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sábado, 30 de mayo de 2015

Premio Herralde de novela 1985. Adelaida García Morales.


Premio Herralde de novela 1985.
Adelaida García Morales es una autora española nacida en Badajoz en 1945.
A los trece años se trasladó a Sevilla, donde vivió y se licenció en Filosofía y Letras, formando parte del grupo teatral `Esperpento`, tras lo que marchó a Madrid para especializarse en creación de guión en la Escuela Oficial de Cinematografía. Tras un tiempo dedicado a la docencia, terminó decantándose por la escritura. Ha creado varias novelas encuadradas en la comúnmente denominada “literatura femenina”, cuyos personajes se ven envueltos en intrigas de corte fantástico y, a la vez, sentimental (algunas de sus obras se consideran de género gótico).
Se dio a conocer con la novela `Archipiélago`, en 1981, y su posterior relato, `El sur`, fue adaptado a la gran pantalla por Víctor Hercé. Con la novela `El silencio de las sirenas` obtuvo el Premio Herralde en 1985. También posee el Premio Ícaro de `Diario 16` a revelación literaria de la temporada. Además de autora y profesora (de lengua y filosofía), ha sido intérprete para la OPEC en Argelia, modelo, actriz y guionista.

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La narración se sitúa en un paraje aislado de Las Alpujarras, donde una joven vive una desmesurada historia de amor con un hombre al que conoció fugazmente y que reside en Barcelona. La localización no está en función del pintoresquismo del paisaje sino de su soledad. `En una ciudad no existe quizá tanto la sensación de estar sola. En aquel paraje, sí... y cualquier persona adquiere una relevancia especial`. De ahí la importancia de un segundo personaje femenino que participa de las ensoñaciones de la protagonista a través de unas sesiones de hipnosis. Así, la protagonista exterioriza sus sueños de amor ante su nueva amiga, y con la que surge una fascinación mutua.

Fuente: N.N.

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(Fragmento). Novela. "El silencio de las sirenas".
I
 Elsa se despidió de mí con una breve carta: «María, te dejo estos regalos, consérvalos si quieres. ¿Volveremos a encontrarnos? Un beso.» Y se olvidó de firmar. Sobre una mesita de madera, cubierta con un paño de terciopelo ocre, había ordenado diferentes objetos: una postal que reproducía un cuadro de Paolo Ucello: san Jorge y el dragón; una flor seca y azul que, según decía, se llamaba «Love in a mist»; una vieja caja china conteniendo una fotografía suya y la copia de todas las cartas que había enviado a Agustín Valdés; una carta que había recibido de él, un retrato de Goethe contemplando la silueta recortada de un rostro de mujer; una sortija de platino con incrustaciones de diamantes; un libro: Las afinidades electivas; la reproducción de una litografía de Goya, en la que se ve a un hombre inclinándose sobre una mujer que oculta su rostro con un antifaz. Al pie hay unas palabras: «Nadie se conoce». También me dejó un cuaderno, el suyo, en el que había ido escribiendo su amor, dirigido a Agustín Valdés. Y, finalmente, había una carta para Agustín y que aún no había cerrado. Cuando me dirigía a esta aldea en la que conocí a Elsa, venía con el propósito de abandonarla si no lograba soportar la soledad que me esperaba. Pues aunque he viajado con relativa frecuencia, y he conocido un considerable número de ciudades, tanto de España como del extranjero, nunca me había sentido atraída por lugares solitarios y aislados, los que se me habían aparecido siempre como simples nombres perdidos en los mapas. Y, sin embargo, cuando dejé atrás la venta de Las Angustias y entré en Las Alpujarras, tuve la impresión de cruzar una frontera precisa y de penetrar en un mundo extraño que se volvía hacia sí mismo, encerrado, en una quietud intemporal. Multitud de pueblecitos se escondían entre silenciosas cordilleras, indiferentes a ese otro mundo que quedaba fuera, lejano y confuso. La carretera ascendía por las montañas. Me dirigía a un lugar que se elevaba a mil quinientos metros por encima del nivel del mar. A medida que iba subiendo crecía la intensidad, del silencio que silbaba en mis oídos. Cuando al fin divisé el valle del Poqueira me quedé anonadada: era el paisaje más bello que yo había visto en mi vida. Los pueblecitos blancos parecían dormir, apretados como líquenes, en la ladera y en la cumbre de una montaña inmensa. Después, la intensa luz del sol de esta tierra y la solemnidad del paisaje me provocaron tal exaltación, que por unos instantes desaparecieron todos mis temores. La primera noche dormí en la pensión y cuando, al día siguiente, me desperté era ya media mañana pero reinaba un silencio de madrugada. Salí a dar un paseo y me pareció que me encontraba en un lugar diferente al que había llegado el día anterior. Una niebla luminosa cubría las calles irregulares del pueblo y había hecho desaparecer las montañas. Una inmensa nube subía desde el fondo del barranco empujada por un viento suave. A ambos lados de la carretera se divisaban fragmentos de un campo verde y frondoso recortado entre la niebla. Regresé a la aldea y deambulé entre calles laberínticas y blancas. Las nubes avanzaban por ellas, cubriendo poco a poco el pueblo. De la densa niebla surgían algunos rostros de piel endurecida y arrugada, como máscaras hurañas. Surgían enmarcados en las ventanas, en las puertas, o errabundos por aquel dédalo en el que ya, desde el principio, me sentí atrapada. Eran rostros de una curiosidad infantil y respondían a mis saludos con una mirada mezcla de sobresalto y esperanza, de cordialidad y resentimiento. Ante sus miradas me sentí invadiendo la intimidad de una grande y serena familia. Pero después, con el paso del tiempo, vi que estos pueblos que desde lejos, cuando te vas acercando a ellos, parecen dormir en las faldas de las montañas o encaramados en sus cimas, después, cuando de alguna manera te han hecho suyo, aunque sólo sea con esa dudosa aceptación que aquí se tiene para el forastero, levantan a tu alrededor un auténtico griterío. Poco a poco vas comprendiendo que esa aparente quietud puede ser cualquier cosa menos paz. Pasiones violentas mueven los hilos de esas vidas que en un principio parecían tan serenas. Detrás de sus miradas reservadas, incluso hoscas, late siempre una desconfianza hostil, el recuerdo de un odio antiguo aún no olvidado, el amor imposible que destrozó la vida… Y poco a poco vas descubriendo en los ojos huidizos de estos aldeanos una indiferencia cruel, una curiosidad despectiva y, también, el dolor de muchas separaciones, el dolor de un pueblo que agoniza. Y empiezas a ver la enfermedad por todas partes, enfermedad que aquí no se cura porque no hay dinero para prolongar las vidas inútiles. La casa que, como maestra, me habían asignado ofrecía un aspecto lamentable: era casi cuadrada y sus paredes excesivamente frágiles para soportar el frío, la nieve, las lluvias y el viento de estas montañas. Terminé por alquilar otra del pueblo. Era una de esas extrañas construcciones bereberes, con chimenea, varios niveles, gruesos muros de piedra y terrados planos de launa. A veces he llegado a maldecir esta aldea, su silencio y su quietud. Sin embargo, creo que ahora no podría marcharme, pues estas montañas una y otra vez me sorprenden desde su silencio perfecto. Parecen brotar de la oscuridad misma de la tierra. Se alzan ahí, siempre libres y sin sentido alguno, como un paisaje anterior al tiempo de los hombres. En los bancales que se levantan en sus laderas aún se pueden ver las huellas de un descomunal esfuerzo humano. Pero un esfuerzo que se muestra inútil con apenas unos años de abandono. Varias generaciones de jóvenes han rechazado la dureza de estos campos, para emigrar a las fábricas y los suburbios de grandes ciudades. Y en lugar de su trabajo aparecen ya amplias extensiones de tierra árida y salvaje de nuevo. Una de las actividades más gozosas para mí era la de dar largos paseos al atardecer por los campos de alrededor, por la carretera o por las calles de la aldea. Y, desde el principio, me llamó la atención la cantidad de viejas solitarias que deambulaban por todas partes. Eran seres extraños que parecían habitar en la linde misma entre la muerte y la vida. Eran mujeres nacidas con el siglo, lentas y enlutadas, que se entregaban a sus tareas cotidianas con una rutina que parecía ser otra cosa. Pues sus miradas, absortas siempre en algo invisible para mí, no parecía que tuvieran nada que ver con las palabras o acciones que, al mismo tiempo, mostraban. A veces las veía como si fueran seres geométricos, casi vegetales, cuyos movimientos eran tan mecánicos como los de las abejas de una colmena. Otras veces creía ver en sus rostros algo que podría ser el residuo terco de otra cultura, algo que yo ya no podría conocer más que en sus aspectos más triviales. Y cuando las observaba mientras daban de comer a las gallinas, cuidaban a los conejos, barrían la puerta de su casa… se me antojaba que esas acciones cobraban en ellas unas dimensiones desconocidas para mí, como si constituyeran una complicada red de emociones impenetrables. Yo deseaba conocer eso que ellas habían creado en sus vidas para llenar tanta soledad. En una ocasión lo comenté con Elsa, pero ella sólo quería saber qué habían inventado para renunciar tan serenamente al amor. Pues eran mujeres que habían dejado de serlo para convertirse en otra cosa, libres ya de las imposiciones sociales de su sexo. Podían vivir solas sin que parecieran añorar a los seres queridos, muertos o ausentes. No existían para nadie y sólo una sombra las oscurecía: la enfermedad y no la muerte. Aunque, según ellas mismas decían, la peor amenaza era el hospital, ese taller de cuerpos, donde sabían muy bien que se podía morir sólo de horror. De muchas de estas viejas sólo conseguí escuchar un tímido saludo, murmurado al cruzarse conmigo en la calle, donde ya desde lejos venían mirándome con descaro. Todas ellas me parecían ritualizadas al máximo. Y, sin embargo, cada una tenía sus propios ademanes. Claro que ninguna logró captar mi atención tanto, como Matilde y su facultad especial, de la que hablaré muy pronto. Antes de verla ya habían llegado hasta mis oídos los rumores que sobre ella corrían por el pueblo en sordina y constituidos más por silencios y miradas temerosas que por palabras. Pero creo que lo que más excitó mi curiosidad fue su relación con Elsa, a quien conocí precisamente en su casa. Era Matilde una viejecita delgada y de escasa estatura y sus ojos miraban con descaro y penetración. Un día me acerqué a ella mientras tomaba el sol en su puerta. La saludé y me respondió sonriendo. Entonces me detuve y le dije: -¡Qué buen tiempo hace! -Pues ante estas mujeres, no sé por qué, nunca tengo mejores ocurrencias. - Sí, hace un día muy claro -me respondió, y con un dedo me señaló el triángulo invertido que el mar formaba en el horizonte, allí donde dos montañas se cruzaban. - Mire -dijo-: es la sierra de la Berbería. Me concentré entonces en el triángulo marino y vi unas sombras fantasmales, como dudosas montañas. Era la costa de África. - De vez en cuando aparece allí, en el mar- aclaró con entusiasmo. La sierra de la Berbería era el país de los moros. Estos aldeanos parecían sospechar que aún seguían por aquí, escondidos entre los riscos, intentando recuperar sus tesoros enterrados bajo la nieve o bajo las tierras que ellos mismos enseñaron a cultivar. Ya una vez volvieron, según cuentan algunos, más feroces que nunca, en la guerra de Franco, alistados en su ejército. Todavía queda el recuerdo de sus salvajes correrías. Pero no lograron recuperar sus tierras, ni desenterrar sus tesoros. A veces se diría que les consideran enemigos de Las Alpujarras. Y cuando, en primavera, las golondrinas tardan en llegar, hay quien afirma, yo misma lo escuché, que los moros las matan al pasar por África para que no lleguen hasta estas montañas

jueves, 28 de mayo de 2015

Sergio Pitol. Premio Herralde de novela 1984.


Sergio Pitol fue un escritor nacido en la ciudad de Puebla, México, en 1933.
Premio Herralde de novela 1984. Novela: El desfile del amor.

Socialista democrático y agnóstico, cursó sus estudios de Derecho y Filosofía en la Ciudad de México. Reconocido por su trayectoria intelectual, tanto en el campo de la creación literaria como en el de la difusión de la cultura, especialmente en la preservación y promoción del patrimonio artístico e histórico mexicano en el exterior, ha vivido perpetuamente `en fuga`: fue estudiante en Roma, traductor en Pekín y en Barcelona, profesor universitario en Xalapa y en Bristol, y diplomático en Varsovia, Budapest, París, Moscú y Praga.

La desgracia, la enfermedad y el aislamiento crearon su estilo literario, que él define como una autobiografía oblicua en la que se funden la vida y la literatura. Ha escrito `No hay tal lugar` (1967), `Infierno de todos` (1971), `Los climas` (1972), `El tañido de una flauta` (1973), `Asimetría (1980), `Nocturno de Bujara` (1981), `Cementerio de tordos` (1982), `Juegos florales` (1985), `El desfile del amor` (1985), `Domar a la divina garza` (1988), `Vals de Mefisto` (1989), `La casa de la tribu` (1989), `La vida conyugal` (1991) y `El arte de la fuga` (1996). En sus libros se encuentran escritos autobiográficos, sueños con su perro, fragmentos de diarios, reflexiones sobre el arte, crónicas sobre la actualidad, viajes y homenajes a sus autores preferidos. Ese estilo pitoniano se expresa sobre todo en `El arte de la fuga`, maneras que recupera en uno de sus últimos libros `El viaje`, donde cuenta uno de sus viajes por la Rusia de los años ochenta.

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`El desfile del amor` es el primer libro del `Tríptico del Carnaval`, al que seguirá `Domar a la divina garza` (1989) y `La vida conyugal` (1991), con personajes que cada vez son más caricaturescos y, sus circunstancias, juegos absurdos inevitablemente desopilantes.

`El desfile del amor` –a la vez un fresco histórico, una trepidante investigación detectivesca y una divertidísima comedia de equívocos– se desarrolla en México en 1942, justo cuando este país acaba de declarar la guerra a Alemania y su capital se ha visto invadida por la más insólita y colorida fauna: comunistas alemanes, republicanos españoles, Trotski y sus discípulos, Mimí sombrerera de señoras, reyes balcánicos, agentes de los más variados servicios secretos, opulentos financieros judíos... Mucho tiempo después, tras el hallazgo casual de unos documentos, un historiador interesado en tan apasionante contexto intenta esclarecer un confuso asesinato perpetrado entonces, cuando él tenía diez años, y la narración –que atraviesa los polos excéntricos de la sociedad mexicana, los medios de la alta política, la `intelligentzia` instalada, así como sus más extravagantes derivaciones– permite pintar no solo una rica y variada galería de personajes, sino también reflexionar sobre la imposibilidad de alcanzar la verdad: nadie sabe a ciencia cierta quién es quién, las confusiones se suceden sin cesar y el resultado es este regocijante desfile, que por algo lleva el nombre de una de las más famosas comedias de Lubitsch.

Fuente:N.N.

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