Bloy Leon
Léon Bloy (Notre-Dame-de-Sanilhac, Dordoña, 11 de julio de 1846 - Bourg-la-Reine, 3 de noviembre de 1917) fue un escritor francés de novela y ensayo.
Bloy nació en el Perigueux el 11 de julio de 1846, en una familia de pequeños burgueses. Su padre, empleado en el cuerpo de ingenieros civiles, era un libre pensador, anticlerical y masón, y la madre, de origen español, fue una creyente sincera. Después de una adolescencia rebelde y taciturna, en 1864 se mudó a París, exuberante de cuerpo y alma, revolucionario e incrédulo en el plano religioso. `Hubo un momento -escribirá- en el cual, en vísperas de la Comuna, el odio por Jesús y por su Iglesia fue el único pensamiento de mi intelecto, el único sentimiento de mi corazón?. Para vivir, ejerció los oficios más humildes.
En 1867 conoció a Barbey d`Aurevilly, cuya frecuentación y amistad lo llevaron a la fe, en la cual se mantuvo inamovible `como una lechuza devota a la puerta radiante de la Iglesia de Jesucristo?. Su temperamento extremista lo conduce de un anticlericalismo violento a un catolicismo intolerante. Su existencia tiene, intelectual y materialmente, un ritmo frenético. En 1863, es admitido por Louis Veuillot en la redacción del `Univers`, pero allí permanece poco tiempo por incompatibilidad con la línea moderada, a su entender, del diario. En 1877 conoció a una prostituta, Ana María Roulet, y, para sacarla del mal vivir, la acogió bajo su techo. Entre ellos nació una pasión violenta que se alternó con entusiasmos místicos. Después de algunos meses, Bloy abandonó a la amante, renunció a un trabajo seguro y se retiró a un monasterio de Soligny con la idea de hacerse monje benedictino. Su confesor le aconsejó que no adoptara la vida monástica ni se casara con Ana María, que entre tanto se había convertido en católica ferviente. Durante una estadía en el Santuario de Salette, conoció al abad Tardif, que lo introdujo en el estudio de la simbología bíblica y lo estimuló a escribir una obra sobre la aparición de la Virgen. Transcurre un período relativamente sereno, en el cual maduran los elementos esenciales de su pensamiento. Luego retoma su vagabundeo. Entretanto, conoce a las personalidades de primer plano de la vida literaria parisina: P. Bougert, Ph. De Villiers de l`Isle-Adam, Paul Verlaine. M. Rollinat, J.-K. Huysmans. En 1889, se casa con Jeanne Molbeck. El matrimonio llevó a su existencia una nota de serenidad que le permitió publicar libros y artículos.
Murió el 3 de noviembre de 1917, tras una larga y dolorosa enfermedad soportada con valor y serenidad.
Recopilador :
Léon Bloy, coleccionista de odios, no excluyó de su
amplio museo a la burguesía francesa. La ennegreció con lóbregas tintas que
justifican el recuerdo de los sueños de Quevedo y de Goya. No siempre se limitó
a ser un terrorista; uno de sus más curiosos relatos “Les captivs de
Longjumeau” prefigura asimismo a Kafka. El argumento puede ser de este último;
el modo feroz de tratarlo es privativo de Bloy. (…)
Nuestro tiempo ha inventado la locución “humor
negro”; nadie lo ha logrado hasta ahora con la eficacia y la riqueza verbal de
Léon Bloy.
Jorge Luis Borges
Léon Bloy
Cuentos descorteses
La Biblioteca de Babel - 04
Títulos
originales:
La tisane
Le vieux de la maison
La religion de M. Pleur
Les captifs de Longjumeau (trad. de J. L. Borges)
Une idée médiocre
Terrible châtiment d’un
dentiste
Tout ce que tu voudras
La dernière cuite
Une martyre
La taie d’argent
On n’est pas parfait
La plus belle trouvaille de
Caïn
Léon
Bloy, 1894
Traducción:
Jorge Luis Borges & Raúl Gustavo Aguirre
Editor
digital: orhi
ePub
base r1.1
Prólogo
Quizá no hay hombre que, para escribir, no
se desdoble en otro o, por lo menos, no exagere sus singularidades y
certidumbres. Bernard Shaw declaró que el célebre G. B. S. no era mucho más
real que una jirafa de pantomima; el modesto periodista Walt Whitman se
transformó, venturosamente, en todos los habitantes del planeta, incluido el
lector; Valle-Inclán se promovió a duelista y a aristócrata; el sedentario y
pusilánime Léon Bloy se bifurcó en dos seres iracundos: el francotirador
Marchenoir, terror de los ejércitos prusianos, y el despiadado polemista que
conocemos y que, para las generaciones actuales, será el verdadero Léon Bloy.
Forjó un estilo inconfundible que, según nuestro estado de ánimo, puede ser
insufrible o ser espléndido. Sea lo que fuere es uno de los estilos más vividos
de la literatura.
Uno de sus maestros, Carlyle,
repitió que la historia universal es un libro que estamos obligados a leer y a
escribir incesantemente y en el cual también nos escriben; otro, el visionario
Swedenborg, vio en todas las criaturas que nos rodean, animales, vegetales o
minerales, correspondencias de hechos espirituales. Léon Bloy consideró el
universo como una suerte de criptografía divina, en el que cada hombre es una
palabra, una letra o, acaso, un mero signo de puntuación. Alegó el espacio
cósmico; afirmó que sus abismos y luminarias no son más que una proyección de
la conciencia humana. Opinó alguna vez que ya estamos en el infierno y que cada
persona es un demonio encargado de torturar a su compañero.
Imparcialmente abominó de
Inglaterra, a la que apodó la «isla infame», de Alemania, de Bélgica y de los
Estados Unidos. Inútil agregar que fue antisemita, aunque uno de sus libros más
admirables se tituló La salvación por los judíos. Denunció la perfidia
italiana; llamó a Zola el cretino de los Pirineos; injurió a Renán, a France, a
Bourget, a los simbolistas y, por lo general, al género humano. Escribió que
Francia era el pueblo elegido y que las otras naciones deben limitarse a lamer
las migajas que caen de su plato. Exaltó, sin embargo, «el alma de Napoleón»
que no era precisamente francés.
Fue un ferviente católico
galicano, no demasiado adicto a Roma.
No es improbable que los historiadores
del porvenir lo vean como a un místico; nosotros, ante todo, vemos al
despiadado panfletario y al inventor de cuentos fantásticos. Todos los de este
volumen lo son, siquiera en su ambiente.
Léon Bloy, coleccionista de
odios, no excluyó de su amplio museo a la burguesía francesa. La ennegreció con
lóbregas tintas que justifican el recuerdo de los sueños de Quevedo y de Goya.
No siempre se limitó a ser un terrorista; uno de sus más curiosos relatos, «Les
captivs de Longjumeau», prefigura asimismo a Kafka. El argumento puede ser de
este último; el modo feroz de tratarlo es privativo de Bloy. En sus páginas
pueden estudiarse las «simpatías y diferencias» de ambos maestros.
«La tisane» no desdeña el
crimen; «Le vieux de la maison» es de algún modo su reverso, sin mengua de su
horror; «La religión de M. Pleur» empieza, como los anteriores, de un modo
atroz y culmina en una suerte de santidad; «Une idee mediocre» historia una
situación imposible; «Terrible châtiment d’un dentiste» desciende sin temor a la
consecuencia más inesperada de un homicidio; «Tout ce que tu voudras!» no elude
la prostitución y el incesto; «La dernière cuite» refiere el caso de un hijo
demasiado parecido a su padre; «Une martyre» prodiga la maledicencia, los
anónimos y la quejumbre; «La taie d’argent» relata la historia de un hombre
único que ve en un mundo de ciegos; «On n’est pas parfait» narra la seriedad
profesional de un asesino cuya carrera queda truncada por un perdonable
descuido; en «La plus belle trouvaille de Caín» vemos al fin al no menos
temible que imaginario Marchenoir.
Wells logra siempre que sus
invenciones más fantásticas parezcan reales, por lo menos durante el decurso de
la lectura; Bloy, como Hoffmann y como Poe, prefiere hacerlas maravillosas
desde el principio.
Nuestro tiempo ha inventado la
locución «humor negro»; nadie lo ha logrado hasta ahora con la eficacia y la
riqueza verbal de Léon Bloy
Jorge Luis Borges
La tisana
A Henry de Groux
Santiago se consideró simplemente innoble. Era
odioso permanecer allí, en la oscuridad, como un espía sacrílego mientras esa
mujer, tan en absoluto desconocida, se confesaba.
Pero, entonces, habría tenido que irse en seguida,
tan pronto como el sacerdote vestido con la sobrepelliz llegara con ella, o por
lo menos provocar algún ruido para que advirtieran la presencia de un extraño.
Ahora era demasiado tarde, y la horrible indiscreción sólo podía agravarse.
Desocupado, queriendo encontrar, como las
cucarachas, un lugar fresco al cabo de ese día sofocante, había concebido la
fantasía, poco de acuerdo con sus imaginaciones habituales, de entrar en la
antigua iglesia y se había sentado en un rincón oscuro, detrás de ese
confesionario, para perderse allí en sus ensueños, contemplando cómo se apagaba
la claridad del gran rosetón.
Después de transcurridos algunos minutos, sin saber
cómo ni por qué, se había convertido en partícipe por entero involuntario de
una confesión. Es verdad que las palabras no llegaban hasta él con claridad y
que, en suma, sólo oía un cuchicheo. Pero el diálogo, cuando estaba por
terminar, pareció reanimarse.
Algunas sílabas, aquí y allá, se destacaban,
emergiendo del río opaco de esa charla penitente, y el joven que por un milagro
era lo contrario de un perfecto granuja, temió bondadosamente llegar a sorprender
confesiones que sin duda no estaban destinadas a él.
De pronto, esta anticipación tuvo lugar. Pareció
que se producía un violento remolino. Las ondas inmóviles crecieron,
separándose, como para permitir la aparición de un monstruo, y el testigo, estremecido
por el espanto, oyó estas palabras pronunciadas con precipitación:
—¡Le digo, padre, que puse
veneno en su tisana!
Luego, nada más. La mujer, cuyo rostro era
invisible, se levantó del reclinatorio y, silenciosamente, desapareció en la
espesura de las tinieblas. En lo que hace al sacerdote, éste no se movió más
que un muerto, y trascurrieron despaciosos minutos antes de que abriese la
puerta y de que desapareciera, a su vez, con el paso lento de un hombre
abrumado.
Fue necesario el campanilleo persistente de las
llaves del sacristán y la exhortación a abandonar el templo, largamente
proferida en la nave, para que Santiago por fin se levantara, tanto lo había
aturdido esa frase que seguía vibrando en él como un clamor.
¡Había reconocido perfectamente la voz de su madre!
¡Oh, imposible equivocarse! Había reconocido
también su manera de caminar cuando la sombra femenina se irguió a dos pasos de
él.
Pero, ¿qué había ocurrido? ¡Todo se derrumbaba,
todo carecía de sentido, todo no era más que una farsa monstruosa!
Vivía solo con esa madre, que no veía casi a nadie
y apenas si salía para asistir a los oficios. Se había acostumbrado a venerarla
con toda su alma, como un ejemplar único de la rectitud y de la bondad. Tan
lejos como pudiera ver en lo pasado, no había en él opacidad alguna, nada que
no fuese recto, ni un solo escondrijo, ni una sola desviación. Un hermoso
camino blanco hasta donde llegaba la vista, bajo un cielo pálido. Porque la
existencia de la pobre mujer había sido sumamente melancólica.
Luego de la muerte de su esposo, caído en
Champigny, y de quien el joven apenas guardaba un recuerdo, ella nunca había
dejado de vestir de duelo y de ocuparse exclusivamente en la educación de su
hijo, de quien no se separaba un solo día. Nunca había querido enviarlo a
escuela alguna, por temor a que el trato con los demás lo perjudicara, y por
ello tomó completamente a su cargo la instrucción de su hijo, cuya alma había
construido con fragmentos de la de ella. Él recibió así, de este régimen, una
sensibilidad inquieta y unos nervios sumamente tensos que lo exponían a
ridículos pesares, y quizá también a verdaderos peligros.
Cuando la adolescencia hubo llegado, las
consiguientes escapadas que ella no podía impedir la volvieron un poco más
triste, sin alterar su dulzura. Ni reproches ni silencios acusadores. Ella
aceptó, como tantos, lo inevitable.
En suma, todo el mundo hablaba de ella con respeto,
y sólo él en el mundo, su muy querido hijo, se veía ahora obligado a
despreciarla: a despreciarla de rodillas y con los ojos llenos de lágrimas,
como los ángeles despreciarían a Dios si no cumpliera sus promesas…
En verdad, aquello era como para perder la razón,
como para salirlo a gritar por las calles. ¡Su madre, una envenenadora! Era
insensato, era un millón de veces absurdo, era absolutamente imposible y, no
obstante, era cierto. ¿No acababa acaso de confesarlo ella misma? Era como para
arrancarse los cabellos.
Pero, ¿envenenadora de quién? ¡Dios mío! Él no
sabía de nadie que hubiese muerto envenenado entre la gente conocida. No era
por cierto el caso de su padre, quien había recibido un puñado de metralla en
el vientre. No era a él, tampoco, a quien había tratado de matar. Él nunca
estuvo enfermo, nunca necesitó beber una tisana y sabía que su madre lo
adoraba. La primera vez que había tardado en llegar de noche, y no por cierto
debido a razones muy pulcras, ella se había sentido enferma de inquietud.
¿Se trataba de un hecho anterior a su nacimiento?
Su padre la había tomado como esposa por causa de su belleza, cuando ella tenía
apenas veinte años. ¿Habría precedido a ese matrimonio alguna aventura que
pudiese implicar un crimen?
No, sin duda. Conocía muy bien aquel pasado
límpido; se lo habían contado cien veces y los testimonios eran
satisfactoriamente claros. ¿Por qué entonces esa terrible confesión? ¿Por qué,
sobre todo, oh por qué había sido necesario que fuese su testigo?
Solo, en el horror y la desesperación, volvió a su
casa.
Su madre corrió en seguida a abrazarlo:
—¡Qué tarde vuelves, mi querido hijo!, ¡y qué pálido
estás! ¿Estarás enfermo?
—No —respondió él—, no estoy enfermo, pero el
fuerte calor que hace me fatiga y creo que no podré cenar. ¿Y tú, mamá, no
sientes ningún malestar? ¿No has salido a buscar un poco de frescura? Me
pareció haberte visto desde lejos en el muelle.
—He salido, en efecto, pero no pudiste verme en el
muelle. Fui a confesarme, cosa que
tú, mala persona, me parece ya no practicas desde hace tiempo.
Santiago se sorprendió de no sentirse ahogado, de
no caer de espaldas, fulminado, como ocurre en las buenas novelas que había
leído.
Era verdad, por lo tanto, que ella había ido a
confesarse. Por lo tanto, él no estuvo dormido en la iglesia y esa catástrofe
abominable no era una pesadilla, como por un instante había llegado a
imaginarlo en su insensatez.
No se desplomó, pero se puso mucho más pálido y
esto hizo que su madre se sintiese aterrorizada.
—¿Qué tienes, mi pequeño Santiago? —le dijo—. Tú
sufres, tú ocultas algo a tu madre. Deberías tener más confianza en ella, que
sólo te ama a ti y que sólo te tiene a ti… ¡Cómo me miras, querido tesoro mío!…
Pero, ¿qué es lo que tienes? ¡Me das miedo!…
Y lo estrechó tiernamente en sus brazos:
—Escúchame con atención, muchacho. No soy una mujer
curiosa, bien lo sabes, y no quiero ser tu juez. No me digas nada, si no
quieres decirme nada, pero déjame que te cuide. Vas a acostarte en seguida.
Entre tanto, te prepararé una buena comida muy liviana que te llevaré yo misma,
¿no es así?, y si tienes fiebre esta noche te daré una TISANA…
Santiago, esta vez, rodó por tierra.
—¡Por fin! —suspiró ella, un poco cansada,
extendiendo la mano hacia una campanilla.
Santiago tenía un aneurisma en el último grado de su evolución y su madre tenía un
amante que no quería ser padrastro.
Este sencillo drama se desarrolló hace tres años en
los alrededores de Saint-Germain-des-Prés. La casa que le sirvió de teatro
pertenece a un contratista de demoliciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario