sábado, 29 de marzo de 2025

MARGUERITE DURAS LAURE ADLER

 



Me siento como un sonámbulo; es como si vida y ficción se mezclaran. De tanto escribir, he convertido mi vida en la de una sombra; ya no tengo la sensación de desplazarme sobre la tierra, sino de flotar ingrávido en una atmósfera que no se compone  de aire, sino de tinieblas. Si la luz penetra en ellas, caeré al suelo y me aplastaré. 

 AUGUST STRINDBERG, Correspondencia 

 PRÓLOGO 

 En el punto de partida de mi aventura hubo un libro: Un dique contra el Pacífico. Lo descubrí entre los cansados volúmenes de lo que sería exagerado llamar la «biblioteca» de una casa alquilada para veranear. Ese libro no había merecido mejor trato que las novelas de quiosco de estación que había por allí, quemadas por el sol de la playa o descoloridas por los chubascos de las noches al raso. 

No me resultó difícil, evidentemente, elegirlo. Pero siempre he tenido la sensación de que, de hecho, me estaba esperando. Acababa de pasar aquel verano por una de esas pruebas personales de las que una cree que jamás podrá reponerse. Puedo dar fe de que un libro, al sustituir mi tiempo con el suyo e introducir el orden de su relato en el caos de mi vida, me ayudó a recuperar el aliento y a encarar el porvenir. La salvaje determinación y la comprensión del amor manifestadas por la muchacha de El Dique tuvieron, indudablemente, su importancia, y, de vuelta en París, escribí a Marguerite Duras. Hace de eso quince años. A los dos días de haber enviado mi carta a la rue Saint-Benoît, Marguerite me telefoneó. Quería verme. Para charlar, dijo. 

Vacilé, tengo que confesarlo, antes de decidirme a conocerla. Lo que un libro puede dar, la relación con su autor, ya se sabe, puede quitarlo... Y también, más que nada, porque Marguerite Duras agrupaba en aquel entonces a su alrededor a todo un mundillo de incondicionales, celosos propagandistas de una doxa en la que, a todas luces, se echaba a perder la verdad de una obra en beneficio de una complaciente hagiografía que ella misma alentaba. Así pues, como muchas de mis contemporáneas, conocía poco el mundo de Marguerite Duras. 

Imágenes de una India llena de cochambre se confundían con las de aldeas de Indochina al anochecer. Eso era para mí Duras entonces, la evocación de ese breve momento que concluye el día, cuando las asperezas del mundo se difuminan en la luz grisácea del crepúsculo, cuando el temor y la violencia parecen desarmados, pero siguen rondando en la penumbra. A esa hora, entre dos luces, todo está permitido. Las blancas arañas de las grandes mansiones coloniales todavía no están encendidas y las tinieblas aún no son lo bastante profundas para tragarse a los vagabundos y a los profetas de la desdicha. A esa hora, las niñas buenas no han de andar por las calles. A esa hora, una vez, hace mucho tiempo, una niña pequeña, tan pequeña que ni siquiera sabía que infringía la ley materna, salió de casa, y, a sus espaldas, en la oscuridad, surgió una mendiga vociferante. La niña pequeña corrió y corrió. 

Nunca, desde entonces, recuperó el aliento. Hasta una época muy tardía de su vida, aquellos gritos no dejaron de resonar en su memoria. No las tenía todas conmigo cuando llamé al timbre de la rue Saint-Benoît. No sabía nada, en realidad, de Duras, pero me imponía. Su lenguaje, su estilo, sus arrebatos habían contribuido a crear una leyenda Duras en la que no se sabía muy bien dónde acababa la admiración por la escritora y dónde empezaba la curiosidad algo malsana por el personaje. Tuve que reconocer para mí que estaba del todo equivocada. Marguerite me abrió la puerta, me hizo pasar a la cocina, preparó café. Una alegría que se le salía por los ojos: ésa fue mi primera impresión. Una energía colosal, risueña. Una impresión corroborada en el transcurso de mi labor de investigación: sus amigos más allegados, escalonados a lo largo de sus diferentes vidas (pues tuvo varias, con amigos diferentes, opciones de escritura contrastadas, creencias ideológicas diversas meticulosamente separadas), dicen todos al evocar su recuerdo: lo que queda de Marguerite es su risa.

 La risa maliciosa, infantil, la risa comunicativa de la amistad, la risa de la burla, a veces incluso de la maldad. Marguerite se reía de todo, de todas y de todos, y, ocasionalmente, de sí misma. Aquel día también rió mucho hablando de su infancia, de su hermano pequeño, comentando las fotografías que colgaban junto al espejo. Recuerdo que habló asimismo de su madre y de sus aventuras con su hijo. Seguimos viéndonos ocasionalmente. Y, sobre todo, nos llamábamos por teléfono. Marguerite era especialista en llamar a altas horas de la noche. Cada vez que publicaba un libro, se ponía ansiosa como una niña y reclamaba torpe o perentoriamente que le dieras tu opinión. La enfermedad nos separó. Se replegó sobre sí misma, cuidada, protegida por un hombre que la amaba. Nunca fui una amiga, sino más bien alguien que le «caía bien» –son sus propias palabras–, alguien con quien le gustaba hablar de vez en cuando de todo y de nada, tanto de cine como de cocina, de literatura, de moda, de asuntos varios, de política amigablemente, sin pretensiones, situadas las dos en ese lado inconcreto y amable de la conversación. Le gustaban los niños con locura. Mi hija Léa nació con el cabello negro y los ojos azules al día siguiente de la publicación de su libro Los ojos azules, pelo negro.

 Lo consideró un presagio. Luego el tiempo fue deshilachando nuestras relaciones sin llegar nunca a romperlas. Con el éxito de El amante cayó en la trampa de la celebridad. Ya nunca volvió a hablar como antes; se imitaba, hablaba de sí misma en tercera persona sin darse cuenta de que estaba sirviendo en bandeja a sus detractores sus mejores argumentos. Incontables eran los que se burlaban de ella y habían dejado de leerla, en el supuesto de que alguna vez la hubieran leído. ¡Qué más daba! Encarnaba la efigie patética de una intelligentsia grotesca y decadente. Tras la temporada de adoración, llegó la hora en que lo que estaba bien visto era poner a Duras en la picota. La enfermedad, una vez más, la alejó de los demás, pero no de sí misma, es decir, de su deseo de escribir. Sus primeras palabras, al despertar de un coma de nueve meses, fueron para pedir que se introdujeran unas correcciones en las páginas del manuscrito que había dejado interrumpido.

 Ella, la niñita educada en las escuelas francesas de Indochina, donde la enseñanza se impartía en vietnamita y en francés, seguía estando, en el crepúsculo de su vida, profundamente orgullosa de haber alcanzado unas calificaciones excepcionales en el certificado escolar. «Fui la primera de toda Indochina», me confió, muy seria, todavía con el brillo orgulloso de la infancia en la mirada. «¿Te das cuenta? La gente se preguntaba: pero ¿de dónde sale esta niña?» Aquella niña salvaje y delgaducha que las burguesas de Saigón mostraban envidiosas a sus hijos, por sus brillantes éxitos en ortografía y en gramática, nunca dejó, después, progresivamente, de maltratar la lengua francesa, de trastocar sus reglas, de inventar con ello un mundo donde las palabras y el lugar que ocupan en la frase conducen de la forma más rápida, y aparentemente más sencilla, a la pureza del sentido. Hay un lenguaje Duras. Que a menudo habla dentro de nosotros y, a veces, secretamente, para nosotros. En cualquier caso, es la impresión que da. Con Duras –cine y literatura indistintamente– el mirónlector es rey. Le hace sentir emociones, unas emociones sustraídas, en lo esencial, a lo prohibido y a las sensaciones fuertes que extrae de las zonas más secretas, más oscuras. Se le ha reprochado mucho su egotismo, su narcisismo, su devorador amor por sí misma. Desde la publicación de su primer libro, Marguerite Duras creyó en su propio talento. 

Muy pronto, se consideró un genio. Erigió su propia estatua. Durante los últimos veinte años de su vida, se refería a sí misma llamándose Duras. Ya no sabía muy bien quiénes eran ella y aquella tal Duras que escribía. Obligada a releerse, anota, en el margen de una libreta inédita, poco antes de morir, con su escritura fina, diminuta y apretada: «¿Esto es Duras?» «No parece Duras en absoluto.» ¿Quién era realmente Marguerite Duras? La maliciosa Marguerite, que tantas caretas adoptó, y que se las ingenió, con el paso de los años, para borrar pistas y ocultar determinados episodios de su vida. Experta en autobiografía, profesional de la confesión, consiguió hacernos creer en sus propios embustes. Marguerite Duras, en los últimos años de su vida, creía más en la existencia de los personajes de sus novelas que en la de los amantes y amigos que la acompañaron. En su caso, hasta el término mismo de verdad ha de ponerse en entredicho y la realidad es tan movediza que se vuelve inasible. Como una de sus heroínas predilectas, Emily L., Marguerite Duras vivía en un barco. A su alrededor, rugía la tempestad. 

Todo se tambalea, en efecto, cuando se intenta descubrir quién era. Los únicos momentos de calma son aquellos en que escribe. Al fin, se confunde consigo misma: «Sé que, cuando escribo, pasan cosas. Dejo que actúe dentro de mí algo que, sin duda, procede de la feminidad [...] es como si regresara a un territorio salvaje.»1 * Hay, por un lado, la vida de Marguerite Duras tal como la vivió y, por el otro, la que contó. ¿Cómo distinguir la verdad de la ficción, de los embustes? Quiso, con el paso del tiempo, reconstruir su vida a través de la escritura y hacer suya esa biografía. Este libro tratará de desenredar las diferentes versiones, y de confrontarlas sin tener la pretensión de decir la verdad sobre un personaje al que tanto le gustaba ocultarse. 

Tratará de iluminar las zonas oscuras que la propia Duras escenificó con tanto talento: su relación con el muchacho chino al final de la infancia, su actitud durante la guerra y en el momento de la Liberación, sus pasiones amorosas, literarias y políticas. Pues la vida de Marguerite Duras es también la de un vástago de este siglo, la de una mujer profundamente comprometida con su tiempo y que asumió sus principales luchas. En un cuaderno íntimo encontrado después de su muerte, en una hoja suelta, escribió: «Si alguien dice que no le gustan sus propios libros, suponiendo que se dé ese caso, ha de ser porque no ha superado la atracción de la humillación [...] Me gustan mis libros. Me interesan. Las personas de mis libros son las de mi vida.» Marguerite Duras no recordaba cuándo había decidido ser escritora. Era algo que se perdía en la noche de los tiempos, solía decir; pero sin duda ocurrió hacia el final de la infancia. «Nunca he escrito creyendo hacerlo, nunca he amado creyendo amar, nunca he hecho nada salvo esperar delante de la puerta cerrada.» Hay que tomarse al pie de la letra estas frases de El amante. Las puertas permanecerán cerradas para la biógrafa. 

Cuando pregunté a Marguerite Duras, en otoño de 1992, si aceptaba que escribiera su biografía, se encogió de hombros, me remitió a sus libros, me ofreció un café y luego me habló de otra cosa: en concreto, de política. En aquella época, estaba a punto de salir un libro sobre ella2 y Marguerite trataba de retrasar su publicación. Hasta más tarde no comprendí el porqué de la rabia y la furia que la embargaban. No soportaba que hurgaran en su vida, aborrecía, por principio, la idea de que otra persona escribiera sobre ella. No era casual que hubiera disimulado con tanto arte algunos episodios de su trayectoria vital. Prohibida la entrada, por lo tanto. Había construido su propio personaje con tanta paciencia, que comprendí que era inútil esperar conseguir su beneplácito. Seguí sus consejos. Compré sus primeros libros. La lectura de la obra siguiendo el orden cronológico planteaba muchos problemas, tanto de orden biográfico como literario. Volví a verla. Tantas preguntas se me agolpaban en la mente, que me quedé sin palabras. 

Pero ella empezó a hablar aquella tarde. Me enseñó una fotografía de su hermano pequeño, que tenía colgada encima de su mesa de trabajo, y luego retrocedió, lejos, muy lejos, en el tiempo... Con su voz ronca e inimitable, con su lenguaje entrecortado, me habló de Indochina, de su infancia, de las traiciones que había soportado a lo largo de su vida y, más que nada, del miedo, de ese miedo que jamás la abandonó. Marguerite Duras sufrió mucho en el transcurso de su infancia y de su adolescencia. Tal vez tanto sufrimiento explique su capacidad de sublevarse. Jamás dejó de ser una mujer sublevada, indignada, una apasionada de la libertad. Libertad política, pero también libertad sexual. Pues si fue, por descontado, la escritora del amor, también fue una militante de la causa feminista y una abogada enfervorizada del placer femenino. Reivindicó sin desmayo el derecho al goce y fue, a lo largo de toda su vida, una gran amante. Le gustaba hacer el amor y supo exaltar la fuerza del amor, el goce, el abandono, la exaltación del amor. Y asimismo exploró sus límites y vampirizó sus energías: la búsqueda de lo absoluto como búsqueda del placer. Solía decir que no podía evitarlo, que había nacido para eso. Recuérdese El amante: «Tenía dentro de mí el lugar del deseo, a los quince años estaba hecha para el placer, pero no lo conocía.» Duras seguirá a merced del deseo hasta su muerte. El deseo fue su línea de conducta. No dejar jamás que se escape, aun a costa de renuncias, o de grandes sufrimientos. «No se trataba de despertar el deseo.

 Existía en aquella que lo provocaba o no existía. Existía ya desde la primera mirada o no había existido nunca. Era la comprensión inmediata de una relación sexual o no era nada.»3 Así pues, puse manos a la obra cuando Marguerite Duras aún vivía. Tuvimos varias entrevistas. Ya entonces la enfermedad que trastornaba su memoria la atenazaba. Había días luminosos y días oscuros. Días rebosantes de infancia, de recuerdos de su juventud de estudiante en el Barrio Latino, de profundos análisis de algunos libros que todavía le gustaban, pues empezaba a menospreciar su obra, y luego días tristes, cuando la complacencia, el narcisismo y la reiteración de unos odios determinados impedían el diálogo. 

Pero nunca faltaba su alegría, la colosal alegría de Marguerite, quien, a ratos, rompía a reír, y aquella risa arrasaba con todo, desvanecía los rencores y hacía que fuera otra vez encantadora. Comprendí muy pronto que no era la archivista de sí misma, la eterna llorona de una infancia saqueada, la teórica intransigente de sus diferentes escrituras. Hay que buscar en otra parte. En la documentación de las bibliotecas coloniales, en la impregnación sensual de determinados paisajes, en la fuerza que poseen los lugares donde vivió y en los que dejó su huella, en la evocación de un pasado compartido con antiguos compañeros de viaje, en textos inéditos desechados, en cuadernos íntimos, olvidados entre las recetas de cocina, en días enteros escuchando a aquellas y a aquellos con quienes compartió su vida, sus amores, sus ilusiones. Muchos fueron los que aceptaron jugar, por ella, al juego de la verdad. Algunos, por el camino, se han convertido en amigos míos. Se lo agradezco aquí de todo corazón. Pero esta labor no podría haberse realizado sin la inestimable ayuda de cuatro personas en particular: Jean Mascolo, el hijo de Marguerite, que accedió a confiarme documentos inéditos; Dionys Mascolo, su padre, el compañero de Marguerite, que puso entre mis manos sus cuadernos y su correspondencia; Monique Antelme, cuyo apoyo y ayuda me han acompañado a lo largo de mi labor; Yann Andréa, por último, que fue, entre Marguerite y yo, un mensajero devoto. Él transcribía, durante los últimos meses, lo que ella decía. 

Respuestas, por ejemplo, a preguntas que le planteaba sobre la escritura. En una de ellas, la última que recibí, decía que un libro no tiene nada de misterioso, que, en la vida, no hay secretos. Sin embargo, hay secretos que permanecen. Algunos, espero, se aclararán, aunque subsista, pese a la investigación, a la multiplicidad de los testimonios y al descubrimiento de documentos inéditos, una parte de penumbra y de misterio. Marguerite Duras sigue siendo escurridiza. Tal vez sea mejor así. La biógrafa, a veces, sólo podrá aventurar hipótesis. Al lector corresponderá encontrar la verdad. Como en sus libros, donde siempre faltaba alguna pieza del rompecabezas, subsisten discontinuidades, carencias. ¿Una biografía de Marguerite Duras? Ella ya lo había advertido: lo que hay en los libros es más verdadero que las vivencias de su autora. También decía: «La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni línea. 

Hay vastos pasajes donde se insinúa que hubo alguien, pero no es cierto, no hubo nadie.»4 Durante mucho tiempo, en efecto, no hubo nadie. Salvo un elemento en un magma familiar movido por tensiones que degeneraban en violencias. El deseo de escribir es lo que la fundamentará como individuo con un cometido en el mundo, y la escritura es lo que le dará su nombre: Duras. Antes de morir, autorizó por fin el traslado de todos sus documentos personales al Instituto de la Memoria de la Edición Contemporánea (IMEC). 

Pretendía conservar tan sólo muy pocas cosas. Pero, como las flores marchitas que conservaba poniéndolas a secar, Marguerite Duras coleccionaba, sin orden ni concierto, vestigios de su pasado. ¡Dieciséis cajas de cartón llegaron al IMEC, en la rue de Lille! Publicaciones, pruebas corregidas, recortes de prensa del mundo entero; pero también argumentos y guiones, las diferentes versiones de sus textos, dibujos garabateados, libretas escolares de su hijo, libros ilustrados recuperados en los contenedores de basura de su barrio, recetas de cocina copiadas, reinventadas, inéditos, fotografías con anotaciones al dorso, proyectos abandonados, los manuscritos de El amante, las libretas azules de El dolor, cuadernos íntimos, hojas sueltas arrancadas a la noche. Y, entre ellas, ésta, sin fecha, que suena como una advertencia: «No digo nada a nadie. Nada de lo que pone en tensión mi vida, la ira y ese movimiento incontrolado del cuerpo hacia el placer, esa palabra oscura, oculta. Soy el pudor, el mayor de los silencios. No digo nada. No expreso nada. De lo esencial, nada. Ahí está, innominado, íntegro.»

viernes, 28 de marzo de 2025

Epistolario entre Victoria Ocampo y José Ortega y Gasset

 


Palabras preliminares de la editora Marta Campomar 

 La publicación del epistolario entre Victoria Ocampo y José Ortega y Gasset cumple con un deseo de la propia Victoria y de los hijos de Ortega de dar a conocer públicamente una relación que tuvo como eje fundamental el redescubrimiento de la élite argentina, de los valores culturales y científicos provenientes de España y de su inserción en la cultura europea. Al apagarse la voz de Ortega en 1955, Victoria tomará la iniciativa de anticipar en la Revista Sur algunos fragmentos de la correspondencia con el filósofo español, cartas que también aparecerán más tarde en su Autobiografía y en otros artículos de su autoría. En 1965, desde las páginas de la Revista Sur, Victoria sostenía que los hijos de Ortega debían hacerse cargo de su publicación completa: “A ellos les dejo ese cuidado”. Habria que recordar también que ya desde 1956 Victoria llevaba varios años de amistad y asidua correspondencia con Soledad Ortega Spottorno, la “archivista” de la familia. 

 Desaparecida Victoria, Soledad quedaba con la responsabilidad de la publicación de las cartas, tarea que comenzó hace veinticinco años, en 1997, siendo María René (Mine) Cura directora de Sur. Soledad era en aquel entonces presidenta de la Fundación Ortega y Gasset de España y fundadora de otra sede en la Argentina.

En esta encrucijada me vi yo misma involucrada en dicho intercambio epistolar motivo por el cual Soledad transfiere el proyecto de la publicación del epistolario de Victoria con Ortega a la Fundación de la Argentina. Como han pasado muchos años y generaciones, para corroborar este mandato, cito una carta de Soledad del 22 de Octubre de 1997 a Mine Cura: “En cuanto al trabajo de publicación de las cartas de Ortega y Victoria Ocampo, como estamos tan lejos, he decidido confiarlo a nuestra querida Marta Campomar. Ella es, como sabes, miembro del patronato de la Fundación Ortega en Buenos Aires; tiene todo nuestro apoyo para cuantas gestiones hayan de hacerse en la Argentina y estoy segura de que su colaboración hará mucho más ágil el desarrollo de este proyecto. Además, Marta está en permanente contacto con nosotros y me mantendrá al corriente en todo vuestro trabajo”. Le sigue a esta carta otra dirigida a mi persona del 23 de octubre en que Soledad, con sentido pragmático, me entrega oficialmente la tarea de reunir estos epistolarios “puesto que ya tienes los datos y así será más fácil y más rápido hacer las cosas”. Debo admitir que no fue ni tan fácil ni tan rápido llegar a buen puerto con un proyecto que durante el transcurso de los años ha visto desparecer vidas y presupuestos para financiarlo.

Entre otras dificultades se han sucedido cambios institucionales, recambio de autoridades, cierre momentáneo de archivos, e incluso en su etapa final se ha retrasado por la pandemia del COVID-19. En el transcurso de los años y esfuerzos para reunir en un primer volumen la publicación de las cartas del filósofo con su Gioconda austral, se nos dio la oportunidad de reconstruir la amistad heredada entre Victoria y Soledad Ortega Spottorno, amistad que transcurre en otros tiempos históricos y que se extiende a nuevas generaciones de la familia Ortega. El epistolario de Victoria con los Ortega es una prolongación de la misma espontaneidad intimista que comenzó en 1916 en un coup de foudre entre Ortega y la señora de Estrada, amistad que se profundiza con el correr de los años y que abarca un arco muy amplio de acontecimientos históricos que se inician con la Primera Guerra Mundial, e incluyen la llamada belle époque, la crisis financiera y política de Europa en los años 30, la Segunda Guerra Mundial y las sucesivas guerras frías internacionales. En cuanto a España, se registra el colapso del liberalismo del XIX, la llegada y caída de dictaduras, el fracaso de la monarquía, proceso que derivó en una segunda república que a su vez desembocó en la guerra civil española. Le siguieron cuarenta años de franquismo y el desembarco de una transición democrática para los españoles en los años 70, años promisorios para Soledad, traumáticos para la vejez de Victoria Ocampo en el cierre de su vida acosada por populismos, violencia cívica y golpes militares. En medio de este convulsionado panorama, la Revista Sur logra sobrevivir a los avatares de la política nacional hasta la muerte de su fundadora en 1979.

Por su lado, los Ortega experimentan en 1963 el retorno de la proscripta Revista de Occidente. Luego vino la incorporación de la editorial Alianza y el diario El País para ampliar el negocio editorial familiar, expansión que con el tiempo económicamente entró en crisis para llegar a una solución final con la creación por parte de Soledad y de sectores de la sociedad española de una fundación que garantizara la permanencia del legado intelectual de Ortega a nivel nacional e internacional. En dos volúmenes hemos recogido este extenso y apasionante recorrido familiar para ponerlo al alcance de investigadores, lectores y amantes del género biográfico. Victoria era cultora devota del género epistolar. Convendría aclarar que este diálogo entre ella y los Ortega ocupa solo un espacio en el frondoso intercambio de cartas de Victoria con varias celebridades de su época. Asimismo, sus cartas con el filósofo español constituyen un fragmento del complejo epistolario de don José con profesionales y científicos del mundo intelectual hispano y europeo. Es interesante destacar que ambos epistolarios reúnen la inusual expresión de una tensa relación que transcurre entre el viejo mundo europeo en declive y una nación joven in status nascendi, y ante un público americano entusiasta, ávido de cultura, a quien Ortega incorporó a su razón vital y razón histórica en constante evolución.

 Con su continuidad y rupturas, la correspondencia de los Ortega con Victoria permite conocer en mayor profundidad los ánimos cambiantes e itinerarios vitales de sus corresponsales, como también el cruce de personalidades y vidas que intervienen en sus propuestas editoriales, revelando facetas humanas desconocidas en el quehacer literario, periodístico o académico de la época. Desde su inicio en 1916, el epistolario manifiesta el vínculo profundo que une al fundador de El Espectador y luego de Revista de Occidente con un auditorio culto, europeo o americano, siempre atento a nuevas tendencias del ambiente intelectual de entreguerras. En los años 30 Victoria, como fundadora de la Revista Sur, en diálogo consigo misma y con todo un continente sudamericano que pujaba literariamente por posicionarse con acento propio dentro de la cultura occidental, con su iniciativa editorial logró establecer un fluido puente intelectual entre Europa, el norte y el sur de América en tiempos de conflictos internacionales, en momentos precisamente en que desde su exilio Ortega perdía el sustento de sus propios proyectos editoriales. En el contexto de su exilio argentino, debemos aclarar que, desde un punto de vista de estricta precisión histórica, el epistolario de Ortega con Victoria concluye con la dramática y frustrante experiencia del filósofo en octubre de 1941. La última carta de Victoria de 1950 no fue correspondida ni se reanudó entre ellos el diálogo intimista que se inició en 1917. Luego de la carta de 1941, Ortega mantuvo un largo y autoimpuesto silencio con la sociedad porteña. Desde su partida de Argentina, en febrero de 1942, solo mantuvo correspondencia con aquellos que se ocuparon de sus asuntos editoriales. La crisis de los años 40 y 50 en Europa, los efectos de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, el franquismo en España y el período peronista en Argentina, hechos históricos cruciales para el lector o investigador contemporáneo, no existen en el vacío epistolar entre Ortega y Victoria cuando ella le envía su cariñoso mensaje de 1950.

El diálogo afectivo se reanuda por iniciativa de Soledad Ortega Spottorno en 1956, ya fallecido Ortega, como se podrá apreciar en el volumen II de la extensa correspondencia entre Victoria y la familia Ortega. Allí aparecen aspectos de algunos de los períodos mencionados, hasta la desaparición de Victoria Ocampo en enero de 1979. Ella no llegó a ver la anhelada restitución de la democracia en su país con el gobierno del doctor Raúl Alfonsín. No obstante, las cartas que recorrerá el lector en dos volúmenes contienen una riquísima vertiente emocional nutrida de afinidades, encuentros, disensos y transferencias personales que luego se irán incorporando a textos filosóficos de mayor envergadura por parte de Ortega y transformados en Testimonios, género subjetivo biográfico, por parte de Victoria. En este sentido más amplio, la correspondencia deja de ser un simple intercambio de correos para convertirse en un extenso horizonte cultural a disposición del lector y de interés para el hispanismo internacional. Como editora y vicepresidenta de la Fundación Ortega de la Argentina, quisiera agradecer la colaboración y el apoyo de la Fundación Ortega de España bajo la presidencia de Soledad Ortega, quien a lo largo de tantos viajes, exploración de archivos y entrevistas personales me ayudó a persistir en la compaginación de este primer volumen, de tanta relevancia afectiva para ella. Lamento que no esté entre nosotros para disfrutar de su publicación, habiendo sido ella inicialmente la compiladora de estas cartas de Victoria con su padre. Hago extensivo mi agradecimiento a las actuales autoridades de la Fundación Ortega y Gasset-Marañón de España, a los herederos y familiares del legado de Ortega, a los bibliotecarios, investigadores y equipo de Estudios Orteguianos de Madrid, a Revista de Occidente, a la Residencia de Estudiantes y a todos aquellos que por su activa colaboración con nuestro equipo de investigadores hicieron posible la realización de este proyecto.

En nuestro propio entorno porteño, contamos con el generoso y constructivo apoyo institucional del presidente de la Fundación Sur, Juan Javier Negri, y con la ayuda de los expertos de Villa Ocampo, todos ellos profundos conocedores de la obra y personalidad de Victoria en su contexto histórico-cultural. Agradecemos a la Academia Argentina de Letras por responder consultas técnicas, al Consejo de la Fundación Ortega y Gasset Argentina, y ante todo a la consistente gestión de nuestra directora ejecutiva Inés Viñuales. Nuestro agradecimiento a la Fundación Bunge y Born por su sólido apoyo institucional. Destaco especialmente la labor y el profesionalismo de mi propio equipo de colaboradoras: Alejandra López Goñi, por la transcripción de los textos, y Cecilia Verdi, nuestra eficiente traductora y autora de las notas que enriquecen y complementan el complejo contenido de las cartas. Entre todos hemos conseguido reorganizar el complicado intercambio de conocimientos, documentos e información desperdigados en esta voluminosa correspondencia, logrando reunir en un corpus coherente la desordenada trayectoria vital de los protagonistas.

Con empeño nos propusimos conservar estas cartas escritas en puño y letra de sus autores, previendo que en tiempos histórico-tecnocráticos pudiera desparecer su contenido y, sobre todo, en palabras de Ortega, “la raíz misma de nuestra persona”. A Ortega y Gasset le gustaba dialogar con su auditorio “en voz baja”, derramando pensamientos, sentimientos, humores, en un continuo volcar su alma sobre el alma ajena. Estas cartas con Victoria fluyen en esa maravillosa dimensión intimista, no siempre pacífica pero sí profundamente afectiva, en un tono “en que cada instrumento”, comentaba Ortega, “toca su tema personal confiando en que un dios oculto haya entre todos asegurado, preestablecido la armonía”. Confiamos en que el lector sabrá saborear la trama de tantas vidas, las pasiones, los matices y tiempos históricos que se entrecruzan en estas cartas que son a su vez un verdadero patrimonio cultural compartido entre España y Argentina.

 Agradecemos a la Editorial Biblos por haberse hecho cargo de esta primera edición, patrimonio que queda a disposición del gran público y de nuevas generaciones españolas e hispanoamericanas interesadas en las rutas creativas de nuestra literatura con sus variantes idiomáticas y emocionales de origen latino.

jueves, 27 de marzo de 2025

ABELARDO CASTILLO CUENTOS CRUELES

 



ABELARDO CASTILLO CUENTOS CRUELES EDITORIAL JORGE ALVAREZ S. A. ©

 EDITORIAL JORGE ALVAREZ S. A., 1966 Talcahuano 485 - Buenos Aires Hecho el depósito de Ley Impreso en la Argentina - Printed in Argentina RETRATOS VIOLENTOS Negro Ortega Pava Los muertos de Piedra Negra Réquiem para Marcial Palma 


NEGRO ORTEGA 

 Perdóname, pibe, está pensando Ortega, abrazado a las piernas del muchacho. Y el sudor, y la sangre que baja desde el arco roto de la ceja, y los lamparo nes lechosos de los globos de luz del Luna Park, van cubriendo con un aceite espeso los contornos de las cosas, de modo que apenas alcanza a ver, como entre sueños y hasta se diría que dividida en dos siluetas blancas, la blanca silueta del árbitro que se acerca dispuesto a comenzar la cuenta mientras el muchacho se aparta buscando un rincón neutral y el comenta rista dice, a gritos, pelea memorable amigos, y Orte ga, que ha dado de boca contra la lona, ve, súbitamen te, la cara del rumano Morescu en el ringside: entre el humo de los cigarrillos y las bocas abiertas, que gritan. Al nivel del ring la cara. Tan cerca, la inmun da cara; los miserables ojitos del rumano. 

El cuerpo de Ortega se arquea, galvanizado un segundo bajo las luces. Y los ojos del rumano se cierran, cegados de perplejidad y de saliva, escupidos por el hombre tum bado sobre el ring. Jacinto Ortega, amigos, que acaba de ser literalmente fulminado por .un violentísimo cross en contragolpe de Carlos Peralta al minuto y medio del último round, en esta pelea programada a diez vueltas. Y se dijera que sobre el ring acaba de iniciarse una extraña inmolación, porque el hombre de blanco inclinándose ritualmente juntóla él, casi de rodillas, levanta con lentitud sacerdotal el brazo. Y Ortega vuelve a pensar, perdóname, pibe. O quizá no lo piensa, lo dice. 

Pero del mismo modo que nadie re paró en el salivazo, ni en el gesto instintivo del ruma no (gesto de buscar algo bajo la canadiense, a la altura del sobaco) tampoco nadie ha de saber esto, como una oración, porque quién va a escucharte, dónde está el que va a escucharte cuando el caído sos vos, pobre Cristo, y hay veinte mil personas gritando al mismo tiempo, veinte mil, de pie, y un solo hombre caído tra tando inútilmente de levantarse mientras el brazo baja y los músculos se aflojan repentinamente, como tra pos, y Ortega recuerda tantas cosas que se asombra cuando escucha la palabra uno, gritada junto a su oído: palabra que significa que aun quedan nueve movi mientos rítmicos, rituales, mágicos, nueve segundos para descansar y recordar al viejo Ruiz, que ha muer to. 

Y cuya memoria evocamos esta noche porque desde aquella inolvidable pelea en que Esteban Ruiz estuvo a punto de conquistar la corona mundial, nunca, hasta hoy, habíamos presenciado un público así de entusias ta; salvo quizá aquella otra memorable cuando. “Ellos instaban a grandes voces que fuese cruci ficado está leyendo el viejo Ruiz, o acaso ni siquiera lee. “Y las voces de ellos, y de los Príncipes de los Sacerdotes, crecían”. Cerró cuidadosamente el libro. Una Biblia des vastada, de tapas negras. Jacinto hizo una seña subrepticia al mozo: un moscato, pensó; el último. Se sentía ausente y, ade más, esa puntada en la nuca. 

El rumano quedó de venir a las nueve. —Después lo vistieron de blanco —dijo Ruiz de pronto, girando los ojos a su alrededor; desafiando, tal vez, a alguien—. Loco, le decían. Jacinto buscó alguna palabra para responder, pero no la encontró. Los dos se quedaron callados. Le estaba pareciendo, sí, que había algo de cierto en aquello de que Ruiz no andaba muy bien de la cabeza. La edad. Cuarenticinco años: muchos, sin embargo. Se acaba por escribir letras de tango, o versos; por inventar historias de peleas fantásticas en los bode gones. 

O vas a parar a la Casa (dirá Ruiz una noche), y la Casa es como el Infierno. Los ángeles caídos: todos están allí, Jacinto; no dejés que me lleven. El rumano Morescu, pensó Ortega, debe parecer se al diablo. Y el viejo, a quién. Se le había dado por hablar de la Salvación, por leer aquel libro; pero tal vez no lo leía: un costurón largo, borrándole los ojos. Una cicatriz brutal, que les daba cierto parecido con los ojos de los sapos. Siempre así desde la pelea aque lla con el rubio. Bergson, el rubio campeón del mundo. Quince rounds aguantando los golpes increíbles del noruego. Jacinto nunca había Yisto nada parecido a eso. Qué grande fuiste, pensó. Cuarenticinco años, ahora; se envejece pronto en este asunto. El mozo había llegado con el moscato. Ortega hizo como si no lo viese. Súbitamente, dijo: —Vos lo tumbaste al rubio. Ruiz lo miraba: —En el segundo round, pero se levantó —echando el cuerpo hacia adelante sobre la mesa, el viejo acercó su rostro al de Ortega, como quien cuenta un secreto; señalaba el vaso—. El vinito de San Antonio: los dia blos lo fabrican. Ya lo sé, ya lo sé; uno empieza a to marlo porque de noche no puede dormirse. Siempre pensando, y siempre lo mismo: peleas. Es como soñar despierto. A veces, el otro tira un gancho y hay que esquivarlo; entonces, Jacinto, das saltos en la cama —de pronto se irguió—. Lo tumbé, carajo. El áperca mejor pegado de mi vida. Y se levantó. Qué paliza, después. Ortega se quedó pensativo: si tenías cinco años menos no te ganaba el rubio; a vos era lindo verte. Cerró instintivamente los puños; poniéndose en guardia, hizo una finta. —Esa izquierda, te acordás. Era lindo verte. 

 Ruiz no lo escuchaba. —Ni mujeres, ni vino —dijo; sonrió—. Qué cosa. Como si te entrenaras para ir al cielo. Jacinto dijo lo que había pensado un momento atrás; Ruiz, lo detuvo con un gesto. —¿Cinco? —al principio, su actitud fue arrogan te, luego se quedó callado. Torciendo la cabeza, lo miraba, con la expresión de quien ha descubierto algo—. Cinco años menos, tenés razón. O diez. Y que el rubio me hubiera dado una paliza igual, peor que ésa. —Y Ortega, distraído, pensó que sí: una gran paliza a tiempo, cuando se tiene veinte años. Una generosidad, o un escarmiento. Como la mixtura amarga conque la abuela le untó, de chico, la punta de los dedos, así vas a aprender, decía. Y con la vari lla obligó a Jacinto a que se comiera las uñas hasta la raíz, hasta hacerse sangre. Y después un varillazo ar diente, en el sitio del dolor. Se sobresaltó—. Lo tumbé, gran puta —y el viejo descargó un puñetazo sobre la Biblia—. Campeón del mundo, sí, pero se me abra zaba como si fuera, no sé: mi hermano. Todos, sabés, todos somos hermanos. El libro lo dice. Pero se levantó, Jacinto. A lo último ya no lo veía; veía una neblina, pegándome. Creí que me mataba. Un hombre bajo, morrudo, vestido con un traje azul de seda, apareció en la puerta del bodegón. Vol cado hacia afuera, ostentosamente, un pañuelo de co lor asomaba en el bolsillo alto de su saco. Había algo injurioso en su aspecto. Morescu, murmuró Ortega. Ruiz dijo no: ése no, nadie es hermano de ése. 

Y, cuando Morescu se acercaba, agregó, en voz tan alta que en las mesas vecinas unos rostros turbios se die ron vuelta: —Raza de víboras. Hay muchos modos de vender palomas en el templo. Pero un día baja el que trae el látigo de fuego y trastorna las monedas y tumba a los mercaderes por el suelo. Después se puso de pie y fue hacia el mostrador. —Dios los cría —dijo Morescu—. Qué tal, negro. —Usted quería hablarme —dijo Ortega. Morescu se sentó. —Mirá —dijo—. Vos lo conocés al pibe Peralta. Y en el rincón que da a la Avenida Bouchard, el veterano Jacinto Ortega, setenta y tres kilos seiscien tos gramos. Viste pantaloncito azul. Faltan, amigos, apenas unos minutos para dar comienzo al último encuentro de la noche, pelea de fondo programada a diez vueltas en la que el invicto Carlitos Peralta en frenta a Jacinto Ortega, su, por decirlo así, más arduo escollo en el campo profesional. Este muchacho Pe ralta, a los veinte años y con sólo cinco combates en el campo rentado, se perfila, evidentemente, como el valor más promisorio de su categoría. 

La experiencia de Ortega, quince años mayor que él, y la asombrosa pegada de ambos púgiles, pero atención: ya están en el centro del cuadrilátero escuchando las indicaciones del árbitro. Vemos muy, pero muy sereno al chico de Parque Patricios. Tan sereno, siente Ortega, tan sin ningún machucón y con la nariz tan recta. Y fue como una luz súbita, como un látigo de fuego. Y ciegamente supo que, esta noche, el rumano Morescu iba a meter la mano bajo la canadiense, a la altura del revólver, con un gesto casi idéntico al del bodegón, sólo que, en el bodegón, había sacado un rollo de billetes y había dicho “vos sabés cómo funciona este negocio, negro”, y que desde entonces habían pasado muchas cosas, hasta que ayer a la madrugada, amigos, un derrame cerebral nos borró la señera figura de un viejo que gritaba no dejés que me lleven, Jacinto, pero Ortega no podía ver con quién estaba peleando el viejo, ahí, solo en el medio del bodegón, tirando golpes formida bles al £ire y diciendo te tumbé, gran puta. Esteban Ruiz para todo el mundo; peleándose a trompadas con la muerte. Y es como un deslumbramiento ahora. 

 Ortega también parece muy tranquilo y se dirige len tamente a su rincón. Hace mucho, piensa, cuando yo tenía tu misma mirada, cuando estiraba una mano para agarrar cualquier cosa, un vaso, por ejemplo, y la mano iba directamente al vaso, sin que el vaso, de pronto, cambiara de sitio. “Eh, qué hacés”, había dicho el rumano, en el bodegón, echándose hacia atrás: el vino, dorado, se derramaba sobre el mantel. “Discul pe”, murmuró confusamente Ortega.

 “Mirá”, dijo después Morescu: “la cosa está muy clara; vos sabés cómo funciona este negocio. Y a mí no me gustaría que me lo acobardaran al pendejo”. Al rumano no le gustaría, pibe. A ellos no les gustarla que perdieras ese gesto de comerte el mundo, esa mirada, donde hay algo que yo conozco: una cosa parecida al miedo. Y que es miedo. Pero que al primer derechazo se borra y sólo queda el coraje y después la sensación lacerante de tener no sé, un dínamo dentro del cerebro, algo que golpea trescientas veces por pelea contra las pare des del cráneo. Hasta que cualquier día, al bajar una escalera, da un poco de risa no poder mantener el equilibrio; asombra un poco darse cuenta que, si no agarrás el pasamanos, se te traban las piernas igual que cuando te aciertan un gancho en la punta de la pera y te venís de boca, como si algo, de improviso, se hubiera roto adentro. Un hilo, algo. Alguna cosa rara que además de cortarse, duele. Como si te clavaran a palos la corona esa de que hablaba el viejo Ruiz. Y Ortega, al mirar los intactos ojos claros de Peralta, recordó el costurón del viejo; su mirada lagrimeante, de sapo. Su libro desvencijado. 

Y lo deslumbró como una luz súbita (porque todos tenemos una noche, Ja cinto, y es como si el cielo y la tierra se juntaran y vos estuvieras en el centro, único, solo, y la noche del rubio fue mi noche: toda mi vida, sabés, amontonándose en un áperca, y mirá, mirame ahora), o quizás le pareció una luz: algo repentino y mágico que le estallaba den tro de la cabeza. Tal vez fue sencillamente una pun tada más aguda que de costumbre; tal vez, el sonido del gong, dando comienzo a la pelea. —Cuánto voy —preguntó Ortega. Morescu metió la mano en el bolsillo y sacó un rollo de billetes. El bodegón iba quedando vacío. Ruiz, en el mostrador, cantaba. —El veinticinco por ciento, más diez mil —el ru mano apartó cuatro billetes y los puso bajo el vaso de Jacinto—. El resto, después de la pelea. Ortega preguntó en qué round tenía que tirarse. Sentía un gusto amargo en la boca; se acordó, sin saber por qué, de ia mixtura aquella de la abuela. —En el quinto —dijo el otro—. O en el sexto. Volvió a guardar los billetes; dejó cien pesos y, llamando al mozo, hizo con el dedo un ademán circular que abarcaba la mesa. —Cóbrese de ahí —dijo. Y salió. “¡Dos!”, gritó la voz junto a su oído, y Jacinto *pensó que ya no iba a poder levantarse; que todo había sido una larga carnicería inútil. Diez rounds, media hora pegando y aguantando. Hasta olvidar, incluso, a quién y por qué pegaba. Ahora estaba allí, caído: pensando perdóname, pibe. 

Alcanzaba a ver de pie en un rincón neutral al chico Peralta, borrosamente lo veía y, acaso, más que verlo lo adivinaba. Adivinaba su cara tumefacta, su ojo izquierdo semicerrado, la respiración violenta distendiéndole los músculos del estómago, el temblor incontrolable de las rodillas (co mo si la sangre, viste, se te volviera azúcar), todo, hasta el miedo secreto que siempre se siente en estos casos, el miedo de que el otro, el que está caído y piensa en Dios (ayúdame, no ves que si me abando- nás todo fue inútil; por qué me has abandonado, carajo) se levante de pronto, por milagro, como en el quinto round cuando una derecha en contragolpe, ami gos, pareció que lo fulminaba y el rumano Morescu, que todavía no había llegado al estadio ni había me tido la mano a la altura del sobaco ni sospechaba que el juego podía desordenarse, sonrió y desvió los ojos del televisor. Porque antes, en el quinto round, Jacinto se dio cuenta de que empezaba a faltarle aire; Peral ta, en cambio, daba la impresión de no haber comen zado aún la pelea. Jacinto no atinaba a sacarse de encima esa izquierda, como de púnchimbal, que venía martilleándole la cara desde el primer round; de cer ca, sin embargo, a causa de sus largos brazos, el chico se enredaba un poco.

 Instintivamente, Ortega com prendió que el único modo de cumplir su pacto tácito con el viejo Ruiz era acortar distancias. Todavía igno raba qué clase de pacto, pero Peralta punteó y Jacinto, sin vacilar, entendió que ése era el momento: la iz quierda del muchacho se perdió en el aire, rozando casi la frente del negro. Como un rebencazo, la mano de Jacinto cayó de lleno sobre el flanco de Peralta; el chico se había encogido entonces, y, a muchas cuadras del estadio, el rumano Morescu, sonriendo, desvió los ojos del televisor y pensaba quizá que el realismo de la caída era convincente; porque fue Ortega quien, al avanzar, recibió una derecha en contragolpe sobre el ojo y, como una marioneta a la que súbitamente se le cortan todos los hilos, cayó de rodillas. Veinte mil per sonas se habían puesto de pie, al mismo tiempo. 

A partir de aquel instante, nadie creyó lo que veía. Orte ga, como si rebotara en la lona, se había vuelto a levantar. Durante un segundo permaneció de rodillas, con el iluminado rostro vuelto hacia la flagelación de los reflectores, y, en ese segundo, supo definitivamente que aquélla era la noche suya, la noche irrepetible y única noche donde se amontonan todos los días y todas las noches de la vida, cada hora de vigilia y cada sueño, los gestos, todo, las palabras olvidadas y las que no se atrevió a pronunciar, las siestas de gomera al cuello corriendo descalzo por la orilla del río, el primer cajón de lustrar y s.u primera negrita azul, tumbada sobre el pasto. Todo. Los cinco pesos de su primera pelea y los diez mil ahora del rumano, a quien definitivamente supo que iba a traicionar porque él tenía un pacto secreto con el viejo Euiz, y porque todas las grandezas y las canalladas de su vida se pusieron de pie, pobre Cristo, buscando justificación. Porque él había sido enviado al mundo para esto. Y tres veces cayó. Y aho ra, en el último asalto de esta pelea programada a diez vueltas, negro Ortega piensa en Dios, y Morescu, junto al ring, ya no sonríe. Dejó de sonreír hace mu cho, cuando volvió a mirar fascinado el televisor por que Jacinto, como si hubiera rebotado en la lona, apa reció de pie bajo las luces y recibió al chico de frente, aguantando por lo menos media docena de golpes brutales en la cabeza. Había que resistir. Y golpear. Sobre todo, golpear: acobardar, a golpes, al pendejo. Está loco, pensó Morescu. Pelea de titanes, dijo el comentarista. Matalo pibe, gritaron unos hombres. El rumano se había puesto de pie; pidió un taxi: al Luna Park, dijo. 

“Tres”, escucha, ahora Ortega, rueda de costado, ve la cara del rumano cubierta de sangre y de saliva y piensa que si no se levanta todo está per dido, porque Peralta, amigos, se consagra definitiva mente en esta noche inolvidable mientras el brazo del hombre de blanco baja por cuarta vez, por quinta vez, y la gritería crece de golpe, hasta convertirse en .una especie de timbal unánime estallándole en el cráneo. Jacinto creyó entender que acababa de ocurrir algo extraño e inesperado: al principio, no comprendió. Después, las manos del árbitro, sus golpecitos secos limpiándole la resina de los guantes y el sonido de la voz del comentarista le explicaron que sí, que el veterano Jacinto Ortega ha vuelto a reincorporarse y él mismo sale ahora a buscar al chico de Par que Patricios porque recuerda confusamente que aquél es el último round de la pelea, de su pelea. Y también recordó que Peralta, al adelantar la iz quierda, levantaba el codo derecho sobre la región del hígado. Golpear ahí. Y esto es increíble, amigos. 

Una impresionante izquierda en jab y Peralta acusa el im pacto otra izquierda a la cara una derecha amargo gusto de mixtura para que aprendás Ortega ha salido a jugarse cuando la pelea parece prácticamente defi nida cuando el estadio las voces las luces se han pues to a girar un varillazo ardiente en el sitio del dolor una espectacular reacción una gran paliza, Jacinto, cuando aun se tiene veinte años en el último medio minuto de pelea mientras los gritos no me dejan escu char las palabras del rumano, tírate hijo de puta, ni mis propias palabras, tírate, pibe, no ves que ya no puedo seguir pegando. Y se afirmó, echando todo el cuerpo detrás de su última izquierda. Pensó en Ruiz; recordó sus palabras y su libro; supo que su noche inmortal se le escapaba de las manos. El brazo de Jacinto, tremendo como una oración, pasó de largo, lejos, inútil. Y todos los sonidos cesaron de golpe. Dio un giro lento, en el vacío; le pareció que se había quedado solo en mitad del universo. Cayó de espaldas, con los brazos abiertos.

miércoles, 26 de marzo de 2025

Paul Valéry Cuadernos (1894-1945) Edición de Andrés Sánchez Robayna Traducción de Maryse Privât, Fátima Sainz y Andrés Sánchez Robayna



Introducción 

 Aseguraba el señor Teste que él era «como el juguete de un conoci- miento musculoso», y que «si Bach hubiera creído que las esferas le dictaban su música, no hubiera podido tener la fuerza de lim- pidez y de soberanía de combinaciones transparentes que obtuvo». Parece inútil señalar que Paul Valéry creía, en este sentido, lo mismo que Teste (su doble), una coincidencia que no siempre tenía que darse necesariamente entre el escritor y su creación temprana, ese pequeño «monstruo» que, en su cuento filosófico, persigue una peculiar Quimera, una «Quimera de la mitología intelectual». ¿Tiene «musculatura» el pensamiento? Si la tiene, es preciso ejercitarla, no menos que la otra, tanto para evitar todo anquilo- samiento como para mostrar su fuerza, aunque sólo sea —y no es poco— su «fuerza de limpidez». En cuanto a Bach, no es lo mismo, ciertamente, un conjunto de anotaciones dispersas realizadas du- rante años que el soberano arte musical del maestro de Leipzig, pero tampoco aquéllas venían del cielo: eran el fruto de una estricta disciplina, de un esfuerzo mental prolongado. Si su efecto no resul- taba tan alado como el de Bach (pero a veces lo era, no sólo bajo la forma de poemas en prosa, sino también de aforismos y reflexiones a menudo igualmente fulgurantes), no cabía achacar la culpa a la disciplina, condición imprescindible de toda vida mental. Era sólo un asunto de «géneros». Valéry mostraba así que la disciplina se halla en la raíz de toda cosa mentale. ¿Música, pensamiento? Son «géneros» diferentes, en efecto, pero ambos, para ser de verdad, han de ser disciplinados. Ser es ser disciplinado. ¿Qué lleva a un hombre, durante más de cincuenta años, a levan- tarse muy temprano (entre las cuatro y las cinco de la mañana) y a escribir unas tres o cuatro horas acerca de los temas más diversos? Mientras otros hacen libros, él «hace» su mente, afirmará en al- guna ocasión, y volverá a repetirlo de muchas maneras. No siempre escribe; a veces, también dibuja —y esos dibujos no son preci- sámente irrelevantes: muestran una extraordinaria capacidad de observación y unas indudables facultades artísticas. Al alba, un hombre piensa, escribe, dibuja. Lo hace con tal re- gularidad que esas anotaciones —en realidad, esos momentos mati- nales, porque no sólo escribe— llegan a convertirse en un «vicio», en un hábito al que le resulta imposible renunciar. Nada más lejos, sin embargo, de la grafomanía: las anotaciones brotan como una constante prueba de lenguaje, y revelan una intensidad intelectual poco común, en un arco que va de lo filosófico a lo científico pasando por lo psicológico y lo literario. Las anotaciones critican, proponen, impugnan. Y, alguna vez, celebran. Pero también se cuestionan a sí mismas, empezando por cuestionar el lenguaje. Esos «tanteos de la mañana» son, en definitiva, un ejercicio mental, un método de análisis del funcionamiento de la mente, un ejercicio guiado por la disciplina más severa. Tanto, que ese hombre acaba por identificarse con un «Gladiator». Por lo demás, ese trabajo re- sulta, con frecuencia, desesperante: es un «trabajo de Penélope», un hacer y deshacer el análisis y un continuo formular y reformular hipótesis inverificables. Y vuelta a empezar. Lo que lleva, en definitiva, a Valéry a una práctica tal de la escri- tura es una pertinaz, obsesiva voluntad de conocimiento. Pero una voluntad en la que comprender no es distinto a crear. Lo había aprendido en Leonardo da Vinci. No puede extrañar que las anotaciones de los Cuadernos comiencen en 1894, el mismo año en que Valéry escribe su «Introducción al método de Leonardo da Vinci». Leemos en este ensayo que «es en el universo en lo que Leonardo piensa siempre, y en el rigor». Para Leonardo, se diría, comprender es un acto, y no hay en él ningún abismo: «un abismo le haría pensar en un puente». Valéry tenía veintitrés años. El «hombre universal» que fue Leonardo se convierte en una especie de símbolo para el joven escritor. Leonardo es «universal» porque nada escapa a sus intereses humanos, y su divisa fue osti- nato rigore. Ambas cosas, universalidad y rigor, se convertirían para Valéry en objetivos o, más bien, en condiciones de la vida mental. Cada mañana, el pensamiento será ejercitado en la reflexión acerca de los objetos del mundo y de nuestro modo de comprenderlos, de experimentarlos. En un cúmulo de notas que proliferan a lo largo del tiempo como manifestaciones múltiples de una incesante actividad intelectual, Valéry expresa además su lucha con el pensamiento y con el lenguaje. Y la disposición de esas notas en los cuadernos —cada uno de ellos con la expresión del año en que fueron escri- tos— nos permite, por otra parte, seguir la evolución de su pensa- miento. Cada día, «entre la lámpara y el sol», Valéry parecía responder a la pregunta tal vez más esencial de todas las que se formuló: «¿Qué puede un hombre?». Le interesaba menos una «obra» literaria que el examen de los mecanismos de su mente, y de ahí los prolongados silencios que separan sus publicaciones, muy especialmente el silencio anterior a 1917, en que La joven Parca irrumpía en la escena literaria de la época después de los amistosos apremios de Gide. Nunca hubo, se diría, un silencio literario más preñado de palabras. Lo sabemos hoy, tras la publicación postuma de los Cuadernos. El gigantesco cúmulo de anotaciones escritas por Valéry entre 1894 y 1945, año de su fallecimiento, consta de 261 cuadernos, cuya edi- ción facsimilar en veintinueve volúmenes, publicada entre 1957 y 1961, alcanza unas 26.600 páginas. Es la obra de una vida, diría- mos, si no fuera porque la noción misma de obra (algo se dirá luego sobre la dificultad que supone clasificar literaria e intelectualmente estas páginas, y no digamos definir su género) no acaba de ajus- tarse al sentido de una masa oceánica de textos diversos, desde el aforismo a la fórmula matemática, pasando por el dibujo, el poema en prosa, la disquisición filosófica, el estudio estético, el apunte psicológico, la observación sociológica, el dato autobiográfico, el en- sayo político o la crítica literaria. Desde muy pronto, Valéry advirtió el desorden de sus anota- ciones, su carácter caótico, poco «útil» en la disposición originaria de la escritura. Porque, en los cuadernos, Valéry no trabajaba por bloques o temas, sino en simple secuencia temporal, de manera que, por ejemplo, junto a la discusión de un teorema matemático puede encontrarse el esbozo de un poema, seguido éste a su vez por un apunte sobre la visita de un amigo, una larga reflexión sobre una conferencia de Einstein, un aforismo sobre la experiencia reli- giosa o el dibujo de su propia mano con un cigarrillo. En 1908, es decir, transcurrido ya algún tiempo desde el inicio de sus anota- ciones, el propio Valéry empezó a ordenarlas por grupos o núcleos temáticos, e incluso a pasarlas a máquina. Más tarde dejó esta última tarea en otras manos (las manos amigas de algunas secre- tarias de confianza) para ocuparse únicamente de la clasificación de los fragmentos. De una ordenación inicial considerablemente abstracta, que tendía a privilegiar el mundo nocional o intelectual (matemático- formal), Valéry pasó a otra más amplia y matizada, en la que hacía entrar también en juego, con secciones propias, la dimensión de la emotividad, la biología y el cuerpo. Con esa nueva clasificación, más atenta a lo que Judith Robinson llama «la infraestructura biológica de nuestra vida interior», Valéry era más justo con un as- pecto muy presente en los propios textos, lo mismo que en otros escritos suyos. En la edición de La Pléiade, en dos volúmenes que rebasan las 3.000 páginas, son treinta y una las secciones que finalmente apa- recen, y que aglutinan las preocupaciones de un intelectual tan interesado en las artes como en las ciencias. No son secciones o capítulos incomunicados, desde luego, y no pocas reflexiones po- drían figurar en más de un capítulo, o haber quedado adscritas a uno diferente. Valéry aprovechó determinados materiales de estos cuadernos para la redacción de algunos ensayos, o para libros como el espléndido Tel Quel. La mayor parte de estas páginas, sin em- bargo, quedaron inéditas, y su publicación a finales de la década de 1950 (la citada edición facsimilar) despertó un extraordinario inte- rés: la existencia de los Cuadernos era conocida sólo de oídas. Su divulgación suponía el afloramiento de todo un continente inte- lectual, filosófico y literario. Sería preciso crear un rótulo especial para definir el «género» de los Cahiers, un rótulo que sirviese para delimitar el estudio de las va- riantes infinitas del propio funcionamiento mental. Autoanálisis no es palabra inadecuada, pero el propio Valéry advirtió en seguida que el examen de los procesos de su mente —elemento prepon- derante en estas anotaciones— no es sino una de las preocu- paciones que cabe observar en ellas. De ahí las aproximadamente doscientas subdivisiones que, en algún momento, pensó utilizar en una clasificación más detallada de sus notas. Véanse sólo las corres- pondientes al capítulo «Ciencia»: Ciencias, Generalidades, Energía, Mecánica, Fuerza, Inercia, Física mecánica, Intuición, Imágenes, Movimiento, Zenón, Distancia y Duración, Relatividad. Los Cuadernos versan menos sobre la autoexploración de los procesos mentales de un individuo que sobre esos procesos en reía- ción con otros «objetos»: el estudio de los límites de la conciencia, el papel de los sueños en la vida mental y emotiva, las lecciones de la historia, los impulsos del eros, el sentido de la enseñanza, las diferencias entre el yo y la personalidad, el significado de la noción El género de los Cuadernos podría ser, como propone Wendoll K. Me Clendon, el «diario intelectual», es decir, «el registro de la vida de de literatura, la experiencia religiosa, la dimensión ética de la exis- tencia y un sinfín de asuntos que desbordan claramente el solo «autoanálisis». Todos esos asuntos, en efecto, son abordados desde la perspectiva de una conciencia que no deja de autoanalizarse en cada una de las fases de la reflexión sobre esas materias. Una refle- xión que aspira siempre a basarse en sus propios y exclusivos recur- sos intelectuales, y de ahí que Valéry acuda raramente a otras fuen- tes intelectuales o filosóficas (lo cual no deja de representar a me- nudo una seria limitación). La mayor parte de las veces quiere llegar solo al lugar que descubre por sí solo. Y no por narcisismo intelectual sino por una voluntad de conocer el alcance del propio funcio- namiento mental. una mente; mejor todavía, es esa vida misma preservada, vibrante y dinámica, en ese lenguaje». Ahora bien, ¿qué separa a un «diario intelectual» de un «diario» común? Dicho de otra manera: ¿qué ca- racterísticas ha de tener un «diario de ideas»? ¿Acaso la total exclu- sión de referencias a la vida cotidiana? No es el caso, ciertamente, de los Cuadernos, que registran, con más frecuencia de la que creía el propio Valéry (quien se opuso siempre a ver en esas páginas un diario, ni siquiera un «diario de ideas»), datos múltiples acerca de la vida cotidiana del autor, desde la mención de determinadas visi- tas que hace o recibe hasta la inclusión de fragmentos de cartas, pa- sando por la referencia a veladas íntimas con amigas, el comentario detallado de ciertas conversaciones (de Gide a Bergson, de Einstein a De Gaulle), la descripción de estados de ánimo o, en fin, el des- ahogo sentimental explícito (véase, en el capítulo «Ego», la conmo- vedora anotación sobre la muerte de su madre, que esta edición re- coge). No faltan ni siquiera los criptogramas —sobre todo en el capítulo «Eros»—, tan ligados al diarismo, y de los que es un buen ejemplo el Diary de Samuel Pepys. Las investigaciones recientes sobre la escritura diarística prue- ban que no es posible una definición de diario más allá de la es- tricta referencia al tiempo contenida en esa misma palabra. Asegura Philippe Lejeune, en efecto, que para que haya diario basta que haya «escritura fechada»; sería preciso, pues, hablar casi de tantos tipos de diarios como diaristas ha habido y hay. Maurice Blanchot, por su parte, afirmaba que un diario «no es esencialmente confe- sión, relato de sí mismo; es un Memorial», y tal vez los Cuadernos serían, a sus ojos, una suerte de memorial filosófico. El mismo Valéry creía a veces estar haciendo un diccionario. «Si yo hiciera un diccionario (¿y qué otra cosa hago en estas notas?)[...]», escribe, pensando acaso en el Diccionario filosófico de Voltaire. Más allá o más acá de los géneros, sin embargo, tal vez lo que más importa es subrayar que estamos ante un singular pensa- miento en formación. En constante, espectacular, rigurosa forma- ción. La singularidad de los Cahiers no deja de hacernos pensar en otras creaciones europeas de su misma «familia» intelectual y espiritual. Bien es verdad que las diferencias se imponen, y acaso en esas dife- rencias resida buena parte del significado de cada una de esas obras, inscritas casi todas ellas en esa zona fronteriza entre la lite- ratura y el pensamiento. ¿Cómo no ver, en cambio, que esas analo- gías, lejos de suprimir las diferencias, las sitúan en su plano más justo, es decir, aquel que forjan las inevitables convergencias creadas por la mirada crítica e histórica? Diarios aparte (empezando por el de Amiel, tan próximo en oca- siones, muy especialmente en el costado metafísico), los «tanteos» o ensayos de Valéry hacen pensar ante todo —en lo que respecta a la variedad de sus temas y a la inagotable curiosidad de sus bús- quedas— en los antiguos libros misceláneos; por ejemplo —y por citar una referencia hispánica—, en la vieja y hermosa Silva de varia lección (1540) de Pedro Mejía. Y quien piensa en este libro ha pen- sado ya sin duda en los Ensayos (1580) de Montaigne. Uno y otro, sin embargo, lo mismo en su didactismo que en su designio clásico de «deleitar», están distantes de un vastísimo conjunto de notas ca- racterizadas por su dispersión y su explícito deseo de permanecer al margen de todo «deleite»; es declaración suficientemente reve- ladora, en este sentido, la que abre los Cuadernos: «Aquí no me pro- pongo agradar a nadie». Existe, sin duda, una especie de red (¿era consciente de ella el propio Valéry?) que, en su propia lengua, une las anotaciones de los Cahiers con el fragmentarismo casi sistemático de los Pensamientos de Pascal y, más tarde, de los pensamientos, máximas y anécdotas de Chamfort. Y más aún: la une con la «poética» del fragmento practicada por los románticos alemanes, muy especialmente la sym- philosophie de Friedrich Schlegel y Novalis, que hicieron del pensa- miento «fracturado», de los «granos de polen» —en la bella expre- sión del autor de los Himnos a la noche—, la forma predilecta de un modo de ser intelectual. La verdadera «familia» de los Cahiers hay que buscarla, en efec- to, en esa precisa «poética» del fragmentarismo radical. Los Frag- mentos de Novalis (también conocidos como La enciclopedia) ofrecen numerosos puntos en común de tipo formal con las anotaciones del poeta francés. Dispersos, proliferantes, también los fragmentos de Novalis surgieron en forma de anotaciones alia prima, con irresis- tibie vocación aforística o con tendencia a la brevedad fulgurante. Como Valéry, en fin, también Novalis dejó pistas e índices para ordenar el material por enunciados o bloques que permitirían poner un poco de orden en el «caos natural» de sus manuscritos. Pero sorprende en los Fragmentos una anotación según la cual el autor aspiraba a que su «libro» estuviera integrado tanto por frag- mentos propiamente dichos como por «cartas, poemas, estudios científicos rigurosos, etc.», lo cual no está lejos de la realidad formal de los Cuadernos. Más sorprendente aún es que Novalis pida una «gimnasia del espíritu y del cuerpo», que recuerda de inmediato la «gymnastique intérieure» de Valéry. Es tentador establecer un pa- ralelismo entre ambas obras (no estoy seguro de que no se haya realizado ya). No pueden ignorarse las considerables diferencias entre una y otra, sobre todo la voluntad de sistematización filosófica de Novalis, «idealista mágico» —muy influido por Kant y Fichte y, en menor medida, Spinoza y Leibniz—, que difiere sensiblemente del escepticismo y el materialismo casi programáticos de Valéry y de su reducción de la mayor parte de los problemas filosóficos a es- trictos problemas lingüísticos. Sin embargo, tales diferencias no pueden ni deben ocultarnos sus semejanzas y equivalencias cons- tructivas. Más sorprendentes aún, si cabe, pueden parecemos los nexos evidentes que los Cuadernos ofrecen con el Zibaldone di pensieri de Giacomo Leopardi, obra en la que, como es sabido, el poeta italiano anotó, entre 1817 y 1832, un extensísimo conjunto de observaciones, comentarios y apuntes acerca de los asuntos más diversos, además de esbozos de poemas, disquisiciones filológicas, interpretaciones históricas y un buen número de digresiones filosóficas. Libro mí- tico, el Zibaldone no se publicó sino muy tardíamente (como los Fragmentos de Novalis), y sólo en 1900, año en que vio la luz la pri- mera edición, pudo el lector saber que el autor de los Canti y de las Operette morali era también un extraordinario humanista con preo- cupaciones «enciclopedistas», y que las más de 3.600 páginas de esos cuadernos convertían a Leopardi en un pensador (y un filó- logo) de dimensiones inusuales. «Che cosa è dunque lo Zibaldone'1 Una specie di diario», escribe Giuseppe De Robertis en un funda- mental estudio sobre esas páginas («Dalle note dello Zibaldone alia poesía dei Canti»). Sergio Solmi, a su vez, lo ve como un ejemplo excepcional de «pensamiento en movimiento». Estos dos rasgos fundamentales, plenamente compartidos por los Cahiers, bastarían para crear en el lector la sospecha de un posible influjo del poeta ro- mántico italiano sobre el poeta francés simbolista (cuyos padres, por otra parte, habían nacido en Italia). No hay constancia alguna, sin embargo, de que Valéry conociera el Zibaldone (ni, por lo demás, los Fragmente de Novalis). Por su misma naturaleza universalista, arriba mencionada, los Cahiers no ocultan en ningún momento su carácter «encielo- pédico». Más aún que en la edición «ordenada», es en la repro- ducción facsimilar de los manuscritos donde se percibe con cía- ridad meridiana la multiplicidad del trabajo de sentido realizado por una mente que parece en continua efervescencia y que no cesa de interrogar los objetos del mundo y de interrogarse a sí misma. Es en los predios de la razón ilustrada, en ese siglo xvm que Valéry tenía como su época histórica favorita, donde empiezan por situarse los intereses de una mente que deseaba hacer valer tanto su potencia como sus potencialidades. Pero esa «razón» es sólo un terminus a quo, porque se diría que el poeta francés quiere explorar menos los objetos del mundo con los instrumentos de la razón que el lenguaje con el que tradicionalmente se ha acercado y se acerca el hombre a esos mismos objetos. Filosofía, sí, pero, ante todo, filo- sofía del lenguaje. Y ya ha quedado dicho que Valéry tiende a redu- cir los problemas (los objetos) filosóficos a problemas de lenguaje. Precisamente porque una «mente poderosa» —y la de Valéry lo era en grado extremo, no sólo en una dimensión teórica y crítica, sino también en lo relacionado con la «filosofía del lenguaje» que hay implícita en toda gran obra literaria— no deja de interesarse por sus propios límites, la mente de Valéry se pasa el tiempo pre- guntando por la necesidad o la pertinencia de los hábitos de la mente y de la imaginación. La pregunta tal vez más reiterada en los Cuadernos es la que intenta saber si algo que el hombre ha hecho tradicionalmente podría o debería ser inventado hoy. La profun- didad de esta pregunta habla con claridad, ante todo, acerca del carácter esencialmente interrogativo de la mente de Valéry, pero también de sus dudas acerca de preocupaciones o actividades que han marcado la historia de la humanidad y que, sin embargo, no están verdaderamente justificadas en sí mismas o no tienen sentido hoy. ¿Inventaríamos hoy la poesía, las religiones, la familia? El lector agradece siempre a Valéry lo mismo ciertos cuestionamientos o im- pugnaciones (en todos los planos, desde la afectividad hasta la poli- tica, pasando por los sueños, la psicología, la sensibilidad, la his- toria, la memoria, la ciencia, el eros, las matemáticas, el arte, el ego, la enseñanza, la literatura, la experiencia del tiempo, la conciencia o el lenguaje) que el hacernos conscientes de ciertos fenómenos comúnmente poco analizados, o determinadas constataciones a las que le ha llevado su propia experiencia. En los precisos sentidos indicados, véanse sólo, respectivamente, estas dos notas acerca de una práctica —la práctica de la poesía— intensamente auscultada a lo largo de los años: «La poesía por sí sola no puede bastarle a una mente de cierta fuerza — Por ello, las mentes poderosas que han escrito poesía han intentado combinar el movimiento de la mente y lo que éste conlleva con su interrupción y lo que ésta implica» (1925, «Poesía»); «La Poesía en nuestra época es supervivencia — tradición. Poesía en una época de simplificación del lenguaje, de alteración de la voz, de supresión de fuerzas sociales y lingüísticas, de especialización — (música) — es cosa preservada — Es decir, que hoy no inventaríamos los versos si no nos hubieran sido lega- dos. — Tampoco las religiones» (1926, ibidem). De este tenor es la conciencia de Valéry. Interrogación y auto- interrogación. Crítica del lenguaje y exploración del límite: de la mente, de la percepción, del objeto. Y todo ello en el orden puro (el desorden originario) del pensamiento: «En lo que respecta al “pensamiento”, las obras son falsificaciones, puesto que eliminan lo provisional y lo no reiterable, lo instantáneo, y la mezcla pura e impura, desorden y orden». Los Cuadernos no son —ya se dijo antes— una «obra». No lo son, además, porque no aceptaron en ningún momento la «falsificación» aludida. El acontecimiento de la publicación de los Cahiers a mediados del pasado siglo, en una edición que venía a acompañar (y a completar) la de los dos volúmenes de las Œuvres del autor, situaba en prime- rísimo plano la figura de Valéry en un panorama —el panorama de la cultura europea posterior a la segunda guerra mundial— particu- larmente delicado y difícil. Fue en ese preciso contexto en el que T. S. Eliot declaró que Valéry era la personalidad intelectual de su época que más le interesaba, y en el que André Gide no dudó en afirmar: «Nadie [como Valéry] en nuestros días ha ayudado mejor ni de manera más constante al progreso de la mente». No era ajeno a estas consideraciones lo que en i960, en su ensayo «Desviaciones de Valéry», T. W. Adorno llamó el «conservadurismo» político del poeta francés, incluso su «apoliticismo» («como el Thomas Mann de las Reflexiones», subraya Adorno). Pero entre las «contra- dicciones» de Valéry que señala el pensador alemán está el que el campo de tensiones de este intelectual conservador «anticipa en treinta años —afirma— el del arte contemporáneo: el de la emanci- pación y la integración». Poco después subrayará que lo que se muestra siempre en la prosa de Valéry es, asombrosamente, «el pensamiento mismo trabajando», y señalaba su influjo sobre Wal- ter Benjamin: «El espíritu condenado a muerte simpatiza con lo material, lo ello mismo no espiritual en el seno del espíritu. Valéry coincide con Walter Benjamin, cuya estética aprendió sin duda de él más que de cualquier otro, en un materialismo de segundo grado». El que acaba de verse no es sino uno de los testimonios susci- tados por el «campo de tensiones» del pensamiento de Valéry. Nos falta aún, hasta donde puedo saber, un estudio sobre los ecos y las repercusiones de ese pensamiento en la cultura europea consi- derada en su conjunto. Ese estudio habría de integrar, de manera coherente con los intereses intelectuales de Valéry plenamente explicitados en los Cuadernos, los testimonios de la ciencia. De tales testimonios cabría aquí mencionar, si no el más reciente, sí uno de los más relevantes, por la significación de quien lo formula y por el alcance de la huella que revela. En uno de sus ensayos, efecti- vamente, más conocidos, «Sólo una ilusión», de 1984 (recogido en su libro ¿Tan sólo una ilusión? Una exploración del caos al orden), el físico-químico Ylia Prigogine (1917-2003), precursor de la teoría del caos y premio Nobel de Química tanto por sus trabajos en lo que denominó «estructuras disipativas» como por sus contribuciones al desequilibrio termodinámico —particularmente la teoría de los «procesos irreversibles»—, acudió a lo que llama una «importante observación» sobre el tiempo realizada por Valéry en sus Cuadernos (recogida en la presente edición, en la sección «Filosofía») para explicar algunas de sus propias posiciones sobre el tiempo desde el punto de vista de la física teórica. Prigogine, autor del ensayo «La actualidad de la concepción del tiempo en Valéry» (Fonctions de l’Esprit, 1983), ve en el poeta francés a un precursor de las actuales teorías físicas sobre el tiempo. Es seguro que el autor de El cemen- terio marino habría sido especialmente sensible a este testimonio, aún más sin duda que a los múltiples y muy conocidos de la lite- ratura. Que algunos de sus pensamientos del alba —la «hora pura y profunda»— hayan sido recuperados por la ciencia contemporánea y que hayan podido tener consecuencias relevantes para nuestra comprensión actual de los sistemas biológicos habría constituido, a no dudarlo, uno de sus máximos orgullos. Y es que si «Un átomo de certidumbre objetiva destruye un mundo de certidumbre subje- tiva» (1912, «Ciencia»), también es cierto que, como en la poesía, «La analogía domina la ciencia física» (1900-1901, ibidem); más aún (asegura cuando ya ha conversado con Einstein): «Todos los progresos de la física convergen hacia un problema ineluctable que es el de las percepciones y las imágenes» (1927-1928, ibidem). Pero el significado de los Cuadernos no viene dado sólo por sus valores intrínsecos y por la huella que dejan en obras posteriores (incluidos los homónimos Cuadernos de E. M. Cioran dados a cono- cer en 1997). Como todas las grandes producciones del espíritu, también influye en sus «futuras predecesoras». Nos fuerza, en efec- to, a ver bajo su luz tanto las producciones que arriba llamé de su misma «familia espiritual» (especialmente Novalis y Leopardi) cuanto las obras que se encuentran en la raíz histórica del género «ensayo». Este «pensamiento en formación» se mira, pues, tanto en las aguas de su posteridad como en las del pasado, y ambas lo reflejan con inusual nitidez. Siendo «pensamiento en el tiempo», puesto bajo el rumor del tiempo (esto es, datado con precisión, hasta el punto de poder fijar tanto su evolución como sus crisis), también el tiempo histórico-cultural, el anterior y el posterior, lo enriquece y lo transfigura. De ahí que, aun sin negarles cierto sen- tido de provocación evidente, no suenen hiperbólicas las siguientes palabras de Octavio Paz en 1986: «Cuando era adolescente, uno de los escritores que más veneraba era Paul Valéry. Después quedó más o menos en la sombra. Lo he releído hace poco y encuentro que el verdadero gran filósofo francés de nuestra época no es Sar- tre: es Valéry, como lo revela, sobre todo, la publicación postuma de los Cahiers» (Miscelánea, Obras completas VIII). Alguna vez afirmó Valéry que le hubiera gustado escribir una Comedia intelectual que fuese un complemento de la Divina Come- dia de Dante y de la Comedia humana de Balzac. En cierto modo, los Cuadernos —más aún que El señor Teste— son esa Comedia intelectual. Son el viaje de un moderno Odiseo intelectual a través del laberinto de su propia mente abismada, entre la fascinación de su potencia y su infinito espejeo de los objetos del mundo. El libro que el lector tiene ahora en sus manos es una selección de las treinta y una secciones de los Cuadernos, realizada a partir de la citada —y excelente— edición en dos volúmenes preparada para la Bibliothèque de la Pléiade por Judith Robinson. ¿Por qué una selec- ción, y qué criterios se han seguido en ella? Aunque las anotaciones de Valéry deben ser leídas en la secuencia completa de la que for- man parte, y aunque, idealmente, no debe «falsificarse» el espíritu y el sentido del texto original eliminando «lo provisional» y las rei- teraciones, «lo instantáneo, y la mezcla pura e impura» que da enti- dad al conjunto como tales anotaciones, es lo cierto que, en la con- fianza de que algún día pueda ser traducido al español en su inte- gridad, una selección como la que ahora se propone no sólo no trai- ciona el espíritu de los Cuadernos —puesto que las reiteraciones y lo «instantáneo» aparecen igualmente reflejados aquí de manera inevitable—, sino que resulta un proyecto más viable y realista en términos editoriales. De todos modos, y con la intención de que el lector posea las claves de la totalidad de las reflexiones de Valéry en torno a temas concretos, se ofrecen íntegras dos secciones: «Los cuadernos» y «Poesía». La selección realizada tiende a privilegiar dos aspectos: los contenidos mismos (esto es, la diversidad de abordajes de un tema y la riqueza de sus lecturas o interpretaciones) y el carácter de «dia- rio intelectual» que los Cahiers, a nuestro juicio, poseen en su esen- cia. Quiere esto decir que la selección tiende también a subrayar los momentos en que los Cuadernos se presentan más visiblemente cercanos a su condición de «diario», de manera que la cotidia- neidad y la autobiografía queden suficientemente resaltadas en la importancia que objetivamente poseen dentro del tejido general de las anotaciones. Sólo conozco, en español, dos traducciones parciales de los Cuadernos, ambas publicadas en México. La primera apareció en el número 2 (1976) de la revista Plural, dirigida por Octavio Paz, una breve muestra traducida por Tomás Segovia y presentada por W. K. Me Clendon; la segunda es un pequeño opúsculo que, con el título de Notas sobre la poesía, selecciona anotaciones sobre ese tema extraídas del conjunto de los Cuadernos, en edición y traducción de Hugo Gola (Universidad Iberoamericana, México, 1995). La traducción que aquí ofrecemos forma parte de los trabajos que el Taller de Traducción Literaria de la Universidad de La La- guna —dedicado a la práctica de la traducción y a los estudios de traductología— viene llevando a cabo desde su fundación en 1995. Ha sido realizada por Maryse Privât, Fátima Sainz y yo mismo. El trabajo de cada uno de nosotros fue objeto de una cuidadosa puesta en común con la finalidad de unificar criterios de traducción y, ade- más, fue revisado por el Taller de Traducción, una revisión que, en sesiones semanales celebradas a lo largo de dos años (cursos 2002- 2003 y 2003-2004), limó y mejoró no pocos detalles y por la que los traductores desean expresar aquí su más vivo agradecimiento. Se han respetado rigurosamente las características del texto ori- ginal, de manera especial la peculiar puntuación de Valéry: el uso casi siempre irregular de los guiones, los subrayados, los dos pun- tos seguidos (que no tienen el mismo valor que los tres tradi- cionales con valor suspensivo), etcétera. En la sección «Lenguaje» hallará el lector sabrosas observaciones de 1944 sobre el particular: «Critican mi uso (o el abuso que hago) — de las palabras subra- yadas, de los guiones, de las comillas. [...] Nuestra puntuación es vi- ciosa. // Es a la vez fonética y semántica e insuficiente en los dos planos». Se han conservado igualmente todas las palabras escritas en lenguas distintas al francés, relativamente abundantes (y que se traducen en nota), así como la peculiar disposición gráfica de cier- tos fragmentos. Valéry acostumbraba a poner título a cada uno de los cuadernos en que escribía (Tabulae meae Tentationum — Codex Quartus, e. Faire sans croire, ף. Jamais en paix!, 0. Comme moi, Journal de bord, Selfbook, nánna, etcétera); a veces, el título es una simple letra (B, G, J, \, í), am, en ocasiones seguida de un número: C 10, F 11, H 12, W14, ס XXVI, etcétera). Las indicaciones que figuran al final de cada anotación remiten a los siguientes datos: año, título del cuaderno (en cursiva), número de cuaderno (en redonda) y pá- gina (en redonda). Hemos traducido siempre los títulos escritos en francés, y hemos conservado los restantes datos: no faltará quien desee localizar esos fragmentos en la aludida edición facsimilar publicada entre 1957 y 1961 o en la édition intégrale actualmente en curso de publicación por Gallimard, de la que han aparecido hasta la fecha diez volúmenes. Los signos < > indican frases o palabras tachadas por Valéry en el cuaderno original; las / /, opciones o dudas del autor. Hemos prescindido de los [ ] que representan desa- rrollo de abreviaturas, pero no del signo [...] al principio o al final de un pasaje, que significa que éste no es reproducido íntegramente en la edición de la que traducimos. El lector no debe perder de vista en ningún momento el hecho de que estamos ante notas y apuntes escritos de manera rápida y fragmentaria, sin respetar, a veces, elementales normas de redac- ción y puntuación. La edición de la que partimos reproduce fiel- mente las características del texto original (epígrafes con punto final, notas con puntuación arbitraria o carentes de puntuación, etcétera), y lo mismo se ha pretendido hacer aquí, siempre que ha sido posible. Todas las irregularidades de carácter ortográfico (y tipográfico) que se observen en estas páginas, por tanto, debe entenderse que obedecen al deseo de preservar el efecto de la escri- tura originaria. Al final de cada cuaderno se insertan las notas del propio Va- léry. Al final del volumen, y siguiendo el orden de las diferentes secciones, se recogen tanto las notas de los traductores (con la indi- cación [T.]) como algunas de Judith Robinson, a veces condensadas, que aclaran determinados puntos oscuros o informan sobre per- sonas o lugares citados por el autor. 

 ANDRES SANCHEZ ROBAYNA Tegueste, 12 de julio de 2004

martes, 25 de marzo de 2025

TRATADOS DE LOGICA CATEGOR~AS - T~PICOS - SOBRE LAS REFUTACIONES SOF~STICAS INTRODUCCIONES, TRADUCCIONES Y NOTAS DE MIGUEL CANDEL SAN MARTfN




ARISTÓTELES

INTRODUCCION GENERAL Como es sabido, los títulos de las obras reunidas en el Corpus Aristotelicum se deben, por lo general, a los recopiladores y editores antiguos, en particular a An- drónico de Rodas. Por lo general, designan con propie- dad el contenido de la obra (hay alguna clamorosa ex- cepción, como la Metafísica...). En el caso del drganon, nombre genérico que designa globalmente las obras de lógica, la tradición es algo más reciente, pero no por ello la designación resulta menos atinada. En efecto, las seis obras que lo componen (Catego- rías, Sobre la interpretación, Analíticos primeros, AnaZí- ticos segundos, Tópicos y Sobre las refutaciones sofisti- cas) forman un conjunto de enunciados analíticos, no ubicables en ninguno de los espacios epistémicos que el propio Aristóteles delimita en sus obras teoréticas, a saber: física, matemática, teología. No son, pues, objeto de conocimiento filosófico. Y no lo son siquiera en cuan- to orientación propedéutica para el que busca iniciarse en filosofía. De ahí que sea justo no haberles adjudicado el título de Introducción, de EisagOg2 (justeza que se le escapó a quien, como Porfirio, veía el mundo de lo lógico, a través de su cosmovisión neoplatónica, como Lógos sustantivo, emanación de lo Uno elevado a categoría on- tológica fundamental). No, la «lógica» de Aristóteles es eso precisamente, logiká: es un decir, que de por sí no tiene más «cuerpo» que el que le da la referencia obje- 

8 TRATADOS DE LÓGICA (ÓRGANON) tiva de lo que se dice (lo cual puede, a su vez, ser cual- quier cosa). Para Aristóteles, el intento de elevar el Zógos al rango de objeto de conocimiento comparable a cual- quier otro, se salda con el vacío discurrir Iogikds kai ken6s, verbalista y vacuamente, que caracteriza preci- samente a los antifilósofos, a los sofistas. La «lógica» aristotélica no es, pues, epistéme, conocimiento; es mero órganon, instrumento del conocer. Simplificando mucho -no hay más remedio, aquí, que hacerlo- se podría decir que la lógica aristotélica supone, a la vez, un avance y un retroceso. Retroceso a los orígenes de una técnica de discusión -la dialéc- tica-, de tanto predicamento en la democrática Ate- nas, inmenso foro de debates. Retroceso, que implicaba desandar el camino recorrido por Platón, quien había convertido el instrumento, el medio dialéctico, en fin supremo del saber humano. Pero Aristóteles no podía derribar el edificio platónico, restaurando en su lugar la lisa y llana ágora de la discusión abierta, sin tomar y hacer tomar, a la vez, conciencia de las normas ele- mentales que deberían seguir futuros arquitectos más cautos que su maestro. Debía forzosamente hacer ver la naturaleza de los materiales (nombres, verbos, enuncia- dos) que integran toda estructura dialéctica, así como las reglas de combinación (silogismo o razonamiento) para conseguir, a partir de aquéllos, la construcción (kataskeuázein) de un conocimiento o la destrucción (anaskeuázein) de un error. Conocimiento y error, sus- ceptibles de toda una escala de grados de certeza, desde la absoluta convicción (pístis) que da la verdad auto- evidente, pasando por lo demostrable como verdadero y lo mostrable como plausible, hasta lo aparentemente plausible. He ahí, pues, el avance: nada menos que una teoría de la significación no superada, prácticamente, hasta Frege, y un sistema de formalización del razonamiento

no superado hasta De Morgan y Boole. Porque, claro está, mal que les pese a los contumaces escolásticos y neoescolásticos tardomedievales, la del Philosopkus no podía ser la Ultima palabra sobre el tema. Sus limita- ciones, obvias para cualquier lógico actual, derivan fun- damentalmente de que el grado de reflexión posible en su época sobre el lenguaje y el pensamiento (los dos polos de toda lógica) no podía ir más allá del marco impuesto por el lenguaje natural. Marco, que Aristóteles estuvo a punto de romper con la introducción de varia- bles pronominales en los Tópicos y de variables propia- mente dichas (símbolos literales) en los Analíticos; pero que lastró inexorablemente su interpretación del enun- ciado declarativo, tanto el categórico como el modal, así como los silogismos o razonamientos construidos sobre él, al vincular indisolublemente la aserción a la asigna- ción de referencia y, en definitiva, de una cierta forma de existencia (todavía no se había abierto el espacio triangular de la significación con el ángulo fregiano del sentido). Pero, como contrapartida a esas limitaciones, la 1ó- gica aristotélica nos brinda, a diferencia del frío «mo- nologismo~ de los sistemas algorítmicos modernos, ins- trumentos del pensador solo frente a recortados objetos artificiales, el aliento cálido de una peripecia «dialógica» en que dos interlocutores formalizan -hasta cierto pun- to- sus argumentos, para mejor convencerse el uno al otro de cualquier intrascendente cuestión controvertida, o de la validez o invalidez de trascendentales enunciados comunes a todo conocimiento o a toda norma ética. Por ello, los elementos fundamentales de la lógica aristotélica, convertidos en guía metodológica, aparecen una y otra vez en todas sus demás obras, desde la retó- rica hasta la ontología pasando por la zoología. La mo- desta dialéctica, bien que curada de las desmedidas pre- tensiones de la Academia, acabó siendo, con todo, lo más

 parecido al ideal -explícitamente declarado por Aristó- teles como inalcanzable- de una ciencia de las ciencias. El texto del «Organon» Habiendo, como hay, ediciones críticas suficiente- mente autorizadas y modernas de las tres obras que se incluyen en este volumen, nos hemos servido de ellas como punto de partida para nuestra versión castellana. Son éstas las contenidas en la colección de la Universi- dad de Oxford (Classical Texts), debidas, respectivamen- te, la de las Categorías, a L. Minio-Paluello, y las de los Tópicos y Sobre las refutaciones sofísticas, a W. D. Ross. No obstante, en el caso de los textos preparados por Ross, hemos optado, no raras veces, por preferir, a la suya, la lectura bekkeriana, al anteponer los criterios es- trictamente paleográficos cuando no hemos visto sufi- cientemente cargados de evidencia los argumentos de índole estilística o hermenéutica a favor de determina- das correctiones, suppletiones o expunctiones: a este res- pecto, el lector debe atenerse a la norma de que, ante una discrepancia Ross-Bekker, si no indicamos lo con- trario en nuestra breve reseña de las variantes de lectu- ra reflejadas en la traducción, debe prevalecer la lectura de Bekker. En algunas ocasiones, hemos aceptado va- riantes propuestas por J. Brunschwig, que, en su incon- clusa edición y traducción de los Tópicos por cuenta de la Association Guillaume-Budé, maneja, con un crite- rio excesivamente arriesgado, a nuestro modo de ver, manuscritos poco o nada utilizados anteriormente, a sa- ber, los Vaticanus 207, Vaticanus Barberinianus 87 y Neo-Eboracensis Pierpont Morgan Library 758. Por nues- tra propia cuenta ya, hemos aplicado en los Tópicos, al igual que Minio-Paluello en las Categorías, el criterio de atribuir un cierto «voto de calidad» a la lectura boeciana ante discrepancias textuales entre manuscritos

de autoridad paleográfica equivalente; y ello, por pro- ceder de un prototipo griego distinto tanto de los mane- jados por Alejandro de Afrodisia (cuyos comentarios, por cierto, constituyen un punto de referencia privile- giado para decidir entre lecturas discordantes), como de los correspondientes a las dos grandes familias ABc y CDu: la coincidencia, pues, de Boecio con cualquiera de los otros grupos de textos tiene para nosotros valor decisivo. Nuestra traducción Por lo que se refiere a nuestra traducción, hemos de decir, ante todo, que es extremadamente literal. La ra- zón es que consideramos la lógica aristotélica, por las razones ya expuestas en estas palabras introductorias, inseparable en gran medida de la sintaxis de la lengua griega en que está escrita: imposible, pues, captar su especificidad sin salvar, en la medida de lo literariamen- te posible, la propia estructura interna del discurso en que esa lógica se expresa. Ello nos ha llevado también a tratar de restablecer la etimología de términos hoy es- tereotipado~ y semánticamente opacos tras veintitantos siglos de tradición escolástica (silogismo, paralogismo, inducción, accidente, esencia, petición de principio, ca- tegoría, solecismo.. .): términos, que en Aristóteles se hallan, por así decir, «en estado naciente», esto es, to- davía no despojados de las connotaciones propias de su uso en el lenguaje corriente, no científico. En aras de esa literalidad -que, sin duda, hace nuestro texto estilísticamente «duro»-, hemos mante- nido la ambigüedad de los adjetivos sustantivados en neutro plural con el viejo recurso escolar de proveer el núcleo sustantivo mediante nuestro incoloro «cosas» o, todo lo más, «cuestiones». Hemos mantenido la vio- lenta -en castellano, no en griego- sustantivación de

12 TRATADOS DE LÓGICA (ÓRGANON) locuciones y frases (prós ti, ti esti, etc.), subrayando la expresión, como en el caso de los términos amenciona- dos», para evitar confusiones (por cierto, que la men- ción de términos casi nunca es en Aristóteles nítida y clara: también aquí mantiene siempre un cierto grado de referencialidad en las palabras; podríamos decir que, para Aristóteles, mencionar «hombre» es mencio- nar la palabra que significa «hombre»). Y en aras de la literalidad, por último, hemos sacrificado algo de la flui- dez del texto castellano no supliendo las frecuentes elipsis del original griego a no ser con términos ence- rrados en paréntesis angulares, lo que motiva, en los pasajes más elípticos, un profuso empleo de los mismos. Ahora bien, pensamos que, tanto éste como los restantes expedientes exigidos por el carácter literal de nuestra versión, tienen la utilidad suplementaria de facilitar una lectura bilingüe sabiendo en cada momento a qué ex- presión griega corresponde cada expresión castellana.

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MARGUERITE DURAS LAURE ADLER

  Me siento como un sonámbulo; es como si vida y ficción se mezclaran. De tanto escribir, he convertido mi vida en la de una sombra; ya no ...

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