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sábado, 1 de octubre de 2016

Lou Andreas-Salomé & Rainer Maria Rilke Correspondencia. TERCERA ENTREGA.


 LOU ANDRÉAS-SALOMÉ A RILKE, EN PARÍS


Göttingen, 11 de junio de 1914

Mi querido viejo Rainer. Sabes, he llorado terriblemente al leer tu carta…, era estúpido, pero cómo puede una impedirlo cuando ve de qué manera trata a veces la vida a los más preciados de sus hijos. Te he acompañado con todos mis pensamientos en la medida en que pueda llamarse a esto «acompañar», cuando una se pregunta cada día dónde puede encontrarse alguien: si elevado hasta los confines de la atmósfera humana, o si hundido en el fondo de un cráter, debatiéndose entre los más violentos fuegos que jamás hayan ardido en el seno de la tierra. Cuando me escribiste a propósito de mis «Cartas», que resultaron tan alegremente locas, me parecía posible que se hubiera abierto, para ti, un período productivo, provocado por alguna experiencia afectiva; y es siempre en ese momento cuando parece cercano un terrible peligro, tanto como una gran victoria. Es entonces fácil para algunas almas sacrificar un nada de productividad que se desprendía de una experiencia intensamente vivida; y, de vez en cuando, creadoras por naturaleza, consiguen hacer lo contrario; pero probablemente, con mucha más frecuencia, ocurre que ambas tendencias se encuentran a mitad de camino y perecen por haberse obstruido mutuamente el paso. Aunque esta vez seas tú, tan absolutamente, el único responsable de esta muerte, que no tengas excusa, ni coartada. Una cosa sin embargo queda fuera de duda: la manera en que resucitas todo esto con tus palabras es exactamente, ¡exactamente!, la antigua, la íntegra potencia que da vida a lo que está muerto, y además: el duelo causado por este hecho es el de un alma cuyo sentimiento más sutil, más interior, en nada podría ser más inocente que en aquello de lo que te acusas a ti mismo. Y no obstante eres tú mismo, como también eres tú quien, en un momento dado, eres incapaz de trabajar, o echas a perder el trabajo. Y, ciertamente, ni sacas ni puedes sacar nada del hecho de que a pesar de todo no eres tú, ya que nadie puede comer hasta hartarse del pan encerrado en un armario, como tampoco alimentarse con la espera de las espigas de trigo de los campos sin segar. Por eso, si me quejo a este respecto, me quejo de muy distinto modo, en cuanto espectadora que al mismo tiempo está muy emocionada con la idea de que el pan y los frutos de los campos existen. Eso es lo que ocurre ahora con lo que yace bajo «el cristal duro y frío de la vitrina»: tú ya no lo posees y el cristal te refleja a ti mismo; sin embargo ahí estaba una prueba de la magnitud de tus cualidades y, al igual que apenas las habías conocido bajo este aspecto —su profundidad, su rica pertenencia a ti—, del mismo modo todavía tienen otras que ofrecerte, que hoy no puedes ni siquiera sospechar, y a las que te impide verlas todavía algo mucho más resistente que el cristal. Pero, para qué tantas palabras: por el momento no sentirás nada más, como no sea que algo ligero o macizo te separa de la vida, y cualquier palabra en contra es estúpida, necia, impotente[2].

martes, 27 de septiembre de 2016

Lou Andreas-Salomé & Rainer Maria Rilke Correspondencia. SEGUNDA ENTREGA.


9 de junio de 1914, martes

Te envío, querida Lou, la hoja de ayer: comprenderás que lo que en ella describo ya no tiene vigencia y se ha perdido para mí; tres meses de realidad (frustrada) han dejado sobre todo ello como una dura y fría lámina de cristal, bajo la cual esa experiencia ya no me pertenece, como si estuviera colocada en la vitrina de un museo. El cristal refleja y en él sólo percibo mi viejo rostro, anterior, el que tú tan bien conoces.
¿Y ahora? Después de un inútil intento de vivir en Italia, he vuelto aquí (hace ya quince días), deseoso de arrojarme a ciegas en cualquier ocupación; pero aún tan embotado y paralizado que apenas si puedo hacer otra cosa que dormir. Si tuviera un amigo le rogaría que viniera a trabajar conmigo cada día, en lo que fuera. Y cuando en el intervalo, de taciturno humor, pienso en el porvenir, imagino en primer lugar un tipo de trabajo que estuviera sometido a las condiciones exteriores, y alejado tanto como fuera posible de toda productividad personal. Pues desde ahora ya no dudo ni por un instante de que estoy enfermo, de una enfermedad que me ha gravemente corroído y cuyo foco se encuentra en lo que hasta entonces llamaba mi trabajo, de tal modo que por el momento no hay ningún refugio por ese lado.
………

Tu viejo

Rainer


  LOU ANDRÉAS-SALOMÉ A RILKE, EN PARÍS


Göttingen, 11 de junio de 1914

Mi querido viejo Rainer. Sabes, he llorado terriblemente al leer tu carta…, era estúpido, pero cómo puede una impedirlo cuando ve de qué manera trata a veces la vida a los más preciados de sus hijos. Te he acompañado con todos mis pensamientos en la medida en que pueda llamarse a esto «acompañar», cuando una se pregunta cada día dónde puede encontrarse alguien: si elevado hasta los confines de la atmósfera humana, o si hundido en el fondo de un cráter, debatiéndose entre los más violentos fuegos que jamás hayan ardido en el seno de la tierra. Cuando me escribiste a propósito de mis «Cartas», que resultaron tan alegremente locas, me parecía posible que se hubiera abierto, para ti, un período productivo, provocado por alguna experiencia afectiva; y es siempre en ese momento cuando parece cercano un terrible peligro, tanto como una gran victoria. Es entonces fácil para algunas almas sacrificar un nada de productividad que se desprendía de una experiencia intensamente vivida; y, de vez en cuando, creadoras por naturaleza, consiguen hacer lo contrario; pero probablemente, con mucha más frecuencia, ocurre que ambas tendencias se encuentran a mitad de camino y perecen por haberse obstruido mutuamente el paso. Aunque esta vez seas tú, tan absolutamente, el único responsable de esta muerte, que no tengas excusa, ni coartada. Una cosa sin embargo queda fuera de duda: la manera en que resucitas todo esto con tus palabras es exactamente, ¡exactamente!, la antigua, la íntegra potencia que da vida a lo que está muerto, y además: el duelo causado por este hecho es el de un alma cuyo sentimiento más sutil, más interior, en nada podría ser más inocente que en aquello de lo que te acusas a ti mismo. Y no obstante eres tú mismo, como también eres tú quien, en un momento dado, eres incapaz de trabajar, o echas a perder el trabajo. Y, ciertamente, ni sacas ni puedes sacar nada del hecho de que a pesar de todo no eres tú, ya que nadie puede comer hasta hartarse del pan encerrado en un armario, como tampoco alimentarse con la espera de las espigas de trigo de los campos sin segar. Por eso, si me quejo a este respecto, me quejo de muy distinto modo, en cuanto espectadora que al mismo tiempo está muy emocionada con la idea de que el pan y los frutos de los campos existen. Eso es lo que ocurre ahora con lo que yace bajo «el cristal duro y frío de la vitrina»: tú ya no lo posees y el cristal te refleja a ti mismo; sin embargo ahí estaba una prueba de la magnitud de tus cualidades y, al igual que apenas las habías conocido bajo este aspecto —su profundidad, su rica pertenencia a ti—, del mismo modo todavía tienen otras que ofrecerte, que hoy no puedes ni siquiera sospechar, y a las que te impide verlas todavía algo mucho más resistente que el cristal. Pero, para qué tantas palabras: por el momento no sentirás nada más, como no sea que algo ligero o macizo te separa de la vida, y cualquier palabra en contra es estúpida, necia, impotente[2].

  LOU ANDRÉAS-SALOMÉ A RILKE


Carta enviada desde Göttingen a París hacia mediados de junio.

  RILKE A LOU ANDRÉAS-SALOMÉ EN GÖTTINGEN


París, sábado 20 de junio de 1914

Lou querida, he aquí un extraño poema escrito esta mañana, que te envío ahora mismo, y al que espontáneamente he titulado «Wendung» porque representa el viraje decisivo que se producirá probablemente con toda necesidad si tengo que vivir, y comprenderás en qué sentido lo concebí.
Tu carta en respuesta a mi estudio sobre las «Muñecas» la había presentido, suponiendo que me escribirías una de consuelo, que manifestara una impresión apropiada para ordenarlo. Y, en efecto, comprendo perfectamente lo que reconoces en ella, así como la última frase que las «palabras» son incapaces de expresar, esa última frase con relación a la unidad que la muñeca forma con lo corporal y sus más horribles fatalidades.
Pero, qué espantoso es que uno escriba semejante cosa sin darse cuenta de nada, so pretexto de hablar de un recuerdo de la más original intimidad, y que a continuación deje uno la pluma con ansias de revivir una vez más lo fantasmal, pero de manera ilimitada como nunca antes lo había hecho; hasta que, lleno a rebosar de estopa el cuerpo de títere en que uno mismo se ha convertido, se quede con la boca reseca.
Tu

Rainer

lunes, 26 de septiembre de 2016

Lou Andreas-Salomé & Rainer Maria Rilke Correspondencia Lou Andrés-Salomé, en 1897.


Lou Andreas-Salomé & Rainer Maria Rilke
Correspondencia
Lou Andrés-Salomé, en 1897
   

Rainer María Rilke, en 1900
PRÓLOGO


El intercambio de cartas que sigue a continuación ha sido extraído de la correspondencia entre Rainer María Rilke y Lou Andrés-Salomé, establecida y publicada por Ernst Pfeiffer (Rainer María Rilke/Lou Andrés-Salomé: Briefwechsel. Max Niehans Verlag Zurich u. Insel Verlag Wiesbaden 1952).
La amiga más íntima de Rilke desde 1904 y discípula de Freud a partir de 1912-13, Lou Andrés-Salomé, practicaba el psicoanálisis. Pero mucho antes había sido la «consultora», literalmente la «psicóloga» de Rilke, y no sólo en los momentos de angustia y de malestar del poeta. Ahora bien, lejos de querer encaminar a Rilke hacia un tratamiento analítico lo apartó, al contrario, de él[1] . La cura de alma que ejerce en muchos períodos de esta larga correspondencia (1896-1926) se fundamentaba en su convicción de que las fuerzas obscuras constituían la única fuente tanto de «curación» como de creación del poeta: era necesario, pues, que fueran preservadas de una intervención semejante a la del método analítico, que hubiera destruido su propio ritmo. Una de las mayores obsesiones de Rilke consistía en la alienación de su propio cuerpo, llegando a veces hasta el desdoblamiento (lo «Otro») a capricho del comportamiento somático de este último, como si se hubiera tratado de un simulador solapado de sus estados de espíritu. Sobre todo en este dominio, Lou busca hacerse la mediadora entre el alma deprimida del poeta y las angustias que regularmente le confiesa en sus horas de esterilidad, y así Lou aparece esencialmente como la intérprete de las fuerzas obscuras tanto como de las primeras interpretaciones que da el mismo poeta.
Pierre Klossowski


    CORRESPONDENCIA

RILKE A LOU ANDRÉAS-SALOMÉ EN GÖTTINGEN


París, 17 rue Campagne-Première

8 de junio de 1914

Querida Lou, heme aquí al término de un largo, ancho y duro período, con el que caduca cierto futuro que no había sido fuerte y religiosamente alimentado, sino torturado hasta el aniquilamiento (algo en lo que, poco más o menos, soy inimitable). Si a veces, durante estos últimos años, había podido disculparme so pretexto de que algunos intentos por asentarme más humana y naturalmente en la vida fracasaron porque las personas concernidas no me habían comprendido, y me hacían sufrir ininterrumpidamente violencias, injusticias y prejuicios, precipitándome así en tan gran desasosiego, resulta ahora que después de meses de sufrimiento me encuentro orientado de muy diferente manera: teniendo que reconocer que, esta vez, nadie puede ayudarme. Y aunque alguien viniera con su alma más inocente, más inmediata, y encontrara su referencia en los mismos astros, aunque me soportara a pesar de mi torpeza y rigidez y conservara su pura e infalible disposición para conmigo; aun cuando el rayo de su amor viniera a estrellarse diez veces en la turbia y densa superficie de mi universo submarino, todavía sería yo capaz (lo sé ahora) de empobrecerlo en el seno de la abundancia de su ayuda renovada sin cesar, de encerrarlo en el irrespirable dominio de una ausencia total de ternura, hasta el punto en que, vuelto inaplicable su auxilio, pasara él mismo de la plenitud a la marchitez, hasta dar en una siniestra decadencia.
Querida Lou, desde hace un mes estoy solo otra vez, y es éste mi primer intento de volver a tomar conciencia —ya ves, así están las cosas. En resumidas cuentas, he experimentado muchas cosas durante estos acontecimientos; por el momento sigo constatando esto: que una vez más apenas si estaba a la altura de una tarea pura y alegre, en la que la vida, como si nunca hubiera tenido conmigo malas experiencias, volvía a venir hacia mí, misericordiosa. Desde ahora está claro que también ahí he vuelto a fracasar y que, lejos de avanzar, repetiré un año más este curso de dolor; y que cada día encontraré inscritas en la negra pizarra las mismas palabras, cuya triste flexión creí haber aprendido hasta el agotamiento.
Lo que tan radicalmente iba a cambiar mi angustia comenzó con muchas, muchas cartas, hermosas y ligeras como brotadas del corazón: que yo sepa nunca he escrito otras parecidas. (Era la época, te acuerdas, de la omisión de la «s»). En dichas cartas (cada vez lo comprendía mejor) ascendía una petulancia irresistible, como si me encontrara ante un nuevo y pleno brote de mi más peculiar esencia, que, liberada desde entonces en una comunicación inagotable, se esparcía por la vertiente más alegre al tiempo que yo, escribiendo día tras día, sentía su feliz corriente y el incomprensible reposo que le parecía preparado del modo más natural en un alma capaz de recogerlo. Mantener pura y transparente esta comunicación y, al mismo tiempo, ni sentir ni pensar nada que se encontrara excluido por ella: eso fue lo que de una sola vez, sin que yo supiera cómo, llegó a ser la medida y la ley de mi actuar, y si jamás hombre alguno interiormente agitado pudo sosegarse, yo mismo lo fui con esas cartas. Esta ocupación diaria y mi relación con ella se me hicieron sagradas de una manera indescriptible, y desde entonces se apoderó de mí una confianza enorme, como si hubiera al fin encontrado una salida a ese penoso estancarme en circunstancias continuamente nefastas. Hasta qué punto estaba entonces comprometido en cambiar, podía notarlo igualmente en el hecho de que incluso las cosas pasadas, cuando se me ocurría contar algo de ellas, me sorprendían por el modo en que reaparecían; si, por ejemplo, se trataba de épocas de las que a menudo había hablado anteriormente, hacía hincapié en aspectos inadvertidos o apenas conscientes, y cada cual adquiría, por decirlo con la inocencia de un paisaje, una visibilidad pura, una presencia, y me enriquecía, formaba parte de mí mismo, tanto y de tal modo que por primera vez me parecía ser dueño de mi vida, no por una adquisición, por una explotación, por una comprensión interpretativa de cosas caducas, sino por esta misma nueva veracidad que se esparcía también a través de mis recuerdos.

Fuente:
Título original: Rainer Maria Rilke/Lou Andréas-Salomé:Briefwechsel

Lou Andreas-Salomé & Rainer Maria Rilke, 1952

Traducción: José María Fouce

Prólogo: Pierre Klossowski

Postfacio: Miguel Morey

Editor digital: Blok

ePub base r1.2

viernes, 21 de agosto de 2015

La metamorfosis. Franz Kafka.


La metamorfosis de Gregor no es, como puede parecer a simple vista, la causa de su ruina. La verdadera causa de ésta es el efecto simbólico de su vida cotidiana. Gregor no tiene un solo asidero humano: no conoce la amistad, ni el amor, ni la esperanza. El escarabajo Gregor no es capaz de hacerse entender ante nadie, el Gregor “hombre” tampoco. La vida de Gregor antes de la metamorfosis es mezquina, pobre, sin humanidad. No tiene nadie a quien comprender, ni nadie que le comprendiera. Por tanto, la propia metamorfosis no provoca su fin. En el proceso de transformación emerge, al fin, la conciencia de la propia inhumanidad. Es el cambio psíquico producido en Gregor después de la transformación el que proporcionará la luz que le hará comprender.

Fuente: Enrico Pugliatti.

Algunas consideraciones críticas sobre Kafka y La Metamorfosis

Dr. Luis Quintana Tejera
Universidad Autónoma del Estado de México 


Introducción

Al observar las numerosas contradicciones que se producen entre las distintas exégesis dedicadas a la obra kafkiana -teológica, filosófica, psicológica, temática- e incluso entre diversas interpretaciones de un mismo tipo de exégesis, algunos críticos han visto la necesidad de abandonar esta clase de estudio y orientarse exclusivamente hacia planteamientos predominantemente formales.

Muestra evidente del cambio de orientación en el estudio de Kafka es el nuevo presupuesto del que se parte y que refleja, de manera muy clara, Martin Walser cuando afirma:

Ya no nos hará falta recurrir [...] al poeta mismo, puesto que la obra lo es todo en sí misma. En el caso de Kafka la vida debe ser esclarecida a la luz de la obra, mientras que la obra puede prescindir del esclarecimiento que surge de la realidad biográfica.1

Sin embargo, la relatividad de este presupuesto lo torna fácilmente detractable. Bastaría a este respecto recordar las conocidas y estrechas relaciones que se establecen, incluso por parte del mismo Kafka, entre la vida del escritor y sus obras. El fundamento biográfico de determinadas narraciones parece indudable. Para sustentar lo anterior, citamos los Preparativos de boda en el campo, escrito que presenta paralelismos con la romántica aventura vivida por Kafka en Zuckmantel, durante las vacaciones de 1905. Las coincidencias entre las experiencias del autor y su producción literaria se encuentran también en el Castillo en donde, por ejemplo, el personaje de Klamm parece ser una caricatura de Ernst, el marido de Milena, mujer con quien el escritor en cuestión había mantenido, hasta poco tiempo antes, una intensa relación amorosa.

Ahora bien, Walser, siguiendo a su maestro Friedrich Beissner, se dedica fundamentalmente a lo que él considera análisis del texto, pero que se limita tan sólo al estudio de las técnicas narrativas. Describe así la función de los personajes, las relaciones entre éstos, la naturaleza de los acontecimientos narrados, todo ello con el fin de definir la forma del relato kafkiano en relación con los géneros novela y epopeya. El trabajo resultante está orientado exclusivamente en función de su calidad de filólogo.

Mayor trascendencia han tenido, sin embargo, los estudios de Marthe Robert. La ensayista francesa, de gran importancia en el análisis de Kafka, reacciona violentamente contra la atribución al escritor checo-judío de tantos y tan opuestos simbolismos y significaciones. Según Marthe Robert el problema reside en el propio concepto de "símbolo". Para ella, el símbolo implicará una relación cifrable entre un significante y un significado. Esta relación puede ser todo lo compleja y abstracta que se quiera, pero no por ello hemos de pensar que no se encuentre estrictamente definida y constante en una tradición dada. El símbolo es por su propia naturaleza ambiguo puesto que vela y devela simultáneamente lo que sugiere. Pero, siempre, según Marthe Robert, el símbolo para cumplir correctamente su función, debe contener indicios de los dos órdenes de la realidad que intenta relacionar. Si no ocurriera así, el símbolo pasaría de ser ambiguo a convertirse en intransmisible. Precisamente en esta situación se encontraría el símbolo kafkiano. A pesar de lo dicho anteriormente, se trata de un símbolo fuerte y literariamente eficaz cuya sola anomalía afecta el mensaje por transmitir. Será en esta contradicción donde surgirá:

El enigma que fascina continuamente a la crítica, sin por ello descorazonarla, porque cada exégeta sigue persuadido de que los símbolos de Kafka son traducibles a un lenguaje claro por cualquiera que posea la clave.2

Como consecuencia de la búsqueda de esta clave, se produce ese "delirio de interpretación" que, para Marthe Robert, no ha aportado nada nuevo. Este "delirio" seguiría un camino predecible. En primer lugar, hay que dar el paso fundamental consistente en admitir que una de las novelas del autor, cualquiera de ellas, no es sino una alegoría. Una vez dado este paso no queda más que localizar la clave que nos permitirá descubrir y analizar los símbolos.

El problema estaría, según Marthe Robert, en que Kafka jamás estableció la menor orientación tendiente a determinar cuál pudiera ser esta clave, situación que obliga a buscarla en campos ajenos a la literatura. En consecuencia, debido a esta polivalencia de los símbolos, cada exégeta puede elegir la clave que más le convenga, sin que, las más de las veces, ello sea válido exclusivamente para él y no convenza a nadie; todas y cada una de las interpretaciones se verán, pues, obligadas a coexistir, "las claves abren tantas puertas a la vez que finalmente acaban por cerrarlas todas".3

De todas estas incoherencias deducirá Marthe Robert dos consecuencias complementarias: el método está mal planteado y las imágenes de Kafka no son símbolos propiamente dichos.

Pero, si no son símbolos, ¿qué son?. La autora responderá que se trata de simples alusiones, "que tienen conexión con un mundo cuyo sentido no pueden enunciar, pero que son capaces de hacer conocer explorando sus múltiples significaciones posibles".4

Así pues, queriendo a toda costa salvar la coherencia en Kafka, Marthe Robert no encuentra otra solución que mantener la tesis de un Kafka anti simbolista. Esta conclusión ha sido atacada duramente por determinados autores. Alguno de ellos mantiene que la teoría se basa en la confusión entre alegoría y símbolo.5

La alegoría, que tiene como característica el haber sido prefabricada intencionalmente, no podrá tener, por definición, más de un sentido, después del literal. El símbolo, sin embargo, siendo vivo y espontáneo, sobrepasa las intenciones del autor. Es una fuerza de la imaginación no reductible a una sola traducción; esto último resulta una manifiesta oposición a la alegoría, pues mientras ésta representa un pensamiento ya preestablecido que bien podría haber sido formulado de otro modo, el símbolo expresa directamente lo que sin él sería inexpresable.

Lo importante es que la multiplicidad de sentidos que el símbolo produce no supone, como asegura Marthe Robert, ningún tipo de incoherencia. Esta multiplicidad de sentidos corresponde a una multiplicidad de planos y de perspectivas que no sólo no se anulan entre sí sino que se sostienen los unos a los otros. Sólo se creerá en su incoherencia en la medida en que se confunda el simbolismo con la trivialidad en las dimensiones de la alegoría que no pueden representar nunca más que un solo diseño. Pero más aún, en la medida en que el mundo del símbolo admitiría gran variedad de figuras, el admitir sólo uno de estos símbolos supondría un empobrecimiento de la obra de Kafka. La gran riqueza de ésta se encontraría, pues, en esa multitud de planos, de perspectivas y de interferencias.

Sin querer entrar en profundas disquisiciones sobre las diferencias entre símbolo y alegoría, creemos haber analizado el punto de vista más adecuado. No consideramos que la multitud de interpretaciones sea motivo para descalificarlas. Cabría preguntarse, además, si Marthe Robert nos está ofreciendo una interpretación no menos contradictoria que el resto, es decir, si no cae en el pecado de la exégesis que ella misma denuncia.

Establecidos los presupuestos anteriores, estamos en condiciones de analizar algunos aspectos de La metamorfosis con la finalidad de profundizar en el contenido de esta obra.

Hemos escogido con este fin el despertar de Gregorio después de una noche intranquila.



El despertar de Gregorio Samsa

En la acción de La metamorfosis no hay ningún tipo de introducción. El aspecto fundamental de la anécdota aparece ante nosotros en las primeras palabras del narrador:

Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto.6

Algo ha sucedido en esa noche y Gregorio se encuentra de pronto con la horrible transformación. Es el despertar que nos ubica en la toma de conciencia ante una realidad. La noche anterior representa la vida del personaje que se caracterizó por el sometimiento y el cumplimiento servil de las órdenes de quienes ejercían sobre él un poder ilimitado.

Es la historia del hombre contemporáneo con toda la carga de amargura y desazón que deriva del hecho lamentable de no ser considerado como un ser humano sino tan solo como un objeto.

Comienza así el planteamiento de la relación existente entre su condición de objeto y su situación como sujeto. Gregorio ha sido, hasta este momento, un objeto útil; por esto la alegoría del insecto nos permite observar el inmenso grado de soledad en que se encuentra el joven Samsa. Además, el mencionado animal representa -en el plano de la alegoría-, la incomunicación frente al mundo exterior.

El sueño ha sido intranquilo, primordialmente por dos razones: 1. porque durante esa noche figurada se iba gestando, poco a poco, la metamorfosis; 2. porque Gregorio iba perdiendo, gradualmente, confianza en sí mismo, al mismo tiempo que descubría su grado de extrañeza en relación con el universo en que vivía.

El personaje se encuentra indefenso y muy asombrado. Lo que ha ocurrido escapa a los esquemas normales. Al narrador no le interesa hacer creíble su relato; simplemente los hechos se han dado de esa manera y basta.

Cuando el autor describe al insecto lo hace con la intención de ubicarnos en la verosimilitud de éste; el acontecer literario no importa por el grado de veracidad que conlleve, basta con que se mueva en el terreno de lo posible. Desde nuestra perspectiva de análisis, ese animal representa un momento muy duro en la vida del joven Samsa; realmente existe en su convulsionado microcosmos, frente a lo cual destacamos que la actitud adoptada por Gregorio representa su intención de no dejarse vencer por los hechos consumados.

El primer intento del personaje se da en el terreno de la reflexión: "¿Qué me ha sucedido?7

No es un sueño porque su habitación es la misma de siempre. En ella aparecen los elementos conocidos que nos permiten definir la vida de Gregorio cuando era insecto y no lo sabía.

El muestrario de paños que está sobre la mesa bien puede simbolizar el mundo laboral, su condición de viajante de comercio. La estampa, recortada de una revista ilustrada y puesta en un lindo marquito dorado, es la representación de algo muy querido por el personaje al extremo de llegar a defenderlo valientemente, en el entorno de la segunda salida.

Es una mañana lluviosa y esto acrecienta la nostalgia del protagonista. Su decisión consiste en seguir siendo él mismo, a pesar de lo evidente de la metamorfosis.

Pronuncia un extenso monólogo en el que recapacita acerca de su humana condición. En este monólogo se advierte el alto grado de desarraigo y soledad en que vive. La profesión lo deja cada día más vacío, mientras que las amistades, en continuo cambio como natural consecuencia de sus múltiples viajes, no perduran. El trasladarse en los trenes es molesto y ni siquiera puede comer tranquilamente. A todo lo anterior, se agrega la imagen implacable de su jefe y la dependencia laboral se impone como una carga insoportable.

El despertador no ha sonado, o si esto ha sucedido, Gregorio no lo oyó. En verdad, el protagonista sabía que el sonido del reloj lo llamaba a su condición de objeto útil; quizás por esto último no quiso escucharlo.

A partir de la metamorfosis el fin de Gregorio se impondrá gradualmente, es la imagen del héroe contemporáneo traumado y abandonado por la sociedad a la cual había servido durante tanto tiempo. Simultáneamente, corresponde subrayar el carácter extranjero de este hombre quien sufrió y luchó por un mundo que le volvió la espalda en el momento en el que él más lo necesitaba.



Sus relaciones con la familia

Agreguemos además que el personaje pertenece a una familia normal, de clase media. En el seno de esa familia él ha cumplido, hasta ese momento, las funciones de padre, hermano e hijo.

Desde lo más íntimo de su condición de ser humano, el personaje vive el grado de responsabilidad que le corresponde frente a los miembros de la casa. Más allá de lo que le ha acontecido, le preocupa la situación en que quedarán su padre, madre y hermana si él no puede continuar trabajando. Ciertamente, el grado de toma de conciencia en Gregorio es relativo: todavía no ha comprendido la gravedad de los hechos y por eso continúa luchando. Debemos subrayar que la transformación del protagonista es sin regreso. Desde el momento en que descubrió su condición de insecto, no podrá dejar de serlo. Si lo hiciera significaría aceptar la opresión y el menosprecio como sujeto. Sucede que hay dos fuerzas en pugna en el interior del joven: por un lado, su sentido del deber y de la responsabilidad lo obligan a reintegrarse al trabajo; se siente culpable por lo sucedido y no puede imaginarse un mundo familiar sin su presencia actuante, sin la constante preocupación que lo llevaba a solucionar todos los problemas que se presentaban. Por otro lado, desde su actual perspectiva de animal, de objeto útil, no puede permitir que se le siga utilizando. El hacerlo sería una forma de reconocer y aceptar su actual condición.

Por todo lo dicho, las dos fuerzas se manifiestan así: una lo obliga a salir; la otra le impide moverse con normalidad y retrasa todos sus intentos.

Desde la perspectiva de los miembros de la familia, las reacciones son diferentes. En ellos también obrará una especie de metamorfosis que los lleva desde una actitud inicial de relativa aceptación hasta la postura final de total rechazo hacia el horrible insecto.

La primera en dejar oír su voz a través de la puerta cerrada de la habitación de Gregorio es la madre:

-Gregorio -dijo una voz, la de la madre-, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a marcharte de viaje?8

Evidentemente la madre está preocupada por su hijo. Una de las características predominantes en esta mujer es su alto grado de incapacidad para ayudar eficazmente a Gregorio. Tiene la mejor intención, pero no posee los medios para concretar en los hechos sus aspiraciones de acercamiento válido al hijo enfermo.

Por su parte el joven casi no reconoce la voz de su progenitora:

¡Qué voz más dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio la suya propia, que era la de siempre, sí, pero que salía mezclada con un doloroso e irreprimible pitido, en el cual las palabras, al principio claras, confundíanse luego, resonando de modo que no estaba uno seguro de haberlas oído.9

La metamorfosis se manifiesta también en el discurso. Es obvio que el actual Gregorio no va a expresar los mismos conceptos que el anterior. El de antes era sumiso, sometido, obediente; el de ahora es rebelde y opuesto a todos los esquemas del pasado. Si llegáramos a creer que el personaje acepta su actual condición y la defiende hasta el extremo de continuar actuando en forma eficaz, entonces tendríamos que aceptar la absoluta falta de rebeldía en Gregorio. Pero los hechos no suceden así: Gregorio quiere salir de su habitación, es cierto, pero su conciencia rebelde se lo impide.

Por su parte, el padre procede con desconfianza, pero no adopta aún actitudes terminantemente violentas. Le dice: "Gregorio, ¡Gregorio! ¿Qué pasa?"10

La hermana está muy preocupada. Parece presentir lo que ha sucedido. Kafka establece:

Mientras tanto, detrás de la otra hoja, la hermana lamentábase dulcemente: "Gregorio, ¿no estás bien? ¿Necesitas algo?11

Es obvio que la hermana manifiesta una actitud mucho más condescendiente. Se preocupa por el sujeto, por el hombre que hay en Gregorio. Le habla con dulzura y lo interroga acerca de su condición física. En el desarrollo del relato, podremos observar como Grethe se acerca válidamente a Gregorio y lo ayuda.

De todas formas, al analizar las dos salidas del personaje, retomaremos el tema de la relación familiar.



Primera salida de Gregorio.

Reacciones provocadas

Después de una intensa lucha del protagonista, primero por abandonar la cama y luego salir de la habitación, sus acciones se ven coronadas por el éxito.

Afuera lo esperan el padre, la madre, y el principal del almacén en donde trabaja. Ha generado una inmensa expectativa por todas las razones ya expuestas. La puerta se abre lentamente y él queda oculto detrás de una de las hojas de la misma:

Este modo de abrir la puerta fue causa de que, aunque franca ya la entrada, todavía no se le viese. Hubo todavía de girar lentamente contra una de las hojas de la puerta, con gran cuidado para no caerse bruscamente de espaldas en el umbral.12

El primero que ve a Gregorio es el principal:

Cuando sintió un ¡oh! del principal, que sonó como suena el mugido del viento, y vio a este señor, el más inmediato a la puerta, taparse la boca con la mano y retroceder lentamente, como impulsado mecánicamente por una fuerza invisible.13

La reacción del principal resulta no sólo impactante, sino que se justifica plenamente a la luz de lo que representa para él la metamorfosis de Gregorio. Ha visto que su objeto útil se rebela descaradamente contra el mundo organizado que él simboliza. No puede tolerar semejante actitud. Si todos sus empleados procedieran como el joven Samsa, el desorden y el pánico se apoderarían de los defensores de la gran empresa.

La madre olvida la presencia del principal, pues, aun despeinada como se encontraba, se presenta e intenta adoptar y mantener una actitud de consideración y respeto hacia el hijo enfermo.

Miró primero a Gregorio, juntando las manos, avanzó luego dos pasos hacia él, y se desplomó, por fin, en medio de sus faldas esparcidas en torno suyo, con el rostro oculto en las profundidades del pecho.14

La madre es una mujer débil, de ahí que su proceder responda a esquemas tradicionales. Gregorio, en su nueva modalidad existencial, ha escapado a estos esquemas y, como consecuencia de ello, la madre se siente impotente.

Destacamos que se atreve a mirar frente a frente a su hijo, pero lo que ve en él le provoca horror y desesperación; a pesar de esto, avanza hacia donde está el ser amado, pero lo hace con tan poco convencimiento que, no pudiendo soportarlo, se desmaya.

El padre, consternado, reacciona en forma distinta:

El padre amenazó con el puño, con expresión hostil, cual si quisiera empujar a Gregorio hacia el interior de la habitación; volvióse luego, saliendo con paso inseguro al recibimiento, y, cubriéndose los ojos con las manos, rompió a llorar de tal modo, que el llanto sacudía su robusto pecho...15

Este hombre vive también la situación de impotencia como consecuencia de lo imprevisto de todo lo sucedido. Pero él es el más violento. Siente que la rebeldía de su hijo es injusta y por eso comienza amenazándolo con los puños. Desea hacerlo regresar al sitio de donde salió transformado en un animal repulsivo; quiere que nadie lo vea así y, menos aún, el principal. No se decide a adoptar medidas inmediatas; al contrario, se aleja hacia el recibidor, donde rompe a llorar en una actitud netamente contrastante con su condición física.

Gregorio trata de hablar como si nada hubiera sucedido y promete regresar inmediatamente al trabajo. Todos saben que esto es imposible, y más aún lo conoce el principal quien, lentamente, retrocede hacia la escalera, atemorizado. El joven está realmente solo ante un mundo que no lo comprende. Añora la presencia de su hermana quien ha salido en busca de ayuda.

En ese momento la madre recobra el conocimiento por unos instantes para encontrarse de nuevo con el espantoso panorama. Grita, pide ayuda, suplica por alguien que le diga que todo lo que está pasando no es más que un sueño; en fin, procede de una manera explicable en el entorno de su condición de madre protectora. El café se derrama en la mesa en el mismo momento en que la mujer se refugia en los brazos del padre. Todo es caótico y, paradójicamente, Gregorio parece ser el único que conserva la calma. Centra su atención en el principal, quien al ver que Gregorio se dirige hacia él, abandona rápidamente la casa.

Es en este momento que el padre decide actuar en su carácter de defensor de la estabilidad familiar por lo cual, llevando en la diestra el bastón que el principal había olvidado y en la siniestra un gran periódico, se dispone a asediar al hijo enfermo, a obligarlo a regresar a la habitación.

El cuadro que se ofrece es grotesco: el padre, exaltado, da fuertes patadas en el suelo; Gregorio entiende que algo no anda bien e intenta desandar el camino para volver a su cuarto.

De esta forma, mientras la madre se había asomado a la ventana a pesar del tiempo frío, el padre actúa con la violencia que manifestaba una absoluta incomprensión hacia su hijo. Los silbidos salvajes que escapaban de su boca llenaban el ambiente. El protagonista retrocedía como podía. No acostumbrado a su actual condición, tenía dificultades para moverse. Finalmente lo consigue y el padre lo ayuda con el extremo del periódico.

Cuando Gregorio ha caído dentro de la habitación, su progenitor cierra la puerta, acción presentada por el narrador con el comentario de que: "Todo volvió por fin a la tranquilidad".16

Quedan expresadas en este pasaje, las incompatibilidades existentes entre padre e hijo. Si recordamos aspectos de la biografía del autor, sabremos que la relación entre ambos se caracterizó no sólo por un alejamiento espiritual, sino también por las constantes imposiciones de un padre dominante y cruel.

La cita inmediata anterior, demuestra que la única forma de reconciliación entre Gregorio y su familia consiste en el aislamiento, en la definitiva desaparición, si ello fuera posible.

Los hechos posteriores muestran la vida del joven Samsa en su condición de insecto. La hermana se preocupa por él y manifiesta así la clásica actitud del adolescente generoso. Ha tomado a su hermano como una causa propia que ella debe sacar adelante.

En cierta ocasión la hermana nota que la habitación resulta chica para Gregorio y decide retirarle algunos muebles con el fin de dejarle más espacio. Su intención es buena pero no ha comprendido que hacerlo significa despojarlo de lo que más quiere. Lo dicho constituye el antecedente de la segunda salida.



La segunda salida de Gregorio

La hermana pide ayuda a su madre para comenzar a retirar los muebles mencionados. Ésta ingresa al cuarto en el bien entendido de que no verá a Gregorio: su solo aspecto la espanta. Comienza la tarea que cumplirán las dos mujeres:

Y Gregorio oyó cómo las dos frágiles mujeres retiraban de su sitio el viejo y harto pesado baúl, y cómo la hermana, siempre animosa, tomaba sobre sí la mayor parte del trabajo, sin hacer caso de las advertencias de la madre, que temía se fatigase demasiado.17

El acto de Grethe, bien inspirado y razonable, significa sin embargo un paso más en el proceso de degradación en la situación de Gregorio. Hasta ahora la presencia de los muebles en el cuarto equivale, de algún modo, a una esperanza. Quitarlos representa romper definitivamente con el pasado, aceptar para siempre y como parte de la familia a este taciturno y nauseabundo insecto que es ahora el protagonista. En alguna medida, los muebles de Gregorio constituyen un nexo entre el mundo del joven Samsa y el que está más allá de la puerta.

Kafka, pues, va destruyendo, primero por eliminación -la habitación queda desierta- y luego por transformación -se convierte en un sucio desván para los trastos-, el viejo dormitorio de Gregorio, que cada vez es más autónomo del resto de la casa.

Gregorio, por su parte, piensa que la vida monótona de esos dos meses ha perturbado su mente. Aclaramos que no hay en verdad perturbación, sino cambio: él acepta ahora que su habitación esté vacía y lo acepta porque está pensando como insecto. A medida que la metamorfosis progresa, Gregorio piensa y actúa y siente cada vez menos como hombre.

Mientras las mujeres vacían la habitación, Gregorio se mantiene prudentemente oculto. Pero cuando advierte lo que realmente sucede -que se llevan todo cuanto ama- una ola de recuerdos y nostalgias le hace reaccionar. Un cuadro -ya mencionado en el desarrollo del análisis-, adquiere súbitamente importancia fundamental para el protagonista, quien trepa por la pared y se adhiere fuertemente al vidrio del mencionado cuadro, en un típico acto de posesión y deseo al no permitir que le arrebaten lo que no quiere perder.

Pese a los esfuerzos de Grethe la madre lo ve y cae desmayada. En ese preciso instante, y como consecuencia de lo sucedido, la hermana abandona toda tentativa de comprender a Gregorio, se pone de parte del mundo "normal" y llega a increpar duramente a su hermano: "¡Ojo, Gregorio! -gritó la hermana con el puño en alto y enérgica mirada".18

En la tercera parte de la obra, en un breve discurso, Grethe ha de asegurar que ese insecto repugnante no es, no puede ser su hermano. El proceso de alejamiento, que ahí culmina, ha empezado ya.

Con extraordinaria habilidad, Kafka, por medio del narrador, saca a Gregorio de su cuarto y quedan solas en él la madre y la hermana. La inesperada presencia del padre viene a complicar las cosas. La hermana sólo alcanza a decirle al padre que la madre se ha desmayado y que Gregorio ha escapado.

Es ésta la primera vez que Gregorio ve a su padre después de la transformación sufrida por este último al tener que cargar sobre sus hombros la responsabilidad de la casa. Lo encuentra muy cambiado; el padre también ha sufrido una metamorfosis: está más joven, más enérgico, súbitamente repuesto.

Su progenitor trata entonces de hacerlo regresar a su habitación. Comienza el bombardeo de las manzanas, otro pasaje digno del mejor de los grotescos. No es que en un arrebato el padre arroje unas manzanas a su hijo, sino que se aprovisiona de ellas y las lanza fría y sistemáticamente sobre su enemigo. La última se incrusta sobre el lomo de Gregorio: allí permanecerá descomponiéndose, hasta el final.

Herido, Gregorio encuentra por fin la puerta que se vuelve de pronto salvación ante los embates de su progenitor, y se precipita a su cuarto.

El pasaje termina con una fugaz visión: la madre, ya recuperada, abrazando al padre le suplica perdone la vida de su hijo. Es un final casi teatral, pero de todas formas recatado y eficaz.

Así pues, hemos constatado cómo comienza en la tercera parte de la obra un proceso rápido de agravamiento de la enfermedad de Gregorio que concluye con su muerte. La sirvienta es quien descubre el cuerpo y los convoca a todos para que vean como "reventó". La familia recibe la noticia como una verdadera liberación. Todos resuelven consagrar ese día al reposo y al paseo.

El relato concluye con la certeza de que una vida nueva se inicia para todos. Al observar las formas juveniles de Grethe, parece renacer una esperanza fundamentada en esta hija que les ha quedado a pesar de la pérdida de quien en otro tiempo fuera el sostén y la alegría de la casa.

Gregorio representa la imagen del héroe contemporáneo, traumatizado y abandonado por la sociedad a la cual había servido durante tanto tiempo. El movimiento del personaje en el desarrollo de la novela, se da en tres planos: Gregorio y el círculo familiar, Gregorio y el aspecto laboral regido por el sometimiento, y Gregorio y el resto de la sociedad, caracterizada por la exclusión del personaje.

Como elementos válidos a los efectos de las conclusiones que estamos analizando, sirve subrayar el carácter de este hombre que sufrió y luchó por un mundo que le volvió la espalda en el momento en el que más lo necesitaba. A nivel familiar es donde se dan los hechos más dolorosos, según hemos argumentado.

Por último, Gregorio llega a desconocerse a sí mismo. La sociedad lo ha herido hasta tal punto que ni siquiera le deja la opción de sentirse en paz con su propia e individual condición.



Notas:

[1] Martin Walser. Descripción de una forma. Ensayo sobre Franz Kafka. (Trad. H.A. Murena y D. Vogelmann). Sur, Buenos Aires, l969, p. 89.

[2] Marthe Robert. Acerca de Kafka. Acerca de Freud. (Trad. J.L. Jiménez y J. Pomar). Anagrama, Barcelona, 1970, p. 34.

[3] Ibidem, p. 35.

[4] Marthe Robert. Kafka. (Trad. C.A. Payard). Paidós, Buenos Aires, 1970, p. 113.

[5] Cfr. apud. Miche Carrouges. Kafka contre Kafka, Libraire Plon. Paris, 1962.

[6] Franz Kafka. La metamorfosis. Losada, Buenos Aires, l970, p. 15.

[7] Idem.

[8] F. Kafka. La metamorfosis, Losada, Buenos Aires, 1970, p. 18.

[9] Idem.

[10] Idem.

[11] Idem.

[12] Ibidem, p. 28.

[13] Idem.

[14] Ibidem, p. 29.

[15] Idem.

[16] Ibidem, p. 24.

[17] Ibidem, p. 47.

[18] Ibidem, p. 51.



BIBLIOGRAFÍA

Carrouge, Miche. Kafka contre Kafka, Paris, Libraire Plon., 1962.

Kafka, Franz. La metamorfosis, Losada, Buenos Aires, 1970.

Marthe Robert. Kafka. (Trad. C.A. Payard). Paidós, Buenos Aires, 1970, p. 113.

Martin Walser. Descripción de una forma. Ensayo sobre Franz Kafka. (Trad. H.A. Murena y D. Vogelmann). Sur, Buenos Aires, l969, p. 89.



© Luis Quintana Tejera 2002
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero20/metamorf.html

jueves, 20 de agosto de 2015

Franz Kafka CUADERNOS EN OCTAVA. Max Brod.


Franz Kafka

CUADERNOS EN OCTAVA
 “Me opongo por completo a todo lo que sea hablar. Cualquier cosa que diga, está equivocada en mi sentido. Para mí, el discurso quita toda seriedad e importancia a cuanto digo. Por ello soy callado; no sólo por necesidad, sino también por convicción. Sólo el escribir es la forma de expresión apropiada a mi persona, y lo seguirá siendo incluso cuando estemos juntos."
Cartas a Felice
(Los orígenes de los textos están explicitados en la Nota preliminar de Max Brod.)
NOTA PRELIMINAR
Entre los papeles de Kafka, junto con otras cosas, se encontraron ocho pequeños cuadernos azules en octava1, de esos que en la escuela se llaman "cuadernos de deberes". Contienen muchas otras reflexiones además de los aforismos. Este libro presenta los pensamientos de Kafka en el orden en que fueron escritos. Los cuadernos en octava contienen numerosos fragmentos y hasta cuentos completos.
El primer cuadernos tiene un solo texto fechado, el del 19 de febrero de 1917. Sobre la base de esa única nota con fecha cabe deducir que se trata, cronológicamente, del primero. Los cuadernos en octava no fueron numerados por Kafka, como lo hizo con aquellos en cuarto2, de manera que el orden en que se presentan proviene de simples conjeturas.
Para ubicar el segundo cuaderno resultó definitorio el hecho de que Informe para una academia estaba ya publicado en noviembre de 1917.
El tercero y el cuarto contienen algunos fragmentos fechados. No asumen el carácter de diario, como los cuadernos en cuarto, dado que la vida personal del autor, su cotidianeidad no se registra más que en poquísimas líneas. Por otra parte, las palabras al respecto están escritas en letra más chica, como para indicar su escasa importancia. Los textos más extensos de ambos cuadernos están dedica-

1  Designación característica de la industria gráfica para los libros o folletos cuyo tamaño es igual a la octava parte de un pliego de papel de impresión.
2 Trece cuadernos que constituyen sus Diarios.

dos a fantasías y consideraciones filosóficas. Se escribieron en Zürau, donde Kafka se atendía de una tuberculosis diagnosticada entonces por primera vez, y donde decidió romper su compromiso. Su partida para Zürau se produjo el 12 de septiembre de 1917. De manera que el encargado de esta edición3 se encontró ante este dilema: dejar la colección de aforismos "Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero" en el orden deseado por Kafka y claramente determinado en su versión definitiva, o incluirla en el contexto de los cuadernos en octava, entremezclados con otros textos kafkianos. La decisión final fue por la primera de las posibilidades, incluyendo además los aforismos en el texto de los cuadernos.4 Con una sola excepción: se omitió el aforismo 9 en el lugar deseado por Kafka, poniéndolo en cambio en el contexto bajo el título (tachado después por Kafka) "Una vida", porque sólo así resulta evidente su relación interna con el pensamiento precedente y con el siguiente: el problema del mal. Hay, incluida en el cuarto cuaderno, una hoja en la que Kafka escribió algunas notas que, por lo que parece, debían servir para la redacción de un petitorio a presentar al comando militar, en favor de un pobre viejo deficiente abandonado por todos, y acaso para obtenerle la dispensa del servicio militar. Aparecen al principio notas sobre los parientes: un carnicero de Saaz, un tío que vivía en Oberklee, una hermana "que no hay que tener siquiera en cuenta". Después se lee: "No es normal, no pudo trabajar más que en las canteras de arcilla, en realidad no lo declararon apto para el reclutamiento, además, por su edad, no tenía necesidad de cumplir con el servicio militar. Pero él, sin saber muy bien de qué se trataba, quiso hacerse aceptar obligatoriamente. No sabe escribir ni contar, resulta imposible que trabaje independientemente como verdulero o carnicero, de manera que el municipio no puede asumir tal responsabilidad. Pero podría, sí, ayudar a sus parientes en el comercio hortícola, conduciendo el carro, retirando los productos, etcétera. Pero queda excluida toda actividad

3   Se refiere a la edición alemana (N. del T.).
4   En esta edición se ha excluido los aforismos de los cuadernos, evitando así su duplicación.

independiente, tal como imagino que se les habrá ocurrido a sus parientes, los cuales, sin embargo, deberían asumir por sí la responsabilidad." En todo este borrador de petitorio hay un clima que recuerda la de la novela de Kafka El Castillo, por eso se transcribe aquí.
Kafka anota, al final del quinto cuaderno, los nombres de los libros que se propone leer (o que apenas ha leído): Muerte en Venecia - San Agustín, Confesiones - Summa5 -Storm, Keller - Cardenal de Retz - Cartas de Van Gogh -Cuarenta años en la vida de un muerto - Baker, Viaje a Abisinia - Emin Pashá, Livingstone Bernard, Recuerdos de Cézanne.
El sexto cuaderno contiene además el borrador de una carta escrita por Kafka con una horrorosa taquigrafía muy personal casi indescifrable, que evidentemente constituye la respuesta a uno de aquellos inflamados proyectos de nacionalismo austríaco que aparecieron como hongos durante la guerra, algunos probablemente animados de los propósitos más honestos, pero en su mayor parte insoportables y marcados por el oportunismo. La reconstrucción del borrador se transcribe más o menos en estos términos: "Su carta ha llegado después de algunas idas y venidas postales: mi dirección es Poric 7. Les agradezco, ante todo, la buena disposición demostrada por su nota, que me complace mucho. Se trata, indudablemente, de una cosa útil y además necesaria. De lo que dan fe, así como -del futuro de su iniciativa, los importantes nombres de su lista. No obstante, estoy obligado a abstenerme. No soy capaz, en realidad de concebir claramente una Gran Austria de algún modo unificada y menos aún, capaz de adherirme a esa idea. Ante una decisión de este tipo, retrocedo aterrado. Esto, por suerte, no perjudicará para nada su agrupación, al contrario: por lo demás, mi salud no me permite, conozco poquísimas personas, no tengo ninguna influencia considerable. De manera que mi participación les sería bien pronto perjudicial: De todos modos, si, como seguramente ocurrirá, el Salón de Arte (?) se convirtiera en una agrupación, con cuotas de suscripción, etcétera, me alegraré mucho de formar parte. Les ruego que no juzguen mal mi negativa, dictada por la necesidad."
Max Brod 

miércoles, 19 de agosto de 2015

EN LA COLONIA PENITENCIARIA (In der Strafkolonie, 1914). Franz Kafka. Relato.


Relato.
 EN LA COLONIA PENITENCIARIA
(In der Strafkolonie, 1914)
–Es un aparato singular –dijo el oficial al explorador, y contempló con cierta admiración el aparato, que le era tan conocido.
El explorador parecía haber aceptado sólo por cortesía la invitación del comandante para presenciar la ejecución de un soldado condenado por desobediencia e insulto hacia sus superiores. En la colonia penitenciaria no era tampoco muy grande el interés suscitado por esta ejecución. Por lo menos, en ese pequeño valle, profundo y arenoso, rodeado totalmente por riscos desnudos, sólo se encontraban, además del oficial y el explorador, el condenado, un hombre de boca grande y aspecto estúpido, de cabello y rostro descuidados, y un soldado, que sostenía la pesada cadena donde convergían las cadenitas que retenían al condenado por los tobillos y las muñecas, así como por el cuello, y que estaban unidas entre sí mediante cadenas secundarias. De todos modos, el condenado tenía un aspecto tan caninamente sumiso que, al parecer, hubieran podido permitirle correr en libertad por los riscos circundantes, para llamarlo con un simple silbido cuando llegara el momento de la ejecución.
El explorador no se interesaba mucho por el aparato y se paseaba detrás del condenado con visible indiferencia, mientras el oficial daba fin a los últimos preparativos arrastrándose de pronto bajo el aparato, profundamente hundido en la tierra, o trepando de pronto por una escalera para examinar las partes superiores. Fácilmente hubiera podido ocuparse de estas labores un mecánico; pero el oficial las desempeñaba con gran celo, tal vez porque admiraba sobremanera el aparato o tal vez porque por diversos motivos no se podía confiar ese trabajo a otra persona.
–¡Ya está todo listo! –exclamó finalmente, y descendió de la escalera. Parecía extraordinariamente fatigado, respiraba con la boca muy abierta y se había metido dos finos pañuelos de mujer bajo el cuello del uniforme.
–Estos uniformes son demasiado pesados para el trópico –dijo el explorador, en vez de hacer alguna pregunta sobre el aparato, como hubiera deseado el oficial.
–En efecto –dijo éste, y se lavó las manos sucias de aceite y de grasa en un balde que allí había–; pero para nosotros son símbolos de la patria; no queremos olvidarnos de nuestra patria. Y ahora fíjese en este aparato –prosiguió inmediatamente, secándose las manos con una toalla y mostrando al mismo tiempo el aparato–. Hasta ahora intervine yo, pero de aquí en adelante el aparato funciona absolutamente solo.
El explorador asintió y siguió al oficial. Este quería cubrir todas las contingencias y por eso dijo:
–Naturalmente, a veces hay inconvenientes; espero que no los haya hoy, pero siempre se debe contar con esa posibilidad. El aparato debería funcionar ininterrumpidamente durante doce horas. Pero cuando hay entorpecimientos son, sin embargo, desdeñables y se los soluciona rápidamente.
–¿No quiere sentarse? –preguntó luego, sacando una silla de mimbre de un montón de sillas semejantes y ofreciéndola al explorador; éste no podía rechazarla. Se sentó entonces, al borde de un hoyo destinado a la sepultura, hacia el cual dirigió una rápida mirada. No era muy profundo. A un lado del hoyo estaba la tierra removida, dispuesta en forma de parapeto; del otro lado estaba el aparato.
–No sé –dijo el oficial– si el comandante le ha explicado ya el aparato.
El explorador hizo un ademán incierto; el oficial no deseaba nada mejor, porque así podía explicarle personalmente el funcionamiento.
–Este aparato –dijo, tomándose de una manivela y apoyándose sobre ella– es un invento de nuestro antiguo comandante. Yo asistí a los primerísimos experimentos y tomé parte en todos los trabajos, hasta su terminación. Pero el mérito del descubrimiento sólo le corresponde a él. ¿No ha oído hablar usted de nuestro antiguo comandante? ¿No? Bueno, no exagero si le digo que casi toda la organización de la colonia penitenciaria es obra suya. Nosotros, sus amigos, sabíamos aun antes de su muerte que la organización de la colonia era un todo tan perfecto que su sucesor, aunque tuviera mil nuevos proyectos en la cabeza, por lo menos, durante muchos años no podría cambiar nada. Y nuestra profecía se cumplió; el nuevo comandante se vio obligado a admitirlo. Lástima que usted no haya conocido a nuestro antiguo comandante. Pero –el oficial se interrumpió– estoy divagando, y aquí está el aparato. Como usted ve, consta de tres partes. Con el correr del tiempo se generalizó la costumbre de designar a cada una de estas partes mediante una especie de sobrenombre popular. La inferior se llama la Cama; la de arriba, el Diseñador, y esta del medio, la Rastra.
–¿La Rastra? –preguntó el explorador.
No había escuchado con mucha atención; el sol caía con demasiada fuerza en ese valle sin sombras; apenas podía uno concentrar los pensamientos. Por eso mismo le parecía más admirable ese oficial, que a pesar de su chaqueta de gala, ajustada, cargada de charreteras y de adornos, proseguía con tanto entusiasmo sus explicaciones y, además, mientras hablaba, ajustaba aquí y allá algún tornillo con un destornillador. En una situación semejante a la del explorador parecía encontrarse el soldado. Se había enrollado la cadena del condenado en torno de las muñecas; apoyado con una mano en el fusil, cabizbajo, no se preocupaba por nada de lo que ocurría. Esto no sorprendió al explorador, ya que el oficial hablaba en francés, y ni el soldado ni el condenado entendían el francés. Por eso mismo era más curioso que el condenado se esforzara por seguir las explicaciones del oficial. Con una especie de soñolienta insistencia, dirigía la mirada hacia donde el oficial señalaba, y cada vez que el explorador hacía una pregunta, también él, como el oficial, lo miraba.
–Sí, la Rastra –dijo el oficial–; un nombre bien adecuado. Las agujas están colocadas en ella como los dientes de una rastra, y el conjunto funciona, además, como una rastra, aunque sólo en un lugar determinado y con mucho más arte. De todos modos, ya lo comprenderá mejor cuando se lo explique. Aquí, sobre la Cama, se coloca al condenado. Primero le describiré el aparato, y después lo pondré en movimiento. Así podrá entenderlo mejor. Además, uno de los engranajes del Diseñador está muy gastado; chirría mucho cuando funciona, y apenas se entiende lo que uno habla; por desgracia, aquí es muy difícil conseguir piezas de repuesto. Bueno, ésta es la Cama, como decíamos. Está totalmente cubierta con una capa de algodón en rama; pronto sabrá usted por qué. Sobre este algodón se coloca al condenado, boca abajo, naturalmente desnudo; aquí hay correas para sujetarle las manos, aquí para los pies, y aquí para el cuello. Aquí, en la cabecera de la Cama (donde el individuo, como ya le dije, es colocado primeramente boca abajo), esta pequeña mordaza de fieltro, que puede ser fácilmente regulada, de modo que entre directamente en la boca del hombre. Tiene la finalidad de impedir que grite o se muerda la lengua. Naturalmente, el hombre no puede alejar la boca del fieltro, porque si no la correa del cuello le quebraría las vértebras.
–¿Esto es algodón? –preguntó el explorador, y se agachó.
–Sí, claro –dijo el oficial, riendo–; tóquelo usted mismo.
Cogió la mano del explorador y se la hizo pasar por la Cama.
–Es un algodón especialmente preparado, por eso resulta tan irreconocible; ya le hablaré de su finalidad.
El explorador comenzaba a interesarse un poco por el aparato; protegiéndose los ojos con la mano, a causa del sol, contempló el conjunto. Era una construcción elevada. La Cama y el Diseñador tenían igual tamaño y parecían dos oscuros cajones de madera. El Diseñador se elevaba unos dos metros sobre la Cama; los dos estaban unidos entre sí; en los ángulos, por cuatro barras de bronce, que casi resplandecían al sol. Entre los cajones oscilaba, sobre una cinta de acero, la Rastra.
El oficial no había advertido la anterior indiferencia del explorador, pero sí notó su interés naciente; por lo tanto, interrumpió las explicaciones, para que su interlocutor pudiera dedicarse sin inconveniente al examen de los dispositivos. El condenado imitó al explorador; como no podía cubrirse los ojos con la mano, miraba hacia arriba, parpadeando.
–Entonces, aquí se coloca al hombre –dijo el explorador, echándose hacia atrás en su silla y cruzando las piernas.
–Sí –dijo el oficial, corriéndose la gorra un poco hacia atrás y pasándose la mano por el rostro acalorado–, y ahora escuche. Tanto la Cama como el Diseñador tienen baterías eléctricas propias; la Cama la requiere para sí; el Diseñador, para la Rastra. En cuanto el hombre está bien asegurado con las correas, la Cama es puesta en movimiento. Oscila con vibraciones diminutas y muy rápidas, tanto lateralmente como verticalmente. Usted habrá visto aparatos similares en los hospitales; pero en nuestra Cama todos los movimientos están exactamente calculados; en efecto, deben estar minuciosamente sincronizados con los movimientos de la Rastra. Sin embargo, la verdadera ejecución de la sentencia corresponde a la Rastra.
–¿Cómo es la sentencia? –preguntó el explorador.
–¿Tampoco sabe eso? –dijo el oficial, asombrado, y se mordió los labios–. Perdóneme si mis explicaciones son tal vez un poco desordenadas: le ruego realmente que me disculpe. En otros tiempos, correspondía en realidad al comandante dar las explicaciones; pero el nuevo comandante rehuye ese honroso deber; de todos modos, el hecho de que a una visita de semejante importancia –y aquí el explorador trató de restar importancia al elogio con un ademán de las manos, pero el oficial insistió–, a una visita de semejante importancia ni siquiera se la ponga en conocimiento del carácter de nuestras sentencias, constituye también una insólita novedad, que... –y con una maldición al borde de los labios se contuvo y prosiguió–. ... Yo no sabía nada; la culpa no es mía. De todos modos, yo soy la persona más capacitada para explicar nuestros procedimientos, ya que tengo en mi poder –y se palmeó el bolsillo superior– los respectivos diseños preparados por la propia mano de nuestro antiguo comandante.
–¿Los diseños del comandante mismo? –preguntó el explorador–. ¿Reunía entonces todas las cualidades? ¿Era soldado, juez, constructor, químico y dibujante?
–Efectivamente –dijo el oficial, asintiendo con una mirada impenetrable y lejana.
Luego se examinó las manos; no le parecían suficientemente limpias para tocar los diseños; por lo tanto, se dirigió hacia el balde y se las lavó nuevamente. Luego sacó un pequeño portafolios de cuero y dijo:
–Nuestra sentencia no es aparentemente severa. Consiste en escribir sobre el cuerpo del condenado, mediante la Rastra, la disposición que él mismo ha violado. Por ejemplo, las palabras inscritas sobre el cuerpo de este condenado –y el oficial señaló al individuo– serán: Honra a tus superiores.
El explorador miró rápidamente al hombre; en el momento en que el oficial lo señalaba, estaba cabizbajo y parecía prestar toda la atención de que sus oídos eran capaces para tratar de entender algo. Pero los movimientos de sus labios gruesos y apretados demostraban evidentemente que no entendía nada. El explorador hubiera querido formular diversas preguntas, pero al ver al individuo sólo inquirió:
–¿Conoce él su sentencia?
–No –dijo el oficial, tratando de proseguir inmediatamente con sus explicaciones; pero el explorador lo interrumpió:
–¿No conoce su sentencia?
–No –repitió el oficial, callando un instante como para permitir que el explorador ampliara su pregunta–. Sería inútil anunciársela. Ya la sabrá en carne propia.
El explorador no quería preguntar más; pero sentía la mirada del condenado fija en él, como inquiriéndole si aprobaba el procedimiento descrito. En consecuencia, aunque se había repantigado en la silla, volvió a inclinarse hacia adelante y siguió preguntando:
–Pero, por lo menos, ¿sabe que ha sido condenado?
–Tampoco –dijo el oficial, sonriendo como si esperara que le hiciera otra pregunta extraordinaria.
–No –dijo el explorador, y se pasó la mano por la frente–; entonces, ¿el individuo tampoco sabe cómo fue conducida su defensa?
–No se le dio ninguna oportunidad de defenderse –dijo el oficial, y volvió la mirada, como hablando consigo mismo, para evitar al explorador la vergüenza de oír una explicación de cosas tan evidentes.
–Pero debe de haber tenido alguna oportunidad de defenderse –dijo el explorador, y se levantó de su asiento.
El oficial comprendió que corría el peligro de ver demorada indefinidamente la descripción del aparato; por lo tanto, se acercó al explorador, lo tomó por el brazo y señaló con la mano al condenado, que al ver tan evidentemente que toda la atención se dirigía hacia él, se puso en posición de firme, mientras el soldado daba un tirón a la cadena.
–Le explicaré cómo se desarrolla el proceso –dijo el oficial–. Yo he sido designado juez de la colonia penitenciaria. A pesar de mi juventud. Porque yo era el consejero del antiguo comandante en todas las cuestiones penales y, además, conozco el aparato mejor que nadie. Mi principio fundamental es éste: La culpa es siempre indudable. Tal vez otros juzgados no siguen este principio fundamental, pero son multipersonales y, además, dependen de otras cámaras superiores. Este no es nuestro caso o, por lo menos, no lo era en la época de nuestro antiguo comandante. El nuevo ha demostrado, sin embargo, cierto deseo de inmiscuirse en mis juicios; pero hasta ahora he logrado mantenerlo a cierta distancia y espero seguir lográndolo. Usted desea que le explique este caso particular; es muy simple, como todos los demás. Un capitán presentó esta mañana la acusación de que este individuo, que ha sido designado criado suyo y que duerme frente a su puerta, se había dormido durante la guardia. En efecto, tiene la obligación de levantarse al sonar cada hora y hacer la venia ante la puerta del capitán. Como se ve, no es una obligación excesiva, y sí muy necesaria, porque así se mantiene alerta en sus funciones, tanto de centinela como de criado. Anoche el capitán quiso comprobar si su criado cumplía con su deber. Abrió la puerta exactamente a las dos y lo encontró dormido en el suelo. Cogió la fusta y le cruzó la cara. En vez de levantarse y suplicar perdón, el individuo aferró a su superior por las piernas, lo sacudió y exclamó: «Arroja ese látigo, o te como vivo.» Estas son las pruebas. El capitán vino a verme hace una hora; tomé nota de su declaración y dicte inmediatamente la sentencia. Luego hice encadenar al culpable. Todo esto fue muy simple. Si primeramente lo hubiera hecho llamar y lo hubiera interrogado, sólo habrían surgido confusiones. Habría mentido, y si yo hubiera querido desmentirlo, habría reforzado sus mentiras con nuevas mentiras, y así sucesivamente. En cambio, así lo tengo en mi poder, y no se escapará. ¿Está todo aclarado? Pero el tiempo pasa; ya debería comenzar la ejecución, y todavía no terminé de explicarle el aparato.
Obligó al explorador a que se sentara nuevamente, se acercó otra vez al aparato y comenzó;
–Como usted ve, la forma de la Rastra corresponde a la forma del cuerpo humano; aquí está la parte del torso; aquí están las rastras para las piernas. Para la cabeza sólo hay esta agujita. ¿Le resulta claro?
Se inclinó amistosamente ante el explorador, dispuesto a dar las más amplias explicaciones.
El explorador, con el ceño fruncido, consideró la Rastra. La descripción de los procedimientos judiciales no lo había satisfecho. Constantemente debía hacer un esfuerzo ara no olvidar que se trataba de una colonia penitenciaria, que requería medidas extraordinarias de seguridad, y donde la disciplina debía ser exagerada hasta el extremo. Pero, por otra parte, fundaba ciertas esperanzas en el nuevo comandante, que evidentemente proyectaba introducir, aunque poco a poco, un nuevo sistema de procedimientos; procedimientos que la estrecha mentalidad de este oficial no podía comprender. Estos pensamientos le hicieron preguntar:
–¿El comandante asistirá a la ejecución?
–No es seguro –dijo el oficial, dolorosamente impresionado por una pregunta tan directa, mientras su expresión amistosa se desvanecía–. Por eso mismo debemos darnos prisa. En consecuencia, aunque lo «–lento muchísimo, me veré obligado a simplificar mis explicaciones. Pero mañana, cuando hayan limpiado nuevamente el aparato (su única falla consiste en que se ensucia mucho), podré seguir explayándome con más detalles. Reduzcámonos entonces, por ahora, a lo más indispensable. Una vez que el hombre está acostado en la Cama y ésta comienza la vibrar, la Rastra desciende sobre su cuerpo. Se regula automáticamente, de modo que apenas roza el cuerpo con la punta d. las agujas; en cuanto se establece el contacto, la cinta de acero se convierte inmediatamente en una barra rígida. Y entonces empieza la función. Una persona que no esté al tanto no advierte ninguna diferencia entre un castigo y otro. La Rastra parece trabajar uniformemente. Al vibrar, rasga con la punta de las agujas la superficie del cuerpo, estremecido a su vez por la Cama. Para permitir la observación del desarrollo de la sentencia, la Rastra ha sido construida de vidrio. La fijación de las agujas en el vidrio originó algunas dificultades técnicas, pero después de diversos experimentos solucionamos el problema. Le diré que no hemos escatimado esfuerzos. Y ahora cualquiera puede observar, a través del vidrio, cómo va tomando forma la inscripción sobre el cuerpo. ¿No quiere acercarse y ver las agujas?
El explorador se levantó lentamente, se acercó y se inclinó sobre la Rastra.
–Como usted ve –dijo el oficial–, hay dos clases de agujas, dispuestas de diferente modo. Cada aguja larga va acompañada por una más corta. La larga se reduce a escribir, y la corta arroja agua para lavar la sangre y mantener legible la inscripción. La mezcla de agua y sangre corre luego por pequeños canalículos y finalmente desemboca en este canal principal, para verterse en el hoyo, a través de un caño de desagüe.
El oficial mostraba con el dedo el camino exacto que seguía la mezcla de agua y sangre. Mientras él, para hacer lo más gráfico posible la imagen, formaba un cuenco con ambas manos en la desembocadura del caño de salida, el explorador alzó la cabeza y trató de volver a su asiento, tanteando detrás de sí con la mano. Vio entonces con horror que también el condenado había obedecido la invitación del oficial para ver más de cerca la disposición de la Rastra. Con la cadena había arrastrado un poco al soldado adormecido y ahora se inclinaba sobre el vidrio. Se veía cómo su mirada insegura trataba de percibir lo que los dos señores acababan de observar y cómo, faltándole la explicación, no comprendía nada. Se agachaba aquí y allá. Sin cesar su mirada recorría el vidrio. El explorador trató de alejarlo, porque lo que hacía era probablemente punible. Pero el oficial lo retuvo con una mano, con la otra cogió del parapeto un terrón y lo arrojó al soldado. Este se sobresaltó, abrió los ojos, comprobó el atrevimiento del condenado, dejó caer el rifle, hundió los talones en el suelo, arrastró de un tirón al condenado, que inmediatamente cayó al suelo, y luego se quedó mirando cómo se debatía y hacía sonar las cadenas.
–¡Póngalo de pie! –gritó el oficial, porque advirtió que el condenado distraía demasiado al explorador.
En efecto, éste se había inclinado sobre la Rastra, sin preocuparse mayormente por su funcionamiento, y sólo quería saber qué ocurría con el condenado.
–¡Trátelo con cuidado! –volvió a gritar el oficial. Luego corrió en torno del aparato, cogió personalmente al condenado bajo las axilas y, aunque éste se resbalaba constantemente, con la ayuda del soldado lo puso de pie.
–Ya estoy al tanto de todo –dijo el explorador cuando el oficial volvió a su lado.
–Menos de lo más importante –dijo éste, tomándolo por el brazo y señalando hacia lo alto–. Allá arriba, en el Diseñador, está el engranaje que pone en movimiento la Rastra; dicho engranaje es regulado de acuerdo a la inscripción que corresponde a la sentencia. Todavía utilizo los diseños del antiguo comandante. Aquí están –y sacó algunas hojas del portafolios de cuero–; pero por desgracia no puedo dárselos para que los examine; son mi más preciosa posesión. Siéntese; yo se los mostraré desde aquí, y usted podrá ver todo perfectamente.
Mostró la primera hoja. El explorador hubiera querido hacer alguna observación pertinente, pero sólo vio líneas que se cruzaban repetida y laberínticamente y que cubrían en tal forma el papel que apenas podían verse los espacios en blanco que las separaban.
–Lea –dijo el oficial.
–No puedo –dijo el explorador.
–Sin embargo, está claro –dijo el oficial.
–Es muy ingenioso –dijo el explorador evasivamente–; pero no puedo descifrarlo.
–Sí –dijo el oficial, riendo y guardando nuevamente el plano–, no es justamente caligrafía para escolares. Hay que estudiarlo largamente. También usted terminaría por entenderlo; estoy seguro. Naturalmente, no puede ser una inscripción simple; su fin no es provocar directamente la muerte, sino después de un lapso de doce horas término medio; se calcula que el momento crítico tiene lugar a la sexta hora. Por lo tanto, muchos, muchísimos adornos, rodean la verdadera inscripción; ésta sólo ocupa una estrecha faja en torno del cuerpo; el resto se reserva a los embellecimientos. ¿Está ahora en condiciones de apreciar la labor de la Rastra y de todo el aparato? ¡Fíjese! –y subió de un salto la escalera e hizo girar una rueda–. ¡Atención, hágase a un lado!
El conjunto comenzó a funcionar. Si la rueda no hubiera chirriado, habría sido maravilloso. Como si el ruido de la rueda lo hubiera sorprendido, el oficial la amenazo con el puño, luego abrió los brazos, como disculpándose ante el explorador, y descendió rápidamente, para observar desde abajo el funcionamiento del aparato. Todavía había algo que no andaba y que sólo él percibía; volvió a subir, buscó algo con ambas manos en el interior del Diseñador, se dejó deslizar por una de las barras, en vez de utilizar la escalera, para bajar más rápidamente, y exclamó con toda su voz en el oído del explorador, para hacerse oír en medio del estrépito:
–¿Comprende el funcionamiento? La Rastra comienza a escribir; cuando termina el primer borrador de la inscripción en el dorso del individuo, la capa del algodón gira y hace girar el cuerpo lentamente, sobre un costado, para dar más lugar a la Rastra. Al mismo tiempo, las partes ya escritas apoyan sobre el algodón, que gracias a su preparación especial contiene la emisión de sangre y prepara la superficie para seguir profundizando la inscripción. Luego, a medida que el cuerpo sigue girando, estos dientes del borde de la Rastra arrancan el algodón de las heridas, lo arrojan al hoyo, y la Rastra puede proseguir su labor. Así sigue inscribiendo, cada vez más hondo, durante las doce horas. Durante las primeras seis horas, el condenado se mantiene casi tan vivo como al principio, sólo sufre dolores. Después de dos horas, se le quita la mordaza de fieltro, porque ya no tiene fuerzas para gritar. Aquí, en este recipiente calentado eléctricamente, junto a la cabecera de la Cama, se vierte pulpa caliente de arroz, para que el hombre se alimente, si así lo desea, lamiéndola con la lengua. Ninguno desdeña esta oportunidad. No sé de ninguno, y mi experiencia es vasta. Sólo después de seis horas desaparece todo deseo de comer. Generalmente me arrodillo aquí, en ese momento, y observo el fenómeno. El hombre no traga casi nunca el último bocado, sólo lo hace girar en la boca, y lo escupe en el hoyo. Entonces tengo que agacharme, porque si no me escupiría en la cara. ¡Qué tranquilo se queda el hombre después de la sexta hora! Hasta el más estólido comienza a comprender. La comprensión se inicia en torno de los ojos. Desde allí se expande. En ese momento uno desearía colocarse con él bajo la Rastra. Ya no ocurre nada más; el hombre comienza solamente a descifrar la inscripción, estira los labios hacia afuera, como si escuchara. Usted ya ha visto que no es fácil descifrar la inscripción con los ojos; pero nuestro hombre la descifra con sus heridas. Realmente cuesta mucho trabajo; necesita seis horas por lo menos. Pero ya la Rastra lo ha atravesado completamente y lo arroja en el hoyo, donde cae en medio de la sangre y el agua y el algodón. La sentencia se ha cumplido, y nosotros, yo y el soldado, lo enterramos.
El explorador había inclinado el oído hacia el oficial y, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, contemplaba el funcionamiento de la máquina. También el condenado lo contemplaba, pero sin comprender. Un poco agachado, seguía el movimiento de las agujas oscilantes; mientras tanto el soldado, ante una señal del oficial, le cortó con un cuchillo la camisa y los pantalones, por la parte de atrás, de modo que estos últimos cayeron al suelo; el individuo trato de retener las lupas que se le caían, para cubrir su desnudez; pero el soldado lo alzó en el aire y, sacudiéndolo, hizo caer los últimos jirones de vestimenta. El oficial detuvo la máquina, y en medio del repentino silencio el condenado fue colocado bajo la Rastra. Le desataron las cadenas, y en su lugar lo sujetaron con las correas; en el primer instante, esto pareció significar casi un alivio para el condenado. Luego hicieron descender un poco más la Rastra, porque era un hombre delgado. Cuando las puntas lo rozaron, un estremecimiento recorrió su piel; mientras el soldado le ligaba la mano derecha, el condenado lanzó hacia afuera la izquierda, sin saber hacia dónde, pero en dirección del explorador. El oficial observaba constantemente a este último, de reojo, como si quisiera leer en su cara la impresión que le causaba la ejecución que por lo menos superficialmente acababa de explicarle.
La correa destinada a la mano izquierda se rompió; probablemente, el soldado la había estirado demasiado. El oficial tuvo que intervenir, y el soldado le mostró el trozo roto de correa. Entonces el oficial se le acercó y, con el rostro vuelto hacia el explorador, dijo:
–Esta máquina es muy compleja; a cada momento se rompe o se descompone alguna cosa; pero uno no debe permitir que estas circunstancias influyan en el juicio de conjunto. De todos modos, las correas son fácilmente sustituibles; usaré una cadena; es claro que la delicadeza de las vibraciones del brazo derecho sufrirá un poco.
Y mientras sujetaba la cadena agregó:
–Los recursos destinados a la conservación de la máquina son ahora sumamente reducidos. Cuando estaba el antiguo comandante, yo tenía a mi disposición una suma de dinero con esa única finalidad. Había aquí un depósito, donde se guardaban piezas de repuesto de todas clases. Confieso que he sido bastante pródigo con ellas, me refiero a antes, no ahora, como insinúa el nuevo comandante, para quien todo es un motivo de ataque contra el antiguo orden. Ahora se ha hecho cargo personalmente del dinero destinado a la máquina, y si le mando pedir una nueva correa, me piden, como prueba, la correa rota; la nueva llega por lo menos diez días después y, además, es de mala calidad y no sirve de mucho. Cómo puede funcionar mientras tanto la máquina sin correas, eso no le preocupa a nadie.
El explorador pensó: Siempre hay que reflexionar un poco antes de intervenir decisivamente en los asuntos de los demás. El no era miembro de la colonia penitenciaria ni ciudadano del país al que ésta pertenecía. Si pretendía emitir juicios sobre la ejecución o trataba directamente de obstaculizarla, podían decirle; «Eres un extranjero, no te metas.» Ante esto no podía contestar nada, sólo agregar que realmente no comprendía su propia actitud, ya que viajaba con la mera intención de observar, y de ningún modo pretendía modificar los métodos judiciales de los demás. Pero aquí se encontraba con cosas que realmente lo tentaban a quebrar su resolución de no inmiscuirse. La injusticia del procedimiento y la inhumanidad de la ejecución eran indudables. Nadie podía suponer que el explorador tenía algún interés personal en el asunto, porque el condenado era para él un desconocido, no era compatriota suyo y ni siquiera capaz de inspirar compasión. El explorador había sido recomendado por personas muy importantes, había sido recibido con gran cortesía, y el hecho de que lo hubieran invitado a la ejecución podía justamente significar que se deseaba conocer su opinión sobre el asunto. Esto parecía bastante probable, porque el comandante, como bien claramente acababan de expresarle, no era partidario de esos procedimientos, y su actitud ante el oficial era casi hostil.
En ese momento oyó el explorador un grito airado del oficial. Acababa de colocar, no sin gran esfuerzo, la mordaza de fieltro dentro de la boca del condenado, cuando este último, con una náusea irresistible, cerró los ojos y vomitó. Rápidamente el oficial le alzó la cabeza, alejándola de la mordaza y tratando de dirigirla hacia el hoyo; pero era demasiado tarde, y el vómito se derramó sobre la máquina.
–¡Todo esto es culpa del comandante! –gritó el oficial, sacudiendo insensatamente la barra de cobre que tenía enfrente–. Me dejarán la máquina más sucia que una pocilga –y con manos temblorosas mostró al explorador lo que había ocurrido–. Durante horas he tratado de hacerle comprender al comandante que el condenado debe ayunar un día entero antes de la ejecución. Pero nuestra nueva doctrina compasiva no lo quiere así. Las señoras del comandante visitan al condenado y le atiborran la garganta de dulces. Durante toda la vida se alimentó de peces hediondos y ahora necesita comer dulces. Pero, en fin, podríamos pasarlo por alto, yo no protestaría; pero ¿por qué no quieren conseguirme una nueva mordaza de fieltro, ya que hace tres meses que la pido? ¿Quién podría meterse en la boca, sin asco, una mordaza que más de cien moribundos han chupado y mordido?
El condenado había dejado caer la cabeza y parecía tranquilo; mientras tanto, el soldado limpiaba la máquina con la camisa del otro. El oficial se dirigió hacia el explorador, que tal vez por un presentimiento retrocedió un paso; pero el oficial lo cogió por la mano y lo llevó aparte.
–Quisiera hablar confidencialmente algunas palabras con usted –dijo este último–. ¿Me lo permite?
–Naturalmente –dijo el explorador, y escuchó con la mirada baja.
–Este procedimiento judicial y este método de castigo, que usted tiene ahora oportunidad de admirar, no goza actualmente en nuestra colonia de ningún abierto partidario. Soy su único sostenedor y, al mismo tiempo, el único sostenedor de la tradición del antiguo comandante. Ya ni podría pensar en la menor ampliación del procedimiento y necesito emplear todas mis fuerzas para mantenerlo tal como es actualmente. En vida de nuestro antiguo comandante la colonia estaba llena de partidarios; yo poseo en parte la fuerza de convicción del antiguo comandante, pero carezco totalmente de su poder; en consecuencia, los partidarios se ocultan; todavía hay muchos, pero ninguno lo confiesa. Si usted entra hoy, que es día de ejecución, en la confitería y escucha las conversaciones, tal vez sólo oiga frases de sentido ambiguo. Esos son todos partidarios; pero bajo el comandante actual, y con sus doctrinas actuales, no me sirven absolutamente de nada. Y ahora le pregunto: ¿le parece bien que por culpa de este comandante y sus señoras, que influyen sobre él, semejante obra de toda una vida –y señaló la máquina– desaparezca? ¿Podemos permitirlo? Aun cuando uno sea extranjero y sólo haya venido a pasar un par de días en nuestra isla. Pero no podemos perder tiempo, porque también se prepara algo contra mis funciones judiciales; ya tienen lugar conferencias en la oficina del comandante, de las que me veo excluido; hasta su visita de hoy, señor, me parece formar parte de un plan; por cobardía, lo utilizan a usted, un extranjero, como pantalla. ¡Qué diferente era en otros tiempos la ejecución! Ya un día antes de la ceremonia, el valle estaba completamente lleno de gente; todos venían sólo para ver; por la mañana temprano aparecía el comandante con sus señoras; las fanfarrias despertaban a todo el campamento: yo presentaba un informe de que todo estaba preparado; todo el estado mayor –ningún alto oficial se atrevía a faltar– se ubicaba en torno de la máquina; este montón de sillas de mimbre es un mísero resto de aquellos tiempos. La máquina resplandecía, recién limpiada; antes de cada ejecución me entregaban piezas nuevas de repuesto. Ante cientos de ojos –todos los asistentes en puntas de pie, hasta en la cima de esas colinas–, el condenado era colocado por el mismo comandante debajo de la Rastra. Lo que hoy corresponde a un simple soldado, era en esa época tarea mía, tarea del juez presidente del juzgado, y un gran honor para mí. Y entonces empezaba la ejecución. Ningún ruido discordante afeaba el funcionamiento de la máquina. Muchos ya no miraban; permanecían con los ojos cerrados, en la arena; todos sabían: Ahora se hace justicia. En ese silencio, sólo se oían los suspiros del condenado, apenas apagados por el fieltro. Hoy la máquina ya no es capaz de arrancar al condenado un suspiro tan fuerte que el fieltro no pueda apagarlo totalmente; pero en ese entonces las agujas inscritoras vertían un líquido ácido, que hoy ya no nos permiten emplear. ¡Y llegaba la sexta hora! Era imposible satisfacer todos los pedidos formulados para contemplarla desde cerca. El comandante, muy sabiamente, había ordenado que los niños tendrían preferencia sobre todo el mundo; yo, por supuesto, gracias a mi cargo, tenía el privilegio de permanecer junto a la máquina; a menudo estaba en cuclillas, con un niñito en cada brazo, a derecha e izquierda. ¡Cómo absorbíamos todos esa expresión de transfiguración que aparecía en el rostro martirizado, cómo nos bañábamos las mejillas en el resplandor de esa justicia, por fin lograda y que tan pronto desaparecería! ¡Qué tiempos, camarada!
El oficial había evidentemente olvidado quién era su interlocutor, lo había abrazado y apoyaba la cabeza sobre su hombro. El explorador se sentía grandemente desconcertado; inquieto, miraba hacia la lejanía. El soldado había terminado su limpieza y ahora vertía pulpa de arroz en el recipiente. Apenas lo advirtió el condenado, que parecía haberse mejorado completamente, comenzó a lamer la papilla con la lengua. El soldado trataba de alejarlo, porque la papilla era para más tarde, pero de todos modos también era incorrecto que el soldado metiera en el recipiente sus manos sucias y se dedicara a comer ante el ávido condenado.
El oficial recobró rápidamente el dominio de sí mismo.
–No quise emocionarlo –dijo–, ya sé que actualmente es imposible dar una idea de lo que eran esos tiempos. De todos modos, la máquina todavía funciona, y se basta a sí misma. Se basta a sí misma, aunque se encuentra muy solitaria en este valle. Y al terminar, el cadáver cae como antaño dentro del hoyo, con un movimiento incomprensiblemente suave, aunque ya no se apiñan las muchedumbres como moscas en torno de la sepultura, como en otros tiempos. Antaño teníamos que colocar una sólida baranda en torno de la sepultura, pero hace mucho que la arrancamos.
El explorador quería ocultar su rostro al oficial y miraba en torno, al azar. El oficial creía que contemplaba la desolación del valle, le cogió por lo tanto las manos, se colocó frente a él, para mirarlo a los ojos, y le preguntó:
–¿Se da cuenta, qué vergüenza?
Pero el explorador calló. El oficial lo dejó un momento entregado a sus pensamientos; con las manos en las caderas, las piernas abiertas, permaneció callado, cabizbajo. Luego sonrió alentadoramente al explorador y dijo:
–Yo estaba ayer cerca de usted, cuando el comandante lo invitó. Oí la invitación. Conozco al comandante. Inmediatamente comprendí el propósito de esta invitación. Aunque su poder es suficientemente grande para tomar medidas contra mí, todavía no se atreve, pero ciertamente tiene la intención de oponerme el veredicto de usted, el veredicto de un ilustre extranjero. Lo ha calculado perfectamente: hace dos días que usted está en la isla, no conoció al antiguo comandante ni su manera de pensar, está habituado a los puntos de vista europeos, tal vez se opone fundamentalmente a la pena capital en general y a estos tipos de castigo mecánico en particular; además, comprueba que la ejecución tiene lugar sin ningún apoyo popular, tristemente, mediante una máquina ya un poco arruinada; considerando todo esto (así piensa el comandante), ¿no sería entonces muy probable que desaprobara mis métodos? Y si los desaprobara, no ocultaría su desaprobación (hablo siempre en nombre del comandante), porque confía ampliamente en sus bien probadas conclusiones. Es verdad que usted ha visto las numerosas peculiaridades de numerosos pueblos, y ha aprendido a apreciarlas, y por lo tanto es probable que no se exprese con excesivo rigor contra el procedimiento, como lo haría en su propio país. Pero el comandante no necesita tanto. Una palabra cualquiera, hasta una observación un poco imprudente, le bastaría. No hace ni siquiera falta que esa observación exprese su opinión, basta que aparentemente corrobore la intención del comandante. Que él tratará de sonsacarlo con preguntas astutas, de eso estoy seguro. Y sus señoras estarán sentadas en torno y alzarán las orejas; tal vez usted diga: «En mi país el procedimiento judicial es distinto», o «En mi país se permite al acusado defenderse antes de la sentencia», o «En mi país hay otros castigos, además de la pena de muerte», o «En mi país sólo existió la tortura en la Edad Media». Todas éstas son observaciones correctas y que a usted le parecen evidentes, observaciones inocentes, que no pretenden juzgar mis procedimientos. Pero ¿cómo las tomará el comandante? Ya lo veo al buen comandante, veo cómo aparta su silla y sale rápidamente al balcón; veo a sus señoras, que se precipitan tras él como un torrente; oigo su voz (las señoras la llaman una voz de trueno) que dice: «Un famoso investigador europeo, enviado para estudiar el procedimiento judicial en todos los países del mundo, acaba de decir que nuestra antigua manera de administrar justicia es inhumana. Después de oír el juicio de semejante personalidad, ya no me es posible seguir permitiendo este procedimiento. Por lo tanto, ordeno que desde el día de hoy...», y así sucesivamente. Usted trata de interrumpirlo para explicar que no dijo lo que él pretende, que no llamó nunca inhumano mi procedimiento, que, en cambio, su profunda experiencia le demuestra que es el procedimiento más humano y acorde con la dignidad humana; que admira esta maquinaria...; pero ya es demasiado tarde; usted no puede asomarse al balcón, que está lleno de damas; trata de llamar la atención; trata de gritar; pero una mano de señora le tapa la boca..., y tanto yo como la obra del antiguo comandante estamos irremediablemente perdidos.
El explorador tuvo que contener una sonrisa; tan fácil era entonces la tarea que le había parecido tan difícil. Dijo evasivamente:
–Usted exagera mi influencia; el comandante leyó mis cartas de recomendación y sabe que no soy ningún entendido en procedimientos judiciales. Si yo expresara una opinión, sería la opinión de un particular, en nada más significativa que la opinión de cualquier otra persona, y en todo caso mucho menos significativa que la opinión del comandante, que, según creo, posee en esta colonia penitenciaria prerrogativas extensísimas. Si la opinión de él sobre este procedimiento es tan hostil como usted dice, entonces me temo que haya llegado la hora decisiva para el mismo, sin que se requiera mi humilde ayuda.
¿Lo había comprendido ya el oficial? No, todavía no lo comprendía. Meneó enfáticamente la cabeza, volvió brevemente la mirada hacia el condenado y el soldado, que se alejaron por instinto del arroz; se acercó bastante al explorador, lo miró no a los ojos, sino a algún sitio de la chaqueta, y le dijo más despacio que antes:
–Usted no conoce al comandante; usted cree (perdone la expresión) que es una especie de extraño para él y para nosotros; sin embargo, créame, su influjo no podría ser sobreestimado. Fue una verdadera felicidad para mí saber que usted asistiría solo a la ejecución. Esa orden del comandante debía perjudicarme; pero yo sabré sacar ventaja de ella. Sin distracciones provocadas por falsos murmullos y por miradas desdeñosas (imposibles de evitar si una gran multitud hubiera asistido a la ejecución), usted ha oído mis explicaciones, ha visto la máquina y está ahora a punto de contemplar la ejecución. Ya se ha formado indudablemente un juicio; si todavía no está seguro de algún pequeño detalle, el desarrollo de la ejecución disipará sus últimas dudas. Y ahora elevo ante usted esta súplica: Ayúdeme contra el comandante.
El explorador no le permitió proseguir.
–¡Cómo me pide usted eso –exclamó–, es totalmente imposible! No puedo ayudarlo en lo más mínimo, así como tampoco puedo perjudicarlo.
–Puede –dijo el oficial; con cierto temor, el explorador vio que el oficial contraía los puños–. Puede –repitió el oficial con más insistencia todavía–. Tengo un plan que no fallará. Usted cree que su influencia no es suficiente. Yo sé que es suficiente. Pero suponiendo que usted tuviera razón, ¿no sería de todos modos necesario tratar de utilizar toda clase de recursos, aunque dudemos de su eficacia, con tal de conservar el antiguo procedimiento? Por lo tanto, escuche usted mi plan. Ante todo es necesario para su éxito que hoy, cuando se encuentre usted en la colonia, sea lo más reticente posible en sus juicios sobre el procedimiento. A menos que le formulen una pregunta directa, no debe decir una palabra sobre el asunto; si lo hace, que sea con frases breves y ambiguas; debe dar a entender que no le agrada discutir ese tema, que ya está harto de él, que si tuviera que decir algo, prorrumpiría francamente en maldiciones. No le pido que mienta; de ningún modo; sólo debe contestar lacónicamente, por ejemplo: «Sí, asistí a la ejecución», o «Sí, escuché todas las explicaciones». Sólo eso; nada más. En cuanto al fastidio que usted pueda dar a entender, tiene motivos suficientes, aunque no sean tan evidentes para el comandante. Naturalmente, éste comprenderá todo mal y lo interpretará a su manera. En eso se basa justamente mi plan. Mañana se realizará en la oficina del comandante, presidida por éste, una gran asamblea de todos los altos oficiales administrativos. El comandante, por supuesto, ha logrado convertir esas asambleas en un espectáculo público. Hizo construir una galería, que está siempre llena de espectadores. Estoy obligado a tomar parte en las asambleas, pero me enferman de asco. Ahora bien, pase lo que pase, es seguro que a usted lo invitarán; si se atiene hoy a mi plan, la invitación se convertirá en una insistente súplica. Pero si por cualquier motivo imprevisible no fuera invitado, debe usted de todos modos pedir que lo inviten; es indudable que así lo harán. Por lo tanto, mañana estará usted sentado con las señoras en el palco del comandante. Él mira a menudo hacia arriba, para asegurarse de su presencia. Después de varias órdenes del día, triviales y ridículas, calculadas para impresionar al auditorio –en su mayoría son obras portuarias, ¡eternamente obras portuarias!–, se pasa a discutir nuestro procedimiento judicial. Si eso no ocurre o no ocurre bastante pronto, por desidia del comandante, me encargaré yo de introducir el tema. Me pondré de pie y mencionaré que la ejecución de hoy tuvo lugar. Muy breve, una simple mención. Semejante mención no es en realidad usual, pero no importa. El comandante me da las gracias, como siempre, con una sonrisa amistosa, y ya sin poder contenerse aprovecha la excelente oportunidad. «Acaban de anunciar –más o menos así dirá– que ha tenido lugar la ejecución. Sólo quisiera agregar a este anuncio que dicha ejecución ha sido presenciada por el gran investigador que, como ustedes saben, honra extraordinariamente nuestra colonia con su visita. También nuestra asamblea de hoy adquiere singular significado gracias a su presencia. ¿No convendría ahora preguntar a ese famoso investigador qué juicio le merece nuestra forma tradicional de administrar la pena capital y el procedimiento judicial que la precede?» Naturalmente, aplauso general, acuerdo unánime, y mío más que de nadie. El comandante se inclina ante usted y dice: «Por lo tanto, le formulo en nombre de todos dicha pregunta.» Y entonces usted se adelanta hacia la baranda del palco. Apoya las manos donde todos pueden verlas, porque si no se las cogerán las señoras y jugarán con sus dedos. Y por fin se escuchan sus palabras. No sé cómo podré soportar la tensión de la espera hasta ese instante. En su discurso no debe haber ninguna reticencia; diga la verdad a pleno pulmón, inclínese sobre el borde del balcón, grite, sí, grite al comandante su opinión, su inconmovible opinión. Pero tal vez no le guste a usted esto, no corresponde a su carácter o quizá en su país uno se comporta diferentemente en esas ocasiones; bueno; está bien; también así será suficientemente eficaz, no hace falta que se ponga de pie, diga solamente un par de palabras, susúrrelas, que sólo los oficiales que están debajo de usted las oigan, es suficiente, no necesita mencionar siquiera la falta de apoyo popular a la ejecución, ni la rueda que chirría, ni las correas rotas, ni el nauseabundo fieltro, no; yo me encargo de todo eso, y le aseguro que si mi discurso no obliga al comandante a abandonar el salón, lo obligará a arrodillarse y reconocer: «Antiguo comandante, ante ti me inclino.» Este es mi plan; ¿quiere ayudarme a realizarlo? Pero, naturalmente, usted quiere, aún más, debe ayudarme.
El oficial cogió al explorador por ambos brazos y lo miró a los ojos, respirando agitadamente. Había gritado con tal fuerza las últimas frases que hasta el soldado y el condenado se habían puesto a escuchar; aunque no podían entender nada, habían dejado de comer y dirigían la mirada hacia el explorador, masticando todavía.
Desde el primer momento el explorador no había dudado de cuál debía ser su respuesta. Durante su vida había reunido demasiada experiencia, para dudar en este caso; era una persona fundamentalmente honrada y no conocía el temor. Sin embargo, contemplando al soldado y al condenado, vaciló un instante. Por fin dijo lo que debía decir:
–No.
El oficial parpadeó varias veces, pero no desvió la mirada.
–¿Desea usted una explicación? –preguntó el explorador.
El oficial asintió sin hablar.
–Desapruebo este procedimiento –dijo entonces el explorador– aun desde antes que usted me hiciera estas confidencias (por supuesto que bajo ninguna circunstancia traicionaré la confianza que ha puesto en mí); ya me había preguntado si sería mi deber intervenir y si mi intervención tendría después de todo alguna posibilidad de éxito. Pero sabía perfectamente a quién debía dirigirme en primera instancia; naturalmente al comandante. Usted lo ha hecho más indudable aún, aunque confieso que no sólo no ha fortificado mi decisión, sino que su honrada convicción ha llegado a conmoverme mucho, por más que no logre modificar mi opinión.
El oficial callaba, se volvió hacia la máquina, se tomó de una de las barras de bronce y contempló, un poco echado hacia atrás, el Diseñador, como para comprobar que todo estaba en orden. El soldado y el condenado parecían haberse hecho amigos; el condenado hacía señales al soldado, aunque sus sólidas ligaduras dificultaban notablemente la operación; el soldado se inclinó hacia él; el condenado le susurró algo, y el soldado asintió.
El explorador se acercó al oficial y dijo:
–Todavía no sabe usted lo que pienso hacer. Comunicaré al comandante, en efecto, lo que opino del procedimiento, pero no en una asamblea, sino en privado; además, no me quedaré aquí lo suficiente para asistir a ninguna conferencia; mañana por la mañana me voy o por lo menos embarco.
No parecía que el oficial lo hubiera escuchado.
–Así que el procedimiento no le convence –dijo éste para sí, y sonrió como un anciano que se ríe de la insensatez de un niño y, a pesar de la sonrisa, prosigue sus propias meditaciones–. Entonces, llegó el momento –dijo por fin, y miró de pronto al explorador con clara mirada, en la que se veía cierto desafío, cierto vago pedido de cooperación.
–¿Cuál momento? –preguntó inquieto el explorador, sin obtener respuesta.
–Eres libre –dijo el oficial al condenado en su idioma; el hombre no quería creerlo–. Vamos, eres libre –repitió el oficial.
Por primera vez, el rostro del condenado parecía realmente animarse. ¿Sería verdad? ¿No sería un simple capricho del oficial, que no duraría ni un instante? ¿Tal vez el explorador extranjero había suplicado que lo perdonaran? ¿Qué ocurría? Su cara parecía formular estas preguntas. Pero por poco tiempo. Fuera lo que fuese, deseaba ante todo sentirse realmente libre y comenzó a debatirse en la medida que la Rastra se lo permitía.
–Me romperás las correas –gritó el oficial–, quédate quieto. Ya te desataremos.
Y después de hacer una señal al soldado, pusieron manos a la obra. El condenado sonreía sin hablar, para sí mismo, volviendo la cabeza ora hacia la izquierda, hacia el oficial; ora hacia el soldado, a la derecha; y tampoco olvidó al explorador.
–Sácalo de ahí –ordenó el oficial al soldado.
A causa de la Rastra esta operación exigía cierto cuidado. Ya el condenado, por culpa de su impaciencia, se había provocado una pequeña herida desgarrante en la espalda.
Desde este momento el oficial no le prestó la menor atención. Se acercó al explorador, volvió a sacar el pequeño portafolios de cuero, buscó en él un papel, encontró por fin la hoja que buscaba y la mostró al explorador.
–Lea esto –dijo.
–No puedo –dijo el explorador–, ya le dije que no puedo leer esos planos.
–Mírelo con más atención, entonces –insistió el oficial, y se acercó más al explorador, para que leyeran juntos.
Como tampoco esto resultó de ninguna utilidad, el oficial trató de ayudarlo, siguiendo la inscripción con el dedo meñique, a gran altura, como si en ningún caso debiera tocar el plano. El explorador hizo un esfuerzo para mostrarse amable con el oficial, por lo menos en algo, pero sin éxito. Entonces el oficial comenzó a deletrear la inscripción y luego la leyó entera.
–«Sé justo», dice –explicó–; ahora puede leerla.
El explorador se agachó tanto sobre el papel que el oficial, temiendo que lo tocara, lo alejó un poco; el explorador no dijo absolutamente nada, pero era evidente que todavía no había conseguido leer una letra.
–«Sé justo», dice –repitió el oficial.
–Puede ser –dijo el explorador–; estoy dispuesto a creer que así es.
–Muy bien –dijo el oficial, por lo menos en parte satisfecho, y trepó la escalera con el papel en la mano, con gran cuidado lo colocó dentro del Diseñador y pareció cambiar toda la disposición de los engranajes; era una labor muy difícil, seguramente había que manejar rueditas diminutas; a menudo la cabeza del oficial desaparecía completamente dentro del Diseñador, tanta exactitud requería el montaje de los engranajes.
Desde abajo, el explorador contemplaba incesantemente su labor, con el cuello endurecido y los ojos doloridos por el reflejo del sol sobre el cielo. El soldado y el condenado estaban ahora muy ocupados. Con la punta de la bayoneta, el soldado pescó del fondo del hoyo la camisa y los pantalones del condenado. La camisa estaba espantosamente sucia, y el condenado la lavó en el balde de agua. Cuando se puso la camisa y los pantalones, tanto el soldado como el condenado se rieron estrepitosamente, porque las ropas estaban rasgadas por detrás. Tal vez el condenado se creía en la obligación de entretener al soldado y con sus ropas desgarradas giraba delante de él; el soldado se había puesto en cuclillas y a causa de la risa se golpeaba las rodillas. Pero trataban de contenerse por respeto hacia los señores presentes.
Cuando el oficial terminó arriba con su trabajo, revisó nuevamente todos los detalles de la maquinaria, sonriendo, pero esta vez cerró la tapa del Diseñador, que hasta ahora había estado abierta; descendió, miró al hoyo, luego al condenado; advirtió satisfecho que éste había recuperado sus ropas, luego se dirigió al balde, para lavarse las manos; descubrió demasiado tarde que estaba repugnantemente sucio, se entristeció porque ya no podía lavarse las manos, finalmente las hundió en la arena –este sustituto no le agradaba mucho, pero tuvo que conformarse–, luego se puso de pie y comenzó a desabotonarse el uniforme. Le cayeron entonces en la mano los dos pañuelos de mujer que tenía metidos debajo del cuello.
–Aquí tienes tus pañuelos –dijo, y se los arrojó al condenado.
Y explicó al explorador:
–Regalos de las señoras.
A pesar de la evidente prisa con que se quitaba la chaqueta del uniforme, pan luego desvestirse totalmente, trataba cada prenda de vestir con sumo cuidado; acarició ligeramente con los dedos los adornos plateados de su chaqueta y colocó una borla en su lugar. Este cuidado parecía, sin embargo, innecesario, porque apenas terminaba de acomodar una prenda, inmediatamente, con una especie de estremecimiento de desagrado, la arrojaba dentro del hoyo. Lo último que le quedó fue su espadín y el cinturón que lo sostenía. Sacó el espadín de la vaina, lo rompió, luego reunió todo, los trozos de espada, la vaina y el cinturón, y lo arrojó con tanta violencia que los fragmentos resonaron al caer en el fondo.
Ya estaba desnudo. El explorador se mordió los labios y no dijo nada. Sabía muy bien lo que iba a ocurrir, pero no tenía ningún derecho de inmiscuirse. Si el procedimiento judicial, que tanto significaba para el oficial, estaba realmente tan próximo a su desaparición –posiblemente como consecuencia de la intervención del explorador, lo que para éste era una ineludible obligación–, entonces, el oficial hacía lo que debía hacer; en su lugar el explorador no habría procedido de otro modo.
Al principio el soldado y el condenado no comprendían; para empezar, ni siquiera miraban. El condenado estaba muy contento de haber recuperado los pañuelos, pero esta alegría no le duró mucho, porque el soldado se los arrancó con un ademán rápido e inesperado. Ahora el condenado trataba de arrancarle a su vez los pañuelos al soldado; éste se los había metido debajo del cinturón y se mantenía alerta. Así luchaban, medio en broma. Sólo cuando el oficial apareció completamente desnudo prestaron atención. Sobre todo el condenado pareció impresionado por la idea de este asombroso trueque de la suerte. Lo que le había sucedido a él, ahora le sucedía al oficial. Tal vez hasta el final. Aparentemente, el explorador extranjero había dado la orden. Por lo tanto, esto era la venganza. Sin haber sufrido hasta el fin, ahora sería vengado hasta el fin. Una amplia y silenciosa sonrisa apareció entonces en su rostro y no desapareció más. Mientras tanto, el oficial se dirigió hacia la máquina. Aunque ya había demostrado con largueza que comprendía la máquina, era, sin embargo, casi alucinante ver cómo la manejaba y cómo ella le respondía. Apenas acercaba una mano a la Rastra, ésta se levantaba y bajaba varias veces, hasta adoptar la posición correcta para recibirlo; tocó apenas el borde de la Cama, y ésta comenzó inmediatamente a vibrar; la mordaza de fieltro se aproximó a su boca; se veía que el oficial hubiera preferido no ponérsela, pero su vacilación sólo duró un instante, luego se sometió y aceptó la mordaza en la boca. Todo estaba preparado; sólo las correas pendían a los costados, pero eran evidentemente innecesarias, no hacía falta sujetar al oficial. Pero el condenado advirtió las correas sueltas; como, según su opinión, la ejecución era incompleta si no se sujetaban las correas, hizo un gesto ansioso al soldado, y ambos se acercaron para atar al oficial. Este había extendido ya un pie, para empujar la manivela que hacía funcionar el Diseñador; pero vio que los dos se acercaban y retiró el pie, dejándose atar con las correas. Pero ahora ya no podía alcanzar la manivela; ni el soldado ni el condenado sabrían encontrarla, y el explorador estaba decidido a no moverse. No hacía falta; apenas se cerraron las correas, la máquina comenzó a funcionar; la Cama vibraba; las agujas bailaban sobre la piel; la Rastra subía y bajaba. El explorador miró fijamente, durante un rato; de pronto recordó que una rueda del Diseñador hubiera debido chirriar; pero no se oía ningún ruido, ni siquiera el más leve zumbido.
Trabajando tan silenciosamente, la máquina pasaba casi inadvertida. El explorador miró hacia el soldado y el condenado. El condenado mostraba más animación, todo en la máquina le interesaba, de pronto se agachaba, de pronto se estiraba, y todo el tiempo mostraba algo al soldado con el índice extendido. Para el explorador, esto era penoso. Estaba decidido a permanecer allí hasta el final, pero la vista de esos dos hombres le resultaba insoportable.
–Volved a casa –dijo.
El soldado estaba dispuesto a obedecerle; pero el condenado consideró la orden como un castigo. Con las manos juntas, imploró lastimeramente que le permitieran quedarse, y como el explorador meneaba la cabeza y no quería ceder, terminó por arrodillarse. El explorador comprendió que las órdenes eran inútiles y decidió acercarse y sacarlo a empujones. Pero oyó un ruido arriba, en el Diseñador. Alzó la mirada. ¿Finalmente habría decidido andar mal la famosa rueda? Pero era otra cosa. Lentamente la tapa del Diseñador se levantó y de pronto se abrió del todo. Los dientes de una rueda emergieron y subieron; pronto apareció toda la rueda, como si alguna enorme fuerza en el interior del Diseñador comprimiera las ruedas, de modo que ya no hubiera lugar para ésta; la rueda se desplazó hasta el borde del Diseñador, cayó, rodó un momento de canto por la arena y luego quedó inmóvil. Pero pronto subió otra, y otras las siguieron, grandes, pequeñas, imperceptiblemente diminutas; con todas ocurría lo mismo; siempre parecía que el Diseñador ya debía de estar totalmente vacío, pero aparecía un nuevo grupo, extraordinariamente numeroso, subía, caía, rodaba por la arena y se detenía. Ante este fenómeno, el condenado olvidó por completo la orden del explorador; las ruedas dentadas lo fascinaban; siempre quería coger alguna y al mismo tiempo pedía al soldado que lo ayudara, pero siempre retiraba la mano con temor, porque en ese momento caía otra rueda que por lo menos en el primer instante lo atemorizaba. El explorador, en cambio, se sentía muy inquieto; la máquina estaba evidentemente haciéndose trizas; su andar silencioso ya era una mera ilusión. El extranjero tenía la sensación de que ahora debía ocuparse del oficial, ya que el oficial no podía ocuparse más de sí mismo. Pero mientras la caída de los engranajes absorbía toda su atención, se olvidó del resto de la máquina; cuando cayó la última rueda del Diseñador, el explorador se volvió hacia la Rastra y recibió una nueva y más desagradable sorpresa. La Rastra no escribía, sólo pinchaba, y la Cama no hacía girar el cuerpo, sino que lo levantaba temblando hacia las agujas. El explorador quiso hacer algo que pudiera detener el conjunto de la máquina, porque esto no era la tortura que el oficial había buscado, sino una franca matanza. Extendió las manos. En ese momento la Rastra se elevó hacia un costado con el cuerpo atravesado en ella, como solía hacer después de la duodécima hora. La sangre corría por un centenar de heridas, no ya mezclada con agua, porque también los canalículos del agua se habían descompuesto. Y ahora falló también la última función; el cuerpo no se desprendió de las largas agujas; manando sangre, pendía sobre el hoyo de la sepultura, sin caer. La Rastra quiso volver entonces a su anterior posición, pero como si ella misma advirtiera que no se había librado todavía de su carga, permaneció suspendida sobre el hoyo.
–Ayudadme –gritó el explorador al soldado y al condenado, y cogió los pies del oficial.
Quería empujar los pies, mientras los otros dos sostenían del otro lado la cabeza del oficial, para desengancharlo lentamente de las agujas. Pero ninguno de los dos se decidía a acercarse; el condenado terminó por alejarse; el explorador tuvo que ir a buscarlo y empujarlos a la fuerza hasta la cabeza del oficial. En ese momento, casi contra su voluntad, vio el rostro del cadáver Era como había sido en vida; no se descubría en él ninguna señal de la prometida redención; lo que todos los demás habían hallado en la máquina, el oficial no lo había hallado; tenía los labios apretados, los ojos abiertos, con la misma expresión de siempre, la mirada tranquila y convencida, y atravesada en medio de la frente la punta de la gran aguja de hierro.
Cuando el explorador llegó a las primeras casas de la colonia, seguido por el condenado y el soldado, éste le mostró uno de los edificios y le dijo:
–Esa es la confitería.
En la planta baja de una casa había un espacio profundo, de techo bajo, cavernoso, de paredes y cielo raso ennegrecidos por el humo. Todo el frente que daba a la calle estaba abierto. Aunque esta confitería no se distinguía mucho de las demás casas de la colina, todas en notable mal estado de conservación (aun el palacio donde se alojaba el comandante), no dejó de causar en el explorador una sensación como de evocación histórica, al permitirle vislumbrar la grandeza de los tiempos idos. Se acercó y entró, seguido por sus acompañantes, entre las mesitas vacías, dispuestas en la calle, frente al edificio, y respiró el aire fresco y cargado que provenía del interior.
–El viejo está enterrado aquí –dijo el soldado–, porque el cura le negó un lugar en el camposanto. Dudaron un tiempo dónde la enterrarían; finalmente lo enterraron aquí. El oficial no le contó a usted nada seguramente, porque ésta era, por supuesto, su mayor vergüenza. Hasta trató varias veces de desenterrar al viejo, de noche, pero siempre lo echaban.
–¿Dónde está la tumba? –preguntó el explorador, que no podía creer lo que oía.
Inmediatamente, el soldado y el condenado le mostraron con la mano dónde debía de encontrarse la tumba. Condujeron al explorador hasta la pared; en torno de algunas mesitas estaban sentados varios clientes. Aparentemente eran obreros del puerto, hombres fornidos, de barba corta, negra y luciente. Todos estaban sin chaqueta, tenían las camisas rotas, era gente pobre y humilde. Cuando el explorador se acercó, algunos se levantaron, se ubicaron junto a la pared y lo miraron.
–Es un extranjero –murmuraban en torno suyo–, quiere ver la tumba.
Corrieron hacia un lado una de las mesitas, debajo de la cual se encontraba realmente la lápida de una sepultura. Era una lápida simple, bastante baja, de modo que una mesa podía cubrirla. Mostraba una inscripción de letras diminutas; para leerlas el explorador tuvo que arrodillarse. Decía así: «Aquí yace el antiguo comandante. Sus partidarios, que ya deben de ser incontables, cavaron esta tumba y colocaron esta lápida. Una profecía dice que después de determinado número de años el comandante resurgirá, y desde esta casa conducirá a sus partidarios para reconquistar la colonia. ¡Creed y esperad!» Cuando el explorador terminó de leer y se levantó, vio que los hombres se reían, como si hubieran leído con él la inscripción, y ésta les hubiera parecido risible, y esperaban que él compartiera esa opinión. El explorador simuló no advertirlo, les repartió algunas monedas, esperó hasta que volvieran a correr la mesita sobre la tumba, salió de la confitería y se encaminó hacia el puerto.
El soldado y el condenado habían encontrado algunos conocidos en la confitería y se quedaron conversando. Pero de pronto se separaron de ellos, porque cuando el explorador se encontraba por la mitad de la larga escalera que descendía hacia la orilla, lo alcanzaron corriendo. Probablemente querían pedirle a último momento que los llevara consigo. Mientras el explorador discutía abajo con un barquero el precio del transporte hasta el vapor, se precipitaron ambos por la escalera, en silencio, porque no se atrevían a gritar. Pero cuando llegaron abajo, el explorador ya estaba en el bote, y el barquero acababa de desatarlo de la costa. Todavía podían saltar dentro del bote; pero el explorador alzó del fondo del barco una pesada soga anudada, los amenazó con ella y evitó que saltaran.

Fuente: Editorial Alianza Cien.

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