Experiencia, amor y amistad:
reflexiones
en honor de Alfonso Reyes y Julio Cortázar
Señoras y señores:
Empezaré por contarles mi experiencia personal con
los dos grandes autores latinoamericanos —el argentino Julio Cortázar, el
mexicano Alfonso Reyes— cuyos nombres honran las cátedras que hoy celebramos e
impulsamos en Buenos Aires.
Con Alfonso Reyes, mi relación
fue más antigua. Reyes era embajador de México en Brasil en 1930, precisamente
cuando el gobierno de Washington Luís cayó y entraron a Río de Janeiro los
gauchos encabezados por Getúlio Vargas. Mi padre fue designado primer secretario
de la Embajada y llegó para encontrarse a Reyes archivando oficios, descifrando
telegramas y poniendo cartas en el buzón.
—Don Alfonso —le dijo mi
padre—. Yo me encargo de la oficina. Usted enciérrese a escribir.
Reyes nunca olvidó esta actitud
y, como en Casablanca, éste fue el principio de una
bella amistad. Siempre he dicho que aprendí la literatura sentado en las
rodillas de Alfonso Reyes cuando yo tenía 2 años de edad. Más tarde, a finales
de los cuarenta, hacia mis 18 años, me convertí en asiduo visitante a la casita
de don Alfonso en la tropical ciudad mexicana de Cuernavaca. Nos sentábamos en
el café del hotel Marik mirando a la plaza, donde Reyes piropeaba a las
muchachas y miraba de reojo a un vasto bebedor barbado sentado a nuestro lado, que
recitaba estanzas de Marlowe en inglés y entre copa y copa de mezcal, parecía
mirar debajo del volcán.
Más tarde, Reyes me invitaba al
Cine Ocampo a ver un triple programa de películas del oeste con John Wayne. Mi
pedantería intelectual y adolescente oponía reparos a tan singular ocurrencia.
¿Por qué íbamos a perder la tarde viendo a John Wayne? La respuesta de Reyes
fue contundente: —Porque el western es la épica
moderna. Es como ir a ver La Ilíada.
Imposible alegar nada contra
ese argumento, avalado como lo estaba por la experiencia literaria de Reyes,
una práctica cotidiana, alegre y rigurosa a la vez, que se iniciaba al alba,
sin pretextos, hasta transformar mi concepto corriente de la experiencia
—enseñanza que se adquiere con la práctica o sólo con la vida, dice
enigmáticamente el Diccionario de la Real Academia— a la experiencia literaria
—título de un precioso libro de Reyes— que el humanista mexicano, anticipándose
desde 1933 a la teoría contemporánea, considera, no reflejo de lo que ya es,
sino creación imaginativa que pasa a ser parte de la experiencia de la
realidad, fundando otra, nueva, literaria realidad. Es decir: Hamlet y Don
Quijote no son reflejo de la realidad, añaden algo nuevo a la realidad, que de
allí en adelante no será comprensible sin Hamlet o Don Quijote.
Pero si la experiencia
literaria enriquece la experiencia humana, no le otorga poderes omnímodos o
mucho menos divinos, sino complementarios, a la relación Vida-Literatura.
Y la pregunta compartida de
vida y literatura es ésta: Humana es la experiencia, y necesaria. Pero ¿es
libre, o es fatal? ¿Cómo es libre y cómo es fatal? Estas preguntas desvelan
nuestras existencias porque reúnen, en un haz, cuanto constituye nuestra manera
de vivir la vida.
La experiencia es deseo, afán o
proyecto de realizarse en sí misma, en el mundo, en mi yo y en los demás.
Abarca mucho. ¿Aprieta poco? ¿Quién no le da a la experiencia un valor inmenso,
casi sinónimo de la vida misma: experiencia del amor, de la amistad, del
trabajo, de la creación, del poder, de la felicidad? Pero experiencia significa
también orgullo, vergüenza, ambición, temor, voluntad o sufrimiento del mal.
Porque hay experiencias
dañinas, nos preguntamos si las heridas sólo se cierran si nos hacemos cargo de
lo que las causó. Porque hay experiencias benéficas, construimos la esperanza
de que lo bueno se repetirá, de que siempre habrá algo más.
Sin embargo, la propia
experiencia —buena o mala— se encarga de recordarnos que, una y otra vez,
defraudaremos la oportunidad del día, les daremos la espalda a quienes
requieren nuestra atención; ni siquiera nos escucharemos a nosotros mismos. Una
y otra vez, lo que creíamos permanente demostrará que es sólo fugitivo. Una y
otra vez, lo que imaginamos repetible, no tuvo lugar nunca más… Es decir: la
experiencia tiende a convertirse en destino.
Se dice con facilidad pero se
opera, más que con dificultad —sin eximirla— con complejidad. Transformar la
experiencia en destino implica, para empezar, el deseo. Pero el deseo, a su
vez, se abre como un abanico de posibilidades. Es deseo de ser feliz. Un deseo
que la Ilustración consagró como derecho, sobre todo en las leyes fundadoras de
los Estados Unidos: The pursuit of happiness. Pero
aunque hay filosofías que sólo entienden la felicidad como hermana de la pasividad,
la cultura fáustica del occidente, imperante e imperiosa, nos propone que actuemos para ser felices. La experiencia de la acción es
la condición para llegar a la felicidad. Pero esa acción va a encontrar una
multitud de escollos. Comparable al viaje de Ulises que Reyes repetía viendo
películas del Far West, la Odisea de la búsqueda de la felicidad navegará
peligrosamente entre Escila y Caribdis, oirá los cantos de las sirenas, se
entretendrá en los brazos de Calipso, correrá el riesgo de convertir lo que
busca en su opuesto: el ángel en cerdo. Verá y será vista por el ojo temible
del gigante Polifemo. Y regresará al hogar para enfrentarse a los
pretendientes, a los usurpadores de lo que consideramos nuestro.
La experiencia activa va a
encontrarse con el mal. Y lo malo del mal es que conoce al bien. El bien, por
serlo, goza de la inocencia de sólo saberse a sí mismo. El mal lleva las de
ganar porque se conoce a sí mismo y al bien. La experiencia del bien es cogida
de sorpresa por el mal como los vaqueros por los indios en los desfiladeros del
lejano oeste. Nuestro dilema es que para vencer al mal, el bien debe conocerlo.
Conocerlo sin practicarlo. ¿Exigencia para santos? ¿O tenemos maneras de
conocer el mal sin experimentarlo?
La historia maligna de mi
tiempo me lleva a oponerme activamente a los atentados contra la libertad y la
vida. Pero no soy inconsciente de que la energía para ganar el bien es
comparable a la energía para alcanzar el mal. Tanta energía, tanta experiencia
dispensa el creador disciplinado —artista, político, empresario, obrero,
profesionista— para obtener el bien como la que requiere para perderlo. La
drogadicción, lo sabemos quienes la hemos visto de cerca, requiere tanta
energía, tanta voluntad, tanta astucia, como pintar un mural, organizar una
empresa o llevar a cabo un quíntuple bypass cardiaco.
Se levantará el templo de la
ética para que la experiencia humana sea, difícil, excepcionalmente,
constructiva. Ello requiere, a mi entender, un alto grado de atención que rebasa nuestro propio yo, nuestro propio
interés, para prestarle cuidado a la necesidad del Otro, ligando nuestra
subjetividad interna a la objetividad del mundo a través de lo que mi yo y el
mundo compartimos: la comunidad, el nosotros. Sin embargo, a partir de Nietzsche
sabemos que la historia rara vez coincide con el bien o con la felicidad.
Semejante escepticismo nos ha
hecho valorar, puesto que aún somos decrépitos, arruinados, prisioneros de la
última gran revolución cultural, que fue el romanticismo, la experiencia de la
pasión, al grado de no poder concebir experiencia sin pasión. “Corazón
apasionado”, dice la vieja canción mexicana. Pues pasión significa reconocer y
respetar y procurar la grandeza de las emociones humanas, al grado de creer que
son las pasiones mismas las que constituyen el alma humana. La experiencia de
la pasión trata de concebirse como libre obediencia a impulsos válidos,
existenciales.
Tener deseos y saber
mantenerlos, corregirlos, desecharlos… ¿Cuál es el camino de este ideal de la
experiencia? Precisamente el equilibrio difícil entre el momento activo y el
momento paciente. Basta ver (no imaginar: constatar diariamente en imágenes y
noticias) la manera como la pasión degenera en violencia, para reaccionar a
favor de un equilibrio que no condene a la pasión, que tantas satisfacciones
nos da, gracias a una paciencia que no es la de Job, sino la de la resistencia:
el coraje moral de Sócrates, de Bruno, de Galileo, de Ajmátova y de Mandelstam,
de Edith Stein y de Simone Weil, de todos los humillados y ofendidos de la
ciudad del hombre, de todos los pacientes peregrinos a la ciudad de Dios.
El compás de espera es
inseparable de la atención. No es resignación.
El corazón de la experiencia,
más bien, es la conciencia misma de que toda experiencia es limitada. Y no sólo
porque nos embargue, como a Pascal, el vértigo de los espacios infinitos, sino
porque la muerte, si no la vida, y la mirada de la noche, si no la ceguera del
día, nos dicen que la experiencia es limitada y el universo, infinito. Nos lo comprueba
el hecho de que no hay experiencia, por buena o valiosa que sea, que se cumpla
plenamente. Lo sabe el artista, que no necesita dar el cincelazo de Miguel
Ángel para asegurar la imperfección de la obra. Si la obra fuese perfecta,
sería divina: sería impenetrable, sería sagrada.
Se necesita un valor temerario
para vivir una experiencia sin techo, expuesta a todos los riesgos. Goethe,
típicamente, pedía que buscáramos el infinito en nosotros mismos. “Y si no lo
encuentras en tu ser y en tu pensamiento, no habrá piedad para ti”. Pero sí
habrá la conciencia de los límites que el joven y romántico autor de Werther supo equilibrar con moral y estética en el Wilhelm Meister, obras espléndidamente estudiadas por
Alfonso Reyes en su Trayectoria de Goethe. Todo tiene
un límite y el desafío a nuestra libertad es una pregunta: ¿rebasaría o no? La
respuesta es otro desafío. Si queremos aumentar el área de la experiencia,
debemos conocer los límites de la experiencia. No los límites políticos,
sicológicos o éticos, sino los límites inherentes a cualquier experiencia por
el hecho de serlo. Cada cual tendrá su cuadrante personal para medir esos
límites.
¿A cuántas personas no
conocemos que realizan un extraordinario esfuerzo para mostrarse fuertes ante
el mundo porque conocen demasiado bien sus debilidades internas? Ganarle la
partida a la debilidad haciéndonos fuertes por dentro para que el mundo no nos
engañe con una fuerza falsa, una limosna de poder, o el insulto de la lástima.
La resistencia estoica debe tomarse en serio, pues nada le sucede a nadie para
lo que él o ella no estén preparados por la naturaleza para soportar, nos dice
Marco Aurelio. Y añade: “El tiempo es como un río de eventos que suceden; la
corriente es fuerte; apenas aparece una cosa, la corriente se la lleva y otra
cosa ocupa su lugar y ella misma también será arrastrada por la corriente…”
No se necesita gran coraje
moral para entender esto, pero sí para vivirlo. “¿Para qué…?”, pregunta
Wordsworth al iniciar uno de los grandes poemas de todos los tiempos, “El
preludio”. Y contesta con otra pregunta: “¿Para esto?” Detrás de ambas
preguntas se teje la capa de la experiencia, nuestra segunda piel. Son los
poderes que vamos adquiriendo como personas. Poderes de estar con otros, pero
también experiencia de la soledad. Formas que se van desprendiendo de nuestra
experiencia personal para adquirir vida propia y dejar testimonio, más o menos
pasajero, más o menos permanente, de nuestro paso —de nuestra pasión—. Luces
que van iluminando nuestro camino, Y la pregunta insistente: ¿Cómo se llaman
los portadores de las teas que nos iluminan la ruta? La piel de la experiencia
tiene heridas que a veces cicatrizan; a veces no. Voz de la experiencia. A
veces la escuchamos, a veces no. Experiencia: peligro y anhelo. Experiencia y
deseo: anticipación ardiente o serena de lo que aún no es, sin perder el
conocimiento de lo que ya pasó.
La pregunta definitiva de la
experiencia la hace Calderón de la Barca en la obra maestra del teatro español,
La vida es sueño —ese compendio del pesimismo
trágico, como la llamó Reyes—. El mayor delito del hombre es haber nacido.
Segismundo, el protagonista de la obra, se compara a la naturaleza, que
teniendo menos alma que él, tiene más libertad. Segismundo siente esta ausencia
de libertad como una disminución, un no haber totalmente nacido, una conciencia
de “que antes de nacer moriste”. Pero, ¿no es un delito mayor no haber nacido
en absoluto? Calderón nos libra al ritmo íntimo del sueño. Soñar es compensar
lo que la experiencia nos negó. Soñamos hacia adelante, pero también hacia
atrás. Deseamos en ambos sentidos. No, lo mejor es haber nacido. Y a cada cual
nos incumbe examinar las razones por las cuales valió la pena haber nacido, y
preguntarnos sin tregua y sin esperanza de respuesta, las interrogantes de la
experiencia:
¿Cómo se relacionan la libertad
y el destino?
¿En qué medida puede cada uno
de nosotros dar forma personal a nuestra propia experiencia?
¿Qué parte de nuestra
experiencia es cambio y qué parte, permanencia?
¿Cuánto le debe la experiencia
a la necesidad, al azar, a la libertad?
¿Y por qué nos identificamos
por la ignorancia de lo que somos: unión de cuerpo y alma y sin embargo
seguimos siendo exactamente lo que no comprendemos?
No sabríamos contestar sin las
experiencias de la amistad, en primer lugar, y esto me lleva a hablar de Julio
Cortázar, mi entrañable amigo Julio Cortázar.
Como sucede, lo conocí antes de
conocerlo. En 1955, editaba yo la Revista Mexicana de
Literatura con el escritor tapatío Emmanuel Carballo. Allí se publicó
por primera vez en México una ficción de Gabriel García Márquez, “Monólogo de
Isabel viendo llover en Macondo”. Gracias, también, a nuestras amigas Emma
Susana Speratti y Ana María Barrenechea, pudimos obtener la colaboración de
Julio Cortázar.
“Los buenos servicios” y “El
perseguidor” aparecieron por primera vez en nuestra revista renovadora, alerta,
insistente, hasta un poco insolente.
Después, sin conocernos aún,
Cortázar me mandó la carta más estimulante que recibí al publicar, en 1958, mi
primera novela, La región más transparente. Mi
carrera literaria le debe a Julio ese impulso inicial, en el que la
inteligencia y la exigencia, el rigor y la simpatía, se volvían inseparables y
configuraban, ya, al ser humano que me escribía de usted
y con el que yo ansiaba cortar el turrón.
Su correspondencia era el
hombre entero más ese misterio, esa adivinanza, ese deseo de confirmar que, en
efecto, el hombre era tan excelente como sus libros y éstos, tan excelentes
como el hombre que los escribía.
Por fin, en 1960, llegué a una
placita parisina sombreada, llena de artesanos y cafés, no lejos del Metro
Aéreo. Entré por una cochera a un patio añoso. Al fondo, una antigua
caballeriza se había convertido en un estudio alto y estrecho, de tres pisos y
escaleras que nos obligaban a bajar subiendo, según una fórmula secreta de
Cortázar.
Verlo por primera vez era una
sorpresa. En mi memoria, entonces, sólo había una foto antigua, publicada en un
número de aniversario de la revista Sur, un señor
viejo, con gruesos lentes, cara delgada, el pelo sumamente aplacado por la
gomina, vestido de negro y con un aspecto prohibitivo, similar al del personaje
de los dibujos llamado Fúlmine.
El muchacho que salió a
recibirme era seguramente el hijo de aquel sombrío colaborador de Sur, un joven desmelenado, pecoso, lampiño, desgarbado, con
pantalones de dril y camisa de manga corta, abierta en el cuello; un rostro,
entonces, de no más de 20 años, animado por una carcajada honda, una mirada
verde, inocente, de ojos infinitamente largos, separados y dos cejas sagaces,
tejidas entre sí, dispuestas a lanzarle una maldición cervantina a todo el que
se atreviese a violar la pureza de su mirada.
—Pibe, quiero ver a tu papá.
—Soy yo.
Estaba con él una mujer
brillante, menuda, solícita, hechicera y hechizante, atenta a todo lo que
sucedía en la casa, Aurora Bernárdez. Entre los dos, formaban una pareja de
alquimistas verbales, magos, carpinteros y escribas, de esos que durante la
noche construyen cosas invisibles cuyo trabajo sólo se percibe al amanecer.
Así se inició nuestra amistad
más cercana, nuestra camaradería.
Lo que no tenemos, lo
encontramos en el amigo. Creo en este obsequio y lo cultivo desde la infancia.
No soy en ello diferente de la mayor parte de los seres humanos. La amistad es la
gran liga inicial entre el hogar y el mundo. El hogar, feliz o infeliz, es el
aula de nuestra sabiduría original pero la amistad es su prueba. Recibimos de
la familia, confirmamos en la amistad. Las variaciones, discrepancias o
similitudes entre la familia y los amigos determinan las rutas contradictorias
de nuestras vidas. Aunque amemos nuestro hogar, todos pasamos por el momento
inquieto o inestable del abandono (aunque lo amemos, aunque en él
permanezcamos). El abandono del hogar sólo tiene la recompensa de la amistad.
Es más: sin la amistad externa, la morada interna se derrumbaría. La amistad no
le disputa a la familia los inicios de la vida. Los confirma, los asegura, los
prolonga. La amistad le abre el camino a los sentimientos que sólo pueden crecer
fuera del hogar. Encerrados en la casa familiar, se secarían como plantas sin
agua. Abiertas las puertas de la casa, descubrimos formas del amor que hermanan
al hogar y al mundo. Estas formas se llaman amistades.
Porque creo en este valor
iniciático de la amistad me llama la atención el cinismo filosófico que la
acompaña con una nube negra. Oscar Wilde emplea su temible don de la paradoja
para decir de Bernard Shaw que no tiene un solo enemigo en el mundo, pero
ninguno de sus amigos lo quiere. Para Byron, la amistad es, tristemente, el
amor sin alas. Y si la amistad puede convertirse en amor, lo cierto es que el
amor rara vez se convierte en amistad.
Yo creo que hay más dolor que
cinismo en las amistades perdidas. Los sentimientos descubiertos y compartidos.
La ilusión de sabiduría confirmada que nos proporciona un amigo. La
constitución de la esperanza que sólo nos otorga la juventud compartida en la
amistad. La alegría de la banda, la cuatiza, the gang,
l’équipe, la chorcha, la patota. Los lazos de unión.
La complicidad de las amistades juveniles, el orgullo de ser joven y, si se es
ya joven sabio, la voz admonitoria de la propia juventud cuando es vieja
amistad. Aprendamos a gobernar el orgullo de ser jóvenes. Un día no lo seremos
y necesitaremos, más que nunca, a los amigos.
Dos edades abren y cierran la
experiencia de la amistad. Una es la edad juvenil y mi “disco duro” recuerda
nombres, rostros, palabras, actos de compañeros de escuela. Pero lo que
recuerdo no rebasa todo lo que he olvidado. ¿Cómo no celebrar que 60 años más
tarde, mantenga un vínculo con mis primeros amigos de la infancia —una infancia
errante, de familia diplomática, una peregrinación atentatoria contra la
continuidad de los efectos? Aún me escribo con Hans Berliner, un niño judío alemán
que llegó a mi escuela primaria en Washington huyendo del terror nazi y fue
objeto de esa crueldad infantil ante lo diferente. Era moreno, alto para su
edad, pero usaba, como los niños europeos de esa época, pantalón corto. Para el
niño norteamericano, no era “regular”, es decir, indistinguible de ellos
mismos. Yo perdí mi popularidad inicial cuando el Presidente Cárdenas
nacionalizó el petróleo en 1938 y me convertí —por primera pero no única vez en
mi vida— en sospechoso comunista. La exclusión nos unió, a Hans y a mí, hasta
el día de hoy. La geografía nos separó pero en Santiago de Chile, adolescente
ya, encontré pronto equipo, banda, chorcha, patota, en los muchachos que
preferíamos la lectura y el diálogo a los rudos deportes enlodados de nuestra escuela
inglesa, The Grange, al pie de los Andes, regida por capitanes británicos
convencidos de que la batalla de Waterloo se ganó en los campos deportivos de
Eton. Recuerdo los nombres de todos, las caras de todos —Page, Saavedra,
Quesnay, Marín— pero sobre todo Torretti, Roberto, mi compañero intelectual,
literario, con el cual escribí, al alimón, nuestra primera novela. Ésta se
perdió —por fortuna— en los baúles testamentarios de la madre de Roberto, pero
Torretti y yo nos seguimos escribiendo y mantenemos, hasta el día de hoy,
diálogos vivos en Oaxaca o Puerto Rico, y diálogo escrito entre México y
Santiago. Él es un extraordinario filósofo y su amistad me retrotrae siempre a
esos años juveniles en una escuela inglesa, a fingidas aventuras de mosqueteros
en el palacete de la Embajada de México y a otras memorias más lejanas o más
dolorosas. Conocí allí a José Donoso, mayor que yo, futura gloria de las letras
chilenas. No sé si él me conoció a mí. Y conocí el dolor de un amigo íntimo
desaparecido a los 12 años de edad, dejándome desolado ante la primera muerte
de un hombrecito de mi edad. Aunque tan desolado como me dejó el destino de
otro niño, físicamente deforme, objeto de burlas y golpes, a quien me atreví a
defender, descubriendo así otra dimensión de la amistad: la solidaridad. Que
después del cuartelazo atroz del atroz Pinochet ese muchacho, ya hombre, haya
sido torturado en los campos de la muerte del sur de Chile, sólo aumenta mi
horror ante la crueldad humana pero también mi ternura y compasión hacia la
realidad misma de eso que llamamos y debatimos “amistad”.
Porque todos, en grado menor o
mayor, hemos traicionado o sido traicionados por la amistad. Las bandas se
desbandan y los íntimos amigos de la juventud pueden convertirse en los más
alejados e indiferentes fantasmas de la edad adulta. Y es que no hay nada más
traicionable que la amistad. Si hiciésemos la lista de los amigos perdidos, las
apostillas dirían indiferencia, odio, rivalidad, pero también épocas distintas
y distancias épicas. Dirían muertes. ¿Por qué los abandonamos? ¿Por qué nos
abandonan ellos? Viéndolo bien, hay poca amistad en el mundo. Sobre todo entre
iguales. William Blake lo decía de manera incomparable: Tu amistad me hiere
demasiado. Por favor, sé mi enemigo. Porque si la amistad, en su origen, es
disposición, generosidad, apertura a reunirnos con otros, no deja de ser, al
mismo tiempo, un rechazo secreto e insinuante de esa misma intimidad cuando es
resentida como dependencia. Wordsworth habla de las “horas primitivas” de la vida,
durante las cuales, vivimos una paradoja que nos arroja al camino de la suerte
a la vez que nos protege de sus accidentes. Accidentes, a veces, del humor.
Sargent pudo decir que cada vez que pintaba un retrato, perdía un amigo. Y el
famoso canciller británico, Canning, le daba a la amistad un giro diplomático
vigente. Sálvame del amigo sincero, rogaba. Es cierto: en la diplomacia y en la
política, confiar en la amistad es exponerse al error. En el poder se
concentran las leyes que destruyen con más seguridad la amistad. La traición.
El arrepentimiento. La deserción. El campo de cadáveres que va dejando el uso
del abuso. Las trincheras abandonadas que va dejando la indiferencia de la
fuerza. Y siempre, la tentación del humor cruel. Malraux a Genet: Que pensez-vous vraiment de moi? Genet: Je
ne vous aime assez pour vous le dire.
No son estas lecciones
inútiles. Los terrenos más yermos florecen para indicarnos que, en cuestiones
de amistad, hay que darle cabida, en ocasiones, a la sabiduría del Eclesiastés
y admitir que aun las heridas de un amigo pueden ser heridas fieles. Y que con
el amigo podemos exponernos a decirle por qué no lo queremos. Al enemigo, en
cambio, nunca se le debe dar esa satisfacción. Pero lo terrible de la pérdida
de la amistad es el abandono de los días a los que ese amigo les dio sentido.
Perder a un amigo se vuelve, entonces, literalmente, una pérdida de tiempo. Hay
esperanzas excesivas, puede haber celos de los triunfos ajenos. Hay que estar
precavidos. Es tiempo de regresar a la amistad sabiendo que exige un cultivo
cotidiano a fin de rendir sus frutos maravillosos. Establecer simpatías y gozar
afinidades. Obsequiarnos serenidad unos a otros. Obligarnos a una disciplina
jocunda para mantener la amistad. Descubrimiento con los amigos de las
potencias del mundo y del deleite de compartir las horas. Reír con los amigos.
Vivir la amistad como invitación permanente a aceptar y ser aceptados. Y
reclamar internamente una posible perfección de la amistad al abrigo de todo
atentado. Vivir la compañía de los amigos sin permitir ninguna ocasión de
vergüenza al día siguiente, ni que se hable mal de los ausentes. Defender la
amistad contra celos, envidias, temores. Y estar de acuerdo en no estar de
acuerdo — agree to disagree.
Cortázar era un surrealista en
su intento tenaz de mantener unidas lo que él llamaba “la revolución de afuera
y la revolución de adentro”. Si a veces se equivocó en la búsqueda de esta
fraternidad incansable, peor hubiera sido que la abandonara. Como un nuevo
Tomás Moro en la ola de otro renacimiento, Cortázar vivió un conflicto al que
pocos escaparon en nuestro tiempo: el conflicto entre el afuera y el adentro de
todas las realidades, incluyendo la política.
Coincidimos políticamente en
mucho, pero no en todo.
Nuestras diferencias, sin
embargo, aumentaron nuestra amistad y nuestro mutuo respeto, como debe ser en
el trato inteligente entre amigos, que no admite ambición, intolerancia o
mezquindad. No puede, realmente, haber amistad cuando estos defectos arrebatan
al que se dice nuestro amigo. Todo lo contrario sucedía con Cortázar: sus
sinónimos de la amistad se llamaban modestia, imaginación y generosidad.
Digo que amistad es modestia
digna, es imaginación y es generosidad. Y a veces, por qué no, es todo lo
contrario. Orgullo. Naturalidad pasiva. Avaricia del afecto.
Digo “naturalidad pasiva” y se
me ocurre que siendo el diálogo una de las fiestas de la amistad, el silencio
lo puede ser también. Es una enseñanza de mi amistad con Julio Cortázar.
Lo recuerdo en nuestras
caminatas por el Barrio Latino a caza de la película que no habíamos visto, es
decir, la película nueva o la película antigua y vista diez veces que Cortázar
iba a ver siempre por primera vez. Adoraba lo que enseñaba a mirar, lo que le
auxiliara a llenar los pozos claros de esa mirada de gato sagrado, desesperado
por ver, simplemente porque su mirada era muy grande.
Antonioni o Buñuel, Cuevas o
Alechinsky, Matta o Silva: Cortázar como ciego a veces, apoyado en sus amigos
videntes, sus lazarillos artísticos. Lo recuerdo: la mirada inocente en espera
del regalo visual incomparable.
Íbamos juntos al cine y
salíamos a caminar sin decir palabra. Al principio, pensé que sus lagunas en el
curso de una conversación generalmente muy animada era una falla mía, un
reproche de él. Llegué a saber que saber estar juntos sin decir nada era una
forma superior de la amistad. Era respeto. Era reverencia. Era reflexión
opuesta al mero parloteo.
Esta experiencia de la amistad
como silencio reflexivo y respetuoso me conduce a un filo inevitable en el que
la frontera entre estar con mis amigos y estar solo separa nuestras vidas. Si
la amistad es el nexo entre la vida en común y la vida del yo, éste tiene que
reclamarle soledad a la amistad. Es natural: exigimos para nuestro ser la
pasión, la inteligencia o el amor que reconocemos en la mirada del amigo. Las
simpatías, los movimientos de acercamiento, tienen un límite: yo mismo. Regreso
a mí, a mi desconsuelo pero también a mi propio poder. Recuerdo con nostalgia
el amanecer de la infancia compartido con los amigos. ¡Qué difícil es
mantenerlo de adultos! Repaso los momentos de las rupturas con dolor
inevitable. Las horas no son las mismas. Los caminos se han desviado. Pero no
puedo evitar la limosna que el propio yo le exige, al cabo, a la fortuna de la
amistad. Pues, ¿no sabíamos ya, secretamente, desde el principio, que un día
sentiríamos ante el amigo la necesidad de renovar la vida? ¿No sabíamos desde
siempre que con íntimo desasosiego, casi con vergüenza, portamos una
imperfección que no podemos revelar ni compartir con el amigo más entrañable?
Le entregamos entonces,
paradójicamente, nuestra imperfección al mundo y nuestra vergüenza a la
sociedad con la esperanza de que otra forma de amistad, la de pertenecer a la
vida en común, nos redima. El artista, por definición, aprende muy pronto a
soportar la soledad en nombre de la creación de la obra. Pero más ampliamente,
es la propia amistad lo que nos obliga no sólo a reconocer nuestros límites,
sino a entender que los compartimos. Somos amigos en comunidad: nos
necesitamos. Con razón decía Thoreau que tenía tres sillas en su casa, una,
para la soledad. Otra, para la amistad. Y la tercera, para la sociedad. Saber
estar solo es la contrapartida indispensable y enriquecedora de saber estar con
amigos. Ésta es la amistad respetuosa que demandaba Julio Cortázar.
La soledad no es la única
contrapartida de la amistad. Lo es también la muerte. Así como recuerdo
fielmente a mis más remotos amigos de la niñez, otorgo una memoria constante a
esos viejos amigos ya partidos que fueron, además, mis maestros. Mi generación
recuerda con verecundia latina a don Alfonso Reyes
como gran maestro de nuestra juventud. Un sabio que además era amigo. Su
enseñanza intelectual era inseparable de su enseñanza cordial. No esperaba,
como los falsos maestros, idolatría sin contradicción. Reyes esperaba y
solicitaba la reconquista de la propia juventud a cambio de nuestra propia
conquista del saber y experiencia cordiales, de su vejez. Volvíamos al
descubrir, con Reyes, que la amistad significa perdurar en la vejez —o en el
tiempo. Que siempre falta descubrir más de lo que existe. Que la amistad se
cosecha porque se cultiva. Que nadie hace amigos sin hacer enemigos, pero que
ningún enemigo alcanzará jamás la altura de un amigo. Que la amistad es una
forma de la discreción: no admite la maledicencia que maldice al que la dice,
ni el chisme que todo lo convierte en basura. Amistad es confianza (es más
vergonzoso desconfiar de los amigos que engañarlos, escribió La Rochefoucauld).
Que la amistad, para ser cercana, nos enseña el camino del respeto y de la
distancia. Aunque la amistad autoriza a amar y detestar las mismas cosas.
Así, las épocas de la vida se
van midiendo por los grados de afinidad íntima que mantenemos a lo largo de
nuestras edades. Se olvidan amigos remotos en el tiempo. Se abandonan amigos de
la juventud que no crecieron al mismo ritmo que nosotros. Se buscan amigos más
jóvenes para adquirir el paso de una vitalidad que biológicamente se aleja.
Buscamos a amigos de toda la vida y ya no tenemos nada que decirnos. Vemos la
decadencia de viejos y queridos amigos a los que ya no reconocemos o que ya no
nos reconocen. Pero cuando la edad aleja, es sólo porque nos está esperando.
Vuelven a brillar en el ocaso las luces de la primera juventud. En medio,
quizás, de una bruma distante, recordamos las afinidades, descubrimos juntos
cuanto existe, reconquistamos la juventud, volvemos a ser banda, cuatiza,
chorcha, patota, barra, gang. Volvemos a cosechar las
pasiones y a subyugar las rebeliones. Y miramos con nostalgia las antiguas
horas de la amistad, como si nunca hubieran sido…
¿Qué compartían Reyes y
Cortázar, además de una cierta —y certera— idea de la amistad?
Yo respondería: compartían el
amor a la literatura como forma vital, manifiesta del querer mismo.
El amor.
En Yucatán, el agua nunca se
ve. Corre subterráneamente, bajo una frágil capa de tierra y piedra caliza. A
veces, esa delicada piel yucateca aflora en ojos de agua, en líquidos estanques
—los cenotes— que dan fe de la existencia del misterioso flujo subterráneo.
Creo que el amor es como los ríos ocultos y los surtidores sorpresivos de
Yucatán. Nuestras vidas se asemejan a veces a infinitos abismos que no tendrían
fin si en el lecho mismo del vacío no corriese un río, plácido y navegable a
veces, ancho o estrecho, precipitado otras, pero, siempre, abrazo de agua que
nos impide desaparecer para siempre en la vastedad de la nada. Oportunidad y
riesgo de nadar en vez de riesgo sin oportunidad de nada.
Si el amor es ese río que fluye
y mantiene la vida, ello no significa que al amor y sus atributos más preciados
—el bien, la belleza, el afecto, la solidaridad, el recuerdo, la compañía, el
deseo, la pasión, la intimidad, la generosidad, la voluntad misma de amar y ser
amados— excluyan lo que parecería negarlo: el mal.
El elogio del amor como
realidad o aspiración suprema del ser humano no puede ni debe olvidar la
fraternidad del mal aunque, en esencia, la supera en la mayoría de los casos.
Aplázcala, pero nunca la vencerá del todo. El amor —como toda experiencia—
requiere una nube de duda contra el mal que lo acecha. Pero no sólo esa nube,
sino la rabia misma del cielo, se disipan en el placer, la ternura, la ciega
pasión a veces, la felicidad así sea pasajera, del amor tal y como lo vivimos
los hombres y las mujeres. La más viva pasión amorosa puede degenerar en
costumbre, en irritación a lo largo del tiempo. Una pareja empieza a conocerse
porque ante todo se desconoce. Todo es sorpresa. Cuando ya no hay sorpresas, el
amor puede morir. A veces, aspira a recobrar el asombro primerizo pero acaba
dándose cuenta de que, la segunda vez, el asombro es sólo la nostalgia.
Acomodarse a la costumbre puede ser visto por algunos como una pesada carga —un
desierto final, repetitivo y tedioso cuyo único oasis es la muerte, la
televisión o la recámara aparte. Pero ¿cuántas parejas no han descubierto en la
costumbre el amor más cierto y duradero, el que mejor acoge y cobija la
compañía y el apoyo que también son nombres del amor? ¿Y no es otro desierto,
ardiente de día pero helado de noche, el de la pasión sin tregua, mortificante
al grado de que los grandes protagonistas del amor romántico prefirieron la
muerte joven y apasionada en su clímax, que la pérdida de la pasión en la
grisura de la vida cotidiana? ¿Pueden envejecer juntos Romeo y Julieta? Quizás.
Pero no pueden terminar sus días viendo el Hermano Mayor en televisión como
única forma de participación vicaria en pasiones menos dormilonas que la suya.
El amor quiere ser, por el
mayor tiempo posible, plenitud de placer. Es cuando el deseo florece por dentro
y se prolonga en las manos, los dedos, los muslos, las cinturas, la carne
erguida y la carne abierta, las caricias y el pulso ansioso, el universo de la
piel amorosa, reducidos los amantes al encuentro del mundo, a las voces que se
nombran en silencio, al bautizo interno de todas las cosas. Es cuando no
pensamos en nada para que esto no termine nunca. O cuando pensamos en todo para
no pensar en esto y darle su libertad y su más larga brevedad al placer carnal.
¿Cuándo es mayor la felicidad
del amor? ¿En el acto de amor o en el salto adelante, en la imaginación de lo
que sería la siguiente unión amorosa? ¿La alegría fatigada del recuerdo y
nuevamente el deseo pleno, aumentado por el amor, de un nuevo acto de amor:
felicidad? Este placer del amor nos deja asombrados. ¿Cómo es posible que el
ser entero, sin desperdicio o abandono alguno, se pierda en la carne y la
mirada del ser amado y pierda, al mismo tiempo, todo sentido del mundo exterior
al amor? ¿Cómo es posible? ¿Cómo se paga este amor, este placer, esta ilusión?
Los precios que el mundo le
cobra al amor son múltiples. Pero, como en los teatros y los estadios, hay
precios de entrada diferentes y butacas de preferencia. La mirada es boleto imprescindible
del amor. Por los ojos entra el amor, dice el dicho. Y en verdad, cuando
amamos, todo el mundo huye de nuestra mirada. Sólo tenemos ojos para el ser
amado. Una noche en Buenos Aires, descubrí, no sin pudor, emoción y vergüenza,
otra dimensión de la mirada amorosa: su ausencia. Nuestra amiga Luisa
Valenzuela nos llevó a mi mujer y a mí a un sitio de tango en la larguísima
Avenida Rivadavia. Un salón de baile auténtico, sin turistas ni juegos de
luces, las cegadoras strobelights. Un salón popular,
de barrio, con su orquesta de piano, violín y bandoneón. La gente sentada, como
en las fiestas familiares, en sillas arrimadas contra la pared. Parejas de
todas las edades y tamaños. Y una reina de la pista. Una muchacha ciega, con
anteojos oscuros y vestido floreado. Una Delia Garcés renacida. Era la
bailarina más solicitada. Dejaba sobre la silla su bastón blanco y salía a
bailar sin ver pero siendo vista. Bailaba maravillosamente. Le devolvía al
tango la definición de Santos Discépolo: “Es un pensamiento triste que se
baila”. Era una forma bella y extraña de amor bailable, simultáneamente, en la
luz y en la oscuridad. La media luz, sí.
El “crepúsculo interior” nos
enseña también, con el tiempo, que se puede amar la imperfección del ser amado.
No a pesar de ser imperfecto, sino por ser imperfecto. Porque una cierta falla,
un defecto conmensurable, nos hace más entrañable a la persona querida, no
porque nos haga creer en nuestra propia superioridad, sino, por el contrario,
porque nos permite admitir nuestras propias carencias y, estrictamente,
emparejarnos. Esto difiere de otra forma del amor, que es la voluntad de amar.
Acontecimiento ambiguo que puede ondear con las banderas de la solidaridad,
pero también lucir los harapos del provecho propio, la astucia o esa forma de
amistad por conveniencia que describe Aristóteles. Hay que distinguir muy
claramente estas dos formas de amor, pues la primera abarca la generosidad y la
segunda concierne al egoísmo.
“Un perfecto egoísmo entre dos”
es la fórmula, bien francesa, como Sacha Guitry definía al amor, dándole un
cierto aire de ironía a la intimidad misma. El egoísmo compartido supone, por
una parte, aceptar, tolerar o guardar discreción frente a las múltiples
miserias que, en palabras de Hamlet, “la carne hereda”. Pero el egoísmo sin más
—la soledad radical y avara— no sólo es separación del otro, sino de uno mismo.
No falta quien diga que, a pesar de todo, el mejor momento del amor es la
separación, la soledad, la melancolía del recuerdo, el momento solitario… Situación
preferible a la melancolía del amor que nunca tuvo lugar por premura, por
indiferencia, por falta de tiempo. “No hubo tiempo. No hubo tiempo para la
última palabra. No hubo tiempo para decirse tantas cosas del amor.”
Voluntad o costumbre, generosidad
o imperfección, belleza y plenitud, intimidad y separación, el amor, acto
humano, paga, como todo lo humano, el precio de la finitud. Si del amor hacemos
la meta más cierta y el más cierto placer de nuestras vidas, ello se debe a que, por serlo o para serlo, debe soñarse ilimitado
sólo porque es, fatalmente, limitado. El amor sólo se concibe a sí mismo sin
límite. Al mismo tiempo, los amantes saben (aunque apasionadamente se cieguen,
negándolo) que su amor tendrá límites —si no en la vida, entonces seguramente
en esa muerte que es, según Bataille, el imperio del erotismo real: “La
continuidad del amor más intenso en ausencia mortal del ser arriado”. Cathy y
Heathcliff en Cumbres borrascosas. Pedro Páramo y
Susana San Juan en la novela de Rulfo. Julio Cortázar y Carol Dunlop en Los autonautas de la cosmopista. Pues en la vida misma,
¿nos satisface plenamente el más absoluto y pleno de los amores? ¿No es verdad
que queremos siempre más? Si fuésemos infinitos, seríamos Dios, dice el poeta.
Pero queremos por lo menos amar infinitamente. Es nuestro acercamiento posible
a la divinidad. Es nuestra mirada de adiós y nuestra mirada de Dios.
Es la calidad de la atención.
El amor como atención. Prestarle atención a otro. Abrirse a la atención. Porque
la atención extrema es la facultad creadora y su condición es el amor.
Agnes Heller, la filósofa de
origen húngaro, escribe que la ética es asunto de responsabilidad personal, la
responsabilidad que tomamos en nombre de otra persona; nuestra respuesta al
llamado del otro. Toda ética culmina en una moral de la responsabilidad: somos
moralmente responsables de nosotros y de los demás. Sin embargo, ¿cómo puede
una sola persona hacerse responsable de todas? Ésta es la pregunta central de
las novelas de Dostoyevski.
¿Cómo abarcar la experiencia
total de una humanidad sufriente, humillada, anhelante?, le pregunta, con
juvenil desperación, Dostoyevski al más grande crítico ruso de su tiempo,
Vissarion Grigorievich Bielinsky. La respuesta del crítico fue abrumadoramente
precisa: Empieza con un solo ser humano. El más cercano a ti. Toma con amor la
mano del último hombre, de la última mujer que has visto, y en sus ojos verás
reflejados todas las necesidades, todas las esperanzas y todo el amor de la
humanidad entera.
Reyes y Cortázar fueron seres
humanos identificados con la experiencia, con la amistad y con el amor, porque
pusieron atención.
Reyes, atacado en algún momento
como cosmopolita o extranjerizante por esa ciega carencia latinoamericana de no
creernos auténticos sino en el aislamiento más estrecho, respondió con una
perfecta certeza: Somos provechosamente nacionales cuando somos generosamente
universales.
Se hacía eco, Reyes, de nuestra
cultura de encuentros, de nuestra cultura de fundación, abierta, indígena,
europea, africana, mestiza, mulata, enunciada por Inca Garcilaso de la Vega
cuando dijo desde el siglo XVII: “Mundo, sólo hay
uno”. Tardamos en darnos cuenta de que Alfonso Reyes nos hizo el favor de
traducir la totalidad de la cultura de Occidente a términos latinoamericanos,
de hacerla nuestra, comprensible, la multicultura de la lira de Apolo y de
Nezahualcóyotl, de Virgilio y de Sor Juana y de Ibn Jaldún, de la comunicación
de Hermes y de Cicerón y de Guamán Poma y de Maimónides, de la crítica de
Aristarco el bibliotecario de Alejandría y de Bernardino de Sahagún el
recopilador de las culturas invictas de Anáhuac y de Sarmiento el magistral
modelo, en el Facundo, de una literatura de impurezas
genéricas, crónica, novela, historia, pedagogía y poesía de la tierra, que establecen
esa magnífica tradición latinoamericana que puede unir, sin fraccionamiento, el
Moreira de Eduardo Gutiérrez al Moreira de César Aira…
Quiero decir: no hay en nuestra
literatura un mantenedor de la flama, un artífice de la tradición, un continuador
de la vida, comparable a Alfonso Reyes.
Pero si Reyes miraba a lo lejos
y a lo hondo, Cortázar miraba a los lados. Por eso eran tan largos sus ojos:
miraban la realidad paralela, a la vuelta de la esquina; el vasto universo
latente y sus pacientes tesoros, la contigüidad de los seres, la inminencia de
formas que esperan ser convocadas por una palabra, un trazo de pincel, una
melodía tarareada, un sueño. ¿Encontraría a la Maga?
Cortázar le dio sentido a
nuestra modernidad porque la hizo crítica e inclusiva, jamás satisfecha o
exclusiva, permitiéndonos pervivir en la aventura de lo nuevo cuando todo
parecía indicarnos que, fuera del arte e, incluso, quizás, para el arte, ya no
había novedad posible porque el progreso había dejado de progresar.
Cortázar nos habló de algo más:
del carácter insustituible del momento vivido, del goce pleno del cuerpo unido
a otro cuerpo, de la memoria indispensable para tener futuro y de la
imaginación necesaria para tener pasado.
Cuando Julio murió, una parte
de nuestro espejo se quebró y todos vimos la noche boca arriba. Ahora, de
vuelta en Buenos Aires, yo quisiera que el Gran Cronopio compruebe, como lo
dijo entonces Gabriel García Márquez, que su muerte fue sólo una invención
increíble de los periódicos y que el escritor que nos enseñó a ver nuestra
civilización, a decirla y a vivirla, está aquí hoy, invisible sólo para los que
no tienen fe en los Cronopios. Sí, encontró a la Maga.
Reyes y Cortázar: Experiencia,
Amistad y Amor.
Buenos Aires, Argentina