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martes, 19 de octubre de 2021

Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017. DAVID TOSCANA.


  


Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por la novela Olegaroy, David Toscana (Monterrey, 1961)

NOVELA OLEGAROY.

 

  Una novela no es para buscar al asesino; es para encontrar al hombre. Simon Berkovits


«El insomne le tiene miedo a la noche», escribió Olegaroy en un trozo de papel que acabó por perder. «El insomnio es peor que una pesadilla porque no existe la escapatoria de despertar», escribió Olegaroy en otro papel que también se perdió. Fueron tiempos en los que no había sospechado su propia grandeza, su cualidad de sabio universal o al menos local.

En un principio confundió sus máximas con ocurrencias. Así fue dejando sus escritos en cualquier sitio hasta olvidarlos como un recibo de tintorería o como un códice del siglo primero. Se cuenta que él mismo llegó a decir a sus colegas de la Academia Regiomontana de la Luna Llena que los historiadores del futuro compararían su muerte con la destrucción de la biblioteca de Alejandría; lo cual habría dicho en un arranque de excesivo amor propio y quizás bajo los efectos atolondrantes del insomnio. Sin embargo, lo más probable es que Olegaroy no supiera indicar dónde estaba Alejandría ni pudiera mencionar uno solo de los textos de aquella antigüedad; mas la idea de que en algún remoto pasado se había incendiado una gran biblioteca pertenecía al dominio de doctos e iletrados por igual.

Para las generaciones venideras será siempre difícil medir el impacto de Olegaroy en la cultura de Occidente, pues de sus escrituras sólo sobrevivió una obra inconclusa, inédita y de poco ingenio que tituló Enciclopedia de la desgracia humana. Aún hoy no se ha detectado que Olegaroy hubiese dejado huella siquiera en Monterrey, su ciudad natal de la que nunca salió por miedo de que el viaje en auto, tren o avión terminara en un accidente que le costara la vida. Ninguna idea tenía entonces de que cualquiera de las muertes que más temía hubiese sido preferible a la que le reservó el destino.

Mas antes de hablar del final, debemos tomar el relato en su origen.

La biografía de Olegaroy no comienza con su nacimiento sino cuando contaba con cincuentaitrés años, pues aun los grandes hombres salen animales del vientre materno y se dan a la luz sólo en el instante en que adviene una epifanía o se hace un descubrimiento o baja algún espíritu en forma de paloma o susurra el diablo al oído o simplemente cuando se topan con la historia a la vuelta de la esquina. Entre los estudiosos del legado de Olegaroy hay quienes aseguran que dicho momento coincidió con la llegada de la edición del 8 de abril de 1949 del periódico El Porvenir. Otros prefieren señalar el asesinato de Antonia Crespo como punto de partida. Unos más afirman que ambas cosas son lo mismo.

 


 Libro primero de Olegaroy El insomnio


1

Olegaroy comenzó aquella madrugada igual que de costumbre: revolviéndose en la cama. A ratos cerraba los ojos y a ratos los abría para intentar mirar el techo. Estaba seguro de que sus sábanas se gastaban más que las de otra gente, por eso un día escribió: «Las sábanas de un insomne se gastan más». La bajera solía rasgarse a la altura de los pies. Entonces la volteaba para que la almohada disimulara el desgarrón. «Es que tienes callos en los talones», le dijo su madre. ¿Pero ella qué sabía? Era una vieja que cada vez sabía menos.

Él también se estaba haciendo viejo. Quizás muy pronto. Pero ante el espejo estaba seguro de que representaba menor edad de la que tenía.

Estos detalles personales son superfluos, pero a los humanos comunes les gusta saber que la mujer de Sócrates era insufrible o que Kant tenía los hábitos de un reloj o que Heidegger apoyó a los nazis o que Nietzsche abrazó a un caballo, y poco esfuerzo hacen por comprender en qué consiste la mayéutica o el imperativo categórico o el Dasein o al menos por escribir Nietzsche correctamente.

Olegaroy bajó a la cocina. Se bebió lo que restaba de leche. Enjuagó la botella. Le metió un billete de a peso y la sacó al pórtico. A más tardar en dos horas pasaría el lechero.

Había acabado por detestar a quienes dormían cuando él se llenaba de espanto o fastidio o angustia o las tres cosas al mismo tiempo. No se daba oportunidad de pensar en empleados de hospitales ni en obreros de la fundidora ni en un ciclista que en ese momento estaba repartiendo periódicos con la noticia de una mujer asesinada de cuarenta cuchilladas. También detestaba que su madre despertara cuando él aún no había pegado los ojos y comenzara una conversación sobre los sueños mientras tomaba una taza de café. «Soñé que me perseguía un cerdo», le había dicho la vez anterior.

Olegaroy abrió la puerta. Se sentó en la escalinata. Pudo escuchar que se aproximaba el periodiquero en su bicicleta. Le asombraba el modo en que ese muchacho mantenía el equilibrio pese a la resma que apoyaba en el manubrio. Él no había aprendido a andar en bicicleta cuando niño. Una vez lo intentó. Se cayó. Se peló la rodilla.

El muchacho lanzó el periódico con regular puntería hacia la casa de enfrente. Olegaroy agradeció a los cielos. Fue allá a tomarlo.

El vecino había fallecido el día anterior. Un ataque de apoplejía o algo así y Olegaroy cruzaba los dedos porque hubiese renovado la suscripción justo el último día de su vida. Una suscripción anual.

domingo, 22 de agosto de 2021

X A V I E R V I L L AUR RUT I A Dama de corazones La novela corta.


 

LITERATURA DE RESCATE.

 A Xavier Villaurrutia le entusiasmaba la idea de dar a conocer la intimidad de los escritores mediante sus cartas o diarios, eliminando nombres propios y fechas. Dama de corazones, escrita bajo la inmediatez vital, bien podría ser la epístola sin nombres ni fechas que lo presentara ante la curiosidad de unos pocos, Julio, el narrador, comparte con el autor el habla bilingüe, la afinidad con el náufrago Robinson y con Proust y Picasso, el gusto y el temor hacia los espejos, algunos amigos (presumiblemente Jaime Torres Bodet, Carlos Pellicer y Enrique González Rojo), la pasión por lo actual.

Dama de corazones no es, entonces, una respuesta a la moda por las novelas líricas de aquellos años, sino el inventario de las más decisivas apuestas estéticas de Villaurrutia, la constitución de sí mismo como escritor en un espacio y un tiempo bien definidos.
Pedro Ángel Palou

Fragmento.

LA NOVELA CORTA U N A b i b l i o t e c a v i r t u a l

X A V I E R V I L L AUR RUT I A

Dama

de corazones

La novela corta. Una biblioteca virtual

www.lanovelacorta.com

C o l e c c i o n

Novelas en Campo Abierto

Mexico: 1922-2000

C o o r d i n a c i o n y e d i c i o n

Gustavo Jimenez Aguirre

y Gabriel M. Enriquez Hernandez

Dama de corazones

D.R. c 2012, Universidad Nacional Autónoma de México

Ciudad Universitaria, Del. Coyoacan

C.P. 04510, Mexico, D.F.

Instituto de Investigaciones Filologicas

Circuito Mario de la Cueva, s.n.

www.filologicas.unam.mx

D.R. c 2012, Fondo Nacional para la Cultura y las Artes

Republica de Argentina 12, Col. Centro

C.R 06500, Mexico, D. F.

Diseno de la coleccion: Patricia Luna

Ilustracion de portada: D.R. c Andrea Jimenez

ESN: 5257112102964299201

Se permite descargar e imprimir esta obra, sin fines de lucro.

Hecho en Mexico.


Hace tiempo

que estoy despierto

Hace tiempo que estoy despierto. No atrevo ningún

movimiento. Temo abrir los sentidos a una

vida casi olvidada, casi nueva para mi. Tengo

abiertos los ojos, pero la oscuridad de la pieza se

empana en demostrarme que ello es completamente

inutil; al contrario, cerrandolos, apretandolos,

se encienden pequenas lamparas vivas,

regadas, humedas, pequenas estrias coloridas

que me reviven las luces del puerto lejano, en la

noche, a bordo.

Me cargo en el lecho hundiendome temeroso

y gustoso en los cojines, en las mantas, como

deben hacerlo los enterrados vivos a quienes la

vida les hace tanto dano que, a pesar de todo,

no quieren volver a ella.

Pienso no pensar en la situacion desconocida

en que me hallare al levantarme. Sin embargo, si

tardo demasiado, encontrare a Madame Girard

y a mis primas arregladas ya, esperando mi saludo

para entrar en seguida al interrogatorio de

comedor, tan crecidas, tan inconocibles, como

ya estara la manana dorada y madura afuera.

.Mme. Girard habra dejado de pintarse el cabello?

Aurora, Susana, apenas las recuerdo esfumadas

en la infancia. .Como hacer para no equivocarme

al nombrarlas? .De que modo las debo

tratar? .Tendran buena memoria? Dios quiera

que no. Yo, por mi parte, no lograria rehacer una

escena de aquel tiempo... Susana tenia entonces

las mejillas pecosas de una fruta, pero .y Aurora?

La podria reconocer por la cicatriz que debe

llevar en una pierna, de resultas de una caida.

Creo que fue en la huerta. Aurora habia subido

a un manzano y me prometia un fruto; en vez de

dejar caer la manzana se dejo caer ella, distraida.

No recuerdo mas. Supongo que seran las

nueve, cuando menos. El reloj lleva mas de una

hora de no sonar. !No vaya a tocar la media

hora! .Debo levantarme? .Debo esperar a que

el criado que me senalo anoche esta recamara

venga a llamarme? Lo mejor sera que me levante.

Abrire la ventana, mirare el jardin. Tendre

tiempo de arreglarme con cuidado y, si es temprano,

recorrere sin ruido la casa. Me decido.

A tientas, tropezando con la silla que se interpone

siempre, llego a la ventana, doblo las maderas

y hago subir el transparente de tela opaca

que produce una fuga de erres. La moldura de la

ventana enmarca un trozo de jardin. Separo las

vidrieras. Entra un aire tibio de sol que me da

la hora aproximada: antes de las nueve, despues

de las ocho.

En los arboles, el follaje parece humedo. En el

prado, brilla el musgo. Desde el balcon domino un

ala de la quinta. No es tan grande el parque que

no lo pueda recorrer de una sola vez; tendria

que descansar en el campo de tenis que desde

este segundo piso parece un libro de lujo abandonado

en un divan de terciopelo. Pienso en mil

cosas de Harvard que doblan mi cabeza sobre el

hombro pero que no me hacen suspirar. Quiero

distraerme. Miro el cielo de tela azul restirada,

sin adornos.

De pronto, una golondrina atraviesa el aire,

ciega como una flecha que no sabe donde queda

el blanco.

Pero la golondrina ha vuelto a aparecer. Toca

el suelo, va, vuelve y, antes de partir para siempre,

firma con una rubrica antigua, infalsificabie.

Sonrio.

Advierto que estoy en pijama y que pronto

saldran los criados a sus quehaceres. Vuelvo a

la media sombra del cuarto y me asomo al espejo

del tocador. Su luz me traiciona un poco,

alargandome. Ya nos acostumbraremos los dos

a vernos. Repaso con el dorso de la mano, distraido,

las mejillas erizadas de pequenas puntas.

Tendre que rasurarme. El agua fria reanima, aleja

de las preocupaciones, del lugar. La navaja en

la mano, frente al espejo, brota la misma melodia

traviesa que acompana siempre la faena, entre

la jabonadura y el resbalar de la gillette por el

cuello. Es tambien el pretexto insensible para recordar

a Ruth que la preferia y bailaba con una

ligereza increible al grado que, al acompanarla,

cuando ella cerraba los ojos, tenia yo la impresion

de que desaparecia y de que, al no sentir su

contacto, danzaba solo entre todas las parejas,

haciendo el ridiculo.

A Ruth la queria cuando escuchaba las promesas

que yo le vertia al oido y que ella sabia

que olvidariamos los dos la misma tarde. Al

oirme, sus ojos se enternecian fijos en algo que

seguramente no miraba. Ahora pienso que esta

americana romantica me sustituia entonces en

la imaginacion por Jack o por Frank, a quien

adoraba cuando no estaban a su lado.

Escribire a Ruth y pronto tendre cartas suyas

y fotografias que la mostraran risuena y libre

en su jardin, o con los anteojos de cristales sin

aumento que se pone al llegar a la Universidad

para entrar en caracter.

No la quise. .La quiero? Soy tan debil que

ahora creere que la quiero. Sus cartas, trazadas

con mano segura, parecen largo tiempo meditadas.

Sin embargo, yo se que las escribe con la facilidad

que da una costumbre larga. A pesar de

todo, me haran dano. Le escribire sin darle mi

direccion... pero entonces, si palidece, si adelgaza,

pensara que palidece, que adelgaza por amor.

Hasta para regresar a la patria es triste partir

de un lugar en el que, si todavia no nos sucede

algo importante, presentimos que un dia u otro

sucedera. Asi en Harvard. !Y quien sabe si lo mas

hermoso de esa vida era que no llegaba nunca el

acontecimiento que se anunciaba todos los dias!

Insensiblemente, mientras pienso, he acabado

de vestirme. Enciendo un cigarrillo que endulza

mis recuerdos con su perfume conocido.

En la pieza contigua el reloj suena, imperioso,

las nueve.

Los ruidos que escucho en el pasillo me dan

confianza. Salgo.

Apoyado en este barandal, miro el cuarto de

estudio tapizado de un verde sombrio. Un cortinaje

le sale al paso a la luz que salta por la

unica ventana. La penumbra de esta habitacion

debe ser deliciosa al mediodia y a la hora de la

siesta. Bajo la escalera lentamente, con miedo

de encontrar a alguien, con ganas de encontrar

a alguien. Al pisar los tapetes blandos, como

de musgo, comprendo que va llegando la hora de

preparar frases de saludo, cortesias, preguntas,

respuestas.

Se alza una cortina e irrumpe, si, irrumpe,

una joven que me abraza de pronto, sin darme

tiempo de sacar las manos enguantadas en los

bolsillos. Detras de ella se asoma, timida, otra

joven tan parecida a la primera que pienso si no

habra en el estudio un espejo que corrija a la jo ven

impetuosa su abrazo. No hemos dicho una

sola palabra, al pronto.

Las he abrazado con el remordimiento de no

sentir mucha emocion. Mi prima mas atrevida

quisiera decirme algo, llamarme por mi nombre,

pero se ha quedado pensativa y yo adivino que

en este momento lo olvida. Mientras esto pienso,

oigo una voz lenta y segura que me aviva al oirle

decir:

.Que grande estas, Julio.

Hay tal aplomo en estas palabras que yo comprendo

al punto que con esta otra prima tendre

que ser formal.

.!Ah si, Julio, que grande estas! .repite la

primera joven pensando en voz alta las primeras

palabras.

Voy a contestarles algo, a decirles que ellas

tambien han crecido, y que, ademas, han crecido

hermosas; pero la cortina del fondo se ha

movido con majestad. Aparece entonces una

senora que yo reconozco al instante; avanza

con firmeza arrastrando su bata verde seco

que yo al principio creo que es la cortina que

se ha enredado a su cuerpo y que la hara caer

si da un solo paso mas. Me tiende la mano

que yo beso, y me expresa su contento con los

ojos. Apenas mueve la boca al hablar.

La conversacion se ensarta mal. Ya me han

hecho algunas preguntas que yo he contestado

con otras. Tres veces me han preguntado cuantos

anos tengo. Tres veces he contestado improvisando

la cifra. Ni mi tia ni mi prima impetuosa

han advertido que las tres ocasiones he dicho,

torpemente, distinto numero de anos. La prima

serena sonrie bondadosa.

.Aurora? .Susana? Para salir de mis dudas

atrevo una pregunta, sin mirar fijamente a ninguna,

entrecerrando los ojos para advertir el

efecto.

..Te acuerdas, Aurora, cuando caiste del

arbol, en la huerta de la senora Lunn?

Pero las jovenes, como si se hubieran propuesto

burlarme, me han lanzado simultaneamente

los dardos de sus preguntas: ..Dejaste

alla una novia?

..Te quedaras en Mexico siempre?

Mi tia mueve cuidadosamente la cabeza, compadeciendome

con su sonrisa delgada. Empieza

a hablar en una manera de monologo que sienta

bien a su altivez, pero que no incita mi atencion.

Entre tanto, la observo. El luto de su esposo no

lo conserva sino en los cabellos. Se acaricia las

manos como para convencerse de que su piel es

todavia hermosa, tersa. Mientras habla, lleva la

mano a su tocado y me mira para que yo advierta

sus cabellos negros, de un negro increible.

Olvida que hace diez anos era yo quien la surtia

de pintura.

Por fin, en el comedor, salgo definitivamente

de la duda. Mi tia ha hecho una recomendacion

a Susana, llamandola en voz alta. En seguida llamo

a Aurora por su nombre cuando ella indica

con su grave confianza el sitio que me corresponde

en la mesa.

Hay un anticipo del otono en el tapiz naranja

maduro del comedor, que me hace divagar desatendiendo

las atenciones de Susana y dejando

sin respuesta las sonrisas interrumpidas de Mme.

Girard. Me repongo y hablo interminablemente,

satisfaciendo sus cuestionarios, aventurando algunas

preguntas que pronto tendre que volver a

formular porque no consigo grabar las respuestas.

La luz, dorada afuera, se tamiza suavemente

en los cristales y en las cortinas de ligera cretona.

Al levantarnos para salir del comedor, no podria

asegurar si he desayunado. En cambio, puedo

decir con certidumbre que mi prima Susana,

que no ha dejado de verme el rostro un instante,

solamente me ha escuchado de vez en cuando;

y que Aurora, a quien he sorprendido haciendo

saltar los ojos aqui y alla, sobre los frutos de la

naturaleza muerta o sobre los dragones del jarron

chino, no ha dejado pasar un instante sin

escucharme.



sábado, 15 de mayo de 2021

25 de noviembre de 2000 Experiencia, amor y amistad: reflexiones en honor de Alfonso Reyes y Julio Cortázar. A VIVA VOZ. CARLOS FUENTES

 


25 de noviembre de 2000

Experiencia, amor y amistad: reflexiones
en honor de Alfonso Reyes y Julio Cortázar

Señoras y señores:

Empezaré por contarles mi experiencia personal con los dos grandes autores latinoamericanos —el argentino Julio Cortázar, el mexicano Alfonso Reyes— cuyos nombres honran las cátedras que hoy celebramos e impulsamos en Buenos Aires.

Con Alfonso Reyes, mi relación fue más antigua. Reyes era embajador de México en Brasil en 1930, precisamente cuando el gobierno de Washington Luís cayó y entraron a Río de Janeiro los gauchos encabezados por Getúlio Vargas. Mi padre fue designado primer secretario de la Embajada y llegó para encontrarse a Reyes archivando oficios, descifrando telegramas y poniendo cartas en el buzón.

—Don Alfonso —le dijo mi padre—. Yo me encargo de la oficina. Usted enciérrese a escribir.

Reyes nunca olvidó esta actitud y, como en Casablanca, éste fue el principio de una bella amistad. Siempre he dicho que aprendí la literatura sentado en las rodillas de Alfonso Reyes cuando yo tenía 2 años de edad. Más tarde, a finales de los cuarenta, hacia mis 18 años, me convertí en asiduo visitante a la casita de don Alfonso en la tropical ciudad mexicana de Cuernavaca. Nos sentábamos en el café del hotel Marik mirando a la plaza, donde Reyes piropeaba a las muchachas y miraba de reojo a un vasto bebedor barbado sentado a nuestro lado, que recitaba estanzas de Marlowe en inglés y entre copa y copa de mezcal, parecía mirar debajo del volcán.

Más tarde, Reyes me invitaba al Cine Ocampo a ver un triple programa de películas del oeste con John Wayne. Mi pedantería intelectual y adolescente oponía reparos a tan singular ocurrencia. ¿Por qué íbamos a perder la tarde viendo a John Wayne? La respuesta de Reyes fue contundente: —Porque el western es la épica moderna. Es como ir a ver La Ilíada.

Imposible alegar nada contra ese argumento, avalado como lo estaba por la experiencia literaria de Reyes, una práctica cotidiana, alegre y rigurosa a la vez, que se iniciaba al alba, sin pretextos, hasta transformar mi concepto corriente de la experiencia —enseñanza que se adquiere con la práctica o sólo con la vida, dice enigmáticamente el Diccionario de la Real Academia— a la experiencia literaria —título de un precioso libro de Reyes— que el humanista mexicano, anticipándose desde 1933 a la teoría contemporánea, considera, no reflejo de lo que ya es, sino creación imaginativa que pasa a ser parte de la experiencia de la realidad, fundando otra, nueva, literaria realidad. Es decir: Hamlet y Don Quijote no son reflejo de la realidad, añaden algo nuevo a la realidad, que de allí en adelante no será comprensible sin Hamlet o Don Quijote.

Pero si la experiencia literaria enriquece la experiencia humana, no le otorga poderes omnímodos o mucho menos divinos, sino complementarios, a la relación Vida-Literatura.

Y la pregunta compartida de vida y literatura es ésta: Humana es la experiencia, y necesaria. Pero ¿es libre, o es fatal? ¿Cómo es libre y cómo es fatal? Estas preguntas desvelan nuestras existencias porque reúnen, en un haz, cuanto constituye nuestra manera de vivir la vida.

La experiencia es deseo, afán o proyecto de realizarse en sí misma, en el mundo, en mi yo y en los demás. Abarca mucho. ¿Aprieta poco? ¿Quién no le da a la experiencia un valor inmenso, casi sinónimo de la vida misma: experiencia del amor, de la amistad, del trabajo, de la creación, del poder, de la felicidad? Pero experiencia significa también orgullo, vergüenza, ambición, temor, voluntad o sufrimiento del mal.

Porque hay experiencias dañinas, nos preguntamos si las heridas sólo se cierran si nos hacemos cargo de lo que las causó. Porque hay experiencias benéficas, construimos la esperanza de que lo bueno se repetirá, de que siempre habrá algo más.

Sin embargo, la propia experiencia —buena o mala— se encarga de recordarnos que, una y otra vez, defraudaremos la oportunidad del día, les daremos la espalda a quienes requieren nuestra atención; ni siquiera nos escucharemos a nosotros mismos. Una y otra vez, lo que creíamos permanente demostrará que es sólo fugitivo. Una y otra vez, lo que imaginamos repetible, no tuvo lugar nunca más… Es decir: la experiencia tiende a convertirse en destino.

Se dice con facilidad pero se opera, más que con dificultad —sin eximirla— con complejidad. Transformar la experiencia en destino implica, para empezar, el deseo. Pero el deseo, a su vez, se abre como un abanico de posibilidades. Es deseo de ser feliz. Un deseo que la Ilustración consagró como derecho, sobre todo en las leyes fundadoras de los Estados Unidos: The pursuit of happiness. Pero aunque hay filosofías que sólo entienden la felicidad como hermana de la pasividad, la cultura fáustica del occidente, imperante e imperiosa, nos propone que actuemos para ser felices. La experiencia de la acción es la condición para llegar a la felicidad. Pero esa acción va a encontrar una multitud de escollos. Comparable al viaje de Ulises que Reyes repetía viendo películas del Far West, la Odisea de la búsqueda de la felicidad navegará peligrosamente entre Escila y Caribdis, oirá los cantos de las sirenas, se entretendrá en los brazos de Calipso, correrá el riesgo de convertir lo que busca en su opuesto: el ángel en cerdo. Verá y será vista por el ojo temible del gigante Polifemo. Y regresará al hogar para enfrentarse a los pretendientes, a los usurpadores de lo que consideramos nuestro.

La experiencia activa va a encontrarse con el mal. Y lo malo del mal es que conoce al bien. El bien, por serlo, goza de la inocencia de sólo saberse a sí mismo. El mal lleva las de ganar porque se conoce a sí mismo y al bien. La experiencia del bien es cogida de sorpresa por el mal como los vaqueros por los indios en los desfiladeros del lejano oeste. Nuestro dilema es que para vencer al mal, el bien debe conocerlo. Conocerlo sin practicarlo. ¿Exigencia para santos? ¿O tenemos maneras de conocer el mal sin experimentarlo?

La historia maligna de mi tiempo me lleva a oponerme activamente a los atentados contra la libertad y la vida. Pero no soy inconsciente de que la energía para ganar el bien es comparable a la energía para alcanzar el mal. Tanta energía, tanta experiencia dispensa el creador disciplinado —artista, político, empresario, obrero, profesionista— para obtener el bien como la que requiere para perderlo. La drogadicción, lo sabemos quienes la hemos visto de cerca, requiere tanta energía, tanta voluntad, tanta astucia, como pintar un mural, organizar una empresa o llevar a cabo un quíntuple bypass cardiaco.

Se levantará el templo de la ética para que la experiencia humana sea, difícil, excepcionalmente, constructiva. Ello requiere, a mi entender, un alto grado de atención que rebasa nuestro propio yo, nuestro propio interés, para prestarle cuidado a la necesidad del Otro, ligando nuestra subjetividad interna a la objetividad del mundo a través de lo que mi yo y el mundo compartimos: la comunidad, el nosotros. Sin embargo, a partir de Nietzsche sabemos que la historia rara vez coincide con el bien o con la felicidad.

Semejante escepticismo nos ha hecho valorar, puesto que aún somos decrépitos, arruinados, prisioneros de la última gran revolución cultural, que fue el romanticismo, la experiencia de la pasión, al grado de no poder concebir experiencia sin pasión. “Corazón apasionado”, dice la vieja canción mexicana. Pues pasión significa reconocer y respetar y procurar la grandeza de las emociones humanas, al grado de creer que son las pasiones mismas las que constituyen el alma humana. La experiencia de la pasión trata de concebirse como libre obediencia a impulsos válidos, existenciales.

Tener deseos y saber mantenerlos, corregirlos, desecharlos… ¿Cuál es el camino de este ideal de la experiencia? Precisamente el equilibrio difícil entre el momento activo y el momento paciente. Basta ver (no imaginar: constatar diariamente en imágenes y noticias) la manera como la pasión degenera en violencia, para reaccionar a favor de un equilibrio que no condene a la pasión, que tantas satisfacciones nos da, gracias a una paciencia que no es la de Job, sino la de la resistencia: el coraje moral de Sócrates, de Bruno, de Galileo, de Ajmátova y de Mandelstam, de Edith Stein y de Simone Weil, de todos los humillados y ofendidos de la ciudad del hombre, de todos los pacientes peregrinos a la ciudad de Dios.

El compás de espera es inseparable de la atención. No es resignación.

El corazón de la experiencia, más bien, es la conciencia misma de que toda experiencia es limitada. Y no sólo porque nos embargue, como a Pascal, el vértigo de los espacios infinitos, sino porque la muerte, si no la vida, y la mirada de la noche, si no la ceguera del día, nos dicen que la experiencia es limitada y el universo, infinito. Nos lo comprueba el hecho de que no hay experiencia, por buena o valiosa que sea, que se cumpla plenamente. Lo sabe el artista, que no necesita dar el cincelazo de Miguel Ángel para asegurar la imperfección de la obra. Si la obra fuese perfecta, sería divina: sería impenetrable, sería sagrada.

Se necesita un valor temerario para vivir una experiencia sin techo, expuesta a todos los riesgos. Goethe, típicamente, pedía que buscáramos el infinito en nosotros mismos. “Y si no lo encuentras en tu ser y en tu pensamiento, no habrá piedad para ti”. Pero sí habrá la conciencia de los límites que el joven y romántico autor de Werther supo equilibrar con moral y estética en el Wilhelm Meister, obras espléndidamente estudiadas por Alfonso Reyes en su Trayectoria de Goethe. Todo tiene un límite y el desafío a nuestra libertad es una pregunta: ¿rebasaría o no? La respuesta es otro desafío. Si queremos aumentar el área de la experiencia, debemos conocer los límites de la experiencia. No los límites políticos, sicológicos o éticos, sino los límites inherentes a cualquier experiencia por el hecho de serlo. Cada cual tendrá su cuadrante personal para medir esos límites.

¿A cuántas personas no conocemos que realizan un extraordinario esfuerzo para mostrarse fuertes ante el mundo porque conocen demasiado bien sus debilidades internas? Ganarle la partida a la debilidad haciéndonos fuertes por dentro para que el mundo no nos engañe con una fuerza falsa, una limosna de poder, o el insulto de la lástima. La resistencia estoica debe tomarse en serio, pues nada le sucede a nadie para lo que él o ella no estén preparados por la naturaleza para soportar, nos dice Marco Aurelio. Y añade: “El tiempo es como un río de eventos que suceden; la corriente es fuerte; apenas aparece una cosa, la corriente se la lleva y otra cosa ocupa su lugar y ella misma también será arrastrada por la corriente…”

No se necesita gran coraje moral para entender esto, pero sí para vivirlo. “¿Para qué…?”, pregunta Wordsworth al iniciar uno de los grandes poemas de todos los tiempos, “El preludio”. Y contesta con otra pregunta: “¿Para esto?” Detrás de ambas preguntas se teje la capa de la experiencia, nuestra segunda piel. Son los poderes que vamos adquiriendo como personas. Poderes de estar con otros, pero también experiencia de la soledad. Formas que se van desprendiendo de nuestra experiencia personal para adquirir vida propia y dejar testimonio, más o menos pasajero, más o menos permanente, de nuestro paso —de nuestra pasión—. Luces que van iluminando nuestro camino, Y la pregunta insistente: ¿Cómo se llaman los portadores de las teas que nos iluminan la ruta? La piel de la experiencia tiene heridas que a veces cicatrizan; a veces no. Voz de la experiencia. A veces la escuchamos, a veces no. Experiencia: peligro y anhelo. Experiencia y deseo: anticipación ardiente o serena de lo que aún no es, sin perder el conocimiento de lo que ya pasó.

La pregunta definitiva de la experiencia la hace Calderón de la Barca en la obra maestra del teatro español, La vida es sueño —ese compendio del pesimismo trágico, como la llamó Reyes—. El mayor delito del hombre es haber nacido. Segismundo, el protagonista de la obra, se compara a la naturaleza, que teniendo menos alma que él, tiene más libertad. Segismundo siente esta ausencia de libertad como una disminución, un no haber totalmente nacido, una conciencia de “que antes de nacer moriste”. Pero, ¿no es un delito mayor no haber nacido en absoluto? Calderón nos libra al ritmo íntimo del sueño. Soñar es compensar lo que la experiencia nos negó. Soñamos hacia adelante, pero también hacia atrás. Deseamos en ambos sentidos. No, lo mejor es haber nacido. Y a cada cual nos incumbe examinar las razones por las cuales valió la pena haber nacido, y preguntarnos sin tregua y sin esperanza de respuesta, las interrogantes de la experiencia:

¿Cómo se relacionan la libertad y el destino?

¿En qué medida puede cada uno de nosotros dar forma personal a nuestra propia experiencia?

¿Qué parte de nuestra experiencia es cambio y qué parte, permanencia?

¿Cuánto le debe la experiencia a la necesidad, al azar, a la libertad?

¿Y por qué nos identificamos por la ignorancia de lo que somos: unión de cuerpo y alma y sin embargo seguimos siendo exactamente lo que no comprendemos?

No sabríamos contestar sin las experiencias de la amistad, en primer lugar, y esto me lleva a hablar de Julio Cortázar, mi entrañable amigo Julio Cortázar.

Como sucede, lo conocí antes de conocerlo. En 1955, editaba yo la Revista Mexicana de Literatura con el escritor tapatío Emmanuel Carballo. Allí se publicó por primera vez en México una ficción de Gabriel García Márquez, “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”. Gracias, también, a nuestras amigas Emma Susana Speratti y Ana María Barrenechea, pudimos obtener la colaboración de Julio Cortázar.

“Los buenos servicios” y “El perseguidor” aparecieron por primera vez en nuestra revista renovadora, alerta, insistente, hasta un poco insolente.

Después, sin conocernos aún, Cortázar me mandó la carta más estimulante que recibí al publicar, en 1958, mi primera novela, La región más transparente. Mi carrera literaria le debe a Julio ese impulso inicial, en el que la inteligencia y la exigencia, el rigor y la simpatía, se volvían inseparables y configuraban, ya, al ser humano que me escribía de usted y con el que yo ansiaba cortar el turrón.

Su correspondencia era el hombre entero más ese misterio, esa adivinanza, ese deseo de confirmar que, en efecto, el hombre era tan excelente como sus libros y éstos, tan excelentes como el hombre que los escribía.

Por fin, en 1960, llegué a una placita parisina sombreada, llena de artesanos y cafés, no lejos del Metro Aéreo. Entré por una cochera a un patio añoso. Al fondo, una antigua caballeriza se había convertido en un estudio alto y estrecho, de tres pisos y escaleras que nos obligaban a bajar subiendo, según una fórmula secreta de Cortázar.

Verlo por primera vez era una sorpresa. En mi memoria, entonces, sólo había una foto antigua, publicada en un número de aniversario de la revista Sur, un señor viejo, con gruesos lentes, cara delgada, el pelo sumamente aplacado por la gomina, vestido de negro y con un aspecto prohibitivo, similar al del personaje de los dibujos llamado Fúlmine.

El muchacho que salió a recibirme era seguramente el hijo de aquel sombrío colaborador de Sur, un joven desmelenado, pecoso, lampiño, desgarbado, con pantalones de dril y camisa de manga corta, abierta en el cuello; un rostro, entonces, de no más de 20 años, animado por una carcajada honda, una mirada verde, inocente, de ojos infinitamente largos, separados y dos cejas sagaces, tejidas entre sí, dispuestas a lanzarle una maldición cervantina a todo el que se atreviese a violar la pureza de su mirada.

—Pibe, quiero ver a tu papá.

—Soy yo.

Estaba con él una mujer brillante, menuda, solícita, hechicera y hechizante, atenta a todo lo que sucedía en la casa, Aurora Bernárdez. Entre los dos, formaban una pareja de alquimistas verbales, magos, carpinteros y escribas, de esos que durante la noche construyen cosas invisibles cuyo trabajo sólo se percibe al amanecer.

Así se inició nuestra amistad más cercana, nuestra camaradería.

Lo que no tenemos, lo encontramos en el amigo. Creo en este obsequio y lo cultivo desde la infancia. No soy en ello diferente de la mayor parte de los seres humanos. La amistad es la gran liga inicial entre el hogar y el mundo. El hogar, feliz o infeliz, es el aula de nuestra sabiduría original pero la amistad es su prueba. Recibimos de la familia, confirmamos en la amistad. Las variaciones, discrepancias o similitudes entre la familia y los amigos determinan las rutas contradictorias de nuestras vidas. Aunque amemos nuestro hogar, todos pasamos por el momento inquieto o inestable del abandono (aunque lo amemos, aunque en él permanezcamos). El abandono del hogar sólo tiene la recompensa de la amistad. Es más: sin la amistad externa, la morada interna se derrumbaría. La amistad no le disputa a la familia los inicios de la vida. Los confirma, los asegura, los prolonga. La amistad le abre el camino a los sentimientos que sólo pueden crecer fuera del hogar. Encerrados en la casa familiar, se secarían como plantas sin agua. Abiertas las puertas de la casa, descubrimos formas del amor que hermanan al hogar y al mundo. Estas formas se llaman amistades.

Porque creo en este valor iniciático de la amistad me llama la atención el cinismo filosófico que la acompaña con una nube negra. Oscar Wilde emplea su temible don de la paradoja para decir de Bernard Shaw que no tiene un solo enemigo en el mundo, pero ninguno de sus amigos lo quiere. Para Byron, la amistad es, tristemente, el amor sin alas. Y si la amistad puede convertirse en amor, lo cierto es que el amor rara vez se convierte en amistad.

Yo creo que hay más dolor que cinismo en las amistades perdidas. Los sentimientos descubiertos y compartidos. La ilusión de sabiduría confirmada que nos proporciona un amigo. La constitución de la esperanza que sólo nos otorga la juventud compartida en la amistad. La alegría de la banda, la cuatiza, the gang, l’équipe, la chorcha, la patota. Los lazos de unión. La complicidad de las amistades juveniles, el orgullo de ser joven y, si se es ya joven sabio, la voz admonitoria de la propia juventud cuando es vieja amistad. Aprendamos a gobernar el orgullo de ser jóvenes. Un día no lo seremos y necesitaremos, más que nunca, a los amigos.

Dos edades abren y cierran la experiencia de la amistad. Una es la edad juvenil y mi “disco duro” recuerda nombres, rostros, palabras, actos de compañeros de escuela. Pero lo que recuerdo no rebasa todo lo que he olvidado. ¿Cómo no celebrar que 60 años más tarde, mantenga un vínculo con mis primeros amigos de la infancia —una infancia errante, de familia diplomática, una peregrinación atentatoria contra la continuidad de los efectos? Aún me escribo con Hans Berliner, un niño judío alemán que llegó a mi escuela primaria en Washington huyendo del terror nazi y fue objeto de esa crueldad infantil ante lo diferente. Era moreno, alto para su edad, pero usaba, como los niños europeos de esa época, pantalón corto. Para el niño norteamericano, no era “regular”, es decir, indistinguible de ellos mismos. Yo perdí mi popularidad inicial cuando el Presidente Cárdenas nacionalizó el petróleo en 1938 y me convertí —por primera pero no única vez en mi vida— en sospechoso comunista. La exclusión nos unió, a Hans y a mí, hasta el día de hoy. La geografía nos separó pero en Santiago de Chile, adolescente ya, encontré pronto equipo, banda, chorcha, patota, en los muchachos que preferíamos la lectura y el diálogo a los rudos deportes enlodados de nuestra escuela inglesa, The Grange, al pie de los Andes, regida por capitanes británicos convencidos de que la batalla de Waterloo se ganó en los campos deportivos de Eton. Recuerdo los nombres de todos, las caras de todos —Page, Saavedra, Quesnay, Marín— pero sobre todo Torretti, Roberto, mi compañero intelectual, literario, con el cual escribí, al alimón, nuestra primera novela. Ésta se perdió —por fortuna— en los baúles testamentarios de la madre de Roberto, pero Torretti y yo nos seguimos escribiendo y mantenemos, hasta el día de hoy, diálogos vivos en Oaxaca o Puerto Rico, y diálogo escrito entre México y Santiago. Él es un extraordinario filósofo y su amistad me retrotrae siempre a esos años juveniles en una escuela inglesa, a fingidas aventuras de mosqueteros en el palacete de la Embajada de México y a otras memorias más lejanas o más dolorosas. Conocí allí a José Donoso, mayor que yo, futura gloria de las letras chilenas. No sé si él me conoció a mí. Y conocí el dolor de un amigo íntimo desaparecido a los 12 años de edad, dejándome desolado ante la primera muerte de un hombrecito de mi edad. Aunque tan desolado como me dejó el destino de otro niño, físicamente deforme, objeto de burlas y golpes, a quien me atreví a defender, descubriendo así otra dimensión de la amistad: la solidaridad. Que después del cuartelazo atroz del atroz Pinochet ese muchacho, ya hombre, haya sido torturado en los campos de la muerte del sur de Chile, sólo aumenta mi horror ante la crueldad humana pero también mi ternura y compasión hacia la realidad misma de eso que llamamos y debatimos “amistad”.

Porque todos, en grado menor o mayor, hemos traicionado o sido traicionados por la amistad. Las bandas se desbandan y los íntimos amigos de la juventud pueden convertirse en los más alejados e indiferentes fantasmas de la edad adulta. Y es que no hay nada más traicionable que la amistad. Si hiciésemos la lista de los amigos perdidos, las apostillas dirían indiferencia, odio, rivalidad, pero también épocas distintas y distancias épicas. Dirían muertes. ¿Por qué los abandonamos? ¿Por qué nos abandonan ellos? Viéndolo bien, hay poca amistad en el mundo. Sobre todo entre iguales. William Blake lo decía de manera incomparable: Tu amistad me hiere demasiado. Por favor, sé mi enemigo. Porque si la amistad, en su origen, es disposición, generosidad, apertura a reunirnos con otros, no deja de ser, al mismo tiempo, un rechazo secreto e insinuante de esa misma intimidad cuando es resentida como dependencia. Wordsworth habla de las “horas primitivas” de la vida, durante las cuales, vivimos una paradoja que nos arroja al camino de la suerte a la vez que nos protege de sus accidentes. Accidentes, a veces, del humor. Sargent pudo decir que cada vez que pintaba un retrato, perdía un amigo. Y el famoso canciller británico, Canning, le daba a la amistad un giro diplomático vigente. Sálvame del amigo sincero, rogaba. Es cierto: en la diplomacia y en la política, confiar en la amistad es exponerse al error. En el poder se concentran las leyes que destruyen con más seguridad la amistad. La traición. El arrepentimiento. La deserción. El campo de cadáveres que va dejando el uso del abuso. Las trincheras abandonadas que va dejando la indiferencia de la fuerza. Y siempre, la tentación del humor cruel. Malraux a Genet: Que pensez-vous vraiment de moi? Genet: Je ne vous aime assez pour vous le dire.

No son estas lecciones inútiles. Los terrenos más yermos florecen para indicarnos que, en cuestiones de amistad, hay que darle cabida, en ocasiones, a la sabiduría del Eclesiastés y admitir que aun las heridas de un amigo pueden ser heridas fieles. Y que con el amigo podemos exponernos a decirle por qué no lo queremos. Al enemigo, en cambio, nunca se le debe dar esa satisfacción. Pero lo terrible de la pérdida de la amistad es el abandono de los días a los que ese amigo les dio sentido. Perder a un amigo se vuelve, entonces, literalmente, una pérdida de tiempo. Hay esperanzas excesivas, puede haber celos de los triunfos ajenos. Hay que estar precavidos. Es tiempo de regresar a la amistad sabiendo que exige un cultivo cotidiano a fin de rendir sus frutos maravillosos. Establecer simpatías y gozar afinidades. Obsequiarnos serenidad unos a otros. Obligarnos a una disciplina jocunda para mantener la amistad. Descubrimiento con los amigos de las potencias del mundo y del deleite de compartir las horas. Reír con los amigos. Vivir la amistad como invitación permanente a aceptar y ser aceptados. Y reclamar internamente una posible perfección de la amistad al abrigo de todo atentado. Vivir la compañía de los amigos sin permitir ninguna ocasión de vergüenza al día siguiente, ni que se hable mal de los ausentes. Defender la amistad contra celos, envidias, temores. Y estar de acuerdo en no estar de acuerdo — agree to disagree.

Cortázar era un surrealista en su intento tenaz de mantener unidas lo que él llamaba “la revolución de afuera y la revolución de adentro”. Si a veces se equivocó en la búsqueda de esta fraternidad incansable, peor hubiera sido que la abandonara. Como un nuevo Tomás Moro en la ola de otro renacimiento, Cortázar vivió un conflicto al que pocos escaparon en nuestro tiempo: el conflicto entre el afuera y el adentro de todas las realidades, incluyendo la política.

Coincidimos políticamente en mucho, pero no en todo.

Nuestras diferencias, sin embargo, aumentaron nuestra amistad y nuestro mutuo respeto, como debe ser en el trato inteligente entre amigos, que no admite ambición, intolerancia o mezquindad. No puede, realmente, haber amistad cuando estos defectos arrebatan al que se dice nuestro amigo. Todo lo contrario sucedía con Cortázar: sus sinónimos de la amistad se llamaban modestia, imaginación y generosidad.

Digo que amistad es modestia digna, es imaginación y es generosidad. Y a veces, por qué no, es todo lo contrario. Orgullo. Naturalidad pasiva. Avaricia del afecto.

Digo “naturalidad pasiva” y se me ocurre que siendo el diálogo una de las fiestas de la amistad, el silencio lo puede ser también. Es una enseñanza de mi amistad con Julio Cortázar.

Lo recuerdo en nuestras caminatas por el Barrio Latino a caza de la película que no habíamos visto, es decir, la película nueva o la película antigua y vista diez veces que Cortázar iba a ver siempre por primera vez. Adoraba lo que enseñaba a mirar, lo que le auxiliara a llenar los pozos claros de esa mirada de gato sagrado, desesperado por ver, simplemente porque su mirada era muy grande.

Antonioni o Buñuel, Cuevas o Alechinsky, Matta o Silva: Cortázar como ciego a veces, apoyado en sus amigos videntes, sus lazarillos artísticos. Lo recuerdo: la mirada inocente en espera del regalo visual incomparable.

Íbamos juntos al cine y salíamos a caminar sin decir palabra. Al principio, pensé que sus lagunas en el curso de una conversación generalmente muy animada era una falla mía, un reproche de él. Llegué a saber que saber estar juntos sin decir nada era una forma superior de la amistad. Era respeto. Era reverencia. Era reflexión opuesta al mero parloteo.

Esta experiencia de la amistad como silencio reflexivo y respetuoso me conduce a un filo inevitable en el que la frontera entre estar con mis amigos y estar solo separa nuestras vidas. Si la amistad es el nexo entre la vida en común y la vida del yo, éste tiene que reclamarle soledad a la amistad. Es natural: exigimos para nuestro ser la pasión, la inteligencia o el amor que reconocemos en la mirada del amigo. Las simpatías, los movimientos de acercamiento, tienen un límite: yo mismo. Regreso a mí, a mi desconsuelo pero también a mi propio poder. Recuerdo con nostalgia el amanecer de la infancia compartido con los amigos. ¡Qué difícil es mantenerlo de adultos! Repaso los momentos de las rupturas con dolor inevitable. Las horas no son las mismas. Los caminos se han desviado. Pero no puedo evitar la limosna que el propio yo le exige, al cabo, a la fortuna de la amistad. Pues, ¿no sabíamos ya, secretamente, desde el principio, que un día sentiríamos ante el amigo la necesidad de renovar la vida? ¿No sabíamos desde siempre que con íntimo desasosiego, casi con vergüenza, portamos una imperfección que no podemos revelar ni compartir con el amigo más entrañable?

Le entregamos entonces, paradójicamente, nuestra imperfección al mundo y nuestra vergüenza a la sociedad con la esperanza de que otra forma de amistad, la de pertenecer a la vida en común, nos redima. El artista, por definición, aprende muy pronto a soportar la soledad en nombre de la creación de la obra. Pero más ampliamente, es la propia amistad lo que nos obliga no sólo a reconocer nuestros límites, sino a entender que los compartimos. Somos amigos en comunidad: nos necesitamos. Con razón decía Thoreau que tenía tres sillas en su casa, una, para la soledad. Otra, para la amistad. Y la tercera, para la sociedad. Saber estar solo es la contrapartida indispensable y enriquecedora de saber estar con amigos. Ésta es la amistad respetuosa que demandaba Julio Cortázar.

La soledad no es la única contrapartida de la amistad. Lo es también la muerte. Así como recuerdo fielmente a mis más remotos amigos de la niñez, otorgo una memoria constante a esos viejos amigos ya partidos que fueron, además, mis maestros. Mi generación recuerda con verecundia latina a don Alfonso Reyes como gran maestro de nuestra juventud. Un sabio que además era amigo. Su enseñanza intelectual era inseparable de su enseñanza cordial. No esperaba, como los falsos maestros, idolatría sin contradicción. Reyes esperaba y solicitaba la reconquista de la propia juventud a cambio de nuestra propia conquista del saber y experiencia cordiales, de su vejez. Volvíamos al descubrir, con Reyes, que la amistad significa perdurar en la vejez —o en el tiempo. Que siempre falta descubrir más de lo que existe. Que la amistad se cosecha porque se cultiva. Que nadie hace amigos sin hacer enemigos, pero que ningún enemigo alcanzará jamás la altura de un amigo. Que la amistad es una forma de la discreción: no admite la maledicencia que maldice al que la dice, ni el chisme que todo lo convierte en basura. Amistad es confianza (es más vergonzoso desconfiar de los amigos que engañarlos, escribió La Rochefoucauld). Que la amistad, para ser cercana, nos enseña el camino del respeto y de la distancia. Aunque la amistad autoriza a amar y detestar las mismas cosas.

Así, las épocas de la vida se van midiendo por los grados de afinidad íntima que mantenemos a lo largo de nuestras edades. Se olvidan amigos remotos en el tiempo. Se abandonan amigos de la juventud que no crecieron al mismo ritmo que nosotros. Se buscan amigos más jóvenes para adquirir el paso de una vitalidad que biológicamente se aleja. Buscamos a amigos de toda la vida y ya no tenemos nada que decirnos. Vemos la decadencia de viejos y queridos amigos a los que ya no reconocemos o que ya no nos reconocen. Pero cuando la edad aleja, es sólo porque nos está esperando. Vuelven a brillar en el ocaso las luces de la primera juventud. En medio, quizás, de una bruma distante, recordamos las afinidades, descubrimos juntos cuanto existe, reconquistamos la juventud, volvemos a ser banda, cuatiza, chorcha, patota, barra, gang. Volvemos a cosechar las pasiones y a subyugar las rebeliones. Y miramos con nostalgia las antiguas horas de la amistad, como si nunca hubieran sido…

¿Qué compartían Reyes y Cortázar, además de una cierta —y certera— idea de la amistad?

Yo respondería: compartían el amor a la literatura como forma vital, manifiesta del querer mismo.

El amor.

En Yucatán, el agua nunca se ve. Corre subterráneamente, bajo una frágil capa de tierra y piedra caliza. A veces, esa delicada piel yucateca aflora en ojos de agua, en líquidos estanques —los cenotes— que dan fe de la existencia del misterioso flujo subterráneo. Creo que el amor es como los ríos ocultos y los surtidores sorpresivos de Yucatán. Nuestras vidas se asemejan a veces a infinitos abismos que no tendrían fin si en el lecho mismo del vacío no corriese un río, plácido y navegable a veces, ancho o estrecho, precipitado otras, pero, siempre, abrazo de agua que nos impide desaparecer para siempre en la vastedad de la nada. Oportunidad y riesgo de nadar en vez de riesgo sin oportunidad de nada.

Si el amor es ese río que fluye y mantiene la vida, ello no significa que al amor y sus atributos más preciados —el bien, la belleza, el afecto, la solidaridad, el recuerdo, la compañía, el deseo, la pasión, la intimidad, la generosidad, la voluntad misma de amar y ser amados— excluyan lo que parecería negarlo: el mal.

El elogio del amor como realidad o aspiración suprema del ser humano no puede ni debe olvidar la fraternidad del mal aunque, en esencia, la supera en la mayoría de los casos. Aplázcala, pero nunca la vencerá del todo. El amor —como toda experiencia— requiere una nube de duda contra el mal que lo acecha. Pero no sólo esa nube, sino la rabia misma del cielo, se disipan en el placer, la ternura, la ciega pasión a veces, la felicidad así sea pasajera, del amor tal y como lo vivimos los hombres y las mujeres. La más viva pasión amorosa puede degenerar en costumbre, en irritación a lo largo del tiempo. Una pareja empieza a conocerse porque ante todo se desconoce. Todo es sorpresa. Cuando ya no hay sorpresas, el amor puede morir. A veces, aspira a recobrar el asombro primerizo pero acaba dándose cuenta de que, la segunda vez, el asombro es sólo la nostalgia. Acomodarse a la costumbre puede ser visto por algunos como una pesada carga —un desierto final, repetitivo y tedioso cuyo único oasis es la muerte, la televisión o la recámara aparte. Pero ¿cuántas parejas no han descubierto en la costumbre el amor más cierto y duradero, el que mejor acoge y cobija la compañía y el apoyo que también son nombres del amor? ¿Y no es otro desierto, ardiente de día pero helado de noche, el de la pasión sin tregua, mortificante al grado de que los grandes protagonistas del amor romántico prefirieron la muerte joven y apasionada en su clímax, que la pérdida de la pasión en la grisura de la vida cotidiana? ¿Pueden envejecer juntos Romeo y Julieta? Quizás. Pero no pueden terminar sus días viendo el Hermano Mayor en televisión como única forma de participación vicaria en pasiones menos dormilonas que la suya.

El amor quiere ser, por el mayor tiempo posible, plenitud de placer. Es cuando el deseo florece por dentro y se prolonga en las manos, los dedos, los muslos, las cinturas, la carne erguida y la carne abierta, las caricias y el pulso ansioso, el universo de la piel amorosa, reducidos los amantes al encuentro del mundo, a las voces que se nombran en silencio, al bautizo interno de todas las cosas. Es cuando no pensamos en nada para que esto no termine nunca. O cuando pensamos en todo para no pensar en esto y darle su libertad y su más larga brevedad al placer carnal.

¿Cuándo es mayor la felicidad del amor? ¿En el acto de amor o en el salto adelante, en la imaginación de lo que sería la siguiente unión amorosa? ¿La alegría fatigada del recuerdo y nuevamente el deseo pleno, aumentado por el amor, de un nuevo acto de amor: felicidad? Este placer del amor nos deja asombrados. ¿Cómo es posible que el ser entero, sin desperdicio o abandono alguno, se pierda en la carne y la mirada del ser amado y pierda, al mismo tiempo, todo sentido del mundo exterior al amor? ¿Cómo es posible? ¿Cómo se paga este amor, este placer, esta ilusión?

Los precios que el mundo le cobra al amor son múltiples. Pero, como en los teatros y los estadios, hay precios de entrada diferentes y butacas de preferencia. La mirada es boleto imprescindible del amor. Por los ojos entra el amor, dice el dicho. Y en verdad, cuando amamos, todo el mundo huye de nuestra mirada. Sólo tenemos ojos para el ser amado. Una noche en Buenos Aires, descubrí, no sin pudor, emoción y vergüenza, otra dimensión de la mirada amorosa: su ausencia. Nuestra amiga Luisa Valenzuela nos llevó a mi mujer y a mí a un sitio de tango en la larguísima Avenida Rivadavia. Un salón de baile auténtico, sin turistas ni juegos de luces, las cegadoras strobelights. Un salón popular, de barrio, con su orquesta de piano, violín y bandoneón. La gente sentada, como en las fiestas familiares, en sillas arrimadas contra la pared. Parejas de todas las edades y tamaños. Y una reina de la pista. Una muchacha ciega, con anteojos oscuros y vestido floreado. Una Delia Garcés renacida. Era la bailarina más solicitada. Dejaba sobre la silla su bastón blanco y salía a bailar sin ver pero siendo vista. Bailaba maravillosamente. Le devolvía al tango la definición de Santos Discépolo: “Es un pensamiento triste que se baila”. Era una forma bella y extraña de amor bailable, simultáneamente, en la luz y en la oscuridad. La media luz, sí.

El “crepúsculo interior” nos enseña también, con el tiempo, que se puede amar la imperfección del ser amado. No a pesar de ser imperfecto, sino por ser imperfecto. Porque una cierta falla, un defecto conmensurable, nos hace más entrañable a la persona querida, no porque nos haga creer en nuestra propia superioridad, sino, por el contrario, porque nos permite admitir nuestras propias carencias y, estrictamente, emparejarnos. Esto difiere de otra forma del amor, que es la voluntad de amar. Acontecimiento ambiguo que puede ondear con las banderas de la solidaridad, pero también lucir los harapos del provecho propio, la astucia o esa forma de amistad por conveniencia que describe Aristóteles. Hay que distinguir muy claramente estas dos formas de amor, pues la primera abarca la generosidad y la segunda concierne al egoísmo.

“Un perfecto egoísmo entre dos” es la fórmula, bien francesa, como Sacha Guitry definía al amor, dándole un cierto aire de ironía a la intimidad misma. El egoísmo compartido supone, por una parte, aceptar, tolerar o guardar discreción frente a las múltiples miserias que, en palabras de Hamlet, “la carne hereda”. Pero el egoísmo sin más —la soledad radical y avara— no sólo es separación del otro, sino de uno mismo. No falta quien diga que, a pesar de todo, el mejor momento del amor es la separación, la soledad, la melancolía del recuerdo, el momento solitario… Situación preferible a la melancolía del amor que nunca tuvo lugar por premura, por indiferencia, por falta de tiempo. “No hubo tiempo. No hubo tiempo para la última palabra. No hubo tiempo para decirse tantas cosas del amor.”

Voluntad o costumbre, generosidad o imperfección, belleza y plenitud, intimidad y separación, el amor, acto humano, paga, como todo lo humano, el precio de la finitud. Si del amor hacemos la meta más cierta y el más cierto placer de nuestras vidas, ello se debe a que, por serlo o para serlo, debe soñarse ilimitado sólo porque es, fatalmente, limitado. El amor sólo se concibe a sí mismo sin límite. Al mismo tiempo, los amantes saben (aunque apasionadamente se cieguen, negándolo) que su amor tendrá límites —si no en la vida, entonces seguramente en esa muerte que es, según Bataille, el imperio del erotismo real: “La continuidad del amor más intenso en ausencia mortal del ser arriado”. Cathy y Heathcliff en Cumbres borrascosas. Pedro Páramo y Susana San Juan en la novela de Rulfo. Julio Cortázar y Carol Dunlop en Los autonautas de la cosmopista. Pues en la vida misma, ¿nos satisface plenamente el más absoluto y pleno de los amores? ¿No es verdad que queremos siempre más? Si fuésemos infinitos, seríamos Dios, dice el poeta. Pero queremos por lo menos amar infinitamente. Es nuestro acercamiento posible a la divinidad. Es nuestra mirada de adiós y nuestra mirada de Dios.

Es la calidad de la atención. El amor como atención. Prestarle atención a otro. Abrirse a la atención. Porque la atención extrema es la facultad creadora y su condición es el amor.

Agnes Heller, la filósofa de origen húngaro, escribe que la ética es asunto de responsabilidad personal, la responsabilidad que tomamos en nombre de otra persona; nuestra respuesta al llamado del otro. Toda ética culmina en una moral de la responsabilidad: somos moralmente responsables de nosotros y de los demás. Sin embargo, ¿cómo puede una sola persona hacerse responsable de todas? Ésta es la pregunta central de las novelas de Dostoyevski.

¿Cómo abarcar la experiencia total de una humanidad sufriente, humillada, anhelante?, le pregunta, con juvenil desperación, Dostoyevski al más grande crítico ruso de su tiempo, Vissarion Grigorievich Bielinsky. La respuesta del crítico fue abrumadoramente precisa: Empieza con un solo ser humano. El más cercano a ti. Toma con amor la mano del último hombre, de la última mujer que has visto, y en sus ojos verás reflejados todas las necesidades, todas las esperanzas y todo el amor de la humanidad entera.

Reyes y Cortázar fueron seres humanos identificados con la experiencia, con la amistad y con el amor, porque pusieron atención.

Reyes, atacado en algún momento como cosmopolita o extranjerizante por esa ciega carencia latinoamericana de no creernos auténticos sino en el aislamiento más estrecho, respondió con una perfecta certeza: Somos provechosamente nacionales cuando somos generosamente universales.

Se hacía eco, Reyes, de nuestra cultura de encuentros, de nuestra cultura de fundación, abierta, indígena, europea, africana, mestiza, mulata, enunciada por Inca Garcilaso de la Vega cuando dijo desde el siglo XVII: “Mundo, sólo hay uno”. Tardamos en darnos cuenta de que Alfonso Reyes nos hizo el favor de traducir la totalidad de la cultura de Occidente a términos latinoamericanos, de hacerla nuestra, comprensible, la multicultura de la lira de Apolo y de Nezahualcóyotl, de Virgilio y de Sor Juana y de Ibn Jaldún, de la comunicación de Hermes y de Cicerón y de Guamán Poma y de Maimónides, de la crítica de Aristarco el bibliotecario de Alejandría y de Bernardino de Sahagún el recopilador de las culturas invictas de Anáhuac y de Sarmiento el magistral modelo, en el Facundo, de una literatura de impurezas genéricas, crónica, novela, historia, pedagogía y poesía de la tierra, que establecen esa magnífica tradición latinoamericana que puede unir, sin fraccionamiento, el Moreira de Eduardo Gutiérrez al Moreira de César Aira…

Quiero decir: no hay en nuestra literatura un mantenedor de la flama, un artífice de la tradición, un continuador de la vida, comparable a Alfonso Reyes.

Pero si Reyes miraba a lo lejos y a lo hondo, Cortázar miraba a los lados. Por eso eran tan largos sus ojos: miraban la realidad paralela, a la vuelta de la esquina; el vasto universo latente y sus pacientes tesoros, la contigüidad de los seres, la inminencia de formas que esperan ser convocadas por una palabra, un trazo de pincel, una melodía tarareada, un sueño. ¿Encontraría a la Maga?

Cortázar le dio sentido a nuestra modernidad porque la hizo crítica e inclusiva, jamás satisfecha o exclusiva, permitiéndonos pervivir en la aventura de lo nuevo cuando todo parecía indicarnos que, fuera del arte e, incluso, quizás, para el arte, ya no había novedad posible porque el progreso había dejado de progresar.

Cortázar nos habló de algo más: del carácter insustituible del momento vivido, del goce pleno del cuerpo unido a otro cuerpo, de la memoria indispensable para tener futuro y de la imaginación necesaria para tener pasado.

Cuando Julio murió, una parte de nuestro espejo se quebró y todos vimos la noche boca arriba. Ahora, de vuelta en Buenos Aires, yo quisiera que el Gran Cronopio compruebe, como lo dijo entonces Gabriel García Márquez, que su muerte fue sólo una invención increíble de los periódicos y que el escritor que nos enseñó a ver nuestra civilización, a decirla y a vivirla, está aquí hoy, invisible sólo para los que no tienen fe en los Cronopios. Sí, encontró a la Maga.

Reyes y Cortázar: Experiencia, Amistad y Amor.

Buenos Aires, Argentina

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