miércoles, 19 de octubre de 2016

Jorge Luis Borges. HISTORIA DE LA NOCHE. (1977). POEMARIO COMPLETO.

 
HISTORIA DE LA NOCHE
  (1977)


      Inscripción*

     Por los mares azules de los atlas y por los grandes mares del mundo. Por el Támesis, por el Ródano y por el Arno. Por las raíces de un lenguaje de hierro. Por una pira sobre un promontorio del Báltico, helmum behongen. Por los noruegos que atraviesan el claro río, en alto los escudos. Por una nave de Noruega, que mis ojos no vieron. Por una vieja piedra del Althing. Por una curiosa isla de cisnes. Por un gato en Manhattan. Por Kim y por su lama escalando las rodillas de la montaña. Por el pecado de soberbia del samurái. Por el Paraíso en un muro. Por el acorde que no hemos oído, por los versos que no nos encontraron (su número es el número de la arena), por el inexplorado universo. Por la memoria de Leonor Acevedo. Por Venecia de cristal y crepúsculo.
     Por la que usted será; por la que acaso no entenderé.
     Por todas estas cosas dispares, que son tal vez, como presentía Spinoza, meras figuraciones y facetas de una sola cosa infinita, le dedico a usted este libro, María Kodama.
     J. L. B.
 Buenos Aires, 23 de agosto de 1977


  ALEJANDRÍA, 641 A.D.*

     Desde el primer Adán que vio la noche
     y el día y la figura de su mano,
     fabularon los hombres y fijaron
     en piedra o en metal o en pergamino
     cuanto ciñe la tierra o plasma el sueño.
     Aquí está su labor: la Biblioteca.
     Dicen que los volúmenes que abarca
     dejan atrás la cifra de los astros
     o de la arena del desierto. El hombre
     que quisiera agotarla perdería
     la razón y los ojos temerarios.
     Aquí la gran memoria de los siglos
     que fueron, las espadas y los héroes,
     los lacónicos símbolos del álgebra,
     el saber que sondea los planetas
     que rigen el destino, las virtudes
     de hierbas y marfiles talismánicos,
     el verso en que perdura la caricia,
     la ciencia que descifra el solitario
     laberinto de Dios, la teología,
     la alquimia que en el barro busca el oro
     y las figuraciones del idólatra.
     Declaran los infieles que si ardiera,
     ardería la historia. Se equivocan.
     Las vigilias humanas engendraron
     los infinitos libros. Si de todos
     no quedara uno solo, volverían
     a engendrar cada hoja y cada línea,
     cada trabajo y cada amor de Hércules,
     cada lección de cada manuscrito.
     En el siglo primero de la Hégira,
     yo, aquel Omar que sojuzgó a los persas
     y que impone el Islam sobre la tierra,
     ordeno a mis soldados que destruyan
     por el fuego la larga Biblioteca,
     que no perecerá. Loados sean
     Dios que no duerme y Muhammad, Su Apóstol.

  ALHAMBRA

     Grata la voz del agua
     a quien abrumaron negras arenas,
     grato a la mano cóncava
     el mármol circular de la columna,
     gratos los finos laberintos del agua
     entre los limoneros,
     grata la música del zéjel,
     grato el amor y grata la plegaria
     dirigida a un Dios que está solo,
     grato el jazmín.
     Vano el alfanje
     ante las largas lanzas de los muchos,
     vano ser el mejor.
     Grato sentir o presentir, rey doliente,
     que tus dulzuras son adioses,
     que te será negada la llave,
     que la cruz del infiel borrará la luna,
     que la tarde que miras es la última.
     Granada, 1976


  METÁFORAS DE
 «LAS MIL Y UNA NOCHES»

     La primera metáfora es el río.
     Las grandes aguas. El cristal viviente
     que guarda esas queridas maravillas
     que fueron del Islam y que son tuyas
     y mías hoy. El todopoderoso
     talismán que también es un esclavo;
     el genio confinado en la vasija
     de cobre por el sello salomónico;
     el juramento de aquel rey que entrega
     su reina de una noche a la justicia
     de la espada, la luna, que está sola;
     las manos que se lavan con ceniza;
     los viajes de Simbad, ese Odiseo
     urgido por la sed de su aventura,
     no castigado por un dios; la lámpara;
     los símbolos que anuncian a Rodrigo
     la conquista de España por los árabes;
     el simio que revela que es un hombre,
     jugando al ajedrez; el rey leproso;
     las altas caravanas; la montaña
     de piedra imán que hace estallar la nave;
     el jeque y la gacela; un orbe fluido
     de formas que varían como nubes,
     sujetas al arbitrio del Destino
     o del Azar, que son la misma cosa;
     el mendigo que puede ser un ángel
     y la caverna que se llama Sésamo.
     La segunda metáfora es la trama
     de un tapiz, que propone a la mirada
     un caos de colores y de líneas
     irresponsables, un azar y un vértigo,
     pero un orden secreto lo gobierna.
     Como aquel otro sueño, el Universo,
     el Libro de las Noches está hecho
     de cifras tutelares y de hábitos:
     los siete hermanos y los siete viajes,
     los tres cadíes y los tres deseos
     de quien miró la Noche de las Noches,
     la negra cabellera enamorada
     en que el amante ve tres noches juntas,
     los tres visires y los tres castigos,
     y encima de las otras la primera
     y última cifra del Señor; el Uno.
     La tercera metáfora es un sueño.
     Agarenos y persas lo soñaron
     en los portales del velado Oriente
     o en vergeles que ahora son del polvo
     y seguirán soñándolo los hombres
     hasta el último fin de su jornada.
     Como en la paradoja del eleata,
     el sueño se disgrega en otro sueño
     y ése en otro y en otros, que entretejen
     ociosos un ocioso laberinto.
     En el libro está el Libro. Sin saberlo,
     la reina cuenta al rey la ya olvidada
     historia de los dos. Arrebatados
     por el tumulto de anteriores magias,
     no saben quiénes son. Siguen soñando.
     La cuarta es la metáfora de un mapa
     de esa región indefinida, el Tiempo,
     de cuanto miden las graduales sombras
     y el perpetuo desgaste de los mármoles
     y los pasos de las generaciones.
     Todo. La voz y el eco, lo que miran
     las dos opuestas caras del Bifronte,
     mundos de plata y mundos de oro rojo
     y la larga vigilia de los astros.
     Dicen los árabes que nadie puede
     leer hasta el fin el Libro de las Noches.
     Las Noches son el Tiempo, el que no duerme.
     Sigue leyendo mientras muere el día
     y Shahrazad te contará tu historia.

  ALGUIEN

     Balkh Nishapur, Alejandría; no importa el nombre. Podemos imaginar un zoco, una taberna, un patio de altos miradores velados, un río que ha repetido los rostros de las generaciones. Podemos imaginar asimismo un jardín polvoriento, porque el desierto no está lejos. Se ha formado una rueda y un hombre habla. No nos es dado descifrar (los reinos y los siglos son muchos) el vago turbante, los ojos ágiles, la piel cetrina y la voz áspera que articula prodigios. Tampoco él nos ve; somos demasiados. Narra la historia del primer jeque y de la gacela o la de aquel Ulises que se apodó Es-Sindibad del Mar.
     El hombre habla y gesticula. No sabe (otros lo sabrán) que es del linaje de los confabulatores nocturni, de los rapsodas de la noche, que Alejandro Bicorne congregaba para solaz de sus vigilias. No sabe (nunca lo sabrá) que es nuestro bienhechor. Cree hablar para unos pocos y unas monedas y en un perdido ayer entreteje el Libro de las Mil y Una Noches.

  CAJA DE MÚSICA

     Música del Japón. Avaramente
     de la clepsidra se desprenden gotas
     de lenta miel o de invisible oro
     que en el tiempo repiten una trama
     eterna y frágil, misteriosa y clara.
     Temo que cada una sea la última.
     Son un ayer que vuelve. ¿De qué templo,
     de qué leve jardín en la montaña,
     de qué vigilias ante un mar que ignoro,
     de qué pudor de la melancolía,
     de qué perdida y rescatada tarde
     llegan a mí, su porvenir remoto?
     No lo sabré. No importa. En esa música
     yo soy. Yo quiero ser. Yo me desangro.

  EL TIGRE

     Iba y venía, delicado y fatal, cargado de infinita energía, del otro lado de los firmes barrotes y todos lo mirábamos. Era el tigre de esa mañana, en Palermo, y el tigre del Oriente y el tigre de Blake y de Hugo y Shere Khan, y los tigres que fueron y que serán y asimismo el tigre arquetipo, ya que el individuo, en su caso, es toda la especie. Pensamos que era sanguinario y hermoso. Norah, una niña, dijo: Está hecho para el amor.

  LEONES

     Ni el esplendor del cadencioso tigre
     ni del jaguar los signos prefijados
     ni del gato el sigilo. De la tribu
     es el menos felino, pero siempre
     ha encendido los sueños de los hombres.
     Leones en el oro y en el verso,
     en patios del Islam y en evangelios,
     vastos leones en el orbe de Hugo,
     leones de la puerta de Micenas,
     leones que Cartago crucifica.
     En el violento cobre de Durero
     las manos de Sansón lo despedazan.
     Es la mitad de la secreta esfinge
     y la mitad del grifo que en las cóncavas
     grutas custodia el oro de la sombra.
     Es uno de los símbolos de Shakespeare.
     Los hombres lo esculpieron con montañas
     y estamparon su forma en las banderas
     y lo coronan rey sobre los otros.
     Con sus ojos de sombra lo vio Milton
     emergiendo del barro el quinto día,
     desligadas las patas delanteras
     y en alto la cabeza extraordinaria.
     Resplandece en la rueda del caldeo
     y las mitologías lo prodigan.
     Un animal que se parece a un perro
     come la presa que le trae la hembra.

  ENDIMIÓN EN LATMOS

     Yo dormía en la cumbre y era hermoso
     mi cuerpo, que los años han gastado.
     Alto en la noche helénica, el centauro
     demoraba su cuádruple carrera
     para atisbar mi sueño. Me placía
     dormir para soñar y para el otro
     sueño lustral que elude la memoria
     y que nos purifica del gravamen
     de ser aquel que somos en la tierra.
     Diana, la diosa, que es también la luna,
     me veía dormir en la montaña
     y lentamente descendió a mis brazos
     oro y amor en la encendida noche.
     Yo apretaba los párpados mortales,
     yo quería no ver el rostro bello
     que mis labios de polvo profanaban.
     Yo aspiré la fragancia de la luna
     y su infinita voz dijo mi nombre.
     Oh las puras mejillas que se buscan,
     oh ríos del amor y de la noche,
     oh el beso humano y la tensión del arco.
     No sé cuánto duraron mis venturas;
     hay cosas que no miden los racimos
     ni la flor ni la nieve delicada.
     La gente me rehúye. Le da miedo
     el hombre que fue amado por la luna.
     Los años han pasado. Una zozobra
     da horror a mi vigilia. Me pregunto
     si aquel tumulto de oro en la montaña
     fue verdadero o no fue más que un sueño.
     Inútil repetirme que el recuerdo
     de ayer y un sueño son la misma cosa.
     Mi soledad recorre los comunes
     caminos de la tierra, pero siempre
     busco en la antigua noche de los númenes
     la indiferente luna, hija de Zeus.

  UN ESCOLIO

     Al cabo de veinte años de trabajos y de extraña aventura, Ulises hijo de Laertes vuelve a su Ítaca. Con la espada de hierro y con el arco ejecuta la debida venganza. Atónita hasta el miedo, Penélope no se atreve a reconocerlo y alude, para probarlo, a un secreto que comparten los dos, y sólo los dos: el de su tálamo común, que ninguno de los mortales puede mover, porque el olivo con que fue labrado lo ata a la tierra. Tal es la historia que se lee en el libro vigésimo tercero de la Odisea.
     Homero no ignoraba que las cosas deben decirse de manera indirecta. Tampoco lo ignoraban sus griegos, cuyo lenguaje natural era el mito. La fábula del tálamo que es un árbol es una suerte de metáfora. La reina supo que el desconocido era el rey cuando se vio en sus ojos, cuando sintió en su amor que la encontraba el amor de Ulises.

  NI SIQUIERA SOY POLVO

     No quiero ser quien soy. La avara suerte
     me ha deparado el siglo diecisiete,
     el polvo y la rutina de Castilla,
     las cosas repetidas, la mañana
     que, prometiendo el hoy, nos da la víspera,
     la plática del cura y del barbero,
     la soledad que va dejando el tiempo
     y una vaga sobrina analfabeta.
     Soy hombre entrado en años. Una página
     casual me reveló no usadas voces
     que me buscaban, Amadís y Urganda.
     Vendí mis tierras y compré los libros
     que historian cabalmente las empresas:
     el Grial, que recogió la sangre humana
     que el Hijo derramó para salvarnos,
     el ídolo de oro de Mahoma,
     los hierros, las almenas, las banderas
     y las operaciones de la magia.
     Cristianos caballeros recorrían
     los reinos de la tierra, vindicando
     el honor ultrajado o imponiendo
     justicia con los filos de la espada.
     Quiera Dios que un enviado restituya
     a nuestro tiempo ese ejercicio noble.
     Mis sueños lo divisan. Lo he sentido
     a veces en mi triste carne célibe.
     No sé aún su nombre. Yo, Quijano,
     seré ese paladín. Seré mi sueño.
     En esta vieja casa hay una adarga
     antigua y una hoja de Toledo
     y una lanza y los libros verdaderos
     que a mi brazo prometen la victoria.
     ¿A mi brazo? Mi cara (que no he visto)
     no proyecta una cara en el espejo.
     Ni siquiera soy polvo. Soy un sueño
     que entreteje en el sueño y la vigilia
     mi hermano y padre, el capitán Cervantes,
     que militó en los mares de Lepanto
     y supo unos latines y algo de árabe…
     Para que yo pueda soñar al otro
     cuya verde memoria será parte
     de los días del hombre, te suplico:
     Mi Dios, mi soñador, sigue soñándome.

  ISLANDIA

     Qué dicha para todos los hombres,
     Islandia de los mares, que existas.
     Islandia de la nieve silenciosa y del agua ferviente.
     Islandia de la noche que se aboveda
     sobre la vigilia y el sueño.
     Isla del día blanco que regresa,
     joven y mortal como Baldr.
     Fría rosa, isla secreta
     que fuiste la memoria de Germania
     y salvaste para nosotros
     su apagada, enterrada mitología,
     el anillo que engendra nueve anillos,
     los altos lobos de la selva de hierro
     que devorarán la luna y el sol,
     la nave que Alguien o Algo construye
     con uñas de los muertos.
     Islandia de los cráteres que esperan,
     y de las tranquilas majadas.
     Islandia de las tardes inmóviles
     y de los hombres fuertes
     que son ahora marineros y barqueros y párrocos
     y que ayer descubrieron un continente.
     Isla de los caballos de larga crin
     que engendran sobre el pasto y la lava,
     isla del agua llena de monedas
     y de no saciada esperanza.
     Islandia de la espada y de la runa,
     Islandia de la gran memoria cóncava
     que no es una nostalgia.

  GUNNAR THORGILSSON
  (1816-1879)

     La memoria del tiempo
     está llena de espadas y de naves
     y de polvo de imperios
     y de rumor de hexámetros
     y de altos caballos de guerra
     y de clamores y de Shakespeare.
     Yo quiero recordar aquel beso
     con el que me besabas en Islandia.

  UN LIBRO

     Apenas una cosa entre las cosas
     pero también un arma. Fue forjada
     en Inglaterra, en 1604,
     y la cargaron con un sueño. Encierra
     sonido y furia y noche y escarlata.
     Mi palma la sopesa. Quién diría
     que contiene el infierno: las barbadas
     brujas que son las parcas, los puñales
     que ejecutan las leyes de la sombra,
     el aire delicado del castillo
     que te verá morir, la delicada
     mano capaz de ensangrentar los mares,
     la espada y el clamor de la batalla.
     Ese tumulto silencioso duerme
     en el ámbito de uno de los libros
     del tranquilo anaquel. Duerme y espera.

  EL JUEGO

     No se miraban. En la penumbra compartida los dos estaban serios y silenciosos.
     Él le había tomado la mano izquierda y le quitaba y le ponía el anillo de marfil y el anillo de plata.
     Luego le tomó la mano derecha y le quitó y le puso los dos anillos de plata y el anillo de oro con piedras duras.
     Ella tendía alternativamente las manos.
     Esto duró algún tiempo. Fueron entrelazando los dedos y juntando las palmas.
     Procedían con lenta delicadeza, como si temieran equivocarse.
     No sabían que era necesario aquel juego para que determinada cosa ocurriera, en el porvenir, en determinada región.

  MILONGA DEL FORASTERO

     La historia corre pareja,
     la historia siempre es igual;
     la cuentan en Buenos Aires
     y en la campaña oriental.
     Siempre son dos los que tallan,
     un propio y un forastero;
     siempre es de tarde. En la tarde
     está luciendo el lucero.
     Nunca se han visto la cara,
     no se volverán a ver;
     no se disputan haberes
     ni el favor de una mujer.
     Al forastero le han dicho
     que en el pago hay un valiente.
     Para probarlo ha venido
     y lo busca entre la gente.
     Lo convida de buen modo,
     no alza la voz ni amenaza;
     se entienden y van saliendo
     para no ofender la casa.
     Ya se cruzan los puñales,
     ya se enredó la madeja,
     ya quedó tendido un hombre
     que muere y que no se queja.
     Sólo esa tarde se vieron.
     No se volverán a ver;
     no los movió la codicia
     ni el amor de una mujer.
     No vale ser el más diestro,
     no vale ser el más fuerte;
     siempre el que muere es aquel
     que vino a buscar la muerte.
     Para esa prueba vivieron
     toda su vida esos hombres;
     ya se han borrado las caras,
     ya se borrarán los nombres.

  EL CONDENADO

     Una de las dos calles que se cruzan puede ser Andes o San Juan o Bermejo; lo mismo da. En el inmóvil atardecer Ezequiel Tabares espera. Desde la esquina puede vigilar, sin que nadie lo note, el portón abierto del conventillo, que queda a media cuadra. No se impacienta, pero a veces cambia de acera y entra en el solitario almacén, donde el mismo dependiente le sirve la misma ginebra, que no le quema la garganta y por la que deja unos cobres. Después, vuelve a su puesto. Sabe que el Chengo no tardará mucho en salir, el Chengo que le quitó la Matilde. Con la mano derecha roza el bultito del puñal que carga en la sisa, bajo el saco cruzado. Hace tiempo que no se acuerda de la mujer; sólo piensa en el otro. Siente la modesta presencia de las manzanas bajas: las ventanas de reja, las azoteas, los patios de baldosa o de tierra. El hombre sigue viendo esas cosas. Sin que lo sepa, Buenos Aires ha crecido a su alrededor como una planta que hace ruido. No ve –le está vedado ver– las casas nuevas y los grandes ómnibus torpes. La gente lo atraviesa y él no lo sabe. Tampoco sabe que padece castigo. El odio lo colma.
     Hoy, 13 de junio de 1977, los dedos de la mano derecha del compadrito muerto Ezequiel Tabares, condenado a ciertos minutos de 1890, rozan en un eterno atardecer un puñal imposible.

  BUENOS AIRES, 1899

     El aljibe. En el fondo la tortuga.
     Sobre el patio la vaga astronomía
     del niño. La heredada platería
     que se espeja en el ébano. La fuga
     del tiempo, que al principio nunca pasa.
     Un sable que ha servido en el desierto.
     Un grave rostro militar y muerto.
     El húmedo zaguán. La vieja casa.
     En el patio que fue de los esclavos
     la sombra de la parra se aboveda.
     Silba un trasnochador por la vereda.
     En la alcancía duermen los centavos.
     Nada. Sólo esa pobre medianía
     que buscan el olvido y la elegía.

  EL CABALLO*

     La llanura que espera desde el principio. Más allá de los últimos durazneros, junto a las aguas, un gran caballo blanco de ojos dormidos parece llenar la mañana. El cuello arqueado, como en una lámina persa, y la crin y la cola arremolinadas. Es recto y firme y está hecho de largas curvas. Recuerdo la curiosa línea de Chaucer: a very horsely horse. No hay con qué compararlo y no está cerca, pero se sabe que es muy alto.
     Nada, salvo ya el mediodía.
     Aquí y ahora está el caballo, pero algo distinto hay en él, porque también es un caballo en un sueño de Alejandro de Macedonia.

  EL GRABADO

     ¿Por qué al hacer girar la cerradura,
     vuelve a mis ojos con asombro antiguo
     el grabado de un tártaro que enlaza
     desde el caballo un lobo de la estepa?
     La fiera se revuelve eternamente.
     El jinete la mira. La memoria
     me concede esta lámina de un libro
     cuyo color y cuyo idioma ignoro.
     Muchos años hará que no la veo.
     A veces me da miedo la memoria.
     En sus cóncavas grutas y palacios
     (dijo san Agustín) hay tantas cosas.
     El infierno y el cielo están en ella.
     Para el primero basta lo que encierra
     el más común y tenue de tus días
     y cualquier pesadilla de tu noche;
     para el otro, el amor de los que aman,
     la frescura del agua en la garganta
     de la sed, la razón y su ejercicio,
     la tersura del ébano invariable
     o –luna y sombra– el oro de Virgilio.

  THINGS THAT
 MIGHT HAVE BEEN

     Pienso en las cosas que pudieron ser y no fueron.
     El tratado de mitología sajona que Beda no escribió.
     La obra inconcebible que a Dante le fue dado acaso entrever,
     ya corregido el último verso de la Comedia.
     La historia sin la tarde de la Cruz y la tarde de la cicuta.
     La historia sin el rostro de Helena.
     El hombre sin los ojos, que nos han deparado la luna.
     En las tres jornadas de Gettysburg la victoria del Sur.
     El amor que no compartimos.
     El dilatado imperio que los Vikings no quisieron fundar.
     El orbe sin la rueda o sin la rosa.
     El juicio de John Donne sobre Shakespeare.
     El otro cuerno del Unicornio.
     El ave fabulosa de Irlanda, que está en dos lugares a un tiempo.
     El hijo que no tuve.

  EL ENAMORADO

     Lunas, marfiles, instrumentos, rosas,
     lámparas y la línea de Durero,
     las nueve cifras y el cambiante cero,
     debo fingir que existen esas cosas.
     Debo fingir que en el pasado fueron
     Persépolis y Roma y que una arena
     sutil midió la suerte de la almena
     que los siglos de hierro deshicieron.
     Debo fingir las armas y la pira
     de la epopeya y los pesados mares
     que roen de la tierra los pilares.
     Debo fingir que hay otros. Es mentira.
     Sólo tú eres. Tú, mi desventura
     y mi ventura, inagotable y pura.

  G. A. BÜRGER

     No acabo de entender
     por qué me afectan de este modo las cosas
     que le sucedieron a Bürger
     (sus dos fechas están en la enciclopedia)
     en una de las ciudades de la llanura,
     junto al río que tiene una sola margen
     en la que crece la palmera, no el pino.
     Al igual de todos los hombres,
     dijo y oyó mentiras,
     fue traicionado y fue traidor,
     agonizó de amor muchas veces
     y, tras la noche del insomnio,
     vio los cristales grises del alba,
     pero mereció la gran voz de Shakespeare
     (en la que están las otras)
     y la de Angelus Silesius de Breslau
     y con falso descuido limó algún verso,
     en el estilo de su época.
     Sabía que el presente no es otra cosa
     que una partícula fugaz del pasado
     y que estamos hechos de olvido:
     sabiduría tan inútil
     como los corolarios de Spinoza
     o las magias del miedo.
     En la ciudad junto al río inmóvil,
     unos dos mil años después de la muerte de un dios
     (la historia que refiero es antigua),
     Bürger está solo y ahora,
     precisamente ahora, lima unos versos.

  LA ESPERA

     Antes que suene el presuroso timbre
     y abran la puerta y entres, oh esperada
     por la ansiedad, el universo tiene
     que haber ejecutado una infinita
     serie de actos concretos. Nadie puede
     computar ese vértigo, la cifra
     de lo que multiplican los espejos,
     de sombras que se alargan y regresan,
     de pasos que divergen y convergen.
     La arena no sabría numerarlos.
     (En mi pecho, el reloj de sangre mide
     el temeroso tiempo de la espera.)
     Antes que llegues,
     un monje tiene que soñar con un ancla,
     un tigre tiene que morir en Sumatra,
     nueve hombres tienen que morir en Borneo.

  EL ESPEJO

     Yo, de niño, temía que el espejo
     me mostrara otra cara o una ciega
     máscara impersonal que ocultaría
     algo sin duda atroz. Temí asimismo
     que el silencioso tiempo del espejo
     se desviara del curso cotidiano
     de las horas del hombre y hospedara
     en su vago confín imaginario
     seres y formas y colores nuevos.
     (A nadie se lo dije; el niño es tímido.)
     Yo temo ahora que el espejo encierre
     el verdadero rostro de mi alma,
     lastimada de sombras y de culpas,
     el que Dios ve y acaso ven los hombres.

  A FRANCIA

     El frontispicio del castillo advertía:
     Ya estabas aquí antes de entrar
     y cuando salgas no sabrás que te quedas.
     Diderot narra la parábola. En ella están mis días,
     mis muchos días.
     Me desviaron otros amores
     y la erudición vagabunda,
     pero no dejé nunca de estar en Francia
     y estaré en Francia cuando la grata muerte me llame
     en un lugar de Buenos Aires.
     No diré la tarde y la luna; diré Verlaine.
     No diré el mar y la cosmogonía; diré el nombre de Hugo.
     No la amistad, sino Montaigne.
     No diré el fuego; diré Juana,
     y las sombras que evoco no disminuyen
     una serie infinita.
     ¿Con qué verso entraste en mi vida
     como aquel juglar del Bastardo
     que entró cantando en la batalla,
     que entró cantando la Chanson de Roland
     y no vio el fin, pero presintió la victoria?
     La firme voz rueda de siglo en siglo
     y todas las espadas son Durendal.

  MANUEL PEYROU

     Suyo fue el ejercicio generoso
     de la amistad genial. Era el hermano
     a quien podemos, en la hora adversa,
     confiarle todo o, sin decirle nada,
     dejarle adivinar lo que no quiere
     confesar el orgullo. Agradecía
     la variedad del orbe, los enigmas
     de la curiosa condición humana,
     el azul del tabaco pensativo,
     los diálogos que lindan con el alba,
     el ajedrez heráldico y abstracto,
     los arabescos del azar, los gratos
     sabores de las frutas y las aves,
     el café insomne y el propicio vino
     que conmemora y une. Un verso de Hugo
     podía arrebatarlo. Yo lo he visto.
     La nostalgia fue un hábito de su alma.
     Le placía vivir en lo perdido,
     en la mitología cuchillera
     de una esquina del Sur o de Palermo
     o en tierras que a los ojos de su carne
     fueron vedadas: la madura Francia
     y América del rifle y de la aurora.
     En la vasta mañana se entregaba
     a la invención de fábulas que el tiempo
     no dejará caer y que conjugan
     aquella valentía que hemos sido
     y el amargo sabor de lo presente.
     Luego fue declinando y apagándose.
     Esta página no es una elegía.
     No dije ni las lágrimas ni el mármol
     que prescriben los cánones retóricos.
     Atardece en los vidrios. Llanamente
     hemos hablado de un querido amigo
     que no puede morir. Que no se ha muerto.

  THE THING I AM*

     He olvidado mi nombre. No soy Borges
     (Borges murió en La Verde, ante las balas)
     ni Acevedo, soñando una batalla,
     ni mi padre, inclinado sobre el libro
     o aceptando la muerte en la mañana,
     ni Haslam, descifrando los versículos
     de la Escritura, lejos de Northumberland,
     ni Suárez, de la carga de las lanzas.
     Soy apenas la sombra que proyectan
     esas íntimas sombras intrincadas.
     Soy su memoria, pero soy el otro
     que estuvo, como Dante y como todos
     los hombres, en el raro Paraíso
     y en los muchos Infiernos necesarios.
     Soy la carne y la cara que no veo.
     Soy al cabo del día el resignado
     que dispone de un modo algo distinto
     las voces de la lengua castellana
     para narrar las fábulas que agotan
     lo que se llama la literatura.
     Soy el que hojeaba las enciclopedias,
     el tardío escolar de sienes blancas
     o grises, prisionero de una casa
     llena de libros que no tienen letras
     que en la penumbra escande un temeroso
     hexámetro aprendido junto al Ródano,
     el que quiere salvar un orbe que huye
     del fuego y de las aguas de la Ira
     con un poco de Fedro y de Virgilio.
     El pasado me acosa con imágenes.
     Soy la brusca memoria de la esfera
     de Magdeburgo o de dos letras rúnicas
     o de un dístico de Angelus Silesius.
     Soy el que no conoce otro consuelo
     que recordar el tiempo de la dicha.
     Soy a veces la dicha inmerecida.
     Soy el que sabe que no es más que un eco,
     el que quiere morir enteramente.
     Soy acaso el que eres en el sueño.
     Soy la cosa que soy. Lo dijo Shakespeare.
     Soy lo que sobrevive a los cobardes
     y a los fatuos que ha sido.

  UN SÁBADO

     Un hombre ciego en una casa hueca
     fatiga ciertos limitados rumbos
     y toca las paredes que se alargan
     y el cristal de las puertas interiores
     y los ásperos lomos de los libros
     vedados a su amor y la apagada
     platería que fue de los mayores
     y los grifos del agua y las molduras
     y unas vagas monedas y la llave.
     Está solo y no hay nadie en el espejo.
     Ir y venir. La mano roza el borde
     del primer anaquel. Sin proponérselo,
     se ha tendido en la cama solitaria
     y siente que los actos que ejecuta
     interminablemente en su crepúsculo
     obedecen a un juego que no entiende
     y que dirige un dios indescifrable.
     En voz alta repite y cadenciosa
     fragmentos de los clásicos y ensaya
     variaciones de verbos y de epítetos
     y bien o mal escribe este poema.

  LAS CAUSAS*

     Los ponientes y las generaciones.
     Los días y ninguno fue el primero.
     La frescura del agua en la garganta
     de Adán. El ordenado Paraíso.
     El ojo descifrando la tiniebla.
     El amor de los lobos en el alba.
     La palabra. El hexámetro. El espejo.
     La Torre de Babel y la soberbia.
     La luna que miraban los caldeos.
     Las arenas innúmeras del Ganges.
     Chuang-Tzu y la mariposa que lo sueña.
     Las manzanas de oro de las islas.
     Los pasos del errante laberinto.
     El infinito lienzo de Penélope.
     El tiempo circular de los estoicos.
     La moneda en la boca del que ha muerto.
     El peso de la espada en la balanza.
     Cada gota de agua en la clepsidra.
     Las águilas, los fastos, las legiones.
     César en la mañana de Farsalia.
     La sombra de las cruces en la tierra.
     El ajedrez y el álgebra del persa.
     Los rastros de las largas migraciones.
     La conquista de reinos por la espada.
     La brújula incesante. El mar abierto.
     El eco del reloj en la memoria.
     El rey ajusticiado por el hacha.
     El polvo incalculable que fue ejércitos.
     La voz del ruiseñor en Dinamarca.
     La escrupulosa línea del calígrafo.
     El rostro del suicida en el espejo.
     El naipe del tahúr. El oro ávido.
     Las formas de la nube en el desierto.
     Cada arabesco del calidoscopio.
     Cada remordimiento y cada lágrima.
     Se precisaron todas esas cosas
     para que nuestras manos se encontraran.

  ADÁN ES TU CENIZA

     La espada morirá como el racimo.
     El cristal no es más frágil que la roca.
     Las cosas son su porvenir de polvo.
     El hierro es el orín. La voz, el eco.
     Adán, el joven padre, es tu ceniza.
     El último jardín será el primero.
     El ruiseñor y Píndaro son voces.
     La aurora es el reflejo del ocaso.
     El micenio, la máscara de oro.
     El alto muro, la ultrajada ruina.
     Urquiza, lo que dejan los puñales.
     El rostro que se mira en el espejo
     no es el de ayer. La noche lo ha gastado.
     El delicado tiempo nos modela.
     Qué dicha ser el agua invulnerable
     que corre en la parábola de Heráclito
     o el intrincado fuego, pero ahora,
     en este largo día que no pasa,
     me siento duradero y desvalido.

  HISTORIA DE LA NOCHE

     A lo largo de sus generaciones
     los hombres erigieron la noche.
     En el principio era ceguera y sueño
     y espinas que laceran el pie desnudo
     y temor de los lobos.
     Nunca sabremos quién forjó la palabra
     para el intervalo de sombra
     que divide los dos crepúsculos;
     nunca sabremos en qué siglo fue cifra
     del espacio de estrellas.
     Otros engendraron el mito.
     La hicieron madre de las Parcas tranquilas
     que tejen el destino
     y le sacrificaban ovejas negras
     y el gallo que presagia su fin.
     Doce casas le dieron los caldeos;
     infinitos mundos, el Pórtico.
     Hexámetros latinos la modelaron
     y el terror de Pascal.
     Luis de León vio en ella la patria
     de su alma estremecida.
     Ahora la sentimos inagotable
     como un antiguo vino
     y nadie puede contemplarla sin vértigo
     y el tiempo la ha cargado de eternidad.
     Y pensar que no existiría
     sin esos tenues instrumentos, los ojos.

  EPÍLOGO

     Un hecho cualquiera –una observación, una despedida, un encuentro, uno de esos curiosos arabescos en que se complace el azar– puede suscitar la emoción estética. La suerte del poeta es proyectar esa emoción, que fue íntima, en una fábula o en una cadencia. La materia de que dispone, el lenguaje, es, como afirma Stevenson, absurdamente inadecuada. ¿Qué hacer con las gastadas palabras –con los idola fori de Francis Bacon– y con algunos artificios retóricos que están en los manuales? A primera vista, nada o muy poco. Sin embargo, basta una página del propio Stevenson o una línea de Séneca para demostrar que la empresa no siempre es imposible. Para eludir la controversia he elegido ejemplos pretéritos; dejo al lector el vasto pasatiempo de buscar otras felicidades, quizá más inmediatas.
     Un volumen de versos no es otra cosa que una sucesión de ejercicios mágicos. El modesto hechicero hace lo que puede con sus modestos medios. Una connotación desdichada, un acento erróneo, un matiz, pueden quebrar el conjuro. Whitehead ha denunciado la falacia del diccionario perfecto: suponer que para cada cosa hay una palabra. Trabajamos a tientas. El universo es fluido y cambiante; el lenguaje, rígido.
     De cuantos libros he publicado, el más íntimo es éste. Abunda en referencias librescas; también abundó en ellas Montaigne, inventor de la intimidad. Cabe decir lo mismo de Robert Burton, cuya inagotable Anatomy of Melancholy –una de las obras más personales de la literatura– es una suerte de centón que no se concibe sin largos anaqueles. Como ciertas ciudades, como ciertas personas, una parte muy grata de mi destino fueron los libros. ¿Me será permitido repetir que la biblioteca de mi padre ha sido el hecho capital de mi vida? La verdad es que nunca he salido de ella, como no salió nunca de la suya Alonso Quijano.
     J. L. B.
 Buenos Aires, 7 de octubre de 1977


  *NOTAS

     *Inscripción. «Helmum behongen» (Beowulf, verso 3.139) quiere decir en anglosajón «exornada de yelmos».
     *Alejandría, 641 A.D. Omar, contra toda verosimilitud, habla de los trabajos de Hércules. No sé si cabe recordar que es una proyección del autor. La verdadera fecha es 1976, no el primer siglo de la Hégira.
     *El caballo. Debo corregir una cita. Chaucer («The Squieres Tale», 194) escribió:
     Therwith so horsly, and so quik of yë.
     *The Thing I Am. Parolles, personaje subalterno de All’s Well That Ends Well, sufre una humillación. Súbitamente lo ilumina la luz de Shakespeare y dice las palabras:
               Captain I’ll be no more
     But I will eat and drink and sleep as soft
     As captain shall. Simply the thing I am
     Shall make me live.
     En el verso penúltimo se oye el eco del tremendo nombre Soy El Que Soy, que en la versión inglesa se lee I am that I am (Buber entiende que se trata de una evasiva del Señor urdida para no entregar su verdadero y secreto nombre a Moisés). Swift, en las vísperas de su muerte, erraba loco y solo de habitación en habitación, repitiendo «I am that I am». Como el Creador, la criatura es lo que es, siquiera de manera adjetiva.
     *Las causas. Unos quinientos años antes de la Era Cristiana, alguien escribió: «Chuang-Tzu soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre».

Fuente:
EMECÉ EDITORES.

2 comentarios:

  1. gracias hermano, me has salvado con esta joya.

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  2. Primera cosa que leo de Borges. Me gustó especialmente la cadencia suave de su poesía, la forma natural con que la baña su conocimiento enciclopédico. Me resulta buena motivación para leer más-

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