Me siento como un sonámbulo; es como si vida y ficción se mezclaran. De tanto escribir, he convertido mi vida en la de una sombra; ya no tengo la sensación de desplazarme sobre la tierra, sino de flotar ingrávido en una atmósfera que no se compone de aire, sino de tinieblas. Si la luz penetra en ellas, caeré al suelo y me aplastaré.
AUGUST STRINDBERG, Correspondencia
PRÓLOGO
En el punto de partida de mi aventura hubo un libro: Un dique contra el Pacífico. Lo descubrí entre los cansados volúmenes de lo que sería exagerado llamar la «biblioteca» de una casa alquilada para veranear. Ese libro no había merecido mejor trato que las novelas de quiosco de estación que había por allí, quemadas por el sol de la playa o descoloridas por los chubascos de las noches al raso.
No me resultó difícil, evidentemente, elegirlo. Pero siempre he tenido la sensación de que, de hecho, me estaba esperando. Acababa de pasar aquel verano por una de esas pruebas personales de las que una cree que jamás podrá reponerse. Puedo dar fe de que un libro, al sustituir mi tiempo con el suyo e introducir el orden de su relato en el caos de mi vida, me ayudó a recuperar el aliento y a encarar el porvenir. La salvaje determinación y la comprensión del amor manifestadas por la muchacha de El Dique tuvieron, indudablemente, su importancia, y, de vuelta en París, escribí a Marguerite Duras. Hace de eso quince años. A los dos días de haber enviado mi carta a la rue Saint-Benoît, Marguerite me telefoneó. Quería verme. Para charlar, dijo.
Vacilé, tengo que confesarlo, antes de decidirme a conocerla. Lo que un libro puede dar, la relación con su autor, ya se sabe, puede quitarlo... Y también, más que nada, porque Marguerite Duras agrupaba en aquel entonces a su alrededor a todo un mundillo de incondicionales, celosos propagandistas de una doxa en la que, a todas luces, se echaba a perder la verdad de una obra en beneficio de una complaciente hagiografía que ella misma alentaba. Así pues, como muchas de mis contemporáneas, conocía poco el mundo de Marguerite Duras.
Imágenes de una India llena de cochambre se confundían con las de aldeas de Indochina al anochecer. Eso era para mí Duras entonces, la evocación de ese breve momento que concluye el día, cuando las asperezas del mundo se difuminan en la luz grisácea del crepúsculo, cuando el temor y la violencia parecen desarmados, pero siguen rondando en la penumbra. A esa hora, entre dos luces, todo está permitido. Las blancas arañas de las grandes mansiones coloniales todavía no están encendidas y las tinieblas aún no son lo bastante profundas para tragarse a los vagabundos y a los profetas de la desdicha. A esa hora, las niñas buenas no han de andar por las calles. A esa hora, una vez, hace mucho tiempo, una niña pequeña, tan pequeña que ni siquiera sabía que infringía la ley materna, salió de casa, y, a sus espaldas, en la oscuridad, surgió una mendiga vociferante. La niña pequeña corrió y corrió.
Nunca, desde entonces, recuperó el aliento. Hasta una época muy tardía de su vida, aquellos gritos no dejaron de resonar en su memoria. No las tenía todas conmigo cuando llamé al timbre de la rue Saint-Benoît. No sabía nada, en realidad, de Duras, pero me imponía. Su lenguaje, su estilo, sus arrebatos habían contribuido a crear una leyenda Duras en la que no se sabía muy bien dónde acababa la admiración por la escritora y dónde empezaba la curiosidad algo malsana por el personaje. Tuve que reconocer para mí que estaba del todo equivocada. Marguerite me abrió la puerta, me hizo pasar a la cocina, preparó café. Una alegría que se le salía por los ojos: ésa fue mi primera impresión. Una energía colosal, risueña. Una impresión corroborada en el transcurso de mi labor de investigación: sus amigos más allegados, escalonados a lo largo de sus diferentes vidas (pues tuvo varias, con amigos diferentes, opciones de escritura contrastadas, creencias ideológicas diversas meticulosamente separadas), dicen todos al evocar su recuerdo: lo que queda de Marguerite es su risa.
La risa maliciosa, infantil, la risa comunicativa de la amistad, la risa de la burla, a veces incluso de la maldad. Marguerite se reía de todo, de todas y de todos, y, ocasionalmente, de sí misma. Aquel día también rió mucho hablando de su infancia, de su hermano pequeño, comentando las fotografías que colgaban junto al espejo. Recuerdo que habló asimismo de su madre y de sus aventuras con su hijo. Seguimos viéndonos ocasionalmente. Y, sobre todo, nos llamábamos por teléfono. Marguerite era especialista en llamar a altas horas de la noche. Cada vez que publicaba un libro, se ponía ansiosa como una niña y reclamaba torpe o perentoriamente que le dieras tu opinión. La enfermedad nos separó. Se replegó sobre sí misma, cuidada, protegida por un hombre que la amaba. Nunca fui una amiga, sino más bien alguien que le «caía bien» –son sus propias palabras–, alguien con quien le gustaba hablar de vez en cuando de todo y de nada, tanto de cine como de cocina, de literatura, de moda, de asuntos varios, de política amigablemente, sin pretensiones, situadas las dos en ese lado inconcreto y amable de la conversación. Le gustaban los niños con locura. Mi hija Léa nació con el cabello negro y los ojos azules al día siguiente de la publicación de su libro Los ojos azules, pelo negro.
Lo consideró un presagio. Luego el tiempo fue deshilachando nuestras relaciones sin llegar nunca a romperlas. Con el éxito de El amante cayó en la trampa de la celebridad. Ya nunca volvió a hablar como antes; se imitaba, hablaba de sí misma en tercera persona sin darse cuenta de que estaba sirviendo en bandeja a sus detractores sus mejores argumentos. Incontables eran los que se burlaban de ella y habían dejado de leerla, en el supuesto de que alguna vez la hubieran leído. ¡Qué más daba! Encarnaba la efigie patética de una intelligentsia grotesca y decadente. Tras la temporada de adoración, llegó la hora en que lo que estaba bien visto era poner a Duras en la picota. La enfermedad, una vez más, la alejó de los demás, pero no de sí misma, es decir, de su deseo de escribir. Sus primeras palabras, al despertar de un coma de nueve meses, fueron para pedir que se introdujeran unas correcciones en las páginas del manuscrito que había dejado interrumpido.
Ella, la niñita educada en las escuelas francesas de Indochina, donde la enseñanza se impartía en vietnamita y en francés, seguía estando, en el crepúsculo de su vida, profundamente orgullosa de haber alcanzado unas calificaciones excepcionales en el certificado escolar. «Fui la primera de toda Indochina», me confió, muy seria, todavía con el brillo orgulloso de la infancia en la mirada. «¿Te das cuenta? La gente se preguntaba: pero ¿de dónde sale esta niña?» Aquella niña salvaje y delgaducha que las burguesas de Saigón mostraban envidiosas a sus hijos, por sus brillantes éxitos en ortografía y en gramática, nunca dejó, después, progresivamente, de maltratar la lengua francesa, de trastocar sus reglas, de inventar con ello un mundo donde las palabras y el lugar que ocupan en la frase conducen de la forma más rápida, y aparentemente más sencilla, a la pureza del sentido. Hay un lenguaje Duras. Que a menudo habla dentro de nosotros y, a veces, secretamente, para nosotros. En cualquier caso, es la impresión que da. Con Duras –cine y literatura indistintamente– el mirónlector es rey. Le hace sentir emociones, unas emociones sustraídas, en lo esencial, a lo prohibido y a las sensaciones fuertes que extrae de las zonas más secretas, más oscuras. Se le ha reprochado mucho su egotismo, su narcisismo, su devorador amor por sí misma. Desde la publicación de su primer libro, Marguerite Duras creyó en su propio talento.
Muy pronto, se consideró un genio. Erigió su propia estatua. Durante los últimos veinte años de su vida, se refería a sí misma llamándose Duras. Ya no sabía muy bien quiénes eran ella y aquella tal Duras que escribía. Obligada a releerse, anota, en el margen de una libreta inédita, poco antes de morir, con su escritura fina, diminuta y apretada: «¿Esto es Duras?» «No parece Duras en absoluto.» ¿Quién era realmente Marguerite Duras? La maliciosa Marguerite, que tantas caretas adoptó, y que se las ingenió, con el paso de los años, para borrar pistas y ocultar determinados episodios de su vida. Experta en autobiografía, profesional de la confesión, consiguió hacernos creer en sus propios embustes. Marguerite Duras, en los últimos años de su vida, creía más en la existencia de los personajes de sus novelas que en la de los amantes y amigos que la acompañaron. En su caso, hasta el término mismo de verdad ha de ponerse en entredicho y la realidad es tan movediza que se vuelve inasible. Como una de sus heroínas predilectas, Emily L., Marguerite Duras vivía en un barco. A su alrededor, rugía la tempestad.
Todo se tambalea, en efecto, cuando se intenta descubrir quién era. Los únicos momentos de calma son aquellos en que escribe. Al fin, se confunde consigo misma: «Sé que, cuando escribo, pasan cosas. Dejo que actúe dentro de mí algo que, sin duda, procede de la feminidad [...] es como si regresara a un territorio salvaje.»1 * Hay, por un lado, la vida de Marguerite Duras tal como la vivió y, por el otro, la que contó. ¿Cómo distinguir la verdad de la ficción, de los embustes? Quiso, con el paso del tiempo, reconstruir su vida a través de la escritura y hacer suya esa biografía. Este libro tratará de desenredar las diferentes versiones, y de confrontarlas sin tener la pretensión de decir la verdad sobre un personaje al que tanto le gustaba ocultarse.
Tratará de iluminar las zonas oscuras que la propia Duras escenificó con tanto talento: su relación con el muchacho chino al final de la infancia, su actitud durante la guerra y en el momento de la Liberación, sus pasiones amorosas, literarias y políticas. Pues la vida de Marguerite Duras es también la de un vástago de este siglo, la de una mujer profundamente comprometida con su tiempo y que asumió sus principales luchas. En un cuaderno íntimo encontrado después de su muerte, en una hoja suelta, escribió: «Si alguien dice que no le gustan sus propios libros, suponiendo que se dé ese caso, ha de ser porque no ha superado la atracción de la humillación [...] Me gustan mis libros. Me interesan. Las personas de mis libros son las de mi vida.» Marguerite Duras no recordaba cuándo había decidido ser escritora. Era algo que se perdía en la noche de los tiempos, solía decir; pero sin duda ocurrió hacia el final de la infancia. «Nunca he escrito creyendo hacerlo, nunca he amado creyendo amar, nunca he hecho nada salvo esperar delante de la puerta cerrada.» Hay que tomarse al pie de la letra estas frases de El amante. Las puertas permanecerán cerradas para la biógrafa.
Cuando pregunté a Marguerite Duras, en otoño de 1992, si aceptaba que escribiera su biografía, se encogió de hombros, me remitió a sus libros, me ofreció un café y luego me habló de otra cosa: en concreto, de política. En aquella época, estaba a punto de salir un libro sobre ella2 y Marguerite trataba de retrasar su publicación. Hasta más tarde no comprendí el porqué de la rabia y la furia que la embargaban. No soportaba que hurgaran en su vida, aborrecía, por principio, la idea de que otra persona escribiera sobre ella. No era casual que hubiera disimulado con tanto arte algunos episodios de su trayectoria vital. Prohibida la entrada, por lo tanto. Había construido su propio personaje con tanta paciencia, que comprendí que era inútil esperar conseguir su beneplácito. Seguí sus consejos. Compré sus primeros libros. La lectura de la obra siguiendo el orden cronológico planteaba muchos problemas, tanto de orden biográfico como literario. Volví a verla. Tantas preguntas se me agolpaban en la mente, que me quedé sin palabras.
Pero ella empezó a hablar aquella tarde. Me enseñó una fotografía de su hermano pequeño, que tenía colgada encima de su mesa de trabajo, y luego retrocedió, lejos, muy lejos, en el tiempo... Con su voz ronca e inimitable, con su lenguaje entrecortado, me habló de Indochina, de su infancia, de las traiciones que había soportado a lo largo de su vida y, más que nada, del miedo, de ese miedo que jamás la abandonó. Marguerite Duras sufrió mucho en el transcurso de su infancia y de su adolescencia. Tal vez tanto sufrimiento explique su capacidad de sublevarse. Jamás dejó de ser una mujer sublevada, indignada, una apasionada de la libertad. Libertad política, pero también libertad sexual. Pues si fue, por descontado, la escritora del amor, también fue una militante de la causa feminista y una abogada enfervorizada del placer femenino. Reivindicó sin desmayo el derecho al goce y fue, a lo largo de toda su vida, una gran amante. Le gustaba hacer el amor y supo exaltar la fuerza del amor, el goce, el abandono, la exaltación del amor. Y asimismo exploró sus límites y vampirizó sus energías: la búsqueda de lo absoluto como búsqueda del placer. Solía decir que no podía evitarlo, que había nacido para eso. Recuérdese El amante: «Tenía dentro de mí el lugar del deseo, a los quince años estaba hecha para el placer, pero no lo conocía.» Duras seguirá a merced del deseo hasta su muerte. El deseo fue su línea de conducta. No dejar jamás que se escape, aun a costa de renuncias, o de grandes sufrimientos. «No se trataba de despertar el deseo.
Existía en aquella que lo provocaba o no existía. Existía ya desde la primera mirada o no había existido nunca. Era la comprensión inmediata de una relación sexual o no era nada.»3 Así pues, puse manos a la obra cuando Marguerite Duras aún vivía. Tuvimos varias entrevistas. Ya entonces la enfermedad que trastornaba su memoria la atenazaba. Había días luminosos y días oscuros. Días rebosantes de infancia, de recuerdos de su juventud de estudiante en el Barrio Latino, de profundos análisis de algunos libros que todavía le gustaban, pues empezaba a menospreciar su obra, y luego días tristes, cuando la complacencia, el narcisismo y la reiteración de unos odios determinados impedían el diálogo.
Pero nunca faltaba su alegría, la colosal alegría de Marguerite, quien, a ratos, rompía a reír, y aquella risa arrasaba con todo, desvanecía los rencores y hacía que fuera otra vez encantadora. Comprendí muy pronto que no era la archivista de sí misma, la eterna llorona de una infancia saqueada, la teórica intransigente de sus diferentes escrituras. Hay que buscar en otra parte. En la documentación de las bibliotecas coloniales, en la impregnación sensual de determinados paisajes, en la fuerza que poseen los lugares donde vivió y en los que dejó su huella, en la evocación de un pasado compartido con antiguos compañeros de viaje, en textos inéditos desechados, en cuadernos íntimos, olvidados entre las recetas de cocina, en días enteros escuchando a aquellas y a aquellos con quienes compartió su vida, sus amores, sus ilusiones. Muchos fueron los que aceptaron jugar, por ella, al juego de la verdad. Algunos, por el camino, se han convertido en amigos míos. Se lo agradezco aquí de todo corazón. Pero esta labor no podría haberse realizado sin la inestimable ayuda de cuatro personas en particular: Jean Mascolo, el hijo de Marguerite, que accedió a confiarme documentos inéditos; Dionys Mascolo, su padre, el compañero de Marguerite, que puso entre mis manos sus cuadernos y su correspondencia; Monique Antelme, cuyo apoyo y ayuda me han acompañado a lo largo de mi labor; Yann Andréa, por último, que fue, entre Marguerite y yo, un mensajero devoto. Él transcribía, durante los últimos meses, lo que ella decía.
Respuestas, por ejemplo, a preguntas que le planteaba sobre la escritura. En una de ellas, la última que recibí, decía que un libro no tiene nada de misterioso, que, en la vida, no hay secretos. Sin embargo, hay secretos que permanecen. Algunos, espero, se aclararán, aunque subsista, pese a la investigación, a la multiplicidad de los testimonios y al descubrimiento de documentos inéditos, una parte de penumbra y de misterio. Marguerite Duras sigue siendo escurridiza. Tal vez sea mejor así. La biógrafa, a veces, sólo podrá aventurar hipótesis. Al lector corresponderá encontrar la verdad. Como en sus libros, donde siempre faltaba alguna pieza del rompecabezas, subsisten discontinuidades, carencias. ¿Una biografía de Marguerite Duras? Ella ya lo había advertido: lo que hay en los libros es más verdadero que las vivencias de su autora. También decía: «La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni línea.
Hay vastos pasajes donde se insinúa que hubo alguien, pero no es cierto, no hubo nadie.»4 Durante mucho tiempo, en efecto, no hubo nadie. Salvo un elemento en un magma familiar movido por tensiones que degeneraban en violencias. El deseo de escribir es lo que la fundamentará como individuo con un cometido en el mundo, y la escritura es lo que le dará su nombre: Duras. Antes de morir, autorizó por fin el traslado de todos sus documentos personales al Instituto de la Memoria de la Edición Contemporánea (IMEC).
Pretendía conservar tan sólo muy pocas cosas. Pero, como las flores marchitas que conservaba poniéndolas a secar, Marguerite Duras coleccionaba, sin orden ni concierto, vestigios de su pasado. ¡Dieciséis cajas de cartón llegaron al IMEC, en la rue de Lille! Publicaciones, pruebas corregidas, recortes de prensa del mundo entero; pero también argumentos y guiones, las diferentes versiones de sus textos, dibujos garabateados, libretas escolares de su hijo, libros ilustrados recuperados en los contenedores de basura de su barrio, recetas de cocina copiadas, reinventadas, inéditos, fotografías con anotaciones al dorso, proyectos abandonados, los manuscritos de El amante, las libretas azules de El dolor, cuadernos íntimos, hojas sueltas arrancadas a la noche. Y, entre ellas, ésta, sin fecha, que suena como una advertencia: «No digo nada a nadie. Nada de lo que pone en tensión mi vida, la ira y ese movimiento incontrolado del cuerpo hacia el placer, esa palabra oscura, oculta. Soy el pudor, el mayor de los silencios. No digo nada. No expreso nada. De lo esencial, nada. Ahí está, innominado, íntegro.»