lunes, 15 de febrero de 2021

Pollensa, España, 1968-1969. CORRER EL TUPIDO VELO. PILAR DONOSO.

 





Pollensa, España, 1968-1969

 

Mis padres llegaron a Pollensa invitados por una prima de mi madre, Maggie Ear, una gorda inmensa, beata y bastante fea. Todos aspectos que naturalmente mi padre no pasaba por alto. Pero como era encantadora, deliciosa y divertida, le perdonaba estas particularidades que, por lo general, no toleraba. La verdad es que la quería mucho y ella, bastante rica, fue siempre muy generosa con ellos.

Encantados con el lugar, decidieron quedarse por «un tiempo»: dos años y medio. Estaban convencidos de que ahí podrían vivir con muy poco dinero. Les dan la dirección de una princesa rumana que estaba necesitada de dinero y que tenía en arriendo su casa. No era muy linda pero quedaba en la cima de un cerro rodeada de almendros floridos... Esto la convertía en una maravilla. Era una época de verdadera escasez económica. Mi padre no había logrado escribir nada en el último tiempo, ni generar ningún ingreso, así que vivían como bohemios, casi con nada. En Pollensa conocieron a mucha gente. En una comida les presentaron, entre otros, a la princesa polaca Osthouska, una mujer excéntrica dedicada a hacer joyas. Cuando mi madre le preguntó con quién era casada, ella contestó: au du notre (uno de los nuestros).

Ahí nació la gran amistad con Gene y Francesca Raskin, una pareja de judíos neoyorquinos brillantes, que habían sido cantantes de cabaret por muchos años y se dedicaban a componer música con gran éxito (escribieron Those Were the Days, una canción de moda que les dio bastante dinero).

Gene era aficionado a las letras y escribía. Tenían una casa muy bonita y lujosa; les gustaba navegar, afición que no compartían en absoluto con mis padres. Ella era muy lectora; él, un buen escritor pero no tuvo éxito. Publicó varios libros financiados por su propio bolsillo. De algún modo fueron los mecenas de mi padre. Tiempo después, sin dinero y con la necesidad de dedicarse a escribir tranquilo, los Raskin le prestaron doscientos dólares al mes por mucho tiempo. Cuando mi padre quiso devolvérselos, dijeron que era un regalo. Esta amistad se conservó hasta el final de sus vidas.

También se hicieron amigos del doctor Carretero, mi pediatra, al cual llamaban constantemente para hacerle todo tipo de preguntas. Mi padre lo llamaba desesperado para saber por qué hacía caca verde o por qué lloraba, o por cualquier cosa.

En esa época conoce a Mario Vargas Llosa, por entonces un joven escritor. Le cuentan que está de paso por España y lo invita a pasar unos días a Pollensa. Luego, coincidirán en Barcelona en pleno Boom.

Mi padre, desesperado por la situación económica por la que pasa, postula entonces a una beca Guggenheim que felizmente obtiene.

La escritura de El obsceno pájaro lo absorbe por completo. Durante todo 1968 trabaja incansablemente. En su cuaderno número 37 anota:

Creo que he dado en el clavo para el intermanejo de las narraciones, usando notas al pie de página. Puede ser interesante, y como voy a escribir todo esto, lo que pasa con Jerónimo ahora, Jerónimo con Iris, y él con Jerónimo y con Iris, en la parte cuatro, para hacer una gran parte media de la novela.

La cuarta parte la comienzo en la voz de las notas, en el mundo de las notas, y es toda esta parte, hasta que esa parte se transforma en el mundo enloquecido de «El último Azcoitía» y, gradualmente, lo que era relato realista se transforma en pura fantasía suelta... Ahí, empieza la quinta parte, se rompe, en la altura total de la fantasía y tenemos el mundo sórdido.

En la última página de ese mismo cuaderno escribe:

Bueno, voy en la página 308 y debo terminar la tercera parte, hoy era el día señalado, pero con los desperfectos de la máquina fue imposible. Veremos ahora. Además, estoy en una parte muy engorrosa de la que me resulta muy difícil salir.

Mi padre quiere dar forma a las miles de página de las distintas versiones que se han ido acumulando a lo largo del tiempo. ¿Cómo lograr cerrar el ciclo? ¿Hasta dónde continuar? La novela se le ha convertido en un verdadero laberinto. Pero no cesa en la búsqueda del hilo conductor para, por fin, terminarla.

Entre los papeles que dejó en la biblioteca de la Universidad de Princeton encontré un interesante ensayo, escrito en 1975, en el cual relata una importante etapa en la gestación de El obsceno pájaro de la noche y que para mí era totalmente desconocida. El texto me intrigó sobremanera. De cualquier modo, el texto aclara muchas dudas sobre esta obra.

Tengo, sin embargo, grabada otra imagen de la disolución y del fracaso y de la soledad, mucho más cerca de mí, y con ciertos ribetes muy importantes. Se trata de Jorge Sanhueza. Jorge Sanhueza era... ¿qué era Jorge Sanhueza? Pequeñísimo, como el Mudito de El obsceno pájaro de la noche, con un rostro fino y sensible, que con el tiempo fue descomponiéndose, de una timidez enfermiza, le temblaban las manos con huesos como de pajarito, siempre un poco húmedas, un poco blandas, y los ojos rara vez miraban de frente detrás de sus pequeñas gafas: tenía rostro de niño que no piensa madurar jamás. Su ingenio, su simpatía, lo hizo durante un tiempo el «enfant gaté» de la inteligencia santiaguina: secretario de Neruda; luego, increíble y descuidado cuidador de su biblioteca cuando ésta fue regalada a la universidad; siempre pobre, siempre sin casa, era recibido por todos con los brazos abiertos. Pero, sobre todo, y su ingenio lo hacía acreedor de estos favores, se acercaba a señoras distinguidas y buenas mozas generalmente, supongo, y se enamoraba de ellas. El caso de Inés Figueroa, la mujer de Nemesio Antúnez, es uno; el de Poly del Río es otro. Inés, fascinada con el personaje, organizó unas «jornadas» o algo así en su casa de la calle Guardia Vieja, en que Jorge analizaba cosas de literatura chilena, y los invitados escuchábamos o interveníamos. De alguna manera, Jorge tenía la facilidad para «intervenir» entre marido y mujer, su presencia, que poco a poco se iba haciendo ubicua en las casas, solía destruir la intimidad conyugal. Desde luego, la relación de «secretario» de Humberto con respecto a Jerónimo-Inés está, en cierto modo, basada en lo que sentí de la relación Jorge Sanhueza-Inés-Nemesio: que por un lado, ellos se nutrían de la dolorosa envidia del inferior, Jorge Sanhueza, y que a su vez, Jorge Sanhueza no podía vivir sin ellos.

Esta relación, precisamente, puede haber sido algo completamente subjetivo de parte mía, reflejo de lo que yo también sentía respecto a Inés y Nemesio; en esa época, siempre se quejaban de que la gente no los dejaba tranquilos, que no les daban intimidad, que los destrozaban, que se los devoraban, que la gente iba a pedirles, a sacarles cosas, que no tenían vida propia, porque las gentes no los dejaban vivir. Lo que, claro, era cierto: Nemesio Antúnez, el pintor por excelencia de mi generación en Chile, el triunfante, tenía un taller con alumnos en su propia casa, y ellos le invadían la casa. Inés, por otra parte, siempre aficionada a las amistades confidenciales e íntimas, tenía su corte. Yo, modestamente, formaba parte de esa corte. Muchas veces, lo reconozco, me propasé escandalosamente, pidiendo mucho más de lo que, lógicamente, se me podía dar. Pero el fenómeno era curioso: tenían necesidad de esta corte de admiradores, de esta corte de envidiosos, y uno de los adjetivos con que Inés solía defender a la gente, cuando otros hablaban mal de ella, era el adjetivo «pobre... pobre tal o cual, qué mal le va, no hablen mal de ella», que claro, la eliminaba de la competencia y la ponía en un plano de decidida inferioridad. Yo, claro, cuando ellos vivían en USA y yo también, estuve enamorado, con un amor adolescente cuando ya no era adolescente, de la pareja perfecta Inés-Nemesio, envidiándolos, adorándolos, contemplándolos, y sintiendo todo el tiempo, como es natural, que yo no tenía más que un papel muy tangencial de amigo de la casa en su vida. A pesar de reconocer que esto era natural, el dolor era una constante, y mi imposibilidad de tocarlos más allá de la raya que me ponían como límite, y sentí todo el tiempo, hasta el final, que puede ser algo completamente subjetivo mío y, sin embargo, tengo razones, ya que el pattern se repetía, para creer que si bien había algo de subjetivo, no lo era enteramente, sentí que mi dolor aumentaba su felicidad, que la mantenía. Como en el caso de Jorge Sanhueza, que ya en un momento de mayor disolución del matrimonio, tuvo junto a ellos el mismo papel.

Ver a Jorge Sanhueza tan venido a menos, tan frágil, tan solo, tan hambriento de cariño y a la vez tan peligroso y tan fascinante. Sus amigos lo adoraban: Jorge Edwards, Armando Uribe, Antonio Avaria, Jorge Swinburn eran el grupo que lo rodeó, llenó de admiración durante el último tiempo, hasta que murió en una cama de la sala común de un hospital, y después de haber dedicado toda su vida a la literatura, a los libros, murió diciendo:

La poesía no vale nada, nada,

más vale una naranjada

una naranjada...

Sin embargo, hay que consignar un dato curioso, que quizás sea el que une y cose toda esta aparente disquisición, con el eje de El obsceno pájaro de la noche. Y es esto: que una noche cuando yo regresaba tarde a casa, antes de casarme, me encontré con Jorge en la esquina de Providencia con el canal San Carlos. Sacó un libro, me lo mostró, dijo algunas cosas, y como tartamudeando agregó: «¿Sabías, tú, Pepe, que hay muchas personas que de cara nos encuentran parecidos? Claro que esto no te gustará nada, pero...». A mí, con mis complejos de hermano enclenque, aunque alto, de dos hermanos atléticos, no me gustó, en efecto, nada, aunque no podía ignorar esa sensibilidad, esa disolución a punto de disolverse de la cara de Jorge Sanhueza, incluso de admirar la inteligencia de esos ojitos detrás de los anteojos que siempre se resbalaban. Yo era Jorge Sanhueza; a través de nuestras relaciones paralelas aunque tan distintas con Inés Figueroa, a través de nuestro parecido físico que yo rechazaba. Yo era el Mudito: y sólo cuando Humberto Peñaloza aparece en los esquemas de El obsceno pájaro de la noche, comienza a relegarse a segundo plano la figura Inés-Jerónimo, a hacerse fantástica, como sin duda eran fabulosos Inés y Nemesio.

No quiero por ningún motivo que se desprenda de estas páginas la noción de que El obsceno pájaro de la noche es autobiográfico. Pero hay ciertos puntos de mi autobiografía que decantados, subjetivizados naturalmente, tuvieron que encontrar un camino a mi novela. Puedo agregar, también, que el grado de emoción que le producía a Humberto Peñaloza la belleza de Inés de Azcoitía, es el grado de emoción casi reverencial que me producía la extraordinaria belleza de Inés Figueroa. Sin embargo, curiosamente, no pude armar la belleza de Inés de Azcoitía con los rasgos físicos tan admirados en Inés.

 

La relación entre mis padres muestra ya la dinámica que tendrá siempre. Mi madre se siente a menudo sola, postergada por «el espacio creativo» de mi padre, que se encierra a escribir y también en sí mismo. Encuentro en un diario de ella, fechado el 9 de julio de 1968, la constatación de su amargura junto a un amor incondicional, admirativo y protector hacia él. Deja ver su angustia y desolación frente al ser que ve como tan omnipotente:

Con Pepe sería el único con quien podría hablar a fondo del problema, pero Pepe está «off bounds» envuelto en su novela, y no puede ni debe ser invadido por causas que pueden perturbarlo o distraerlo. Cómo llegar al fondo del problema, verlo, tratar de enfrentarlo... El problema que me hace beber de más y compulsivamente a veces, a odiar a Pepe, a mí misma y ahora a tomar tranquilizantes, para envolverlo todo en una nube de algodón, que lo adormece y acalla todo hasta la próxima vez.

Anoche... al saber que comeríamos «a quatre» con los Flakoll tomé mis precauciones, tomé un tranquilizante como a las cinco antes de salir y llevé otro conmigo cuidadosamente camuflado en la bolsita de mis lentes de contacto. Empezamos bien, nos mandamos a hacer anteojos y Pepe se compró una camisa azul que le sienta de maravilla. Parece que yo estaba muy guapa, lo que a veces pienso es lo único que le interesa, al menos cuando estamos con gente. Nos encontramos con nuestros amigos en el Bar Formentor, todos muy contentos de vernos, ellos encantados con la posible ilusión final de la novela de Pepe y con mil cosas que comentar. Yo, participando de la alegría general, me dejé llevar y... sin querer interrumpí a Pepe, quien me echó una de esas miradas y/o hizo uno de esos gestos que son las exteriorizaciones de nuestro problema de relaciones en y con sociedad. Se me fue el ánimo a los talones, saqué disimuladamente mi tranquilizante de la cartera y me lo tomé. Allí acabó para mí la noche, traté de no hablar más, ni que se notara demasiado el asunto (pero lo notaron y me dijeron que no dejara que esto suceda, que me imponga... No creo que pueda ni que sea lo indicado). No quiero arruinarle las salidas a los demás, ni a Pepe que la pasó muy bien. Para mí se acabó allí y entonces el placer de la salida. Y así sucede una y otra vez.

Este problema debo enfrentarlo, de alguna manera tengo que amoldarme, cambiar probable y desgraciadamente ¡... me gusta la gente, las amistades, reírme, he sido muy sociable! Quizás lo mejor sea que me resigne y conforme a que eso ha terminado. Pepe dice que yo no capto el problema, que no comprendo. Son demasiado los años... y he tratado, quizás no suficientemente, quizás envenenada o dolorida o resentida, quizás son demasiadas las veces, quizás tan conflictuados los motivos de Pepe, como él mismo lo ha reconocido algunas veces, al molestarse hasta los extremos que se molesta.

Creo que un diario me ayudará, ahora la niña llora y trataré de hacerla dormir...

La situación se complica para mi padre. Él necesita poder trabajar el año completo para concluir la novela. Saca cuentas una y otra vez; los pocos ingresos que ha tenido hasta el momento le permitirán vivir sólo hasta finales de ese año, no más.

Se presenta entonces la posibilidad de ir a la Universidad de Colorado, en Fort Collins, por un semestre a dictar un curso. La idea de ganar algún dinero lo hace decidirse a partir, dejándonos a mi madre y a mí solas en medio de esa isla española donde el sol brilla y el mar se agita contra una costa acogedora pero ajena.

Llega a Fort Collins el 10 de enero de 1969. La decepción es inmediata: encuentra todo espantoso, la atmósfera totalmente distinta a lo que imaginaba. Como muchas veces, su visión se torna radical; ve todo negro, todo repulsivo y vulgar. Se desespera, echa de menos a mi madre, al mundo construido entre los dos, su vida, su ritmo, su quietud. En su diario se ven claramente sus contradicciones en relación a mi madre, a quien oprime por un lado, pero que necesita con una dependencia bastante intensa:

He odiado a todo el mundo aquí, porque no son yo-tú, porque no te conocen, no conocen a la Pilarcita, y nuestra pequeña, pequeña vida juntos, privada. Quiero que sea tan privada, tan escondida como sea posible, esta horrible gente entra y sale de las casa de los otros todo el tiempo, no hay privacidad, intimidad. ¡Oh!, cómo los odio a todos. Es tan distinto a Iowa. Hasta el momento sólo he conocido gente mediocre. Esto está muerto, muerto, una horrible pérdida de tiempo, cuando podría estar terminando mi novela con la Guggenheim.

Lo que es más horrible aún es que vivo en una especie de lujosa fraternidad, con todos los go-go boys y niñas, que estudian cosmetología y silvicultura. Estos van a ser unos tristes y difíciles dos meses y dudo soportarlo. Nada aquí me interesa. Pensé que prácticamente me iban a recibir con una banda musical y todo, pero nadie parece saber quién soy, y parecen ignorar mi existencia. Cuál era el punto de hacerme venir desde España, si me iban a ignorar, y no me van a pagar todo lo que pensé, si mis estudiantes son sólo cinco en un curso y diecisiete en otro —éste parece mejor y se ve más interesante— y tener que estar con gente como Nick Crome, al cual detesto. Además, lo primero que hice aquí fue agarrarme un terrible resfriado. Estoy extenuado, muy deprimido, muy consciente de que esto no es lo que debería estar haciendo. Creo que venir aquí fue la peor idea que nadie ha tenido nunca. Serán meses de completa soledad.

El pueblo es todavía más feo de lo que recordaba. La gente horrible. Hay un «ugly little jewish boy» en mi clase que parece un poco diferente, más leído, más inteligente y sensitivo. Tenía que ser judío.

Sólo puedo pensar en la miseria que es estar lejos de yotú, yo-tú. Trata de mantenerme vivo en la memoria de la Pilarcita. Nunca debemos separarnos de nuevo, eso es seguro.

Durante su estadía, Carl Brant lo llama para ofrecerle un puesto de writer in residence en la Universidad de Columbia por un semestre y con un sueldo increíble. Cómo negarse, aunque se había prometido no más semestres en Estados Unidos para así volver cuanto antes junto a mi madre.

En una carta fechada el 13 de enero de 1969, le escribe:

Me horroriza traerte a New York a ti y a la niña por cuatro meses. Pero de hecho, una cosa: no voy a venir solo a América, ni a ninguna parte otra vez, sea como sea, ustedes tendrán que venir conmigo. Me doy cuenta de que sencillamente no existo si tú no estás a mi lado, me anulo. Soy desagradable con la gente, no sé mantener relaciones sociales con nadie, me apoco, me deshago, pierdo completamente el poco de seguridad en mí mismo que pueda tener y tengo que andar en cuatro patas debajo de las mesas buscando lo que queda de mi yo. Si resulta lo de Columbia y ahorrar algo de esos quince mil dólares, entonces, claro, valdría la pena. Pero si no... Claro que entonces, ¿qué haríamos una vez terminada la beca Guggenheim, en caso de que no la renovaran? Iowa estaría dispuesto a tomarme cuando sea y por el tiempo que sea. No sé. No sé. Estoy confuso y cansado. Y no teniéndote a ti aquí, a mi lado, para hablar las cosas, me parece terriblemente difícil tomar una determinación, si no imposible. Acabo de subir a ver el mailbox y no hay carta tuya. Puede ser que mañana llegue.

 

José Donoso trabaja todo el día para amortiguar la soledad; se acuesta temprano, lee y toma notas para sus clases y conferencias. El trabajo, con el campus casi vacío por esos días, es la mejor parte de su estadía. Ha releído a Borges casi entero pensando en la conferencia que va a versar sobre los elementos de juego en el autor de El Aleph, Julio Cortázar y Carlos Fuentes con alusiones a Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. Está releyendo Homo Ludens, de Huizinga, un libro maravilloso que lo tiene fascinado, y al respecto anota:

Carlos Fuentes es cómico: todo Zona sagrada, incluso el título está sacado de Huizinga. He is a fantastic borrower of ideas. Creo que mi análisis sobre Fuentes puede ser brillante con este conocimiento de Huizinga.

Su ánimo ha cambiado. Está más optimista; la primera impresión que tuvo a su llegada se ha ido disipando y el velo de oscuridad se desvanece poco a poco.

El ambiente del campus le parece «físicamente» cómico. Las chicas, bonitas pero muy pasadas de moda, no ha visto ni a Pam Piccards ni a Marna Klines. Los muchachos, en cambio, son increíbles, todos absolutamente peludísimos, de cabello largo, barbas, bigotes del modo más extraño.

La interrupción de la escritura de El obsceno pájaro de la noche lo tiene desesperado. Se siente muy ajeno a todo ese mundo:

Nadie fuera de Nick Crome me ha invitado o tendido la mano. MacMurray, del Spanish Department, me convidó a una comida el viernes para el sábado que viene... te imaginas. No lo conoces, una especie de Buster Keaton idiota.

Puede ser que con Shwartz y su mujer, judíos neoyorquinos, horribles, peludos, sensibles, cultos, tímidos, me salga una buena amistad. Podría ser. Pero miro el paisaje humano alrededor mío y todo lo demás es imposible. Para qué te digo lo que son mis alumnos del workshop... No podrías creerlo, es tan bajo el standard. Por suerte, son sólo cinco.

Relaciona, entonces, la incapacidad social que ha tenido siempre con su madre:

Ahora, lejos de mi madre, la quiero aún más y la entiendo perfectamente, y el dolor que siento al pensar en ella es obsesivo. Me siento tan cercano a ella, por primera vez en mi vida. Es tan frágil, tan cariñosa, tan poco sofisticada, y en muchos sentidos muy parecida a mí. Me veo a mí en ella de alguna manera, su apocamiento, su fragilidad, su dificultad y miedo de comunicación con todo lo que no sea su círculo inmediato y el terror de salir de él. Creo que con el tiempo me voy a poner peor y que tú, María Pilar, vas a tener que ser una especie de intérprete mío, un puente para comunicarme con el mundo, porque solo no puedo. ¿Por qué será que odio tanto a la gente? Me preocupa.

Pero luego de esos pensamientos pasa rápidamente a otra cosa, a pormenores cotidianos, y le pide a mi madre que le compre («sólo si no es un gasto horrible») un poncho para la mujer de Nick Crome, Nancy, ya que, según él, es la única persona relativamente humana por esos lados y que se ha portado divinamente con él.

Me he comprado unas camisas como la mía azul, wash and wear, para no gastar en lavandería, y Nancy Crome me deja ir a su casa a usar su máquina lavadora y ella misma me tenderá la ropa. Compré también dos pijamas drip and dry bastante monstruosos que también lavaré donde Nancy Crome. Pero el poncho, pronto, muy pronto, mira que eso me puede abrir muchas puertas, y Nancy en realidad es encantadora.

Por aquel tiempo, mi padre recibe nuevas propuestas de trabajo. Al parecer, lo de la Universidad de Columbia no era tan fantástico como esperaba, pues se trata de dos semestres en vez de uno: el primero casi sin trabajo, con diez estudiantes en creative writing y nada más, y el segundo con un load de trabajo mucho mayor, un lecture course de Latin American Civilization, y dice al respecto: which I know nothing about, but which I could study in a pinch. Además, un curso sobre literatura latinoamericana contemporánea. Cree que mejor debe contestar que no y aceptar la oferta de la Universidad de Iowa, que le resulta más seductora.

Mi abuela materna, Graciela Mendieta, viaja a Pollensa para cuidar de mi madre y ayudarla conmigo. La relación entre ellas es difícil y tensa, pero en este momento debe aceptar la ayuda, está enferma debido a unos tumores que le han descubierto en el útero. La ausencia de mi padre es cada vez más desoladora. Mi madre debe permanecer en cama mientras las hemorragias continúan. Los doctores quieren operarla cuanto antes, pero finalmente le aconsejan esperar hasta que se traslade a vivir a Barcelona, donde también podrá cuidarla mi abuela paterna, la Titi (Alicia Yáñez), que está visitando en ese momento a la tía Elenita en Alemania y llegará a Barcelona tan pronto como pueda, con tal de ayudar en caso de que la operen.

Mi padre escribe, en una carta dirigida a mi madre, el 20 de enero de 1969:

Mi mamá y mi tía Mina llegan a Barcelona a mediados de febrero. Espero que le hayas escrito a mi mamá sin falta todas las semanas, mira que está muy sentimental, aunque me escribe que ha estado muy de buenas y han salido a todas las tiendas, lo que es su mundo, y ha estado comiendo y durmiendo bien, lo que es un gran descanso para mí. Dice la tía Mina que te han comprado ollas... Las veo llegando en bicicleta desde Francfort, con cuatro pares de medias puestas y calzones largos, cargadas de ollas, pajareras, luleros, espumaderas, maniquíes, y esperándonos en nuestra casa transformada en un loquero absoluto.

Mientras la salud de mi madre empeora, el 22 de enero, en Fort Collins, mi padre empieza a sentir fuertes dolores estomacales. Deja pasar los días hasta que finalmente Nick Crome lo lleva al hospital de urgencia. Llega con una hemorragia producto de una severa úlcera que le dura seis días. Debe ser intervenido de urgencia y recibe constantes transfusiones, las cuales, en el futuro, serán el origen de una hepatitis C que le causará la muerte.

A Pollensa llegan telegramas alarmantes de parte de los encargados de la universidad:

Pepe hospitalizaded ulcer perhaps surgery doctor says he is strong enough keep you informed.

Pepe just had successful ulcer operation way to recovery no need for you to come.

In Fort Collins doctors happy Pepe unhappy will call.

Pepe’s depression temporary all’s well don’t worry.

Para evitar el dolor tras la operación, le dan altas dosis de morfina. Sobrerreacciona a esta droga con delirios y alucinaciones; se arranca las sondas y trata de lanzarse por la ventana. Ve bestias que le devoran el cuerpo, que le comen las entrañas. Cree que los médicos quieren sacarle la sangre, que lo envenenan. Son veinte días en el infierno, pero estas visiones salidas del inconsciente cerrarán, de manera definitiva, el círculo creativo de El obsceno pájaro de la noche.

En una conversación que mantuvimos años más tarde, me cuenta a raíz de esta experiencia angustiosa:

El obsceno pájaro ya existía, tenía forma pero no tenía médula. Fue una cosa muy dura para mí trabajar en la médula. ¿Cuál era el truco? ¿Qué usar? De alguna manera la locura mía durante la operación de mi úlcera me sirvió para encontrar una forma a la novela.

»Me acuerdo perfectamente de mis delirios, de los ojos verdes de la enfermera, de las cosas que yo temía que me estaban haciendo. Recuerdo el horror que me causaba el hecho de que estuvieran mandando mi sangre sana a Vietnam, para que luego me pusieran sangre enferma para que yo la purificara y la mandaran nuevamente a Vietnam para ser usada.

»Es un delirio que me ha quedado firme y estable. Mi horrorosa sensación de que estaba en una cárcel y no podía evadirme. Todos mis monstruos interiores aparecieron en esos delirios».

El posoperatorio es lento, aunque él quiere volver cuanto antes a Pollensa. Los gastos médicos han sido muchos y se da cuenta de que vuelve sin nada de lo que pensó ahorrar. Por momentos duda si quedarse un tiempo más para ganar algo de dinero, pero no sabe si puede soportar el trabajo, el contacto con los alumnos, el temor a la soledad con el debilitamiento físico y emocional en que está.

Escribe a mi madre el 11 de febrero de1969:

Más y más me sano, más y más te echo de menos, más y más estás desesperadamente lejos. Ya estoy completo, mi mente, mi razonamiento, todo: todo difícil, es cierto, todo inseguro, pero me reconozco. ¡Por Dios, las cosas que me han pasado! ¡Qué horror ha sido esta separación! ¡Qué infierno nuestra vida desde que decidimos no ir a Chile, que fue el momento en que decidimos separarnos y todo se vino abajo!

Finalmente, mi padre llega a Pollensa, con enfermera y veinticinco kilos menos. Mientras duró su ausencia, mi madre logra recobrarse y la urgencia de la operación se pospone. Ambos recuperados, mi padre se embarca en un trabajo sin descanso para terminar El obsceno pájaro de la noche.

Luis Guillermo de Perinat les presta una casa, un palacete, por tres meses, en el balneario de Comillas, en Cantabria, para que mi padre pueda escribir.

Era una casa maravillosa, rodeada de jardines repletos de hortensias azules y laberintos de boj, entre los que yo jugaba. Mi padre trabaja mientras me observa, desde su ventana, corretear entre medio de este idílico entorno.

Trabaja todo el día. Antes de la hora de almuerzo se da un descanso y baja un rato a la playa conmigo y mi madre para bañarse en el mar. Mi madre se adentra en el mar y yo la saludo desde la orilla. Pero cuando mi padre entra en el agua, yo grito como una loca, desesperada para que salga y esté a salvo. Así, a mis dos años, se inicia la relación protectora que siempre mantuve con él.

Muchos años después, comentando estos recuerdos, me dijo: «Ya entonces eras más madre mía... que yo padre tuyo».

Al atardecer volvía a interrumpir su trabajo para estar con nosotras. Al acostarse leía, desde el primer número hasta el último, la colección completa de La Esfera, revista del mundo elegante que el dueño de casa coleccionaba. Mi madre no entendía su entusiasmo por esta revista que ella consideraba «un frívolo afán». En su lado de la cama, él sonreía al leer las crónicas, mientras ella trataba de comentarle la lectura que sostenía, Eros y civilización, de Henry Marcuse, a lo que mi padre añadía de vuelta lo elegante que era tal o cual duquesa y mostraba la foto. Mi madre, desconcertada, suponía que aquello era una suerte de esquizofrenia artística.

Pero La Esfera sembró semillas en él que quedarían guardadas hasta dar frutos en Madrid, años más tarde, en su obra La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria.

En Cantabria, finalmente logra agarrar la cola de la novela, entenderla en toda su complejidad y terminarla después de siete años. Para lograrlo debió meterse dentro; él era parte de la novela. Había trabajado años sin entenderla, sin saber hasta dónde podía llegar. De pronto, todo tuvo forma y se plasmó. Me comentó una vez:

—Siempre El pájaro estuvo ahí, la tenía escrita en el ADN, y salió, le di apertura para salir a flote. Fui apilando distintos niveles a lo largo de su gestación, hasta que tenía una cantidad enorme de ellos, y no sabía bien cómo esos niveles iban a cuajar, a funcionar.

Cuando finalmente termina el libro vuelven a Pollensa. En el trayecto de vuelta, mientras mi madre conducía, ocurre algo muy mágico. Pasando ya por Guipúzcoa aparece un letrero en la vía que decía «Azcoitía». Su sorpresa fue grande, pues, según me contó, no sabía que «Azcoitía» era realmente un nombre o un apellido o un lugar; no lo conocía, ignoraba su existencia, y agrega:

—Fue una de esas cosas mágicas que me pasan a mí, fue un nombre que se me ocurrió al iniciar la escritura de El pájaro. Por ejemplo, escribí: «Cuando don Jerónimo de Azcoitía...», y me dije: ¿qué es esto? No sé por qué lo escribí.

Pero no obstante la curiosidad sobre ese pueblo que tenía «su» nombre, no quiso desviarse de la carretera y entrar. Sintió que quizás se perdería la magia.

La gestación de El obsceno pájaro de la noche fue difícil y larga, pero le dará grandes satisfacciones, principalmente el reconocimiento como «escritor». Algunos, hasta hoy, aseguran que no ha escrito nada que valga la pena fuera de su primera novela, Coronación. Carlos Droguett, aún más categórico, afirmó que mi padre ha escrito sólo una cosa que vale la pena, su cuento «Una señora». Más allá de estas lapidarias sentencias, el tiempo demostró que El obsceno pájaro de la noche es reconocida como una de las obras fundamentales del habla castellana del siglo XX.

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