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sábado, 24 de noviembre de 2018

Marguerite Yourcenar Mishima o la visión del vacío

El 24 de noviembre de 1970, Yukio Mishima, a los cuarenta y cinco años de edad, se daba muerte ritual abriéndose el vientre para ser decapitado luego por un amigo. Dejaba sobre una mesa un trozo de papel que decía: «...La vida humana es breve, pero quisiera vivir siempre...» Esta ceremonia, a un tiempo ejemplar y terrible, le conducía en cierto modo al vacío metafísico cuya fascinación había experimentado desde su primera juventud. Marguerite Yourcenar pone toda la agudeza de su inteligencia al servicio de esta singular aventura humana, que adivina a un tiempo próxima y extraña en Mishima o la visión del vacío. Su análisis se organiza en torno a los momentos esenciales de la vida y de la obra de Mishima: el trasfondo biográfico, los primeros libros siguientes, los años de desasosiego que impulsan a Mishima a remodelar su propio cuerpo, el trasfondo político, la acción y la obsesión del seppuku, la muerte. 
Un gran nombre de la literatura occidental como Marguerite Yourcenar despliega la belleza de su prosa y desmenuza, en un modelo de estudio biográfico y literario, los mecanismos psicológicos de un gran escritor oriental, y descubre las ambiciones, los triunfos, las flaquezas, las caídas interiores y, en suma, el valor del torturado personaje. Mishima o la visión del vacío es una aportación de primer orden a la cultura actual.

Investigador: DR. Enrico Pugliatti.

***

Marguerite Yourcenar


Mishima o la visión del vacío

Título original: Mishima ou La vision du vide
Marguerite Yourcenar, 1980
Traducción: Enrique Sordo



El 24 de noviembre de 1970, Yukio Mishima, a los cuarenta y cinco años de edad, se daba muerte ritual abriéndose el vientre para ser decapitado luego por un amigo. Dejaba sobre una mesa un trozo de papel que decía: «...La vida humana es breve, pero quisiera vivir siempre...» Esta ceremonia, a un tiempo ejemplar y terrible, le conducía en cierto modo al vacío metafísico cuya fascinación había experimentado desde su primera juventud. Marguerite Yourcenar pone toda la agudeza de su inteligencia al servicio de esta singular aventura humana, que adivina a un tiempo próxima y extraña en Mishima o la visión del vacío. Su análisis se organiza en torno a los momentos esenciales de la vida y de la obra de Mishima: el trasfondo biográfico, los primeros libros siguientes, los años de desasosiego que impulsan a Mishima a remodelar su propio cuerpo, el trasfondo político, la acción y la obsesión del seppuku, la muerte. 
Un gran nombre de la literatura occidental como Marguerite Yourcenar despliega la belleza de su prosa y desmenuza, en un modelo de estudio biográfico y literario, los mecanismos psicológicos de un gran escritor oriental, y descubre las ambiciones, los triunfos, las flaquezas, las caídas interiores y, en suma, el valor del torturado personaje. Mishima o la visión del vacío es una aportación de primer orden a la cultura actual. 
Investigador: Dr. Enrico Pugliatti.
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Marguerite Yourcenar
 Mishima o la visión del vacío
Título original: Mishima ou La vision du vide
Marguerite Yourcenar, 1980
Traducción: Enrique Sordo
 La Energía es la delicia eterna
William Blake
La boda del cielo y del infierno
Si la sal pierde su sabor, ¿cómo devolvérselo?
Evangelio según San Mateo
cap. V, 13

Morid con el pensamiento cada mañana, y ya no temeréis morir.Hagakure, tratado japonés del siglo XVIII
 Siempre es difícil juzgar a un escritor contemporáneo: carecemos de perspectiva. Y aún es más difícil juzgarlo si pertenece a su civilización que no es la nuestra y con lo cual entran en juego el atractivo del exotismo y la desconfianza ante el exotismo. Esas posibilidades de equívoco aumentan cuando, como ocurre con Yukio Mishima, el escritor ha absorbido ávidamente los elementos de su propia cultura y los de Occidente; y, en consecuencia, lo que para nosotros es normal y lo que para nosotros es extraño se mezclan en cada obra en unas proporciones diferentes y con unos efectos y unos aciertos muy diversos. No obstante, es esa mezcla lo que hace de él, en muchas de sus obras, un auténtico representante de un Japón también violentamente occidentalizado, pero marcado a pesar de todo por algunas características inmutables. En el caso de Mishima, la forma en que las partículas tradicionalmente japonesas han ascendido a la superficie y han estallado con su muerte, le convierte, en cambio, en el testigo y, en el sentido etimológico del término, en el mártir del Japón heroico al que él había llegado, por así decirlo, a contracorriente.
Pero la dificultad aún crece más —sean cuales sean el país y la civilización de que se trate— cuando la vida del escritor ha sido tan variada, rica, impetuosa y a veces tan sabiamente calculada como su obra, que tanto en la una como en la otra advertimos los mismos fallos, las mismas marrullerías y las mismas taras, pero también las mismas virtudes y, finalmente, la misma grandeza. Inevitablemente se establece un equilibrio inestable entre el interés que sentimos por el hombre y el que sentimos por su obra. Ya se acabó el tiempo en que se podía saborear Hamlet sin preocuparse mucho de Shakespeare: la burda curiosidad por la anécdota biográfica es un rasgo de nuestra época, decuplicado por los métodos de una prensa y de unos media que se dirigen a un público que cada vez sabe leer menos. Todos tendemos a tener en cuenta, no solamente al escritor, que, por definición, se expresa en sus libros, sino también al individuo, siempre forzosamente difuso, contradictorio y cambiante, oculto aquí y visible allá, y, finalmente —quizás sobre todo— al personaje, esa sombra o ese reflejo que el propio individuo (y éste es el caso de Mishima) contribuye a proyectar a veces, por defensa o por bravata, pero más allá o más acá de los cuales el hombre real ha vivido y ha muerto en ese secreto impenetrable que es el de cualquier vida.
Hay ahí muchas posibilidades de errores de interpretación. Hagamos caso omiso de ellas, pero recordemos siempre que la realidad central hay que buscarla en la obra: en ella es donde el escritor ha preferido escribir, o se ha visto forzado a escribir, lo que al fin y al cabo importa. Y, sin duda alguna, la muerte tan premeditada de Mishima es una de sus obras. Sin embargo, una película como Patriotismo, un relato como la descripción del suicidio de Isao en Caballos desbocados, proyectan su luz sobre el final del escritor y lo explican en parte, mientras que la muerte del autor a lo sumo autentifica las obras sin explicarlas.
Es indudable que algunas anécdotas de infancia y de juventud, al parecer reveladoras, merecen ser retenidas en un breve sumario de esta vida, pero esos episodios traumatizantes nos llegan en su mayor parte a través de Confesiones de una máscara y se encuentran también, diseminadas con formas diferentes, en unas obras novelescas más tardías, elevadas al rango de obsesiones o de puntos de partida de una obsesión inversa, definitivamente instaladas en ese poderoso plexo que rige todas nuestras emociones y todos nuestros actos. Interesa ver cómo esos fantasmas crecen y decrecen en la mente de un hombre igual que las fases de la luna en el cielo. Y es indudable que algunos relatos contemporáneos más o menos anecdóticos, algunos juicios emitidos en vivo, como una instantánea imprevista, sirven a veces para completar, para verificar o contradecir el autorretrato que el propio Mishima ha hecho de esos incidentes o de esos momentos-choque. Sólo a través del escritor podemos oír sus vibraciones profundas, como cada uno de nosotros oye desde dentro su voz y el rumor de su sangre.
Lo más extraño es que muchas de esas crisis emocionales del niño o del adolescente Mishima nacen de una imagen sacada de un libro o de una película occidental a los que el joven japonés, nacido en Tokyo en 1925, se abandonó. El muchachito que se deshace de una bella ilustración de su libro de estampas porque su criada le explica que se trata, no de un caballero, como él cree, sino de una mujer llamada Juana de Arco, experimenta el hecho como engaño que le ofende en su masculinidad pueril: lo interesante para nosotros es que fuese Juana la que le inspiró esa reacción, y no una de las numerosas heroínas del Kabuki disfrazada de hombre. En la famosa escena de eyaculación ante una fotografía del San Sebastián de Guido Reni, el excitante hallado en la pintura barroca italiana se comprende tanto mejor cuanto que el arte japonés, incluso en sus estampas eróticas, nunca conoció como el nuestro la glorificación del desnudo. Aquel cuerpo musculoso, pero en el límite de sus fuerzas, postrado en el abandono casi voluptuoso de la agonía, no lo habría dado ninguna imagen de un samurai entregado a la muerte: los héroes del Japón antiguo aman y mueren con su caparazón de seda y de acero.
Otros recuerdos-choque son, por el contrario, exclusivamente japoneses. Mishima no olvida el del bello «cosechador del suelo nocturno», eufemismo poético que quiere decir vendimiador, figura joven y robusta que desciende por la colina con el resplandor del sol poniente. «Esta imagen es la primera que me atormentará y la que me ha aterrado toda la vida». Y el autor de Confesiones de una máscara probablemente no se equivoca al unir el eufemismo mal explicado al niño con la noción de no sabemos qué Tierra a la vez peligrosa y divinizada[1]. Pero cualquier niño europeo podría enamorarse de la misma manera de un sólido jardinero cuya actividad totalmente física y cuyas ropas, que permiten adivinar las formas del cuerpo, le alejan de una familia demasiado correcta y demasiado estirada. Tiene un sentido análogo, pero turbador como la embestida que describe, la escena del hundimiento de las verjas del jardín, un día de procesión, por los jóvenes portadores de palanquines cargados de divinidades shinto, bamboleadas de un lado a otro de la calle sobre aquellos hombros vigorosos; el niño, confinado en el orden o en el desorden familiar, siente por primera vez, atemorizado y aturdido, pasar sobre él el gran viento del exterior; todo lo que allí se sugiere continuará contando para él: la juventud y la fuerza humanas, las tradiciones percibidas hasta entonces como una rutina y que bruscamente adquieren vida; las divinidades que reaparecerán después con la forma del «Dios Salvaje» que se encarna en el Isao de Caballos desbocados y, más tarde, en El ángel podrido[2], hasta que la visión del gran vacío búdico lo borra todo.
Ya en su novela de principiante, La sed de amar, cuya protagonista es una joven medio loca de frustración sensual, la enamorada se arroja durante una procesión orgiástica y rústica sobre el torso desnudo de un joven jardinero y halla en ese contacto un momento de violenta felicidad. En Caballos desbocados ese recuerdo reaparece también, con mayor evidencia, aunque decantado, casi fantasmal, como esos crocos de otoño cuyas flores brotan abundantemente en primavera y reaparecen luego, inesperadas, menudas y perfectas, al final del otoño, en forma de muchachos que sacan y extienden con Isao unas carretadas de lirios sagrados en el recinto de un santuario, y que Honda, el mirón-vidente[3], contempla, como el propio Mishima, a través de una perspectiva de más de veinte años.
En ese tiempo, el autor había experimentado una vez en persona ese delirio de esfuerzo físico, de fatiga, de sudor, de enmarañamiento gozoso en una multitud, cuando decidió colocarse la faja frontal de los portadores de palanquines sagrados durante una procesión. Una fotografía nos lo muestra muy joven todavía, y por una vez sonriente, con el kimono de algodón abierto por el pecho, igual en todo a sus compañeros de carga. Sólo un joven sevillano de hace algunos años, en la época en que el turismo aún no había ganado por la mano a la fiebre religiosa, habría podido sentir la misma embriaguez enfrentando, en una de las blancas calles andaluzas, el paso de la Macarena con el de la Virgen de los Gitanos. De nuevo aparece la misma imagen orgiástica de Mishima, aunque esta vez descrita por un testigo, durante uno de los primeros grandes viajes del escritor, perplejo dos noches seguidas ante el magma humano del Carnaval de Río, y no decidiéndose hasta el tercer día a sumergirse en aquella muchedumbre enroscada y amasada por la danza. Pero aún es más importante el momento inicial de rechazo o de miedo vivido por Honda y Kioyaki, cuando huyen ante los gritos salvajes de los esgrimidores de kendo, que Isao y el propio Mishima lanzaron más tarde a pleno pulmón. En todos los casos, un repliegue o un temor que precede al abandono desordenado o a la disciplina exacerbada, que son una misma cosa.
La costumbre es iniciar un esbozo de este género con la presentación del ambiente familiar del escritor; si yo no la he seguido es porque ese fondo apenas importa, porque ni siquiera hemos visto perfilarse sobre él la silueta del personaje. Como toda familia que ya ha salido, desde hace varias generaciones, del anonimato popular, ésta impresiona sobre todo por la extraordinaria variedad de rangos, de grupos y de culturas que se entrecruzan en ese ambiente que, visto desde fuera, parece bastante fácil de asediar. En realidad, como tantas familias de la gran burguesía europea de la época, el linaje paterno de Mishima apenas sale del campesinado hasta comienzos del siglo XIX, para acceder a los títulos universitarios, entonces escasos todavía y muy apreciados, o a cargos más o menos elevados como funcionarios del Estado. El abuelo fue gobernador de una isla, pero se retiró a consecuencia de un asunto de corrupción electoral. El padre, empleado de ministerio, era considerado como un burócrata moroso y comedido que compensaba con su vida circunspecta las imprudencias del abuelo. Sabemos poco de él; sólo un gesto que nos sorprende: en tres ocasiones, durante sus paseos a través del campo, a lo largo de la vía férrea, levantó, nos dice, al niño en sus brazos, a un metro apenas del expreso que pasaba furiosamente, dejando que el pequeño fuese afectado por aquellos torbellinos de velocidad, sin que éste, ya estoico o tal vez petrificado, lanzase un solo grito. Extrañamente, aquel padre poco cariñoso, que habría preferido ver a su hijo haciendo carrera en el funcionariado y no en la literatura, sometía al niño a una prueba de aguante muy semejante a las que Mishima se impondría a sí mismo años después[4].
La madre presenta unos contornos más nítidos. Nacida en una de esas familias de pedagogos confucianos que representan tradicionalmente la médula misma de la lógica y de la moralidad japonesas, fue al principio casi privada de su hijo aún muy pequeño, que pasó a manos de la aristocrática abuela paterna, mal casada con el gobernador de la isla. Hasta mucho después no tendrá ocasión de recuperar al niño; luego se interesará por sus trabajos literarios de adolescente embriagado de literatura; pensando en ella, a los treinta y tres años, edad tardía en el Japón para pensar en un matrimonio, Mishima se decide a recurrir a una intermediaria a la antigua usanza, para que aquella madre, a la que se creía erróneamente cancerosa, no tuviese el pesar de morir sin ver asegurada la continuación del linaje. La víspera de su suicidio, Mishima dio a sus padres lo que él sabía su último adiós en su casita puramente nipona, modesto anejo de su ostentosa villa a la occidental. La única referencia importante que poseemos de aquella ocasión es la de la madre, típica de toda solicitud maternal: «Parecía muy fatigado…». Sencillas palabras que recuerdan hasta qué punto aquel suicidio no fue, como creen los que nunca han pensado en tal final para sí mismos, un brillante y casi fácil gesto, sino un ascenso extenuante hacia lo que aquel hombre consideraba, en todos los sentidos de la palabra, su fin propio.



jueves, 24 de noviembre de 2016

MARGUERITE YOURCENAR. OPUS NIGRUM.


MARGUERITE
YOURCENAR
OPUS NIGRUM

INTRODUCCIÓN
MARGUERITE YOURCENAR O LA FORMA DE LA HISTORIA
Con la historia sucede algo muy curioso: no se hace cuando se produce, sino siempre después, no pasa sino que se fabrica, no sucede sino que es algo que se inventa una vez que haya sucedido. Esto es, que la historia es la forma que luego damos a lo que pasó, no exactamente aquello que pasó y que cuando pasaba pocas veces parecía ser historia. Esto es algo que se hace mucho más evidente en nuestros días, cuando la simultaneidad de los acontecimientos y de su transmisión, con la increíble expansión de los medios de comunicación y de las técnicas informáticas, ponen a cada instante en las manos del hombre todo lo que sucede en el universo entero. Pero esta multiplicación de la información, seguida de la instantaneidad y de la simultaneidad de toda ella, no provoca una sensación de historia estructurada, ni mucho menos, sino la de un desorden esencial, un caos: lo contrario precisamente de la sensación que produce la historia, intento desesperado de los historiadores por implantar un orden en el caótico devenir de la humanidad.
Pero para implantar un orden es preciso establecer un sentido, cosa a la que pocos historiadores llegan, pues suele ser patrimonio de los pensadores, de los creadores y de los artistas. Se suele decir que el arte de la literatura reside en la memoria, lo que es verdad en gran medida; y también que la literatura consiste en un ir y venir entre la memoria y la historia, expresando con palabras dispuestas para ser más intensamente recordadas y repetidas —esto es, sentidas— este constante viaje de ida y vuelta. La literatura nació con la rima, el ritmo y el verso, y luego se multiplicó en todas las direcciones para llegar a ser «la máxima lengua posible», según las teorías del académico Francisco Rico.
Y esta lengua con la que expresan de la máxima manera posible las idas y venidas entre la memoria y la historia la crean los artistas, los escritores. De ahí la vigencia del género histórico, que es algo tan real como ficticio. En efecto, desde la Biblia y la Ilíada, la literatura se ancla en la historia, real, mitificada o imaginada, independientemente de la verdad o mentira que superficialmente —esto es, en cuanto a su contenido aparente— predique su propio texto. Lo que sucedió fue que en un momento determinado de la historia de la literatura, concretamente en el romanticismo, y merced sobre todo al escocés Walter Scott, se puso de moda en el mundo el género de la «novela histórica» que, con altos y bajos, ha pervivido hasta nuestros días, y que precisamente en la última década hace furor en el mercado occidental. Y dentro de él, la gran triunfadora final ha sido precisamente esta extraordinaria y profunda escritora francobelga, que falleció el 18 de diciembre de 1987, Marguerite Yourcenar. Dos meses antes, había sido elegida como el mejor escritor europeo en un congreso en Estrasburgo, pero ya para entonces estaba cargada de premios y honores, era miembro de las Academias de Francia y Bélgica, había sido traducida a casi todos los idiomas, y sus obras ocupaban desde hacía años los primeros lugares en las listas de libros más vendidos del mundo entero.
Y aquí cabe hacer una doble matización. En primer lugar, que el género de la novela histórica no es el que define por completo la obra de la escritora —que ha escrito muchos libros de otra temática y sentido— sino el que le llevó a la fama. Pero, como todo gran creador, Marguerite Yourcenar desborda a su propia fama, y es una narradora histórica pero también una pensadora, una asombrosa artista del estilo, ha escrito además ensayos, novelas largas y cortas, teatro y poesía; su obra, tan dispersa en los géneros que cultivó, circula por todos los momentos de la historia, desde la antigüedad clásica griega y latina hasta la época de la ascensión de los fascismos, pasando por las culturas orientales y la época de las convulsiones de la Reforma en la Europa del siglo XVI, y además por todos los espacios también, pues va desde escenarios japoneses y americanos hasta los europeos, españoles, y así sucesivamente: y una obra que al final no es demasiado extensa, pues consta de quince libros en prosa, dos de poemas, seis piezas teatrales y seis volúmenes de traducciones, pero cuyo rigor y profundidad alcanzan cotas inéditas en las letras universales de nuestros días. La novela histórica, por lo tanto, es el género que proporcionó celebridad a la escritora, el que la hizo triunfar universalmente, pero no el que la define en su totalidad.
El segundo matiz que hay que subrayar es que este triunfo ha sido lento, y sobre todo tardío. Para ceñirnos al ámbito simplemente hispánico habrá que advertir que desde la primera aparición de un libro de la Yourcenar en castellano hasta que su obra se impuso definitivamente, colocando esa misma obra durante dos años en las listas de libros más vendidos, y ocupando además los primeros lugares, transcurrieron casi treinta años. Pues se trataba además del mismo libro, una de las obras maestras de la escritora, las Memorias de Adriano, en la no menos valiosa traducción del gran narrador argentino Julio Cortázar, que apareció primero en Buenos Aires, en 1955, sin que apenas se advirtiera, y que en los años ochenta irrumpió como un meteoro en el mercado español, siendo reeditado desde entonces sin parar.
Aún hay más: en 1960, se publicaba en Buenos Aires también otra novela de Yourcenar, El tiro de gracia, en 1970 aparecía en Barcelona una primera versión de esta Opus Nigrum —bajo el título de El alquimista —libro que, al pasar inadvertido, fue posteriormente saldado en algunos grandes almacenes— y que en 1977 aparecía en Madrid, en traducción de Emma Calatayud, que luego se convertiría en la gran traductora de casi toda la obra de la escritora, su primera novela, no muy larga desde luego pero que es una de las mejores pese a su precocidad, Alexis o el tratado del vano combate.
Bueno, pues todo esto había sido ya publicado en España sin que ni el gran público ni gran parte de la crítica pareciera haberse enterado. Pero cuando en 1980 los medios de comunicación conectaron sus focos sobre Marguerite Yourcenar con motivo de su elección como miembro de la Academia Francesa —y era la primera mujer en la historia que alcanzaba esta dignidad, en una institución tan prestigiosa como tenazmente misógina, hasta el punto de que la misma Real Academia Española había roto ese tabú un año antes— la sorpresa fue general. ¿Quién era esta escritora casi secreta, que, aunque relativamente conocida en Francia y otros países occidentales donde ya había sido traducida, presentaba una obra de tal magnitud y bastante desconocida del gran público?
Marguerite Yourcenar, nacida en Bruselas en 1903, en el seno de una familia francobelga, hija de un aristócrata francés venido a menos y de una heredera de la gran burguesía belga —que falleció a los diez días del nacimiento de su hija—no se llamaba en realidad así, sino que formó este nombre literario al principio de su carrera mediante un anagrama imperfecto de parte de su apellido paterno. Su nombre completo, si se cuenta también el apellido materno, fue el de Marguerite, Antoinette, Jeanne, Marie, Ghislaine, Cleenewerck de Crayencour y Cartier de Marchienne; su padre era de la región de Lille, en Francia, y su madre de la de Namur, en Bélgica, y el nacimiento de la escritora se produjo durante una estancia temporal de sus padres en Bruselas, en una casa ya derruida de la avenida Louise. Tras la muerte de la madre, el padre se trasladó a vivir con su hija recién nacida a Francia, a una propiedad familiar de su región natal denominada el castillo de Mont-Noir, mansión que también resultó posteriormente destruida durante la guerra. Así, los escenarios familiares y vitales de Marguerite Yourcenar han ido desapareciendo uno tras otro de manera implacable. Durante su infancia, la niña fue educada con rigor y flexibilidad, merced a preceptores privados, y alternaba su existencia en Mont-Noir con otras en casa de su familia paterna en Lille y otras más en Bruselas con sus parientes por parte de madre. También su padre la arrastró con cierta frecuencia al sur de Francia durante los veranos y las vacaciones. De todas formas, a partir de 1912, Michel Cleenewerck de Crayencour se instala con su hija en París, en un barrio elegante, en una casa que también desaparecería después. La guerra de 1914 les sorprende en la costa belga, de donde padre e hija se trasladan a Gran Bretaña huyendo del conflicto. La niña sigue sus estudios de manera intermitente, profunda y flexible como siempre, guiada por sus preceptores y su propio padre, primero en los suburbios de Londres y posteriormente en París, de donde se trasladan finalmente al sur de Francia a finales de la guerra. Aprende el latín, el griego y el italiano, empezando a leer poesía en estos idiomas, y adquiere sus primeros conocimientos del inglés.
A los dieciséis años, compone un poema dialogado basado en la leyenda de ícaro, El jardín de las quimeras, que se publica, pagado por su padre, en 1921. Y al año siguiente otro libro de poemas, Los dioses no han muerto, muestra que ya no se trata de ejercicios de diletante —aunque sean de alguna manera bastante escolares— sino de una vocación en debida forma. Durante todo el período de entreguerras, Marguerite Yourcenar —que ya ha adoptado este nombre de pluma, que se convertirá en el suyo legal en Estados Unidos en 1947— viaja con su padre por toda Europa, por el Mediterráneo, Italia, Grecia, Centroeuropa y España, comienza a escribir ensayos y textos de creación que va publicando lentamente en algunas revistas francesas de la época y proyecta una vasta construcción novelesca que nunca llegará a realizar, pero que es el germen de otras obras posteriores. En efecto, esta artista adolescente planeaba la creación de una vasta novela, Remous (Remolinos), que contase a través de múltiples personajes la historia de varias familias europeas que se mezclaban entre sí a través de cuatro siglos. Llegó a escribir más de quinientas páginas de este proyecto que, sin embargo, quedó inconcluso y jamás se publicó. Sin embargo, tres fragmentos aparecerían en un volumen en 1934 bajo el título La muerte conduce el atelaje, título del que también renegaría posteriormente y que jamás reeditó. En realidad, este volumen contenía tres novelas cortas, que luego sufrieron distintos destinos. La primera, D’après Greco, se convirtió en Anna Sóror, historia de un incesto sucedido en Nápoles bajo la dominación española en el siglo XVI, que pasaría casi sin variantes a una de sus obras finales, Como el agua que fluye, que se publicó en 1981. En esta última obra se incluyen también otras dos narraciones, Un hombre oscuro y Una hermosa mañana, que son la reelaboración profunda de temas incluidos en otro de los relatos del libro de 1934, D’après Durero, el tercer relato, D’après Rembrandt daría origen, después de muchas reelaboraciones, a toda una obra larga e independiente que además es una de sus obras maestras, Opus Nigrum, como tan excelentemente se ha traducido la expresión francesa «L’oeuvre en noir», la «obra en negro», según las operaciones de los alquimistas del renacimiento.
También son estos los años en los que Marguerite Yourcenar siente la llamada del emperador Adriano, y cuando, según se agotaba la inspiración de Remous, iba surgiendo en su interior lo que después sería su autobiografía, El laberinto del mundo, de la que llegó a publicar en vida los dos primeros volúmenes, Recordatorios y Archivos del Norte —que son sobre todo un análisis y recreación de la historia de sus familias paterna y materna durante varios siglos, y al parecer ha dejado terminado en el momento de su desaparición el tercer tomo, que llevará el título de Quoi, l’éternité?, pero que todavía no se ha publicado en el momento en que redacto estas líneas. En 1922, la escritora es testigo de la marcha de los fascistas de Mussolini sobre Roma, que luego le servirá para otra de sus novelas, de inspiración claramente antifascista, Denario del sueño, que tras publicarse poco antes de la gran guerra no sería reeditada, bastante modificada, en su versión definitiva hasta 1959. Durante todos estos años publica sus primeros poemas también y alguna obra teatral o relatos de inspiración oriental. Aunque el influjo de André Gide —el gran maestro de las juventudes literarias de aquella época en Francia y en Europa— y sus viajes por Centroeuropa le llevarían a redactar dos célebres novelas, Alexis, o el tratado del vano combate, y El tiro de gracia, publicadas respectivamente en 1929 y 1939, donde se abre paso un tema de inspiración gidiana, el de la homosexualidad. La primera de esas dos breves novelas llamó poderosamente la atención de la crítica más rigurosa de aquel tiempo. Ese mismo año, en 1929, fallece su padre en un clínica suiza en Lausanne, pero la escritora prosigue sus peregrinaciones por Europa, tras haber intentado recobrar los restos de su herencia materna. En 1930 publicaba otra novela de la que después también renegaría, La nueva Eurídice, y una obra de teatro, El diálogo en la marisma. En 1934 publica los dos libros citados anteriormente, Denario del sueño y La muerte conduce el atelaje, y durante los cuatro años siguientes viaja por Grecia, donde escribe los textos de uno de sus libros más importantes, Fuegos, compuesto por textos líricos de un posible diario personal, intercalados entre varios relatos inspirados en la mitología clásica pero con lecciones morales permanentes, que se publicó en 1936. Y dos años después aparecería otra obra extraña y personal, Los sueños j las suertes, una especie de ensayo sobre los sueños, que incluye relatos de sus propias pesadillas. Traduce también a Virginia Woolf —Las olas— y a Henry James —Lo que Maisie sabía— así como al gran poeta griego de Alejandría Constantin Kavafys, al que dedicó asimismo un largo ensayo introductorio. Tras su encuentro con la profesora norteamericana Grace Frick, que sería su traductora al inglés y su compañera durante toda su vida, visita por vez primera Estados Unidos, donde conecta con los cantos espirituales negros, con los que escribiría después una gran antología y ensayo. Tras la publicación en 1939 de El tiro de gracia, Marguerite Yourcenar escapa de la segunda guerra mundial que ha estallado en Europa y se exilia en los Estados Unidos, donde se dedica en principio a tareas docentes, a pesar de carecer de títulos universitarios, en un trabajo en el que la calidad y profundidad de sus conocimientos y su vasta cultura, tras la ayuda inicial de Grace Frick, se le abrieron las puertas con sencillez. Con el tiempo, ambas amigas se instalarían en la isla de los Monts-Déserts, situada en la costa atlántica norteamericana, frente al Estado de Maine, alternando sus trabajos docentes con los de la traducción y la escritura de creación.
De 1948 a 1950 redacta las Memorias de Adriano, cuya publicación en 1951 le valió el premio de novela de la Academia Francesa y el comenzar a ser ya bastante conocida al menos en Francia. Durante los largos años de la postguerra, Marguerite Yourcenar vuelve a emprender numerosos viajes, va siendo reconocida en otras partes, recibe varios doctorados «honoris causa», publica su segunda gran novela Opus Nigrum, en 1968 —que le valió el premio Femina—, entra dos años después en la Academia Belga de literatura y recibe al siguiente la Legión de Honor. Inicia la publicación de su autobiografía ya citada, la edición de algunas obras anteriores revisadas como ya he dicho, sus traducciones poéticas, algunas piezas teatrales más, sus libros de ensayos, como A beneficio del inventario o, mucho después, El tiempo, ese gran escultor, y acompaña y asiste a su amiga Grace Frick en una dolorosa enfermedad que la llevará a la tumba en 1979. Y al año siguiente llegó su elección como miembro de la Academia Francesa, que rompía así con su misógina tradición de tres siglos y medio. Durante estos años también, Marguerite Yourcenar se sintió tentada por algunos temas misteriosos, como los del mundo de las drogas y los alucinógenos del brujo don Juan descritos por Carlos Castañeda, o el del suicidio del escritor japonés Yukio Mishima, al que dedicó un libro —Mishima o la visión del vacío— pero también combatió en temas más políticos, como en la defensa de los negros y los derechos civiles en Estados Unidos, en favor de la paz universal, contra la proliferación nuclear, contra la superpoblación y en favor de la ecología, del medio ambiente, de la naturaleza y de los animales. Sin embargo, y a pesar de que toda su vida y su obra es un gran ejemplo para la lucha por los derechos de la mujer, nunca se acercó a los movimientos feministas, pues le desagradaban sus radicalismos y sus exageraciones.
En los últimos años de su vida, Marguerite Yourcenar alternó su residencia en la propiedad de la isla de Mont-Déserts —una mansión campesina denominada «Petite plaisance»— con sus viajes y conferencias en el mundo entero, y la recepción de múltiples premios, honores y homenajes. Publicó su ensayo sobre Mishima, una asombrosa antología de la poesía griega clásica, La corona y la lira, revisó alguna obra anterior y en 1983 sufrió un grave accidente en Kenia que hizo temer por su vida, hasta que, finalmente, falleció en un hospital de Washington a finales de 1987, cuando contaba ochenta y cuatro años de edad.
Como diría André Malraux, la muerte de un hombre convierte su vida en destino. Marguerite Yourcenar hizo de su propia vida y de su obra un constante peregrinar por todos los rincones del mundo, tanto en su geografía como en su historia; se paseó, en su existencia o en su imaginación repleta de sabiduría y cultura, por los lugares y las épocas más dispares, pero siempre acercando al hombre y a la mujer de hoy a los grandes temas del pasado, o convirtiendo el pasado en los moldes más conflictivos del mundo contemporáneo. En su afán de discreción y de objetividad, nada de su vida personal ha pasado a su literatura, exceptuando sus obsesiones y temas preferidos. En su autobiografía, que todavía no lo es a la espera de su tercer volumen, ya que sólo habla de sus estirpes familiares más que de su propia vida, empieza citando un lema oriental «¿Cómo sería tu rostro antes de que tu padre y tu madre se encontraran?» Y cuando tiene que hablar de sí misma, al principio de esta misma obra, empieza separándose del tema para siempre: «El ser que llamo yo...». Dejando aparte su poesía, que traspasa toda su obra, su teatro —seis piezas— y sus ensayos, su obra propiamente narrativa, si se prescinde de algunos libros juveniles ya citados —La nueva Eurídice y La muerte conduce el atelaje, ya citados— consta tan sólo de cinco novelas largas, y veintidós cortas reunidas en tres volúmenes estas últimas: Como el agua que fluye, Fuegos, y Novelas orientales. Sus novelas largas son las ya citadas Alexis, o el tratado del vano combate, El tiro de gracia, Denario del sueño, Memorias de Adriano y Opus Nigrum, siendo estas dos últimas los dos grandes pilares sobre los que se asienta su obra entera. La primera de las dos se basa en el monólogo, imaginario, pero perfectamente verosímil —Yourcenar cuidaba al milímetro sus reconstrucciones históricas, a las que no cabe objetar el menor error, y cuando extrapola algo ella es la primera que lo advierte— del emperador Adriano, que intentaba consolidar el territorio de Roma justo antes de que se desmoronase, debatiendo sobre la naturaleza humana, sobre el tema del amor y la homosexualidad, sobre el arte, las religiones y los dioses, en el momento en que vacilaba la antigua civilización y los viejos valores iban a ser sustituidos por otros nuevos, pues el cristianismo se anunciaba como nueva fuerza emergente. Pero Adriano es un personaje histórico real y existente, mientras que en Opus Nigrum la escritora iba a basar su fábula, tan coherente, imaginaria y real como la anterior, sobre un personaje perfectamente inventado, el alquimista, médico y filósofo Zenón, cuya peregrinación por la Europa de su tiempo, justo cuando el cristianismo se divide en dos, a causa de la Reforma protestante, constituye una gran novela de aventuras, una lección filosófica y una fabulación moral universal.
La propia escritora, en la «nota de autor» incluida en este volumen relata, con su habitual exactitud y elegancia, cómo nació esta obra y cuáles fueron sus principales fuentes de inspiración. Es otra vez la historia de un mundo vacilante, de lucha de dos grandes fuerzas que se contraponen, un juego de contraluces que iluminan el corazón humano de una vez para siempre, y ya desde el principio, en la cita de Pico de la Mirándola que abre el volumen, se le cita con su nombre primero y universal, Adán. Zenón podría haber nacido en Brujas en 1510 aproximadamente, y su vida recorrería el mundo civilizado y conflictivo de su tiempo como un estandarte en favor de la luz y de la independencia, de la ciencia y de la tolerancia, cuando catolicismo y protestantismo se oponen cada vez más cruelmente, y empieza la decadencia del imperio español, lo que causará su muerte voluntaria que podría hasta imaginarse feliz. Los modelos para la figura de Zenón han sido muchos, desde Erasmo de Rotterdam o Leonardo da Vinci, o Vesalio, o Galileo y Giordano Bruno hasta Campanella y Miguel Servet, el gran científico español perseguido tanto por el catolicismo como por el calvinismo protestante. Esta novela es un relato de aventuras, una lección ética, un tratado de historia y un magistral poema.

Rafael Conte.

domingo, 7 de febrero de 2016

Georges Simenon Novela: El asesino.


 Georges Joseph Christian Simenon (Lieja, 13 de febrero de 1903 — Lausana, 4 de septiembre de 1989) fue un escritor belga en lengua francesa.

Su vida comienza regida por el misterio, pues en realidad nació el viernes 13 de febrero, pero fue declarado como nacido el 12, por superstición. Simenon fue un novelista de una fecundidad extraordinaria, con 192 novelas publicadas bajo su nombre y una treintena de obras aparecidas bajo 27 seudónimos. Los tirajes acumulados de sus libros alcanzan 550 millones de ejemplares. También fue de llamar la atención en otros aspectos: una vez declaró haber hecho el amor a treinta mil mujeres, cifra que, por supuesto, no ha podido confirmarse.

André Gide, André Therive y Robert Brasillach fueron los primeros en reconocer que se trataba de un gran escritor.

***
La apacible y ordenada vida de Hans Kuperus, médico de profesión y vecino de la localidad de Sneek, sufre un duro golpe el día en que, mediante una carta anónima, se entera de que su mujer, Alice, le engaña nada menos que con el abogado Schutter, un aristócrata vividor que, entre otras cosas, ha conseguido ser nombrado presidente de la Academia de Billar, un honor que Kuperus anhelaba desde hace tiempo. Un año después, el doble asesinato de Alice y Schutter conmociona la ciudad; además no hay sospechosos, ni pistas, ni pruebas fehacientes… Hans, manchado ya su honor, toma como amante a Neel, la criada, e intenta seguir con su vida rutinaria, sus visitas al café Onder de Linde, su consulta, la relación con sus amigos. Será la asfixiante atmósfera creada por los habitantes de la ciudad la que de hecho acabará acorralando al asesino, quien, sin percibirlo, irá delatándose poco a poco.
Los años treinta fueron para Simenon un periodo fértil: entre 1931 y septiembre de 1939 escribió nada menos que cuarenta y cuatro novelas a las que se ha calificado de «novelas duras». El asesino, escrita en 1935, pertenece a esta época.


(Novela: El asesino. Fragmento).

  1


Era tan íntima la mezcla entre la vida cotidiana, los hechos y gestos convencionales, y la aventura más inaudita, que el doctor Kuperus, Hans Kuperus, de Sneek (Frisia neerlandesa), sentía una excitación casi voluptuosa que le recordaba, por ejemplo, los efectos de la cafeína.
Estaba en Amsterdam, como todos los primeros martes de cada mes. Y en enero; se había puesto la pelliza con cuello de nutria y, como nevaba, llevaba chanclos sobre los zapatos.
Estos detalles carecen de importancia, simplemente indican que las cosas transcurrían igual que los demás primeros martes de cada mes. Incluso en otro minúsculo detalle: al salir de la hermosa estación de ladrillo rojo fue a tomarse una copa de ginebra enfrente, algo que nunca decía a nadie, porque a las diez de la mañana no estaba bien visto entrar solo en un café vergunning[1] y consumir alcohol.
Había nevado durante toda la noche, seguía nevando, pero la atmósfera era muy alegre. Los copos caían suavemente, muy espaciados, sin el menor riesgo de que chocasen entre sí en el aire, y de vez en cuando aparecía el sol en un cielo ya azul pálido. En el suelo la nieve cuajaba. Unos hombres barrían para amontonarla. En los canales, cerca de las orillas, se formaban películas de hielo y agujas de escarcha aureolaban el casco de los barcos.
La aventura empezó con la segunda copa de Bols, en la que Kuperus pidió que le echaran un poco de bitter para quitarle el sabor, que no le gustaba. Luego pagó, se limpió la boca, se levantó el cuello y salió con las manos en los bolsillos y la cartera bajo el brazo.
Normalmente hubiera tomado el tranvía para ir a casa de su cuñada, que vivía en el barrio elegante del Jardín Botánico. Luego hubiese almorzado a las dos, hubiera ido a pie a unos trescientos metros de allí, a un edificio nuevo, de ladrillo barnizado, donde los primeros martes de cada mes se reunían los médicos de la Asociación de Biología.
Ni fue a casa de su cuñada, la obesa señora Kramm, ni a la Asociación, y aquello bastó para que se sintiera extremadamente ligero, como si por primera vez en su vida hubiese cortado el hilo que le mantenía sujeto a la tierra.
Enfiló la ancha calle que conduce al barrio de los teatros y fue deteniéndose ante los escaparates de todas las armerías. Hubiera podido entrar en la primera, pero prefirió ver cuatro o cinco, y mientras contemplaba las armas se miraba en los cristales.
Sabía que parecía un provinciano, sobre todo cuando se quitaba el sombrero, porque nunca había conseguido alisarse los cabellos, que eran de un rubio rojizo. Era alto y corpulento. La gente que no entendía nada de esas cosas decía de él:
—¡Es un coloso!
Pero él, que se conocía, que se obstinaba en conocerse, siempre se había encontrado blando. La cara, por ejemplo. Esos párpados demasiado gruesos, esos ojos saltones. Y el pliegue de la boca, la nariz ligeramente torcida.
Estaba cansado. Sufría deficiencias, para usar una expresión que impresionaba a sus pacientes. Sabía que perdía fosfatos, y pronto, cuando hubiese andado mucho, sin duda sentiría una sensación de ahogo en el pecho.
Pero ahora esto carecía de importancia. Tomó carrerilla, es decir, que aún se plantó ante el escaparate de tres armerías, pero de repente entró en una de las tiendas, una tiendecilla diminuta en la que había un viejecito con un casquete detrás del mostrador.
—¿Tiene revólveres automáticos?
Era una tontería preguntarlo. El escaparate rebosaba de ellos.
Tocó el arma con respeto, con un leve estremecimiento, como sus pacientes tocaban el brillante instrumental que iba a utilizar en su carne para abrirles un panadizo o sondear el estómago.
Hizo que se lo cargaran, se lo guardó en el bolsillo, miró la hora y pensó que normalmente a esas horas estaría tomando té y comiendo bocadillos de queso en casa de su cuñada, la señora Kramm.
Como no quería hacer nada parecido y su tren no salía hasta las tres, entró en un buen restaurante al que nunca iba por ahorro y encargó un almuerzo completo, un almuerzo a la francesa, con entremeses, vino, pastel de chocolate helado y postre. Se sentó solo a una mesa. Tenía calor. Pensaba que el revólver deformaba el bolsillo del abrigo colgado del perchero.
Incluso sonrió con malicia.
Finalmente entró en un cine y vio el comienzo de una película de la que nunca iba a ver el final.
A partir de las tres la mezcla de costumbre y de aventura se volvió aún más íntima, porque entonces Kuperus hizo los gestos que hubiera debido hacer al día siguiente, con toda exactitud, es decir, sin más que un día de diferencia.
Las otras veces llegaba el martes, después de almorzar asistía a la sesión de la Asociación y pasaba el resto de la tarde y la noche en casa de su cuñada. El miércoles por la mañana se ocupaba de algunos encargos que su mujer nunca dejaba de encomendarle y a las tres tomaba el tren para Enkhuizen.
Sólo un día de diferencia. Y sin embargo aquello lo cambiaba todo. El martes había habido sin duda una feria en Enkhuizen, porque el tren estaba lleno de gente a la que no conocía, gente de una clase distinta a la de sus compañeros del miércoles. Algunos llevaban un gorro de piel, como él mismo hacía en Sneek pero nunca se hubiera permitido en Amsterdam.
Aquellos desconocidos le saludaron, como siempre se saluda cuando alguien entra en un compartimento. Después se pusieron a hablar de sus asuntos, que no eran otros que cerdos daneses y cerdos letones.
Hubo un detalle más sin importancia, evidentemente, pero que no dejaba de ser un detalle: el miércoles, en su compartimento de primera clase hubiera coincidido con el alcalde de Stavoren, el de Leeuwarden y el de Sneek, porque los primeros miércoles de cada mes se celebraba en Amsterdam la conferencia de los alcaldes.
Dos horas de recorrido hasta Enkhuizen. Varias veces comprobó que seguía llevando el revólver en el bolsillo y estuvo a punto de sonreír.
La diferencia con los miércoles iba haciéndose cada vez más sensible. El Princesa Helena esperaba en el muelle, como de costumbre. Era un hermoso barco blanco que efectuaba la travesía desde hacía un año. Kuperus conocía al capitán, a los oficiales, a los camareros, en resumen, a todo el mundo, pero no reconoció a ningún pasajero.
Siempre con la cartera bajo el brazo descendió al gran salón, allí hubiera tenido que reunirse con sus tres alcaldes en la mesa del fondo, siempre la misma, y a la que enseguida les hubieran llevado dos mazos de cartas para el bridge y grandes vasos de cerveza Amstel.
Porque atravesar el Zuyderzee, desde Enkhuizen a Stavoren, sólo dura una hora y media, el tiempo de tres robbes, cuando alguien no se empeñaba en hacer faroles (el alcalde de Leeuwarden era quien siempre hacía faroles cuando se veía perdido).
Le sirvieron, pues, la cerveza sin las cartas.
—Lleva usted un día de adelanto.
Y él se dio la satisfacción de contestar:
—Llevo un año de retraso.
Ni siquiera en cubierta había la misma gente el martes que el miércoles. Sólo desconocidos que iban todos a Leeuwarden, sin duda para otra feria o para algún congreso.
Había anochecido. El Zuyderzee estaba en calma. Las hélices giraban sin sacudidas. Un inglés leía un grueso periódico de su país.
Un año de retraso. Eso es. Y Kuperus rumiaba voluptuosamente esta idea.
Un año, salvo por dos días (era un viernes tan frío que habían cerrado las escuelas), cuando recibió aquella nota mal escrita, tal vez deliberadamente:
«Muy honorable doctor:
»Es triste ver a un hombre como usted ridiculizado sin que lo sepa.
»Alguien que le respeta le avisa que la señora Kuperus le engaña siempre que usted está de viaje. Va reunirse con un amigo suyo, el señor de Schutter, en un bungalow de los Lagos, y a veces pasa allí la noche».
Alguien que le conocía, sí. Pero alguien que le conocía mal. Porque Schutter no era amigo suyo.
Para los demás tal vez. Pero no en el fondo. El señor de Schutter, el abogado que no se tomaba la molestia de ejercer porque era rico, pertenecía a la Academia de Billar, igual que Kuperus. Incluso era su presidente, mientras que en la última asamblea a Kuperus sólo le habían nombrado comisario.
Schutter era noble. Era conde de Schutter, y decía no conceder ninguna importancia a su título, hasta parecía enojarse cuando otros lo empleaban, pero ésta era otra manera de singularizarse.
Tenía la misma edad que Kuperus, cuarenta y cinco años, pero aparentaba treinta y cinco, a pesar de sus cabellos plateados, porque era delgado y encargaba su ropa a un sastre inglés de Amsterdam.
Schutter hablaba francés, inglés y alemán, y había viajado por todo el mundo, como lo demostraban las ampliaciones fotográficas que tapizaban las paredes de su casa.
¡Y qué casa! La más bonita de Sneek. Al lado del ayuntamiento. Casi más bonita que el monumento oficial, que databa de la misma época, de ladrillo negro, con cristalitos rosados en las ventanas y chimeneas de auténtico Delft.
Schutter era consejero comunal. Hubieran podido nombrarle regidor, se hacía proponer para este cargo en todas las elecciones para darse el gusto de rechazarlo.
Schutter poseía un barco en los lagos, pero no era un seis metros, ni un nueve metros, ni un tialke, sino un yate de mar al que había puesto el nombre de Southern Cross, y al que habían tenido que declarar fuera de concurso porque ganaba todas las competiciones.
Schutter tenía los labios delgados, que le dibujaban una sonrisa superior, a la vez distante e indulgente, una sonrisa «a lo Voltaire», como decían ciertos miembros de la Academia de Billar.
Schutter iba todos los años a la Costa Azul y a la montaña.
Schutter…
Era sobre todo el único hombre de Sneek al que se permitía tener mala fama. Necesitaban uno, y era él. Un hombre del que pudiera decirse:
—Ninguna se le resiste.
Ninguna mujer. Ni siquiera las mujeres casadas. Otro hubiera sido mal visto, se le hubiese condenado al ostracismo, expulsado de los círculos.
Schutter era el niño bonito al que nada le estaba prohibido. Se le había nombrado por unanimidad, sin presentarse, presidente de la Academia de Billar, cuando todo el mundo sabía que Kuperus esperaba ocupar ese cargo desde hacía años.
Así era el señor de Schutter.
Y la señora Kuperus, Alice Kuperus, era una mujer de treinta y cinco años, gordezuela, más bien entrada en carnes, pero rosada y tierna, con una sonrisa fresca, de ojos claros, una buena mujer vulgar y sin malicia.
Kuperus no le negaba nada. Para la ropa de esport había tenido el mismo sastre que la alcaldesa. Desde hacía dos años poseía el mejor abrigo de astracán de Sneek. Hacía sólo un año que habían cambiado el mobiliario del salón únicamente para que ella pudiese ofrecer tés en un decorado moderno, y Kuperus había comprado un bar portátil para los cócteles.
El barco ronroneaba. De vez en cuando se oía el ruido de un bloque de hielo que partía la roda y el de la superficie helada deslizándose junto al casco.
El camarero, que conocía a Kuperus, esperaba el momento de servirle otro vaso de cerveza.
—Un coñac.
Fue algo parecido a un escándalo. Nunca había bebido coñac a bordo, donde era demasiado conocido. Pero sonreía al aire pensando en el revólver.
Alice Kuperus era…
Al principio no lo creyó. Esperó dos meses antes de ir a comprobarlo, porque se hubieran extrañado de no verle en su Asociación, y también porque era complicado.
Había que engañar a todos. Aparentar que cogía el tren. Ocultarse en algún lugar hasta la noche. Y en Sneek todo el mundo conocía al doctor Kuperus. Luego esperar al día siguiente por la noche para volver a su casa.
Lo hizo. Cuando se fundían las nieves y los hielos fue a pasar la noche en casa de su nodriza, en Hindelopen, le contó lo primero que se le ocurrió, y la anciana, que aún usaba el traje frisón, sin duda no creyó su historia.
En cualquier caso era verdad: los vio a los dos, a Schutter y a la señora Kuperus, entrando en la especie de bungalow construido al borde del canal, muy cerca del lago, muy cerca también de la Southern Cross, donde el abogado daba fiestas en verano.
El edificio era de madera. A su alrededor, aparte de un vago camino de sirga, nada más que agua, el agua de los canales, el agua del lago, de todos los lagos que empezaban en aquel lugar.
Y todo a un kilómetro y medio de la ciudad.
—¿No lleva equipaje?
Contuvo la risa mirando al camarero. Estuvo a punto de confesarle: «Sí. Un equipaje importante, terrible, en un bolsillo de mi pelliza».
Por las portillas se veían ya las luces rojas y verdes del puerto de Stavoren.
Había tardado un año en decidirse. Y tal vez nunca lo hubiera hecho si quince días atrás Schutter no hubiera vuelto a ser nombrado, por un año más, presidente de la Academia de Billar.
Porque Kuperus se había presentado. Y descartaron su candidatura sin votar siquiera secretamente.
Hacía un año que trataba de darse ánimos, de decidirse a actuar.
Por fin lo hacía. La prueba de ello esa que estaba en el barco de los martes, en vez de encontrarse a bordo del barco de los miércoles.
—Toma, Peter.
Estuvo a punto de dar diez florines al camarero. Pero pensó que aquello daría que hablar. Sólo le dio uno, lo cual equivalía a diez veces el dobbeltje de propina habitual.
Lo demás, desde Stavoren a Sneek, aún era más previsible. Dos compartimentos de primera clase. Kuperus siempre ocupaba uno él solo. Le conocían. Era casi como si estuviera reservado.
Al bajar del barco cruzó las vías y se instaló en su compartimento, el de fumadores, porque fumaba en pipa.
—Buenas noches, señor Kuperus.
Seguro que el empleado se equivocó, creyó que era miércoles en lugar de martes, ya que hacía años que sus idas y venidas no podían ser más regulares.
Ahora sólo había que esperar las paradas y los gritos:
—¡Hindelopen!
Luego:
—¡Workum!
Que el hombre pronunciaba: Wooorekum.
Finalmente Sneek, su estación tranquila, pulcra y acogedora, desde donde tenía la costumbre de dirigirse en primer lugar hacia la Plaza Mayor. A aquella hora todo estaba oscuro, salvo los cristales del café Onder de Linden.
¡La sede de la Academia de Billar! Hacía un alto allí de vuelta a su casa. Y bebía un último vaso de cerveza. Le preguntaban:
—¿Hay algo nuevo por Amsterdam?
Él daba las noticias que acababa de leer en la última edición del Telegraaf.
Lo que cambió el curso de todo fue un azar. Desde luego, pasaron por Hindelopen y por Workum, como siempre. Pero unos minutos antes de llegar a Sneek, algo imprevisto obligó al tren a disminuir la velocidad e incluso a detenerse del todo.
Había tanta escarcha en los cristales que Kuperus no pudo ver nada del exterior. Abrió la portezuela, vio la chimenea de una quesería, una red de canales medio helados y reconoció el lugar.
Estaba a menos de quinientos metros del bungalow de Schutter.
No lo pensó dos veces. Tomó su cartera, un gesto maquinal que no hubiese dejado de hacer en las circunstancias más trágicas. Bajó, se dejó caer por el terraplén y llegó abajo mientras el tren volvía a ponerse en marcha.
De lo que pasó luego apenas es posible hablar. El doctor Kuperus había decidido poner fin a aquello. Lo cual equivalía a decir que se acabó. Se acabó para los tres, para Schutter (cuyo nombre de pila era Cornelius), para Alice (que llevaba el apellido Kuperus) y para el mismo Hans Kuperus.
La mejor prueba de ello era el revólver, muy frío, helado, en su bolsillo. No se trataba de una idea vaga. Había reflexionado durante un año. Sabía lo que estaba haciendo.
A su alrededor, nieve y sombras formadas por los canales, la mayoría de los cuales ya no se usaban. En medio de la noche, una lucecita, la única, la del bungalow de Schutter.
O sea que se encontraba allí. O sea que, por así decirlo, todo había terminado antes de que empezara.
Echó a andar después de que el tren hubiera desaparecido escupiendo chispas rojizas hacia el cielo. Se aproximó a la casa y avanzó más prudentemente, para que no crujiera la nieve endurecida, mucho más espesa que en Amsterdam.
Hacía tanto frío que por un momento se preguntó si su dedo índice no estaba demasiado agarrotado para apoyarse debidamente en el gatillo.
La ciudad quedaba lejos: sólo unas luces remotas que en el aire se convertían en un halo amarillento.
Schutter se jactaba de conseguir todas las mujeres. Y entre ellas Alice. Alice iba al bungalow, como las demás.
No le costó mucho comprobarlo. No se habían tornado la molestia de cerrar las persianas, hasta tal punto contaban con el aislamiento.
Kuperus se acercó sin hacer ruido, pegó la cara al cristal y vio a su mujer en combinación bebiendo algo, mientras Schutter volvía a hacerse el nudo de la corbata.
Era una habitación bonita. No un dormitorio, sino una especie de estudio, con fotografías de Schutter en todos los países del mundo, con los trajes más diversos. Sobre una mesa unos vasitos que contenían licor.
Alice volvía a vestirse como si siempre se hubiera vestido en aquel lugar. Hablaba. Él no oía las palabras. Sólo veía a los personajes. El hombre fumaba uno de esos cigarrillos que se jactaba de hacerse traer directamente de Egipto, y que no eran mejores que los honrados cigarrillos holandeses.
La cartera bajo el brazo era un estorbo, pero Kuperus no la soltó. Comprendía que no debía soltarla. Tenía que seguir siendo él mismo, en toda su integridad.
¿Qué se decían? Simplemente charlaban, sin coquetería, como antiguos amantes. Alice se empolvaba la cara ante un espejo que le era familiar.
Debía de estar haciendo reproches a su compañero, tal vez una escena de celos, porque había dureza en la expresión de su rostro, y una sonrisa fatua en el del hombre.
Se prendió la perla en la corbata. No se hubiera considerado elegante sin esa perla.
—Regalo de un maharajá —explicaba en la Academia de Billar.
El ritmo se aceleró. Sin duda Alice quería irse. Los dos se dirigieron hacia la puerta. Kuperus tenía frío. Se había quitado el guante de la mano derecha, que estaba helada.
Oscuridad. Todas las lámparas se habían apagado a la vez. Schutter volvía a cerrar la puerta cuidadosamente, como un pequeño burgués, mientras su compañera esperaba.
¿Era acaso el momento?
El médico, aunque ya tenía el dedo en el gatillo, no disparó.
La pareja echó a andar, siguió el camino de sirga que ya no se utilizaba desde hacía mucho tiempo, junto a un canal invadido por las cañas, que no usaban los barcos.
Se alejaban del brazo. En el cielo había claridades de luna.
Kuperus andaba tras ellos, se iba acercando.
Seguía sin disparar. El índice, a causa del frío, se le había pegado al acero. Tal vez hacía demasiado tiempo que pensaba en aquello, que lo había previsto todo.
Porque había preparado su entrada en el bungalow, incluso un discurso.
Ante él dos sombras que se movían. Estaba a diez metros. Fue Alice quien precipitó la decisión, se detuvo, volvió la cabeza, inquieta. Y el otro, para tranquilizarla, también se volvió.
Entonces Kuperus disparó. Una vez… Dos veces… Otra más, porque Schutter no cayó del todo, seguía de rodillas.
Se dijo que tal vez sufría y vació todo el cargador a quemarropa, para acabar de una vez.
Le palpitaba el corazón, sentía en el pecho aquella angustia que tanto temía, y hubo de permanecer inmóvil junto a ellos, con la mano sobre el lado izquierdo del pecho, durante unos minutos.
Luego, para matarse hubiera tenido que volver a cargar el revólver.
¿Y ahora qué?
Le dominaba una idea: Schutter estaba muerto.
Otra idea solapaba a la anterior: dado que Schutter había muerto, ¿era completamente necesario que también él desapareciera?
Los dos cuerpos estaban a menos de un metro de las cañas del canal. La luna acababa de salir, serena, como sólo lo está en las glaciales noches del invierno.
Kuperus respiró profundamente varias veces, arrojó su revólver al agua, y enseguida se arrepintió, porque era demasiado cerca.
¡Qué más daba!
Miró su reloj. Tenía tiempo para…
Le bastaba con empujar los dos cuerpos. Alice ya no respiraba. Parecía haber cerrado los ojos, aunque quizá fuese un efecto de la luz de la luna.
Arrastró los cadáveres para no tener que pensar más en aquello, sonrió con sarcasmo al acordarse de la Academia. Y antes de dejar caer a Schutter al agua, sacó su cartera del bolsillo.
Estaba borracho por todo lo que había bebido y todo lo que había hecho. Pero su embriaguez, en vez de sobreexcitarle, le daba una calma inesperada.
Por ejemplo, mientras andaba, tiró la cartera a otro canal, aún más viejo y más abandonado que el primero, y tuvo la precaución de meter dentro una piedra.
Sólo pensaba en una cosa: llegar al Onder de Linden, donde aún debería haber cuatro o cinco personas jugando al billar. Bebería. Tenía sed. Soñaba con un enorme vaso de cerveza en forma de flauta de champán.
Cruzó un arrabal. No hacía proyectos para el porvenir, ni para el día siguiente.
Se le ocurrió pensar en su billete de ferrocarril, que no había entregado en la estación de Sneek. Eso le había ocurrido otras veces. Era tan sabido que bajaba de aquel tren, que a veces el empleado no estaba en su lugar, o bien Kuperus podía salir por el restaurante para evitarse un rodeo.
¡Se comió el billete!
Estaba completamente borracho. Sentía impulsos de revolcarse por el suelo. O de ponerse a gritar de alegría. O a sollozar.
Lo que le devolvió a la realidad fue la plaza del ayuntamiento, con la casa de Schutter, y al fondo las luces pálidas de Onder de Linden.
Miró la hora. Apenas llegaba un cuarto de hora más tarde que si hubiese venido directamente en tren.
Bajo un farol de gas observó sus manos. Estaban limpias gracias a la nieve.
Entró. Sabía la bocanada de calor y de bienestar que iba a acogerle. Sabía que el camarero se precipitaría a su encuentro, Jef-el-viejo, que trabajaba allí desde hacía treinta años.
—Buenas noches, señor doctor.
—Buenas noches, Jef. ¿Siguen ahí esos señores?
Una tradición más. Oía cómo las bolas rodaban y entrechocaban, pero preguntaba invariablemente:
—¿Siguen ahí esos señores?
Entonces Jef tenía que decir:
—¿Hace buen tiempo en Amsterdam?
—Nunca es tan bueno como el de nuestra Frisia —debía responder él.
Así lo hizo. Se observaron todos los ritos, incluso el de entrar en la sala de puntillas, porque el arquitecto, en mangas de camisa, se disponía a hacer una carambola.
Dio la mano en silencio a los demás jugadores. La carambola salió bien.
—¿Qué tal por Amsterdam?
—Bien. Allí ni hay hielo en los canales. —Mirando a los dos árbitros que no perdían de vista la mesa de billar, preguntó—: ¿Esta partida forma parte del campeonato?
—Claro que sí.
—Tendré que inscribirme —anunció. Nunca había concursado. Hablaba por decir algo. Tenía ganas de hablar, y sintió la necesidad de añadir—: La próxima vez presentaré en serio mi candidatura para la presidencia.
Colgando de una de las columnas de roble oscuro, dentro de un marco, estaba el documento del club, con el nombre de Schutter en rojo y los demás nombres en negro. No eran más que cinco en aquel cómodo café, de muebles bien barnizados y sillones profundos, en el que las jarras de cerveza babeaban sobre redondeles de cartón.
Le sirvieron la suya sin necesidad de pedirla, una jarra como aquella con la que había estado soñando hacía poco, la vació de un trago y murmuró:
—Otra.
—¿No hay novedades? —volvió a preguntar maquinalmente.
—Ninguna.
Había dejado la cartera sobre la mesa. Solía quedarse alrededor de un cuarto de hora antes de volver a su casa, en la calle de al lado, cerca del canal viejo.
Se oía vagamente la música del cine de al lado, y ya se había presentado una protesta, porque molestaba a algunos jugadores.
De súbito Kuperus se echó a reír en silencio. Pensaba que nadie se había dado cuenta de que era martes y no miércoles. Porque un primer martes de mes no podía estar allí.
Los había sugestionado. Le habían visto y habían pensado: «Es miércoles».
Bebió la segunda jarra y pidió una ginebra.
—Tengo neuralgias… —se vio obligado a explicar.
No había que caer en la realidad brutal. Era mejor pensar, por ejemplo, que volvería a su casa y que su mujer no estaría esperándole. Sería Neel, la criada, quien le abriese.
En camisón, casi seguro. Porque a aquella hora, como no le esperaba, ya se habría acostado.
Ya la había visto en camisón. Nunca la había tocado, a causa de todas las complicaciones que eso supondría. ¿Y ahora?
Tal vez fueran a detenerle al día siguiente, o al otro, en cualquier caso uno de los próximos días. No tenía nada que perder.
—Pues será esta noche —se prometió a sí mismo. Y lo pensó tan enérgicamente que temió haber hablado a media voz.
—¡Kuperus! —le llamaron.
Era para que hiciese de juez en una jugada controvertida. Bajo las mesas de billar, unos baldes llenos de cenizas calientes impedían que la madera se combase.
—Kees dice que su compañero…
No había visto la jugada. Se permitió el lujo de decidir contra todo sentido común en la cuestión que le planteaban. Además, Kees era amigo de Schutter.
—Kees no tiene razón. Voy a menudo a Amsterdam, y allí no discutimos por una jugada como ésta.
No dio la razón a Kees, quien perdió tres puestos en el campeonato.
¡Era una primera victoria!
Todos estaban tan sugestionados que seguían creyendo que era miércoles y que su mujer debía de estar esperándole.
Fuera, al cruzar el puente levadizo, el doctor Kuperus sólo pensaba en Neel, que iría a abrirle en camisón, con su abrigo de color marrón echado sobre los hombros, sin duda descalza.

Fuente:
Georges Simenon
 El asesino
Título original: L’assassin
Georges Simenon, 1937
Traducción: Carlos Pujol

viernes, 30 de octubre de 2015

Historia de la filosofía del Renacimiento a la Posmodernidad. Gilbert Hottois


La historia de esta obra es indisociable de la enseñanza consagrada
a «Las grandes corrientes de la filosofía hasta nuestros días»,
que imparto en la Universidad de Bruselas desde finales de los setenta
con destino a un amplio público interdisciplinario, la mayor
parte del cual no tiene la filosofía como asignatura básica Este libro
lleva la marca de su origen y de su vocación didáctica
He buscado ante todo la claridad de la exposición, para lo que
he explicado y explicitado sin miedo a las repeticiones Me he ceñido
a los puntos esenciales de las filosofías presentadas y, en la
medida de lo posible, he indicado las grandes articulaciones y he
descompuesto en sus elementos los principales argumentos y razonamientos
complejos Esa voluntad de clarificación, que sin duda el
especialista considerará a veces demasiado simpliñcadora, se expresa
también en la redacción y la diagramación La obra no es literaria
en absoluto, no se lee como una novela Está destinada al estudio
y a la consulta No se dirige al filósofo experimentado, ni al profano
en busca de información y de cultura filosófica que no esté
dispuesto a realizar el esfuerzo necesario para adquirirlas Esta pensada
para el principiante La densidad de los desarrollos se compensa
con una presentación analítica y aireada, a la que contribuyen
las líneas directrices y las palabras clave que encabezan cada capitulo,
así como las múltiples subdivisiones de los capítulos y las frecuentes
enumeraciones con guiones que estructuran las explicaciones
Me he extendido poco sobre los datos externos (biografía, contexto
socio-histórico), que he limitado a unas pocas indicaciones que
permitan situar al pensador, con el fin de concentrar la atención en
su pensamiento, en cuya presentación he evitado el recurso inútil a
una terminología técnica, incluso esotérica, que no ha dejado huella
histórica En cambio, he empleado con abundancia el vocabulario
filosófico general y propio de la cultura del «hombre de mundo» Es
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el léxico de la abstracción conceptual, esencial para todo el que aspire
a asumir una posición lúcida y crítica en este complejo mundo
nuestro He huido de la paráfrasis —generalmente poco esclarecedora
para el profano— y he reducido las citas a una función ilustrativa,
a manera de llamativas imágenes ídiomáticas
La elección de las filosofías que se presentan responde a diversos
criterios En gran parte, es una elección clásica» Sin embargo,
de las figuras principales de la historia de la filosofía, he dado prioridad
a las típicas de una posición o fundadoras de una corriente filosófica
Con ello he pretendido dar claves e indicar pistas Necesariamente,
esta elección es tanto más subjetiva y arriesgada cuanto
más se avanza en el siglo xx, en particular en lo que concierne a las
últimas décadas Asumo su parcialidad, en el doble sentido de que
no es total ni es imparcial, debido sobre todo a los límites forzosos
que lleva asociada la primordial vocación didáctica de este libro
Dentro de estos límites, me he esforzado por preservar un cierto
equilibrio —imperfecto, sin duda— entre las áreas (francesa, alemana,
anglosajona), las corrientes (fenomenología, filosofía del lenguaje,
estructuralismo, posmodernismo, etc ) y los centros de interés
(ciencia, ética, política, naturaleza, sociedad, etc ) También he reservado
sitio para dos corrientes de pensamiento que, sin ser directamente
filosóficas, han ejercido una inmensa influencia en la filosofía
contemporánea el evolucionismo y el psicoanálisis
Sin embargo, esta presentación, interesada en mostrar la riqueza
y la diversidad de la filosofía contemporánea y su génesis histórica,
no es impersonal No lo es en la medida en que el propio
autor participa en las discusiones que jalonan su época, pues es
ante todo filósofo y sólo en segundo lugar, y en respuesta a exigencias
pedagógicas, historiador de la filosofía Esta raigambre en el debate
filosófico contemporáneo presenta por lo menos un aspecto
positivo en esta historia de la filosofía moderna y contemporánea
he dedicado una parte considerablemente extensa al estudio de la
filosofía del siglo xx y a los problemas que se discuten hoy en día,
en vísperas del tercer milenio He querido evitar al lector la decepción
que tan a menudo se experimenta ante las historias de la filosofía
que se detienen en 1900, con la muerte de Nietzsche, o que
sólo se arriesgan a timidísimas indicaciones acerca de algunas filosofías
y poblemas filosóficos del siglo xx que se supone respetables
Esa imagen de la filosofía contemporánea es falsa y deplorable, debido
a que produce una impresión de miseria, sobre todo cuando
se la compara con las ricas presentaciones de las ciencias y las tecnologías
del siglo xx Por tanto, es menester decirlo una y otra vez
la filosofía contemporánea es extremadamente viva y, ante todo,
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muy solicitada por los practicantes de las tecnociencias que reflexionan
sobre sus respectivas prácticas en el seno de un mundo extraordinariamente
complejo y móvil, recorrido por violentas tensiones en
el camino a una posible integración planetaria Esta solicitación, a la
que el autor es sensible, constituye el hilo conductor, más o menos
visible, de esta obra
En términos más precisos, se trata de la convicción de que un
aspecto absolutamente determinante de la modernidad es el esfuerzo
de la ciencia experimental, que no ha dejado de modificar profundamente
nuestro mundo y nuestra forma de vida También, de la
convicción de que esta empresa moderna de «saber» es radicalmente
activa, operativa, práctica, técnica, y que se abre necesaria y fundamentalmente
a cuestiones éticas y políticas (la sociedad o la ciudad),
sin perder no obstante de vista la relación igualmente importante
(y operativa en tanto simbolización) con la naturaleza (terrestre)
y con el universo, considerado en su inmensidad espacial y
temporal Por último, se trata de la convicción de que los problemas
de estas últimas décadas y de las próximas conciernen a la articulación
entre la IDTC (Investigación y Desarrollo Técnico-Científico) de
origen occidental y la humanidad multicultural, históricamente vanada,
asociada de manera muy desigual a la dinámica técnico-científica
e incluso, en gran parte, ajena a ella En buena medida, las elecciones
y los comentarios que se leerán en esta historia de la filosofía
moderna y contemporánea se inspiran en estas convicciones y en
los interrogantes y las preocupaciones que suscitan y que también
son hipótesis de interpretación prospectiva
En resumen, esta obra comprende tres fases La primera es la
Introducción, rápida visión panorámica de la historia de la filosofía
occidental anterior al Renacimiento Esta introducción sólo tiene
función referencial, a fin de presentar y fijar ciertas nociones en primera
aproximación, a modo de apoyo didáctico al filósofo principiante
La segunda fase llega a los albores del siglo xx y es todavía
marcadamente clásica, esperada y sucinta La última fase, que ocupa
casi dos tercios del libro, es la más personal y también la más controvertible
Los reproches más legítimos de no haber hablado de tal
o cual pensador serán los que a ella se refieran Sin mucho esfuerzo
habría podido multiplicar los nombres propios y las breves evocaciones
en ciertas líneas filosóficas significativas, cuyos apellidos vendrían
a abultar el índice Pero me he resistido a esa tentación de
despliegue superficial de erudición, pues no hubiera aportado nada
al lector Por el contrario, sólo lo habría ahogado en una multitud
de referencias insustanciales y sin justificación Por tanto, hay nombres
importantes (o, en todo caso, tan importantes como otros efec-
13
tivamente mencionados) que en este libro brillan por su ausencia, lo
que no implica un juicio de valor por mi parte Se trata simplemente
de que ha habido que escoger, y esa elección, incluso en los límites
marcados por los criterios a los que se ha hecho alusión y el interés
rector, ha tenido algo de arbitrario, fruto del azar y de mis lecturas y
encuentros Sin embargo, una elección parcialmente distinta apenas
habría alterado en la práctica el espínu general de la empresa, sino
tan sólo afectado ciertos aspectos de su ilustración
En el capítulo de los agradecimientos, vaya ante todo mi gratitud
a los incontables estudiantes cuyas expectativas, a lo largo de
los años, han dado consistencia a esta historia y le han impreso un
perfil También estoy agradecido a mi editor, que me ha estimulado
con entusiasmo para que la transformara en libro Y también a los
lectores de la edición experimental de 1996, por sus observaciones
y consejos
Por último, agradezco a Mane-Geneviéve Pinsart, ayudante diligente
en el curso y que ha tenido a bien encargarse de una multitud
de investigaciones bibliográficas, en particular en lo que concierne a
las lecturas sugeridas, todas ellas agotadas en la edición francesa y
citadas al final de cada capítulo (o de partes de capítulo) según la
edición más reciente Estas listas, por supuesto, son meramente indicativas,
como puertas de entrada entre otras posibles*
Para completar su información general, el lector podra remitirse
a otras historias de la filosofía moderna y contemporánea, como
Y Belaval, (comp ), Historia de la filosofía, vols 2 y 3, Madrid, Siglo
XXI, E Bréhier, Historia de la filosofía, 2 vols , Madrid, Tecnos,
F Chátelet (comp ), Historia de la filosofía, vols 2-4, Madrid, Espasa-
Calpe, F Duque Pajuelo, Historia de la filosofía moderna la
era crítica, Madrid, Akal, 1998, B Magee, Los grandes filósofos, Madrid,
Cátedra, 1990, M Serres, Historia de las ciencias, Madrid, Cátedra,
H J Stong, Historia universal de la filosofía, Madrid, Tecnos,
1998 (2a ed)
* Para esta edición española se han mantenido las Lecturas sugeridas por el
autor ofreciendo la edición española cuando la hay, y se han añadido otras de con
sulta mas asequible para el lector español.
Fuente:
Historia de la filosofía
del Renacimiento
a la Posmodernidad
Colección Teorema
Serie mayor
Gilbert Hottois
Historia de la filosofía
del Renacimiento
a la Posmodernidad
Traducción de Marco Aurelio Galmarini
CÁTEDRA
TEOREMA
Título original de la obra
De la Renaissance a la Postmoderntté
Une htstoire de la phtlosophte moderne et contemporatne.

martes, 8 de abril de 2014

Maurice Maeterlinck




Maurice Maeterlinck
(Gante, 1862- Orlamonde, 1949) Escritor belga de expresión francesa, que perteneció al movimiento simbolista. Miembro de una vieja familia flamenca, se educó en un colegio de jesuitas. La naturaleza y la poesía ocuparon un lugar importante en su adolescencia y más tarde lo llevaron a renunciar a la profesión de abogado para consagrarse a la literatura.

Maurice Maeterlinck
Vinculado a los jóvenes poetas belgas, especialmente a Grégoire Le Roy, en París conoció a A. Villiers de lIsle-Adam, y participó en el movimiento simbolista. Ingresó en el mundo de las letras con Serres chaudes (1889), y en el transcurso del mismo año publicó un drama, La Princesa Maleine, muy elogiado por O. Mirbeau.
Sus piezas teatrales siguientes, Los ciegos (1890), Les Sept Princesses (1891), pero sobre todo La intrusa (1890) y Pelleas y Melisande (1892), lo convirtieron en el mayor representante del simbolismo en la escena. Continuó escribiendo dramas, entre ellos Interior (1894), Ariadna y Barba Azul (1902), y publicó poemas líricos como Douze chansons (1896).
Durante este período, estudió a Jan van Ruysbroeck, F. Novalis y Ralph Waldo Emerson, lo que propició en él una inclinación al pesimismo y a la aceptación del dolor, de lo que se consoló con la contemplación de la naturaleza. De allí los libros sobre el destino humano que escribió a partir de 1896: Le Trésor des humbles (1896), La Sagesse et la Destinée (1898), así como sobre la organización de los animales: La vida de las abejas (1901). En su teatro se reflejaron tendencias análogas, sobre todo en Sor Beatriz (1900), Monna Vanna (1902) y, más abiertamente, en El pájaro azul (1908).
En 1896 dejó Bélgica y se instaló en París, donde vivió durante veinte años con Georgette Leblanc, admirable intérprete de sus obras. En 1911 obtuvo el premio Nobel por el conjunto de su obra. Apasionado de la metafísica y el ocultismo, retomó en El gran secreto (1921) las tesis ya bosquejadas en La Mort (1913), en donde abordaba la existencia desde un punto de vista contrario a la dogmática católica.
En 1937 ingresó en la Academia de ciencias morales y políticas como miembro extranjero. Durante la Segunda Guerra Mundial se refugió en Estados Unidos, donde continuó escribiendo y publicando. Otras de sus obras, tras el éxito mundial de su investigación sobre las abejas, fueron La vida de los termes, comejenes u hormigas blancas (1926) y La vida de las hormigas (1930).
 http://www.biografiasyvidas.com/biografia/m/maeterlinck.htm

LA MUERTE ENSAYO:
(Fragmento).
He ahí dónde nos hallamos. En nuestra vida y en nuestro universo no hay más que un hecho importante: nuestra muerte. En ella se reúne y conspira contra nuestra felicidad todo aquello que escapa a nuestra vigilancia. Cuanto más nuestros pensamientos pugnan por apartarse de ella, más se acercan a ella. Cuanto más la tememos, más se hace temer, pues sólo se alimenta con nuestros temores. El que desea olvidarla no hace más que pensar en ella y el que la huye, la encuentra a cada paso. Con su sombra lo ensombrece todo. Pero si pensamos en ella sin cesar, lo hacemos sin darnos cuenta de ello y por eso no aprendemos a conocerla. Nos contentamos con volverle la espalda en vez de ir a ella con el rostro levantado. Nos esforzamos en alejar de nuestra voluntad todas aquellas fuerzas que podrían servirnos para plantar la cara. La dejamos en las manos sombrías del instinto y no le concedemos ni una hora de nuestra inteligencia. ¿No es asombroso que la idea de la muerte que por ser la más asidua y la más inevitable entre todas debería ser la más perfecta y la más luminosa de todas nuestras ideas, sea en cambio la más vacilante y la  más anticuada? ¿Y cómo íbamos a conocer la única potencia que nunca observamos cara a cara? ¿Cómo iba esa fuerza a aprovecharse de las claridades que sólo se produjeron para huir de ella? Para sondear sus abismos, esperamos los minutos más fugaces y los más sobresaltados de nuestra vida. No pensamos en ella más que cuando ya no tenemos fuerza, no diré para pensar, sino para respirar. Un hombre de otro siglo, que volviese repentinamente entre nosotros, no reconocería sin pena, en el fondo de nuestra alma, la imagen de sus dioses, de su deber, de su amor o de su universo; pero la imagen de la muerte, la encontraría intacta casi, poco más o menos, como lo esbozaron nuestros antepasados con todo y haber cambiado todo en torno de ella y que, hasta lo que la compone y aquello de lo cual depende, se ha desvanecido del todo. Nuestra inteligencia, que llega a ser tan audaz, tan activa, no ha trabajado en ello ni ha hecho, por así decirlo, ningún retoque en ella. Aunque no creamos en los suplicios de los condenados, todas las células vitales del más incrédulo de nosotros, permanecen aún en el misterio espantoso del Cheol de los hebreos, de los hados de los paganos o del infierno cristiano. Aunque él no esté iluminado con luces muy precisas, el abismo sigue abriéndose al final de la existencia y por eso no deja de ser menos conocido ni temido. De esa manera, cuando viene el desenlace de la última hora que pesaba sobre nosotros y hacia el cual no osamos levantar nunca los ojos, todo nos falta a la vez. Los dos o tres pensamientos o ideas, inciertos, vagos, sobre los cuales creíamos apoyarnos, sin haberlos examinado, ceden al peso de los postreros instantes como si fueran débiles juncos. Entonces, buscamos vanamente un refugio entre diversas reflexiones que circulan alocadas o que no son extrañas y que, desde luego, no saben cómo llegar a nuestro corazón. Nadie nos espera en esa última orilla, donde nada está a punto y donde sólo el espanto es lo que ha quedado en pie.
***

MAETERLINCK, Maurice: La mort de Tintagiles, 1894
1. Médico, escritor, premio Nobel de Literatura en 1911. A partir de la lectura de Ruysbroeck, de Novalis y de Emerson, se interesó por los problemas filosóficos, alejándose del pesimismo radical —reflejado en sus obras literarias—, para refugiarse en una "consolante sabiduría", entendida como superación del dolor y aceptación de la vida en la contemplación de la naturaleza (escribió también otros libros sobre biología-filosófica).
2. El autor emprende en este ensayo la investigación de las diversas opiniones referentes al "más allá". No es realmente "la muerte" lo que le preocupa, sino lo que puede venir después de ella; por este motivo, afirma que la muerte en sí no es temible y que el horror que nos produce es debido a que le achacamos injustamente los sufrimientos que la preceden.
Dedica unas pocas líneas a la doctrina cristiana —que, según dice, repugna a su inteligencia por no estar apoyada en ningún testimonio o prueba convincente—, y discute acerca de las otras soluciones imaginables para el problema de saber si lo desconocido adonde hemos de ir después de la muerte es o no temible.
3. Dichas soluciones o hipótesis, que estudia por separado y detalladamente, son:
a) el aniquilamiento total, que considera imposible, porque somos prisioneros de un infinito sin salida en el que nada perece, todo se dispersa y nada se pierde;
b) la supervivencia con nuestra conciencia actual, es decir, la supervivencia del yo liberado del cuerpo, pero conservando plena e intacta la conciencia de su identidad. Considera esta hipótesis como poco probable, y nada deseable, aunque enlaza con la hipótesis de la conciencia universal de la que habla más adelante;
c) la supervivencia sin ningún tipo de conciencia. Esta hipótesis le parece más aceptable que la del aniquilamiento, aunque para nosotros equivaldría a él;
d) la supervivencia en la conciencia universal, que supone que a la muerte hemos de encontrarnos frente a un infinito inmóvil, inmutable, perfecto desde la eternidad, ante un Universo sin objeto en el que la ilusión de movimiento y de progreso que vemos desde el fondo de esta vida se desvanecerá bruscamente;
e) la supervivencia con una conciencia que no sea la misma que aquélla de que nos servimos en este mundo. Esta solución no exigiría la pérdida de la pequeña conciencia adquirida en nuestro cuerpo, y aunque torna a éste casi despreciable, la arroja y la disuelve en el infinito; pero un infinito en el que se nos revelará que la ilusión de progreso que poseemos no se encuentra en nuestros sentidos, sino en nuestra razón, y que en el Universo, a pesar de la eternidad anterior a nuestro nacimiento, no han sido hechas todas las experiencias; es decir, que el movimiento y la evolución continúan y no se detendrán en ninguna parte jamás.
Esta última hipótesis le parece a Maeterlinck la más verosímil —"si cabe hablar de verosimilitud cuando nuestra única verdad es que no vemos la verdad"— y dice que es a la que conduce el espiritismo, la teosofía y todas las religiones que fijan la felicidad suprema en la absorción por la divinidad. Es un fin incomprensible —añade—, pero al menos es vida.
La conclusión de esta primera parte es que, sea la que fuere la hipótesis que se acepte entre las expuestas, en ningún caso le parece temible lo que nos espera después de la muerte.
4. Por la íntima relación que guarda con las materias y teorías tratadas, el autor se ocupa ahora, con bastante extensión, de las creencias teosóficas y espiritistas en la supervivencia de espíritus desencarnados y en las transmigraciones, mostrando sus reservas para admitir como incontestables los testimonios ofrecidos por los adeptos a dichas creencias.
El autor no oculta la simpatía que le inspira la doctrina de la reencarnación, "aceptada por la religión de seiscientos millones de hombres, la más próxima a los orígenes misteriosos, la única que no es odiosa y la menos absurda de todas". Tan sólo se lamenta de que los partidarios de tal doctrina no aporten pruebas y argumentos perentorios, pues "no hay creencia más bella, más justa, más pura, más moral, más fecunda, más consoladora y hasta cierto punto más verosímil", porque "ella sola, con su doctrina de las expiaciones y purificaciones sucesivas, explica todas las desigualdades físicas e intelectuales, todas las iniquidades sociales y todas las abominables injusticias del destino".
5. En suma, el autor acaba su obra sin expresar su adhesión expresa a ninguna de las hipótesis estudiadas, pues, según dice, ha intentado simplemente separar lo que puede ser cierto de lo que ciertamente no lo es; porque, si bien ignoramos dónde se encuentra la verdad, podemos aprender a conocer dónde no se encuentra. En este último apartado quedaría incluida la doctrina cristiana.
En las últimas líneas del libro, Maeterlinck muestra su agnosticismo, asegurando que no solamente tenemos que resignarnos a vivir en lo incomprensible, sino que debemos regocijarnos por ello, pues lo desconocido y lo incognoscible son y serán siempre necesarios para nuestra felicidad.
 http://www.opuslibros.org/Index_libros/NOTAS/MAETERLINCK.htm

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