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viernes, 1 de marzo de 2024

RAUL BARON BIZA El Derecho de Matar FRAGMENTO




 RAUL BARON BIZA

El Derecho de Matar

¡Oh, mujer! Para lograr una figura tan bella

y un corazón tan duro, ¿Qué dios del Olimpo

se ayuntó con la hiena?...

La pornografía en los libros está en proporción

a la degeneración del cerebro lector.

BARON BIZA.

EL DERECHO DE MATAR

*

A S.S. el PAPA PIO XI:

Señor: Vengo hasta Vos, sin la humildad del creyente, ni la insolencia del ateo. Me acerco a tu trono, con toda la serenidad de un sacerdote de sí mismo.

No soy un extraño para los de vuestra casa, ni entro a ella amparado en la tarjeta complaciente de un secretario cardenalicio.

Embajador de mis Ideas, vengo a presentaros mis credenciales.

Dos millones de francos que me fueron arrancados por los que allá en Buenos Aires, la ya conquistada ciudad por tus huestes, ofician la santa misa y bendicen vuestro nombre todos los días...

Dos millones que cayeron en sus arcas, que son también las tuyas y que tuve que entregarlos al conjuro de la memoria de un ser, para mí sagrado...

Como consecuencia de esa donación, con la que se ha construido parte de un colegio de cuyos fecundos rendimientos financieros, tendrás, Señor, conocimiento, se me ha acordado el derecho de disponer de dos becas vitalicias...

No las acepto y os las devuelvo, porque mi conciencia me niega autorización para utilizarlas. Ella, no quiere complicarse en el crimen de desviación espiritual que allí se consume.

Esa donación fue hecha, Señor, para beneficio de los niños pobres, no para especulación de los pocos céntimos de sus padres obreros.

Fue Señor, confiada solamente en vuestra teoría, tuvo por sola garantía la palabra de vuestro enviado y la fe que pretendieron inculcarme mis mayores.

Junto a mi dinero, muchos millones más agregaron a los míos...

Ya veis, Señor, que en esta cruzada no soy caballero sin honra y sin escudo... Si no mediasen las circunstancias apuntadas, que me otorgan tal derecho, no atravesaría yo, rumbo al Vaticano, la columnata circular de la plaza de San Pedro.

Y así como todos lo que hasta Vos llegan os ofrecen sus presentes, yo también quiero, sobre la bandeja de mi alma, dedicaros el de mi fe, mi fe herida, triste, andrajosa, condensada en las líneas de un libro cuyas palabras fueron dictadas a mi corazón por los Dioses, los solos Dioses, que guían la caravana de la Humanidad: lo innoble y lo grotesco...

Libro triste Señor, rebelde, escrito para los que gimen y para los que sufren bajo el peso de su cruz, cual modernos nazarenos...

Libro que ha de recordarte Señor la mentira de vuestros oropeles, la falsedad de vuestra prédica, libro que tendrá la cualidad afrodisíaca de recordarte como a los eunucos que no todo es oro y que existe el placer de poseer la vida.

Libro que ha de cantaros el verso penoso de la Verdad; el que vuestros siervos se niegan a modular...

Palabras salvajes que rugen realidades, que copiaron sus bramidos a la tormenta del Gólgota, en la noche sin luna de la gran injusticia y que si fueran cantadas en tus iglesias romperían las lengüetas de tus armoniums y estremecerían los restos de tus santos.

Y para que tus porteros lo dejen pasar, para poder atraer tu atención, para que él sea una nota relevante de brillo en el salón entristecido de tu biblioteca oscura; he revestido de plata su portada.1

Os lo entrego pensando que, como Señor de la Iglesia, forzado por el ritual de tus pontificaciones, tal vez harás llegar hasta mí el saetazo de tu excomunión, pero convencido que, como hombre, cuando te asomes a tu propio corazón en plena desnudez espiritual, en la hora sin testigos, vis a vis con tu yo íntimo y te confieses ante el Cristo andrajoso y ensangrentado que llevas dentro de ti mismo... me tenderás tu mano... me pedirás ayuda.

RAUL BARON BIZA

París, 1930.

A MANERA DE PRÓLOGO

ACLAREMOS...

_______

Lector: No quiero, ni debo engañarte. No necesito tu aplauso, no temo a tu brazo, ni me hace falta tu dinero. Estoy más allá del oro y de la fama; más allá de esa fe que hácete creer sincera la caricia de tu hembra y la mano de tu amigo.

No tengo trazas de Cristo ni vehemencia de profeta. Si mides mi libro con la vara mediocre del catecismo de tu vida, mi libro, dejara en tu alma un acre sabor de inmoralidad. Será inmoral porque te mostrará su maravilloso pubis y sus erguidos senos y habrá de hablar desde el fondo oscuro del protoplasma.

Inmoral quizás, porque te recordara, cuando ello sea necesario que defecas diariamente.

Te hará dudar de tu Dios.

Te enseñara a escupir sobre el código de la Sociedad y de la ley, de esa ley dictada por viejos sicalípticos, seniles, decrépitos y repletos.

Te hará dudar de ti mismo.

Si no tienes coraje, DÉJALO. Hay en él, cátedra de muerte, tribuna de revolución, escuela de crimen, remansos de odio, crimen y sadismo fruto solo de la simiente que los hombres, mis hermanos, arrojaron en mi alma...

No fue escrito para las muchedumbres endebles, ni para los mercaderes disfrazados de rotativos, ni para los maestros en técnica, ni para los que visten la toga de la estupidez a modo de ciencia, ni para los policíacos, ni para los invertidos.

Todos los libros encuentran un rincón en las bibliotecas. El mío, no lo encontrara nunca, porque no lo busca, porque no lo quiere, porque no es veneno que ha de guardarse en ampolletas. Si ese hubiera sido su destino, no lo habría escrito...

Tampoco necesita encuadernarse para adornar 'boudoir', ni servir de solaz a semi-vírgenes.

Va a corretear salvaje en el cerebro de la humanidad, a gritarte en la noche triste de tu cama fría o mentida la verdad que conoces y callas, va a retozar en las cavernas de tus pulmones

1 En las ediciones anteriores, las tapas eran plateadas (N. del E.).

como lo hacen los bacilos de Koch, como lo hacen en tus venas las espiroquetas pálidas que brindaron como herencia tus mayores, cuando volcaron generosos en tus vasos sanguíneos el residuo de los suyos.

Esta hecho para los haraposos, para los hijos de nadie, para 'los malnacidos', para los que tienen por cabecera el tarro de basura, para los que no tienen Dios, ni hembra...

Para los vagabundos que sueñan mirando al sol en los suburbios de las ciudades esperando el nuevo amanecer y que mas tarde disputan, a los perros, los huesos que arrojaron los sirvientes, y que rechazarían las 'Quiquís' y las 'Lulús'.

Son hojas destinadas a las prostitutas sin cartilla, los presidiarios que no llevan número, los Jueces y quizás las colegialas.

No te engaño, porque si así lo hiciera, pretendería engañarme a mí mismo.

En sus páginas, como ante el calidoscopio, desfilaran esperanzas muertas, jirones de una vida, de un corazón, y de un cerebro. Un corazón y cerebro a semejanza del tuyo, que va a mostrarte sus lacras y sus bellezas, que desplegará ante tus ojos, el abanico de sus lepras y sus virtudes...

He nacido rebelde, revolucionario, como otros nacen proxenetas o cornudos.

Alma que no busca el alma hermana.

No te pido respeto ni mofa. No me interesa. Estoy por encima de tu admiración o de tu burla.

No espero tu aceptación ni tu rechazo. Voy hacia ti sin que me llames, seguro de mí mismo.

EL AUTOR.

CAPITULO I

Entre la recua humana que marcha a galope tendido hacia el matadero, yo también tengo mi marca. Me llaman Jorge Morganti y estoy en la plenitud de mis treinta y cinco años. Desciendo de italianos y españoles, vomitados hace un siglo, por el mar en estas playas y que vinieron huyendo quizá, por temor a la Ley o el Hambre.

Aventureros o vagos, caballeros de industria y mujerzuelas, intestinos de barcos, mugrientos residuos de bodegas, aristócratas castigados por su rey, o por su padre, se volcaron como abono anónimo cuyo renunciamiento a la vida de molicie y refinamiento de Europa, obedecía más que a la ambición de dinero, a olvidar el crimen en unos y la ignominia en los otros, pero todos con un tenebroso rincón cercado a llave en el cerebro.

Con esa mezcla heterogénea, ambiciosa, miserable, se fueron creando nuestros campos, en una infatigable explotación y robo, en un contínuo aniquilar al indio, cuyo solar fue convertido en tierras de asalto, botín y saqueo y cuyas hembras, a más de tales vieron doblados sus trabajos de bestias. Así se levantaron nuestras ciudades, así se afianzó nuestra riqueza, así se formó nuestra aristocracia, esbozándose nuestra raza, entre espasmos de ex - presidiarios, mordeduras de ex - prostitutas juramento de calabreses y gemidos de quena...

El sufrimiento y las “lues” han debilitado mi memoria y es por eso que a veces evoco mi pasado como un sonámbulo y ella me traiciona al tratar de evocar mis primeros años cuando abandoné la casa de mis padres, allá en las sierras de Córdoba.

Muy vagamente, como entre brumas; como cubiertos por un tul grisáceo, desgarrado en partes, pasan ante mí esos años en triste y doliente caravana que dejaron en mi ánimo una impresión de amargura y cortedad que el tiempo no pudo disipar. Lo que no he de olvidar nunca; aunque la locura se empeñase en borrar a brochazos de inconciencia la tela donde ha pintado el recuerdo; es el edificio gris, de altos muros y de gruesos barrotes en las ventanas, donde iba a pasar mi niñez. Aquel colegio, que más que colegio, era cárcel o asilo!

Fue allí donde engrillaron mis ímpetus infantiles, fue allí donde se borró la risa de mis labios, fue allí donde trataron de estampar sobre mi rostro la careta del jesuita, fue allí donde me enseñaron a leer, a rezar, a mentir y a masturbarme... La autoridad bondadosa de mi padre fue

reemplazada por la palmeta incansable, odiosa y brutal del celador... Aquellas palabras de cariño y ternura que oía en mi terruño, entre la suave quietud de las quebradas y la infinita melancolía del crepúsculo que venía hacia mí, dulcemente, quedamente, como un perdón de madre a mis travesuras del día, a esas palabras benditas las reemplazaron blasfemias sagradas...

Evoco aquellas noches de hambre y de frío que hacían encoger aterida a mi pobre alma de niño; los desolantes silencios de los oscuros dormitorios que sólo interrumpían el eco lento de los pasos de una figura negra, que escrutaba entre las tinieblas con quién sabe qué designios, los semi-desnudos cuerpecitos blancos... Las cruentas mañanas en que el agua de los lavabos cristalizada, quemaba nuestros rostros y manos... ¡yo no las olvidaré nunca!

La misa diaria antes del desayuno, mientras la noche se va entregando rendida al amanecer que avanza, el arrodillamiento sobre el duro banco y la cabeza inclinada, vencida por el sueño sobre el libro de tapas negras y cruz dorada, como un ataúd...

Fue allí cuando empecé a odiar a Dios, a ese Dios en cuyo nombre me robaban la risa y el sueño, y se llagaban mis rodillas.

Había tomado la costumbre de escupir siempre que pasaba junto a un crucifijo. Una vez, pretendí hacerlo sobre el mismo; mi saliva no llegó hasta él.

Yo era muy pequeño, o el crucifijo estaba muy alto...

Pasaron los años lentamente, tan lentamente que aún ahora me parecen siglos y me estremece recordarlos. Años terribles, años negros y malditos, hermanos de aquellos otros que ruedan allí en las siniestras soledades de Cayena o de Ushuaia.

* * * * * * * * * * * * * * * * ** * * * * *

Es recién a la terminación de mi bachillerato cuando se descorre ese velo que cubre mi niñez.

Hará de eso, veinte años.

No teniendo quien me amara, había convertido, transformado en objeto de mi amor, todo lo brillante y bello que el mundo sensible me mostraba en los libros, leídos a escondidas de nuestro implacable celador.

Todo lo que hablara al alma, con la voz querida de una esperanza consoladora, desde el sol dorado y benéfico que besaba los fríos muros, hasta la heroína sentimental de un cuento de hechiceras, príncipes y hadas.

Yo era un poeta, pero poeta a mi manera. No había hecho versos porque no sabía qué cosa fuera ello, pero había visto formarse ante mis libros en las horas de estudio, siluetas vagas de mujeres divinas y las amé, sin conocerlas, con delirio y entusiasmo.

En mi salida anual habían pasado por mi lado, rozándome, inconcientemente, mujeres hermosas y ardientes, del brazo de amantes afortunados: ligeras, vaporosas, provocativas, mimosamente enamoradas, riendo en locas carcajadas de juventud y de vida, preciosas mujeres de abismales ojos negros las unas, y de un azul robado al Mediterráneo en un atardecer tranquilo, las otras, y todas ellas insinuantes, prometedoras a través de la granada partida de sus boquitas rojas. Cruzaban ajenas a su propia dicha, sin dignarse arrojar la limosna de una mirada de sus ojos brillantes y dilatados.

Me dijeron que el mundo es de los jóvenes y de los fuertes... ¡Pues mío será el mundo!, pensaba yo entonces.

Y así, en mis últimos días de internado, mis labios se contraían soñando con el beso ilusorio, futuro, de las siluetas indefinidas de todos aquellos mis ideales fantásticos, murmurando: Ah ¡quién tuviera una amante de ojos negros y rasgados, de labios rojos y talle esbelto!

* * * * * * * * * * * * * * * * ** * * * * *

Vida de quietud, de paz, de muerte, junto al río serpentoso, claro, riente, que bajaba de la montaña haciendo rodar los guijarros, de los más diversos matices; agua de nieve y vertiente, transparente, fresca, adolescente.

Era la frontera que nos separaba del pueblo, un pueblo al que sólo se iba por la correspondencia o para la venta de animales a los matarifes.

Mi padre para esa época me había hecho regresar, frustrando las esperanzas de un doctorado y entregándome la dirección de la estanzuela.

Las casas, que fueron de mis abuelos, quebraban sus líneas severas y coloniales, sometidas al gusto y cuidado de mi madre y hermana.

Irma heredó de mi padre ese sello distinguido e imborrable que le dejaron sus viajes por el misterioso Oriente y la inquieta Europa. Esos viajes que emprendiera como un cruzado de quien la bohemia y la elegancia armaron caballero. Viajes que a golpe de hélice, hambrienta de distancia, despedazaron la fortuna de mi madre y obsequiáronle con la tos seca y ronca contraída en las quintaesenciadas noches de placer, allá por los barrios de Montmartre en que el vicio se arrastra como pecadoras contumaces a los pies del Sacre Coeur, las casas de té de Yokohama, y los cafetines de Singapore, cuando ebrio de alcohol, cocaína y opio caía al lado de cuerpos bronceados, de esclavas árabes, de geishas diminutas, cual chiquillas impúberes, o rodaba entre las sedas y el calor artificial de las “garconieres” londinenses...

Del pasado, heredó mi padre ruina y tos, que le habían obligado a retraerse en aquellas serranías, junto a mi madre y a su hija.

Alta su figura, elegante a pesar de lo encorvado, siempre al aire su melena gris, enrulada. Recuerdo que cuando cumplí los diez y siete años, me tomó del brazo, y llevándome hasta un viejo banco del parque, luego de habernos sentado, me habló de sus viajes.

Eterno soñador, visionario incorregible, peregrino incansable, cruzó mares, dejando en todo puerto el pañuelo blanco que se agitara en el aire, empapado en lágrimas por el que se alejaba... Detrás de su figura se cerraba el mundo, como lo hacen las aguas cuando el barco pasa.

Como ante una cinta cinematográfica desfiló ante mi vista todo su relato. En mi cerebro palpitan aún las emociones que me despertó, al escucharle describir la cultura de los países del Norte, la belleza y el arte de Italia, lo grandioso de la India y lo atrayente, por lo misterioso, para nuestros cerebros occidentales, las costumbres de Oriente.

Cada nombre de esos pueblos significa para él una enorme cantidad de esfuerzos, de renunciamientos, de aventuras eróticas y galantes y también algunas veces, de dudas...

Aventuras que se iniciaron en los pasillos de transatlánticos entre lujosos maderamen y regios tapices, para terminar sobre el empedrado frío, negrusco y mugriento de un dock de puerto, al largar amarras el barco. Aventuras que no dejaban en sí, más que el recuerdo fugaz de la hembra libre momentáneamente, segura de su impunidad, lejos de sus hijos o del tutor severo que la pantomima religiosa y civil de los hombres, le había dado. Hembras que, tras los oropeles de damas de sociedad y de beneficencia, esposas de grandes políticos e industriales, las que ante la fosforescencia de aguas tropicales, el champagne falsificado del paso de la línea, la luna de cartón, compuesta por la empresa, para tentarla, y el jazz que al son de su candombe africano obliga a refregar los senos sobre la pechera blanca del uniforme del caballero, habían llegado hasta su cabina transpiradas, con olor a celo y con los ojos dilatados por el placer y la falta que iban a cometer. Y las otras, que tímidamente en los atardeceres, mientras los maridos y padres jugaban en el fumoir las fuertes fichas para recordar que no eran pobres, sin palabras, con el solo falso pudor del gesto, se ayuntaban al macho, dejando en la cabina, hasta la próxima vez, la única verdad de su existencia.

Aventuras algunas que no pasaban de la fornicación visual, cuando ellas, sabiéndose minoría, cruzaban las cubiertas con certeza psicológica, de que el final del viaje alzaba sus acciones, haciendo que los marineros pensando en ellas, mirasen golosamente los grumetes.

Deliciosas aventuras en el espacio breve de las horas que dura una escala. Así fue una vez en Helsingfors, cuando se desprendió de los amigos del barco para vagar por esas amplias y

empinadas calles, que sin conocer el idioma encontró la maestrita que no hablaba el suyo. Del pequeño departamento de ella, sin otro ruido que el de los besos y el elástico de la cama, oyó las primeras llamadas de las chimeneas blancas y rojas de su barco... Y cuando momentos después el remolcador arrastraba el monstruo, allá, casi imperceptible, entre las grúas y los fardos rotulados en todos los idiomas, quedaba ella, como un símbolo y con la seguridad de que nadie nunca sabría que en su vida fu libre unas horas.

O la otra en Trujillo, allá en el Mar Caribe, cuando dejó partir el barco para contemplar aquella chiquilla, hija de India y de irlandés, de piel bronce, ojos verdes y cabellos rubios, así se perdió esa vez seis meses del corazón de mi madre, seis meses que fueron espléndidos y que muchos años después aun se recordaban como vividos ayer.

La playa bajo la montaña, entre las elevadas y orgullosas palmeras que parecen en un movimiento saludar a las viejas carabelas de piratas y conquistadoras, que ya no volverán...

Hasta el día que de nuevo cruzó otro barco, en cuya borda una alemana de ojos negros y dilatados, jugaba con su horrible pekinés.

Yo odio a los perros, los odio con la impotencia del rival que obtiene la primicia de las manos juveniles que lo acaricia todo, encarnando una especie de aula del amor.

Odio a los perros, desde que supe por los libros de medicina que más de una virgen se había entregado a ellos.

Los odio por la impunidad que ante la ley gozan.

Y también aquella otra, en la vieja y dormida ciudad del Virrey galante y del fiero Pizarro, cuando esbozado en su capa saltaba a lo Don Juan, la verja de toda tradición de aquélla familia.

Digno asaltante de honras, no se detuvo ante el cuerpo de ébano de las nativas de Pernambuco, de Dakar ni del Cab Town. Ni tampoco ante las diminutas geishas, la noble prostituta de Oriente, o la baja ramera de China, embellecida y endiosada por la séptima u octava pipa de opio persa.

También en París, la ciudad de los trapos y de la luz, lo sorprendió el amanecer, acariciando el cuerpo super-sensibilizado por el alcohol y la droga blanca.

No sólo fue materia: muchas dejaron en su corazón un ansia de morir, cuando siguiendo el anaké griego o su “estaba escrito” musulmán, se separó de ellas.

Su vida tenía también la trágica nota que no debía faltar. Sobre su pecho lucía un botón blanco, orificio que dejó la bala la noche aquella que al despertar en su lecho herido, encontró a su amante muerta.

Y aquella otra carta, que él no quiso creer y que confirmaron horas después los diarios de la capital española.

Adorables aventuras que tuvieron por escenario muchos y diferentes puntos de ciudades y pueblos que ya sólo quedaban en su memoria desdibujadas, borrosas, con el dejo amargo de las cosas derrumbadas en los abismos del tiempo.

Se agigantaba ante mí, su figura de romántico, quizás de incomprendido, figura de hombre que aún creo tenía un poco de Musset y algo de Poe...

-La vida, amigo mío –me dijo- es como Moloch: exige sacrificios indecibles, sobrehumanos. Se alimenta de corazones y lágrimas... Dale tu juventud si ella te la reclama y no temas quemar en su altar tus locuras más bellas y sublimes cuanto más locas... Tú has de ser como yo, descontentadizo, violento, insaciable. Mi consejo: ¡Vence a la vida antes de que ella te venza! Sacrifica, antes de ser sacrificado. No esperes que a tus labios asome la sonrisa de los cansados, de los amargados por tantos esfuerzos estériles, de los que dejando jirones de su piel en las zarzas del camino y gotas de sangre del corazón en las luchas por el triunfo, llegan a la meta cuando ya la vida camina hacia el ocaso y la juventud, la divina juventud, se ha trastocado en hilos de plata en las sienes y en un renunciamiento a todo lo artificial y canalla del mundo. Piensa que la juventud, como la vida, es una sola y no confíes nunca en el advenimiento de una segunda.

La Parca es el final de todo y para todo. No intentes descubrir lo que nunca te será dado hacer.

¿Qué Mago, qué poderoso Monarca, adivinó el porvenir?

No amargues tu presente, único, palpable, verídico, con las sombras de esos fantoches nacidos en el cerebro de un sublime loco y corrompido, mercantilizados luego por esa caravana de vagos y audaces.

La iglesia es una farsa. ¡No creas! Mentira es también la sentencia de los sátiros disfrazados de mujeres: es necesario el dolor, para merecer la felicidad.

Mentira Dios, si Dios castiga para premiar después. ¿Qué significaría para él, Todopoderoso negar el frío y la tisis a los niños, la lepra y el hambre a los viejos?

No te cause temor lo desconocido. Y si alguna vez enfrentas a Dios, trátale de igual a igual, de hombre a hombre, de canalla a canalla...!

Y al mencionar a la mujer, dijo:

Duda siempre, y si al hablar sobre la mujer, te obliguen a que dudes de tu madre... duda de ella también...

No comprendí el alcance de su frase. Miré con espanto sus ojos y vi en el fondo de sus pupilas reflejado el asombro que se dibujaba en mi rostro.

Él vio la tempestad que sus palabras habían desencadenado en mi alma y recogiéndome entre sus brazos, me estrechó contra su pecho.

-Tú eres joven aún –me dijo-. No luchan todavía en tu cabecita de niño las tormentas de la experiencia que sacuden mi cerebro y por eso comprendo tu asombro, la razón de tu estremecimiento. Escucha mis palabras, y hazlo con el recogimiento de quien oye el eco de una voz que ha de apagarse muy pronto...

Si verdad es la muerte, no he de irme del mundo dejándote una estela de mentiras...

* * * * * * * * * * * * * * * * ** * * * * *

Tal vez querrás cantar al mundo la causa de tu fatiga, el por qué de tus dolores y tus amarguras... y tus versos, tus estrofas, tus palabras, habrán de respirar odio, odio enorme, odio que no se fatigará en su carrera, odio incansable... Y gritarás a los hombres que la mujer es un ser maldito... remanso eterno donde la perversidad gira en torno de su mismo centro... Ave Fénix que muere y resurge de sus propias cenizas... fuente inagotable de impurezas... vertiente fecunda en cuyos surtidores cantan la falsía, la lujuria y el crimen. Dirás todo esto y tal vez mucho más... Y será entonces cuando la humanidad, por los labios de las mujeres culpables y por la boca de sus hombres eróticos, cornudos y cobardes, habrá de enrostrarte la frase imbécil que viene rodando desde hace siglos hasta hoy... frase que quizá en este momento tu alma joven, la modula en silencio. Y ellos dicen, y tal vez tú me estás diciendo: Denigras y maldices a la mujer y al hacerlo estás denigrando y maldiciendo a tu propia madre...

Por fin podrás arrojarles a ellos la estúpida mordaza que quieren imponerte a ti, como la impusieron a los demás...

-Óyeme, hijo mío –continuó-, la madre es en nuestra vida, como el dogma en la religión... indiscutible... Ella está por encima de todo...

Cuando hables de la mujer, hazlo sin temor, porque para un hijo, la madre es una sublimidad virginal... muy lejana, remotamente lejana, a todo lo que es terrestre, a todo lo que es humano, a todo lo que es mujer...

La madre no tiene historia carnal... la madre no tiene sexo... como las divinidades!

Si el destino lo quiere, mañana, cuando seas hombre y llegues a tu casa fatigado, harás reposar tu cabeza sobre los senos maternales, y en torno de su garganta formarán tus brazos un collar...

Y habrás de mirarte feliz en el espejo de sus pupilas... y acariciar las arrugas de su rostro... Pero nunca surcará tu cerebro el pensamiento que tienes junto a ti una mujer... como jamás en la mente de ella aleteará la idea de que su cuerpo se abraza a un hombre...!

Miserable de aquel que piensa que antes de hablar de la mujer, debes acordarte de tu madre...!

Aquella y ésta, no tienen ninguna ligadura entre sí...

La madre es santidad... la mujer delito...

La madre, es espíritu... la mujer es materia...

La madre es, virtud... la mujer es pecado...

Los que a ello te obliguen son los tarados... los epilépticos morales que en sus accesos escupen por sus bocas la espuma negra de sus miserias...

Son los Quasimodos repugnantes, los mismos hijos de Eva, que en las estrechas, turbias y tenebrosas sinuosidades de su cerebro, donde hierve el atavismo de una degeneración ancestral, llegan a dar a la madre forma de mujer y le brindan un sexo, creyendo así poder sellar los labios que van a descubrirle la miseria de su hembra, que es su propia miseria.

La mujer se ha refugiado en aquel razonamiento y lo usa como escudo queriendo y creyendo cubrirse con él.

La madre, al dar la vida se transforma en un dios porque ello sólo fue cualidad de dioses, y los dioses para los creyentes no tienen sexo.

La madre sólo tendrá sexo para los tarados, para los leprosos morales o para las hembras que olvidaron o no conocieron el dolor y el placer de dar vida.

Si nos fuera dado escuchar las últimas palabras de dos infelices, cuyas cabezas han de rodar en el cadalso al golpe brutal de la cuchilla trágica, llegaría hasta nosotros el eco de una sola suprema y postrer imploración... y si luego recorriéramos las casas del pueblo, encontraríamos: una madre, cuyos ojos resecos de tanto llorar están vertiendo sangre a manera de lágrimas, brotadas por el hijo que acaban de arrancarle... y otra mujer, la esposa, que arregla su alcoba para ofrecerla al hombre que reemplazará al que acaba de perder.

Si te obligan a que dudes de tu madre, duda de ella también... Pero no olvides, hijo mío, que para hacerlo tendrás que sumarte injustamente a la caravana de los Quasimodos morales, tendrás que enrolarte en sus filas negras... entrarás a discutir el dogma y serás excomulgado... darás un sexo a tu madre y habrá muerto en ti el hombre, para dar paso a la bestia...

* * * * * * * * * * * * * * * * ** * * * * *

Días después, una tarde gris que se recogía entre el ropón de una llovizna, los peones, atraídos por los cuervos, lo encontraron sobre un peñasco atravesado el cráneo por una bala de revólver.

miércoles, 21 de febrero de 2024

La astucia del gato de Cheshire

 


La astucia del gato de Cheshire

© 2001 by La Nación (31 de Enero de 2001). En El Broli Argentino.

En: http://elbroli.8k.com/escritores/Andersonimbert/LaNacion.html

 

El humor y la irreverencia eran los recursos preferidos por Enrique Anderson Imbert, el escritor argentino recientemente fallecido, para quebrar la presunta seguridad de la vida diaria y revelar lo que sucede del otro lado del espejo.

 

Enrique Anderson Imbert fue el autor de una pionera Historia de la Literatura Hispanoamericana que se convirtió en una obra básica de consulta. Fue un brillante catedrático, practicó una erudición que no excluía la amenidad ni la inteligencia, dejó escritos numerosos volúmenes de ensayo y de teoría y crítica literarias. Sin embargo, prefiero recordarlo como el tejedor de una vasta obra de ficción, y sobre todo, como el que inscribió indeleblemente en el aire silencioso de la lectura, la sonrisa de El Gato de Cheshire.

Así, El Gato de Cheshire (1965), se llama uno de sus libros, en homenaje al felino de Alice in Wonderland, que tenía la inquietante costumbre de corporizarse y descorporizarse, pero hacía esto último al revés: empezaba por la punta de la cola y dejaba flotando el fantasma de su sonrisa. Los textos de esta obra –ni cuentos, ni poemas, ni ensayos, sino cruce deslumbrante de géneros en una forma breve– son como esa sonrisa. Con lenguaje de la filosofía idealista (Benedetto Croce) Anderson los considera aspiraciones a la "intuición pura". Más allá de la terminología que se elija, estas "sonrisas sin gato" logran sin duda, desde su gesto perturbador y subversivo, el máximo impacto poético: "desautomatizar la percepción", como dijo Shklovski, dislocar los esquemas rutinarios y utilitarios que nos instalan en lo que llamamos, confiadamente, la realidad. Quizá en ninguna otra obra de Anderson esta voluntad de ruptura y creativa transgresión es tan intensa, deliberada y sistemática, y abarca un registro tan amplio: desde la erosión de las fronteras genéricas hasta la contra escritura de los mitos, las filosofías y las teologías que han articulado el Universo imaginario y especulativo de nuestra cultura. Quizá por eso este libro de irreverente originalidad puede ser entendido como summa o cifra de todos los otros, como lugar privilegiado desde el cual leer la ficción andersoniana.

Una ficción traspasada por la quiebra del pacto realista, por negociaciones con lo maravilloso y con lo fantástico que desacomodan continuamente las presuntas seguridades de la vida ordinaria, y que fluctúa, por lo tanto, entre la experiencia de la libertad y del horror. La "realidad en sí" –para Anderson o para Kant– es incognoscible. Y las formas de la sensibilidad, las categorías de la razón, no son sino ilusiones que en cualquier momento pueden rasgarse o desvanecerse para dejarnos indefensos ante el incomprensible Caos: la otra cara de un Orden que sólo nosotros hemos construido. La quiebra recurrente de las supuestas leyes de la Naturaleza sume a sus personajes en el terror y el vértigo, pero asimismo en la alegría ante esa desaparición de los límites que permite a cada uno ser (como los duendes irlandeses que pueblan tantas de estas ficciones) un árbitro o un mago en el gran juego del mundo, en la fantasmagoría de los seres efímeros que –siguiendo las estrategias de la metáfora– se levantan, se intercambian, se transforman y se disipan sobre el Caos. Así, un olmo que sueña volar se ve recompensado por el nacimiento de un ala, o un hombre puede abrir el agua como se abren las páginas de un libro.

Juego arriesgado, audaz exploración de la Nada que acecha más allá, la narrativa de Anderson corroe las certezas establecidas, no sólo mediante las magias de la transformación, mediante el escándalo y el prodigio, sino por la ironía y el humor. Un humor que puede ser metafísico y macabro y que no instala otra vez sobre la Tierra firme al hombre desplazado y sacudido. Lo mantiene en el aire, como un acróbata sobre el abismo. Este humor agudo, irónico y paradójico, ataca particularmente la figura de Dios. No con el afán de negar (de una manera fácilmente ingeniosa) la trascendencia, sino con el fin de situarla más allá del alcance de lo racional, y de someter a crítica los juicios y dogmas acerca de ella, los arquetipos o hipóstasis de lo sagrado que las filosofías y teologías han propuesto, y la arrogancia demasiado humana de pretender que el patético homo sapiens pueda ser el objeto privilegiado o exclusivo de la atención divina.

Anderson, poeta en prosa y escritor de relatos fantásticos, no ha desdeñado del todo los cuentos "realistas" en el sentido más tradicional del término, o sea, aquellos que parecen describir la relación cotidiana con el entorno social, sin que aparezcan ingredientes sobrenaturales. Pero aún en ellos el narrador utiliza la ironía para "desestabilizar" al lector, para advertirle sobre el artificio que sustenta al relato. Con este fin, apela a observaciones sobre los mecanismos de fabricación del cuento dentro del cuento mismo (Un navajazo en Madrid, en El estafador se jubila), o imbrica la anécdota "real" en una situación tópica y típica ya estructurada por un mito o un relato tradicional. O bien, en los cuentos aparentemente más prosaicos, el desenlace es tan insólito que descoloca al lector y rompe las expectativas verosímiles (Dos pájaros de un tiro en La sandía y otros cuentos, Sabor a pintura de labios en El grimorio, y tantos otros).

Este cuestionamiento del realismo y en general, de todas las convenciones estéticas, obedece a una medular preocupación por el estatuto de la ficción, que se traduce muchas veces en práctica metaliteraria (literatura sobre la literatura) dentro del propio discurso ficcional. Tal práctica se configura de diversas maneras: observaciones sobre la problemática de la literatura, citas y alusiones eruditas, cuentos sobre el acto mismo de escribir, reescritura de textos del pasado, duplicaciones interiores del relato, cuentos circulares que narran su propio proceso de composición, exhibiciones del procedimiento narrativo, parodias de género que socavan hábilmente códigos como los de la novela policial, la novela gótica, el cuento de fantasmas, el relato fantástico, el discurso estructuralista, la anti-novela.

Pero su mayor hallazgo es acaso la imagen de un libro mágico que se escribe a sí mismo en el momento de su lectura; un libro Infinito y circular donde cada lector lee también su propia historia. La escritura prodigiosa que constituye el "grimorio" (esto es, el "libro mágico" que da título al cuento y al volumen de relatos homónimo) es un símbolo del propio ejercicio literario. La literatura es de algún modo ese libro incesante que a nadie le será dado comprender por entero, ni concluir, que no proporcionará a su lector-autor el buscado saber total, sino más bien, como le ocurre al profesor Rabinovich, su incauto adquirente, la extenuación en el deseo Infinito.

La sonrisa de El Gato de Cheshire seguirá recordándonos los límites de ese conocimiento y a la vez, las aproximaciones radiantes de la poesía hacia aquello que el texto no revela, hacia la intocada realidad que el lenguaje decepciona y traiciona, que es misterio:

 

–Oye la canción del viento en las casuarinas: parece la canción del mar.

–Sí. Esa canción la oigo. Pero quisiera oír la otra, la que las casuarinas se cantan unas a otras y nosotros no podemos oír.

 

Quizá Enrique Anderson, poco amigo de Dios y de los dioses, pero íntimo de los fantasmas y de los duendes, la esté escuchando ahora del otro lado del espejo.

 

Claves

 

Formación: Enrique Anderson Imbert nació en Córdoba en 1910. Se recibió de doctor en filosofía y letras en la UBA y pronto tuvo una cátedra en la Universidad Nacional de Tucumán.

 

Juventud: brillante profesor de literatura y escritor, Anderson Imbert, a los 24 años, ganó un premio municipal por su novela Vigilia.

 

Exilio: en 1945, el gobierno de Perón le quitó la cátedra que dictaba en Tucumán. El escritor se exilió en los Estados Unidos y enseñó en las universidades de Michigan y de Harvard.

 

Obras: entre sus ensayos se destacan: Historia de la literatura hispanoamericana, ¿Qué es la prosa?, La originalidad de Rubén Darío, La crítica literaria y sus métodos, Teoría y técnica del cuento. Sus libros de ficción comprenden, entre otros: Vigilia, El grimorio, El mentir de las estrellas, En el telar del tiempo, El gato de Cheshire, Victoria, y El tamaño de las brujas.

 

 

Edición digital de El Broli Argentino

Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

jueves, 15 de febrero de 2024

El Atlájala Paul Bowles RELATO TEXTO COMPLETO

 


El Atlájala

 

Paul Bowles


 

El monasterio abandonado se erguía sobre una ligera elevación del terreno en medio de una vasta explanada. Por todos sus costados el terreno descendía suavemente hacia la enmarañada y pilosa jungla que cubría el valle circular rodeado de negros y escarpados riscos. En algunos de los patios había unos cuantos árboles que los pájaros usaban como lugar de reunión cuando salían de las habitaciones y pasillos donde anidaban. Hacía tiempo que los bandidos se habían llevado del edificio todo cuanto era transportable. En tiempos había sido también utilizado por militares como cuartel general y, al igual que los bandidos, habían encendido hogueras en aquellas grandes estancias expuestas al viento, así que tomaron el aspecto de antiguas cocinas. Ahora que todo había desaparecido de su interior, parecía que ya nadie se acercaría al monasterio nunca más. La vegetación había levantado un muro protector; el primer piso quedó pronto completamente oculto por pequeños árboles que abrazaban con sus enredaderas las cornisas de las ventanas. Las praderas de alrededor crecían en humedad malsana y exuberante; no las cruzaba sendero alguno.

En el extremo más elevado del valle circular caía desde los riscos, en una gran caldera, un río envuelto en una nube de vapor y estruendo; luego se deslizaba bordeando la base de los riscos hasta encontrar un desfiladero en el otro extremo del valle donde aceleraba su curso discretamente, sin rápidos ni cascadas: una gran cinta negra de agua que descendía velozmente entre los bruñidos costados del desfiladero. Fuera del valle el paisaje se dilataba y se tornaba sonriente; nada más salir, una aldea anidaba en la ladera del monte. En los tiempos del monasterio era allí donde los frailes adquirían sus provisiones, dado que los indios no querían entrar en el valle. Siglos atrás, cuando se construyó el edificio, la Iglesia tuvo que traer a los trabajadores de otra parte del país. Se trataba de enemigos ancestrales de las tribus de la zona y hablaban otra lengua; no había peligro, pues, de que los indígenas se comunicaran con ellos mientras levantaban los enormes muros. En realidad, tardaron tanto en construir el ala este que antes de que se concluyera habían muerto ya todos los trabajadores, uno tras otro. Así que fueron los propios monjes quienes cerraron el extremo del ala con muros lisos, dejándola así, cegada y sin terminar, ante los negros riscos.

Generación tras generación fueron llegando frailes, jóvenes de sonrosadas mejillas que se iban quedando enjutos y macilentos y finalmente morían, siendo enterrados en el jardín situado detrás del patio de la fuente. Un día, no muy lejano, habían abandonado todos el monasterio; nadie supo adonde fueron y a nadie se le ocurrió preguntar. Fue poco después de esto cuando llegaron los bandidos y después los soldados. Ahora, como los indios no cambian, seguía sin aparecer nadie de la aldea para visitar el monasterio. Allí vivía el Atlájala; los monjes no habían podido con él, al final se habían rendido y marchado. A nadie le sorprendió, pero el Atlájala ganó prestigio con su partida. Durante los siglos que los frailes habitaron el monasterio los indios se habían preguntado por qué los dejaba quedarse. Ahora, por fin, los había expulsado. Él siempre había vivido allí, decían, y allí seguiría viviendo porque el valle era su morada y no podría irse nunca.

A primera hora de la mañana el inquieto Atlájala deambulaba por los aposentos del monasterio. Las oscuras salas pasaban aprisa ante él, una tras otra. Al llegar a un pequeño patio donde unos árboles jóvenes, ávidos de sol, habían levantado las losas, se detuvo. El aire estaba lleno de leves sonidos: los movimientos de las mariposas, la caída al suelo de briznas de hojas y flores, el aire que seguía sus infinitos recorridos por los bordes de las cosas, las hormigas realizando sus interminables trabajos sobre el polvo ardiente. Permanecía al sol, percibiendo cada gradación de sonido, de luz, de olor, viviendo en la conciencia de la lenta, constante desintegración que acometía a la mañana convirtiéndola en tarde. Cuando llegaba la noche, solía deslizarse sobre el tejado del monasterio y examinaba el cielo que se oscurecía: la cascada bramaba a lo lejos. Noche tras noche, durante aquella larga serie de años, había revoloteado por allí, por encima del valle, precipitándose hacia abajo para convertirse en murciélago, en leopardo, en mariposa nocturna durante unos minutos o unas horas, regresando para quedarse inmóvil en el centro del espacio que limitaban los riscos. Cuando se construyó el monasterio, se aficionó a frecuentar sus habitaciones, en las que observó por vez primera los gestos sin sentido de la vida humana.

Y entonces, una noche, se convirtió sin querer en uno de los jóvenes frailes. Era una sensación nueva, extrañamente rica y compleja, y a la vez insufriblemente sofocante, como si cualquier otra posibilidad que no fuera estar encerrado en un aislado y diminuto mundo de causa y efecto hubiera desaparecido para siempre. Como el fraile, se había acercado a la ventana y había contemplado el cielo viendo no las estrellas, sino el espacio existente entre ellas y lo que había detrás. Incluso en aquel momento sintió la necesidad de irse, de salir del pequeño caparazón de angustia que había habitado por unos instantes, pero una ligera curiosidad le había impulsado a permanecer un rato más en él, prolongando la insólita sensación. Aguantó; el fraile elevó sus brazos al cielo en gesto suplicante. Por vez primera percibió el Atlájala una resistencia, la emoción de la lucha. Era delicioso sentir al joven pugnando por liberarse de su presencia, y era infinitamente agradable quedarse allí. Entonces el fraile corrió al otro lado de la habitación lanzando un grito y agarró un látigo de cuero que colgaba de la pared. Rasgándose la ropa, empezó a flagelarse de una manera feroz. Al recibir el primer latigazo, el Atlájala estuvo a punto de abandonarlo, pero entonces se dio cuenta de que la inmediatez de aquel misterioso dolor interior se hacía más manifiesta con cada impacto de los golpes del exterior, así que se quedó, y entonces sintió al joven debilitarse con su propia flagelación. Cuando hubo terminado y rezado una oración, el fraile se arrastró hasta su jergón y se durmió llorando, mientras el Atlájala se escabullía fuera de él oblicuamente y entraba en un pájaro que pasaba la noche sentado en un árbol grande al borde de la espesura, escuchando atentamente los sonidos nocturnos y dando un grito de vez en cuando.

A partir de entonces, el Atlájala no pudo resistir el deseo de deslizarse en los cuerpos de los frailes; los visitaba uno tras otro, descubriendo en ello una asombrosa variedad de sensaciones. Cada uno era un mundo diferente, una experiencia diferente, porque cada uno tenía distintas reacciones al tomar conciencia de que había otro ser en él. Uno se sentaba y leía, o rezaba, otro iba a dar un largo y atribulado paseo por las praderas, rodeando una y otra vez el edificio, otro se encontraba con un hermano y se enzarzaba en una absurda pero amarga disputa, algunos lloraban, otros se flagelaban o buscaban un amigo que empuñara por ellos el látigo. Siempre tenía el Atlájala una rica profusión de percepciones de que disfrutar, así que ya nunca más se le ocurrió frecuentar cuerpos de insectos, pájaros o animales peludos, ni siquiera abandonar el monasterio y remontarse en el aire. Una vez estuvo a punto de meterse en apuros, cuando el fraile viejo que estaba ocupando cayó muerto, fulminado. Era un riesgo que corría frecuentando hombres: parecían no saber cuándo estaban acabados, o, si lo sabían, fingían con tal fuerza no saberlo, que venía a ser lo mismo. Los demás seres lo sabían de antemano, salvo cuando eran atrapados desprevenidos y devorados. Y esto el Atlájala lo podía impedir: el pájaro en que él estaba, era evitado siempre por los halcones y las águilas.

Cuando los frailes abandonaron el monasterio y, siguiendo las instrucciones del gobierno, colgaron los hábitos, se dispersaron y se convirtieron en obreros, el Atlájala se sintió desorientado, no sabiendo cómo pasar sus días y noches. Ahora todo era como antes de que llegaran: no había nadie más que las criaturas que siempre habían habitado el valle circular. Probó con una serpiente gigante, con un ciervo, con una abeja: nada tenía ese sabor que había llegado a adorar. Todo era igual que antes, pero no para el Atlájala; había conocido la existencia del hombre, y ahora no había ninguno en el valle: sólo el edificio abandonado, con sus estancias vacías, haciendo más intensa la ausencia del hombre.

Entonces, un año, llegaron unos bandidos, varios centenares, en una tormentosa tarde. Probó con regocijo muchos de ellos, mientras se tumbaban por allí limpiando sus armas, lanzando maldiciones, y pudo descubrir nuevos aspectos en la sensación: el odio que sentían por el mundo, el miedo que tenían de los soldados que les perseguían, los extraños arrebatos de deseo que los recorrían cuando se reunían borrachos, tumbados en torno al fuego que ardía en medio del suelo, y el insufrible tormento de celos que las orgías nocturnas parecían despertar en algunos de ellos. Pero los bandidos no se quedaron mucho tiempo. Cuando ya se habían ido, llegaron los soldados que seguían su pista. Se sentía algo muy parecido siendo soldado y siendo bandido. Faltaban el miedo terrible y el odio, pero el resto era casi idéntico. Ni los bandidos ni los soldados parecían ser conscientes de su presencia en ellos; se podía deslizar de un hombre a otro sin provocar cambio alguno en su conducta. Esto le sorprendió, por lo definido que había sido su efecto en los frailes, y se sintió un poco defraudado de no poder hacerles conocer su existencia.

En cualquier caso, el Atlájala disfrutó inmensamente tanto con los bandidos como con los soldados, y se quedó aún más desolado cuando lo volvieron a dejar solo. Se convertía en una de las golondrinas que anidaban en las rocas que había junto al nacimiento de la cascada. Bajo la ardiente luz del sol se zambullía, una y otra vez, en la cortina brumosa que se elevaba desde muy abajo, a veces dando gritos jubilosos. Se pasaba un día de pulgón, arrastrándose despacio por el envés de las hojas, viviendo tranquilo en ese mundo inferior, verde y gigantesco, que está siempre escondido del cielo. O experimentaba, por la noche, en el cuerpo aterciopelado de una pantera, el placer de la caza. Vivió un año en una anguila, en el fondo de la poza, bajo la cascada, sintiendo cómo cedía lentamente el limo ante ella a medida que avanzaba empujando con su hocico plano; fue una época tranquila, pero después volvió el deseo de experimentar de nuevo la misteriosa vida del hombre: obsesión de la que resultaba inútil tratar de librarse. Y ahora recorría con inquietud las habitaciones en ruinas, una presencia muda, solitaria, anhelando encarnarse de nuevo, pero sólo en un cuerpo humano. Y con la construcción de autopistas por todo el país era inevitable que la gente volviera al valle circular.

Un hombre y una mujer llegaron en su automóvil hasta un pueblo que había en un valle inferior; como habían oído hablar del monasterio en ruinas y de la cascada que caía desde los riscos en el gran circo, decidieron ir a verlos. Viajaron en burro hasta la aldea de la entrada al desfiladero, pero una vez allí, los indios que habían contratado para que los acompañaran se negaron a seguir más adelante, así que continuaron solos, penetrando, cañón arriba, en el territorio del Atlájala.

Era mediodía cuando entraron en el valle; las negras aristas de los peñascos relucían como cristal bajo los rayos abrasadores del sol en el cénit. Detuvieron los burros junto a un montón de rocas, al borde de las praderas en declive. Se bajó primero el hombre, y le tendió la mano a la mujer para ayudarla a bajar. Ella se inclinó hacia adelante, poniéndole las manos sobre el rostro, y se besaron durante un largo rato. Entonces él la dejó en el suelo y ambos treparon por las rocas cogidos de la mano. El Atlájala andaba rondándolos de cerca, observando atentamente a la mujer: era la primera que venía al valle. Se sentaron los dos sobre la hierba, bajo un arbolito, mirándose, sonrientes. Falto de costumbre, el Atlájala se metió en el hombre. De inmediato, en lugar de hallarse rodeado del aire soleado, de los gritos de los pájaros y de los aromas de las flores, era sólo consciente de la belleza de la mujer y de su terrible proximidad. La cascada, la tierra y el mismo cielo desaparecieron, se perdieron en la nada, y sólo quedaron la sonrisa de la mujer, sus brazos, su olor. Era un mundo más sofocante y doloroso de lo que el Atlájala había imaginado posible. Pero pese a todo, se quedó en él, mientras hablaba el hombre y le contestaba la mujer.

—Abandónalo. Él no te quiere.

—Me mataría.

—Pero yo te quiero. Te necesito a mi lado.

—No puedo. Le tengo miedo.

El hombre extendió los brazos para atraerla hacia sí; ella se echó un poco hacia atrás, pero sus ojos se abrieron, muy grandes.

—Tenemos todo el día —murmuró, volviendo el rostro hacia las paredes amarillas del monasterio.

El hombre la abrazó con violencia, estrujándola contra sí como si con aquel gesto salvara su vida.

—No, no, no. Esto no puede seguir así —dijo—. No.

El dolor de su sufrimiento era demasiado intenso; el Atlájala dejó con suavidad al hombre y se deslizó dentro de la mujer. Y esta vez hubiera jurado estar habitando en la nada, estar en su propio ser de espacio ilimitado, tal era la perfección con que percibía el viento errático, los pequeños revoloteos de las hojas y el aire diáfano que lo rodeaba. Pero había una diferencia: cada elemento poseía una intensidad mayor, la esfera toda del ser era inmensa, infinita. Ahora comprendía qué era lo que aquel hombre buscaba en la mujer, y se daba cuenta de que él sufría porque nunca podría alcanzar esa sensación de plenitud que perseguía. Pero el Atlájala, confundido su ser con el de la mujer, la había alcanzado, y al advertir que lo poseía, se estremeció alborozado. La mujer se estremeció cuando sus labios se unieron a los del hombre. Allí en la hierba, a la sombra del árbol, su felicidad alcanzaba nuevas cimas; el Atlájala, conociéndolos a ambos, establecía un único cauce entre los secretos manantiales de sus deseos. Permaneció ya hasta el final dentro de la mujer, y empezó a maquinar de un modo vago formas de conseguir que se quedara, si no en el valle, al menos cerca, para que pudiera volver.

A la tarde, con movimientos como de ensueño, se encaminaron hacia los burros, montaron y atravesaron la alta hierba de la pradera, hasta llegar al monasterio. Se detuvieron en el gran patio, observando indecisos los antiguos arcos iluminados por el sol, y la oscuridad de los umbrales.

—¿Entramos? —preguntó la mujer.

—Tenemos que volver.

—Yo quiero entrar —dijo ella. (El Atlájala se entusiasmó.)

Una delgada culebra gris se escurrió por el suelo hacia unos arbustos. Ellos no la vieron.

El hombre la miró perplejo.

—Es tarde —dijo.

Pero ella descabalgó de un brinco, sin esperar a que él la ayudase, y metiéndose bajo los arcos entró en el largo corredor interior. (Nunca le habían parecido al Atlájala las habitaciones tan reales como ahora que las veía a través de sus ojos.)

Exploraron todas las salas. Luego la mujer quiso subir a la torre, pero el hombre adoptó una actitud decidida.

—Nos tenemos que ir ahora mismo —dijo con firmeza, poniéndole la mano en el hombro.

—Es el único día que estamos juntos y no piensas más que en volver.

—Pero el tiempo...

—Hay luna. No nos perderemos.

Él no cambió de idea.

—No.

—Como quieras —dijo ella—. Yo voy a subir. Tú puedes volverte solo, si te apetece.

Él se rió, incómodo.

—Estás loca.

Trató de besarla.

Ella se apartó y dejó en suspenso su respuesta. Luego dijo:

—Tú quieres que deje a mi marido por ti. Tú me pides todo, pero ¿qué haces tú por mí a cambio? Te niegas incluso a acompañarme a lo alto de una torrecita para contemplar la vista. Vuélvete solo. ¡Vete!

Sollozó y corrió hacia el negro hueco de la escalera. Él la siguió, llamándola, pero tropezó en algún lugar. Los pies de ella se apoyaban con tal seguridad que parecía que hubiera subido los numerosos escalones de piedra miles de veces, corriendo en la oscuridad, dando vueltas y vueltas.

Por fin llegó arriba y miró por las pequeñas rendijas abiertas en las paredes agrietadas. Las vigas de donde colgaba la campana se habían podrido y caído al suelo; la pesada campana yacía de costado entre escombros, como un animal muerto. El sonido de la cascada era más fuerte aquí arriba; el valle estaba casi sumido en la oscuridad. Abajo, él la llamaba una y otra vez. Ella no contestaba. Mientras contemplaba cómo se abatía lentamente la sombra de los peñascos sobre los más lejanos y recónditos lugares y cómo comenzaba a trepar por las rocas desnudas del este, una idea se iba formando en su mente. No era el tipo de idea que ella hubiera esperado de sí misma, pero estaba allí, creciente e ineludible. Cuando la sintió en su interior, completa, dio media vuelta y regresó abajo con ligereza. Él estaba sentado en la oscuridad, junto al final de los escalones quejándose un poco.

—¿Qué pasa? —dijo ella.

—Me he hecho daño en la pierna. ¿Estás ya lista para que nos vayamos o no?

—Sí —dijo simplemente ella—. Siento que te hayas caído.

Él se levantó sin decir nada y, cojeando tras ella, salió al patio donde estaban los burros. El aire frío de la montaña empezaba a soplar desde las cimas de los riscos. Mientras atravesaban la pradera ella se puso a pensar en cómo sacar el tema a colación. (Tenía que ser antes de que alcanzaran el desfiladero. El Atlájala temblaba.)

—¿Me perdonas? —le preguntó.

—Por supuesto —rió él.

—¿Me quieres?

—Más que a nada en el mundo.

—¿Es eso cierto?

Él la miró a la débil luz, erguido sobre el zarandeo del animal.

—Sabes que lo es —dijo con suavidad.

Ella titubeaba.

—Sólo hay una solución, entonces —dijo por fin.

—Pero ¿cuál?

—Tengo miedo de él. No volveré con él. Tú te vuelves. Yo me quedaré en el pueblo —(estando tan cerca vendría todos los días al monasterio)—. Cuando esté resuelto, vienes a por mí. Entonces podremos irnos a algún otro sitio. Nadie nos encontrará.

La voz de él sonó extraña.

—No entiendo.

—Sí que entiendes. Y es la única solución. Hazlo o no, como quieras. Es la única solución.

Siguieron trotando un rato en silencio. Enfrente se dibujaba el cañón, negro contra el cielo del atardecer.

Entonces dijo él con voz muy clara:

—Nunca.

El sendero llevaba poco después hacia un espacio abierto, por encima del agua, que fluía rauda más abajo. Les llegaba débilmente el sonido hueco del río. La luz casi había desaparecido del cielo; con el crepúsculo, el paisaje había adquirido perfiles engañosos. Todo era gris —las rocas, los matorrales, el sendero— y no había distancias ni escala. Aminoraron la marcha.

Aún resonaban en sus oídos las palabras de él.

—¡No volveré con él! —gritó ella con repentina vehemencia—. Tú puedes volver y jugar con él a las cartas como de costumbre. Ser su buen amigo igual que siempre. Yo no pienso ir. No puedo seguir con vosotros dos en la ciudad.

(El plan no estaba funcionando; el Atlájala vio que la había perdido, pero todavía podía ayudarla.)

—Estás muy cansada —dijo él con suavidad.

Tenía razón. Casi mientras él pronunciaba estas palabras, parecieron abandonarla la euforia y la ligereza insólitas que había experimentado desde el mediodía; dejó caer la cabeza con cansancio y dijo:

—Sí que lo estoy.

En ese mismo momento el hombre lanzó un grito agudo, terrible; ella levantó la vista a tiempo de ver cómo el burro se precipitaba desde el borde del sendero en el vacío gris. Hubo un silencio, y luego un lejano rumor de muchas piedras rodando ladera abajo. Ella no podía moverse ni detener su cabalgadura; siguió sentada en silencio, dejándose llevar, un peso inerte sobre el lomo del animal.

En el último instante, cuando ella se iba acercando a la abertura que era el límite de sus dominios, el Atlájala, trémulo, se separó de ella. La mujer levantó la cabeza y un levísimo estremecimiento de gozo la recorrió entera; luego volvió a dejarla caer hacia delante.

Flotando en las tinieblas, sobre el sendero, el Atlájala contempló su figura borrosa desaparecer en la noche que caía. (Ya que no había podido retenerla allí, al menos había podido ayudarla.)

Un momento después estaba en la torre, escuchando a las arañas reparar las telas que ella había estropeado. Pasaría mucho, mucho tiempo hasta que pudiera introducirse en la conciencia de otro ser. Mucho, mucho tiempo: quizá la eternidad.

domingo, 4 de febrero de 2024

El favorito de Midas19 The Minions of Midas, Pearson's Magazine (mayo 1901) TEXTO COMPLETO JACK LONDON




 

El favorito de Midas19

The Minions of Midas,

Pearson's Magazine (mayo 1901)

Wade Atsheler ha muerto... ha muerto por mano propia. Decir que esto era inesperado

para el reducido grupo de sus amigos, no sería la verdad; sin embargo, ni una vez siquiera,

nosotros, sus íntimos, llegamos a concebir esa idea.

Antes de la perpetración del hecho, su posibilidad estaba muy lejos de nuestros

pensamientos; pero cuando supimos su muerte, nos pareció que la entendíamos y que hacía

tiempo la esperábamos. Esto, por análisis retrospectivo, era explicable por su gran inquietud.

Escribo "gran inquietud" deliberadamente.

Joven, buen mozo, con la posición asegurada por ser la mano derecha de Eben Hale, el

magnate de los tranvías, no podía quejarse de los favores de la suerte. Sin embargo, habíamos

observado que su lisa frente iba cavándose en arrugas más y más hondas, como por una

devoradora y creciente angustia. Habíamos visto en poco tiempo que su espeso cabello negro

raleaba y se plateaba como la hierba bajo el sol de la sequía. ¿Quién de nosotros olvidaría las

melancolías en que solía caer, en medio de las fiestas que, hacia el final de su vida, buscaba

con más y más avidez? En tales momentos, cuando la diversión se expandía hasta desbordar,

súbitamente, sin causa aparente, sus ojos perdían el brillo y se hundían, su frente y sus manos

contraídas y su cara tornadiza, con espasmos de pena mental, denotaban una lucha a muerte

con algún peligro desconocido.

Nunca habló del motivo de su obsesión, ni fuimos tan indiscretos para interrogarlo.

Aunque lo hubiéramos sabido, nuestra fuerza y ayuda no hubieran servido de nada. Cuando

murió Eben Hale, de quien era secretario confidencial —más aún, casi hijo adoptivo y

socio—, dejó del todo nuestra compañía, y no, ahora lo sé, por serle desagradable, sino

porque su preocupación se hizo tal que ya no pudo responder a nuestra alegría ni encontrar

ningún alivio en ella. No podíamos entender entonces la razón de todo esto. cuando se abrió

el testamento de Eben Hale, el mundo supo que Wade Atsheler era el único heredero de los

muchos millones de su jefe, y que se estipulaba expresamente que esta enorme herencia se le

entregara sin distingos, tropiezos ni incomodidades.

Ni una acción de compañía, ni un penique al contado, fueron legados a los parientes del

muerto. Y en cuanto a su familia más cercana, una asombrosa cláusula establecía

expresamente que Wade Atsheler entregaría a la esposa e hijos de Hale cualquier cantidad de

dinero que a su juicio le pareciera conveniente, en el momento que quisiera. Si se hubieran

producido escándalos en la familia Hale, o sus hijos fueran díscolos o irrespetuosos, habría

habido alguna excusa para esta inusitada acción póstuma; pero la felicidad doméstica del

difunto había sido proverbial, y era difícil encontrar progenie más sana, más pura y más

sólida que sus hijos e hijas, mientras que a su esposa, quienes mejor la conocían la apodaban

"Madre de los Gracos", con cariño y admiración. Inútil es decirlo, este inexplicable

testamento fue el tema general por nueve días, y hubo una gran sorpresa cuando no se

produjo demanda alguna.

19 También conocido el relato por “Las muertes concéntricas”

Ayer apenas, Eben Hale entró en reposo eterno en su mausoleo. Ahora, Wade Atsheler ha

muerto. La noticia apareció en los diarios de esta mañana. Acabo de recibir una carta suya,

echada al correo, evidentemente, sólo una hora antes del suicidio. Esta carta que tengo a la

vista es una narración, de su puño y letra, en la que intercala numerosos recortes de diarios y

copias de cartas. La correspondencia original, me dice, está en manos de la policía. También

me suplica divulgar la incontenible serie de tragedias con las que estuvo inocentemente

relacionado, para advertir a la sociedad contra el diabólico peligro que amenaza su existencia.

Incluyo aquí el texto por entero: Fue en agosto, 1899, después de regresar del veraneo,

que recibimos la primera carta. No comprendimos entonces; no habíamos acostumbrado

nuestra mente a tan tremendas posibilidades. El señor Hale abrió la carta, la leyó y la echó

sobre mi escritorio, con una carcajada.

Cuando la hube recorrido, también reí, diciendo: "Es broma lúgubre, señor Hale, y de

pésimo gusto." He aquí, querido John, un duplicado exacto de esa carta.

Oficina de los Sicarios de Midas,

17 de agosto, 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata.

Muy señor nuestro: Queremos obtener al contado, en la forma que usted

decida, veinte millones de dólares. Le requerimos que nos pague esta suma, a

nosotros o a nuestros agentes; usted notará que no especificamos tiempo, pues

no deseamos apresurarlo en este detalle. Hasta puede pagarnos, si le es más

fácil, en diez, quince o veinte cuotas; pero no aceptamos cuotas inferiores a un

millón.

Créanos, querido señor Hale, cuando decimos que emprendemos esta

acción desprovistos de toda animosidad. Somos miembros del proletariado

intelectual, cuyo número en creciente aumento marca con letras rojas los

últimos días del siglo XIX; hemos decidido entrar en este negocio después de

un completo estudio de la economía social. Nuestro plan no nos permite

lanzarnos a vastas y lucrativas operaciones sin disponer de capital inicial.

Hasta ahora hemos tenido bastante éxito, y esperamos que nuestras gestiones

con usted resulten gratas y satisfactorias.

Le rogamos que nos siga con atención mientras le explicamos nuestros

puntos de vista. En la base del presente sistema social se halla el derecho de

propiedad. Este derecho del individuo a detentar propiedad se funda única y

enteramente, en última instancia, en la fuerza. Los caballeros de Guillermo el

Conquistador dividieron y se repartieron Inglaterra con la espada desnuda.

Esto es verdad para todas las potencias feudales.

Con la invención del vapor y la revolución industrial vino al mundo la

clase capitalista, en el sentido moderno de la palabra. Estos capitalistas o

capitanes de la industria virtualmente despojaron a los descendientes de los

capitanes de la guerra.

La mente, y no el músculo, prima hoy en la lucha por la vida: pero esta

situación también está basada en la fuerza. El cambio ha sido cualitativo. Los

magnates feudales saqueaban el mundo a sangre y fuego. los magnates

financieros explotan al mundo, aplicando las fuerzas económicas. La mente y

no el músculo es lo que perdura, y los intelectual y comercialmente poderosos

son los más aptos para sobrevivir.

Nosotros, los Sicarios de Midas, no nos resignamos a ser esclavos a

sueldo. Los grandes trusts y combinaciones de negocios (entre los que

sobresale el que usted dirige) nos impiden levantarnos al lugar que nuestra

inteligencia reclama.

¿Por qué? Porque no tenemos capital. Pertenecemos al bajo pueblo, pero

con esta diferencia: nuestras mentes están entre las mejores, Y no nos traban

escrúpulos éticos o sociales. Como esclavos a sueldo, trabajando de sol a sol,

con vida sobria y avara no podríamos ahorrar en sesenta años —ni en veinte

veces sesenta años— una suma de dinero capaz de competir con las grandes

masas de capital existentes ahora. Sin embargo, entramos en la lucha.

Arrojamos el guante al capital del mundo. Si éste acepta el desafío o no, igual

tendrá que luchar.

Señor Hale, nuestros intereses nos dictan exigir de usted veinte millones

de dólares.

Ya que nosotros somos considerados y le otorgamos un plazo razonable

para que lleve a cabo su parte de la transacción, le rogamos que no se demore

demasiado. Cuando usted se haya conformado con nuestras condiciones,

inserte un anuncio conveniente en el Morning Blazer. Entonces le

comunicaremos nuestro plan para transferir el capital.

Es mejor que usted lo haga antes del lo de octubre. Si no es así, para

demostrarle que hablamos en serio, mataremos a un hombre en esa fecha, en

la calle Treinta y Nueve Este. Se tratará de un obrero, a quien ni usted ni

nosotros conoceremos. Usted representa una fuerza en la sociedad moderna y

nosotros otra —una nueva fuerza—. Sin odio entramos en combate. Usted es

la muela superior en el molino, nosotros la inferior. La vida de ese hombre

será molida por las dos, pero podrá salvarse si usted acepta nuestras

condiciones a tiempo.

Hubo una vez un rey maldito por el oro: su nombre está en nuestro sello

oficial. Algún día, para protegernos de competidores, lo haremos registrar.

Quedamos Ss. Ss. Ss. Los Sicarios de Midas.

Tú te preguntarás, querido John, por qué no reírnos de una comunicación tan

descabellada. No podíamos dejar de admitir que la idea estaba bien concebida, pero era

demasiado grotesca para que la tomáramos en serio. El señor Hale dijo que conservaría como

curiosidad literaria la carta, y la metió en una casilla de su archivo. Pronto olvidamos su

existencia. Y puntualmente, el 1° de octubre, el correo matutino nos trajo lo siguiente:

Oficina de los Sicarios de Midas,

1° de octubre, 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata.

Muy señor nuestro:

Su víctima encontró su fatalidad. Hace una hora, en Treinta y Nueve Este,

un obrero fue apuñalado en el corazón.

Cuando usted lea esto su cuerpo yacerá en la Morgue. Vaya y contemple

la obra de sus manos. El 14 de octubre, en prueba de nuestra seriedad en este

asunto, y en caso de que usted no ceda, mataremos un policía en (o cerca de)

la esquina de Polk y Avenida Clermont.

Muy cordialmente Los Sicarios de Midas.

Otra vez, el señor Hale rió. Su mente estaba muy ocupada con el trato en perspectiva, con

un sindicato de Chicago, sobre la venta de todos sus tranvías en aquella ciudad, así que siguió

dictando a la taquígrafa, sin volver a pensar en la carta. Pero de algún modo, no sé por qué,

una honda depresión me atacó. ¿Si no fuera broma? Involuntariamente busqué un diario. Allí

había, como convenía a una oscura persona de las clases pobres, una mezquina docena de

líneas, junto al aviso de un boticario, en un rincón:

Poco después de las cinco, esta mañana, en la calle Treinta y Nueve Este,

un obrero llamado Pete Lascalle, yendo a su trabajo, recibió una puñalada en

el corazón, de un agresor desconocido, que huyó. La policía no ha

descubierto ningún motivo para asesinato.

Imposible!, fue la respuesta del señor cuando leí la noticia; pero el incidente pesó

evidentemente en él, pues más tarde, el mismo día, con muchos epítetos contra su propia

tontería, me pidió que comunicara el asunto a la policía. Tuve el placer de que se riera de mí

el comisario, aunque me prometió que la vecindad de aquella esquina sería vigilada

especialmente la noche antedicha. Así quedó la cosa, hasta que pasaron las dos semanas,

cuando la siguiente nota nos llegó correo:

Oficina de los Sicarios de Midas,

15 de octubre, 1899.

Señor Eben Hale, Plutócrata.

Muy señor nuestro:

Su segunda víctima cayó a su hora, según se planeó. No tenemos prisa,

pero para aumentar la presión, desde ahora mataremos semanalmente.

Para protegernos de las interferencias policiales, ahora le informaremos

de las ejecuciones poco antes o simultáneamente al hecho.

Esperando que ésta lo encuentre a usted en buena salud, somos Ss. Ss. Ss.

Los Sicarios de Midas.

Esta vez fue el señor Hale el que tomó el diario, y después de breve busca, me leyó esta

noticia:

UN COBARDE CRIMEN

Josep Donahue, destinado a una guardia especial en la Sección Once, fue

muerto a media noche, de un tiro en la cabeza.

La tragedia ocurrió en la esquina de Polk y Avenida Clermont, a plena

luz. En verdad que nuestra sociedad es poco estable cuando los guardianes de

su paz pueden ser asesinados tan abierta y alevosamente. La policía no

consiguió hasta ahora el menor indicio de una pista.

Apenas acababa de leer, cuando llegó la policía —el comisario con dos de sus hombres,

en visible alarma y seriamente perturbados—. Aunque los hechos eran tan pocos y tan

sencillos hablamos mucho, repitiéndonos una y otra vez. El comisario aseguró que pronto se

arreglaría todo y que los criminales serían aplastados.

Mientras tanto juzgó conveniente poner una guardia para nuestra protección personal, y

una patrulla para vigilancia continua de la casa y jardines. Una semana después, a la una de la

tarde, recibimos este telegrama:

Oficina de los Sicarios de Midas,

21 de octubre, 1899.

Señor Eben Hale Plutócrata.

Muy señor nuestro:

Sinceramente lamentamos que usted nos haya interpretado tan mal.

Ha encontrado conveniente rodearse de guardias armadas, como si

fuéramos criminales comunes, capaces de asaltarlo y arrancarle por la fuerza

sus veinte millones.

Créanos: esto dista muchísimo de nuestra intención. Usted comprenderá,

después de reflexionar un poco que su vida nos es preciosa. No tema. Por

nada en el mundo le haremos daño. Es nuestra política protegerlo de todo

peligro y cuidar a usted con toda ternura. Su muerte no significa nada para

nosotros. Si así no fuera, tenga seguridad de que no vacilaríamos en

destruirlo. Piénselo bien, señor Hale. Cuando haya abonado nuestro precio

tendrá que reducir los gastos. Desde ahora despida a sus guardias. Dentro de

los diez minutos del momento en que reciba esto, una joven enfermera habrá

sido estrangulada en el Parque Brentwood. El cuerpo se encontrará entre los

arbustos, al borde de las senda que va hacia la izquierda del quiosco de

música.

Cordialmente Los Sicarios de Midas.

En seguida el señor de Hale avisó por teléfono al comisario. Quince minutos después,

éste nos comunicó que el cadáver, todavía caliente, había sido hallado en el lugar indicado.

Esa noche los diarios abundaban en chillones títulos sobre Jack el estrangulador,

denunciaban lo brutal del hecho y se quejaban de la laxitud policial. Nos volvimos a encerrar

con el comisario, que nos rogó mantener al asunto en secreto.

El éxito, dijo, dependía del silencio.

Como tú sabes, John, el señor Hale era hombre de hierro. Rehusaba rendirse. Pero, oh

John, esa fuerza ciega en la oscuridad era terrible. No podíamos luchar, ni hacer planes, ni

nada, sólo contener las manos y esperar. Semana tras semana, cierta como la salida del sol,

venía la notificación y la muerte de alguna persona, hombre o mujer, inocente de todo mal,

pero tan muerta por nosotros como si la matáramos con nuestras propias manos. Una palabra

del señor Hale, y la matanza habría cesado. Pero él endureció su corazón y esperó; sus

arrugas se ahondaron, sus ojos y la boca se afirmaron en severidad, y la cara envejeció. No

hay ni qué hablar de mi sufrimiento en ese tremendo período.

Encontrarás aquí las cartas y los telegramas de los Sicarios de Midas y los artículos de los

diarios.

También encontrarás las cartas advirtiendo al señor Hale de ciertas maquinaciones de

enemigos comerciales y manipulaciones secretas con acciones. Los Sicarios de Midas

parecían tener acceso a la intimidad de los negocios y de la finanza. Nos comunicaban

informaciones que ni siquiera nuestros agentes conseguían.

Una nota de ellos, en el momento crítico de un trato, ahorró al señor Hale cinco millones.

En otra ocasión nos mandaron un telegrama que impidió que un anarquista exaltado quitara la

vida a mi jefe. Capturamos al hombre en cuanto llegó y lo entregamos a la policía, que le

encontró encima un poderoso y nuevo explosivo como para hundir un barco de guerra.

Persistimos. El señor Hale esta resuelto a todo. Desembolsaba a razón de cien mil dólares

semanales en servicio secreto. La ayuda de Pinkerton, de Holmes y de un sinnúmero de

agencias particulares fue requerida; miles de hombres figuraban en nuestras listas de pago.

Nuestros pesquisas pululaban por doquier, en todos los disfraces, investigando todas las

clases sociales. Seguían millares de claves y pistas; centenares de sospechosos eran

detenidos; y miles de otros sospechosos eran vigilados; nada tangible salió a luz. Para sus

comunicaciones, los Sicarios de Midas continuamente de método de envío.

Cada mensajero que mandaban era arrestado de inmediato. Pero siempre éstos

demostraban ser inocentes, mientras que sus descripciones de las personas que los enviaban

nunca coincidían. El 31 de diciembre nos notificaron:

Oficina de los Sicarios de Midas,

31 de diciembre, 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata.

Muy señor nuestro:

Siguiendo nuestra política —nos halaga que usted ya esté versado en

ella— nos permitimos comunicarle que daremos un pasaporte, desde este

Valle de Lágrimas, al comisario Bying, con quien, a causa de nuestras

atenciones, usted llegó a relaciones tan estrechas. Acostumbra estar en su

oficina a esta hora. Mientras usted lee esta carta, respira él su último aliento.

Cordialmente Los Sicarios de Midas.

Corrí al teléfono. Grande fue mi alivio cuando oí la simpática voz del comisario. Pero,

mientras hablaba aún, su voz en el receptor terminó con un estertor, y oí, apenas, la caída de

su cuerpo. Luego una voz extraña me dio los saludos de los Sicarios de Midas, y cortó.

Pedí con la oficina pública, para que socorrieran al comisario. Pocos minutos después

supe que lo habían encontrado bañado en su propia sangre, y muriendo. No había testigos; no

se encontraron huellas del asesino.

En consecuencia, el señor Hale aumentó de inmediato su servicio secreto hasta que un

cuarto de millón fluía por sus arcas por semana. Estaba resuelto a ganar. Las recompensas

ofrecidas llegaban a sumar más de diez millones de dólares. Tienes aquí una idea clara de sus

recursos y de cómo los usaba sin tasa. Decía que luchaba por un principio.

Hay que admitir que sus actos probaban la nobleza de sus motivos. Las policías de todas

las grandes ciudades cooperaban, y aun el gobierno de los Estados Unidos entró en liza, y el

asunto se convirtió en una de las principales cuestiones de Estado. Algunos fondos nacionales

se dedicaron a descubrir a los Sicarios de Midas y todo agente del gobierno estuvo atento.

Pero fue en vano. Los Sicarios de Midas golpeaban sin errar en su obra inevitable. Sin

embargo, aunque el señor Hale luchaba hasta la muerte, no podía lavar sus manos de la

sangre que las teñía. Aunque no era, técnicamente, un asesino, aunque ningún jurado de sus

iguales pudiera acusarlo, no era por eso menos causante de la muerte de cada individuo.

Como dije antes, una palabra suya habría detenido la matanza. Pero rehusaba decir esa

palabra. Insistía en que la sociedad estaba amenazada, que él no era tan cobarde para desertar

su puesto, y que era justo que unos cuantos fueran mártires por la prosperidad de los más.

Pero la sangre caía sobre su cabeza, y él se hundía cada vez más en el abatimiento y la pena.

Yo también estaba abrumado con la culpa de ser cómplice. Niños eran asesinados sin piedad,

y mujeres y ancianos; y no sólo eran locales estos crímenes, sino que se distribuían en todo el

país. A mitad de febrero, una noche, mientras estábamos en la biblioteca, golpearon a la

puerta con violencia. Respondí yo, encontrando sobre la alfombra del comedor esta misiva:

Oficina de los Sicarios de Midas,

15 de febrero, 1900.

Señor Eben Hale, plutócrata.

Muy señor nuestro:

¿No llora su alma por la roja cosecha que recoge? Quizás hemos sido

demasiado abstractos en el manejo de nuestro negocio. Seamos ahora

concretos. Miss Adelaide Laidlaw es una joven de talento, tan bondadosa,

entendemos, como bella. Es la hija de su viejo amigo, el juez Laidlaw, y

sabemos que usted la llevó en sus brazos cuando niña. Es la amiga más íntima

de su hija y ahora está visitándola. Cuando usted lea esto, la visita habrá

terminado.

Muy cordialmente. Los Sicarios de Midas.

Al instante comprendimos lo que significaba. Corrimos por la gran casa, sin hallar a la

muchacha. La puerta de su departamento estaba cerrada con llave, pero la hundimos a

empujones desesperados, y allí, vestida para la Opera, asfixiada con almohadones, todavía

tibia y flexible, yacía casi viva. Deja que pase sobre este horror. Seguramente recordarás los

relatos de los diarios.

Tarde, aquella misma noche, Eben Hale me citó, y ante Dios me juramentó

solemnemente a quedarme con él y a no transigir, aunque la familia entera fuese destruida.

A la mañana siguiente me sorprendió su alegría. Yo había previsto que la tragedia última

le produciría un hondo shock; pero ignoraba aún hasta que punto lo había afectado. Al otro

día lo encontramos muerto en su cama, con una pacífica sonrisa en su rostro devastado por la

congoja. Murió asfixiado. Con la connivencia de las autoridades se comunicó al mundo que

se trataba de un ataque al corazón. Creímos juicioso ocultar la verdad.

Apenas dejé esa cámara de muerte, cuando —pero demasiado tarde— recibí la carta

siguiente:

Oficina de los Sicarios de Midas,

17 de febrero, 1900.

Señor Eben Hale, plutócrata.

Muy señor nuestro:

Usted perdonará nuestra intrusión, tan poco después del triste evento de

anteayer; pero lo que deseamos decirle puede ser de grandísima importancia

para usted. Se nos ocurre que usted pueda intentar escapársenos. No hay sino

un camino, en apariencia, como usted sin duda lo habrá descubierto. Pero

queremos informarles que aun este único camino le está cerrado. Usted puede

morir, pero reconociendo su fracaso. Tome nota de esto: Somos parte y

porción de sus posesiones. Con sus millones pasamos a sus herederos y

cesionarios para siempre.

Somos lo inevitable. Somos la culminación de la injusticia industrial y

social. Nos volvemos contra la sociedad que nos creó. Somos los fracasos

triunfantes, los azotes de una civilización degradada. Somos las criaturas de

una perversa selección social; combatimos a la fuerza con la fuerza. Sólo los

fuertes perdurarán. Creemos en la supervivencia de los más aptos. Habéis

hundido en la miseria a vuestros esclavos a sueldo y habéis sobrevivido. Los

capitanes de guerra, a vuestras órdenes, fusilaron como a perros a vuestros

obreros en tantas huelgas sangrientas. Por tales medios habéis durado. No

nos quejamos del resultado, porque reconocemos y tenemos nuestro ser en la

misma ley natural. Ahora surge la cuestión: Bajo el presente medio social,

¿quién de nosotros sobrevivirá? Creemos ser los más aptos. Vosotros creéis

ser los más aptos. Dejamos la eventualidad al tiempo y a Dios.

Cordialmente Los Sicarios de Midas.

John, ¿te sorprendes ahora de que yo haya huido de placeres y amigos? Pero, ¿para qué

explicar? Este relato aclarará todo. Hace tres semanas murió Adelaide Laidlaw. Desde

entonces aguardé con esperanza y miedo. Ayer se abrió el testamento y se hizo público.

Hoy fui notificado que una mujer de clase media sería muerta en el Parque Puerta de Oro,

en el lejano San Francisco. Los diarios de esta noche dan los detalles del crimen, que

corresponden a los que yo conocía.

Es inútil. No puedo luchar contra lo inevitable. He sido leal al señor Hale y trabajé duro.

Por qué mi lealtad se premia así, no entiendo. Sin embargo, no puedo faltar a la confianza

puesta en mí, ni a la palabra dada. Ahora legué los muchos millones que recibí a sus

poseedores legítimos. Que los robustos hijos de Eben Hale obren su propia salvación. Antes

que leas esto, habré muerto. Los Sicarios de Midas son todopoderosos. La policía es

impotente. Supe por ella que otros millonarios han sido multados y perseguidos del mismo

modo. ¿Cuántos?, no se sabe, pues si uno cede a los Sicarios de Midas, su boca queda sellada.

Los que no cedieron aún, están recogiendo su cosecha escarlata. El torvo juego sigue hasta el

fin. El Gobierno Federal no puede hacer nada. También entiendo que organizaciones

similares han hecho aparición en Europa.

La sociedad está sacudida hasta sus cimientos. En vez de las masas contra las clases, es

una clase contra las clases. Nosotros, los guardianes del progreso humano, somos elegidos y

golpeados. La ley y el orden han fracasado. Las autoridades me suplicaron que guardara este

secreto. Lo hice, pero ya no puedo callarlo. Se ha transformado en cuestión de importancia

pública, llena de tremendos peligros y consecuencias, y mi deber es informar al mundo, antes

de abandonarlo.

Tú, John, por mi último pedido, publica esto. No temas. El destino de la humanidad está

en tu mano ahora. Que la prensa tire millones de ejemplares, que la electricidad lo difunda

por el mundo, que donde los hombres se encuentren y hablen, hablen de ello temblando de

terror. Y entonces, cuando estén bien despiertos, que la sociedad se alce con toda su potencia

y arroje de sí esta abominación.

Tuyo, en largo adiós Wade Atsheler.

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