sábado, 22 de julio de 2023

ANA MARÍA MATUTE CUENTOS COMPLETOS FRAGMENTO

 



Presentación A finales de mayo de 1947 se publicó en el semanario Destino el cuento «El chico de al lado» de Ana María Matute. Es de suponer la emoción de la joven escritora. Ella misma cuenta que fue corriendo al quiosco a buscar la revista y que, ante la perplejidad de la vendedora, compró cuatro. Tenía apenas veinte años y veía por primera vez publicado un cuento suyo; lo había escrito a los quince, como muchos otros. Escribir no era algo nuevo para ella pues desde que supo manejar un lápiz no había hecho otra cosa. Escribir era —y es— su manera de estar en el mundo. Se conservan los cuentos que escribió desde los cinco años. También muy joven había escrito, durante un verano en Zumaya, su primera novela: Pequeño teatro. Tenía diecisiete años y de forma impulsiva se presentó en la editorial Destino con su manuscrito. El editor, Ignacio Agustí, le pidió que se lo llevara y lo volviera a traer, pero esta vez mecanografiado. En cuanto lo leyeron decidieron contratarlo; sin embargo, no se publicó hasta 1954, cuando ganó el premio Planeta. Hasta entonces pasaron muchas cosas. Para ir dándola a conocer literariamente, le pidieron algún cuento para la revista. Ella les entregó «El chico de al lado». Y así comenzó la colaboración con Destino. Por aquella época estaba ya escribiendo su segunda novela, Los Abel, que quedó finalista del premio Nadal y se publicó en 1948. Los duendes de las imprentas fueron los responsables de que el segundo cuento, «Sombras», publicado casi un año después del primero, apareciera firmado por Juan M.ª Matute (la autora recuerda el enfado de su padre ante el error; a la semana siguiente la revista rectificó). Del mismo año es también «Mentiras» y del siguiente, «Los niños buenos» (en cuatro entregas semanales). Y desde entonces Ana María no paró de escribir cuentos, que alternaba con sus novelas y que eran una manera de subsistir económicamente. La puerta de la luna reúne todos los cuentos y escritos cortos de Ana María Matute, tanto los recopilados en antologías como los que andaban dispersos. Se divide en dos partes: la primera recoge los cuentos propiamente dichos y la segunda, los artículos o apuntes periodísticos, muchos de los cuales rozan, o son también, relatos. Esta división es, pues, meramente funcional, para distinguir lo que es claramente narrativo de lo que se solapa con otros géneros, aunque en todos los textos están esa capacidad de fabulación y ese vuelo de la imaginación tan personales y que hacen que sea tan difícil adscribirla a una tendencia artística. En esta obra se ha respetado la cronología en que fueron publicados los distintos libros de relatos: Los niños tontos (Arión, Madrid, 1956), El tiempo (Mateu, Barcelona, 1957), Tres y un sueño (Destino, Barcelona, enero de 1961), Historias de la Artámila (Destino, septiembre de 1961), El arrepentido y otras narraciones (que apareció primero como El arrepentido, con sólo ocho relatos, en 1961, en la colección Leopoldo Alas de la editorial barcelonesa Rocas; y luego, ya con trece cuentos, como El arrepentido y otras narraciones en 1967, en la editorial Juventud de Barcelona), Algunos muchachos (Destino, julio de 1968) y dos cuentos sueltos publicados en 1993 y 1998, respectivamente. En la segunda parte se incluyen: A la mitad del camino (Rocas, Barcelona, 1961) y El río (Argos, Barcelona, 1963). De estas ediciones originales se han eliminado los escritos cuyo contenido era meramente coyuntural. Los cuentos que componen cada una de las compilaciones no siempre pertenecen a la misma época: muchos fueron escritos o publicados en revistas en fechas muy anteriores. Por eso, a veces conviven cuentos escritos con más de diez años de diferencia, lo que puede reflejarse en el estilo literario. Prácticamente de todos ellos se ha encontrado la fecha de la primera publicación. Los niños tontos y Tres y un sueño no tienen problemas de datación porque fueron escritos de forma unitaria y directamente para su publicación como libro. Sin embargo, en El tiempo la procedencia es ya diversa. Están, entre otros, los primeros cuentos publicados: «El chico de al lado», de 1947; «Sombras» y «Mentiras», ambos de 1948; «Los niños buenos», de 1949 (los cuatro publicados en Destino); «El tiempo» apareció como «La pequeña vida» en 1953, en La novela del Sábado, nº 11; «La ronda» se publicó junto con Fiesta al noroeste y «Los niños buenos» en 1953 (Afrodisio Aguado, Madrid); otros, como «Chimenea», son de 1957 (publicados ya en Garbo); «No hacer nada», también de esas fechas, fue rechazado porque se consideró «políticamente incorrecto». Los años cincuenta y sesenta fueron para la autora de gran producción creativa (coinciden con la aparición de algunas de sus novelas más relevantes), pero también de gran penuria económica. A partir de 1957, empezó a colaborar con la revista Garbo; ella misma relata la presión económica bajo la que vivía, pues tenía que hacerse cargo de los gastos de la casa y con un niño pequeño, por lo que tenía que escribir semanalmente un cuento. Estos textos se recogieron en dos compilaciones: Historias de la Artámila, que reunía toda la producción cuentística de 1958, más «Pecado de omisión», de finales de 1957, y «El perro perdido», de mayo de 1961; y El arrepentido y otras narraciones, cuentos de distinta procedencia, algunos de los cuales han sido hoy eliminados. Los recogidos aquí son: «La luna» y «El hijo» (de 1957, publicado en Garbo), «El arrepentido», «Los de la tienda» y «El embustero»(de 1958, también publicados en Garbo, el último reproducido ahora por primera vez), «La Virgen de Antioquía» (escrito en 1963, pero no publicado hasta 1990 en Mondadori), «Sino espada» (Destino, 1964) y «El maestro» (Revista de Occidente, también a inicios de los sesenta). Los cuentos de Algunos muchachos no se habían editado con antelación a 1968; algunos de ellos los escribió cuando impartía clases de literatura en Estados Unidos. Los dos últimos cuentos recogidos son de 1993 («De ninguna parte», que ganó el premio Antonio Machado de la Fundación de Ferrocarriles de España) y de 1998 («Toda la brutalidad del mundo», Plaza y Janés). Desde principios de 1960 (concretamente el 20 de febrero en que se publicó «La selva») Ana María tuvo una columna propia en Destino, «A la mitad del camino»; en ella escribía semanalmente un artículo sobre diferentes temas. De dichos artículos surgen dos recopilaciones: una en 1961, que tomó el nombre de la sección, A la mitad del camino, y otra en 1963, El río, que englobaba los más personales o autobiográficos. La puerta de la luna recoge, pues, los cuentos publicados entre 1947 y 1998, aunque la mayor parte pertenece a los veinte años que van desde finales de los cuarenta hasta finales de los sesenta. Dos décadas en las que el estilo y los temas fueron evolucionando aunque en todos ellos está presente el universo matutiano. A modo de introducción figura un hermoso texto, «Los cuentos vagabundos», editado a principios de los cincuenta en la colección Enciclopedia Pulga, e incluido en 1957 en El tiempo. Todos los cuentos, desde los escritos en la más temprana juventud hasta los más recientes, mantienen de una forma u otra su estilo literario, su imaginación, fantasía y capacidad de fabular, que la distinguen de otros escritores de su generación. Ana María está especialmente dotada para conmover, para excitar los sentimientos más adormecidos, siempre con la más exquisita sensibilidad para, como dice Cortázar, traspasar la mera anécdota y convertirla en una metáfora de la condición humana. Este carácter simbólico del cuento crea un mundo lleno de contradicciones y dualidades, como el propio mundo de Ana María: puede ser tremendamente casera, pasar días sin salir, escribiendo o leyendo, y casi sin transición entregarse a una vorágine de viajes, trenes, hoteles y aviones. Puede ser una mujer solitaria e independiente y a la vez la más cordial y hospitalaria del mundo; desde siempre ha sufrido enfermedades, caídas y operaciones y, sin embargo, es una mujer muy fuerte. Puede pasar del dolor a la alegría en unos segundos, gracias a un sentido del humor que no le falta nunca. De la más terrible tragedia puede extraer una situación cómica. Es como si dentro de ella cupieran muchos mundos, aunque el verdadero se lo guarda para ella sola y ni siquiera lo desnuda completamente en su escritura. Esa dualidad aparece también en sus obras: algunas se abren con un delicado lirismo y acaban en el realismo más cruel, como para sacudir al lector y preguntarle si se había creído que la vida era tan hermosa. Siempre, desde el primer momento, capta la atención del lector, con una frase enérgica en la que este queda atrapado («La entrada al mundo de Miguel Bruno costó trescientas sesenta pesetas de honorarios al médico rural, cincuenta más por gastos especiales, tres comidas extraordinarias y la vida de la madre», de «La ronda»), después presenta unos personajes en un universo de inquietante cotidianidad que son arrojados a un final desolador, al vacío, a la muerte, al abismo. Para que este mundo cobre toda su fuerza se sirve de diferentes recursos: una prosa muy sensorial, que a veces pinta más que escribe, recreándose y describiendo con todo lujo de detalles hechos triviales o cotidianos, para con muy pocas palabras abocar a un final desolador, lo que deja un regusto amargo. Maneja las metáforas, los elementos simbólicos (en los objetos, en las «menudas cosas» se materializan los sentimientos, como en «Los objetos fieles», «Don Pancita»), los contrastes y las paradojas, y muchas veces ese humor que tanto falta en la literatura (ella confiesa que a veces se divierte escribiendo), un humor fino escondido detrás de los personajes o de los argumentos, que descubre a una mujer llena de sabiduría, porque el humor es una forma de sabiduría y Ana María es una mujer sabia, adivina, capaz de ver donde los demás no ven nada (al igual que el niño de «El árbol de oro» que observa el mundo a través de un agujero). Todo ello con un lenguaje mágico y agridulce, lírico y realista, rebelde, melancólico, tierno, en el que laten presentimientos trágicos. Los cuentos de Ana María son atemporales. No hay en su obra referencias a años, ni días, ni tiempo concreto; los únicos que cuentan son los tiempos que marca la naturaleza: la primavera, el verano, el otoño, el día, el atardecer; o los que marca la vida: el nacimiento, el día del cumpleaños, etcétera. Tampoco están localizados; sólo en algunos de ellos se vislumbra Mansilla de la Sierra. El mundo de la autora es un mundo creado por ella, con lugares anónimos, pueblos, campo, de los que nunca se cita el nombre. Los personajes son pobres, adolescentes, niños, náufragos, cuyas circunstancias familiares están marcadas por las carencias. Muchos son huérfanos, o tienen unos padres (sobre todo unas madres) que no los quieren. Se trata de una constante de todo el universo matutiano. «Sí —explica Ana María—. No hay madres. La profunda raíz yo creo que está en que a mí siempre me ha preocupado mucho la soledad, el desamparo de la soledad. Y el sentirse desplazado, y que entre toda la gente que hay a tu alrededor no haya nadie que te acoja. Yo he visto muchos niños y personas mayores que se sienten así. Y como la madre es el símbolo de todo lo contrario, pues quizá yo les he quitado la madre. No sé... el proceso creativo es muy especial, sin darte cuenta estás en manos de cosas que son muy tuyas. No quiere decir que te hayan pasado, pero son muy tuyas, cosas que a ti te importan mucho.» Por eso, aunque no se lo plantee, a veces se traslucen sus preocupaciones, sus obsesiones y hasta sus propios estados de ánimo («Cuando escribía, me brotaba de dentro muchas veces —confiesa—, apenas tenía que inventarme algo o ponerme en la situación del personaje; era mi propia vida, un estado anímico que me salía a borbotones»). Además de niños y adolescentes, por las páginas de los cuentos desfilan personajes deliciosos, como el dickensiano maestro de «Los niños buenos», o el desolador protagonista de «El maestro», o personajes ruines, como los tenderos, o crueles, como los adultos de «El amigo» y de otros muchos cuentos, e incluso personajes fantásticos que parecen salir del mundo de Andersen («La razón»). Es difícil tratar de clasificar los cuentos según los temas, ya que estos se cruzan y se solapan entre ellos. Pero hay siempre unas constantes: la infancia y la adolescencia, el cainismo, la injusticia social, la incomunicación, la incomprensión. La infancia como tema nunca ha tenido muchos adeptos en la literatura española, al contrario que en las literaturas extranjeras, como en la inglesa por ejemplo. Ana María tiene el don de saber escudriñar en el interior de los niños, que no son una transición hacia la edad adulta, sólo son niños (ella dice que es al revés, que el adulto es lo que queda del niño). La autora se vale de la mirada del niño o del adolescente para marcar un distanciamiento afectivo entre la realidad y el sentimiento. Así aparecen esos niños inocentes, asombrados, que se enfrentan al mundo cruel e intolerante de los adultos («Los niños buenos», «Fausto», «Cuaderno para cuentas», «El amigo»). Esos niños que, cuando pierden la inocencia, pierden el paraíso («La ronda», «La isla») o el fin de las ilusiones («La Virgen de Antioquía», «Una estrella en la piel», Tres y un sueño, Algunos muchachos). Otro de sus temas es el cainismo, el enfrentamiento entre hermanos, el bien y el mal, trasunto de la guerra civil española, que marcó a toda su generación y que de una u otra forma está presente en toda su obra («La ronda», «Noticias del joven K», «El maestro», «Los hermanos»). La guerra civil supuso el ingreso en un mundo inaccesible, pero al que le sucedió otro, si cabe, peor: el de la posguerra, en el que no pasaba nada, el mundo de la mediocridad, la pobreza y la mezquindad; un mundo ensimismado que no quería saber nada de lo que ocurría más allá de sus fronteras. Y aquí surge otra de sus constantes: la denuncia de la injusticia social, la crueldad y el egoísmo hacia esas gentes sin voz, marginadas, desheredadas (como en muchos de los relatos de Historias de la Artámila, o en «Sino espada»). Y, por último, aunque no menos importante, la incomunicación; esa barrera que se establece entre los seres humanos, que dura más que la propia vida, que lleva al aislamiento, a la soledad, a la incomprensión entre las personas («No tocar», «Toda la brutalidad del mundo»). Las cosas no dichas con las que uno se muere. Como heridas que no pueden supurar, que se pudren dentro del organismo y llevan a la muerte. «La puerta de la luna», uno de los relatos de El río, da título a esta obra. Evoca un refugio, una roca, donde los niños acudían cuando huían de un castigo o querían estar solos, contemplando el mundo como si fueran reyes y señores de sus propias vidas. Allí podían imaginar y volver a ser niños: «Sin embargo, aún tenemos la puerta de la luna. Se recupera, lo sé muy bien, en la hora de soledad que todos pedimos, necesitamos, en el transcurso de los meses, de los años. En la puerta de la luna los niños crecían despacio, dentro de sí. En nuestra hora de soledad, la puerta de la luna nos devuelve al niño que aún vaga dentro de nosotros, buscando inútilmente puertas y ventanas por donde escapar». Como el espejo de Alicia, la puerta de la luna adentra al lector en un mundo extraordinario, lo convierte en ese niño imaginado, que conserva la frescura de su visión y con ella aborda una realidad fascinante y terrible. Leer es una manera de estar en esa puerta de la luna, justo donde nos sitúan los cuentos de Ana María Matute. MARÍA PAZ ORTUÑO ORTÍN 


Los cuentos vagabundos Pocas cosas existen tan cargadas de magia como las palabras de un cuento. Ese cuento breve, lleno de sugerencias, dueño de un extraño poder que arrebata y pone alas hacia mundos donde no existen ni el suelo ni el cielo. Los cuentos representan uno de los aspectos más inolvidables e intensos de la primera infancia. Todos los niños del mundo han escuchado cuentos. Ese cuento que no debe escribirse y lleva de voz en voz paisajes y figuras, movidos más por la imaginación del oyente que por la palabra del narrador. He llegado a creer que solamente existen media docena de cuentos. Pero los cuentos son viajeros impenitentes. Las alas de los cuentos van más allá y más rápido de lo que lógicamente pueda creerse. Son los pueblos, las aldeas, los que reciben a los cuentos. Por la noche, suavemente, y en invierno. Son como el viento que se filtra, gimiendo, por las rendijas de las puertas. Que se cuela, hasta los huesos, con un estremecimiento sutil y hondo. Hay, incluso, ciertos cuentos que casi obligan a abrigarse más, a arrebujarse junto al fuego, con las manos escondidas y los ojos cerrados. Los pueblos, digo, los reciben de noche. Desde hace miles de años que llegan a través de las montañas, y duermen en las casas, en los rincones del granero, en el fuego. De paso, como peregrinos. Por eso son los viejos, desvelados y nostálgicos, quienes los cuentan. Los cuentos son renegados, vagabundos, con algo de la inconsciencia y crueldad infantil, con algo de su misterio. Hacen llorar o reír, se olvidan de donde nacieron, se adaptan a los trajes y a las costumbres de allí donde los reciben. Sí, realmente, no hay más de media docena de cuentos. Pero ¡cuántos hijos van dejándose por el camino! Mi abuela me contaba, cuando yo era pequeña, la historia de «La niña de nieve». Esta niña de nieve, en sus labios, quedaba irremisiblemente emplazada en aquel paisaje de nuestras montañas, en una alta sierra de la vieja Castilla. Los campesinos del cuento eran para mí una pareja de labradores de tez oscura y áspera, de lacónicas palabras y mirada perdida, como yo los había visto en nuestra tierra. Un día el campesino de este cuento vio nevar. Yo veía entonces, con sus ojos, un invierno serrano, con esqueletos negros de árboles cubiertos de humedad, con centelleo de estrellas. Veía largos caminos, montaña arriba, y aquel cielo gris, con sus largas nubes, que tenían un relieve de piedras. El hombre del cuento, que vio nevar, estaba muy triste porque no tenía hijos. Salió a la nieve, y, con ella, hizo una niña. Su mujer le miraba desde la ventana. Mi abuela explicaba: «No le salieron muy bien los pies. Entró en la casa y su mujer le trajo una sartén. Así, los moldearon lo mejor que pudieron». La imagen no puede ser más confusa. Sin embargo, para mí, en aquel tiempo, nada había más natural. Yo veía perfectamente a la mujer, que traía una sartén, negra como el hollín. Sobre ella, la nieve de la niña resaltaba blanca, viva. Y yo seguía viendo, claramente, cómo el hombre moldeaba los pequeños pies. «La niña empezó entonces a hablar», continuaba mi abuela. Aquí se obraba el milagro del cuento. Su magia inundaba el corazón con una lluvia dulce, punzante. Y empezaba a temblar un mundo nuevo e inquieto. Era también tan natural que la niña de nieve empezase a hablar... En labios de mi abuela, dentro del cuento y del paisaje, no podía ser de otro modo. Mi abuela decía, luego, que la niña de nieve creció hasta los siete años. Pero llegó la noche de San Juan. En el cuento, la noche de San Juan tiene un olor, una temperatura y una luz que no existen en la realidad. La noche de San Juan es una noche exclusivamente para los cuentos. En el que ahora me ocupa también hubo hogueras, como es de rigor. Y mi abuela me decía: «Todos los niños saltaban por encima del fuego, pero la niña de nieve tenía miedo. Al fin, tanto se burlaron de ella, que se decidió. Y entonces, ¿sabes qué es lo que le pasó a la niña de nieve?». Sí, yo lo imaginaba bien. La veía volverse blanda, hasta derretirse. Desaparecía para siempre. «¿Y no apagaba el fuego?», preguntaba yo, con un vago deseo. ¡Ah!, pero eso mi abuela no lo sabía. Sólo sabía que los viejos campesinos lloraron mucho la pérdida de su niña. No hace mucho tiempo me enteré de que el cuento de «La niña de nieve», que mi abuela recogiera de labios de la suya, era en realidad una antigua leyenda ucraniana. Pero ¡qué diferente, en labios de mi abuela, a como la leí! La niña de nieve atravesó montañas y ríos, calzó altas botas de fieltro, zuecos, fue descalza o con abarcas, vistió falda roja o blanca, fue rubia o de cabello negro, se adornó con monedas de oro o botones de cobre, y llegó a mí, siendo niña, con justillo negro y rodetes de trenza arrollados a los lados de la cabeza. La niña de nieve se iría luego, digo yo, como esos pájaros que buscan eternamente, en los cuentos, los fabulosos países donde brilla siempre el sol. Y allí, en vez de fundirse y desaparecer, seguirá viva y helada, con otro vestido, otra lengua, convirtiéndose en agua todos los días sobre ese fuego que, bien sea en un bosque, bien en un hogar cualquiera, está encendiéndose todos los días para ella. El cuento de la niña de nieve, como el cuento del hermano bueno y el hermano malo, como el del avaro y el del tercer hijo tonto, como el de la madrastra y el hada buena, viajará todos los días y a través de todas las tierras. Allí, a la aldea donde no se conocía el tren, llegó el cuento, caminando. El cuento es astuto. Se filtra en el vino, en las lenguas de las viejas, en las historias de los santos. Se vuelve melodía torpe, en la garganta de un caminante que bebe en la taberna y toca la bandurria. Se esconde en las calumnias, en los cruces de los caminos, en los cementerios, en la oscuridad de los pajares. El cuento se va, pero deja sus huellas. Y aun las arrastra por el camino, como van ladrando los perros tras los carros, carretera adelante. El cuento llega y se marcha por la noche, llevándose debajo de las alas la rara zozobra de los niños. A escondidas, pegándose al frío y a las cunetas, va huyendo. A veces pícaro, o inocente, o cruel. O alegre, o triste. Siempre, robando una nostalgia, con su viejo corazón de vagabundo. Cuentos Los niños tontos (1956) La niña fea La niña tenía la cara oscura y los ojos como endrinas. La niña llevaba el cabello partido en dos mechones, trenzados a cada lado de la cara. Todos los días iba a la escuela, con su cuaderno lleno de letras y la manzana brillante de la merienda. Pero las niñas de la escuela le decían: «Niña fea»; y no le daban la mano, ni se querían poner a su lado, ni en la rueda ni en la comba: «Tú vete, niña fea». La niña fea se comía su manzana, mirándolas desde lejos, desde las acacias, junto a los rosales silvestres, las abejas de oro, las hormigas malignas y la tierra caliente de sol. Allí nadie le decía: «Vete». Un día, la tierra le dijo: «Tú tienes mi color». A la niña le pusieron flores de espino en la cabeza, flores de trapo y de papel rizado en la boca, cintas azules y moradas en las muñecas. Era muy tarde, y todos dijeron: «Qué bonita es». Pero ella se fue a su color caliente, al aroma escondido, al dulce escondite donde se juega con las sombras alargadas de los árboles, flores no nacidas y semillas de girasol. El niño que era amigo del demonio Todo el mundo, en el colegio, en la casa, en la calle, le decía cosas crueles y feas del demonio, y él le vio en el infierno de su libro de doctrina, lleno de fuego, con cuernos y rabo ardiendo, con cara triste y solitaria, sentado en la caldera. «Pobre demonio — pensó—, es como los judíos, que todo el mundo les echa de su tierra.» Y, desde entonces, todas las noches decía: «Guapo, hermoso, amigo mío» al demonio. La madre, que le oyó, se santiguó y encendió la luz: «Ah, niño tonto, ¿tú no sabes quién es el demonio?». «Sí —dijo él—, sí: el demonio tienta a los malos, a los crueles. Pero yo, como soy amigo suyo, seré bueno siempre, y me dejará ir tranquilo al cielo.» Polvo de carbón La niña de la carbonería tenía polvo negro en la frente, en las manos y dentro de la boca. Sacaba la lengua al trozo de espejo que colgó en el pestillo de la ventana, se miraba el paladar, y le parecía una capillita ahumada. La niña de la carbonería abría el grifo que siempre tintineaba, aunque estuviera cerrado, con una perlita tenue. El agua salía fuerte, como chascada en mil cristales contra la pila de piedra. La niña de la carbonería abría el grifo del agua los días que entraba el sol, para que el agua brillara, para que el agua se triplicase en la piedra y en el trocito de espejo. Una noche, la niña de la carbonería despertó porque oyó a la luna rozando la ventana. Saltó precipitadamente del colchón y fue a la pila, donde a menudo se reflejaban las caras negras de los carboneros. Todo el cielo y toda la tierra estaban llenos, embadurnados del polvo negro que se filtra por debajo de las puertas, por los resquicios de las ventanas, mata a los pájaros y entra en las bocas tontas que se abren como capillitas ahumadas. La niña de la carbonería miró a la luna con gran envidia. «Si yo pudiera meter las manos en la luna — pensó—. Si yo pudiera lavarme la cara con la luna, y los dientes, y los ojos.» La niña abrió el grifo, y, a medida que el agua subía, la luna bajaba, bajaba, hasta chapuzarse dentro. Entonces la niña la imitó. Estrechamente abrazada a la luna, la madrugada vio a la niña en el fondo de la tina

jueves, 20 de julio de 2023

Seicho Matsumoto El expreso de Tokio FRAGMENTO

 

 



Los cadáveres de un oscuro funcionario y una camarera aparecen una mañana en una playa de la isla de Kyushu. Todo parece indicar que se trata de un caso claro: dos amantes que se han suicidado juntos tomando cianuro.

 Pero hay ciertos detalles que llaman la atención del viejo policía local Jutaro Torigai: el difunto se había pasado seis días solo en su hotel y en su bolsillo encontraron un único billete de tren; así que, seguramente, los amantes no habían viajado juntos. Enseguida se descubre también que el funcionario trabajaba en un ministerio en el que se acaba de destapar una importante trama de corrupción; el subinspector Mihara de la Policía Metropolitana de Tokio se hará cargo de la investigación en la que contará con la inestimable ayuda de Torigai.

 


 Seicho Matsumoto

 

 El expreso de Tokio

 

 

   

 

   

 

 


 Traducción del japonés de Marina Bornas

 

 Primera edición, 2014

 

 Título original: Ten to Sen

 

 TEN TO SEN by MATSUMOTO Seicho

 

 Copyright @1958 MATSUMOTO Yoichi.

 

 First Japanese edition published by Kobunsha Co., Ltd., 1958

 

Republished in the COMPLETE WORKS of MATSUMOTO SEICHO vol.1 by Bungeishunju Ltd., 1971.

 

This Spanish language edition is published by Libros del Asteroide in arrangement with Bungeishunju Ltd., Tokyo in care of Tuttle-Mori Agency, Inc., Tokyo

 

 © de la traducción, Marina Bornas, 2014

© de esta edición, Libros del Asteroide S.L.U.

 Publicado por Libros del Asteroide S.L.U.

ISBN: 978-84-15625-54-4

Depósito legal: B. 17.196-2014

Impreso por Reinbook S.L.

 

 Impreso en España - Printed in Spain

 

 Diseño de colección y cubierta: Enric Jardí

 

 This book is partially funded by Grant of Books from Japan by Japanese Literature Publising and Promotion Center.

 

 La editorial agradece la ayuda a la traducción de la Japan Foundation.

 

   

 

 


   

 

 


 1. Los testigos

 

 

 La noche del 13 de enero, Tatsuo Yasuda invitó a uno de sus clientes al restaurante Koyuki del distrito de Akasaka, en Tokio. Su invitado era un alto cargo ministerial.

 Tatsuo Yasuda dirigía un negocio de piezas para maquinaria que había fundado hacía unos años. La empresa había crecido muchísimo los últimos años. Se decía que recibía ayudas del ministerio para muchas cosas, razón que explicaba que Yasuda invitara bastante a menudo a hombres de cierta importancia a cenar al Koyuki.

 Yasuda era un cliente habitual. El restaurante no estaba situado en un barrio muy lujoso, pero precisamente por eso allí se disfrutaba de un ambiente más relajado y distendido. Además, el servicio era impecable.

 Yasuda solía invitar a sus mejores clientes y, como cabe suponer, no reparaba en gastos. Él mismo decía que era su propio «capital». Sus clientes eran hombres influyentes, pero por más que conociera bien a todas las camareras, Yasuda jamás les revelaba la posición social de sus invitados.

 En otoño del año anterior, en ese ministerio había estallado un escándalo de corrupción en el que decían que había varios proveedores implicados. La prensa destacaba que por el momento solo afectaba a los cargos inferiores, pero que en primavera empezaría a salpicar las altas esferas.

 En vista de las circunstancias, Yasuda se había vuelto aún más cauteloso con sus clientes. Siempre solía aparecer con los mismos invitados. Las camareras los llamaban «señor Ko» o «señor Uo», pronunciando así la primera sílaba de sus apellidos, pero desconocían por completo la identidad de los comensales. Solo sabían que la mayoría de los clientes de Yasuda eran altos funcionarios del gobierno, pero tampoco les importaba quiénes fueran, puesto que era Yasuda quien pagaba la cuenta, razón por la que el personal del Koyuki se esforzaba en prestarle el mejor servicio.

 Tatsuo Yasuda era un hombre de unos cuarenta años. Tenía la frente ancha y la nariz perfilada. Su tono de piel era más bien oscuro y tenía la mirada bondadosa y las cejas pobladas pero bien definidas. Era todo un hombre de negocios y su carácter era franco y abierto. Era muy popular entre las camareras del Koyuki. Aun así, nunca intentaba aprovecharse de ellas y las trataba a todas con la misma amabilidad.

 El destino quiso que la encargada de su mesa fuera una chica llamada Toki, por haber sido la primera en servirle. Yasuda la trataba con familiaridad, pero nada parecía indicar que aquella relación de confianza se prolongara más allá del restaurante.

 Toki tenía veintiséis años, pero su blanca piel y su gran belleza la hacían parecer cuatro o cinco años más joven. Sus grandes ojos de negras pupilas cautivaban a todos los comensales. Cuando alguno le dirigía la palabra, ella volvía los ojos hacia arriba con la cabeza gacha y le dedicaba una preciosa sonrisa. Era consciente del efecto que sus ademanes provocaban en los clientes. Tenía el rostro perfectamente ovalado y la poca distancia entre sus labios y su mentón conformaba un perfil muy atractivo.

 Algunos de sus clientes tenían la tentación de seducirla. Las camareras del Koyuki iban y venían del restaurante todos los días. Llegaban sobre las cuatro de la tarde y salían pasadas las once de la noche. A veces, algunos hombres se citaban con ellas bajo el puente de la estación de Shimbashi a la salida del trabajo. Al tratarse de sus clientes, las muchachas no podían rechazarlos sin contemplaciones, de modo que aceptaban la cita y les daban plantón hasta tres o cuatro veces, esperando así disuadirlos.

 —No ha entendido nada, está furioso. El otro día, entré en el reservado para servirle y me dio un pellizco que casi me hace gritar.

 Toki, sin levantarse, se subió la falda del kimono hasta la rodilla y dejó la pierna al descubierto. Una magulladura azulada destacaba encima de su blanca piel.

 —¡Qué boba eres! Eso te pasa por dejar que se hagan demasiadas ilusiones —bromeó Tatsuo Yasuda, que estaba tomando una copa de sake con las chicas; hasta ese punto llegaba su confianza con las camareras del Koyuki.

 —Usted, señor Ya, nunca ha intentado nada con nosotras —observó Yaeko, una de las chicas.

 —No me serviría de nada. Me daríais calabazas.

 —Usted dirá lo que quiera, pero yo sé que le gustaría intentarlo —bromeó Kaneko.

 —¡No digas tonterías!

 —Ya basta, Kaneko —intervino Toki—. Todas estamos enamoradas de usted, señor Ya, pero usted no parece interesado en nosotras. Kaneko, será mejor que no sigas por ahí.

 —Qué lástima… —se lamentó la chica con una sonrisa.

 De hecho, como decía Toki, casi todas las chicas del Koyuki sentían cierta debilidad por Yasuda. Si él hubiera hecho algún gesto de aproximación, ellas se habrían dejado seducir. Lo cierto es que el empresario tenía un aspecto y un carácter que le daban un encanto irresistible a los ojos de las mujeres.

 Por eso aquella noche, cuando Yasuda acompañó hasta la puerta a su cliente después de cenar y regresó a su mesa en el reservado para tomar una copa con las chicas, Yaeko y Tomiko aceptaron entusiasmadas, sin vacilar ni un instante, cuando él les propuso:

 —¿Qué os parece si os invito a almorzar mañana?

 —¡Un segundo! Toki no está —dijo Tomiko, mirando a su alrededor—. A ella también querrá invitarla, ¿verdad?

 En ese momento, Toki debía de estar ocupada con otras tareas.

 —No importa, puedo ir con vosotras dos. Toki ya vendrá otro día, tampoco puedo llevarme a todo el personal.

 Yasuda tenía razón. Las chicas tenían que entrar a trabajar a las cuatro. Si salían a comer fuera, llegarían tarde y el restaurante no podía permitirse que tres de sus camareras se retrasaran.

 —Pues quedamos mañana a las tres y media en el Levante de Yurakucho —dijo Yasuda, sonriendo.

 Cuando Tomiko entró en el Levante a las tres y media del día siguiente, Yasuda estaba tomando café en la mesa del fondo.

 —Hola —la saludó, indicándole que se sentara en la silla de enfrente. A ella le resultaba un poco incómodo reunirse con un cliente en un ambiente distinto al del restaurante. Sin saber por qué, se sonrojó mientras tomaba asiento.

 —¿Yaeko no ha llegado todavía?

 —No creo que tarde.

 Sin dejar de sonreír, Yasuda pidió otro café. Al cabo de cinco minutos, llegó Yaeko, que también parecía algo cohibida. El local estaba lleno de parejas jóvenes. Entre los comensales destacaban dos mujeres vestidas con unos kimonos que no dejaban lugar a dudas acerca de su profesión.

 —¿Qué os apetece? ¿Comida occidental, tempura, anguilas o comida china? —les preguntó Yasuda.

 —Comida occidental —respondieron ambas al unísono. Al parecer, estaban hartas de la comida tradicional del Koyuki.

 Salieron del Levante los tres juntos y se dirigieron al barrio de Ginza. A aquella hora no había demasiada gente. Hacía buen tiempo, pero el viento era frío. Anduvieron dando un paseo hasta la esquina de la calle Owari, donde cruzaron hacia el gran centro comercial de Matsuzakaya. Las calles de Ginza parecían vacías en comparación con el ambiente que se había respirado apenas hacía quince días, durante los festejos de Nochevieja.

 «La cena de Navidad estuvo muy bien», comentaban dos mujeres justo detrás de ellos.

 Yasuda subió las escaleras del restaurante Coq d’Or, que también estaba vacío.

 —Pedid lo que os apetezca.

 —Cualquier cosa nos parecerá bien.

 Yaeko y Tomiko vacilaron un instante. Al final, abrieron la carta y empezaron a cuchichear entre ellas, sin saber qué plato elegir.

 Yasuda consultó disimuladamente su reloj de pulsera. Yaeko lo vio de reojo y le preguntó:

 —¿Tiene prisa, señor Ya?

 —No, por ahora no, pero esta tarde tengo que ir a Kamakura —les explicó él, con las manos cruzadas encima de la mesa.

 —Lo siento mucho. Tomiko, tenemos que escoger ya.

 Al fin, las chicas se decidieron.

 Pasó un buen rato desde que empezaron con la sopa hasta que terminaron de comer. Durante el almuerzo, estuvieron hablando de trivialidades. Yasuda parecía divertirse. Cuando les trajeron la fruta, volvió a comprobar la hora.

 —Ahora sí que tiene que irse, ¿verdad?

 —No, todavía es pronto —repuso él. Sin embargo, cuando les sirvieron los cafés volvió a torcer la muñeca para consultar el reloj.

 —Es muy tarde, deberíamos irnos —dijo Yaeko, haciendo ademán de levantarse.

 —Sí.

 Yasuda fumaba con los ojos entrecerrados, como si estuviera reflexionando.

 —Chicas, es una lástima que tengamos que despedirnos tan pronto. ¿Por qué no me acompañáis a la estación? — les pidió con una expresión ambigua, medio en serio, medio en broma.

 Las muchachas intercambiaron una mirada. Ya llegaban tarde al trabajo. Si, encima, tenían que pasar por la estación, se retrasarían todavía más. A pesar de que Tatsuo Yasuda había hablado con naturalidad, su mirada era tan grave que las chicas acabaron creyendo que se sentía verdaderamente solo. Además, no podían negarle ese favor al hombre que las había invitado a almorzar.

 —De acuerdo —aceptó Tomiko, que fue la primera en decidirse—. Llamaré al restaurante para avisar de que nos retrasaremos un poco —añadió y, a continuación, se dirigió a la esquina donde se encontraba el teléfono y regresó al poco rato con una sonrisa en los labios—. Ya está arreglado. ¿Vamos?

 —Lo siento, chicas —se disculpó Yasuda mientras se levantaba. Una vez más, echó un vistazo al reloj. A ellas les llamó la atención que lo consultara tantas veces seguidas.

 —¿A qué hora sale su tren? —inquirió Yaeko.

 —Cogeré el de las 18:12 o el siguiente. Ahora son las cinco y media, así que llegaremos justo a tiempo —repuso Yoshida, mientras pagaba la cuenta con cierta impaciencia.

 Llegaron a la estación en cinco minutos.

 —Gracias por acompañarme —les dijo Yasuda dentro del taxi.

 —De nada, señor Ya —dijo una de las chicas—, es un placer poder servirle. Gracias a usted por habernos invitado a almorzar.

 —Sí, gracias a usted —añadió la otra.

 Una vez en la estación, Yasuda compró su pasaje y les dio a las chicas sendos billetes para poder acceder al andén. El tren de la línea de Yokosuka, que pasaba por Kamakura, saldría del andén 13. El reloj digital indicaba que faltaba poco para las seis de la tarde.

 —¡Menos mal! Todavía estoy a tiempo de coger el de las 18:12 —exclamó Yasuda, aliviado.

 El tren aún no había llegado. Yasuda echó un vistazo a los andenes del este, de donde salían los trenes de larga distancia. Como los andenes 13 y 14 en ese momento estaban despejados, pudieron ver el tren estacionado en el andén 15.

 —Ese es el tren rápido de Kyushu, con destino a Hakata. Lo llaman Asakaze, que significa «brisa matinal» —les explicó Yasuda a las jóvenes.

 Los pasajeros y sus acompañantes entraban y salían del tren. Desde el lugar donde se encontraban, percibieron la excitación y el ajetreo de los viajeros que se despedían en el andén.

 En ese preciso instante, Yasuda dejó escapar una exclamación de sorpresa.

 —¡Mirad! ¿Esa no es Toki?

 Las dos chicas se volvieron en la dirección que Yasuda les señalaba con el dedo.

 —¡Es verdad, es Toki! —corroboró Yaeko, levantando la voz.

 Toki se abría paso entre la gente congregada en el andén 15. A juzgar por su ropa de viaje y por la maleta que llevaba en la mano, no había duda de que se disponía a subir al tren.

 —¡Es Toki! —gritó Tomiko, cuando al fin la descubrió entre el gentío.

 Sin embargo, lo que más les sorprendió fue ver a Toki hablando con un hombre joven que estaba a su lado. Ninguna de las dos recordaba haberlo visto antes. Llevaba un abrigo negro y sujetaba una pequeña maleta en la mano. Mientras se dirigían hacia el último vagón, los dos jóvenes aparecían y desaparecían entre la multitud que abarrotaba el andén.

 —¿Adónde irá? —preguntó Yaeko, conteniendo el aliento.

 —¿Quién es el hombre que está con ella? —añadió Tomiko, con la voz ronca.

 Toki siguió caminando junto a aquel hombre, que parecía su amante, sin sospechar que estaba siendo observada por tres pares de ojos intrigados. Finalmente, se detuvieron frente a uno de los vagones, comprobaron el número y subieron, el hombre primero, hasta desaparecer en el interior.

 —¡Qué muchacha más misteriosa! No sabía que fuera de viaje a Kyushu con su amante —murmuró Yasuda, con una sonrisa burlona.

 Las dos chicas estaban petrificadas, incapaces de borrar la mueca de perplejidad que se había dibujado en sus rostros. Mudas de asombro, no perdían de vista el vagón en el que había desaparecido Toki. Delante del tren, los pasajeros seguían yendo y viniendo en un flujo constante.

 —¿Adónde irá? —logró articular Yaeko al fin—. No creo que haya subido al tren de larga distancia para ir a la ciudad más cercana.

 —No sabía que Toki tuviera un amante —musitó Tomiko, bajando el tono de voz.

 —Yo tampoco. No salgo de mi asombro.

 Ambas hablaban en voz baja, como si acabaran de hacer un descubrimiento extraordinario.

 En realidad, ninguna de las dos conocía a fondo la vida privada de Toki, puesto que ella no solía hablar de su intimidad. Nada indicaba que estuviera casada o que tuviera un amante, tampoco habían oído nunca rumores sobre sus amoríos. Algunas de las camareras del Koyuki eran más abiertas y solían hablar con sus compañeras para pedirles consejo y otras eran más reservadas. Toki pertenecía a las últimas, por eso a sus dos compañeras les había sorprendido tanto descubrir casualmente parte de los secretos que Toki intentaba ocultar con tanto celo.

 —Iré al andén y me asomaré a la ventanilla para ver quién es su amante —dijo Yaeko, animada.

 —No, déjalos en paz. No te metas en sus asuntos —intentó disuadirla Yasuda.

 —¿Está celoso, señor Ya?

 —¿Celoso, yo? ¡Pero si voy a visitar a mi esposa! —rio.

 En ese momento llegó el tren de la línea de Yokosuka, que estacionó en la vía 13 y obstaculizó por completo la visión. Más adelante, se comprobó que el tren había entrado en la estación exactamente a las 18:01.

 Yasuda subió al vagón agitando la mano para despedirse. Todavía faltaban once minutos para que partiera.

 Una vez dentro, se asomó a la ventanilla.

 —Gracias por acompañarme. Ya podéis iros, no quiero retrasaros aún más —les dijo.

 —De acuerdo —respondió Yaeko, que ardía en deseos de ir corriendo al andén 15 y ver qué se traían entre manos Toki y su acompañante—. Hasta luego, señor Ya.

 —Que tenga un buen viaje. Espero que volvamos a vernos pronto.

 Las chicas se despidieron de Yasuda estrechándole la mano.

 —Oye, Tomiko, ¿qué te parece si vamos a espiar a Toki? —propuso Yaeko mientras bajaban las escaleras.

 —No deberíamos hacerlo —protestó Tomiko, aunque sin rechazar categóricamente la propuesta de su compañera. Así fue como las dos muchachas se dirigieron hacia la vía 15.

 Se acercaron al vagón al que habían visto subir a su compañera y se asomaron a la ventanilla sorteando el gentío congregado en el andén. El interior del vagón estaba muy bien iluminado. Bajo aquel derroche de luz, enseguida vieron a Toki sentada al lado de su joven acompañante.

 —¡Mira cómo habla! Parece contenta —dijo Yaeko.

 —¡Qué guapo es! ¿Cuántos años tendrá? —se preguntó Tomiko, que parecía más interesada en el muchacho.

 —Veintisiete o veintiocho. Tal vez veintinueve.

 Yaeko se fijó en él.

 —Entonces es un poco mayor que ella.

 —¿Por qué no entramos y les damos una sorpresa?

 —¡No digas bobadas, Yae! —la reprendió Tomiko.

 Las chicas estuvieron un rato más espiando a la pareja.

 —Es hora de irnos, se ha hecho tarde —dijo Tomiko apremiando a su compañera, que seguía pegada a la ventanilla.

 Lo primero que hicieron en cuanto regresaron al Koyuki fue contárselo todo a su jefa, que también se mostró sorprendida por las novedades.

 —¡Vaya! ¿Lo decís en serio? Toki me pidió ayer unos días de vacaciones para ir al pueblo de sus padres, pero no me habló de ningún hombre —dijo, con los ojos como platos.

 —Lo del pueblo debía de ser una excusa —aventuró una de las chicas—. Los padres de Toki viven en Akita, ¿verdad?

 —¡Con lo reservada que es! Hay que ver cómo engañan las apariencias. A estas alturas, deben de estar dando un romántico paseo en los alrededores de Kioto.

 Las tres mujeres intercambiaron una mirada.

 La noche del día siguiente, Yasuda volvió al restaurante con otro de sus invitados. Fiel a su costumbre, acompañó al cliente a la puerta cuando terminaron de cenar y regresó al reservado.

 —Veo que Toki ha librado esta noche —le comentó a Yaeko.

 —No solo esta noche, tiene casi una semana de vacaciones —le informó la chica, levantando las cejas.

 —¡Caramba! Estará de luna de miel —insinuó Yasuda después de beber un sorbo de su copa.

 —No me extrañaría… Qué sorpresa, ¿verdad?

 —Tampoco es tan sorprendente. Vosotras deberíais hacer lo mismo.

 —¡Ni hablar! A menos que sea usted quien venga con nosotras.

 —¿Yo? ¡No puedo acompañaros a todas a la vez!

 Yasuda se fue, pero a la noche siguiente regresó de nuevo a tomar una copa con dos de sus clientes. En aquella ocasión también le sirvieron Tomiko y Yaeko y la conversación que mantuvieron con Yasuda volvió a girar en torno a Toki.

 Pero los cadáveres de Toki y de su acompañante aparecieron en un lugar inesperado.

miércoles, 19 de julio de 2023

Joanot Martorell Tirante el Blanco PRÓLOGO

 

 

            Tirante el Blanco continúa cabalgando por la Europa mediterránea con la misma fuerza y el mismo coraje con los que comenzó su andadura, hace unos cinco siglos, por las tierras del Reino de Inglaterra. En esta mítica creación literaria, calificada por Mario Vargas Llosa como «novela total», se conjugan con gran habilidad elementos psicológicos, realistas e incluso eróticos para narrarnos aventuras caballerescas, intrigas cortesanas y, por encima de todo, la historia de amor entre Tirante y Carmesina.

            Y ello gracias al ingenio de Joanot Martorell, que supo crear un personaje con todas las características que debían hacer de él un héroe tan fantástico, pero al mismo tiempo tan real: no nos cuesta nada imaginárnoslo como si hubiera existido de verdad. No en vano, Miguel de Cervantes rinde homenaje a esta novela al salvarla de la quema inquisitorial en uno de los pasajes más conocidos del QUIJOTE, donde no duda en calificarla como «el mejor libro del mundo».

            La presente edición de TIRANTE EL BLANCO ofrece –por primera vez en castellano– una versión modernizada de este clásico universal para acercarla al lector del siglo XXI.

            «La novela de caballerías más divertida de la literatura universal.»

 THE NEW YORK TIMES


             

 

   


         


Joanot Martorell

 

 Tirante el Blanco

 

 

           

 

 


            Título original: Tirant Lo Blanc

 

            Joanot Martorell, 1490

 

            Traducción: Joan Enric Pellicer

 

 

             

 

 


 INTRODUCCIÓN

 

 

            Tirante el Blanco, mítica creación literaria salida del pensamiento y de la pluma del gran novelista valenciano Joanot Martorell, sigue cabalgando por el Mediterráneo con la misma fuerza y el mismo coraje con el que comenzó su marcha por las tierras del Reino de Inglaterra. Y hace ya más de quinientos años que nos tiene el corazón robado, justo desde el día 20 de noviembre de 1490 cuando salía, con toda la fuerza de su caballo, de los obradores de la imprenta valenciana de Nicolau Spindeler.

            Después de tantos años vuelve Tirante lleno de vida, habiendo superado todas las fronteras y todos los tropiezos; y su brío es aún tan fuerte que sin duda seguirá cabalgando muchísimos siglos más. Porque Tirante no morirá jamás. Y todo gracias al ingenio de Joanot Martorell, que supo crearlo con todas las características que debían hacer de él -y de los demás personajes que cobran vida en la novela- unos héroes tan fantásticos, pero al mismo tiempo tan reales, que nada nos cuesta imaginárnoslos como personas vivas, como individuos reales que cobran vida cada vez que abrimos la novela y nos ponemos a leerla.

            EL AUTOR

 

            Joanot Martorell pertenecía a una familia de la nobleza media establecida, desde hacía tiempo, en Gandía. Era el segundo de siete hijos, y una de sus hermanas, Isabel, fue la primera mujer del gran poeta valenciano Ausiás March. No sabemos la fecha exacta de su nacimiento, aunque se supone que debió ser hacia los años 1413-1414.

            Muy joven, el año 1420, participó en la expedición de Alfonso el Magnánimo en Cerdeña y Córcega junto con otros caballeros valencianos entre los que estaban Ausiás March, el también poeta Andreu Febrer y unos Francesc, Galzeran y Jofré Martorell, que probablemente eran dos de sus hermanos y su padre. El hecho de formar parte de este séquito real ya nos evidencia el rango al que pertenecía su familia: su abuelo, Guillem Martorell, señor de Xaló, había sido consejero del rey Martí, y su padre, el caballero Francesc Martorell, fue camarero del mismo rey y jurado de Valencia.

            El año 1436 su abuela le hizo donación de los lugares de Benibraim y de Muría. A partir de 1437 lo encontramos involucrado en uno de los asuntos que habían llegado a ser casi habituales entre los caballeros valencianos de la época. Nos referimos a las famosas letras de batalla, como son conocidas las cartas de reto a muerte que un caballero ofendido entregaba a su ofensor. Joanot envió un total de nueve de estas cartas a su primo Joan de Montpalau, a quien acusó de haber roto la palabra de matrimonio que había dado a Damiata, hermana pequeña de Martorell. Como era costumbre entre los caballeros, su primo contestó todas las cartas, hasta el punto de llegar los dos a la conclusión que sus diferencias solo se podrían resolver llegando a una batalla a toda ultranza o, lo que es lo mismo, a un combate individual a muerte.

            De acuerdo con la práctica caballeresca del momento, Joanot, como caballero ofendido, debía divisar las armas (es decir, elegirlas, fijar si le combate se tenía que hacer a pie o a caballo, etc.) y también buscar un juez imparcial que designase el lugar y la fecha de la contienda. Por esta razón Joanot Martorell se dirigió a Inglaterra, a la corte del rey Enrique IV, quien aceptó hacer de juez. Pero la intervención desde Valencia de la reina María, esposa de Alfonso el Magnánimo, y del hermano de éste, el infante Enrique, hizo que la batalla entre Joanot y su primo no se llevase a cabo.

            De vuelta al Reino de Valencia, Joanot cruzó también letras de batalla y tuvo asuntos caballerescos con Jaume de Ripoll y con el caballero andante Felip de Boíl.

            Hacia el año 1443 nuestro novelista hizo un viaje a Portugal, del que, sin embargo, tenemos muy pocas noticias. También han llegado hasta nosotros las cartas de batalla que Joanot Martorell escribió desafiando a Gonzal d'Ixer, comendador de Montalbán donde le desafiaba a que le pagase una deuda que había contraído con él. El comendador, sin embargo, prefirió que el asunto fuera revisado por la justicia ordinaria, la cual quitó la razón a Martorell y le impuso «silencio perdurable», es decir, que le exigió desdecirse de sus pretensiones ya que no tenían ningún fundamento legal.

            Es probable que el deseo de Martorell de llegar a una batalla a toda ultranza lo empujase a hacer un segundo viaje a Inglaterra, aunque de esta estancia no tenemos documentos fehacientes. Sí que sabemos, en cambio, que el año 1454 se encontraba en Nápoles, donde residió por lo menos un año largo. Murió hacia 1468.

            Joanot Martorell, que se mantuvo soltero y del que no se conoce descendencia, encarna la figura del típico caballero de la Valencia del cuatrocientos: personaje luchador y pendenciero que se mueve con desenvoltura por las cortes europeos que visita pero que no duda en exigir justicia -con razón o sin ella- y que continuamente muestra en sus asuntos diarios, la ilusión de haber sido un caballero que habría deseado conseguir la grandeza y magnificencia con la que dotó a su personaje de ficción: Tirante el Blanco.

            LA NOVELA

 

            Como ya hemos señalado, el día 20 de noviembre de 1490 aparecía en Valencia, de la mano del impresor Nicolau Spindeler, la edición príncipe del Tirant lo Blanc, con 715 ejemplares. Todo un éxito, si tenemos presente que entonces una edición difícilmente superaba las 300 o 350 copias. Como se puede comprobar, ya desde su inicio, la novela tuvo una grande aceptación, hasta el punto de haber llegado a ser un bien de intercambio: en este sentido, sabemos que Joanot Martorell le dio el original del texto a Joan Martí de Galba como pago de unas deudas que había contraído con él.

            Fue el mismo Galba quien, por los ruegos de una dama valenciana de la época, Isabel de Lloris, posiblemente una de las primeras fans y entusiastas del texto, preparó la edición. Galba, sin embargo, al igual que Martorell, no llegaría a ver la novela impresa, ya que murió cinco meses antes de que saliera a la calle. Martorell parece que había muerto unos 25 años antes de su publicación.

            No es aquí el lugar ni el momento de averiguar cuál fue la intervención de Galba como coautor de la novela, ni hasta qué punto algunos pasajes del texto son debidos a él. Porque como se señala en el colofón de la primera edición, Joanot Martorell no había podido traducir más que las tres cuartas partes de la obra y, por lo tanto, Galba sería el encargado de traducir la cuarta, que constituye el final del libro. Conviene mencionar, de entrada, cuál es el valor que hay que dar al verbo traducir, que repetidamente se lee a comienzos de la novela, ya que no se trata de otra cosa que de un ardid utilizado por Martorell para lograr la captatio benevolentiae para asegurarse el beneplácito del posible lector; si hacía aparecer la novela bajo el engaño de obra traducida, sus autores -si realmente fueron dos- le conferían, de entrada, un valor añadido: si presentaban la obra como traducida, debían pensar, resultaría una garantía, ya que solo se traduce aquello que vale la pena ser traducido.

            Por otro lado, el concepto de traducción al que se hace referencia, tanto en el prólogo como en el colofón, no es del todo erróneo si tenemos presente que, en su primera parte, Martorell se valió de un relato anterior que él mismo había escrito, conocido modernamente con el título de Guillem de Varoic, en el que se relata, a grandes trechos, la historia de Guillem de Varoic, legendario caballero inglés que se había hecho famoso por sus gestas contra los moros. Este relato incluye, en su parte doctrinal, elementos extraídos, a su vez, del Llibre de l'Orde de Cavalleria, de Ramón Llull. Esta pequeña historia constituirá la base para la redacción de los primeros 39 capítulos del Tirante (que tiene 487 en la edición príncipe); pero mientras que en el Guillem de Varoic hay una mínima trama novelada, en el Tirant lo Blanc, este mismo pasaje se desarrolla con todo esplendor y con las máximas posibilidades narrativas.

            La historia de Guillem de Varoic constituye el primer motivo de la novela, pero a partir de aquí, por decirlo de alguna manera, su personaje central, el Tirante, se le escapa a Martorell de las manos y de una forma prodigiosa se constituye en un personaje que adquiere vida propia; un personaje que más que parecer de ficción, parece que sea de carne y hueso. Y da la sensación -tal es el verismo que caracteriza toda la novela-, que Martorell (o Martorell y Galba) no han hecho otra cosa que poner por escrito sus gestas, sus afanes, sus amores y, en definitiva, su vida. Y eso es así porque la novela está tan bien tramada, tan bien localizada geográfica e históricamente, que al lector le da la impresión de ser una obra verosímil y basada en la realidad. No gratuitamente Dámaso Alonso la calificó en un estudio memorable, como la «primera novela moderna», ya que Tirante el Blanco rompía con todos los esquemas de las gastadas novelas de caballería para llegar a ser el prototipo de novela caballeresca, según la acertada clasificación de Martí de Riquer.

            Y volvamos a recordar, aunque sea un tópico, que Miguel de Cervantes, en su más famoso libro, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, lo considera «el mejor libro del mundo». No hemos de olvidar tampoco que el peruano Mario Vargas Losa, que repetidamente se ha confesado como un de los grandes admiradores del Tirante -y por lo tanto un de los miles de entusiastas seguidores que inició Isabel de Lloris-, la calificó, en su magnífico ensayo literario Letra de Batalla por Tirante el Blanco, de «novela total». Como dice Vargas Losa, y conviene citar sus mismas palabras:

            Tirant lo Blanc es una novela de caballería, fantástica, histórica, militar, social, erótica, psicológica: todo esto junto y nada exclusivamente, ni más ni menos que la realidad.

            Mientras que su autor, Joanot Martorell, y volvemos a citar al novelista peruano:

            Es el primero de esa estirpe de suplantadores de Dios, como Balzac, Dickens, Flaubert, Tolstoi, Joyce, Faulkner, que pretenden crear en sus novelas una realidad total. Martorell —añade Vargas Llosa— es el más remoto caso de novelista todopoderoso, desinteresado, omnisciente y ubicuo.

            Tirant lo Blanc, que ya desde su inicio tuvo el éxito que avalan el número de ejemplares impresos, posteriormente volvió a ser editada en Barcelona el año 1497, sólo siete años después de la primera edición, caso realmente singular en la época. El año 1511 ya fue traducida al castellano, y el 1538 al italiano (edición que fue de nuevo estampada los años 1566 y 1611). En Ámsterdam se traduce al francés el año 1737, traducción que se vuelve a editar en Londres y en París, hasta cuatro veces diferentes. Y más tarde se editó de nuevo en Barcelona, en Nueva York, en Madrid, etc., hasta lograr treinta dos ediciones históricas.

            Y no hace mucho tiempo fue traducida al inglés por David Rosenthal -con gran éxito de crítica y público, que se convirtió en un best seller-. Recientemente ha sido traducida al francés, al holandés, al rumano, al sueco, etc.

            Tirante el Blanco, pues, sigue cabalgando en estos momentos por el mundo con la misma fuerza y coraje que cuando comenzó su marcha por las tierras de Inglaterra, ya que es un personaje único que hay que poner en relación con los héroes literarios, europeos y mundiales, más importantes de todos los tiempos.

            NUESTRA EDICIÓN

 

            Esta edición se caracteriza por un «aligeramiento» del original. Nuestra idea ha sido presentar una versión del Tirante que sea legible para un lector actual. En este sentido, aunque no hemos «suprimido» ningún pasaje en la novela, sí que hemos «descargado» el original. Es bien sabido que esta novela, como gran parte de las obras medievales y renacentistas, está rellena de larguísimos «razonamientos», «lamentaciones», etc. que dificultan su lectura. Lo que hemos intentado ha sido hacer una «edición esencial», mediante cuya lectura un lector actual pueda tener la percepción que ha leído toda la novela, pero sin haber tenido que sufrir aquellos extensos fragmentos a que nos hemos referido.

            En una edición divulgativa como es esta, no podíamos mantener la división en cuatrocientos ochenta y siete capítulos en los que se presenta el original, sino que la hemos reestructurado en partes y capítulos, más de acuerdo con los ejes temáticos de la novela.

            JOAN ENRIC PELLICER

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