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miércoles, 8 de febrero de 2023

E. M. Forster Donde los ángeles no se aventuran FRAGMENTO




S ituada en Monteriano, localidad imaginaria de la Toscana cuyo

modelo real es San Gimignano, el libro se centra en las reacciones

inesperadas y violentas que provoca en un grupo de ingleses de

buena crianza una situación que rebasa los límites de su

experiencia. El agente catalizador es la boda de la viuda Lilia

Herriton con un italiano doce años más joven que ella, Gino; y el

tema fundamental del relato es el contraste entre las pautas de

conducta inglesas y el comportamiento de Gino.

Irónica en unos pasajes y grave en otros, tan certera en su

sátira de las hipocresías sociales como en la sutileza de su

observación psicológica, esta primera novela de E. M. Forster,

revela ya la maestría característica del escritor.

E. M. Forster

Donde los ángeles no se

aventuran


1

Estaban todos en Charing Cross para despedir a Lilia —Philip,

Harriet, Irma y la propia Mrs. Herriton—. Incluso Mrs. Theobald,

acompañada de Mr. Kingcroft, había hecho frente a un viaje desde

Yorkshire para decir adiós a su única hija. Miss Abbott también

estaba asistida por numerosos parientes, y el panorama de tanta

gente hablando al mismo tiempo y diciendo cosas tan dispares

hacía que Lilia estallara en incontrolables carcajadas.

—Es toda una ovación —gritó, dejándose caer fuera del vagón

de primera clase—. Nos van a tomar por miembros de la familia real.

Oh, Mr. Kingcroft, tráiganos unos calientapiés.

El amable joven se fue corriendo y Philip, ocupando su lugar, la

desbordó con una última retahíla de órdenes y consejos: dónde

detenerse, cómo aprender italiano, cuándo utilizar mosquiteras, qué

cuadros mirar.

—Recuerda —concluyó Philip— que la única manera de llegar

a conocer el país es descarrillando. Tenéis que ver los pueblos

pequeños: Gubbio, Pienza, Cortona, San Gimignano, Monteriano. Y,

permite que te lo ruegue, no vayas con esa horrible idea del turista

de que Italia sólo es un museo de arte y antigüedades; ama y

comprende a los italianos, porque la gente es más maravillosa que

la tierra.

—¡Cuánto me gustaría que vinieras, Philip! —dijo Lilia,

halagada por la insólita atención que su cuñado le prestaba.

—También me gustaría a mí.

Hubiera podido arreglárselas para ir sin demasiadas

dificultades, ya que su trabajo de abogado no era tan intenso como

para impedirle unas vacaciones de vez en cuando. Pero la familia no

aprobaba sus asiduas visitas al continente, y él mismo disfrutaba a

menudo con la idea de que estaba demasiado ocupado para salir de

la ciudad.

—Adiós, queridos todos. ¡Qué mareo! —Reparó en su hija

Irma, y le pareció que la ocasión requería una nota de solemnidad

maternal—. Adiós, querida. Pórtate bien, y haz lo que te diga la

abuelita.

No se refería a su madre, sino a su madre política, Mrs.

Herriton, la cual odiaba el título de «abuelita».

Irma alzó, para que se lo besara, un rostro grave y dijo con

cautela:

—Haré todo lo posible.

—Seguro que será buena —dijo Mrs. Herriton, que se

mantenía, pensativa, algo apartada del alboroto. Pero Lilia ya estaba

llamando a Miss Abbott, una joven bastante bonita, alta y seria, que

llevaba su despedida de un modo más decoroso en el andén.

—¡Caroline, mi Caroline! Sube de un salto, o tu carabina se irá

sin ti.

Y Philip, que siempre se embriagaba con la idea de Italia,

volvió a hablarle de los momentos supremos de su prometedor viaje:

la Campanile de Airolo, que se le echaría encima cuando emergiera

del túnel de San Gotardo, presagiando el futuro; la vista del Ticino y

del lago Maggiore cuando el tren se encaramara a las faldas del

monte Ceneri; la vista del Lugano, la vista del Como —Italia se

acumulaba tupida a su alrededor—, la llegada a su primer lugar de

descanso, cuando, después de un largo trayecto por calles sucias y

oscuras, contemplaría por fin, entre el rugido de los tranvías y la luz

deslumbrante de los faroles de arco, los contrafuertes de la catedral

de Milán.

—¡Pañuelos y cuellos —vociferó Harriet—, en mi caja

damasquinada! Te he prestado mi caja damasquinada.

—¡Mi querida Harry!

Lilia volvió a besarlos a todos, y se hizo un momento de

silencio. Todos sonreían fijamente, excepto Philip, que tosía en

medio de la niebla, y la anciana Mrs. Theobald, que se había puesto

a llorar. Miss Abbott subió al vagón. El jefe de tren en persona cerró

la puerta y le dijo a Lilia que todo iría bien. Entonces el tren se puso

en marcha, y con él todos se desplazaron un par de pasos, agitaron

pañuelos y dieron grititos de alegría. En aquel momento apareció

Mr. Kingcroft, con el calientapiés cogido por ambos extremos, como

si se tratara de la bandeja del té. Lamentaba haber llegado

demasiado tarde, y gritó con voz temblorosa: —Adiós, Mrs. Charles.

Que usted lo pase bien, y que Dios la bendiga.

Lilia sonrió y asintió con la cabeza, pero luego la absurda

imagen del calientapiés pudo más que ella, y se echó a reír de

nuevo.

—¡Oh, lo siento! —gritó—. Pero es que tiene un aspecto tan

divertido… ¡Oh, están todos tan divertidos agitando las manos! ¡Oh,

por favor! —Y riéndose inconteniblemente fue transportada hacia la

niebla.

—Muchos ánimos para empezar un viaje tan largo —dijo Mrs.

Theobald, frotándose los ojos.

Mr. Kingcroft hizo un gesto solemne con la cabeza para

manifestar su conformidad.

—Me hubiera gustado —dijo— que Mrs. Charles llevara su

calientapiés. Estos mozos londinenses no prestan ninguna atención

a los campesinos.

—Pero usted hizo todo lo posible —dijo Mrs. Herriton—. Y me

parece verdaderamente generoso de su parte que haya traído a

Mrs. Theobald desde tan lejos en un día como éste. —Entonces, un

poco precipitadamente, le estrechó la mano, y dejó que el joven

condujera de regreso a Mrs. Theobald.

FUENTE:

Donde los angeles no se aventuran. E. M. Forster.
Editorial. SUR.
Impreso en Argentina.
Encuadernación: tapa blanda.
Páginas. 153.

sábado, 17 de diciembre de 2022

El hombre de la bata roja Julian Barnes. (FRAGMENTO)




 En junio de 1885, tres franceses llegaron a Londres. Uno era un príncipe, otro era un conde y el tercero era un plebeyo de apellido italiano. Posteriormente el conde declaró que el propósito del viaje era «hacer adquisiciones intelectuales y decorativas».

O bien podríamos empezar en París el verano anterior, durante la luna de miel de Oscar y Constance Wilde. Oscar está leyendo una novela francesa recientemente publicada y, a pesar de las circunstancias, concede alegres entrevistas a la prensa.

O bien empezar con una bala y el arma que la disparó. Esto suele funcionar: una sólida costumbre teatral afirma que si aparece un arma en el primer acto, sin duda se disparará al final. Pero ¿qué arma, qué bala? Había tantas en aquel tiempo...

Incluso podríamos comenzar en la otra orilla del Atlántico, en Kentucky, en 1809, cuando Ephraim McDowell, hijo de inmigrantes escoceses e irlandeses, operó a Jane Crawford para extirparle un quiste en los ovarios que contenía quince litros de líquido. Este episodio de la historia, al menos, tiene un final feliz.

Luego tenemos al hombre acostado en su cama en Boulogne-sur-Mer –quizá solo, quizá con su mujer al lado– que se pregunta qué hacer. No, no es exactamente así: sabía lo que quería hacer, lo que no sabía era cuándo o si podría hacer lo que quería.

O podríamos empezar, prosaicamente, por el abrigo. A no ser que sea mejor llamarlo bata. Roja –o, para ser más preciso, escarlata–, larga, desde el cuello hasta los tobillos, permite ver un lino blanco fruncido en las muñecas y la garganta. Debajo, una única zapatilla con brocados introduce en la composición diminutos toques de color azules y amarillos.

¿Es injusto empezar por la bata, en vez de por el hombre que la lleva? Pero la bata, o más bien su representación, es como recordamos hoy al hombre, si es que lo recordamos. ¿Cómo

se habría sentido a este respecto? ¿Aliviado, divertido, una pizca insultado? Depende de cómo interpretemos su carácter desde nuestra distancia.

Pero su abrigo nos recuerda otro, pintado por el mismo artista. Envuelve a un apuesto joven de buena familia, o al menos prominente. Sin embargo, a pesar de estar posando para el más famoso retratista de la época, el joven no está contento. El clima es templado, pero el abrigo que le piden que se ponga es de un tweed pesado, propio de una estación completamente distinta. Se queja de ello al pintor. Este le contesta –y como solo conocemos sus palabras, no podemos apreciar si su tono, dentro de una escala, es levemente burlón o profesionalmente autoritario o didácticamente desdeñoso–: «El tema no eres tú, sino la bata.» Y lo cierto es que, como sucede con la bata roja, hoy se recuerda más al abrigo que al joven que lo llevaba. El arte dura más que el capricho individual, el orgullo familiar, la ortodoxia social; el arte siempre tiene al tiempo de su parte.

Más vale, entonces, optar por lo tangible, lo particular, lo cotidiano: la bata roja. Porque así descubrí el cuadro y a su modelo: en 2015, expuesto en la National Portrait Gallery de Londres, prestado por Norteamérica. Ahora mismo la he llamado bata roja, pero tampoco es del todo exacto. Es difícil que el hombre lleve debajo un pijama, a menos que esos puños y el cuello de encaje formaran parte de un camisón, lo que parece improbable. ¿La llamamos batín, quizá? Su dueño acaba de levantarse de la cama. Sabemos que el cuadro fue pintado al final de la mañana y que después el artista y su modelo almorzaron juntos; también sabemos que a la mujer del modelo le asombró el voraz apetito del pintor. Sabemos que el modelo está en su casa, puesto que el título de la obra nos lo dice. Delata «su casa» un tono de rojo más vivo: un fondo de color burdeos que realza la figura central, escarlata. Hay pesadas cortinas atadas con un lazo; y, detrás, una extensión de tela diferente, todo lo cual se funde con un suelo del mismo color burdeos sin que sea visible una línea divisoria. Todo es sumamente teatral: hay un pavoneo no solo en la pose sino también en el estilo pictórico.

La pintura data de cuatro años antes de aquel viaje a Londres. Su modelo –el plebeyo de apellido italiano– tiene treinta y cinco años, es apuesto, luce barba, mira con aplomo por encima de nuestro hombro izquierdo. Es varonil, pero esbelto, y poco a poco, tras el primer impacto del cuadro, cuando podríamos pensar que «todo gira en torno a la bata», comprendemos que no. Lo central son más bien las manos. La izquierda descansa en la cadera; la derecha se posa en el pecho. Los dedos son la parte más expresiva del retrato. Las articulaciones de cada uno de ellos son distintas: plenamente extendidos, doblados a medias, totalmente curvados. Si nos pidieran que adivináramos a ciegas la profesión de este hombre, quizá responderíamos que es un pianista virtuoso.

La mano derecha en el pecho, la izquierda en la cadera. O quizá sea más sugerente decir que la derecha sobre el corazón y la izquierda en la ingle. ¿Era la intención del artista? Tres años después pintó un retrato de una mujer de la alta sociedad que causó un escándalo en el Salón. (¿Podía escandalizarse el París de la Belle Époque? Desde luego; y París podía ser tan hipócrita como Londres.) La mano derecha juguetea con lo que parece ser el cierre de un botón. La izquierda está enganchada en uno de los cordones gemelos del cinturón de la bata, como un eco de los lazos de la cortina en segundo plano. El ojo sigue a los cordones a lo largo de un nudo complicado del que cuelga un par de borlas de felpa con hilachas como de plumas. Las borlas, una sobre otra, caen justo más abajo de la ingle, como el vergajo escarlata de un toro. ¿Era el propósito del artista? Quién sabe. No dejó una explicación del cuadro. Pero era un pintor tan ladino como magnífico; además, era un pintor de la magnificencia, nada temeroso de controversias, incluso quizá proclive a atraerlas.

La pose es noble, heroica, pero las manos la tornan más sutil y compleja. Como se verá, no son las manos de un pianista de concierto, sino las de un médico, un cirujano, un ginecólogo.

¿Y el vergajo de toro? Todo a su debido tiempo.

Pues bien, empecemos por la visita a Londres en el verano de 1885.

SBN978-84-339-7374-0
EAN9788433973740
PVP CON IVA24.9 €
NÚM. DE PÁGINAS336
COLECCIÓNFuera de colección
CÓDIGOFC 9
PUBLICACIÓN29/09/2021

viernes, 14 de octubre de 2022

EL MARTILLO DE DIOS Gilbert K. Chesterton


 

EL MARTILLO DE DIOS

Gilbert K. Chesterton

El pequeño pueblo de Bohun Beacon estaba encaramado sobre una colina tan escarpada, que la alta aguja de su iglesia semejaba la cumbre de una montaña diminuta. Al pie de la iglesia había una fragua, casi siempre enrojecida por el fuego y llena de martillos y fragmentos de hierro. Frente a esta, en el cruce de dos calles empedradas, se alzaba «El Jabalí Azul», la única posada del pueblo. En esa bocacalle, al romper el alba —un alba plateada y plomiza—, dos hermanos acababan de encontrarse y estaban charlando. Uno de ellos empezaba la jornada; el otro, la acababa. El reverendo y honorable Wilfred Bohun era un hombre muy devoto, y se dirigía, con la aurora, hacia algún austero ejercicio de oración o contemplación. El honorable coronel Norman Bohun, su hermano mayor, no era piadoso ni mucho menos, y, en traje de etiqueta, se hallaba sentado en el banco que se encuentra junto a la puerta de «El Jabalí Azul», apurando lo que un observador filosófico podría sin reparo considerar como su última copa del jueves o su primera copa del viernes. El coronel era un hombre sin escrúpulos.

Los Bohun eran una de las contadas familias aristocráticas que realmente datan de la Edad Media, y su estandarte había flotado en Palestina. Pero es un gran error suponer que estas familias mantienen una tradición caballeresca; salvo los pobres, muy pocos conservan las tradiciones. Los aristócratas no viven de tradiciones, sino de modas. Los Bohun habían sido bribones bajo la reina Ana y petimetres bajo la reina Victoria. Pero, al igual que muchas antiguas familias, durante estos últimos tiempos habían degenerado en simples borrachos y lechuguinos perversos, hasta que, según se murmuraba, se produjeron en la familia ciertos síntomas de locura. Realmente había algo de inhumano en la feroz sed de placeres del coronel, y su resolución crónica de no volver a casa hasta la madrugada tenía mucho de la horrible lucidez del insomnio. Era un animal alto y hermoso y, aunque entrado en años, su cabello era de un rubio magnífico. Podría haber sido simplemente un hombre blondo y leonino, pero sus ojos azules, muy unidos en sus cuencas, resultaban negros. Además, los tenía muy juntos. Poseía unos grandes bigotes amarillos, y, junto a las guías, desde las fosas nasales hasta las quijadas, se le marcaban unos pliegues o surcos, de suerte que su cara parecía cortada por una risa burlona. Sobre su traje llevaba un raro gabán amarillo pálido, tan ligero que parecía una bala, y echado sobre la nuca, un sombrero de alas anchas color verde claro, sin duda una curiosidad oriental comprada al azar. Estaba orgulloso de su atuendo incongruente, porque se jactaba de hacerlo parecer congruente.

Su hermano el cura tenía también los cabellos amarillos y el tipo elegante, pero iba vestido de negro, abrochados todos los botones, completamente afeitado; era muy pulcro y algo nervioso. Parecía vivir sólo para la religión; pero algunos aseguraban (particularmente el herrero, que era presbiteriano) que, más que amor de Dios, era amor a la arquitectura gótica, y que si andaba siempre como una sombra rondando por la

iglesia, esto no era más que un nuevo aspecto, más puro sin duda, de la misma enfermiza sed de belleza que arrojaba al otro hermano tras las mujeres y el vino. Este cargo no parecía justo: la piedad práctica del sacerdote era innegable. En verdad, la acusación provenía principalmente de una mala interpretación de su amor a la soledad y al secreto de la oración, y se fundaba sólo en que solían encontrarlo arrodillado, no ante el altar, sino en sitios como criptas o galerías, y hasta en el campanario.

El sacerdote se dirigía a la iglesia, pasando por el patio de la fragua, cuando se detuvo, arrugando el ceño, al ver a su hermano, que, con sus cavernosos ojos, estaba mirando en la misma dirección. Ni por un solo momento se le ocurrió que el coronel estuviera interesado en la iglesia. Sólo quedaba, pues, la fragua; y aunque el herrero, como puritano, no pertenecía a su rebaño, Wilfred Bohun había oído hablar de ciertos escándalos y de cierta mujer del herrero, célebre por su belleza. Miró el cobertizo de la fragua con desconfianza, y el coronel se levantó, riendo, para hablar con él.

—Buenos días, Wilfred —dijo—. Aquí estoy, como buen señor, desvelado por cuidar a mi gente. Vengo a buscar al herrero.

Wilfred, con la mirada fija en el suelo, contestó:

—El herrero está ausente. Ha ido a Greenford.

—Lo sé —dijo el otro riendo entre dientes—. Por eso, precisamente, vengo a buscarlo.

—Norman —dijo el clérigo, sin levantar la vista de las piedras de la calle—, ¿no has temido nunca que te alcance un rayo?

—¿Qué quieres decir? —preguntó el coronel—. ¿Te ha dado ahora la chifladura de la meteorología?

—Quiero decir —contestó Wilfred, sin mirarlo— que si no has temido nunca que Dios te castigue en mitad de la calle.

—¡Ah, perdona! —dijo el coronel—. Ahora me doy cuenta de que tu manía es el folklore.

—Y la tuya es la blasfemia —repuso el religioso, herido en lo más vivo de su ser—. Pero si no temes a Dios, no te faltarán motivos para temer a los hombres.

El coronel arqueó las cejas cortésmente.

—¿Temer a los hombres? —dijo.

—Barnes, el herrero —dijo el clérigo ásperamente—, es el hombre más robusto y fuerte en cuarenta millas a la redonda. Sé que tú no eres cobarde ni endeble, pero él podría arrojarte por encima de esa pared.

Como esto era verdad, causó su efecto: en el rostro de su hermano, la línea de las fosas nasales a la mandíbula se hizo más profunda y negra. La mueca burlona duró un instante, pero pronto el coronel Bohun recobró su cruel buen humor, y rió, mostrando bajo sus bigotes amarillos dos hileras de dientes caninos.

—En tal caso, mi querido Wilfred —dijo casi con indiferencia—, será prudente que el último de los Bohun se revista con parte de su armadura.

Y quitándose el extravagante sombrero verde, hizo ver que estaba forrado de acero. Wilfred reconoció en el forro un ligero casco japonés o chino arrancado de un trofeo que adornaba los muros del salón familiar.

—Es el primer sombrero que encontré a mano —explicó su hermano alegremente—. Siempre tomo el sombrero que tengo más cerca, y lo mismo hago con las mujeres.

—El herrero salió para Greenford —dijo Wilfred gravemente—. No se sabe cuándo volverá.

Y dicho esto siguió su camino hacia la iglesia, con la cabeza inclinada, santiguándose, como quien desea libertarse de un mal espíritu.

Estaba ansioso de olvidar las groserías de su hermano en la fresca penumbra de aquellos altísimos claustros góticos. Pero estaba escrito que aquella mañana el ciclo de sus ejercicios religiosos había de ser interrumpido constantemente por pequeños incidentes. Al entrar en la iglesia, que siempre estaba desierta a estas horas, vio que una figurilla arrodillada se levantaba precipitadamente y corría hacia la puerta por donde entraba ya la luz del día. El cura, al verla, quedó muy sorprendido, porque aquel feligrés madrugador era nada menos que el idiota del pueblo, un sobrino del herrero, un infeliz incapaz de preocuparse de la iglesia ni de nada. Le llamaban Pepe Loco, y parece que no tenía otro nombre. Era un muchacho moreno, fuerte, cargado de hombros, con una cara pálida, cabellos negros e híspidos y una boca siempre abierta. Al pasar junto al sacerdote, su cara bobalicona no dejó adivinar lo que podía haber estado haciendo allí. Hasta entonces nadie lo había visto rezar. ¿Qué extraños rezos podían salir de sus labios?

Wilfred Bohun se quedó como clavado en el suelo durante un rato, contemplando al idiota, que salió a la calle, bañada ya por el sol, y a su disoluto hermano, que lo llamó, al verlo venir, con una familiaridad alegre de tío que se dirige a un sobrino. Por último, vio que su hermano lanzaba piezas de a penique a la boca abierta de Pepe Loco, como quien seriamente tira al blanco.

Aquel horrible cuadro de la estupidez y la crueldad de la tierra hizo que el asceta se apresurara a consagrarse a sus oraciones, para purificarse y mudar de ideas. Se dirigió a un banco de la galería, bajo una vidriera de colores que tenía la virtud de calmar su ánimo. Era una vidriera azul donde había un ángel con un ramo de lirios. Allí, el sacerdote empezó a olvidarse del idiota de la cara lívida y la boca de pez. Fue pensando cada vez menos en su perverso hermano, león hambriento que anda en busca de presa. Cada vez se sumergió más en las suaves y dulces tonos de zafiro y flores de plata del cielo de la vidriera.

Allí lo encontró Gibbs, el zapatero del pueblo, media hora más tarde, que venía a buscarlo muy apresurado. El sacerdote se levantó al instante, comprendiendo que sólo algo grave podía obligar a Gibbs a buscarlo en aquel sitio. El remendón, en efecto, como ocurre en muchos pueblos, era ateo, y su aparición en la iglesia resultaba todavía más extraña que la de Pepe Loco. Aquella era una mañana de enigmas teológicos.

—¿Qué pasa? —preguntó Wilfred Bohun con cierta sequedad, pero cogiendo el sombrero con mano temblorosa.

El ateo contestó con una voz que, para ser suya, era extraordinariamente respetuosa y delataba una cierta simpatía.

—Perdóneme usted, señor —dijo—, pero nos ha parecido indebido que no lo supiera usted de una vez. Ha ocurrido algo horrible. El caso es que su hermano…

Wilfred juntó sus flacas manos y, sin poderse reprimir, exclamó:

—¿Qué nueva barbaridad ha hecho?

—No, señor —dijo el zapatero, tosiendo—. Mucho me temo que ya no puede, ni podrá, hacer nada. Ya ha terminado. Lo mejor es que venga usted y lo vea.

El cura siguió al zapatero. Bajaron por una escalerilla de caracol y llegaron a una puerta que estaba a un nivel más alto que la calle. Desde allí, Bohun pudo apreciar al primer vistazo la tragedia. En el patio de la fragua, había unos cinco o seis hombres vestidos de negro, y entre ellos un inspector de policía. Allí estaban el médico, el

ministro presbiteriano, el sacerdote católico, en cuya feligresía se contaba la mujer del herrero. El sacerdote católico hablaba aparte con esta, en voz baja. Ella, una magnífica mujer de cabellos de oro viejo, sollozaba sentada en un banco. Entre los dos grupos, junto a un montón de martillos y mazos, yacía un hombre vestido de etiqueta, abierto de brazos y piernas, y vuelto boca abajo. Wilfred, desde su altura, reconoció todos los detalles de su traje y apariencia, y vio en su mano los anillos de la familia Bohun. Pero el cráneo no era más que una horrible masa aplastada, como una estrella negra y sangrienta.

Wilfred Bohun no hizo más que mirar aquello y bajar corriendo al patio de la fragua. El doctor, que era el médico de la familia, acudió a saludarlo, pero Wilfred no se dio cuenta. Sólo pudo balbucear:

—¡Mi hermano está muerto! ¿Qué ha sucedido? ¿Qué horrible misterio es este?

Se produjo un siniestro silencio. Al fin, el remendón, que era el más atrevido de los presentes, dijo:

—Sí señor: algo horrible, pero misterio, no hay ninguno.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó, pálido, el sacerdote.

—La cosa es clara —contestó Gibbs—. En cuarenta millas a la redonda sólo hay un hombre capaz de asestar un golpe como este, y precisamente es el único hombre que tenía razón para hacerlo.

—No debemos prejuzgar nada —dijo nerviosamente el médico, que era un hombre alto, de barba negra—. Pero me corresponde confirmar las palabras de mister Gibbs sobre la naturaleza del golpe: es realmente un golpe increíble. Mister Gibbs dice que sólo hay un hombre en nuestro distrito capaz de haberlo dado. Yo diría que no hay ninguno.

Por el desmedrado cuerpo del cura pasó un estremecimiento de horror supersticioso.

—Apenas entiendo —dijo.

—Mister Bohun —continuó el médico en voz baja—, me faltan imágenes para explicarlo. Decir que el cráneo ha sido aplastado como un cascarón de huevo, todavía es poco. Dentro del cuerpo mismo han entrado algunos fragmentos óseos, y también han

entrado en el suelo, como entrarían las balas en una pared blanda. Esto parece obra de un gigante.

Calló un instante. Tras las gafas, sus ojos brillaban tristemente. Después prosiguió:

—Esto tiene por lo menos la ventaja de que deja libre de toda sospecha a mucha gente. Si usted, o yo, o cualquiera persona normal del pueblo fuera acusada de este crimen, se nos dejaría en libertad enseguida, como se pondría libre a un niño acusado de robar la columna de Nelson.

—Eso es lo que yo digo —repitió, obstinado, el remendón—. Sólo hay un hombre capaz de haberlo hecho, que es también el que puede haberlo hecho. ¿Dónde está Simeón Barnes, el herrero?

—En Greenford —tartamudeó el cura.

—O tal vez en Francia —rezongó el zapatero.

—No, ni en uno ni en otro sitio —dijo una vocecita descolorida, la voz del pequeño sacerdote católico, que acababa de reunirse al grupo—. En realidad, ahora viene por el camino.

El sacerdote no era un hombre de aspecto interesante. Tenía unos ásperos cabellos castaños y una cara redonda y vulgar. Pero ni que hubiese sido tan bello como Apolo, nadie habría vuelto la cabeza para mirarlo. Todos la volvieron hacia el camino que atravesaba el llano. En efecto, por allá se acercaba, con sus grandes trancos y su martillo al hombro, Simeón, el herrero. Era un hombre huesudo y gigantesco, de ojos profundos, negros, siniestros, y barba negra. Venía acompañado de dos hombres, con los cuales charlaba tranquilamente, y aunque no era de índole alegre, parecía contento.

—¡Dios mío! —exclamó el ateo remendón—. ¡Y trae el martillo asesino!

—No —dijo el inspector, hombre al parecer cuerdo, que usaba un bigote pardo y hablaba ahora por vez primera—. El martillo que sirvió para el crimen está allí, junto al muro de la iglesia. Tanto el cadáver tomo el martillo no han sido tocados.

Todos buscaron el martillo con la mirada. El sacerdote pequeño dio unos pasos y fue a examinar el instrumento de acero. Era uno tic los martillos más ligeros, más pequeños que hay en las fraguas, y sólo por eso llamaba la atención. Pero en el hierro podía verse una mancha de sangre y un mechón de cabellos rubios.

Tras una pausa, el pequeño sacerdote, sin alzar los ojos, empezó a hablar, con voz algo opaca:

—No tenía razón mister Gibbs en asegurar que aquí no hay misterio. Porque, cuando menos, queda el misterio de cómo ese hombre tan fuerte pudo emplear para semejante golpe un martillo tan pequeño.

—¡Qué importa eso! —dijo Gibbs, febril—. ¿Qué hacemos con Simeón Barnes?

—Dejémoslo tranquilo —dijo el sacerdote con calma—. Él viene hacia aquí por su propio pie. Conozco a sus dos acompañantes. Son buenos vecinos de Greenford, que vienen a la capilla presbiteriana.

Mientras el sacerdote católico hablaba, el robusto herrero dobló la esquina de la iglesia y entró en su patio. Se detuvo, quedó inmóvil y el martillo cayó de su mano. El inspector, que había conservado una corrección impenetrable, salió a su encuentro.

—Yo no le pregunto, mister Barnes —dijo—, si sabe usted lo que ha sucedido aquí. No está usted obligado a decirlo. Espero y deseo que lo ignore usted, y que pueda probar su inocencia. Pero me veo en la obligación de proceder a su arresto en nombre del rey por la muerte del coronel Norman Bohun.

—No está usted obligado a confesar nada —dijo el zapatero con oficiosa diligencia—. A ellos toca probar. Todavía no está demostrado que ese cuerpo con la cabeza machacada sea el del coronel Bohun.

—Sobre eso no hay la menor duda —dijo el médico, aparte, al sacerdote—. En este asunto no entran para nada las historias detectivescas. Yo he sido el médico del coronel y conozco el cuerpo de este hombre mejor que lo conocía él mismo. Tenía hermosas manos, pero con una singularidad: que los dedos segundo y tercero, el índice y el medio, eran de igual tamaño. No hay duda de que este es el coronel.

Echó una mirada al cadáver, que fue seguida por los ojos de hierro del inmóvil herrero y fueron a dar también al cadáver.

—¿Ha muerto el coronel Bohun? —dijo el herrero tranquilamente—. Entonces debe encontrarse ya en el infierno.

—¡No diga usted nada! ¡No diga usted nada! —gritó el zapatero ateo, bailando casi en un éxtasis de admiración por el sistema legal inglés. Porque no hay legalistas como los descreídos.

El herrero volvió hacia él un rostro augusto de fanático.

—A vosotros, los infieles, os cuadra escurriros como zorras cuando las leyes del mundo os favorecen —dijo—. Pero Dios protege a su rebaño, como podréis comprobar hoy mismo.

Y después, señalando el cadáver del coronel, preguntó:

—¿Cuándo murió este perro pecador?

—Modere usted su lenguaje —dijo el médico.

—Que modere la Biblia el suyo, y yo moderaré el mío. ¿Cuándo murió?

—A las seis de la mañana todavía estaba vivo —balbuceó Wilfred Bohun.

—Dios es bueno —dijo el herrero—. Señor inspector: no tengo el menor inconveniente en dejarme arrestar; es usted quien puede tenerlos en hacerlo. Poco me importa salir del juicio limpio de mancha. Pero a usted le sabrá mal, sin duda, salir del juicio con un contratiempo en su carrera.

Por primera vez, el robusto inspector miró al herrero con ojos iracundos. Lo mismo hicieron los demás, menos el singular y pequeño sacerdote, que seguía contemplando el martillo que había servido para asestar aquel golpe tan tremendo.

—A la puerta de la fragua hay dos hombres —continuó diciendo el herrero con grave lucidez—. Son unos honrados comerciantes de Greenford, a quienes todos conocen. Ellos jurarán que me han visto desde antes de medianoche hasta el amanecer, y aun mucho después, en la sala de sesiones de nuestra Misión, que ha trabajado toda la noche en salvar almas. En Greenford hay otros veinte que pueden jurar lo mismo. Si yo fuera un pagano, señor inspector, la dejaría a usted precipitarse a su ruina. Pero como cristiano, estoy obligado a ofrecerle la salvación y preguntarle si quiere usted recibir la prueba de mi coartada aquí o en el tribunal.

El inspector, algo desconcertado por primera vez, repuso:

—Naturalmente, preferiría que fuese ahora mismo.

El herrero cruzó el patio de la fragua a grandes zancadas y se reunió con sus dos amigos de Greenford, que, en efecto, eran también amigos de casi todos los presentes. Ambos dijeron unas cuantas palabras que nadie pensó siquiera en poner en duda.

Cuando hubieron declarado, la inocencia de Simeón quedó establecida para todos tan sólidamente como la misma iglesia que servía de fondo cuadro.

Y entonces se produjo uno de esos silencios más extraños y angustiosos que todas las palabras. El cura, sólo por hablar algo, dijo al sacerdote católico:

—Parece usted muy interesado en el martillo, padre Brown.

—Así es —contestó este—. ¿Por qué es tan pequeño el instrumento del crimen?

El médico volvió la cabeza.

—¡Cierto, por San Jorge! —exclamó—. ¿Quién pudo servirse de un martillo tan ligero, habiendo a mano tantos martillos pesados y fuertes?

Después, bajando la voz, dijo al oído del cura:

—Sólo una persona incapaz de manejar uno más pesado. La diferencia entre los sexos no es cuestión de valor o fuerza, sino de robustez para levantar pesos en los músculos de los hombres. Una mujer audaz puede cometer cien asesinatos con un martillo ligero y ser incapaz de matar un escarabajo con un martillo pesado.

Wilfred Bohun se le quedó mirando como hipnotizado de horror, mientras que el padre Brown escuchaba muy atentamente, con la cabeza inclinada a un lado. El médico continuó explicándose con más énfasis:

—¿Por qué suponen esos idiotas que la única persona que odia al amante de una mujer es el marido de ésta? Nueve veces, de cada diez, quien más odia al amante es la mujer misma. ¿Quién sabe qué insolencias o traiciones habrá descubierto el amante a los ojos de ella…? Miren ustedes eso.

Y con un ademán, señaló a la mujer rubia, que seguía sentada en el banco. Finalmente había levantado la cabeza, y las lágrimas comenzaban a secarse en sus hermosas mejillas. Pero los ojos parecían prendidos con un hilo eléctrico al cadáver del coronel, con una fijeza que tenía algo de idiotismo.

El reverendo Wilfred Bohun hizo un vago gesto, como dando a entender que renunciaba a averiguar nada. Pero el padre Brown, sacudiéndose de la manga algunas cenizas de la fragua que acababan de caerle, dijo con su característico tono indiferente:

—A usted le pasa lo que a muchos médicos. Su ciencia mental es estupenda, pero su ciencia física es completamente imposible. Estoy de acuerdo con usted en que la mujer suele tener más deseos de matar al cómplice que los pudiera tener el mismo injuriado y también convengo en que una mujer prefiera un martillo ligero a uno pesado. Pero aquí nos encontramos ante una imposibilidad física absoluta. No hay mujer en el mundo capaz de aplastar un cráneo de un golpe en esta forma.

Y, tras una pausa reflexiva, continuó:

—Esa gente no se ha dado cuenta del caso. El coronel llevaba un casco de hierro debajo del sombrero; el golpe lo ha destrozado como si fuese de vidrio. Observe usted a esta mujer: vea usted sus brazos.

Hubo un nuevo silencio. De pronto, el médico dijo, malhumorado:

—Bueno, tal vez me engañe. Todo puede ser objetado. Pero vamos a lo esencial: sólo un idiota, teniendo a su alcance estos martillos, pudo escoger el más ligero.

Al oír esto, Wilfred Bohun se llevó a la cabeza las flacas y temblorosas manos, como si quisiera arrancarse los ralos y amarillos cabellos. Después, dejándolas caer de nuevo, dijo:

—Esa es la palabra que me hacía falta. Usted la ha pronunciado.

Y, dominándose, continuó:

—Usted ha dicho bien: «Sólo un idiota».

—Sí. ¿Y qué?

—En efecto, esto sólo un idiota lo ha hecho —concluyó el sacerdote.

Los otros lo miraron con ojos llenos de sorpresa, mientras él proseguía con una agitación femenina y febril:

—Yo soy sacerdote, y un sacerdote no puede derramar sangre, no puede llevar a nadie a la horca. Y doy gracias a Dios porque ahora veo claramente quién es el criminal, y es un criminal que no puede ser llevado a la horca.

—¿No lo denunciará? —preguntó el médico.

—Aunque lo denunciara no lo colgarían —contestó Wilfred con una sonrisa llena de extraña alegría—. Esta mañana, al venir a, la iglesia, me encontré allí a un loco rezando, a ese desdichado Pepe Loco, el idiota. Dios sabe lo que habrá rezado, pero no es inverosímil suponer que sus oraciones debieron ser muy enmarañadas. Es muy posible que un loco rece antes de matar a un hombre. Cuando vi por última vez al pobre Pepe, este estaba con mi hermano. Mi hermano estaba burlándose de él.

—¡Caramba! —exclamó el médico—. ¡Al fin se aclara el asunto! Pero, ¿cómo puede usted explicar…?

El reverendo Wilfred Bohun casi temblaba al sentirse tan cerca de la verdad.

—¿No ve usted, no ve usted —dijo— que es lo único que puede explicar estos dos enigmas? Uno es el martillo ligero; el otro, el golpe formidable. El herrero pudo asestar el golpe, pero no hubiera empleado ese martillo. Su mujer pudo emplear el martillo, pero nunca asestar semejante golpe. Pero un loco pudo hacer ambas cosas. El martillo era pequeño, sí… No olvidemos que se trata de un loco: como asió ese martillo pudo asir cualquier otro objeto. En cuanto al golpe, ¿no sabe usted, acaso, doctor, que un loco, en su arrebato, tiene la fuerza de diez hombres?

El médico, lanzando un profundo suspiro, dijo:

—¡Diablo! Creo que ha dado usted en el clavo.

El padre Brown había estado contemplando a Bohun con tanta atención como si quisiera demostrarle que sus grandes ojos grises, ojos de buey, no eran tan insignificantes como el resto de su persona. Cuando se hizo el silencio, dijo con el mayor respeto:

—Mister Bohun, la teoría que usted acaba de exponer es la única que tiene validez y es inatacable. Creo, por lo tanto, que, fundado en mi conocimiento de los hechos, he de manifestarle que es completamente falsa.

Dicho esto, el hombrecillo se alejó un poco, para dedicarse otra vez al famoso martillo.

—Este individuo parece saber más de lo que le convendría saber —murmuró el malhumorado médico al oído de Bohun—. Esos sacerdotes papistas son unos taimados.

—No, no —contestó Bohun con expresión de fatiga—. Fue el loco, fue el loco.

El grupo formado por el médico y los dos clérigos se había quedado aparte del grupo oficial en que figuraban el inspector y el herrero. Pero al disolverse, oyeron las voces de los otros. El sacerdote alzó y bajó los ojos tranquilamente al oír al herrero que decía en voz alta:

—Creo que lo he convencido a usted, señor inspector. Como usted afirma, soy hombre bastante fuerte, pero no tanto que pueda lanzar mi martillo desde Greenford hasta aquí. Mi martillo no tiene alas para venir volando sobre setos y campos.

El inspector rió amistosamente y dijo:

—No, usted puede considerarse libre de toda sospecha, aunque, verdaderamente, es una de las coincidencias más singulares que he visto en mi vida. Sólo le pido que nos ayude a encontrar otro hombre tan robusto y fuerte como usted. ¡Por San Jorge! Usted podrá sernos muy útil, aunque sólo sea para agarrar al criminal. ¿No sospecha de nadie?

—Sí, tengo una sospecha, pero no de un hombre —dijo, pálido, el herrero. Y viendo que todos los ojos, asustados, se dirigían hacia el banco en que estaba su mujer, puso sobre el hombro de esta su robusta mano, y añadió—: Tampoco de una mujer.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el inspector, risueño—. ¿Supongo que no creerá usted que las vacas son capaces de manejar un martillo?

—Creo que ningún ser de carne y hueso ha movido este martillo —contestó el herrero con voz ahogada—. Hablando en términos humanos, creo que ese hombre ha muerto solo.

Wilfred hizo un movimiento hacia adelante y miró al herrero con ojos ardientes.

—¿Quiere usted decir, entonces, Barnes —intervino el zapatero con voz áspera—, que el martillo pudo saltar solo y le aplastó la cabeza?

—¡Oh, caballeros! —exclamó Simeón—. Bien pueden ustedes extrañarse y burlarse; ustedes, sacerdotes, que todos los domingos nos cuentan cuán misteriosamente castigó el Señor a Senaquerib. Yo creo que Aquel que, invisible, ronda todas las casas quiso defender la honra de la mía, e hizo perecer al seductor frente a mi puerta. Yo creo que la fuerza de este martillo no es más que la fuerza de los terremotos.

Wilfred, con una voz indescriptible, dijo entonces:

—Yo mismo dije a Norman que temiera el rayo de Dios.

—Ese agente queda fuera de nuestra jurisdicción —dijo el inspector, con una leve sonrisa.

—Pero usted no queda fuera de la de Dios —repuso el herrero—. No lo olvide.

Y volviendo su ancha espalda, entró en su casa.

El padre Brown, con aquella su amable y fácil manera, alejó de allí al conmovido Bohun.

—Vámonos de este terrible lugar, mister Bohun —le dijo—. ¿Puedo ver un poco de su iglesia? Me han dicho que es una de las más antiguas de Inglaterra. Nosotros nos interesamos mucho por las antiguas iglesias de Inglaterra.

Wilfred Bohun no pudo sonreír porque el humorismo no era su fuerte; pero asintió con un movimiento de cabeza, sintiéndose más que dispuesto a mostrar los esplendores del gótico a quien podría apreciarlos mejor que el herrero presbiteriano o el remendón anticlerical.

—Naturalmente —dijo—. Entremos por este lado.

Y lo condujo a la entrada lateral, donde sea abría la puerta con escalones que daba al patio. El padre Brown subía el primer peldaño, cuando sintió una mano sobre su hombro y, volviéndose, vio la figura negra y esbelta del médico, cuyo rostro estaba también negro de sospechas.

—Señor —dijo el médico ásperamente—, usted parece conocer algunos secretos de este feo asunto. ¿Puedo preguntarle por qué quiere guardárselos para sí?

—¡Cómo, doctor! —contestó el sacerdote sonriendo plácidamente—. Hay una buena razón para que un hombre de mi profesión se calle las cosas cuando no está seguro de ellas, y es lo acostumbrado que está a callárselas cuando está cierto de ellas. Pero si le parece que he sido reticente hasta la descortesía con usted o con cualquiera, violentaré mi costumbre todo lo que me sea posible. Le voy a dar a usted dos indicios.

—Lo escucho, señor —dijo el médico, sombríamente.

—Primero —dijo el padre Brown tranquilamente—, algo que le atañe a usted: es un punto de ciencia física. El herrero se equivoca, no quizás en asegurar que se trata de un

acto divino, sino en imaginarse que es un milagro. Aquí no hay milagro, doctor, si no es que el hombre mismo, dotado como está de un corazón extraño, perverso y, con todo, semiheroico, es un milagro. La fuerza que destruyó ese cráneo es una fuerza bien conocida de los hombres de ciencia, una de las leyes de la Naturaleza más frecuentemente discutidas.

El médico, que lo contemplaba con torva atención, preguntó simplemente:

—¿Y el otro indicio?

—El otro indicio es este —contestó el sacerdote—. ¿Recuerda usted que el herrero, aunque cree en el milagro, hablaba con burla de la fantasía de que su martillo tuviera alas y hubiese venido volando por el campo desde una distancia de media milla?

—Sí —dijo el médico—; lo recuerdo.

—Bueno —añadió el padre Brown con una sonrisa llena de sencillez—. Pues esa fantástica suposición es la más cercana a la verdad de cuantas se han propuesto.

Dicho esto, subió las gradas para reunirse con el cura.

El reverendo Wilfred lo había estado esperando, pálido, como si esta ligera tardanza agotara la resistencia de sus nervios. Lo condujo directamente a su rincón favorito, a aquella parte de la galería que estaba más cerca del techo labrado, iluminada por la admirable ventana del ángel. El pequeño sacerdote católico lo vio y admiró todo, hablando alegremente, aunque en voz queda. Cuando, en el curso de sus exploraciones, dio con la salida lateral y la escalera de caracol por donde Wilfred bajó para ver a su hermano muerto, el padre Brown, en vez de bajar, trepó con la agilidad de un mono y, desde arriba, se dejó oír su clara voz:

—Suba usted, mister Bohun. El aire le sentará a usted bien. Bohun subió, y se encontró en una especie de galería o balcón de piedra, desde el cual se dominaba la ilimitada llanura donde se alzaba la colina del pueblo, cubierta de bosques hasta el término rojizo del horizonte y salpicada aquí y allá de aldeas y granjas. Bajo ellos, como un pequeño cuadrado blanco, se veía el patio de la fragua, donde el inspector seguía tomando notas y el cadáver yacía semejante a una mosca aplastada.

—Esto parece un mapamundi, ¿no es verdad? —observó el padre Brown.

—Sí —dijo Bohun gravemente, y movió la cabeza.

Debajo y alrededor de ellos las líneas del edificio gótico se hundían en el vacío con una rapidez vertiginosa y mortal. En la arquitectura de la Edad Media hay una energía titánica que, bajo cualquier aspecto que se la considere, siempre parece despeñarse, precipitarse como un caballo furioso. Aquella iglesia había sido labrada en roca antigua y silenciosa, barbada de musgo y manchada con los nidos de los pájaros. Pero cuando se la contemplaba desde abajo, parecía elevarse hasta las estrellas como una fuente; y cuando, como ahora, se la contemplaba desde arriba, caía como una catarata en un abismo mudo. Aquellos dos hombres se encontraban solos frente al aspecto más terrible del gótico: la contracción y desproporción monstruosas, las perspectivas vertiginosas, el vislumbre de la grandeza de las pequeñas cosas y la pequeñez de las grandes; un torbellino de piedra en mitad del aire. Detalles de la piedra, enormes por su proximidad, se destacaban sobre campos y granjas que, a la distancia, parecían diminutos. Un pájaro o fiera labrado en un ángulo se convertía en un dragón capaz de devorar todos los pastos y las aldeas del contorno. La atmósfera era embriagadora y peligrosa, y los hombres se sentían como suspendidos en el aire sobre las alas vibradoras de un genio colosal. La vieja iglesia, enorme y rica como una catedral, parecía asentarse sobre aquellos campos asoleados como un aguacero.

—Creo que andar por estas alturas, aunque sea para rezar, es peligroso —dijo el padre Brown—. Las alturas fueron hechas para ser admiradas desde abajo, no desde arriba.

—¿Quiere usted decir entonces que uno puede caer? —preguntó Wilfred.

—Quiero decir que, aunque el cuerpo no caiga, puede caer el alma —contestó el padre Brown.

—No comprendo lo que dice —contestó Bohun en voz baja.

—Piense usted, por ejemplo, en el herrero, —continuó el padre Brown—. Es un buen hombre, pero no un cristiano: es duro, imperioso, inflexible. Su religión escocesa nació de los hombres que rezaban en lo alto de las montañas y riscos, y se acostumbraron más bien a considerar el mundo desde arriba que no a ver el cielo desde abajo.

La humildad es la madre de los gigantes. Se ven grandes cosas desde los valles. Pero desde la cumbre todo se ve pequeño.

—Pero él…, él no lo hizo —dijo Bohun, temblando.

—No —contestó el otro con un acento singular—. Bien sabemos que no fue él.

Después de unos instantes, contemplando tranquilamente la llanura con sus pálidos ojos grises, continuó:

—Conocí a un hombre que empezó por arrodillarse ante el altar como los demás, pero que se fue enamorando de los sitios altos y solitarios para entregarse a sus oraciones, como, por ejemplo, los rincones y nichos, de los campanarios y chapiteles. Una vez en estos altos lugares, donde el mundo le parecía girar a sus pies como una rueda, su mente también empezó a girar, y se figuraba ser Dios.

Y así, aunque ese hombre era bueno, cometió un gran crimen.

Wilfred tenía vuelto el rostro a otra parte, pero sus huesudas manos, cogidas al parapeto de piedra, se pusieron blancas y azulosas.

—Ese hombre creyó que le era dado juzgar al mundo y castigar al pecador. Nunca se le hubiera ocurrido pensar tal cosa si hubiese tenido la costumbre de arrodillarse en el suelo, como los demás hombres. Pero, desde arriba, los hombres le parecían insectos. Y distinguió a uno, justamente debajo de él, faroleando muy orgulloso, y que llevaba sombrero verde… ¡Era un insecto ponzoñoso!

Las cornejas graznaban por los rincones del campanario, pero no se oyó ningún otro ruido hasta que el padre Brown continuó:

—También le tentó otra cosa, a saber: el hecho de tener a su alcance uno de los instrumentos más terribles de la Naturaleza; quiero decir, la ley de gravedad, esa energía loca y vertiginosa en la cual todas las criaturas de la naturaleza vuelan hacia el corazón de la tierra al ser soltadas. Mire usted: el inspector pasea ahora precisamente allá abajo, en el patio de la fragua. Si yo le arrojara una piedrecita desde este punto, en el momento en que lo alcanzase llevaría la fuerza de una bala. Si le dejara caer un martillo, aunque fuese un martillo pequeño…

Wilfred Bohun pasó una pierna por encima del parapeto, pero el padre Brown lo agarró por el cuello.

—No por esa puerta —le dijo con mucha dulzura—. Esa puerta lleva al infierno.

Bohun, tambaleándose, se recostó en el muro y miró al padre Brown con ojos llenos de espanto.

—¿Cómo sabe usted todo eso? —gritó—. ¿Es usted el diablo?

—Soy un hombre —contestó gravemente el padre Brown—. Por consiguiente, todos los diablos se hallan dentro de mi corazón. Escúcheme usted… —Y, tras una corta pausa, prosiguió:

—Sé lo que usted ha hecho, o, por lo menos, adivino una buena parte de ello. Cuando se separó de su hermano, estaba poseído de una ira no injustificada, al extremo que cogió usted al pasar un martillito, presa del deseo sordo de matarlo en el mismo sitio del pecado. Pero, dominándose, se lo guardó usted en su levita abotonada y entró en la iglesia. Estuvo rezando en varios lugares, sin saber lo que hacía: bajo la vidriera del ángel, en la plataforma de arriba, en otra de más arriba, desde donde podía usted ver el sombrero oriental del coronel como el verde dorso de un escarabajo. Algo estalló entonces dentro de su alma, y dejó usted caer el rayo de Dios.

Wilfred se llevó una de sus delgadas manos a la cabeza y preguntó con voz ahogada:

—¿Cómo sabe usted que su sombrero parecía un escarabajo verde?

—¡Oh, eso es una cosa de sentido común! —contestó el otro con una leve sonrisa—. Pero sígame usted escuchando. He dicho que sé todo esto, pero nadie más lo sabrá. El próximo paso es usted quien tiene que darlo; yo no daré ni uno más: sello esto con el sello de la confesión. Si me pregunta usted por qué, le contestaré que me sobran razones, pero sólo hay una que le concierne a usted. Lo dejo en libertad de obrar, porque no está usted aún muy corrompido, como suelen estarlo los asesinos. Usted no permitió que se acusara del crimen al herrero, cuando era la cosa más fácil, ni a su mujer, que también era fácil. Usted trató de echar la culpa al idiota, porque sabía que este no podría sufrir el castigo. Tengo por oficio propio encontrar tales vislumbres de salvación en los asesinos. Y ahora, baje usted a la aldea, y haga usted lo que quiera, puesto que es más libre que el viento. Yo ya he dicho mi última palabra.

Bajaron por la escalera de caracol en el mayor silencio, y salieron frente a la fragua, a la luz del sol Wilfred Bohun levantó cuidadosamente la aldaba de la puerta de madera del patio y, dirigiéndose al inspector, dijo:

—Me entrego a la justicia: he matado a mi hermano.

miércoles, 17 de agosto de 2022

ASESINATO EN LA TABERNA WILLIAMSON Thomas de Quincey.



ASESINATO EN LA TABERNA WILLIAMSON

Thomas de Quincey

Una semana después del asesinato de la familia Marr, en la noche del jueves, tuvo lugar un segundo bárbaro crimen. Muchos han creído que este segundo caso, por su intenso y dramático interés, aventajaba al primero. La familia señalada como víctima era la de un tal Williamson, y la casa no estaba situada en la Ratcliffe Highway sino a la vuelta, en una calleja que desembocaba en esa gran arteria.

Williamson era un hombre muy conocido y respetable, establecido desde hacía mucho tiempo en el barrio. Se lo consideraba rico y más bien por distraerse que por el deseo de acrecentar sus riquezas, tenía una especie de taberna que podía considerarse como patriarcal en el sentido de que aunque muchos eran quienes acudían a ella cada noche, ninguna oposición ni tirantez había entre ellos y los demás parroquianos, artesanos y obreros en su mayor parte. Todo aquel que se comportase como era debido tenía derecho a sentarse allí y pedir su licor preferido. La taberna contaba con una clientela fija y, en menor proporción, con otra ocasional o flotante.

La familia Williamson se componía de las cinco personas siguientes: 1) Williamson, el jefe, que era un anciano de más de setenta años, robusto para su edad, muy discreto y comedido, pero enérgico cuando se trataba de mantener el orden; 2) su esposa, diez años más joven que él; 3) su nieta, niña de unos nueve años de edad; 4) una criada, de apenas cuarenta años; 5) un joven obrero de unos veintiséis años, que trabajaba en una fábrica (no recuerdo en cuál; ni recuerdo tampoco si era extranjero).

Los clientes de Williamson se iban sin excepción al sonar las once. Debido a tal costumbre en un barrio tan revoltoso, Williamson había logrado que en su casa nunca hubiera una pelea.

Aquel jueves por la noche, todo había transcurrido normalmente salvo una ligera sombra de sospecha que algunos sintieron. En una época menos agitada, no se le hubiera dado importancia. Pero a la sazón, en todas las reuniones se hablaba del asesinato de la familia Marr y de su desconocido autor; y por ello no era lo más adecuado para tranquilizar a nadie que un extranjero de apariencia siniestra, enfundado en un abrigo hasta los pies, se hubiese paseado por la sala, y los rincones oscuros y hasta se deslizara hacia las habitaciones privadas. En general, se lo creía un conocido de Williamson, y, hasta cierto punto, como cliente ocasional de la casa, no era imposible que lo fuese. Pero más tarde, este extranjero repugnante, con su palidez espectral, su cabellera extraordinaria y sus ojos turbios, volvió a la memoria de todos los que lo observaron entre las ocho y las once de la noche, con ese efecto glacial que producen los dos asesinos en Macbeth cuando se presentan a Banquo, con sus rostros horribles, en un brumoso segundo término, en la pompa del festín real.

Cuando el reloj dio las once, todo el mundo se marchó. La puerta de entrada quedó a medio cerrar. He aquí cuál era la posición exacta de las cinco personas que se quedaban en la casa: los tres más viejos, es decir, Williamson, su mujer y la criada, se hallaban en la planta baja. Williamson servía cerveza y vino a los comensales que pudiesen entrar hasta medianoche y para quienes se dejaba la puerta medio atrancada. La mujer y la criada iban y venían entre la cocina y un pequeño salón; la niña, cuya habitación estaba en el primer piso, se había quedado profundamente dormida, desde las nueve de la noche, y el inquilino se había acostado a dormir. Era un obrero; su cuarto estaba en el segundo piso. Se había desnudado y permanecía acostado en su cama. Como todo trabajador, madrugaba y, naturalmente, estaba deseando dormirse. Sin embargo, aquella noche la inquietud causada por los asesinatos recientes del número 29 de la Ratcliffe Highway, le provocó un paroxismo de excitación nerviosa, y lo mantuvo desvelado. Es posible que hubiese oído hablar del extranjero sospechoso o que lo hubiese visto escurrirse por la casa o en la calle. Sea como sea, estaba al corriente de las particularidades peligrosas que rodeaban la casa, por ejemplo, la bellaquería del vecindario y el hecho poco agradable de que los Marr hubiesen vivido a pocos pasos de allí, lo que significaba que el asesino tampoco vivía a gran distancia. Tales eran los motivos de su alarma. Pero, además, había otros, ante todo la reputación de opulencia de Williamson, la creencia, fundada o no, de que tenía dinero guardado, y, en fin, el peligro de dejar la puerta entreabierta durante una hora entera, la hora más peligrosa de todas, porque el asaltante nada tendría que temer de los clientes asiduos, ya que estos se habían marchado a las once. Esta regla, hasta aquí ventajosa para la reputación de la casa, era ahora contraria, por haber variado las circunstancias, y representaba positivamente una hora de peligro. Como Williamson era un hombre pesado y grueso, sedentario y con más de setenta años, hubiera sido prudente cerrar con llave la puerta después de la marcha de los clientes.

Sobre estos y otros motivos de alarma (principalmente el hecho de saberse que Williamson poseía mucha vajilla) meditaba el obrero, inquieto. Podían ser las doce menos veintiocho o menos veinticinco, cuando, de pronto, con un ruido que revelaba una mano siniestra, la puerta de la taberna fue cerrada con llave. No había duda, pues, que había entrado el hombre diabólico, vestido de misterio, el hombre del 29 de Ratcliffe Road. Sí, el ser horrible que durante doce días había ocupado los pensamientos de todo el mundo, se encontraba ahora seguramente en esta casa indefensa, e iba en pocos minutos a presentarse ante los ojos de sus moradores. La opinión pública todavía se preguntaba si no había habido dos asesinos en casa de Marr. Si así fuera, ambos deberían estar allí presentes, y uno de ellos dispuesto a trabajar desde la escalera, pues el mayor peligro era la alarma que alguien pudiera lanzar desde una ventana superior de la casa. Durante medio minuto largo, el pobre hombre, espantado, se quedó sentado en la cama, sin moverse. Después se levantó. Su primer movimiento le condujo a la

puerta del cuarto, no para protegerla contra una invasión, pues bien sabía él que la puerta no tenía cerradura de ninguna clase, y, por otra parte, ningún mueble de aquel cuarto hubiera podido servir para atrancar la puerta, suponiendo que hubiese tenido tiempo para hacer tal cosa. No fue el instinto de prudencia, sino la mera fascinación del terror lo que le impulsó a abrir la puerta. De un paso se encontró junto a la escalera. Se asomó por la balaustrada a fin de escuchar. En aquel momento, del saloncito salió un grito de agonía de la criada:

—¡Señor mío Jesucristo, todos seremos asesinados!

¡Qué cabeza de medusa se oculta bajo esos rasgos exangües, detrás de esos ojos turbios y fijos que parecían pertenecer a un cadáver, para que la primera mirada que se le dirigía, bastase para tener la certeza de la muerte!

Tres luchas sucesivas y mortales habían terminado ya. El pobre obrero, aterrorizado, inconsciente de lo que hacía en medio de su ciego y pasivo pánico, bajó toda la escalera. Un terror infinito lo empujaba de la misma manera que hubiese podido hacerlo una valentía heroica. En camisa, pisando los peldaños carcomidos por el tiempo, que crujían bajo sus pies, continuó bajando hasta alcanzar los últimos escalones. La situación no podía ser más espantosa. Un estornudo, una tos, un suspiro, y el obrero hubiera sido muerto, sin ni siquiera poder defender su vida.

El asesino, durante este tiempo, estaba en el saloncito, cuya puerta se encontraba frente a la escalera. Dicha puerta se hallaba entreabierta. Del cuadrante de los noventa grados que la puerta describiría para hallarse en ángulo recto con la antecámara, quedaban expuestos por lo menos cincuenta y cinco. Y así, dos de los tres cadáveres estaban a la vista del joven. ¿Dónde estaba el tercero? ¿Y el tercero, dónde estaba? ¿Y el asesino? Este iba y venía con rapidez por el salón, ocupado en una cosa u otra en la parte de la habitación que quedaba oculta. Un ruido le explicó enseguida al obrero lo que el asesino estaba haciendo: probaba, a tientas, las llaves de un aparador, de un armario y de un pupitre. Pronto, sin embargo, se hizo visible; pero, afortunadamente para el joven, en aquel momento crítico, el asesino estaba demasiado absorto en sus proyectos para echar una mirada hacia la escalera y descubrir el rostro pálido del obrero, inmovilizado por el terror, listo para la tumba.

En cuanto al tercer cadáver, el de Williamson, se encontraba en la bodega. ¿Cómo se explica esto? Fue una cuestión muy discutida entonces, pero nunca satisfactoriamente aclarada. Pero la muerte de Williamson era evidente para el inquilino, pues de no ser así lo hubiera oído moverse o gemir. Así, pues, de los cuatro amigos de quienes se había separado cuarenta minutos antes, tres habían sucumbido. Quedaba, pues, una

proporción del cuarenta por ciento (mucho para que Williamson lo descuidase): él y su linda amiguita, la nieta de los Williamson, cuya pueril inocencia la mantenía dormida, más allá de todo temor, ignorante del peligro que puedan correr ella y sus abuelos. Pero, ¡ay!, está muy cerca del asesino. En este momento el joven inquilino es incapaz de ningún esfuerzo, se ha convertido en una esfinge de hielo, y lo que se halla cerca de él, a una distancia de cuatro metros, es un cuadro pavoroso.

La criada había sido sorprendida de rodillas por el asesino, ante el fogón, que había estado fregando. Acabada esta tarea, iba a emprender otra: llenar la hornalla de leña y carbón; no para encenderla entonces, sino para tenerla preparada la mañana siguiente. Las apariencias demostraban que estaba ocupada en este trabajo cuando el asesino entró. Los hechos seguramente ocurrieron de la siguiente manera: a juzgar por el terrible grito invocando a Dios que oyó el obrero, es seguro que sólo entonces se alarmó, uno o dos minutos después de haberse cerrado la puerta con violencia. Por consiguiente, la alarma de que era presa el joven, no la debieron percibir las dos mujeres. A la sazón se decía que la señora Williamson era dura de oído, y se supuso que la criada, con el ruido del fregadero «creyó que se trataba de algo que pasaba en la calle o bien pudo atribuir el portazo a una travesura de los chicos de la vecindad». Sea lo que fuere, el hecho es que, hasta el momento de lanzar su exclamación, la criada no había notado nada sospechoso, nada que hiciese interrumpir su labor. De esto se deduciría que la señora Williamson tampoco había notado nada, pues de lo contrario hubiera comunicado su temor a la criada, que estaba cerca.

Aparentemente, he aquí el curso que debieron seguir los acontecimientos después de la entrada del asesino. La señora Williamson no lo había visto, porque estaba de espaldas a la puerta. Ella, pues, fue la primera en quedar aturdida por un fuerte golpe asestado detrás de la cabeza y que le destrozó la parte posterior del cráneo. Cayó. El ruido de la caída (pues todo fue cosa de unos segundos) llamó la atención de la criada, que lanzó aquel grito que oyó el joven; pero antes de que pudiese repetirlo, el asesino había descargado el instrumento sobre su cabeza, y le había roto el cráneo. Ambas mujeres habían quedado aniquiladas. Pero el asesino, que tenía conciencia del peligro que significaba cualquier demora y no ignoraba las consecuencias fatales a que estaría expuesto si una de las víctimas recobrase el conocimiento y prestase declaración, se puso inmediatamente a degollarlas. Todo ello se deducía del aspecto de las cosas. La señora Williamson había caído hacia atrás, con la cabeza hacia la puerta; la criada, de rodillas, no había podido levantarse, y había presentado pasivamente su cabeza a los golpes. Acto seguido, el canalla sólo tuvo que inclinarle la cabeza hacia atrás para descubrirle la garganta y consumar el asesinato.

Es notable que el joven obrero, paralizado como estaba por el miedo, y evidentemente fascinado durante algún tiempo hasta el punto de haber marchado directamente hacia la boca misma del lobo, fuese capaz de registrar todos estos detalles. Imagínelo el lector, atisbando al bandido inclinado sobre el cuerpo de la señora Williamson que hurga en pos de llaves importantes. Sin duda, la situación era angustiosa para el asesino, pues si no hallaba pronto las llaves que necesitaba, el único resultado de esta espantosa tragedia sería aumentar prodigiosamente el horror público, y, por lo tanto, tendría que multiplicar las precauciones, vencer dobles obstáculos interpuestos entre él y su presa futura. Pero algo más estaba en juego: su propia seguridad, que cualquier riesgo o accidente podía comprometer. La mayor parte de quienes acudían a la taberna a comprar bebidas eran muchachas y niños aturdidos. Estos, si hallaban la puerta cerrada, se marcharían confiados a otra parte; pero si venían un hombre o una mujer raros, empezarían las sospechas al hallar la puerta cerrada quince minutos antes de la hora acostumbrada. Darían la alarma de inmediato, y luego sólo el azar decidiría acerca de los acontecimientos. Es un hecho curioso que demuestra la singular inconsecuencia de este villano (pues unas veces hacía gala de una sutileza superflua y otras era imprevisor), que mientras estaba en medio de los cadáveres cuya sangre había inundado el saloncito, no debía estar muy seguro del modo de escapar. No ignoraba que había ventanas en la parte trasera de la casa, pero es posible que no supiese la forma de abrirlas. Además, en un vecindario tan sospechoso, no es imposible que las ventanas de la planta baja estuviesen clausuradas. Las de arriba podían estar abiertas, pero el salto era muy peligroso. Lo único hacedero era, pues, entretenerse en buscar otras llaves y descubrir el tesoro oculto. Tan intensa concentración en un solo propósito, embotó al asesino, incapaz de percibir lo que pasaba a su alrededor; de lo contrario, debería haber oído la respiración del joven, que por momentos sonaba con un ruido atroz.

El asesino se inclinó otra vez sobre el cadáver de la señora Williamson y, registrándole los bolsillos con más cuidado, sacó varios llaveros, uno de los cuales, al escapársele y caer al suelo, resonó con ruido metálico. En ese momento, el testigo oculto, desde su secreto escondite, advirtió que el sobretodo del asesino John Williams estaba forrado de seda de fina calidad. Otro hecho que notó y que, más adelante, fue de mayor importancia que muchos detalles más serios de la acusación, es que los zapatos del asesino, nuevos sin duda, comprados tal vez con el dinero del pobre Marr, crujían de una manera seca a cada paso.

Tras apoderarse del manojo de llaves, el asesino se dirigió hacia la parte oculta del salón. Y entonces, por fin, se le presenta al obrero la rápida posibilidad de escapar. Algunos minutos perdería el asesino, seguramente, mientras probaba todas aquellas llaves, y luego revolvía los cajones, suponiendo que las llaves los abriesen, o lo forzaba.

Podría, pues, contar con un corto intervalo de reposo, mientras el ruido de las llaves privaría al asesino de oír el crujido de los peldaños bajo los pasos del obrero que subía. Su plan estaba trazado. Al llegar a la habitación pone la cama contra la pared, a fin de detener al enemigo por poco tiempo que ello sirviese; esto sería para el asesino una advertencia que, en último extremo, le permitiría salvarse mediante un salto desesperado. Tan tranquilamente como le fue posible, desgarró las sábanas, las fundas de las almohadas y las mantas; retorció las tiras hasta convertirlas en cuerdas y las ató unas con otras. Pero desde el principio se le presentó un gran obstáculo a su plan ¿dónde hallar algo, una armella, un gancho o barrote, que pudiese servir para atar la cuerda? Desde el antepecho de la ventana al suelo había unos siete metros de los que podía deducir unos tres, altura desde la que podría dejarse caer sin peligro. Hecha tal deducción, sólo faltaba preparar una cuerda de cuatro metros. Todo esto llevó unos seis minutos. El testigo trabaja incansablemente en el dormitorio y el asesino en la planta baja.

Pero, desgraciadamente, cerca de la ventana no había ningún punto de apoyo de hierro o sólido. El más próximo, en verdad, el único apoyo de esta clase, no estaba cerca de la ventana: era un gancho clavado (se ignora con qué fin) en la parte superior de la cama. Sin embargo, habiendo cambiado esta de lugar, también cambió tal punto de sostén; y si antes estaba a un metro de la ventana ahora se encontraba a tres.

Será, pues, preciso añadir tres metros enteros a lo que, medido desde la ventana, hubiese bastado.

Pero el joven no se deja abatir. Dios, según un proverbio que circula por todas las naciones cristianas, ayuda a los que se ayudan.

Nuestro joven acoge, agradecido, este pensamiento. Ve en aquel hasta entonces inútil gancho una señal de la Providencia. Si únicamente hubiese trabajado para él su acción no sería tan meritoria. Con toda sinceridad se inquieta ahora por la pobre niña a quien conoce y ama. Cada minuto, lo siente, la arrastra a la ruina. Cuando pasó delante de la puerta, pensó primero en sacarla de la cama en brazos y llevarla donde pudiera. Pero, reflexionando, comprendió que, despertándola tan pronto, como era imposible explicarle nada, ella se hubiera puesto a gritar y la habrían oído. Esta imprudencia habría sido fatal para ambos. Los aludes de los Alpes, suspendidos encima de la cabeza del viajero, con frecuencia se despeñan por el movimiento del aire causado por un murmullo; precisamente de un murmullo contenido dependía la voluntad homicida del hombre de abajo.

No, sólo hay un camino para salvar a la niña, y este es primero salvarse él mismo. Ha empezado bien. El primer punto de apoyo, el gancho, resiste perfectamente el peso de su cuerpo. Le ha atado el extremo de sus siete metros de cuerda, que anuda poco a poco, para perder lo menos posible; añade una segunda cuerda a la primera, con lo que ya tiene diez metros dispuestos a ser suspendidos por la ventana, y de esta suerte, aun en el peor de los casos, no sería un desastre absoluto si, llegando al final de la cuerda, se dejase caer al suelo. Todo esto había sido hecho en seis minutos apenas. La ardiente lucha entre abajo y arriba prosigue con tesón. El asesino trabaja en el salón; el obrero en su cuarto. El miserable progresa mucho, abajo: ha llenado ya un saco con billetes de Banco y se dispone a llenar otro. También ha robado muchas monedas de oro. No había entonces libras esterlinas, pero las guineas valían treinta chelines.

El asesino está alegre, y si algún ser vive todavía en la casa, como sospecha, como bien pronto sabrá, no tendrá inconveniente, antes de cortarle la garganta, en luchar con él. ¿En vez de este saco, no podría regalarle a esa criatura su garganta? ¡Oh, no, imposible! Las gargantas son cosas que no se regalan jamás. Es preciso no perder de vista nunca los negocios. En verdad, estos dos hombres, considerados sencillamente como hombres de negocios, son dignos de estima. Semejantes al coro y al semicoro, semejantes a la estrofa y a la antiestrofa, trabajan acordes. ¡Adelante, obrero! ¡Adelante, asesino! ¡Adelante, panadero! ¡Adelante, demonio! En cuanto al obrero, está a salvo. A sus cinco metros de cuerda, agrega dos más y sólo faltarán dos para que la cuerda llegue al suelo, una bagatela que el hombre o la niña pueden saltar. Todo es seguro para él, pero no puede decirse lo mismo del miserable que está abajo en el salón. El miserable, sin embargo, considera esto fríamente porque, a pesar de toda su astucia, por primera vez en su vida le han engañado. El lector y yo lo sabemos, pero el miserable ignora un hecho de bastante importancia, a saber, que durante tres minutos ha sido espiado por alguien, por alguien que, sufriendo, ha leído en un libro terrible, ha tomado nota exacta de todo lo que ha podido ver, e informará acerca de los zapatos crujientes y el abrigo forrado de seda en cierto sitio donde tales hechos hablarán poco en favor del asesino. Pero aunque es verdad que Williams no advirtió que el obrero era testigo de cómo había vaciado los bolsillos de la señora Williamson, y por lo tanto, no podía experimentar inquietud por lo que hiciera después ni, sobre todo, porque se hubiera atado a una cuerda, debía tener, no obstante, sus razones para no demorarse más de lo necesario.

Quince o veinte minutos hacía ya que el asesino Williams estaba allí y, en este lapso de tiempo, había despachado de modo satisfactorio una serie de asuntos. No se había demorado. En el sótano y en la planta baja había liquidado a toda la población. Pero quedaban el primero y el segundo piso. Entonces se le ocurrió la idea (aunque la actitud glacial del tabernero le hubiese hecho impenetrable el conocimiento familiar de la

disposición de la casa) de que, sin duda, en uno u otro de los pisos debían hallarse algunas gargantas más. En cuanto al saqueo, todo se hallaba ya en sus bolsillos. Era casi imposible encontrar nada más. Pero las gargantas, ¡oh las gargantas!, he aquí lo que era preciso cosechar. Y así, en su feroz sed de sangre, Williams arriesgó los frutos de su trabajo y su propia vida.

Si en aquel momento el asesino hubiese sabido lo que ocurría, si pudiese haber visto la ventana abierta, el obrero pronto a bajar, si hubiese sido testigo de la rapidez con que el obrero trabajaba para salvar su vida, si hubiese adivinado la conmoción que en noventa segundos haría presa en todos los habitantes de aquel populoso barrio, la imagen de un loco huyendo, aterrorizado, o en busca de venganza, no podría representar con exactitud la agonía con que el mismo buscaría la puerta que daba a la calle. Esta puerta estaba libre aún. En aquel momento, disponía de tiempo suficiente para intentar la fuga y, por consiguiente, seguir viviendo la novela de su abominable vida. Tenía en sus bolsillos un botín de más de cien libras esterlinas, medio seguro para ocultarse. Aquella misma noche podría cortarse sus cabellos rubios, ennegrecer sus cejas y comprarse, tan pronto como amaneciera, una peluca oscura y ropas que pudieran darle a su persona el carácter de un profesional serio; podría eludir todas las sospechas de la policía, embarcarse en uno de los cien barcos con destino a uno de los puertos situados a lo largo de la enorme línea costeña (2.400 millas de extensión) de los Estados Unidos de América; y podría luego disfrutar de cincuenta años de reposo y arrepentimiento, y hasta morir en olor de santidad. Por otra parte, si prefiriera la vida activa, no es imposible, gracias a su sutileza, a su valentía, a su falta de escrúpulos, que, en un país donde el simple hecho de naturalizarse convierte enseguida al extranjero en un hijo de familia, llegara al sillón presidencial, y tuviera una estatua después de muerto, y una biografía en tres volúmenes in-quarto, sin la menor alusión al número 29 de la Ratcliffe Road.

Pero todo esto depende de los noventa segundos siguientes. En ese tiempo, puede decidirse todo definitivamente, en bien o en mal. Si su buen ángel le guía hacia lo mejor, todo puede salir a pedir de boca, encaminándose a la prosperidad en este mundo. ¡Pero, miren! En dos minutos lo veremos tomar el mal camino, y entonces Némesis lo hundirá en una súbita y total ruina.

Mientras tanto, el obrero no pierde el tiempo arriba, pues sabe que la niña depende del filo de una navaja o de la alarma que se produzca antes de que el asesino llegue al borde de su cama. En este momento en el que la agitación y la angustia casi le paraliza los dedos, oye el paso furtivo del asesino, que sube envuelto por las tinieblas. El obrero había esperado que Williams, como había hecho antes al abrir la puerta de entrada, se lanzara rápidamente hacia arriba, rugiendo como un tigre. Tal vez, abandonado a su

natural instinto, hubiera procedido así. Pero esta manera de entrar, de efecto terrible cuando se produce para dar una sorpresa, era peligrosa en el caso de que alguien pudiese estar en acecho. El paso que había oído era en la escalera, ¿pero en qué peldaño? El más bajo, pensaba. Esto podía tener una gran importancia, dada la manera lenta y prudente con que se aproximaba el asesino. Sin embargo, ¿no podía ser el décimo, el duodécimo, el décimocuarto?

Jamás, acaso, en este mundo ha sentido ningún hombre su propia responsabilidad como el pobre obrero en aquel momento, pensando en la niña dormida. Dos segundos perdidos, por torpeza o pánico, y la niña pasa de la vida a la muerte. Hay aún una esperanza, y nada podría descubrir más horriblemente la naturaleza infernal de aquel cuya sombra siniestra, para hablar como los astrólogos, oscurece, en este momento, la morada de la vida, como la simple expresión de la base sobre la cual se asentaba tal esperanza.

El obrero tenía la seguridad de que el asesino no mataría a la pobre niña sin que esta tuviera conciencia plena de su situación. Para un epicúreo del asesinato, como era Williams, hubiera sido igual que suprimir el estímulo del goce permitir que la pobre niña bebiese la copa amarga de la muerte sin haber comprendido antes la miseria de su situación. Pero esto, por fortuna, exigía algún tiempo. La doble confusión de espíritu que le ocasionaría ser despertada en una hora tan inoportuna, el horror que experimentaría cuando se enterara del motivo, determinarían un desvanecimiento u otro modo cualquiera de insensibilidad o demencia. En una palabra, todo estaba en manos de la perversidad de Williams. Si hubiese sido capaz de contentarse con la sola muerte de la niña, sin detenerse en la marcha y en el libre desarrollo de su agonía mental, en este caso no habría esperanza. Pero como el asesino es minucioso y remilgado en lo que hace, y obraba como un director de escena de las circunstancias de sus crímenes, no era irrazonable dar paso a la esperanza, puesto que tales refinamientos preparatorios exigían tiempo. En los asesinatos que eran de absoluta necesidad, Williams se veía obligado a obrar con rapidez; pero en un asesinato de pura voluptuosidad, completamente desinteresado, con un testigo hostil, en el que no había que aprovecharse de botín alguno, en el que no se trataba de satisfacer ninguna venganza, es evidente que la prisa podía significar perderlo todo. Así, pues, si esta niña debe salvarse, lo será por consideraciones de pura estética.

Pero en este momento toda clase de consideraciones han sido suprimidas. Un segundo paso se oye en la escalera, siempre furtivo y prudente; un tercer paso, y el destino de la niña se cumplirá. En aquel momento todo está dispuesto ya. La ventana ha sido abierta; la cuerda se balancea libremente; el obrero se ha lanzado y se encuentra en el primer período de su descenso. Agarrándose con fuerza en la cuerda, baja

lentamente. Existe el peligro de que la cuerda se le escape de las manos y él se precipite al suelo con demasiada violencia. Por fortuna, fue capaz de frenar el impulso del descenso; los nudos le proporcionaron una serie de puntos de apoyo. Pero la cuerda era más corta de lo que había calculado, y quedó suspendido en el aire a metro y medio del suelo, sin poder articular palabra, a causa de tan prolongada inquietud, y no atreviéndose a arrojarse sobre el duro pavimento de la calle, por miedo a fracturarse las piernas. La noche no era sombría, como la del asesinato de los Marr. Y, no obstante, para la policía, era peor que la noche más oscura que haya jamás ocultado un crimen. Londres, del este al oeste, estaba cubierto de un espeso sudario de niebla, que se elevaba del río. A causa de esto, el joven suspendido no fue notado durante los primeros segundos. Su camisa blanca llamó, a la larga, la atención. Tres o cuatro personas corrieron y lo recibieron en sus brazos, previendo una noticia terrorífica. ¿A qué casa pertenecía? De momento se ignoraba. Pero el obrero indicó con el dedo la puerta de Williamson y dijo, con un murmullo ahogado:

—¡El asesino de Marr está allí!

Todo se comprendió al instante. El lenguaje mudo de los hechos era una elocuente revelación. El misterioso exterminador del número 29 de la Ratcliffe Road había hecho una visita a otra casa. Pero, ¡ved!, un solo hombre había podido escapar, a través de los aires, en camisa, para contar la historia. Desde el punto de vista supersticioso, había algo para refrenar la persecución del incomprensible criminal; desde el punto de vista moral y vindicativo, todo concurría a apresurarla.

Sí, el asesino de los Marr, el hombre misterioso, de nuevo aparecía. En aquel mismo instante tal vez apagaba la lámpara de una vida, no en un lugar lejano, sino aquí, en esta casa que podían tocar los que oyeron la triste noticia. El caos, el ciego tumulto de la escena que siguió a esto, y que puede medirse por las largas informaciones que aquellos días publicaron los periódicos, no ha sido, a mi modo de ver, igualado; y si acaso puede compararse con algo parecido, sólo recuerdo ahora el caso de la absolución de los siete obispos de Westminster, en 1688. Era más que un entusiasmo apasionado. El movimiento frenético de horror mezclado de ira, los aullidos de venganza que subían de la calle, y luego, por una especie de sublime contagio magnético, de todas las calles adyacentes, no pueden expresarse exactamente sino por este pasaje exaltado de Shelley:

Una fiera y agreste alegría reinó

entre las multitudes callejeras, volando

sobre el ala del miedo. Se despertó el hambriento,

que murió en su locura; y los agonizantes,

rodeados de cadáveres, oyeron la feliz

noticia, y la esperanza cerró los ojos de ellos,

mientras de casa en casa, los vivientes lanzaban

sus alegres clamores hacia el trémulo cielo

y llenaban la tierra de trepidantes ecos.

Era algo casi inexplicable el súbito entendimiento del clamor que se elevaba. El implacable rumor de venganza, esta unanimidad sublime en tal barrio, sólo podía dirigirse contra el demonio cuya imagen había tiranizado durante doce días el corazón popular. Todas las puertas, todas las ventanas del vecindario estaban abiertas, como obedeciendo a una orden; muchas personas, impacientes, saltaron por las ventanas al piso bajo; los enfermos se levantaron de sus camas; y aun, en alguna parte, como para vivificar la imagen que en sus versos da Shelley, un hombre que esperaba la muerte desde hacía algunos días, y que efectivamente murió al día siguiente, se levantó, se armó de una espada y en camisa salió a la calle. Se presentaba la ocasión de prender al perro feroz en medio de su orgía sangrienta. Hubo un momento en que la muchedumbre se desconcertó, a causa de la aglomeración y de la furia. Pero esta furia se plegaba a la voz de una autoridad. Evidentemente, la puerta de entrada debía echarse abajo, puesto que dentro no había ya seres vivos, exceptuando la pobre niña. Palancas de hierro, colocadas con habilidad, levantaron en un minuto la puerta, y la multitud penetró como un torrente. La irritación y la cólera que la dominaba, puede imaginarse cuando uno de los que estaban dentro dijo que se detuviesen y guardasen silencio absoluto. Con la esperanza de recibir una noticia útil, la muchedumbre calló.

—Escuchemos —dijo aquel hombre autorizado— y sabremos si está arriba o abajo.

De pronto, se oyó un ruido, como si alguien estuviese forzando una ventana, en el cuarto de arriba. Sí, no había duda de que el asesino se encontraba todavía en la casa: se le había cogido en la trampa. No estaba familiarizado con los detalles de la casa Williamson, y, según toda apariencia, se encontraba prisionero en uno de los cuartos. La multitud subió, impetuosamente. La puerta tenía el cerrojo echado. Cuando la abrieron, la ventana mostró, tanto por el estado del cristal como del marco, que el miserable había podido escapar. Había saltado.

Algunas personas, ardientes de furor, saltaron tras él. No se preocuparon por el suelo; pero más tarde, examinándolo, se vio que era un plano inclinado, de arcilla muy húmeda y pegajosa. Las huellas del hombre estaban profundamente impresas y seguían hasta el extremo del plano; pero se advirtió enseguida que era inútil perseguirlo a causa de la densidad de la niebla. A dos pasos, era imposible identificar a un hombre, y si se le cogía, no se sabía exactamente de quién se trataba. Jamás, en el curso de un siglo, se había presentado una noche más propicia para la fuga de un criminal. Williams disponía de mil medios para ocultarse, y había sitios cerca del río en los que podía refugiarse, durante años, sin temor a visitas importunas.

Pero los favores de la fortuna se otorgan en vano a los imprudentes o a los ingratos. Aquella noche, Williams tomó una decisión funesta: decidió, por indolencia, regresar a su antiguo alojamiento, el lugar que, por muchas razones, debía haber evitado de toda Inglaterra.

Mientras tanto, la multitud había explorado la morada de Williamson. Antes que nada, se preocuparon de la suerte de la niña. Williams había ido seguramente al cuarto de ella, pero estando allí le sorprendió la gritería. Entonces, toda su atención se concentró en las ventanas, porque sólo por ellas podía escapar. Y aun esa salida la debió a la niebla, o a la confusión de los primeros momentos, a la dificultad de cercar la casa. La niña estaba inquieta por aquella afluencia de gente a tal hora; pero, gracias a las previsiones humanitarias de los vecinos, ignoró completamente los terribles acontecimientos que habían ocurrido mientras dormía. El pobre abuelo era el único que faltaba, hasta que la multitud bajó a la bodega. Se le halló allí, tendido sobre el suelo. Probablemente había sido precipitado desde lo alto de la escalera, y, con tal violencia, que una de las piernas estaba rota. Después de haberlo puesto fuera de combate, Williams había bajado al sótano y le había cortado la garganta. Mucho se discutió en los periódicos sobre la dificultad de conciliar estos incidentes con las otras circunstancias del caso, si se supone que un solo hombre había hecho todo aquello. Parece cierto que no fue más que uno. Uno se había visto y oído en casa de Marr; uno solo, y, sin duda, el mismo hombre, había sido visto por el joven obrero en el salón de la señora Williamson, y uno solo era denunciado por las huellas sobre la arcilla.

El asesino, sin duda, entró en la taberna de Williamson y pidió cerveza. Esto obligó al anciano a bajar a la bodega. En cuanto le vio desaparecer en el sótano, Williams cerró de golpe la puerta de la calle. Williamson, al oír el ruido, debió regresar para ver qué era lo que ocurría. El asesino, que esperaba esto, lo había encontrado en lo alto de la escalera, desde donde lo derribó, hecho lo cual bajó para terminar el crimen. Todo esto debió durar un minuto o un minuto y medio, correspondiendo al intervalo transcurrido entre el portazo, que había oído el obrero, y la exclamación de la criada. Es también

evidente que la razón por la cual ningún grito salió de los labios de la señora Williamson, proviene de la posición y lugar en que se hallaba. El asesino vino por detrás, sin ser visto, y ella no lo sintió a causa de su sordera. En cuanto a la criada, se dio cuenta del ataque de que era objeto su señora, y por eso pudo lanzar aquella exclamación de agonía.

Hasta la mañana del viernes que siguió a la aniquilación de los Williamson, no se hizo público el hecho importante de que en el martillo con el cual Williams realizara sus proezas se leían las iniciales «J. P.». Este martillo, por distracción extraña del asesino, se había encontrado en la tienda de Marr, y es un hecho interesante, por lo tanto, que si el miserable hubiese sido sorprendido por el valiente vecino, lo habría encontrado desarmado. La notificación de tal detalle se hizo el viernes, es decir, el decimotercer día después del primer asesinato. Los resultados no se hicieron esperar mucho.

Por otra parte, en el secreto de un alojamiento para hombres solos, Williams había sido objeto de suposiciones muy graves, desde el principio, es decir, a la hora misma en que se revelaba la tragedia ocurrida en casa de Marr. Y es singular que esta sospecha se debiese completamente a su propia locura. Williams se hospedaba, en compañía de otros hombres de diversas nacionalidades, en una posada. En una gran sala había cinco o seis camas. La mayor parte de los huéspedes eran honrados artesanos. Había uno o dos ingleses, uno o dos escoceses, tres o cuatro alemanes y Williams, cuya patria no era bien conocida. La noche del sábado fatal, hacia la una y media, al volver de su espantosa labor, Williams halló dormidos a sus compañeros ingleses y escoceses; pero los alemanes velaban; uno de ellos, sentado, con una vela en la mano, leía a los otros dos en voz alta. Williams, al ver esto, dijo con un tono imperioso:

—¡Apagad pronto esa vela! ¡Apagadla! Van a prender fuego a las camas.

Si sus compañeros ingleses hubieran estado despiertos, habrían protestado contra la arrogancia de esta orden. Pero los alemanes son, por lo general, de índole mansa. La vela, pues, fue apagada. Sin embargo, como no había cortinas, los alemanes notaron que, en realidad, no existía el menor peligro, ya que las ropas de la cama arden difícilmente, como las hojas de un libro, cuando están bien apretadas. Así, los alemanes dedujeron que Williams tenía un motivo urgente para sustraerse a toda observación sobre su persona y vestido. ¿Cuál podía ser este motivo? La noticia que se propaló al día siguiente por toda la ciudad de Londres, y también en aquella casa, que sólo se hallaba a unos trescientos metros de distancia de la tienda de Marr, hizo aparecer aquel motivo terriblemente claro y, como es de suponer, fue comunicado a los otros compañeros de dormitorio. Sin embargo, todos sabían que la ley inglesa castiga toda sospecha sin pruebas. En verdad, por poco precavido que hubiera sido Williams, si

hubiese descendido a lo largo del Támesis y hubiese arrojado en él la mitad de su equipaje, nada se hubiera podido probar contra él. De esta manera hubiera podido realizar el plan de Courvoisier (el asesino de lord William Russell): vivir cometiendo cada mes un solo crimen bien preparado. No obstante, los compañeros de dormitorio estaban convencidos, pero esperaban tener indicios que pudiesen convencer a los demás. Apenas, pues, fue publicado el anuncio oficial a propósito de las iniciales «J. P.», todos los huéspedes de aquella casa se acordaron de un honrado carpintero de navío noruego, John Petersen, que había trabajado en los muelles ingleses hasta el presente año y que, al regresar a su país natal, dejó su caja de herramientas en la buhardilla de la posada. Esta fue examinada. Se encontró la caja de útiles de Petersen, pero faltaba el martillo. Después de un examen más detenido, se llegó a un descubrimiento más importante. El cirujano que había examinado los cadáveres encasa de Williamson, había emitido la opinión de que las gargantas no habían sido cortadas utilizando una navaja de afeitar, sino otra herramienta de forma diferente. Entonces se recordó que Williams había pedido prestado, recientemente, un gran cuchillo francés, de forma especial, y luego, entre un montón de madera y trapos viejos, se encontró pronto un chaleco que todos los huéspedes de la casa habían visto llevar a Williams por aquellos días. En ese chaleco, pegado al bolsillo por la sangre coagulada, se encontraba un cuchillo francés. En fin, todos los de la posada sabían también que Williams llevaba de ordinario un par de zapatos que crujían y un abrigo oscuro forrado de seda. Había, además, otras circunstancias sospechosas.

Williams fue arrestado inmediatamente. Era un viernes. El sábado por la mañana, catorce días después del asesinato de Marr, se le interrogó a fondo. Los indicios eran aplastantes. Williams los escuchó con atención, pero dijo poca cosa. Se le notificó el auto de procesamiento. Es necesario decir que, mientras era acompañado hacia la cárcel, fue perseguido por multitudes tan furiosas que, en circunstancias ordinarias, no habría escapado a la venganza sumaria del pueblo. Pero en esta ocasión, una gran escolta lo custodiaba. A las cinco de la tarde se encerraba en la prisión a todos los criminales convictos, dejándolos sin luz. Durante catorce horas (es decir, desde las siete de la tarde hasta la mañana siguiente) se les dejaba incomunicados y en la oscuridad. Williams tuvo tiempo, pues, de suicidarse. Los medios eran escasos. Había únicamente una barra de hierro, de la que se colgaba una lámpara. Se sirvió de ella para ahorcarse con los tirantes de los pantalones. No se sabe a qué hora; algunos aseguran que a medianoche. Si es así, a la hora precisa en que, catorce días antes, había sembrado el horror y la desolación en la familia del pobre Marr, se vio obligado a beber en la misma copa, acercada a sus labios por las mismas manos malditas.

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