva de
que te des al diablo. El señor Rey don Juan, en la cédula que despachó a
Salamanca y su tierra, en razón de los gastos que le había causado la guerra
con el duque de Alencastre y Maestre de Avis de Portugal, manda cobrar un pecho
tan riguroso «que el que tuuiere quantía de ochenta marauedís en mueble o en
raíz, de la moneda corriente que pague vn quarto de dobla; y el que tuuiere la
quantía de los cuatrocientos maravedís, que pague por cada ciento vn real de
plata, demás de la dicha dobla que ha de pagar por los quatrocientos maravedís.
Y todos los que tuuieren de doze mil marauedís arriba hasta quantía de veinte mil
marauedís, que paguen ocho doblas. Que no paguen los hombres y mugeres que son
notorios hijosdalgo, ni caualleros que son armados de Rey o de Infante
heredero, y todas las otras personas paguen. Pero estos hijosdalgo e
caualleros, que van escusados en la quantía de los veinte mil marauedís, que
sean tenudos de pagar en la cabeça de los doze mil marauedís. Que todo hombre o
muger que gane jornal o lo pueda ganar, aunque le non fallen ninguna quantía,
que sea tenudo de pagar cada mes lo que montare vn día de jornal.»
Al fin fue repartimiento que buscó la hazienda,
la medianía, la miseria, el sudor y la aflicción, y se extendió a mandar que
pagasen todos los que eran en sus reinos, «assí ricos homes, caualleros,
clérigos, fijosdalgo, e iudíos, e moros e todos los otros homes y mugeres de
cualquiera ley.»
¿De qué provecho puede ser dinero que junta una
cláusula tan fuerte que mancomunó ricos homes, clérigos, moros, caballeros y
judíos? Y así tuvo el fin el gobierno destos tiempos, como largamente se lee en
«Briviesca, veinte días de diziembre, año 1387, fecha escriuir por Alfonso
Ruyz, por mandado del señor Rey y su Consejo. Pedro, Arçobispo de Seuilla.»
Léanse los tributos tan apretados en tiempo de
don Enrique II, de don Pedro, de don Juan, de don Enrique III las carestías por
la mala moneda. El Rey don Alonso, en el c. 5 [de] su historia, puso precios y
los revocó, porque antes había poco y caro y después no se hallaba
mantenimiento ni mercancía.
Don Enrique el II bajó la moneda, y dice así su
pregón: «Que el real que fasta aquí valía tres marauedís, non uala sino uno. E
el cruzado que hasta aquí valía vno, que non vala más de dos cornados, que son
tres dineros e dos meajas.» Y advierta vuestra merced señor Tira la Piedra que esta baja se la
pidieron repetidamente los vasallos. Aquí se ve cuáles eran aquéllos y cuál es
vuestra Señoría.
Así que estas calamidades son inseparables a los
dominios. Desto enferman los vasallos y los príncipes; es dolencia de los
gobiernos, no de las edades. Padecióla Castilla en tiempo del Rey don Juan, que
sintió tanto el verse necesitado a agravar sus vasallos que se determinó de
vivir en duelos. No sólo los vasallos han de servir a los reyes con la
hacienda, sino con el consejo, pues cuando se ven forzados a hazer nuevos y
grandes repartimientos, es debido en toda lealtad advertirles de lo que se les
debe y no se cobra, porque al consentir suspensión en estas resultas vale a los
malos ministros tesoros de lo que puede ahorrar, y le desperdician por interés
propio de lo que le hurtan en mercedes no merecidas y sonsacadas de los
merecimientos súbitos de personas de su casa, y de sus oficios en rentas y
estados, pues a estos codiciosos suele retirarse todo el caudal que el Rey echa
menos, y no puede socorrer el reino los oficios, o inventados para pasadizo del
patrimonio real o para polillas de su tesoro; así lo hizieron en Castilla las
Cortes, y es el mejor servicio, más útil, más descansado y que con más justicia
tiene efebo, y es hacienda que merece por su bondad lograrse bien en los sucesos,
pues ni sale de las venas, antes vuelve a ellas, ni sabe a lágrimas de
afligidos. Y nunca más a propósito llegó este servicio que hoy a Rey tan
grande, tan celoso del remedio de sus reinos, a ministro cuyo blasón es el
desinterés, cuya tarea las mejoras del gobierno; será hablarles en su lenguaje
y a su corazón si hay algo desto que lo sepan, pues haciendo justicia se podrán
restituir lo que les falta, y páguelo quien lo debe, y salga de quien lo
oculta, y quítese a quien lo arrebata, y ayuden al Rey y al reino el leal,
rendido con su tributo, y el ladrón, despojado con su castigo.
Tácito, en Galba, dice que, habiendo mirado
arbitrios para desempeñar el imperio de los excesos de Nerón, el mejor fue
buscar el patrimonio en las haciendas de los que le habían usurpado. Si parte
desto se ha hecho ahora, Esconde la
Mano, bien se ha hecho si con nombre de donativo y de
concesión ha disimulado, por no deshonrar a las esponjas del Rey, y es singular
modestia reducirse a pedir lo que podía cobrar por no deshonrar a los que,
debiendo restituir, dicen que dan lo que vuelven.
Más dibilita a los reyes lo que los toman que lo
que gastan, y así, se echa la culpa a la guerra de lo que peca la paz
entremetida y desapoderada. Notable es la desorden del mundo: yo, en el tiempo
que he vivido, he visto derribar muchos hombres por haber crecido en poco
tiempo mucho, diciendo se hacía para restituir a la Majestad el caudal, y
escarmentar a otros y autorizar la templanza; y he visto que a los reyes y a
los reinos les ha costado diez veces más el premiar los que los descompusieron
y castigaron que les costaba su desorden, si lo era. De donde colijo que son
pocas las enmiendas en estas cosas, y que éste es achaque de que han adolecido
todas las monarquías; y así, el pronóstico se asegura para la perdición si
sucediere que cuesta más y empeña más y hurta más el castigo que el delito.
Piense vuestra Excelencia en esta bachillería, que no perderá el tiempo.
Su Majestad (Dios le guarde) halló en esta
monarquía con muchas canas el empeño, llorado con arrepentimiento de su
bisabuelo, considerando la herencia tan necesitada que dejaba a Felipe II, que
con El Escurial y otras niñerías la extremó más, de suerte que el grande, el
bueno, el amado, el dichoso, el santo Felipo III, a fuerza de milagros nos
divertió de la atención desta calamidad, que por las guerras en defensa de la Iglesia y expulsión de los
moros, que fue una orden resuelta, no sé si provechosa en el modo, pues de su
salida se nos aumentaron no sólo enemigos, sino en los enemigos el conocimiento
de muchas artes, la malicia en tierra y mar, y de los bienes no quedó sino lo
que les hurtaron, que hicieron tan corta diferencia como de ladrones a moros,
conque siempre fue delito; y al fin, si los moros que entraron dejaron a España
sin gente porque se la degollaron, éstos que echaron la dejaron sin gente
porque salieron. La ruina fue la propia, sólo se llevan el cuchillo. Estas
cosas y otras, que ordenó el celo justo y piadoso y torció la maldad de los
medios, entregaron las cosas de España en tal estado al gran Felipe IV que el
no remediarlas era perderlas, y el tratar del remedio es aventurarlas. No es la
primera vez que se han visto los reinos en tal estado. Don Juan el Primero se
vio tan apretado de la necesidad y tan condolido de sus vasallos, que ya le
contribuían la vida, que le obligó a no acetar todo el servicio que le hacían.
Y así, Tira la Piedra, que andas escondiendo la mano y muy
raposo de palabras, rodeando el hablar en que Su Majestad tiene pocos años,
¿quieres que tenga más que los que ha que nació? Pero bien entiendo tocas esta
tecla para pedrear cuantas juventudes ha habido de reyes sus antecesores;
porque para responderte es fuerça decir que maliciosamente ignoras que,
comparada la mocedad del Rey nuestro señor con todos, es una vejez sin días, y
aun acabar de nacer anciano. Acuérdate poco ha de los destierros del Maestro,
de las deposiciones atropelladas de los ministros y obispos, del presidente de
Castilla, santo y grande varón, arrojado hasta arrinconarle en su muerte entre
dos paredes. ¿Con qué has sacado las manchas de tanta sangre como se derramó a
deshora con tantos, que se almorzaron su vida o se la sorbieron, con los
justiciados de memoria y a escuras, sin ejemplo y con escándalo? Tira la Piedra, ¿qué majestad ves
llorada por indicios? ¿Qué artes acusadas por clérigos y predicadores en
pública delación por trastornadoras de voluntades y engaitadoras de decretos?
Nada desto ves ni oyes, ni lo puedes inventar ni comentar; ves un monarca con
sumo poder, tan en paz con sus apetitos que las casas ajenas no saben dellos.
Piadoso, no lo puedes negar, pues no te ahorca; justiciero y celoso, tampoco lo
puedes contradecir, pues todos lo vemos. ¿Cuándo diez y siete y veinte y seis
años gastaron deseos incontrastables sin ruido, poder soberano sin lamentos,
voluntad superior sin furores, entendimiento grande y fervoroso sin presunción?
Sólo se experimenta esto en don Felipe IV. Acuérdate en esta edad de los otros
reinos de Europa. Desándales los antepasados a sus dueños: toparás hijos
abreviados, hermanos desaparecidos, viudeces caseras, secretarios amaitinados,
privados huidos y otros casos y sucesos que se han quedado por dueños del
escándalo del mundo. Pues si cejas más atrás te atollarás en robos, en
comunidades. Pues dime, Tira la
Piedra, no mires al Rey nuestro señor ni le hagas paralelo de
otros monarcas como él, sino de cualquiera hijo de vecino sujeto a cada
corchete, a cualquiera alguacil, a todo escribano, a los alcaldes y a los
oidores. Dime, ¿conoces alguno que desde diez y siete a veinte y seis años no
tenga con ceño todas las leyes, con ofensas todos los mandamientos, con cuidado
todas las justicias, con inquietud todas las calles? Mírate a ti, picarazo, en
esta edad, si te has dado buena hartazga de ofensas a Dios, siendo conocido por
hambrón de pecados. ¿Qué chiste no has dicho? ¿Qué pulla no has echado? ¿Qué
testimonio no has levantado? ¿Qué horca no ha merecido tu cuello? ¿Qué cuchillo
tu lengua? ¿Qué tranca tus costillas? Y esto, siendo lo que he dicho sujeto a
todo y a todos. Y tiras piedras contra la obligación de fiel, contra una
juventud que, sin superior en lo temporal, vive canas cuando cuenta niñeces.
Esconde la Mano,
si tiras piedras porque se perdió el Brasil por traición y por pecados,
destírala porque se cobró con valor y dificultad y con ventaja. Si las tiras
porque entró en Cádiz el inglés, destíralas porque salió con pérdida y sin
reputación. Si las tiras porque se perdió Volduque y Vesel, destíralas porque
se ganó Breda y se rompieron las pesquerías. ¿Por qué no des-piedras y destiras
cuanto has tirado? Sólo considerando que nuestro Rey, en tan pequeña edad que
en los juguetes pudiera servir de prólogo decente a las mocedades, haya
arrancado de Alemania la raíz de la herejía en el Palatino y transferido
aquella casa y aquel voto a príncipe católico, acabado con Albrestat y borrado
tan numerosa familia de príncipes enemigos de Dios y establecido la corona del
mundo en la frente de tan vitorioso emperador, y esto en tiempo que a Francia
envió socorro contra sus rebeldes cuando Francia le daba a los de España contra
esta Corona. Esconde la Mano,
¿a qué mocedad atiende Rey que por la unión de sus reinos deja su corte y
visita a sus ministros? ¿Vístele en Andalucía, Aragón y Cataluña, dejando
recién nacida una Princesa y recién parida una Reina, donde estuvo más de seis
meses sin salir de un aposento y de una tarea congojosa en el más riguroso
tiempo del año? Cuentas los atrevimientos que Dios ha dado a los enemigos de Su
Majestad y callas los castigos que le ha dado para ellos; descubierto has el
brazo y la mano, picarón, tanto que puedo decir por sus rayas tu mala ventura.
Dime, contador de desdichas, picaza, que sólo te
sientas en la matadura, gusano, que sólo tratas con lo podrido: ¿Por qué no
destiras y despiedras a tan gran Rey, y mucha parte de tus calumnias, sabiendo
la compañía que ha formado para el comercio de la India Oriental, no
prometida, no fantástica, sino efetuada ya en un viaje y aprestada para otro,
cuya prática arraigada es la mayor pesadumbre que se ha podido dar a los
enemigos? Chicharra, por que no te me escapes te he de perseguir por mar y
tierra, que en la una eres sapo y en la otra tiburón, que emponzoñas y muerdes.
Dime, ¿cómo no te comes tu propia lengua y te restañas los embustes y sanas de
la enfermedad que padeces de mentira lluvia, con el milagro de aquel decreto de
los hombres de negocios que, sin perjuicio suyo y con suma justificación del
hecho, obró al parecer una masicoral de gastos, pues el año de 21, que heredó
el Rey nuestro señor, comía la renta del año de 31? Dime, ¿por qué desde
entonces te quedaron piedras que tirar ni mano que esconder viendo una
invención de la desorden tan maldita como hacer comer a un Rey en profecía de
diez en diez los años que estaban por venir? ¿Había lástima como verse los años
comidos antes de ser ni de llegar? ¿Cómo había de estar el siglo y la edad sino
rabiando, si se vía comer de antuvión y con hambre tan canina que con poco
temor del guarismo mordía desde 21 hasta 31? Si no hereda Su Majestad y Dios le
inspira este decreto, hoy, año de 30, está comido el año de 2000 y casi
decentado el día del juicio, y los señores Reyes están introducidos en cáncer
de los tiempos. Ves aquí, maldito, que hoy come Su Majestad el propio año en
que vive y ha quitado el susto a los por venir, que del miedo de la comezón
anticipada se rescaban antes de nacer.»
Pues pasando de decretos y compañías a socorros
y a protección, dime cómo no te sirven de mordaza las banderas de Su Majestad,
que el año de 25, estando la república de Génova entre las uñas de La Diguera y entre las garras
del Alteza de Saboya, parte de la ribera arañada, la ciudad con los enemigos
arrimados y la menaza a cuestas, les retiró el sitio, les cobró lo perdido y
descansó la ciudad, que por hermosa y rica es buscada de muchos galanes,
cobrando Felipo IV millones gastados desta defensa, en alabanza eterna de su
patrocinio desinteresado, que solicita a que le busquen los afligidos desde las
montañas de Armeña, como lo han hecho.
Pues pasando la consideración a África, en
aquellos pellizcos tan grandes que ha dado en tierra de moros, ¿cómo no te
acuerdas de la gloriosa defensa que se ha hecho a La Mamora, contradiciendo el
número de los bárbaros y la diciplina militar de los holandeses? Con poca gente
y huésped en corta orilla de la multitud dilatada en dominio de alarbes y
moros, asegurando de Berbería nuestras costas, y dellos las costas que tiene en
Berbería, con innumerable pérdida de los cosarios rebeldes, de quien tú,
graduado en Mahoma, eres coronista, pues, asalariado de tu maldad, sólo tienes
pluma para sus fortunas y piedra para las nuestras. No sé qué haga contigo para
convertirte, viéndote tan duro que te puedes tirar a ti propio a pedazos.
Quiero ver si te enternecerás a ti mismo. «¡Ea, maldito!» -que te predico como
hombre cantonero, pues andas escribiendo los cantones-: veste aquí embutido en
unas (cuando Dios te haga merced) cachondas (así se llamaban), y cuando más
honestamente, gregorías (dejo el nombre que no se puede decir sin el perdón
delante); mírate atestado en unas calzas atacadas, temblando con los muslos
unas sonajas de gamuza o, cuando mejor, vestido de tajadas de paño o
terciopelo; yo te doy que vas de medio abajo con dos enjugadores de obra que
llamaban calzas; mírate por frontispicio y portada: un murciégalo atacado con
agujetas; atiende y vuelve esos ojos buscones de achaques a tu gaznate, perdido
como Hacienda Real a puros asientos; mírate con la turbamulta de un cuello con
carlancas de lienzo, Holanda, Cambray o caza; mírate para abrirle, cercado de
tantos fuegos, hierros y ministros que más parecía que te preparabas para
atenazado que para galán, gastando más moldes que una emprenta quitando de la
olla para el azul y del vestido para el abridor. Dime, desventurado, ¿cómo no
te vuelves de todo corazón, de toda valona, de todo grigüesco, calzón y
zaragüelle a Rey que dio carta de horro a las caderas, a Rey que desencarceló
los pescuezos, a Rey que desavahó las nueces, a Rey que te abarató la gala, te
facilitó el adorno, te desensabanó el tragar y te desencalzó el portante? Mira
que si no fuera por él ya estuvieras vuelto cuello sal y braga momia; y si esto
no te ablanda, alma precita, mira a lo que ahorras y conocerás lo que debes a
tal cuidado, cuando con un retacillo de gasa y lienzo, que fue pañizuelo, hijo
de una toalla y nieto de un camisón, sobre una golilla perdurable sacas esa
cara acompañada y ese pescuezo con diadema. Dime, renegado de tu patria,
fugitivo de tu propia sangre, ¿qué aguardas? ¿Qué gruñes, teniendo un Rey
generoso, justo, clemente, magnánimo, humanísimo, barato, desembarazado,
celoso, católico, padre de sus vasallos y defensor de sus confederados? Haz una
y buena, picarazo, da contigo y con todos tus libelos infamatorios, sátiras,
chistes, cedulones y blasfemias en las arrepentidas de corrillos y junta
noturna y parola del yermo, que con esto salvarás tu intención y tu obligación,
y ten siempre en la memoria (no por quien eres, que eres la quintainfamia, sino
por quien debías ser) lo que debes a don Felipe el Grande nuestro señor que,
además de ser tal, te dio el ministro más pacífico que se pudo hacer de masa,
pues con él no ha tenido nadie dares ni tomares, tal que el hierro no se tomará
si le llegan a él o le asoman a su aposento, y que en ocho años de valimiento
no le alcanza la vida a la audiencia, como la sal al agua.
Ya entendía que con esto escampabas, y veo que
por el resquicio del valido empiezas de nuevo a culpar al Rey y al gobierno.
Pues dime, duende común, que tiras piedras, das gritos, haces ruido y nadie te
ve, y todos te vemos, ¿qué quieres de un Rey que tiene tan buen tino que da su
valía a un hombre que tiene quejosos a sus parientes y acomodados a los ajenos,
y pobres sus criados y servido al Rey? ¿Éstos no son los cuatro costados en que
ha de probar limpieza cualquier privanza? Dime, demonio, ¿no te le ha dado Dios
y el Rey sin hijos, que es el arrabal más costoso de poblar en los privados y
el tarazón más caro para los reinos de la valía? Familia de herederos es
concavidad que nunca se llena y un engarce que continúa por un siglo larga
sarta de privanzas. Pues maldito, reconoce tu sentencia como el Diablo. Dime,
¿cómo le agradeces al Rey esta elección, y al Conde el ser el privado escueto,
solo y mocho de todo privado? Y después desto, ¿cómo no le reconoces el retiro
y el no andar por las calles atento a la cosecha de reverencias, sumisiones y
descaperuzos? ¿Tiene el Rey cómo pagar, ni tú cómo agradecer no haber privados
de privado, como cuento de cuentos? ¿Fuera mejor que anduviera multiplicado en
parientes copias y en criados traslados y que en cada plazuela hubiera un
privadito, como ahora una fuente, y que toda la villa estuviera sembrada de
humilladeros y que hirviera Palacio de privado, y privadillos, y haciaprivados,
y juntoaprivado, y comoprivados, y entreprivados, y cachiprivados, como
cachidiablos, que anduviéramos agotados de inclinaciones y de zalemas, la mitad
del año a gatas y en cuclillas, a puras reverencias? Hoy estamos limpios desta
plaga, y desta inundación de aprendices del poder y de validos contrahechos y
falsos. ¿Pues qué ocasión puede dar a quejas privado estéril de otros privados,
y que si no es en la
Audiencia nadie le vee? Aquí tiras piedra, ya te atisbo; y
dices: «¿Es invisible? ¿Qué recela? ¿Por qué no sale?» Para esta ocasión se
dijo el aquí te tengo: si el privado no sale, dices: «No le veo»; si sale: «No
le puedo ver»; si no acompaña al Rey, dices que lo hace de confiado; si le
acompaña, que de temeroso o vano; si no le ves, le acusas; si le ves, te
enfadas: que te lleve el Diablo, pues ni te entiendes ni te puedes entender. Yo
no te le canonizo, sé que es hombre a quien el Rey (como lo había de dar a
otro) ha dado el mayor puesto y el primer lugar de ministro; mi ojeriza tengo
yo con el hombre que priva, mas no con lo privado, y sin embargo, no me tienes
de tu parte. ¿Qué me dirás de sus audiencias, todas pasadas por el Rey, no las
del Rey pasadas por la suya? No hay negociantes estantíos ni pretensores de
estanque hediondo a cieno, todo es corriente. ¿Qué gruñes entre dientes? ¿Que
le honra el Rey? ¿Que le reverencian todos? Justicia es en el príncipe,
obligación en los súbditos. No lo digo yo, Casiodoro lo dice; oye, endemoniado:
«Con estudio conviene que levantemos a aquéllos que la piedad real quiso engrandecer,
porque a los que la clemencia de los príncipes entronizó, deben también los que
son sus vasallos darles de su propia dignidad.» Esconde la Mano, el que mi Rey honra,
yo, que soy súbdito suyo, no sólo debo holgarme de que le honre, sino quitarme
de mi dignidad para crecerle a él. No fulminan estas palabras mal proceso a ti
y a tus pedreros.
Ya te veo apelar a la pérdida de la flota, y las
ponderaciones de «no se ha visto otra vez en tiempo de ningún rey.» Dime,
paradillero de historias y sucesos: todas las demás flotas, sin exceptar
alguna, ¿no han venido así? ¿Armó el Conde los bajeles que la tomaron? ¿Es su
pariente quien le robó o quien la perdió? ¿O su parecer y su tema le dio el
cargo? Es cierto que todo fue al revés. ¿Pues qué le acusas? ¿El acontecimiento?
¿No quieres dejar albedrío a la providencia de Dios? ¿Quieres que aquella mente
eterna no disponga sus castigos y favores contra nuestra prevención y ruegos?
Oye a San Agustín: «Quien alaba a Dios por los milagros de los beneficios,
alábele por los asombros de las venganzas, porque halaga y amenaza; si no
halagara no hubiera alguna exhortación; si no amenazara no hubiera alguna
corrección.» Tú, peor intencionado con Dios que con los hombres, ¿le quieres
privar destas dos partes? Dime, el perder Carlos V el intento de tomar a Argel,
¿fue cargo contra su gloria ni acusación de sus validos? Las Comunidades,
¿fueron culpa sino de la desorden y la ausencia? La pérdida de tanta nobleza y
fuerza de España en la Armada
de Inglaterra, ¿procesó a Felipe II ni a sus validos? La toma de Cádiz que hizo
el inglés, ¿infamó otro ministro que al que la guardaba? La pérdida de la
batalla de las Dunas y la venta de La Inclusa, ¿cargáronse al privado? Pues dime,
¿hacia dónde fiscaleas? ¿Que quieres a nuestro Rey prudente y valeroso? ¿Que a
este esclavo de la República
con nombre de valido, a este amarrado a su obligación, condenado a su
asistencia, tan poco airado contigo que como tú cargues sobre su desdicha todos
los sucesos desdichados te lo agradecerá? Que él esto conoce por suyo, y los
aciertos y vitorias, de la mano de Dios y de la providencia del Rey nuestro
señor, para quien solamente desea la gloria y en quien solamente la confiesa,
haciendo infinitas veces cada día la fineza de toda fidelidad, que una vez sola
(para enseñamiento de todos y grande estimación suya) hizo Joab; así se lee en
el 2 de los Reyes: «Peleaba, pues, Joab contra Rabbath, de los hijos de Ammón,
y batía la Ciudad Rafia;
envió Joab mensajeros a David, diciendo: 'Yo peleé contra Rabbath, y se ha de
tomar la Ciudad
de las aguas; por esto tú ahora junta la mayor parte del pueblo y cerca la Ciudad y tómala, por que
cuando la Ciudad
fuere asolada no se dé la vitoria a mi nombre'.» Pues, Tira la Piedra, vuelve a ti la
consideración, y hallarás que no atribuyendo al Conde la gloria de los buenos
sucesos, que es lo que él quiere para solo el Rey, tú le canonizas según la
buena ley de Joab, y cargándole de todas las desgracias, tú sólo le satisfaces
el celo con que no se harta de servir al Rey y de padecer por su servicio. Así,
mi señor Tira la Piedra
y Esconde la Mano,
razón sería que vuestra merced no se desvelase tanto en perseguir a todos con
malicia enmascarada, que ya nos dijo Garcilaso que era vuestra merced cuando
más duerme «a quien la hambre y el favor despierta.» Y así, toda su rabia de
vuestra merced es porque no le dan lo que desea; desee lo que en justicia se
debe dar, que eso sabe hacer el Rey, y no se lo quitará el privado para ningún
pariente suyo. Pero cascos de oropel, ¿qué ocupación no harán ridícula?
Juventud satírica y malintencionada, ¿qué se le amoldará sino tirar chistes
empedrados, codicia ejecutada y veneno amorrado? ¿Qué se le entregará que no lo
apreste y robe? Holgón bárbaro y presumido, ¿qué bueno pusiera un virreinato?
Queja siempre flechada y méritos por sí solo conocidos, ¿quién los ha de
consultar que tenga honra? ¿O quién premiar que tenga alma? Vuestra merced tire
piedras y tire dichos y tire embozos y tire, pues otro día habrá, y haga la
batería que pudiere, junte auditorio como de tal predicador, que el Rey es
glorioso entre las naciones, el privado codiciado otro así de otros reyes, y yo
el que me ando tras vuestra Señoría para hacer de sus piedras berroqueñas
corona de diamantes al siglo y un epitafio a su sepultura de vuestra merced,
señor Tira la Piedra,
que tenga sólo mío el Yace, y del Tasso el
Gran Fabro di calunnie.
Guarde Dios a vuestra Señoría de sí mismo y a
todos de vuestra merced para que vuestra Excelencia y todos estén guardados de
lo peor.
En Güesca y enero 1 de 1630 años.
Licenciado Todo lo Sabe