lunes, 15 de abril de 2024

ALGO MÁS EN EL EQUIPAJE Ray Bradbury fragmento

 


ALGO MÁS EN EL EQUIPAJE

Ray Bradbury

A DONALD HARKINS,

amigo querido, de caro recuerdo,

con afecto.

Dedico este libro

con cariño y gratitud a

FORREST J. ACKERMAN,

quien me sacó del instituto en 1937

y puso en marcha mi carrera de escritor.

1

Primer día

Charles Douglas echó un vistazo al periódico mientras desayunaba

y vio la fecha. Dio otro mordisco a la tostada, miró de nuevo y dejó

el periódico sobre la mesa.

—Dios mío —dijo.

Alice, su mujer, se sobresaltó y levantó la mirada.

—¡Mira la fecha! Catorce de septiembre.

—¿Y? —preguntó Alice.

—¡Es el primer día de colegio!

—Repítelo.

—Es el primer día de colegio, ya sabes, las vacaciones de verano

han terminado y todo el mundo vuelve a clase, las caras de siempre,

la gente de siempre. Alice miró detenidamente a su marido, pues

había comenzado a levantarse de la silla.

—Explícate.

—¿Es o no es el primer día? —inquirió Charlie.

—¿Y a nosotros qué más nos da? —quiso saber Alice—. No

tenemos hijos, no conocemos a ningún profesor, ni siquiera tenemos

amigos con niños que vivan cerca de aquí.

—Ya, pero... —dijo Charlie con una voz rara, tomando de nuevo

el periódico—. Hice una promesa.

—¿Una promesa? ¿A quién?

—A mi antigua pandilla —respondió—. Hace años. ¿Qué hora

es?

—Las siete y media.

—Será mejor que nos demos prisa, o nos lo perderemos.

—Te serviré más café —dijo Alice—. Tranquilízate. Dios mío,

tienes un aspecto horrible.

—Es que acabo de recordarlo. —Charlie observó a su mujer

mientras le rellenaba la taza—. Hice una promesa. Ross Simpson,

Jack Smith, Gordon Haines y yo casi hicimos un juramento de

sangre. Prometimos que nos reencontraríamos el primer día de

clase cuando se cumplieran cincuenta años de nuestra graduación.

Alice volvió a sentarse y soltó la cafetera.

—¿Todo esto tiene que ver con el primer día de colegio de 1938?

—Sí, 1938.

—Y te pasabas el día holgazaneando con Ross, Jack y... cómo se

llamaba el otro...

—¡Gordon! Y no solo holgazaneábamos. Sabíamos que

estábamos a punto de salir al mundo y que seguramente no

volveríamos a vernos en años, o nunca, pero hicimos el solemne

juramento de que nos acordaríamos de volver, pasara lo que

pasara, aunque tuviéramos que venir desde la otra punta del

mundo, y nos reencontraríamos delante del colegio, junto al asta de

la bandera, en 1988.

—¿Todos lo prometisteis?

—Solemnemente, sí. Y yo sigo aquí sentado cuando debería

estar saliendo como un rayo por la puerta.

—Charlie —dijo Alice—, ¿es que ya no recuerdas que tu antiguo

colegio está a más de sesenta kilómetros de aquí?

—Son cuarenta y cinco.

—Pues cuarenta y cinco. ¿Y vas a conducir hasta allí y...?

—Llegaré antes del mediodía, ya lo creo.

—¿Sabes lo que me parece esto, Charlie?

—Una locura —respondió él lentamente—. Adelante, dilo.

—¿Y qué pasa si llegas allí y no aparece nadie más?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Charlie elevando la voz.

—Quiero decir que a lo mejor eres el único idiota lo

suficientemente loco para creer que...

—¡Lo prometieron! —la interrumpió Charlie.

—¡Pero eso fue hace una eternidad!

—¡Lo prometieron!

—¿Y si al cabo de tantos años han cambiado de opinión, o

simplemente lo han olvidado?

—Jamás lo olvidarían.

—¿Por qué?

—Porque éramos inseparables, eran mis amigos del alma. Nadie

ha tenido nunca unos amigos así.

—Ay, Señor —suspiró Alice—. Qué triste y qué ingenuo eres.

—¿Eso piensas de mí? Dime una cosa, si yo lo recuerdo, ¿por

qué no iban a hacerlo ellos?

—¡Porque no hay otro más chiflado que tú!

—Muchas gracias.

—¿Es que no es verdad? Solo hay que echar un vistazo arriba, a

tu despacho. Está lleno de trenecitos, muñecos, juguetes, carteles

de películas...

—¿Y?

—Mira tus archivadores. Están repletos de cartas de 1960, 1950,

1940. Eres incapaz de tirar nada.

—Son especiales.

—Lo son para ti. Pero ¿de verdad piensas que esos amigos, o

extraños, han guardado tus cartas como tú guardas las suyas?

—Escribo unas cartas muy buenas.

—De acuerdo. Pero llama a cualquiera de los que las han

recibido y pídele que te devuelva alguna. ¿Cuántas crees que te

enviará?

Charlie no respondió.

—Cero patatero —dijo Alice.

—No es necesario que hables así —protestó Charlie.

—¿«Cero patatero» es una expresión malsonante?

—Si empleas ese tono, sí.

—¡Charlie!

—¡No me hables como si fuera un niño!

—¿Qué me dices del trigésimo aniversario de tu grupo del club

de teatro, cuando fuiste corriendo con la esperanza de ver a una

cabeza de chorlito llamada Sally no sé qué y ella no te recordaba, ni

siquiera sabía quién eras?

—Tú continúa, continúa —dijo Charlie.

—Oh, Dios mío —repuso Alice—. No quiero aguarte la fiesta,

pero no me gusta verte sufrir.

—Esas cosas no me afectan.

—¿Ah, no? Hablas de elefantes y luego sales a cazar libélulas.

Charlie se había puesto en pie. Con cada comentario de su mujer

crecía un poco más.

—El gran cazador se va —dijo Charlie.

—Eso es —suspiró agotada Alice—. Vete.

—Estoy en la puerta.

Alice miró a su marido.

—He salido.

Y la puerta se cerró.

«Dios mío, parece Nochevieja», pensó Charlie.

Pisó el acelerador a fondo y levantó el pie, volvió a pisarlo y lo

soltó lentamente, al ritmo del zumbido de colmena que le retumbaba

dentro de su cabeza.

«O Halloween, ya entrada la noche, cuando la diversión ha

terminado y todo el mundo vuelve a casa», se dijo. ¿A qué

celebración se parecía más?

De manera que avanzaba a una velocidad constante, mirando

continuamente el reloj. Aún tenía tiempo, claro que sí, tiempo de

sobra, pero debía llegar a su destino al mediodía.

¿Qué demonios estaba haciendo?, se preguntó. ¿Tenía razón

Alice? ¿Estaba haciendo el tonto y este viaje era una absoluta

pérdida de tiempo? ¿Por qué creía que era tan importante?

Después de todo, ¿quiénes eran esos tipos, ahora unos

desconocidos, y qué habían estado haciendo? Ni una carta, ni una

llamada telefónica, ni un encuentro casual en la calle, ni una

necrológica. «¡Tacha esto último! Pisa el acelerador, relájate, por

Dios —se dijo—. Estoy impaciente por llegar.» Rio estridentemente.

¿Cuándo fue la última vez que dijiste eso? De niño eras impaciente,

tenías una lista de las cosas que esperabas con impaciencia. ¿La

Navidad? Dios mío, siempre faltaban un millón de años para que

llegara. ¿Pascua? Medio millón. ¿Halloween? Ay, mi querido

Halloween... Las calabazas, las carreras, los gritos, los golpes en las

ventanas y en los timbres de las puertas, y las máscaras, el aliento

caliente con olor a cartón en la cara. ¡Todos los Santos! El mejor día

del año. Pero parecía haber pasado en otra vida. Y el Cuatro de

Julio, con sus grandes expectativas, el empeño en ser el primero en

levantarse de la cama, vestirse a toda prisa y salir a la calle, el

primero en encender los cohetes, ¡el primero en hacer saltar por los

aires la ciudad! ¡Eh, escucha! ¡El primero! El Cuatro de Julio. La

impaciencia. ¡La impaciencia!

Pero en aquellos tiempos casi todos los días había algo que

esperaba con impaciencia. Los cumpleaños, las excursiones al lago

fresco en los calurosos mediodías, las películas de Lon Chaney, el

Jorobado, el Fantasma. Los esperaba con impaciencia. Excavar

cuevas en el barranco. La visita de los magos muy de tanto en tanto.

Los esperaba con impaciencia. Se lanzaba de cabeza. A encender

las bengalas. Con impaciencia. Con impaciencia.

Aminoró la marcha mirando de frente el Tiempo.

Ya quedaban poca distancia y poco tiempo. El viejo Ross. El

querido Jack. Gordon el especial. La pandilla. Los invencibles.

Contándose a él no eran tres sino cuatro mosqueteros.

Repasó la lista, y menuda lista. Ross, el canalla guapo, más

maduro que los demás a pesar de que todos tenían la misma edad;

era brillante, pero no presumía de ello, nunca iba apurado en los

estudios y sacaba buenas notas sin esfuerzo. Era un lector voraz, le

encantaba el programa de radio de los miércoles de Fred Allen y al

día siguiente repetía los mejores chistes. Siempre iba bien vestido, a

pesar de su pobreza. Una buena corbata, un buen cinturón, un

abrigo, unos pantalones, siempre planchados, siempre limpios.

Ross. Sí, así era Ross.

Y Jack, el futuro escritor que conquistaría el mundo y sería el

mejor de la historia. Eso pregonaba, eso decía, con seis peniques

en el bolsillo y un cuaderno amarillo a punto para destronar a

Steinbeck. Jack.

Y Gordon, que se paseaba por el campus sobre los cuerpos de

chicas que gemían debajo de él, pues no tenía más que mirar a una

mujer para que cayera rendida a sus pies.

Ross, Jack, Gordon, ¡vaya equipo!

A veces conducía rápido y a veces despacio. Ahora despacio.

«¿Qué pensarán ellos de mí? ¿Es suficiente lo que he hecho?

¿Lo he hecho bien? Noventa relatos, seis novelas, una película,

cinco obras de teatro... No está mal. Maldita sea, no diré nada. ¿A

quién le importa? Tú cierra la boca y déjales hablar a ellos. Tú

escucha. La conversación será fantástica.»

«¿Qué será lo primero que nos diremos cuando toda la pandilla

se reúna junto al asta de la bandera? ¿Hola? ¡Dios mío, no puedo

creerme que hayáis venido! ¿Cómo os va? ¿Qué contáis? ¿La salud

bien? Matrimonio, hijos, nietos, fotografías... Desembuchad. ¿Qué,

qué?»

«Vale —se dijo—, tú eres el escritor. Piensa en algo más que un

saludo, en una manera de celebrar el reencuentro. Escribe un

poema. Dios mío, ¿aguantarán un poema? Quizá será demasiado

algo así como: Os quiero, os quiero a todos. No. Es demasiado. Os

quiero.»

Redujo aún más la velocidad y escrutó las sombras a través del

parabrisas.

Pero ¿y si no aparecen? Vendrán. Tienen que venir. Y si vienen

todo irá bien, ¿verdad? Sabiendo cómo son los chicos, si les ha ido

mal en la vida, si sus matrimonios han fracasado, o les ha pasado

cualquier otra desgracia, no aparecerán. Pero si les ha ido bien,

maravillosamente bien, seguro que vendrán. Esa será la prueba,

¿no? Si les ha ido bien, recordarán la fecha y acudirán. ¿Verdadero

o falso? ¡Verdadero!

Pisó el acelerador convencido de que sus amigos estarían en el

lugar acordado. Luego volvió a levantar el pie, convencido de que no

acudirían a la cita. Volvió a pisarlo. ¡Qué demonios! ¡Qué demonios!

Y detuvo el coche delante del colegio. Increíblemente encontró

sitio para aparcar y vio que apenas había estudiantes alrededor del

asta de la bandera, un puñado a lo sumo. Habría deseado que

hubiera más para camuflar la llegada de sus amigos, porque

seguramente habrían preferido que los demás no los vieran de

inmediato cuando aparecieran. ¿O no? Él por lo menos lo habría

preferido. Un avance lento a través de la multitud congregada al

mediodía y luego la gran sorpresa, ¿no era así como debía

producirse el reencuentro?

Vaciló mientras bajaba del coche, hasta que una pequeña

muchedumbre salió del colegio, chicos y chicas que hablaban todos

a la vez y se detenían cerca del asta de la bandera. Eso le hizo feliz,

ya que ahora había gente suficiente para ocultar la llegada de los

rezagados, cualquiera que fuera su edad. No se volvió

inmediatamente después de apearse del coche, pues temía mirar y

no ver a nadie allí, que no hubiera acudido ninguno de sus viejos

amigos, que nadie hubiera recordado la cita, que todo fuera una

gran tontería. Resistió la tentación de volver a subir al coche y

marcharse.

El asta de la bandera estaba desierta. Es decir, había gente

alrededor de ella, cerca, pero nadie pegado a ella.

Charlie siguió mirando el asta como si así pudiera hacer que

alguien se detuviera junto a ella, la tocara.

Le latió más despacio el corazón, pestañeó e instintivamente

comenzó a marcharse.

Pero entonces, en los márgenes de la multitud, se movió un

hombre.

Era un hombre mayor, con el pelo cano y el rostro pálido, que

caminaba con pasos lentos. Un anciano.

Enseguida aparecieron otros dos ancianos.

«¡Oh, Dios mío! ¿Son ellos? —se preguntó Charlie—. ¿Se han

acordado? ¿Y ahora qué?»

Los tres ancianos formaban un círculo amplio; no se hablaban,

apenas se miraban, no se movían, y así pasaron un largo rato.

«¿Eres tú, Ross?», se preguntó Charlie. Y al ver al siguiente:

«Jack, ¿verdad?». Y el último: «¿Gordon?».

Todos tenían la misma expresión en la cara. Dentro de su cabeza

debían de estar formándose los mismos pensamientos.

Charlie se inclinó hacia delante. Los demás hicieron lo mismo.

Charlie dio un paso muy corto. Los otros tres dieron unos pasos muy

cortos. Charlie paseó la mirada por los rostros de los otros. Estos

hicieron lo mismo e intercambiaron miradas. Y entonces...

Charlie retrocedió un paso. Tras un largo momento, los otros tres

hombres lo imitaron. Charlie esperó. Los tres ancianos esperaron.

La bandera ondeó en el asta, agitada por una suave brisa.

Del interior del colegio llegó el sonido de una campana. La hora

del almuerzo había terminado y era la hora de entrar. Los

estudiantes se dispersaron por el campus.

Una vez que los estudiantes se pusieron en movimiento y la

multitud se disgregó, el camuflaje desapareció y ya no había donde

esconderse. Los cuatro hombres se quedaron formando un amplio

círculo alrededor del asta de la bandera, separados por unos quince

o veinte metros, como las cuatro puntas de una brújula en un

radiante día de otoño.

Tal vez uno de ellos se humedeció los labios; quizá uno

parpadeó; quizá uno adelantó un pie arrastrándolo por el suelo y

luego lo retiró. El viento agitaba el cabello blanco que les cubría las

cabezas. Una ráfaga de viento desplegó la bandera en el asta.

Dentro del colegio sonó otra campana con un mensaje definitivo.

Charlie sintió que las palabras se formaban en su boca, pero no

dijo nada. Repitió los nombres, esos nombres maravillosos,

adorados, en susurros que solo podía oír él.

No tomó él la decisión, sino la parte inferior de su cuerpo, cuando

dio media vuelta; las piernas la secundaron, también los pies. Dio un

paso atrás y se detuvo.

Al otro lado de la gran distancia que los separaba, los

desconocidos, azotados por el viento del mediodía, dieron media

vuelta de uno en uno, retrocedieron un paso y esperaron.

Charlie sintió que su cuerpo vacilaba y quería avanzar, pero no

hacia el coche. Tampoco esta vez tomó él la decisión. Sus zapatos,

incorpóreos, se lo llevaron de allí.

Lo mismo hicieron los cuerpos, los pies y los zapatos de los

desconocidos.

Ahora él caminaba, ahora ellos caminaban, todos en distintas

direcciones, lentamente, mirando de soslayo el asta que iba

quedándose desierta y la bandera abandonada que flameaba

silenciosamente, el césped vacío que se extendía delante del

colegio, en cuyo interior era el momento de las voces altas, las risas

y las sillas que se arrastraban por el suelo para colocarse en su

sitio.

Todos caminaban, mirando con el rabillo del ojo el asta de la

bandera que dejaban atrás.

Charlie se detuvo un momento, incapaz de mover los pies. Echó

un último vistazo atrás y sintió un hormigueo en la mano derecha,

como si esta quisiera alzarse. La levantó ligeramente y la miró.

Y entonces, a unos sesenta o setenta metros de él, más allá del

asta de la bandera, uno de los desconocidos, mirándolo de soslayo,

levantó la mano en el aire y saludó quedamente con ella una vez. Al

verlo, otro anciano hizo lo mismo; también el tercero.

Charlie observó cómo su mano y su brazo se alzaban lentamente

y las puntas de sus dedos se movían de manera casi imperceptible

en el aire. Alzó la vista hacia la mano y luego la volvió hacia el resto

de los ancianos.

«Qué equivocado estaba, Dios mío —pensó—. No es el primer

día de colegio. Es el último.»

Alice estaba en la cocina friendo algo que olía bien.

Charlie se quedó en la puerta un momento.

—Hola —dijo ella—, entra y siéntate.

—Claro —contestó Charlie. Se acercó a la mesa del comedor y

se fijó en que estaba puesta con la mejor cubertería, la mejor vajilla

y las mejores servilletas, y en que estaban encendidas las velas que

solían reservar para las cenas a la hora del crepúsculo.

Alice esperaba en la puerta de la cocina.

—¿Cómo sabías que volvería pronto? —preguntó Charlie.

—No lo sabía. Te he visto aparcar. El beicon y los huevos se

hacen rápido. Enseguida estarán listos. ¿Por qué no te sientas?

—Buena idea. —Puso la mano en el respaldo de una silla y miró

detenidamente la cubertería—. Me sentaré.

Se sentó. Alice entró, le besó en la frente y regresó a la cocina.

—¿Y bien? —le gritó desde la cocina.

—¿Y bien qué?

—¿Cómo ha ido?

—¿Cómo ha ido el qué?

—Ya sabes —dijo ella—. El gran día. Todas esas esperanzas.

¿Apareció alguien?

—Por supuesto —respondió Charlie—. Todos.

—Bueno, pues cuenta.

Alice apareció por la puerta de la cocina con el beicon y los

huevos. Observó con atención a su marido.

—¿Decías...?

—¿Quién? ¿Yo? —Charlie se inclinó sobre la mesa—. Ah, sí.

—Bueno, ¿teníais mucho de qué hablar?

—Nosotros...

—¿Sí?

Charlie miró el plato vacío que tenía delante, en el que cayeron

algunas lágrimas.

—¡Ya lo creo! —exclamó elevando exageradamente la voz—.

Nos hemos pasado el día hablando.

2

Trasplante de corazón

—¿Si haría el qué? —preguntó él acostado en la oscuridad, mirando

relajadamente el techo.

—Ya lo has oído —respondió ella tendida a su lado, tomándole la

mano, igualmente relajada, pero más que mirar el techo lo escrutaba

como si tratara de ver algo que había allí—. ¿Y?

—Repíteme la pregunta —pidió él.

—Si... —dijo ella tras una larga pausa—. Si pudieras enamorarte

otra vez de tu mujer, ¿lo harías?

—Qué pregunta más rara.

—No es tan rara. Si viviéramos en el mejor de los mundos

posibles, si el mundo funcionara como deberían hacerlo los mundos,

¿lo lógico no sería que las personas volvieran a enamorarse y

fueran felices para siempre? Después de todo, tú estuviste

locamente enamorado de Anne.

—Locamente.

—Eso nunca se olvida.

—Nunca. En eso estoy de acuerdo.

—Bueno, entonces, aceptando eso como una verdad, ¿tú

querrías...?

—No se trata de querer sino de poder.

—Ahora no estamos hablando de eso. Imaginemos unas

circunstancias nuevas, que por una vez todo funcionara

correctamente, que tu mujer, en vez de actuar como lo hace ahora,

lo hiciera de acuerdo con tu idea de la perfección. ¿Qué pasaría

entonces?

Él se apoyó en un codo y la miró.

—Estás rara esta noche. ¿Qué te ha dado?

—No lo sé. Quizá sea porque mañana cumpliré cuarenta años, y

tú cumplirás cuarenta y dos el mes que viene. Si los hombres

enloquecen a los cuarenta y dos, ¿las mujeres no deberían volverse

cuerdas dos años antes? O tal vez piense que es una pena que la

gente que se enamora no siga enamorada de la misma persona

toda la vida, que tenga que buscar otras personas con las que estar,

con las que reír o llorar; qué pena...

Él tendió una mano para acariciarle la mejilla y la encontró

húmeda.

—Dios mío, estás llorando.

—Solo un poco. Es que me parece muy triste. Yo estoy triste. Los

demás lo están. Todo el mundo. Todos. Tristes. ¿Siempre ha sido

así?

—Y lo esconden. Nadie dice nada.

—Creo que envidio a la gente del siglo pasado.

—No envidies lo que ni siquiera eres capaz de imaginar. Había

mucha locura reprimida detrás de su sereno silencio.

Se inclinó hacia ella y la besó suavemente para secarle las

lágrimas que había debajo de sus ojos.

—¿Qué te ha hecho pensar en todo esto?

Ella se incorporó y no supo qué hacer con las manos.

—Tiene gracia —dijo—. Ni tú ni yo fumamos. En los libros y en

las películas, la gente, cuando está tendida en la cama después de

hacer el amor, enciende un cigarrillo. —Se tapó los pechos con las

manos y las dejó ahí mientras hablaba—. Supongo que estaba

pensando en Robert, el bueno de Bob, y en lo loca que llegué a

estar por él, y en lo que hago aquí contigo, amándote, cuando

debería estar en casa cuidando al bebé de treinta y siete años que

tengo por marido.

—¿Y?

—Y he pensado en lo fantásticamente bien que me cae Anne. Es

una gran mujer, ¿lo sabes?

—Sí, pero intento no pensar en ello dadas las circunstancias. Ella

no es tú.

—Y, pero ¿y si, de repente... —dijo envolviéndose las rodillas con

las manos y fijando los ojos brillantes y de un azul transparente en él

—... ella fuera yo?

—¿Cómo has dicho? —El hombre la miró atónito.

—¿Y si de algún modo Anne recuperara las cualidades que

echas en falta en ella y que has encontrado en mí? ¿Volverías a

enamorarte de ella? ¿Podrías hacerlo?

—¡Ahora sí que desearía ser fumador! —El hombre puso los pies

en el suelo y, dando la espalda a su amante, miró a través de la

ventana—. ¿A qué viene esa pregunta sin respuesta?

—Es que ese es el problema —dijo ella hablando a su espalda—.

Tú tienes lo que le falta a mi marido y yo tengo lo que le falta a tu

mujer. Lo que habría que hacer es un doble trasplante de alma...

¡no, de corazón! —Estuvo a punto de echarse a reír, pero cambió de

opinión y casi se le saltaron las lágrimas.

—Ahí tienes una idea para un relato, o una novela, o quizá una

película.

—Es nuestra historia y estamos metidos hasta el cuello en ella, y

no hay salida a menos que...

—¿A menos que qué?

La mujer se levantó de la cama y se puso a caminar por la

habitación hecha un manojo de nervios. Al cabo de un rato se

detuvo y contempló las estrellas en el nocturno cielo estival.

—Lo que lo hace tan duro es que Bob ha empezado a tratarme

como antes. Desde hace un mes está tan... amable, tan estupendo.

—Oh, Dios mío. —El hombre suspiró y cerró los ojos.

—Sí, oh, Dios mío.

Los dos se quedaron callados.

—La actitud de Anne también ha mejorado —dijo él rompiendo el

silencio.

—Oh, Dios mío —musitó la mujer, cerrando los ojos. Volvió a

abrirlos y paseó la mirada por las estrellas—. ¿Cómo era el dicho?

Con desearlo no basta...

—Me has desconcertado por tercera o cuarta vez en otros tantos

minutos.

La mujer se acercó a la cama y se arrodilló en el suelo a su lado,

le tomó las dos manos y lo miró a la cara.

—Mi marido y tu mujer están fuera de la ciudad esta noche,

¿verdad?, cada uno en un extremo del país, uno en Nueva York y el

otro en San Francisco. ¿Correcto? Y tú vas a pasar la noche

conmigo en esta habitación de hotel y tenemos toda la noche para

nosotros, pero... —La mujer hizo una pausa, buscó las palabras, las

encontró y reunió el valor para pronunciarlas—: ¿Y si antes de

dormirnos los dos pidiéramos un deseo mutuo, tú uno para mí y yo

otro para ti?

—¿Un deseo? —El hombre se echó a reír.

—No te rías. —La mujer agitó las manos de su amante y este se

calló. Ella agregó—: El deseo de que, mientras dormimos, como por

milagro, por intervención divina, por obra de todas las Gracias y las

Musas, de la magia y de los sueños imposibles, de algún modo, por

alguna razón, los dos —continuó hablando más despacio—

volviéramos a enamorarnos, tú de tu mujer y yo de mi marido.

El hombre no dijo nada.

—Ya lo he soltado —afirmó la mujer.

El hombre se inclinó hacia la mesilla de noche y agarró una caja

de cerillas, encendió una y la sostuvo en alto para iluminar la cara

de la mujer. En sus ojos se reflejaba una llama que no se extinguía.

El hombre sopló y la cerilla se apagó.

—Maldita sea —susurró él—. Lo dices en serio.

—Sí. Una maldición pesa sobre nosotros. ¿Estarías dispuesto a

intentarlo?

—Por Dios...

—No digas «Por Dios» como si me hubiera puesto furiosa

contigo.

—Escucha...

—No, escucha tú. —Ella le tomó las manos otra vez y las apretó

fuerte—. Hazlo por mí. ¿Me harías ese favor? Yo haré lo mismo por

ti.

—¿Pedir el deseo?

—Cuando éramos niños siempre estábamos pidiendo deseos. A

veces se cumplían, pero porque en realidad no eran deseos sino

plegarias.

El hombre bajó la mirada.

—Hace años que no rezo.

—Eso no es verdad. ¿Cuántas veces has deseado volver al

primer mes de tu matrimonio? Eso es una especie de deseo

desesperado, una plegaria perdida.

Él la miró y tragó saliva varias veces.

—No digas nada —dijo la mujer.

—¿Por qué?

—Porque ahora mismo sientes que no tienes nada que decir.

—Entonces me quedaré callado. Déjame pensarlo. ¿De verdad

quieres que pida ese deseo para ti?

Ella se dejó caer hacia atrás y se sentó en el suelo, puso las

manos en el regazo y cerró los ojos. Las lágrimas comenzaron a

rodar quedamente por sus mejillas.

—Ay, cariño, cariño —dijo en voz baja.

Eran las tres de la mañana y habían dado por terminada la

conversación. Pidieron leche caliente, se la bebieron, se cepillaron

los dientes y, al salir del baño, él la vio colocando las almohadas en

la cama como si fueran el escenario de un teatro nuevo y especial

en un tiempo nuevo y especial.

—¿Qué hago yo aquí? —preguntó el hombre en voz alta.

Ella se volvió.

—Antes lo sabíamos. Ya no. Ven. —La mujer le hizo un gesto con

la mano y dio unas palmadas en el lado de la cama de su amante.

El hombre rodeó la cama.

—Me siento estúpido.

—Uno tiene que sentirse estúpido para poder sentirse mejor —

dijo la mujer señalando la cama.

El hombre se acostó y apoyó la cabeza en la almohada

debidamente ahuecada, dobló cuidadosamente la sábana sobre el

pecho y cerró las manos alrededor de ella.

—¿Está bien así?

—Perfecto —respondió la mujer. Apagó la luz y se metió en su

lado de la cama, tomó una mano de su amante y se estiró

completamente recta, con la cabeza en la almohada.

—¿Estás cansado? ¿Tienes sueño?

—Bastante —respondió él.

—Vale. Ahora ponte serio. No digas nada. Solo piensa... ya sabes

el qué.

—Sí.

—Cierra los ojos. Así. Muy bien.

La mujer también cerró los ojos y permanecieron tendidos en la

cama, agarrados de la mano. Su respiración era el único movimiento

que perturbaba la quietud de la habitación.

—Inspira —susurró la mujer—. Ahora espira.

El hombre obedeció. Ella hizo lo mismo.

—Ahora —murmuró la mujer—. Empieza —susurró—. Pide tu

deseo.

Pasaron treinta segundos de reloj.

—¿Estás pidiéndolo? —preguntó finalmente ella en voz baja.

—Sí —respondió él también en un susurro.

—Bien —repuso ella—. Buenas noches.

El hombre se despertó sin otro motivo que la sensación de haber

soñado que la tierra se contraía, o que a diez mil kilómetros de

distancia se había producido un terremoto que nadie había sentido,

o que había habido una segunda Anunciación que no se había oído

porque todo el mundo estaba sordo. O quizá solo que la luna había

entrado en la habitación durante la noche y había transformado la

estancia, modificado sus rostros y la carne de sus cuerpos. El sueño

se había interrumpido de una manera tan abrupta que el silencio

repentino le había hecho abrir los ojos. Y en el momento de abrirlos

supo que las calles estaban secas, no había llovido; tal vez solo

había habido alguna que otra clase de llanto.

Y acostado en la cama supo que de alguna manera el deseo se

había cumplido.

No lo supo inmediatamente, por supuesto. Lo presintió y lo

adivinó porque notaba un repentino e intenso calor dentro de la

habitación, a su lado, que procedía de la adorable mujer que estaba

tendida junto a él.

La respiración de la mujer, segura, regular y serena, le decía más

cosas. Mientras ella dormía un hechizo había llegado, actuado y

adquirido una existencia verdadera. Ahora ella tenía la celebración

en la sangre, a pesar de que aún no podía saberlo porque no se

había despertado. Solo su sueño lo sabía y se lo susurraba con

cada inspiración.

El hombre se incorporó con un codo apoyado en la cama, con el

miedo de que su intuición no le engañara.

Se inclinó para observar el rostro que tenía a su lado. Nunca le

había parecido más hermoso.

Sí, allí estaba la señal; y la certeza absoluta; y la paz. Los labios

sonreían en sueños. Si sus ojos se hubieran abierto en ese

momento habrían brillado con un fulgor deslumbrante.

«Despierta —quiso decirle—. Conozco tu felicidad, ahora te toca

a ti descubrirla. Despierta.»

Alargó una mano para acariciarle la mejilla, pero la retiró antes de

tocarla. Los párpados de la mujer temblaron. Su boca se abrió.

El hombre se dio rápidamente la vuelta y se acurrucó en su lado

de la cama. Esperó.

Unos segundos después oyó que ella se incorporaba. A

continuación, como si recibiera un golpe cariñoso, exclamó algo,

gritó, estiró una mano y tocó al hombre, pero él dormía. Se sentó a

su lado y descubrió lo que él ya sabía.

El hombre oyó que la mujer se levantaba y correteaba por la

habitación como si fuera un pájaro ansioso por escapar de la jaula.

Se detuvo junto a él, le dio un beso en la mejilla y se apartó, volvió a

acercarse para darle otro beso, rio quedamente y fue corriendo

hasta la sala. El hombre oyó que hacía una llamada de larga

distancia y apretó los ojos cerrados.

—¿Robert? —oyó que decía su voz—. ¿Bob? ¿Dónde estás?

Qué tonta soy. Soy una estúpida. Ya sé dónde estás. Robert... Bob,

ay, ¿si cojo un avión para ir allí aún estarás cuando llegue, hoy, esta

tarde, esta noche, sí? ¿Te parece bien? ¿Que qué me pasa? No lo

sé. No preguntes. ¿Puedo ir? ¿Sí? ¡Di que sí...! ¡Ah, qué bien!

¡Adiós!

El hombre oyó el clic del teléfono.

Al cabo de un rato oyó que la mujer se sonaba la nariz mientras

entraba en el dormitorio y se sentaba en la cama, a su lado, con las

primeras luces del día. Se había vestido apresuradamente y de

cualquier modo, y ahora el hombre le tomó la mano.

—Ha pasado algo —susurró él.

—Sí.

—El deseo... se ha cumplido.

—¿No crees que es increíble? ¡Parece imposible, pero se ha

cumplido! ¿Por qué? ¿Cómo ha pasado?

—Porque los dos hemos creído —dijo el hombre en voz baja—.

Lo deseé con todas mis fuerzas, por ti.

—Y yo por ti. Ay, Señor, ¿no te parece maravilloso que los dos

hayamos podido cambiar al mismo tiempo, avanzar, progresar, en

una noche? ¿No habría sido terrible que solo hubiera cambiado uno

de los dos y el otro se hubiera quedado igual?

—Terrible —reconoció él.

—¿Es de verdad un milagro? A lo mejor lo hemos deseado con

tanta fuerza que alguien, o algo, o Dios nos ha oído y nos ha

devuelto los antiguos sentimientos de amor para reconfortarnos y

como una advertencia para que nos comportemos, porque de lo

contrario podría no haber más deseos ni oportunidades para

nosotros. ¿Crees que puede haber sido eso?

—No lo sé. ¿Tú lo crees?

—O quizá solo ha sido nuestro yo secreto, que sabía que nuestro

tiempo había terminado y que era el momento de algo nuevo, de

que cada uno siguiera su camino. ¿Crees que esa es la verdad

auténtica?

—Lo único que sé es que te he oído hablar por teléfono hace un

momento. Cuando te vayas llamaré a Anne.

—¿En serio vas a llamarla?

—Sí.

—¡Ah, cuánto me alegro por ti, por mí, por nosotros!

—Vete de aquí. Márchate. Fuera. Corre. Vuela de vuelta a casa.

La mujer se puso en pie de un salto y se pasó un peine por el

pelo, pero se rindió y exclamó riendo:

—¡No me importa si estoy graciosa...!

—Guapa —le corrigió él.

—Guapa para ti, quizá.

—Siempre y para siempre.

La mujer fue hasta él, se inclinó para besarlo y se puso a llorar.

—¿Es nuestro último beso?

—Sí. —Y tras reflexionar un momento añadió—: El último.

—Pues démonos otro.

—Solo uno más.

La mujer sostuvo el rostro de su amante entre las manos y lo miró

fijamente.

—Gracias por pedir tu deseo.

—Gracias a ti por pedir el tuyo.

—¿Vas a llamar a Anne ahora?

—Ahora mismo.

—Dale recuerdos de mi parte.

—Y tú a Bob de la mía. Que Dios te bendiga, querida. Adiós.

La mujer abandonó el dormitorio, cruzó la salita y cerró la puerta

de la suite al salir. La habitación del hotel quedó en silencio. El

hombre oyó los pasos de su amante alejándose por el pasillo en

dirección al ascensor.

Miró el teléfono, todavía sentado, pero no lo tocó.

Luego se miró en el espejo y vio que las lágrimas se precipitaban

de manera incontenible desde sus ojos.

—¡Eh, tú! —le dijo a su reflejo—. Tú. Mentiroso. —Y repitió—:

¡Mentiroso!

Se volvió, se acostó de nuevo en la cama y estiró una mano para

tocar la almohada vacía.

3

Quid pro quo

Nadie construye una máquina del tiempo a menos que sepa adónde

va. Destinos. ¿El Cairo después de Cristo? ¿Macedonia antes de

Matusalén? ¿Hiroshima en el instante previo? Destinos, lugares,

acontecimientos.

Pero yo construí mi máquina del tiempo sin saberlo, sin un

destino en mente, sin un acontecimiento concreto al que deseara

llegar o del que quisiera escapar.

Construí mi Dispositivo para Viajes Lejanos conectando con

cables fragmentos de ganglios, que son el centro de la percepción

invisible, de la conciencia intuitiva.

Una especie de accesorio de la parte más interna del bulbo

raquídeo y de los estantes del cerebro situados detrás del nervio

óptico.

Entre los sentidos ocultos del cerebro y el radar invisible pero

eficaz de los ganglios instalé como buenamente pude un sensor de

seres futuros o comportamientos pasados que no tienen nada que

ver con los nombres de lugares y los acontecimientos

extraordinarios.

Mi centinela de hojalata, mi humilde invento, tenía unas antenas

de microondas con las que podía tocar, encontrar y hacer juicios

morales inalcanzables para mi propia inteligencia.

La máquina, en resumen, sumaría enteros de auge y decadencia

de la raza humana y viajaría por el tiempo para determinar destinos,

llevándome a mí como equipaje oculto.

¿Sabía yo todo eso mientras pegaba, atornillaba y soldaba ese

hijo mecánico mío de aspecto desventurado? No. Yo solo ponía

sobre la mesa ideas y necesidades, opiniones y predicciones

basadas en éxitos y fracasos, y cuando terminé retrocedí para

contemplar mi creación inútil.

Allí estaba, en mi desván, un objeto brillante, todo piezas

angulosas y curvas, ronroneando, ansioso por viajar, si bien no

podía ir a ninguna parte a no ser que yo le suplicara «vete» en lugar

de decirle «siéntate» o «quédate». Había decidido no darle

indicaciones; cuando llegara el momento adecuado simplemente le

transmitiría mi «estado de ánimo general», la luz de mi alma.

Entonces se empinaría y galoparía en todas direcciones para

llegar a donde solo Dios lo sabía.

Nosotros también lo sabríamos cuando llegara.

Ese fue el principio de todo.

Un sueño extraño que acechaba en un desván oscuro, con dos

asientos para turistas, una respiración contenida y un nítido zumbido

de su entramado de nervios.

¿Por qué la había construido en el desván?

A fin de cuentas no descendería en picado por el aire, sino que

se deslizaría a través del tiempo.

La máquina. El desván. La espera. Pero ¿a qué esperaba?

Santa Bárbara. Una modesta librería donde yo firmaba

ejemplares de una novelita que había escrito para un grupo aún más

pequeño de personas cuando se produjo la explosión. Este término

se queda corto a la hora de describir la fuerza con la que me

estampé contra mi pared interior.

Todo comenzó cuando en un momento dado alcé la mirada y vi a

aquel anciano viejo de verdad tambaleándose en la puerta, sin

decidirse a entrar. Estaba plagado de arrugas. Sus ojos eran dos

cuencas de vidrio agrietadas. Sus trémulos labios rebosaban saliva.

Tembló como si lo hubiera alcanzado un rayo cuando abrió la boca y

dio un grito ahogado.

Yo seguí firmando libros hasta que un engranaje de mi intuición

se movió dentro de mi cabeza y volví a levantar la mirada.

El anciano viejo de verdad no se había movido de la puerta y

continuaba allí como un espantapájaros recortado en la luz, con la

cabeza echada hacia delante y una expresión en los ojos que

suplicaba que lo reconociesen.

Me quedé helado. Sentí que se enfriaba la sangre que corría por

las venas de mi cuello y de mis brazos. Se me cayó la pluma de los

dedos cuando el anciano viejo de verdad se adelantó con paso

tambaleante, riendo entre dientes y con las manos levantadas

delante de sí como tanteando el espacio.

—¿Me recuerda? —gritó riendo.

Miré detenidamente el cabello largo, estropeado y gris que

revoloteaba alrededor de sus mejillas, la incipiente barba blanca, la

camisa descolorida por el sol, los pantalones vaqueros con algunas

manchas, las sandalias en los pies huesudos, y finalmente esos ojos

demoníacos.

—¿Me recuerda? —repitió sonriendo.

—Creo que no...

—¡Simon Cross! —exclamó.

—¿Quién?

—¡Cross! —gimoteó—. ¡Soy Simon Cross!

—¡Hijo de perra! —Me eché hacia atrás.

La silla en la que estaba sentado cayó al suelo. La pequeña

multitud también retrocedió, como si hubiera recibido un golpe. El

anciano viejo de verdad, desgarrado, se estremeció y cerró los ojos.

—¡Maldito cabrón! —espeté con las lágrimas saltándome de los

ojos—. ¿Simon Cross? ¿Qué has hecho con tu vida?

El otro hombre apretó los ojos cerrados, levantó las manos

nudosas y temblorosas con las palmas hacia arriba, terriblemente

vacías, y esperó mi siguiente grito.

—Por el amor de Dios —dije—. Tu vida. ¿Qué has hecho con

ella?

Con un trueno ensordecedor, mi memoria retrocedió cuarenta

años perdidos, cuarenta años pasados, y me vi con treinta tres

años, en el comienzo de mi carrera.

Y delante de mí tenía a Simon Cross, diecinueve años y apuesto,

casi bello, con un rostro radiante, ojos transparentes e inocentes, un

porte afable, huesos relajados debajo de la musculatura y un legajo

de manuscritos bajo el brazo.

—Mi hermana me ha dicho... —empezó a decir.

—Sí, sí —lo interrumpí—. Anoche leí tus cuentos, los que ella me

entregó. Eres un genio.

—Yo no diría tanto —repuso Simon Cross.

—Pues yo sí. Tráeme más cuentos. Puedo conseguir que te

publiquen hasta el último de ellos sin mirarlos siquiera. No lo haré

como agente sino como amigo de un genio.

—No diga eso —suplicó Simon Cross.

—No puedo contenerme. Las personas como tú solo aparecen

una vez en la vida.

Eché una ojeada a sus cuentos nuevos.

—¡Ah, Dios mío, sí, sí! Son maravillosos. Los venderé todos y no

te cobraré comisión.

—Sus palabras son una bendición.

—Nada de eso. Tú naciste bendecido, por Dios.

—Yo no voy a la iglesia.

—No tienes que hacerlo —dije—. Ahora, largo de aquí. Necesito

recuperarme. Tu genialidad es una blasfemia para los mortales

vulgares como yo. Te admiro, te envidio, casi te odio. ¡Vete!

¡Desaparece ahora mismo de mi vista!

Simon Cross esbozó una sonrisa de perplejidad y se marchó, y

me dejó con esas páginas candentes en la mano. Al cabo de dos

semanas había vendido todos aquellos cuentos escritos por un

chaval de diecinueve años cuyas palabras le hacían caminar sobre

las aguas y surcar los cielos.

La respuesta hizo temblar la tierra de punta a punta del país.

—¿De dónde has sacado a este escritor? —le preguntó alguien

—. Escribe como si Emily Dickinson y Scott Fitzgerald hubieran

tenido un hijo juntos. ¿Eres su agente?

—No, él no necesita un agente.

Y Simon Cross escribió otra docena de cuentos que saltaron de

la máquina de escribir a la imprenta y la aclamación.

Simon Cross. Simon Cross. Simon Cross.

Y yo era su padre honorario, su descubridor visionario, su

envidioso pero compasivo amigo.

Simon Cross.

Y entonces llegó Corea.

Simon Cross se presentó en el porche de mi casa vestido con un

uniforme de la marina blanco como la sal, aún sin afeitar y con las

mejillas quemadas por el sol, con unos ojos que se bebían el mundo

y un último cuento en las manos.

—Mi querido niño, regresa —dije.

—No soy un niño.

—¿No? ¡Entonces eres el eterno y relumbrante hijo de Dios! No

mueras. No te hagas demasiado famoso.

—De acuerdo. —Me abrazó y se marchó corriendo.

Simon Cross. Simon Cross.

Y la guerra terminó, pasó el tiempo y él desapareció. Diez años

aquí, treinta allá, y solo me llegaban rumores de mi joven genio

vagabundo. Algunos afirmaban que había llegado a España, se

había casado con la propietaria de un castillo y se había convertido

en un paladín del tiro de pichón. Otros juraban que lo habían visto

en Marruecos, tal vez en Marrakech. Otra década pasó volando y

saltas al año 1998, con tu máquina del tiempo surcando en vano las

aguas en tu desván y todo el tiempo a tu disposición, y los

admiradores que te rodean para que les firmes tu libro cuando,

rompiendo el silencio de cuarenta años, ¡¿qué?!

Simon Cross. Simon Cross.

—¡Vete al infierno! —grité.

El anciano viejo de verdad retrocedió, asustado, protegiéndose la

cara con las manos.

—¡Maldito seas! —bramé—. ¿Dónde te habías metido? ¿Has

hecho algo de provecho? ¡Por el amor de Dios, menudo desperdicio!

¡Pero mírate! ¡Ponte recto! ¿De verdad eres quien dices ser?

—Yo...

—¡Cierra el pico! Dios mío, estúpido monstruo, ¿qué has hecho

con aquel joven que conocí una vez?

—¿Qué magnífico joven? —balbuceó el anciano viejo de verdad.

—Tú. ¡Tú! Eras un genio. Tenías el mundo en tus manos.

¡Escribieras del derecho o del revés, hacia delante o hacia atrás,

todo te salía bien! El mundo era tu ostra y tu producías perlas. Dios

mío, ¿te das cuenta de lo que has hecho?

—No he hecho nada.

—¡Exactamente! ¡Nada! ¡Cuando lo único que tenías que hacer

era silbar, parpadear, para conseguir lo que se te antojara!

—¡No me pegue! —gritó el anciano viejo de verdad.

—¿Que no te pegue? ¡Tal vez te mate! ¡Pegarte! ¡Ay, Señor!

Miré a mi alrededor buscando un objeto contundente. Solo tenía

mis puños; los miré y los dejé caer con desesperación.

—¿Es que no sabes lo que es la vida, maldito idiota

descerebrado? —dije al cabo de un momento.

—¿La vida? —jadeó el anciano viejo de verdad.

—Es un trato. Uno que haces con Dios. Él te da la vida y tú le

pagas tu deuda con él. No, no es un regalo, es un préstamo. No se

trata solo de recibir, también hay que dar. ¡Quid pro quo!

—¿Quid...?

—¡Pro quo! Una mano lava la otra. Tomas y devuelves, das y

recibes. ¡Y tú! ¡Vaya desperdicio! Dios mío, ahí fuera hay diez mil

personas que matarían por tener tu talento, que morirían por ser lo

que fuiste y ya no eres. Préstame tu cuerpo, dame tu cerebro si no

lo quieres, te lo devolveré, pero, por el amor de Dios, ¿cómo se te

ocurrió dejar que se pudriera, que se perdiera para siempre? ¿Cómo

has podido hacer una cosa así? ¡Suicidio y asesinato, asesinato y

suicidio! ¡Maldito seas, ah, maldito seas!

—¿Yo? —jadeó el anciano viejo de verdad.

—¡Mira! —grité, y le di la vuelta para que viera sus propios

escombros en el espejo de la librería—. ¿Quién es ese de ahí?

—Yo —gimoteó.

—¡No, es el hombre joven que perdiste! ¡Maldita sea!

Levanté los puños en el aire y fue un momento de aturdida

liberación. Las imágenes se acumularon en mi cabeza: de repente

visualicé el desván y la inútil máquina sin un objetivo concreto que

acumulaba polvo. La máquina que había soñado sin saber por qué,

para qué. La máquina con dos asientos que aguardaba a unos

ocupantes que irían... ¿adónde?

Mis puños permanecieron inmóviles en el aire. Me asaltó la

imagen del desván y bajé las manos. Vi el vino en la mesa donde

había estado firmando los libros y tomé un trago.

—¿Dónde va a pegarme? —preguntó el anciano viejo de verdad.

—No voy a pegarte. Bebe.

Abrió los ojos y miró la copa en mi mano.

—¿Me hará más grande o más pequeño? —dijo con un aire

estúpido.

Alicia descendió por la conejera con la botella en cuya etiqueta se

leía «BÉBEME» y que hacía que aumentara o disminuyera de

tamaño.

—¿Más grande o más pequeño? —insistió.

—¡Bebe!

Bebió. Rellené la copa. Perplejo ante ese regalo que apaciguaba

mi ira, bebió de nuevo, y aún tomó una tercera copa, y en sus ojos

aparecieron unas lágrimas de sorpresa.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Esto —respondí, y lo saqué a rastras de la librería como si

fuera un tullido hasta el coche, lo metí dentro como a un

espantapájaros y arranqué serio y callado, con Simon Cross, el hijo

de perra desaparecido, balbuceando.

—¿Adónde vamos?

—¡Aquí!

Giré bruscamente y entramos en el camino de entrada de mi

casa. Arrastré a Simon Cross para meterlo en casa y lo subí al

desván sin romperle el cuello.

Nos detuvimos delante de mi máquina del tiempo, ambos con

dificultades para mantener el equilibrio.

—Ahora sé por qué la construí —dije.

—¿Qué ha construido? —gritó Simon Cross.

—¡Cierra el pico! ¡Siéntate!

—¿Es una silla eléctrica?

—Quizá. ¡Vamos!

Se sentó y lo sujeté al asiento. Luego me senté en el otro asiento

y moví la palanca de control.

—¿Qué...?

—¡La pregunta no es qué sino adónde! —le interrumpí.

Tecleé rápidamente: año/mes/día/hora/minuto; y con la misma

rapidez: estado/ciudad/calle/bloque/número; y tiré de la barra

retroceso/vuelta/retroceso.

Y partimos mientras los diales giraban en un sentido, los soles,

las lunas y los años lo hacían en el sentido contrario, hasta que la

máquina se sumió en el silencio.

Simon Cross miró alrededor atónito.

—Yo vivo aquí —dijo.

—Sí, naciste aquí.

Lo arrastré por el paseo.

—Y allí, ¿ves a ese joven de allí? —dije.

En el porche, vestido con el radiante uniforme de la marina,

estaba el apuesto joven con un puñado de hojas en las manos.

—¡Soy yo! —exclamó el anciano viejo de verdad.

—Eres tú. Simon Cross.

—Hola —dijo el joven con el blanquísimo uniforme de la marina.

Me miró con el ceño fruncido, primero con curiosidad y después con

desconcierto—. Un momento. ¿Por qué está diferente? —Señaló a

su yo anciano—. ¿Y quién es él?

—Simon Cross —respondí.

En silencio, la juventud miró a la vejez y la vejez miró a la

juventud.

—No es Simon Cross —dijo el joven.

—Él no puede ser yo —dijo el anciano.

—Os equivocáis.

Los dos se volvieron lentamente para mirarme.

—No entiendo nada —dijo el Simon Cross de diecinueve años.

—¡Lléveme de vuelta! —gritó el anciano.

—¿Adónde?

—A donde estábamos, dondequiera que fuera —jadeó

frenéticamente.

—Váyanse de aquí—dijo el joven retrocediendo.

—Eso no es posible —repuse—. Mira con más atención. En esto

te convertirás después de desaparecer. Así es, este es el Simon

Cross de dentro de cuarenta años.

El joven marinero se tomó su tiempo para mirar de arriba abajo al

anciano, hasta que su mirada se fijó en sus ojos. Su rostro

enrojeció. Sus manos se convirtieron en puños, volvieron a abrirse y

a cerrarse. Las palabras no lo convencían, pero entre él y el anciano

había alguna forma de intuición, una fuerza oculta, una conexión

invisible.

—¿Quién es usted en realidad? —dijo finalmente.

—Simon Cross —respondió el anciano viejo de verdad con la voz

quebrada.

—¡Hijo de perra! —bramó el joven—. ¡Maldito seas!

Y propinó un puñetazo en la cara al anciano, y luego otro, y otro,

y el anciano viejo de verdad aguantaba la somanta de golpes con

los ojos cerrados, absorbiendo la violencia, hasta que se derrumbó

sobre el pavimento con la versión joven de sí mismo sentado a

horcajadas encima de él, mirando el cuerpo.

—¿Está muerto? —preguntó el joven.

—Lo has matado.

—Tenía que hacerlo.

—Sí.

El joven me miró.

—¿Yo también estoy muerto?

—Solo si no quieres vivir.

—¡Oh, sí, sí, quiero vivir!

—Entonces lárgate de aquí. Yo me lo llevaré al lugar del que

venimos.

—¿Por qué hace esto? —quiso saber Simon Cross, que solo

tenía diecinueve años.

—Porque eres un genio.

—Siempre dice lo mismo.

—Porque es verdad. Ahora, corre. Vete de aquí.

Se alejó unos pasos y se detuvo.

—¿Es mi segunda oportunidad? —preguntó.

—Eso espero —dije. Y luego añadí—: Quiero que recuerdes una

cosa: Nunca vivas en España ni te conviertas en un paladín del tiro

de pichón en Madrid.

—¡Nunca seré un paladín del tiro de pichón en ninguna parte!

—¿No?

—¡No!

—Ni te conviertas en el anciano viejo de verdad que tengo que

transportar por el tiempo para que se vea.

—Jamás lo haré.

—¿Lo recordarás y vivirás en consecuencia?

—Nunca lo olvidaré.

Simon Cross dio media vuelta y echó a correr por la calle.

—Vamos —le dije al cuerpo, el espantapájaros, el bulto silencioso

—. Te sentaré en la máquina y te buscaré una tumba sin nombre.

De vuelta en la máquina, recorrí con la mirada la calle ahora

vacía.

—Simon Cross —musité—. Buena suerte.

Tiré de la palanca y desaparecimos en el futuro.

viernes, 12 de abril de 2024

PRINCIPIOS NOCTURNOS PREMIO ALBERTO CAÑAS 2020 EUNED FRAGMENTO

 



El pacto

Inglaterra, Ciudad de México, 1939-1987

A pesar de mis charlas políticas, reuniones literarias y conferencias en algunas universidades acá en Latinoamérica –porque la Segunda Guerra Mundial estaba a pocos meses de su inicio en el viejo continente–, muy dentro de mi persona supe que me faltaba el espaldarazo inicial para que otros escritores de primer orden me tomaran en serio.

Entonces, entré en crisis: viajé a Europa en el primer semestre de 1939, a muy pocos meses de que iniciara la guerra. Visité Francia, Alemania, Italia; me iba por varias semanas, aprovechando que mi padre me adelantaba unos dineros prometidos seis meses antes.

Pero, fue en Inglaterra –lugar de mis futuros proyectos literarios– en donde tuve mi encuentro con Astaroth. No; si ustedes están pensando que su aparición fue en un salón y en un claroscuro, están equivocados. Tampoco se me presentó en forma de perro de aguas, ni se me reveló con una enorme chiva mientras yo escribía aperezado en mi mansión de la campiña inglesa. Menos se presentó con los cachos en su frente o con patas de carnero. ¡Atavismos tontos! ¡Equivocados! Esas son habladurías de la gente para atemorizar, para inventar apoteósicos encuentros con este ser. ¡No!

19

Sucede que, en Inglaterra, me iba a matricular en un curso de teoría literaria en la Universidad de Oxford, para olvidarme de mis fracasos literarios y para avivar en mi persona la necesidad de empujarme a unos deseos que se debilitaban más y más sin yo proponérmelo. Llegué esa mañana al auditorio principal de la universidad. Estaba colmado de estudiantes como yo, que hacían diferentes cursos universitarios y, en algunas carreras, la signatura era un simple requisito.

Fue ahí donde tuve mi encuentro. Fue ahí donde se me presentó.

Estaba sentado en el auditorio como un oyente o un estudiante. Yo diría, más que estudiante, parecía un profesor que escuchaba a un colega, pues, por alguna razón, tenía interés en lo que el profesor hablaba en el auditorio. Yo me senté varios asientos detrás del hombre y en oportunidades podía observarlo, esa observación que hacemos en forma involuntaria y percibimos un objeto o persona, pero lo hacemos sin precisar en realidad lo que estamos mirando.

Terminada la charla, en pocos minutos el auditorium quedó sin un solo estudiante. Justo cuando me aprestaba a salir, quedé de frente con el hombre. No lo podía creer, porque él estaba a unos cinco metros de mi persona y, sin yo saber cómo, apareció delante de mí.

—Yo a usted lo conozco —dijo el hombre, con perfecto acento británico.

—Creo que se equivoca, señor —respondí, aunque mi curiosidad me sobrepasó: me parecía una persona de vieja y añeja alcurnia y yo debía averiguar de quién se trataba. Me cautivó su acento británico de clase alta, me atrajo su bello traje de casimir color azul cobalto. Usaba unos espejuelos de oro redondeados y un bastón negro cuya empuñadura me pareció ser una bestia mitológica que no logré identificar.

20

En el auditorium solo había dos personas: mi interlocutor misterioso y yo. Ocupado minutos antes por unos cincuenta estudiantes, ahora me parecía el lugar más desolado del mundo. Una especie de paisaje sin vida, frío, monocromático, estaba a nuestro alrededor. Ahora, las butacas eran de piedra y el recinto de maderas acogedoras y de una luz sensible al ojo se convirtió en un paisaje ancestral en donde intuía que ningún mortal había estado ni lo había visto jamás. La luz del auditorium se transformó en una luz opaca, sin brillo, para luego pasar a un color llameante y dorado, lo cual me produjo cierta modorra. Me quedé petrificado, escuchando al hombre, una vez que respondí en mi negativa de que nos conocíamos. Él replicó, sin tomar nota de mis últimas frases:

—¿No es usted el escritor Byron Deford? Es usted, ¿cierto?

Y se quedó mirándome con esa curiosidad del interlocutor que solo espera que le confirmen lo preguntado. Pero, no dejó que yo contestara. Agregó:

—Sí, es usted; yo lo conozco desde hace mucho tiempo. Usted está en Inglaterra porque desea darse un respiro a toda esa frustración que siente en su alma, en su espíritu. Su juventud se rebela cada vez que escribe en su vieja máquina Underwood para luego botar cientos de hojas papel periódico. ¿Verdad que no me equivoco? —añadió, con una gran insolencia que, a la vez, por su sinceridad, me dejaba desarmado.

Confieso que la curiosidad no me permitía tampoco ser grosero con mi interlocutor y en cambio empezó a corroer mi persona. ¿Cómo sabía que yo, Byron Deford, estaba pasando por una crisis existencial y, más que existencial, una crisis de escritor? ¿Cómo sabía de mi vieja máquina de escribir y los cientos de borradores que botaba al cestillo de la basura en semanas anteriores?

21

—Mucho gusto en conocernos. Mi nombre es lord John Rutland, archiduque de... pero, no sería oportuno que le dijera archiduque de cuál región, jejeje —dijo el hombre, extendiendo su mano. Se quedó mirándome con complacencia y, más que eso, complicidad por sus últimas palabras acerca de mis frustraciones literarias, las cuales, en ese tiempo, yo no confesaba a nadie, ni a mi amigo Horacio Guerra. No perdía nada en contestar al hombre afirmativamente a su pregunta; en verdad me llamaba a la curiosidad y, ¿para qué mentir?, hasta me simpatizó su elegancia, tanto como su acento británico y aristocrático.

—Sí, lo soy... Digo, soy Byron Deford. Está usted en lo correcto, lord Rutland —contesté y disparé la pregunta, pues, equivocado o no sobre si era conveniente, no lo soporté; deseaba saber el cómo un hombre de anteojos con aro de oro, de impecable porte inglés y con educación y modales dignos de sus títulos nobiliarios me confesaba saber de mi persona:

—¿Cómo se enteró usted de mi máquina Underwood? —pregunté, sin atreverme a agregar el resto: cómo sabía que también tiraba al cesto de la basura cientos de páginas.

Lord Rutland no me dejó que continuara:

—También sé muchas cosas más de usted, secretos suyos. Conozco su pasado igual que la palma de mi mano, como dicen las personas, joven Byron Deford.

Al afirmar el hombre esto último, sentí un frío que me corría por dentro y percibí todo a mi alrededor sin vida: era una zona gris entre la vida y la muerte, desde donde él me dirigía sus palabras. Golpeteó levemente con su bastón el suelo, para que yo lo escuchara. Continuó:

—Y perdone, no es que yo sea una persona indiscreta... es que está en mi naturaleza conocer el hoy, el pasado y el futuro de las personas. ¡Ah, qué inmodesto de mi parte! ¡Perdón, perdón, joven Byron Deford! ¡Hablo más de la cuenta!

22

Sonreí y dije:

—En verdad que usted me ha intrigado, lord Rutland, por lo que comenta de mi persona. Sí, en efecto, estoy acá en Inglaterra más que por estudios; estoy para obtener un nuevo aire, una especie de limpieza del alma, para recuperar fuerzas.

—¡Limpieza del alma! —interrumpió—. Me gusta, me encanta esa afirmación suya. No se imagina cuántas veces la he escuchado.

—¿Es usted acaso una especie de mago? Digo, porque conocer así las intimidades de las personas es tema de magia —aseguré, con aire medio jocoso, en el límite donde el interlocutor no sabe si uno lo dice en serio o, por el contrario, es una burla.

—La respuesta usted la sabe, joven Byron Deford, si yo soy un mago u otra persona que no desea aceptar. ¿Usted sabe quién soy? ¿Me tiene miedo? ¡No lo creo! ¿Todavía usted posee dudas? A lo mejor soy un simple charlatán o un loco escapado de algún psiquiátrico de Londres. Por ejemplo, sé que su frustración proviene de que usted tiene ya veintiún años y también que acaba de publicar un libro de cuentos en su país con uno de los “grandes” escritores, con su padrinazgo; pero, no ha sucedido nada: una crítica famélica, raquítica, insulsa, ni buena, ni mala. Y eso, a usted, joven Byron Deford, lo tiene mordisqueado en su orgullo... Lo tiene devastado... Y lo entiendo, lo entiendo, no es para menos... Porque, usted tiene razón, usted es bueno como escritor, se lo digo, pero...

Y el hombre se quedó como dudando de lo que quería decir, lo que deseaba confesarme. Me armé de fuerzas y dejé los protocolos a un lado. ¿Qué podía perder si le seguía el juego? ¡Nada! ¿Y si en verdad era cierto lo que yo pensaba: que el tal lord Rutland era un mensajero del Maligno? ¿Me estaba volviendo loco en mi frustra23

ción? ¿Cómo enfrentar una situación como la que estaba viviendo?

—¿Y qué más conoce de mí? —pregunté, con un cosquilleo inevitable en el estómago.

—Yo, por el contrario, le pregunto: ¿qué daría usted por ser el mejor escritor de su generación? —inquirió el hombre—. ¿Lo desea en verdad? ¿Qué sacrificaría? ¿Amores? ¿Hijos? ¿Matrimonios? ¿Aún más? ¿A usted mismo, si fuera del caso?

—Le sigo el juego, lord Rutland o como quiera que el señor se llame —interrumpí, asustado.

—Joven Deford, no es cuestión de seguirme el juego. Si usted desea llamarlo así, pues así lo llamaremos. Deje que mi persona termine la idea. ¡Usted está en problemas! Se siente estéril y usted no sabe cuánto tiempo durará esa esterilidad. Digamos que el fracaso “anunciado” del libro de cuentos a usted lo ha dejado con un temor en su corazón que lo violenta día y noche. Mmmm... Síííí… Pues, esa frustración y esos temores yo puedo hacer que sean razones del pasado. Por ejemplo, sé de su amor no correspondido por una actriz de teatro y cine, de su terquedad, de sus desvelos... No se perturbe, yo puedo hacer que sea suya, la puedo poner postrada a sus rodillas... No hay límites para lo que yo puedo hacer por usted.

La luz dorada continuó y él entonces buscó asiento a unos metros de mí, sin antes pedir permiso. El hombre que decía llamarse lord Rutland tomó asiento y pude observarlo en sus mínimos detalles. Su cara poseía una leve barba al ras de la piel y se le notaban partes con canas. Exhibía una blancura aporcelanada tanto en su rostro como en sus manos, en una de las cuales percibí un anillo con una piedra de color negro. Su cabello entrecano y lacio estaba levemente engominado. En efecto, el hombre poseía unos anteojos de aros dorados que supuse eran de oro y detrás de los cuales se percibían unos ojos

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azulísimos. Llevaba una camisa blanca de puño francés donde se adivinaban unos gemelos de oro. Los puños de la camisa sobresalían cada vez que mi interlocutor gesticulaba con sus manos. La corbata de medio nudo Windsor hacía juego con su traje de casimir azul cobalto y supuse que era de seda, porque su caída se percibía leve. Tomando en cuenta los pliegues en la camisa y el nudo corto fijado en el cuello, deduje que este estaba hecho sin apretar. El pantalón parecía recién puesto, no percibí una sola arruga y, aún estando sentado, los quiebres lucían una perfección que yo no dejaba de observar una y otra vez. Las medias negras de seda y los zapatos Oxford full-brogue de color negro hacían del conjunto y de su dueño una estampa perfecta del buen gusto.

Continuó:

—Si me sigue el juego y soy un farsante, ¿qué podría perder? Aunque, lo sé, lo sé, usted sabe en su interior quién soy. ¡Por favor, no diga mi nombre! Yo solo soy su emisario del gran Señor, porque tenemos jerarquías y somos muchos.

—¿Decir nombres, lord Rutland? Eso, jamás. Si no estoy convencido de con quién estoy hablando, no digo nombres. Y ese detalle me intriga, lo acepto.

—¿Qué prueba última desea? Pregunte por su mayor secreto, que yo responderé.

Pensé en varias preguntas. No importaba que en verdad fueran o no grandes secretos; existían muchas preguntas que, si yo se las hacía, solo yo conocería las respuestas y sus detalles. Pensé por unos segundos que se me hicieron eternos. El hombre, a la espera, sacó de su chaqueta un paquete de cigarros y un encendedor de oro, y empezó a fumar.

Recordé entonces que una revista universitaria de mi país me pedía un ensayo sobre Marlowe, sobre el doctor Fausto. Coincidencia o no con la situación en la cual me

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encontraba, quise hacerle una jugarreta al hombre: a miles de kilómetros y sin tener ninguna relación con la universidad, ni con las personas que me solicitaban el ensayo, me pareció una buena idea preguntar si en la última semana laboraba en un proyecto literario mío o si me encomendaban uno y qué clase de trabajo era. Pero, antes de que pudiera hacerle la pregunta, el hombre dijo:

—Ah, por cierto, joven Byron Deford, tome, es un regalo de mi parte; creo que le va a servir para su trabajo...

Y me entregó un libro con un empaste amarillento y viejo: se trataba de la primera edición del “Doctor Fausto”, del dramaturgo Cristopher Marlowe. En la portada se leía La trágica historia de la vida y muerte del doctor Fausto. Era una edición de 1604, con una dedicatoria a mi interlocutor: lord Rutland.

No podía dejar de temblar, sudé y luego volvía a mirar en derredor; estaba y a la vez no estaba en el auditorio de la Universidad de Oxford. El hombre se adelantó:

—¿Le sirve el libro? No lo vaya a mostrar en público, porque es un original y, si lo muestra, empezarán las preguntas y la gente dirá que usted, joven Byron Deford, lo hurtó. Aclaro que yo tampoco lo he hurtado, como se puede percatar por la dedicatoria. ¡Pobre Cristopher Marlowe!... ¡Qué muerte tan fea! Yo estaba esa noche en la taberna... Ni me acuerdo cómo se inició la disputa que acabó con la muerte de nuestro protegido: Marlowe. Pero, no pude intervenir; mi jefe no me lo tenía permitido —aseguró el hombre, mientras una voluta de humo se posaba junto a mis zapatos, en lugar de subir hasta el techo del auditorio. El hombre continuó:

—¿Era esa su pregunta? ¿Del ensayo, del que está usted preparando? ¡Ah, estos mortales y estos jóvenes!... Uno tiene que emplearse a fondo en nuestro trabajo para que a uno le crean —comentó, con cierto aire retozón y de victoria.

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Y otra voluta de humo se fue a posar a mis pies.

Ahora tenía dos volutas de humo que jugueteaban por mis zapatos como dos gatos, sin que quisieran abandonarme. No comenté nada. Estaba en una situación precaria, donde los límites de lo racional ya no jugaban ningún papel, en una zona límite, bordeando lo irracional. No aguanté, lancé la pregunta...

—Supongo que todo es un trueque. El ofrecimiento. Su amo, su jefe, me ofrece... Y yo, a cambio, también ofrezco. ¿Paridad en las condiciones? ¡No lo creo!

—Joven Byron Deford, no se haga la víctima ahora —rezongó el hombre, con cierta autoridad—. ¿Acaso no es usted el que necesita de nosotros? ¿No es usted el que ha estado pensando que, si la historia del Dr. Fausto fuera real, usted hubiera hecho lo mismo? ¿Llegar a un acuerdo? Venga, tome asiento. Necesitamos una charla, una buena charla. Y no se preocupe por los jóvenes y profesores de la universidad... No vendrá nadie a interrumpirnos. No se preocupe por que sea media mañana; para usted y para mi persona, el tiempo transcurre diferente de como lo ven y lo captan los simples mortales. Por ejemplo, ¿ve el rosal?

Más allá de unos ventanales, se observaba un jardín con varias hileras, donde había un grupo de rosas.

—Yo puedo hacer que las rosas se marchiten o vuelvan a florecer. ¿Lo desea, joven Byron Deford? ¿Quiere ver el rosal en su muerte y en su nacimiento?

No comenté nada acerca del rosal y me enfoqué en las propuestas.

—Lord Rutland, por favor, deje que llame a su eminencia así en esta charla —dije, bastante serio. La cuestión había tomado un matiz que segundos antes no imaginaba: ya no me cupo la menor duda de que con quien estaba hablando era un emisario del Maligno. ¿Propuestas? ¿Contrapropuestas? El hombre se quedó mirándome y aspiró de nuevo del cigarro, que nunca se le acababa y

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parecía recién encendido, aunque ya habían pasado unos diez minutos. Dejó escapar una voluta de humo que, al igual que las anteriores, bajó, bajó, bajó hasta mis pies e inició una danza con las otras volutas, a mi lado; se deslizaban entre ellas mismas, unas encima de las otras, a ras del suelo; luego, daban pequeños saltos y cuanto más brincaban más azul era su color. Jugueteaban de un lado a otro, en medio del auditorio, para luego regresar a mi lado.

—Joven Byron Deford, quizá no me he expresado del todo bien o quizá en medio de la conversación no me ha entendido. ¿Propuestas? Sí, las tenemos por parte de mi señor. ¿Contrapropuestas?

Se quedó pensativo, cruzó la pierna, se acomodó los anteojos, bastoneó el piso con cierto desenfado y continuó:

—Contrapropuestas, usted no las hará. Usted, es el interesado en todo este tema de la escritura, de la creación literaria, en esta enfermedad de su narcisismo. Y esto último lo digo con el mayor respeto, porque, ¿quién no es narcisista? ¡La gente miente al decir que no lo es! Pero, le repito, no existirán contrapropuestas por parte suya. Es simple: lo toma o lo deja como dicen ustedes los mortales; es así de sencillo. Pero, no crea que mi señor es del todo autocrático; creo que en medio del trato existe una prebenda para su persona. ¿La razón? ¡Usted le simpatiza!

Y me guiñó un ojo, con aire jocoso y cómplice.

—La propuesta —continuó—: usted tendrá todo lo que desee, será un gran escritor. Y, además, tendrá como sus ayudantes y secretarios a los siete demonios de los pecados capitales, quienes cooperarán con usted en su aventura literaria. ¿La prebenda? Si usted, escritor Byron Deford, en su gran aventura literaria de tantos años, entrega a nuestro amo y señor un alma –ya sea con engaños o no, esto último es optativo– por cada uno de los siete pecados capitales, usted quedará libre, su alma quedará en libertad; de lo contrario, se convertirá en un demonio

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menor, como nosotros. Cada pecador de cada uno de los siete pecados deberá morir en el pecado, para que así su alma no pueda arrepentirse. Usted no podrá intervenir en su muerte directamente, ni por medio de algún acto indirecto.

—Acepto —dije, sin titubear, aunque por dentro sentía temor y a la vez creía que soñaba, por lo que acontecía en el auditorio.

—¡Lo sabía, lo sabía! ¡Viva! —exclamó, lleno de júbilo, el emisario del Maligno, que se hacía llamar lord Rutland—. Venga, acérquese, firme acá.

Y sin saber de dónde, tenía entre sus manos un documento viejo y amarillento como el texto de Marlowe que me obsequiaba. Al firmar, el espíritu infernal pasó su mano por mi nuca y me sentí desfallecer; sentí que la muerte me visitaba, que llegaba hasta mí y que recorría todas las células de mi ser, se inoculaba en mí como una enfermedad. Me ardía la nuca una vez que retiró su mano y empecé a sentir una leve erupción en mi piel.

El hombre agregó:

—No se preocupe, joven Byron Deford, no se preocupe; este absceso que se le hará en los próximos cinco días es parte del pacto. Es un absceso que estará con usted mientras dure la relación, su relación con mi señor. Y mientras usted esté creando su obra, allí estará. Repito, al quinto día, el absceso será un ojo y lo tendrá en la frente cuando trabaje en su obra. Usted se lo pondrá en su frente para escribir. Será su tercer ojo.

Sentí asco, pero ya estaba hecho el trato. ¿Qué era un absceso-ojo por la creación literaria, la inmortalidad como escritor, la fama, ser el mejor entre los mejores escritores de mi generación? ¡Muy poco!

—Por último, le presento desde ahora a sus siete secretarios.

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Y, como tratándose de una representación teatral, fueron saliendo de un lado del escenario, uno por uno. El primero en aparecer fue Aamón, cc Fabiano Stirge, quien me hizo una reverencia y se quedó a pocos metros de lord Rutland. Le siguió Adremelech, cc lord Ruthven, con su chaqué impecable, e igual que lo hiciera Aamón, saludó con respeto. Salió Esfria, de frac; sus gemelos se adivinaron en la camisa de puño francés; me hizo una genuflexión y dijo que en el mundo de los mortales se le conocía con el nombre de conde Estruch. Pasó y, al aparecer en el escenario, se disculpó con grave y hermoso acento británico Goodfellow, de enorme cabeza, conocido desde la Edad Media con el nombre de Gorgus Black. Malfas, de levita, estaba recorriendo con apuro el escenario; dijo que en el mundo de los mortales se le conocía como Onofre de Dip. Nergal comentó algo entre dientes a su hermano, alias lord Rutland, y se disculpó por su tardanza que, en verdad, no la entendí. Nergal agregó que era conocido como Gilles II, barón de Rais, pero que no era tan perverso como el hombre al cual usurpaba el patronímico. Y, por último, salía Belfegor, de esmoquin monóculo; al saludarme, su ojo flamígero relampagueó en señal de agrado.

Las volutas de humo continuaron jugueteando por el auditorio, mas luego se enredaron como ovillos a los pies de lord Rutland, quien dijo:

—Bien, mi tarea está cumplida, pero, antes de despedirme, le diré mi nombre: soy Astaroth, archiduque de los infiernos de Occidente... Y recuerde… Recuerde este acertijo: ¿qué dijo la primera rana?

Y las volutas de humo comenzaron a agrandarse y agrandarse, hasta que Astaroth desapareció en medio de una niebla. Y los siete espíritus infernales y yo volamos, volamos por el cielo, hasta una mansión en la campiña inglesa.

¡Ya era de noche!

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