viernes, 16 de septiembre de 2022

Léon Bloy Cuentos descorteses. FRAGMENTO. PRÓLOGO DE JORGE LUIS BORGES.

 

  

Bloy Leon

Léon Bloy (Notre-Dame-de-Sanilhac, Dordoña, 11 de julio de 1846 - Bourg-la-Reine, 3 de noviembre de 1917) fue un escritor francés de novela y ensayo.

Bloy nació en el Perigueux el 11 de julio de 1846, en una familia de pequeños burgueses. Su padre, empleado en el cuerpo de ingenieros civiles, era un libre pensador, anticlerical y masón, y la madre, de origen español, fue una creyente sincera. Después de una adolescencia rebelde y taciturna, en 1864 se mudó a París, exuberante de cuerpo y alma, revolucionario e incrédulo en el plano religioso. `Hubo un momento -escribirá- en el cual, en vísperas de la Comuna, el odio por Jesús y por su Iglesia fue el único pensamiento de mi intelecto, el único sentimiento de mi corazón?. Para vivir, ejerció los oficios más humildes.

En 1867 conoció a Barbey d`Aurevilly, cuya frecuentación y amistad lo llevaron a la fe, en la cual se mantuvo inamovible `como una lechuza devota a la puerta radiante de la Iglesia de Jesucristo?. Su temperamento extremista lo conduce de un anticlericalismo violento a un catolicismo intolerante. Su existencia tiene, intelectual y materialmente, un ritmo frenético. En 1863, es admitido por Louis Veuillot en la redacción del `Univers`, pero allí permanece poco tiempo por incompatibilidad con la línea moderada, a su entender, del diario. En 1877 conoció a una prostituta, Ana María Roulet, y, para sacarla del mal vivir, la acogió bajo su techo. Entre ellos nació una pasión violenta que se alternó con entusiasmos místicos. Después de algunos meses, Bloy abandonó a la amante, renunció a un trabajo seguro y se retiró a un monasterio de Soligny con la idea de hacerse monje benedictino. Su confesor le aconsejó que no adoptara la vida monástica ni se casara con Ana María, que entre tanto se había convertido en católica ferviente. Durante una estadía en el Santuario de Salette, conoció al abad Tardif, que lo introdujo en el estudio de la simbología bíblica y lo estimuló a escribir una obra sobre la aparición de la Virgen. Transcurre un período relativamente sereno, en el cual maduran los elementos esenciales de su pensamiento. Luego retoma su vagabundeo. Entretanto, conoce a las personalidades de primer plano de la vida literaria parisina: P. Bougert, Ph. De Villiers de l`Isle-Adam, Paul Verlaine. M. Rollinat, J.-K. Huysmans. En 1889, se casa con Jeanne Molbeck. El matrimonio llevó a su existencia una nota de serenidad que le permitió publicar libros y artículos.

Murió el 3 de noviembre de 1917, tras una larga y dolorosa enfermedad soportada con valor y serenidad.

Recopilador :

DR: ENRICO PUGLIATTI.

 


 

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Léon Bloy, coleccionista de odios, no excluyó de su amplio museo a la burguesía francesa. La ennegreció con lóbregas tintas que justifican el recuerdo de los sueños de Quevedo y de Goya. No siempre se limitó a ser un terrorista; uno de sus más curiosos relatos “Les captivs de Longjumeau” prefigura asimismo a Kafka. El argumento puede ser de este último; el modo feroz de tratarlo es privativo de Bloy. (…)

Nuestro tiempo ha inventado la locución “humor negro”; nadie lo ha logrado hasta ahora con la eficacia y la riqueza verbal de Léon Bloy.

Jorge Luis Borges

 


 

 

 


Léon Bloy

 

 Cuentos descorteses

 

La Biblioteca de Babel - 04

 

 

 

 

 


Títulos originales:

 

La tisane

 

Le vieux de la maison

 

La religion de M. Pleur

 

Les captifs de Longjumeau (trad. de J. L. Borges)

 

Une idée médiocre

 

Terrible châtiment d’un dentiste

 

Tout ce que tu voudras

 

La dernière cuite

 

Une martyre

 

La taie d’argent

 

On n’est pas parfait

 

La plus belle trouvaille de Caïn

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Léon Bloy, 1894

 

Traducción: Jorge Luis Borges & Raúl Gustavo Aguirre

 

Editor digital: orhi

 

ePub base r1.1

 

 

 


 Prólogo

 

 

 Quizá no hay hombre que, para escribir, no se desdoble en otro o, por lo menos, no exagere sus singularidades y certidumbres. Bernard Shaw declaró que el célebre G. B. S. no era mucho más real que una jirafa de pantomima; el modesto periodista Walt Whitman se transformó, venturosamente, en todos los habitantes del planeta, incluido el lector; Valle-Inclán se promovió a duelista y a aristócrata; el sedentario y pusilánime Léon Bloy se bifurcó en dos seres iracundos: el francotirador Marchenoir, terror de los ejércitos prusianos, y el despiadado polemista que conocemos y que, para las generaciones actuales, será el verdadero Léon Bloy. Forjó un estilo inconfundible que, según nuestro estado de ánimo, puede ser insufrible o ser espléndido. Sea lo que fuere es uno de los estilos más vividos de la literatura.

Uno de sus maestros, Carlyle, repitió que la historia universal es un libro que estamos obligados a leer y a escribir incesantemente y en el cual también nos escriben; otro, el visionario Swedenborg, vio en todas las criaturas que nos rodean, animales, vegetales o minerales, correspondencias de hechos espirituales. Léon Bloy consideró el universo como una suerte de criptografía divina, en el que cada hombre es una palabra, una letra o, acaso, un mero signo de puntuación. Alegó el espacio cósmico; afirmó que sus abismos y luminarias no son más que una proyección de la conciencia humana. Opinó alguna vez que ya estamos en el infierno y que cada persona es un demonio encargado de torturar a su compañero.

Imparcialmente abominó de Inglaterra, a la que apodó la «isla infame», de Alemania, de Bélgica y de los Estados Unidos. Inútil agregar que fue antisemita, aunque uno de sus libros más admirables se tituló La salvación por los judíos. Denunció la perfidia italiana; llamó a Zola el cretino de los Pirineos; injurió a Renán, a France, a Bourget, a los simbolistas y, por lo general, al género humano. Escribió que Francia era el pueblo elegido y que las otras naciones deben limitarse a lamer las migajas que caen de su plato. Exaltó, sin embargo, «el alma de Napoleón» que no era precisamente francés.

Fue un ferviente católico galicano, no demasiado adicto a Roma.

No es improbable que los historiadores del porvenir lo vean como a un místico; nosotros, ante todo, vemos al despiadado panfletario y al inventor de cuentos fantásticos. Todos los de este volumen lo son, siquiera en su ambiente.

Léon Bloy, coleccionista de odios, no excluyó de su amplio museo a la burguesía francesa. La ennegreció con lóbregas tintas que justifican el recuerdo de los sueños de Quevedo y de Goya. No siempre se limitó a ser un terrorista; uno de sus más curiosos relatos, «Les captivs de Longjumeau», prefigura asimismo a Kafka. El argumento puede ser de este último; el modo feroz de tratarlo es privativo de Bloy. En sus páginas pueden estudiarse las «simpatías y diferencias» de ambos maestros.

«La tisane» no desdeña el crimen; «Le vieux de la maison» es de algún modo su reverso, sin mengua de su horror; «La religión de M. Pleur» empieza, como los anteriores, de un modo atroz y culmina en una suerte de santidad; «Une idee mediocre» historia una situación imposible; «Terrible châtiment d’un dentiste» desciende sin temor a la consecuencia más inesperada de un homicidio; «Tout ce que tu voudras!» no elude la prostitución y el incesto; «La dernière cuite» refiere el caso de un hijo demasiado parecido a su padre; «Une martyre» prodiga la maledicencia, los anónimos y la quejumbre; «La taie d’argent» relata la historia de un hombre único que ve en un mundo de ciegos; «On n’est pas parfait» narra la seriedad profesional de un asesino cuya carrera queda truncada por un perdonable descuido; en «La plus belle trouvaille de Caín» vemos al fin al no menos temible que imaginario Marchenoir.

Wells logra siempre que sus invenciones más fantásticas parezcan reales, por lo menos durante el decurso de la lectura; Bloy, como Hoffmann y como Poe, prefiere hacerlas maravillosas desde el principio.

Nuestro tiempo ha inventado la locución «humor negro»; nadie lo ha logrado hasta ahora con la eficacia y la riqueza verbal de Léon Bloy

 

Jorge Luis Borges

 

 


 La tisana

 

 

A Henry de Groux

 

Santiago se consideró simplemente innoble. Era odioso permanecer allí, en la oscuridad, como un espía sacrílego mientras esa mujer, tan en absoluto desconocida, se confesaba.

Pero, entonces, habría tenido que irse en seguida, tan pronto como el sacerdote vestido con la sobrepelliz llegara con ella, o por lo menos provocar algún ruido para que advirtieran la presencia de un extraño. Ahora era demasiado tarde, y la horrible indiscreción sólo podía agravarse.

Desocupado, queriendo encontrar, como las cucarachas, un lugar fresco al cabo de ese día sofocante, había concebido la fantasía, poco de acuerdo con sus imaginaciones habituales, de entrar en la antigua iglesia y se había sentado en un rincón oscuro, detrás de ese confesionario, para perderse allí en sus ensueños, contemplando cómo se apagaba la claridad del gran rosetón.

Después de transcurridos algunos minutos, sin saber cómo ni por qué, se había convertido en partícipe por entero involuntario de una confesión. Es verdad que las palabras no llegaban hasta él con claridad y que, en suma, sólo oía un cuchicheo. Pero el diálogo, cuando estaba por terminar, pareció reanimarse.

Algunas sílabas, aquí y allá, se destacaban, emergiendo del río opaco de esa charla penitente, y el joven que por un milagro era lo contrario de un perfecto granuja, temió bondadosamente llegar a sorprender confesiones que sin duda no estaban destinadas a él.

De pronto, esta anticipación tuvo lugar. Pareció que se producía un violento remolino. Las ondas inmóviles crecieron, separándose, como para permitir la aparición de un monstruo, y el testigo, estremecido por el espanto, oyó estas palabras pronunciadas con precipitación:

—¡Le digo, padre, que puse veneno en su tisana!

 

Luego, nada más. La mujer, cuyo rostro era invisible, se levantó del reclinatorio y, silenciosamente, desapareció en la espesura de las tinieblas. En lo que hace al sacerdote, éste no se movió más que un muerto, y trascurrieron despaciosos minutos antes de que abriese la puerta y de que desapareciera, a su vez, con el paso lento de un hombre abrumado.

Fue necesario el campanilleo persistente de las llaves del sacristán y la exhortación a abandonar el templo, largamente proferida en la nave, para que Santiago por fin se levantara, tanto lo había aturdido esa frase que seguía vibrando en él como un clamor.

¡Había reconocido perfectamente la voz de su madre!

¡Oh, imposible equivocarse! Había reconocido también su manera de caminar cuando la sombra femenina se irguió a dos pasos de él.

Pero, ¿qué había ocurrido? ¡Todo se derrumbaba, todo carecía de sentido, todo no era más que una farsa monstruosa!

Vivía solo con esa madre, que no veía casi a nadie y apenas si salía para asistir a los oficios. Se había acostumbrado a venerarla con toda su alma, como un ejemplar único de la rectitud y de la bondad. Tan lejos como pudiera ver en lo pasado, no había en él opacidad alguna, nada que no fuese recto, ni un solo escondrijo, ni una sola desviación. Un hermoso camino blanco hasta donde llegaba la vista, bajo un cielo pálido. Porque la existencia de la pobre mujer había sido sumamente melancólica.

Luego de la muerte de su esposo, caído en Champigny, y de quien el joven apenas guardaba un recuerdo, ella nunca había dejado de vestir de duelo y de ocuparse exclusivamente en la educación de su hijo, de quien no se separaba un solo día. Nunca había querido enviarlo a escuela alguna, por temor a que el trato con los demás lo perjudicara, y por ello tomó completamente a su cargo la instrucción de su hijo, cuya alma había construido con fragmentos de la de ella. Él recibió así, de este régimen, una sensibilidad inquieta y unos nervios sumamente tensos que lo exponían a ridículos pesares, y quizá también a verdaderos peligros.

Cuando la adolescencia hubo llegado, las consiguientes escapadas que ella no podía impedir la volvieron un poco más triste, sin alterar su dulzura. Ni reproches ni silencios acusadores. Ella aceptó, como tantos, lo inevitable.

En suma, todo el mundo hablaba de ella con respeto, y sólo él en el mundo, su muy querido hijo, se veía ahora obligado a despreciarla: a despreciarla de rodillas y con los ojos llenos de lágrimas, como los ángeles despreciarían a Dios si no cumpliera sus promesas…

En verdad, aquello era como para perder la razón, como para salirlo a gritar por las calles. ¡Su madre, una envenenadora! Era insensato, era un millón de veces absurdo, era absolutamente imposible y, no obstante, era cierto. ¿No acababa acaso de confesarlo ella misma? Era como para arrancarse los cabellos.

Pero, ¿envenenadora de quién? ¡Dios mío! Él no sabía de nadie que hubiese muerto envenenado entre la gente conocida. No era por cierto el caso de su padre, quien había recibido un puñado de metralla en el vientre. No era a él, tampoco, a quien había tratado de matar. Él nunca estuvo enfermo, nunca necesitó beber una tisana y sabía que su madre lo adoraba. La primera vez que había tardado en llegar de noche, y no por cierto debido a razones muy pulcras, ella se había sentido enferma de inquietud.

¿Se trataba de un hecho anterior a su nacimiento? Su padre la había tomado como esposa por causa de su belleza, cuando ella tenía apenas veinte años. ¿Habría precedido a ese matrimonio alguna aventura que pudiese implicar un crimen?

No, sin duda. Conocía muy bien aquel pasado límpido; se lo habían contado cien veces y los testimonios eran satisfactoriamente claros. ¿Por qué entonces esa terrible confesión? ¿Por qué, sobre todo, oh por qué había sido necesario que fuese su testigo?

Solo, en el horror y la desesperación, volvió a su casa.

Su madre corrió en seguida a abrazarlo:

—¡Qué tarde vuelves, mi querido hijo!, ¡y qué pálido estás! ¿Estarás enfermo?

—No —respondió él—, no estoy enfermo, pero el fuerte calor que hace me fatiga y creo que no podré cenar. ¿Y tú, mamá, no sientes ningún malestar? ¿No has salido a buscar un poco de frescura? Me pareció haberte visto desde lejos en el muelle.

—He salido, en efecto, pero no pudiste verme en el muelle. Fui a confesarme, cosa que tú, mala persona, me parece ya no practicas desde hace tiempo.

Santiago se sorprendió de no sentirse ahogado, de no caer de espaldas, fulminado, como ocurre en las buenas novelas que había leído.

Era verdad, por lo tanto, que ella había ido a confesarse. Por lo tanto, él no estuvo dormido en la iglesia y esa catástrofe abominable no era una pesadilla, como por un instante había llegado a imaginarlo en su insensatez.

No se desplomó, pero se puso mucho más pálido y esto hizo que su madre se sintiese aterrorizada.

—¿Qué tienes, mi pequeño Santiago? —le dijo—. Tú sufres, tú ocultas algo a tu madre. Deberías tener más confianza en ella, que sólo te ama a ti y que sólo te tiene a ti… ¡Cómo me miras, querido tesoro mío!… Pero, ¿qué es lo que tienes? ¡Me das miedo!…

Y lo estrechó tiernamente en sus brazos:

—Escúchame con atención, muchacho. No soy una mujer curiosa, bien lo sabes, y no quiero ser tu juez. No me digas nada, si no quieres decirme nada, pero déjame que te cuide. Vas a acostarte en seguida. Entre tanto, te prepararé una buena comida muy liviana que te llevaré yo misma, ¿no es así?, y si tienes fiebre esta noche te daré una TISANA…

Santiago, esta vez, rodó por tierra.

—¡Por fin! —suspiró ella, un poco cansada, extendiendo la mano hacia una campanilla.

Santiago tenía un aneurisma en el último grado de su evolución y su madre tenía un amante que no quería ser padrastro.

Este sencillo drama se desarrolló hace tres años en los alrededores de Saint-Germain-des-Prés. La casa que le sirvió de teatro pertenece a un contratista de demoliciones.

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