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martes, 4 de noviembre de 2014

Hermann Broch. Poesía.


Cuando, arrestado por el gobierno nazi, pasó a la prisión de Altaussee, las visiones repetidas de una muerte inminente prepararon en él el humus del que nacería su ya mencionada obra capital, La muerte de Virgilio, sin duda una de las novelas más importantes del siglo XX. Algunos de los poemas aquí recogidos laten en la misma atmósfera, y son como fragmentos de prosa o versos extendidos musicalmente siguiendo una pauta interior; otros se aproximan a la poesía popular que lo llevó a incorporar la rima y buscar la música audible de las palabras.

 

Hermann Broch

 En mitad de la vida


Poesía completa



 Hermann Broch, 1913

Traducción: Montserrat Armas & Rafael-José Díaz

Editor digital: Banshee

Escaneo y OCR: Blok



  PRÓLOGO


 Oh, lenguaje, descriptor para sí mismo indescriptible, que busca

empujando hacia lo indescriptible.

Ninguna palabra viviría si no temblara por el extraño sonido de otro valle,

por el sonido de un aliento de allí, que eleva lo descriptible a lo indescriptible,

al porqué sin máscara, y es

el lenguaje sin máscara, por el que lucha el hombre,

su sonido de campana interrogante,

lo inexistente como su ser más profundo

lo inamante como su más profundo amor,

lo involuntario como su más profunda voluntad,

la disolución de lo humano —su más profunda humanidad.


Hermann Broch escribió estos versos en 1946. Llevaba años cortejando la lengua del arte, la que está más cerca de la poesía. Así y todo, Hanna Arendt afirma que fue poeta contra su voluntad: “ser poeta y no querer serlo constituyó el rasgo característico de su personalidad, inspiró la acción dramática de su obra más importante y se convirtió en el conflicto central de su vida”[1]. Pero Broch fue poeta incluso en sus obras en prosa, y aquella a la cual se refiere la ensayista, La muerte de Virgilio, lo situó pronto entre los grandes escritores del siglo XX. Precisamente el tema de dicha obra es la duda sobre la validez de la poesía, y en ella la Eneida debe ser quemada en aras del conocimiento empírico. Con todo, el conocimiento digno del arte, el verdadero conocimiento, es para Broch aquel que la poesía puede desvelar, pues existe “el deseo de todo arte, de todo arte grande […] de volver a ser mito, de volver a presentar la totalidad del universo”[2].
Esa totalidad que ha de ser expresada, una totalidad huidiza, fluctuante, sólo puede captarse mediante un conocimiento que supere el tiempo y la muerte. Y éste es el que Broch asigna al arte. El primer medio para descubrir ese “todo” es la simultaneidad lograda con la palabra. Y la palabra poética, que se mueve entre imagen y música, resulta adecuada a este fin, ya que lo que se pide al lenguaje es “hacer audibles y visibles unidades cognoscitivas”[3]. Y esto se hace patente en toda su escritura, hasta el punto de que la prosa se transforma en poesía en sus novelas.
Broch, de todos modos, no recogió en libro sus poemas; aparecieron reunidos por primera vez en sus obras completas en 1953[4]. Hijo del momento de predominio del cientifismo, que comportaba en literatura un enfoque concreto de la condición humana (cultura versus natura), pero heredero de la tendencia que nos habla de un modo de vivir poéticamente la naturaleza, la Naturlyrik, arraigada en la literatura alemana desde el Romanticismo (revitalizada por tres grandes poetas que se asimilan con el neorromanticismo, el simbolismo y el modernismo: Hofmannsthal, Rilke y Stefan George), y a un mismo tiempo alcanzado por el expresionismo —aunque lejos de la poesía de la gran ciudad, la Grosstadtlyrik—, Hermann Broch, a través de sus versos, va abriendo paso decidido a sus ideas, que acaban por concretarse en una particular construcción del poema.
Los aquí recogidos (escritos entre los años 1913 y 1949) permiten seguir los movimientos de su mente, que abarca tesituras abiertas. En el primero, “Misterio matemático” (que data de 1913), se erige un edificio —el mundo— sostenido en un solo concepto, el número, unidad de cantidad que sirve para delimitarlo todo, como vieron los pitagóricos y también Galileo, quien afirmó: “la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos”, pero el fondo motor del poema es la totalidad. Broch parte de las matemáticas, pues considera que la razón científica y la imaginación creadora se sustentan por constituir dos ramas de un solo árbol, el del conocimiento; pero lo importante, para él, es expresar ese árbol. Este poema constituye un interesante punto de partida si tenemos en cuenta las palabras escritas por su autor en el ensayo Hofmannsthal y su tiempo:
la cosmogonía pitagórica —al reunir conocimiento, ética y arte en un todo arquitectónico—, está condicionada tanto por las matemáticas como por la música. El que vive en el campo simbólico del idioma, experimenta a cada sentencia que concibe y con la que pretende expresar una determinada verdad conceptual (no abstracta en su forma), que con el simple razonamiento lógico no se consigue su concepción y exposición idiomáticas, sino que para ello hay que recurrir a la lógica del arte, tal vez más profunda, tal vez más elevada, para que, con ayuda de su sistema arquitectónico, la expresión adquiera la validez y la fuerza necesarias”[5].
Arte y matemáticas buscarán ambos alcanzar esa “verdad transformada en conocimiento”[6], a la cual Broch aspira. La filosofía, para ello, resulta insuficiente, pues el conocimiento deseado sólo puede encarnarse en el mito y el logos.
Si bien Broch reprochaba a Hofmannsthal su conformismo y su esteticismo excesivo y no compartía el escepticismo que se le atribuye en la Carta de lord Chandos, en sus versos se detecta, en cambio, una proximidad. Y no sólo en sus versos, sino en el mismo planteamiento del arte como expresión de la totalidad, pues das Ganze es una palabra recurrente en la obra del autor de la Carta. En el mencionado estudio brochiano sobre ésta, toca algunos temas de los que se podría hablar al tratar de su propia obra: la ocultación del yo subjetivo en pro de una exposición lírica a través del objeto, la necesidad de identificación del artista con el no-yo o mundo, consistente en una cadena de asimilaciones, de “estructuraciones simbólicas, simbolización de símbolos” hasta lograr un “símbolo total”[7]; la no elevación de la belleza al rango de carácter absoluto; la paradoja del infinito del proceso creador o la constatación de la contradicción, e incluso lo que él llama “tarea bautismal de la poesía”[8], es decir, el carácter fundamental de la creación popular.
Todo esto surge, en sus poemas, unido al pensamiento, un mar —agua, pues, susceptible de reflejos fluctuantes— que sin cesar se mueve y presenta “formas infinitas” que hay que salvar, lo que sólo puede llevarse a cabo a través de la experiencia de la unidad, que abarca el yo y el mundo, tras la que late la unidad del logos. Se trata, pues, de saltar por encima de la dualidad, pero la dualidad está ahí, no sólo en la relación del yo con el mundo, sino en el hombre mismo: el contraste entre cuerpo y espíritu basta para despertar el dolor. Se trata también, en cierto modo, de seguir la vía abierta por Goethe, una síntesis de lo poético y lo racional —la cultura— que en último término es de naturaleza religiosa, pues para Broch todo lo que da forma a lo humano es sustentado por lo religioso:
Si se pudieran elevar realmente a un equilibrio todos los contenidos del mundo, si se pudiera formar y transformar realmente el mundo en un sistema de totalidad, en un sistema en el que cada parte condicione y sustente a la otra, si se pudiera instaurar realmente este estado —que la ciencia busca en lo rigurosamente racional—, se habría conseguido asimismo la satisfacción definitiva del ser, la liberación del mundo, en la que abocarán todos los esfuerzos metafísico-religiosos de la Humanidad[9].
Liberación, realidad, sueño, olvido, muerte, van asomando en los poemas escritos por Broch en los años treinta, especialmente sugerentes, sobre los cuales planea la sombra del simbolismo y que presentan un modo personal de evocación del pasado como integrante del momento hasta tal punto que la nostalgia queda desterrada, y el alma se hace espejeante, y se oyen campanas, incluso azules, y el eco de Trakl o Blok se desliza por los campos “verdes como brasas”, en un “cielo de flores” o en la “música de las estrellas apagada” (que al final vuelve a destellar) mientras lo invisible desciende, “la mirada busca lo inigualable” y la tierra, interrogada, entrega al final “su secreto”, aunque el enigma permanece.
La forma de esos poemas surge de reflejos o refracciones; una parte del poema se mira en la otra como en un espejo caprichoso, sin recibir siempre la imagen invertida, aunque en permanente contraste. Broch parece adherirse así a la posible intercambiabilidad de todo, a aquellas correspondencias que interesaron a Baudelaire, gracias a quien el poema adquirió valor en sí. Ello resulta claro en “Paisaje” o en “Como ya no te reconozco”, donde todo es interior-exterior, se busca el olvido del mundo y se sucede un doble olvido que comporta las dos caras del poema: en la primera —la exterior— surge algo que no se reconoce, pero se convierte en árbol que da sombra, y en el verde —las hojas— “se arrodilla mi sueño”. En la segunda —la interior— se alude al olvido de algo olvidado:
 Tiemblan las hojas de la luz,
oh, mundo… lleno de las sombras
llevo en mi olvido,
en la respiración y en el olvido
tu imagen profundamente olvidada.

Podría decirse que se trata de un modo de autogénesis de los versos y es posible describirlo en los mismos términos que Broch aplicaba a los relatos de Joyce: se registran los procesos del mundo exterior proyectando la figura del observador como factor integrante. Así el poema genera una espiral, que responde, sin duda, a la manera lírica de expresar la totalidad que sigue el autor, como en “Tormenta nocturna” o “Lo que nunca fue”, donde muerte y enigma llegan a identificarse, y a la vez se confunde con la poesía ese enigma que “descansa en el abrevadero del sueño” y que sólo el sueño puede alimentar y que, con todo, existe en el fondo real de cada vida. Esto hace que el poeta se pregunte:
 ¿Te atreves a mirar hacia abajo
en el pozo de millones de años?
¿Te atreves a reconocer en el fondo indistinto
el anillo de las tinieblas […]?

Resulta inevitable oír en este pozo el eco de aquel “hondo pozo” del poema “Misterio del universo”, de Hofmannsthal, que representa la conciencia de uno mismo, el profundizar hasta dar con lo auténtico, lo que tiene que mostrarse como cumplimiento correcto del destino, no como un sueño. Para Broch, en el pozo “se hunde una metáfora tras otra / y queda lo sobriamente irreal / inflamando a modo de invierno / el secreto.” Y su conclusión —aparente solución— se producirá en el momento de hallarse al borde de la muerte —“antes de que te arrojes al pozo de tu alma”—. Entonces, tal vez, la naturaleza desvele el enigma.
Del mismo año, 1934, data el poema titulado “Mitad de la vida”, donde esa espiral construye decididamente el proceso del pensar, resaltando la contradicción. Decían los surrealistas: “la contradicción no nos asusta”. Broch, sin embargo, parece estar más cerca de la afirmación de Vladimír Holan: “poeta estás sin contradicciones, estás sin posibilidades”, pues a ellas se va ajustando, y acaso sea esa contradicción el don de la buscada simultaneidad. Broch empieza por decir: “nadie es, / ni nada ha sido”, y sigue con versos como éstos: “¿tienes esperanza y aún esperas, como si hubiera espera en el tiempo sin tiempo?”, o bien: “Feliz y doloroso fue tu primer despertar, fue el primer don del resplandor”, al igual que: “Se arquea el espejo de lo incomprensible para siempre”.
Un paso más y los opuestos saltarán a un primer plano; se ha exigido “lo existente en lo inexistente, / la confianza en la desconfianza” y “ahora cada uno debe volver a morir solo”. Pues “en medio de un horror creciente / se vuelve más rica la vida, […] cada día se convierte en un día regalado, ilimitado ante la desconfianza”. Los sucesos terribles, esos corceles apocalípticos que pasan mientras los amantes se abrazan, llevan la contradicción al punto extremo. Las torturas hacen que se pierda el yo, y hasta la muerte es un sinsentido, pues ya no es Yo quien muere. Todo se pone en duda, todo, salvo la muerte, aparece como un imposible, y sólo grita el silencio (“la selva nocturna”), porque expresar es difícil: los ejecutados, si cantaran, lo harían en un lenguaje “en el que ninguna palabra se parece ya a otra”, “lo que ellos tendrían que decir sería mudo”. Su imagen misma lo reclama:
 Los miramos fijamente, nos miran fijamente:
los ojos, los suyos, los nuestros,
aún pueden mirar
y mentirse
que están viendo la figura humana.

Expresar es difícil, sí, cuando todo en derredor se derrumba y, además, se tiene la certeza, como la tenía Broch, de que “un arte que no es capaz de reproducir la totalidad del mundo no es arte”, y de que cada época debe acercarse a partir de la ciencia y la creación artística al todo para derivar en estilos de conocimiento y arte siempre nuevos.
Hermann Broch había sido arrestado por los nazis el día de la anexión de Austria por Alemania (1938), pero gracias a James Joyce pudo emigrar. Por entonces llevaba solamente diez años entregado a la literatura. Judío, nacido en Viena en 1886, orientó sus estudios con miras a administrar la fábrica textil de su familia, lo cual hizo hasta 1927. Mientras tanto, a partir de 1919, ejerció como crítico en diversas revistas y frecuento los cafés de la capital, donde conoció a importantes intelectuales, entre ellos Robert Musil y Franz Blei. A la edad de cuarenta años dio un cambio al rumbo de su vida y siguió cursos de matemáticas, filosofía y sicología en la universidad donde hacia 1929 se formó el conocido Círculo de Viena, de carácter positivista, cuyos miembros aspiraban al rigor de la moderna lógica matemática. Ante la actitud de sus profesores, que consideraban anticuada la metafísica, Broch abandonó los estudios y se entregó de lleno a la escritura, hasta su muerte, el 30 de mayo de 1951, en New Haven, Connecticut, última estación de un exilio durante el cual ayudó incesantemente a otros refugiados europeos.
Cuando, arrestado por el gobierno nazi, pasó a la prisión de Altaussee, las visiones repetidas de una muerte inminente prepararon en él el humus del que nacería su ya mencionada obra capital, La muerte de “Virgilio, sin duda una de las novelas más importantes del siglo XX. Algunos de los poemas aquí recogidos laten en la misma atmósfera, y son como fragmentos de prosa o versos extendidos musicalmente siguiendo una pauta interior; otros, por el contrario, se aproximan a la poesía popular que él tanto consideraba y que lo llevó a incorporar la rima y buscar la música audible de las palabras. Se trata de una escritura poética no sólo intensa, sino atrevida por su modo de incorporar la inteligencia al lenguaje, ya que es el “interregno del conocimiento terrenal”[10]. Y es también bellamente evocadora, en tanto que poesía
es espera que mira en la media luz, poesía es abismo en presentimiento del crepúsculo, es espera en el umbral, es comunidad y soledad al mismo tiempo […], aún no partida, pero continua despedida[11].
Finalmente, los poemas de Broch son, ante todo, profundos, de acuerdo con su concepto de la poesía, que para él es también (como dice por boca de Virgilio) “la más extraña de todas las actividades humanas, la única que sirve para el conocimiento de la muerte”[12].
CLARA JANÉS


  MISTERIO MATEMÁTICO


Con mesura se abre lo inconsciente
Y en lo infinito el mundo alza su vuelo.
Siento cómo el juicio se pronuncia;
Con admiración sigo su curso.
Sostenido en un solo concepto
Se erige vertical un edificio:
Y se une a miríadas de estrellas
Que una divinidad lejana alumbra.
El Yo, por fuerza, ha de reconocer
Que sólo contiene la verdad en la forma
Y puede consumirse en esta llama fría.
Pero aunque sean innumerables las manifestaciones de la forma,
Nada puede separarlas de la unidad.
En la más profunda profundidad aparece, soleado, el mundo.
(1913)



  AMOR INCIPIENTE


El sentimiento sigue estando
tan cerca y tan lejos de nosotros
como un viejo juego de niños.
Lo que un día vivimos como en sueños
y nunca más vislumbramos,
lo buscamos en nuestro amor
y ofrecemos, temblorosas, las manos.
(1914)



  CUATRO SONETOS SOBRE EL PROBLEMA METAFÍSICO DEL CONOCIMIENTO DE LA REALIDAD


 I. Maldición de lo relativo


¿Siento el asombro? ¿Se asombra mi yo?
De qué frontera vienes tú,
Pensamiento, ¡profundísima casualidad!
Me balanceo en el espacio de la muerte.
Vociferante y eterno, Ahasvero.
Equilibrio que oscila, como imagen frenética,
Ciega es la costa que te quiebra,
Palabra contemplativa en el mar del pensamiento,
Espejo irónico del hundimiento más infinito…
Pero, mira, la palabra quiere revelarse
Como proporción sonriente de una señal suspendida
Y en el sentimiento de formas infinitas
Debo, cobarde, permitir que me salve una fulguración de mundos,
Como si yaciera en unos brazos femeninos.

 II. Eros triste


De nuevo debemos experimentarnos en el sentimiento
E inclinar mutuamente nuestros labios
Y humillar nuestras pobres soledades
Para que busquen juntas lo eterno.
De la dualidad de nuestra vida cotidiana ha de surgir
La unidad del todo, los esfuerzos más humanos
Y la espera sosegada en las jerarquías de Dios,
Que en el sentimiento quiere mostrarse presintiendo.
Pero tímidamente se desatan de nuevo las manos
Que se juntaron para tal trascendencia,
Y estremeciéndonos desatamos los miembros enredados como los de los animales:
Sabemos ya en el placer que somos intercambiables
Y un azar procedente de los altibajos
De la simetría entretejida en el meandro eterno de Eros.

 III. El cómico


Los cráneos escupen seriamente palabras en el aire,
Seriamente se logra así la inteligencia;
El espacio vacío se enmadera a diario
Y yo cuelgo dentro, solo y sin nombre:
La imagen de la vida se desliza en el círculo más lejano
Y no es espantosa ni cómica, no:
El tiempo del mundo está lejos —¡Ea!, qué infinitamente pequeña
Emana la frialdad vacía de su gesto de cine.
¡Dónde está lo sagrado en una noche así!
¡Dónde está la salvación del bostezo angustiado!
Oh, mujer, te grito desde mi anhelo de mundos,
Oh, que la profundidad de tu aliento pliegue con calma la noche:
Así, me inclino sumiso sobre tus patas
Y en mi fiebre caen frías obscenidades.

 IV. Niveles del éxtasis


Deben besarse de nuevo nuestros labios,
Lo que los conceptos nos asesinan continuamente:
Vivencia, ser-yo, mundo, se ha vuelto durante mucho tiempo abstracto,
Vislumbrando algo hermoso, sólo podemos conocer
Y conociendo buscamos un yo, siempre oculto,
Que sólo tiene el poder de borrar fronteras,
Que eleva el oscuro placer a lo creativo
Del puro éxtasis de una mañana jamás lograda:
En él la unidad puede desplegarse en el todo
Y una dualidad formar el mundo de Dios…
Cercano en el buscar pero eternamente alejado…
La fuerza del origen hace señas con manos suaves.
Ondea una cinta de primavera, y nos quiere devolver
El olvidado sueño del país de la infancia.
(1915)

miércoles, 9 de julio de 2014

Arthur Schnitzler y Stanley kubrick

 Arthur Schnitzler fue un narrador y dramaturgo austríaco. Médico de profesión, en sus obras muestra gran interés por el erotismo, la muerte, la psicología y la crisis social de entresiglos en un centro cultural como Viena.
Médico, dramaturgo y novelista austriaco, famoso por sus dramas psicológicos sobre la vida vienesa de su época. Nació en Viena, estudió la carrera de Medicina en la Universidad de Viena y ejerció la profesión médica hasta 1894, cuando comenzó a dedicarse a la literatura. Schnitzler creó el grupo de la Joven Viena (1891) junto con el poeta y dramaturgo austriaco Hugo von Hofmannsthal y otros escritores. Las obras de Schnitzler, ni religiosas ni idealistas, sorprenden con frecuencia por su profundo y despiadado análisis de las motivaciones humanas, y giran en torno a temas como las relaciones personales, las complejidades de la vida erótica y el temor a la muerte. Exploró los problemas de las relaciones entre hombres y mujeres en obras de teatro como Anatol (1893), Rueda (1897, llevada al cine con el título de La Ronde, en 1950), en las que denuncia la vida sensual y romántica de su Viena natal, y Paracelso (1899). Tal vez la obra más importante de Schnitzler sea El camino de la libertad (1908), que da cuenta del antisemitismo predominante en la época, el cual constituye también el tema central de su tragedia El profesor Bernhardi (1912). Con el paso del tiempo, Schnitzler comenzó a obsesionarse con el miedo a la vejez y a la muerte, tal como se refleja en sus novelas El velo de Beatriz (1913) y El retorno de Casanova (1918). Schnitzler mantuvo una estrecha amistad con Sigmund Freud, con el que compartía muchos puntos de vista sobre medicina y psicología. Otras obras de Schnitzler dignas de mención son La cacatúa verde (1899), El teniente Gustavo (1901), La señorita Else (1924) y Novela de un sueño (1925).Fuente:http://www.epdlp.com/escritor.php?id=3098

 La película de Kubrick sigue muy de cerca la novela Relato soñado, de Arthur Schnitzler, y ambas pueden conectarse fácilmente con Sigmund Freud y el psicoanálisis a través de la posición central de la sexualidad, los sueños, el deseo y la fantasía en la vida de la gente. Al igual que la novela, la película describe la relación entre dos personajes que son arrastrados por impulsos inconscientes y desgarrados por conflictos reprimidos. Como los sueños, la película está construida principalmente con imágenes, y su lenguaje queda reducido al punto del minimalismo. Como resultado, muchos de sus diálogos son repetitivos y a menudo incluso banales. Los diálogos son frecuentemente monosilábicos y ordinarios, y la película está llena de instantes en los que un personaje simplemente repite lo que otro acaba de decir. La cualidad onírica de la película queda reforzada por su sorprendente ritmo pausado, que crea un espacio vacío y un tiempo muerto.

Fuente: wikipedia.

viernes, 25 de abril de 2014

Robert Musil. Novela: "El hombre sin atributos".



Cuando estaba en la Universidad de Costa Rica allá por el año de 1980, y llegaba justísimo a la clase de Teoría General del Proceso por las mañanas, un querido y hasta ahora amigo y también abogado, siempre entre sus códigos portaba el Tomo I de “El hombre sin atributos” de Robert Musil.  Ignoro si al final leyó por completa la novela. Creo que sí porque, sabía de su terca disciplina para leer libros densos como la obra de Mann o la de Proust. Lo cierto es, que –y debo de confesarlo- sentía envidia de no ser yo el que leía el libro de Musil. Razones sobraban para querer leerlo. Se decía que “El hombre sin atributos es una obra cimera, imprescindible al momento de valorar la Literatura del Siglo XX europea. No sé si estas afirmaciones son gratuitas o son válidas. A mí en lo personal me parecen justas. Cuando tuve la oportunidad de leerla –años posteriores- me pareció una obra clásica contemporánea. Hoy he vuelto a releer algunos capítulos e igual pienso como lo pensé en mis años de estudiante de Derecho: ¿Robert Musil y “El hombre sin atributos? Una obra grandiosa, única irrepetible.
Hoy deseo transcribir un capítulo del tomo I de esta obra: “El hombre sin atributos” de Robert Musil. J.Méndez-Limbrick.

Robert Musil (Klagenfurt, 6-XI-1880 - Ginebra, 15-IV-1942) fue, sin dudas, un `Dichter`, es decir, un novelista en la más auténtica tradición goethana, un creador de ficciones elaboradas con el propósito de penetrar y registrar las profundidades de la condición humana y los detalles más discutibles de la vida social.

Buena parte de su adolescencia transcurrió en el agobiante clima de una acedemia militar (experiencia que retrata en el libro `Die Verwirrungen des Zöglings Törless`, Bildungsroman de 1906). Prosiguió estudios de ingeniería mecánica en Brno, antés de instalarse en Berlín para interiorizarse en la obra filosófica de Nietzsche y de Mach. Después de haber combatido en la Iº Guerra Mundial y de haberse desempeñado como funcionario gubernamental de la República de Austria, decidió dedicarse a la literatura a tiempo completo. Su vida como escritor (crítico de teatro, redactor de periodicos, publicista, editor, etc.) le reportó una constante penuria económica que sobrellevó en compañía de su mujer Martha Heimann-Marcovaldi -verdadero sostén espiritual del autor-, hasta que se constituyeron grupos privados con el propósito de finaciar la composición de su obra.

Pese a que incursionó con desigual éxito por el teatro (`Die Schwärmer` de 1921 y `Vinzenz und die Freundin bedeutender Männer` de 1926), el reconocimiento le llegó a partir de sus narraciones. `Vereinigungen` (1911), `Die Portugiesin` (1923), `Drei Fragüen` (1924), son textos contundentes, pero, indudablemente, `Der Mann Ohhe Eigenschaften` es su obra mayor. El libro se fue publicando en varios volúmenes a partir de 1930, quedando -como era de esperarse- inconcluso.

La prosa de Musil devela a un profundo pensador, que hace de la ficción un campo de reflexión sobre el (espíritu del) Hombre. El enorme trabajo de disección y vivisección del mundo de su época se manifiesta en cada una de las páginas por él escritas. Su tono es solemne, su humor es amonestador. Como todo buen novelista germano de la enteguerra, sus textos repiten el tópico del vacío y del silencio, del apocalipsis que ya acaecio y que, sin embargo, no ha redimido a la humanidad. Sus (anti)heroes emergen como seres-en-el-mundo, que deben apropiarse de sus circunstancias para abandonar el aturdimiento que les genera el espacio pleno y ausente de la Diferencia.

La perspectiva que pretende adoptar es la de un observador en los límites del mundo, que analiza absolutamente todos los aspectos de lo real, proyectando un mapa que oculta la ilusión de constituirse en una imagen luminosa del ahora irrepresentable universo.


Pablo Cerone
(aporte de pablocero)

  El hombre sin atributos fue escrita entre 1930 y 1942 y quedó interrumpida por la muerte del autor. Los actores principales de esta tragicomedia monumental son: Ulrich, el hombre sin atributos, el matemático idealista, el sarcástico espectador, Leona y Bonadea, las dos amadas del matemático, desbancadas por Diotima, cerebro dirigente de la «Acción Paralela» y mujer cuya estupidez sólo es comparable a su hermosura, y Arnheim, el hombre con atributos, un millonario prusiano cuya conversación fluctúa entre las modernas técnicas de la inseminación artificial y las tallas medievales búlgaras. Alrededor de ellos se mueve, como en un esperpéntico vodevil, la digna, honrada, aristocrática sociedad de Kakania (el imperio austro-húngaro), que vive los últimos momentos de su vacía decadencia antes de sucumbir a la hecatombe de la Gran Guerra. Esta cúspide de la novela de nuestro tiempo abre ante el lector de lengua castellana nuevas y aún más vastas regiones del mundo narrativo del siglo XX.


Fragmento. Novela. “El hombre sin atributos”.
    2 - Vivienda del hombre sin atributos



    LA calle en que había tenido lugar aquel leve accidente era una de esas largas y sinuosas vías urbanas que, a manera de estrella, irradian el tráfico desde el centro hasta los arrabales, cruzando toda la ciudad. Si nuestra elegante pareja hubiera seguido andando, hubiera visto algo que ciertamente les habría gustado. Era un jardín del siglo XVIII, o acaso del XVII, bien conservado en parte. Al pasar por delante, junto a la reja de forja, se divisaba entre árboles, sobre una pradera esmeradamente tundida, algo así como un pequeño palacete, un pabellón de caza o un castillito encantado de tiempos pasados. Exactamente, la parte baja databa del siglo XVII, el parque y el piso superior parecían pertenecer al siglo XVIII, la fachada había sido restaurada en el siglo XIX y otra vez se había deslucido; el conjunto total producía el efecto extravagante de varias impresiones fotográficas superpuestas en una misma lámina; pero de todos modos llamaba la atención. Si alguna vez la claridad, la ciencia, la belleza abrían sus ventanas, era permitido gozar, entre muros de libros, la exquisita paz de la mansión de un letrado.
     Esta mansión y esta casa pertenecían al hombre sin atributos.
     Él se ocultaba detrás de una de las ventanas y miraba hacia el otro lado del jardín, como a través de un filtro de aire de verdes delicados; contemplaba la calle borrosa, y cronometraba reloj en mano, hacía ya diez minutos, los autos, los carruajes, los tranvías y las siluetas de los transeúntes difuminadas por la distancia, todo lo que alcanzaba la red de la mirada girada en derredor. Medía las velocidades, los ángulos, las fuerzas magnéticas de las masas fugitivas que atraen hacia sí al ojo fulminantemente, lo sujetan, lo sueltan; las que, durante un tiempo para el que no hay medida, obligan a la atención a fijarse en ellas, a perseguirlas, apresarlas, a saltar a la siguiente. En resumen, después de haber hecho cuentas mentalmente unos instantes, metió el reloj en el bolsillo riendo y reconoció haberse ocupado en una estupidez.
     Si se pudieran medir los saltos de la atención, el rendimiento de los músculos de los ojos, los movimientos pendulares del alma y todos los esfuerzos que tiene que hacer un hombre para conseguir abrir brecha a través de la afluencia de una calle, es de presumir que resultaría -él así lo había imaginado al jugar a investigar lo imposible-una dimensión frente a la cual sería ridícula la fuerza que necesita Atlante para sostener el mundo. De ahí se podría deducir qué esfuerzo tan titánico supone el de un individuo moderno que no hace nada.
     El hombre sin atributos era en la actualidad uno de ellos.
     -”De esto se pueden sacar dos conclusiones” -se dijo para sí.
     El rendimiento de los músculos de un ciudadano, que cumple tranquilamente con sus deberes ordinarios durante toda la jornada, es mayor que el de un atleta que tiene que levantar una vez al día pesos enormes; esto está fisiológicamente demostrado. Es, pues, lógico que las pequeñas obras cotidianas, en su importe social y en cuanto interesan para esta suma, presten mucha más energía al mundo que las acciones heroicas. Una heroicidad aparece tan diminuta como un grano de arena echado ilusionadamente sobre un monte. Este pensamiento le agradó.
     Hay que añadir, sin embargo, que le agradó no porque amara la vida burguesa; o al contrario, le gustó porque se complacía en combatir sus inclinaciones. ¿No es precisamente el burgués refinado quien presiente el comienzo de un nuevo heroísmo colosal, colectivo e inquietante? Se le llama heroísmo racionalizado y se le encuentra así muy bonito. ¿Quién lo puede saber ya hoy? En tiempos pasados se hacían centenares de preguntas semejantes, que no por haber quedado sin contestar han disminuido en importancia. Flotaban en el aire, abrasaban bajo los pies. El tiempo corría. Gente que no vivió en aquella época no querrá creerlo, pero también entonces se movía el tiempo, y no sólo ahora, con la rapidez de un camello de carreras. No se sabía hacia dónde. No se podía tampoco distinguir entre lo que cabalgaba arriba y abajo, entre lo que avanzaba y retrocedía. “Se puede hacer lo que se quiera -se dijo a sí mismo el hombre sin atributos-; nada tiene que ver el amasijo de fuerzas con lo específico de la acción.” Se retiró como una persona que ha aprendido a renunciar, casi como un enfermo que evita todo esfuerzo violento; y cuando pasó junto al balón de boxeo que colgaba en la habitación contigua, le soltó un golpe tan rápido y fuerte como no es común en espíritus sumisos ni en estados de debilidad.

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