viernes, 2 de junio de 2023

SUSPIRIA — 1977 — Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

 


 


 SUSPIRIA

 

— 1977 —

 

 

El hálito fantástico que sospechábamos en algunas partes de «Rojo oscuro» encontró en «Suspiria» la mejor de las plataformas para despegar y desarrollarse. Argento ofreció un film insólito y personal, donde cabían los cuentos tradicionales —Perrault, Grimm…— las obras de George MacDonald y de Lewis Carroll, y las novelas de brujería de A. Merrit (‘Arde bruja, arde’) y de Fritz Leiber (‘La esposa hechicera’). El enorme éxito alcanzado por «El exorcista» de William Friedkin había provocado, durante la década de los setenta, una cantidad ingente de films que tenían al diablo como excepcional invitado. Argento y las brujas de «Suspiria» aportaban una oferta diferente y atrevida, que rompía con una moda que aún daría magníficos resultados en «La profecía» de Richard Donner, pero que llegó a evidenciar la decadencia del mismísimo Mario Bava, en la arriesgada pero fallida «El diablo se lleva a los muertos».

Las brujas —confesó Argento en esa época— me han apasionado siempre, al contrario que el diablo; no creo en él; en el cine siempre me ha hecho reír. Contrariamente, las brujas me dan miedo”.

Para el papel protagonista del nuevo film. Argento recurrió a la norteamericana Jessica Harper, que tres años antes había interpretado a la heroína de «El fantasma del Paraíso» de Brian de Palma. Según el propio cineasta, la elección se debió al parecido que la actriz guardaba con la Blancanieves de Disney. Junto a ella, destacaron dos grandes damas de la interpretación cinematográfica: Joan Bennett, la que fuera musa y esposa de Fritz Lang, uno de los directores predilectos de Argento, y Alida Valli, la inolvidable heroína de «Senso» de Visconti. Completaron el reparto un joven Udo Kier y el veterano Rudolf Schandler, ligado también a Fritz Lang y a su «Dr. Mabuse». Atento a cada una de las partes del film. Argento planeó al detalle la escenografía con la que debía vestir su historia, viajando durante tres meses por el Norte de Europa para inspirarse en las peculiaridades de su gótico y así crear, con la ayuda de su escenógrafo Giuseppe Bassan, los alucinantes y sui generis interiores de «Suspiria». Pero el rasgo más notable de «Suspiria» fue, sin duda, su tratamiento fotográfico, que, buscando la antigua alquimia del Technicolor de los años 30, y de la mano de Luciano Tavoli, parecía apoyarse en aquella sentencia de Walter Benjamín a propósito de las ilustraciones de los cuentos infantiles: “El color puro es el médium de la fantasía”.

 

 

 

 

 

  Sinopsis

 

 

Decidida a perfeccionar sus estudios de ballet, Suzy Banyon (Jessica Harper) llega a la academia de danza de Friburgo una noche de furiosa tormenta. En la puerta coincide con una joven. Pat (Susan Javocili), que balbucea unas palabras sin aparente sentido en el interfono, para alejarse del lugar aterrorizada. Suzy intenta también hacerse entender a través del interfono, pero es en vano. Decide volver a la ciudad y buscar un hotel. La joven Pat se ha refugiado en casa de una amiga, donde ambas son aesinadas. A la mañana siguente, Suzy acude a la academia. Conoce a Miss Tanner (Alida Valli), una de las profesoras de más antigüedad y a Madame Blanc (Joan Bennett), la subdirectora del centro, quien disculpa la ausencia de la directora. Su llegada coincide con la presencia de los policías que investigan el doble asesinato. Suzy explica a los inspectores cómo se encontró, en la puerta cerrada, con una de las víctimas. En la academia, Susie conoce a Sara (Stefania Casini), con la que congenia, y a Mark (Miguel Bosé). otro joven estudiante. Después de unos días. Madame Blanc le comunica que ya puede trasladar sus cosas a la academia. Suzy prefiere seguir alojada en el exterior, granjeándose de este modo la antipatía de las directoras. Durante uno de los trayectos por los pasillos de la escuela, una misteriosa luz la ciega unos segundos. Se siente mareada y pierde el conocimiento. Al volver en sí, se encuentra en una de las habitaciones de la academia, a la que han llevado sus pertenencias. El médico del centro le recomienda descanso y en su dieta incluye un vaso de vino tinto, que resultará contener un narcótico. La estancia forzosa de Susy en la academia hace que su relación con Sara se intensifique. Una de las noches, los dormitorios de la escuela sufren una invasión de larvas, lo que obliga a improvisar un nuevo dormitorio en la sala de baile. Sara cuenta sus sospechas sobre la directora, a la que todos creen asusente: la joven reconoce su inquietante respiración en algún punto de la sala, durmiendo entre ellas. Por la mañana, el perro lazarillo de Daniel (Flabio Bucci), un invidente profesor de piano, muerde a Albert, el sobrino de Madame Blanc, lo que motiva una violenta discusión entre el pianista y la profesora Tanner. El hombre da a entender que sabe más de un secreto en torno al lugar, y se despide. Suzy toma su ración de vino narcotizado, mientras Sara está cada vez más intrigada y atemorizada por las extrañas irregularidades que se suceden a su alrededor. Antes de dormirse, Suzy percibe que los pasos de las profesoras no se dirigen hacia la salida, como sería lógico, sino hacia el interior del edificio. Esa misma noche, el pianista ciego es asesinado por su propio perro. Suzy se siente turbada por el cariz que toman los acontecimientos. Habla con Madame Blanche y le refiere la extrañas palabras que pronunció Pat al pie del interfono, la noche en que fue asesinada. La subdirectora promete referir el hecho a la policía. Sara recrimina a su amiga la confianza que ha tenido con la profesora y le confiesa que ella era la joven que estaba al otro lado del interfono. También le dice que conserva las notas de Pat y que un tal Frank Mandel (Udo Kier), un contacto exterior de confianza, está al corriente de todo. Por la noche, Sara acude a la habitación de Suzy: ha descubierto que las notas de Pat han desaparecido. Su amiga está dormida a causa de la droga ingerida en el vino. Sara presiente que alguien la ha seguido e intenta huir por los laberínticos pasillos del centro. Cae en una habitación llena de alambres que la inmovilizan, dejándola a merced de su perseguidor, que la degüella sin vacilar. A la mañana siguiente. Miss Banner anuncia a Suzy la falta de tacto de su amiga, que se ha ido “como una ladrona”. Suzy, que no cree en esa versión, decide entrevistarse con Frank Mandel. Éste le cuenta la historia de Helena Marcos, una extraña mujer acusada de brujería, ligada a la academia. De regreso a la escuela. Suzy descubre que está sola: todo el mundo ha ido al estreno de un espectáculo de ballet. Esa noche es atacada por un murciélago e intenta pedir ayuda a Frank por teléfono, pero la comunicación se corta. Se deshace de la comida y el vino y decide adentrarse en el edificio, tomando como referencia los pasos de las profesoras. Llega hasta el despacho de la subdirectora y da con una entrada secreta. Suzy se sumerge en la laberíntica red de pasadizos hasta llegar a la sala de reunión de las profesoras, a las que escucha condenarla a muerte. Encuentra el cadáver de Sara y, en la angustiosa huida, se refugia en la habitación donde sigue habitando Helena Marcos, la bruja de que le habló Frank Mandel. Suzy se enfrenta a ella y le atraviesa el cuello con una afilada aguja. El edificio empieza a resquebrajarse. Suzy se pone a salvo, mientras se escuchan los gritos de las otras brujas pereciendo entre las llamas.

 

 

 

 

 

Suzy Banyon y sus compañeras en una imagen promocional de «Suspiria».

 

 

 

  En la boca del miedo

 

 

Como es de ley en todos los cuentos, «Suspiria» se inicia con una voz en off que lleva implícita la formula del “érase una vez”:

Suzy Banyon decidió perfeccionar sus estudios de ballet en la más famosa escuela europea de danza, la célebre academia de Friburgo. Partió un día a las nueve de la mañana del aereopuerto de Nueva York y llegó a Alemania a las diez y cinco, hora local”.

Dario Argento se vale de este método de invocación mágico y naif para presentarnos a la protagonista fuera de su marco cotidiano, sumergiéndose en las subyugadoras imágenes del aeropuerto que abren la película. Partiendo de los paneles que señalan las llegadas de los vuelos, la cámara desciende hasta mostrarnos a Suzy Banyon entre varios pasajeros, caminando hacia la salida. Pero la consistencia real del aeropuerto se desvanece a cada nuevo paso de la protagonista. Argento acude a la sucesiva alternancia del plano-contraplano y a la hipnótica música de Goblin para hacer cristalizar el efecto: pasamos de un travelling de la joven tomada frontalmente, con el sonido ambiente del aeropuerto, a la toma subjetiva que avanza hacia las puertas de salida sostenida por el inquietante tema principal de la banda sonora. La configuración visual de las puertas evoca un organismo vivo, una gran boca dispuesta a tragarse a la heroína: un primer umbral de cruce traumático que rompe con lo cognoscible y condena a la muchacha a la soledad forzada de un ritual intransferible. Una tormenta de dimensiones apocalípticas recibe a Suzy del otro lado, mientras la joven se afana en conseguir los servicios de un taxi. Su conductor, improvisado y turbador Caronte, la lleva a través de una inextricable geografía onírica caracterizada por presencia incesante y ominosa del agua, la oscuridad de la noche y la imagen fugaz de un bosque: tres figuras arquetípicas de lo femenino y de lo inconsciente, decisivas para entender el tipo de viaje que emprende Suzy Banyon.

Los terrores del bosque —escribe J. E. Cirlot en su ‘Diccionario de símbolos’— tan frecuentes en los cuentos infantiles, simbolizan el aspecto peligroso del inconsciente, es decir, su naturaleza devoradora y ocultante”.

La protagonista de «Suspiria» franquea los dominios de una madre terrible (que luego descubriremos personificada en la bruja Helena Marcos), para aproximarse a su centro de poder, esa misteriosa academia de signo uterino que pugnará por destruirla. El relato, sin embargo, deja ahora a Suzy de lado para decantarse por una alumna que se cruza con ella en la puerta de entrada de la academia y que huye aterrada después de pronunciar unas palabras que dirige por el interfono a una invisible compañera: “El secreto es… Lo he visto en la puerta… Tres lirios… Hay que girar el azul”. La protagonista preservará en la memoria esas palabras, como un valioso legado que, siguiendo la lógica de los cuentos, encontrará mágico acomodo en el futuro. Vemos correr a la despavorida joven por el bosque en rápidos e imborrables travelling laterales (reflejo subjetivo de la perpleja mirada de Suzy alejándose en el taxi) y la seguimos hasta la majestuosa casa de una amiga, un edificio presidido por un hall de maniática geometría y subido cromatismo, que será el excéntrico decorado de una de las más inefables puestas en crimen de la historia del cine fantástico. La inminente víctima de este crimen inaugural se refugia en el cuarto de baño de la amiga, pero su frágil seguridad no tarda en desvanecerse. Si la noche tiene mil ojos, como reza el sugestivo título de William Irish, algunos cientos de ellos pertenecen a la omnisciente cámara de Dario Argento, que no cesa de observar y señalar a aquellos que van a morir. La ubicación de la cámara en el exterior del cuarto facilita el estilizado ejercicio compositivo del cuadro dentro del cuadro, pero también un punto de vista desconocido —no sabemos nada de la naturaleza del peligro que amenaza a la muchacha— que irriga de savia terrorífica el contenido subjetivo del plano. Argento apuesta por la hiriente combinación del cristal y la carne ya presente en «Rojo oscuro» para dar la salida al truculento asesinato: una manos presionan el rostro de la víctima contra el cristal de la ventana hasta hacerlo estallar. Lo que sigue es una vertiginosa avalancha de sensaciones, construida a base de ilimitado sadismo, colores agresivos, frenético montaje y sonido Goblin. La joven es inmolada en una sangrienta ceremonia punitiva, que incluye siete puñaladas (la última de las cuales le perfora el corazón, detalle que Argento recoge en impactante y casi pornográfico primer plano) y el ahorcamiento final de la víctima, cuyo cuerpo cae por el techo de cristal del hall. El plano final de la secuencia es un sensual movimiento de cámara que se inicia en los pies desnudos de la joven ahorcada y finaliza con el descubrimiento del cadáver de la amiga destrozado por los cristales caídos. Argento se erige aquí, más que nunca, en sumo sacerdote, en oficiante directo del crimen —las manos del verdugo son sus manos, recordémoslo— y en demiurgo de un ritual de sacrificio con el que trascender el asesinato, para hacer de él un acto fundacional, simbólico y cruento, terrorífico y hermoso, que el espectador debe forzosamente experimentar antes de poder adentrarse y situarse entre las bellas y las brujas de «Suspiria». No resulta fácil reponerse de estos veinte minutos antológicos, de su inusitada violencia, de los enigmáticos interrogantes que suscitan y del efecto hipnótico de su parafernalia visual. Por eso, cuando vemos aparecer de nuevo a Suzy Banyon ante la fachada de la academia, a la luz del día, nos sentimos todavía desorientados a causa del empuje fatal de ese primer crimen. La entrada en campo de Suzy comunica una extrañeza inmediata, que nace de la férrea delimitación del encuadre, cuyos extremos inviolables inducen a negar la existencia de todo lo que está fuera de campo. Suzy aparece, pues, como alguien que viene de ninguna parte y se dispone a franquear un nuevo umbral que la llevará, ahora sí, al universo mágico del film. Este encuadre hace las funciones del espejo de Alicia, y por él se introduce Suzy ingenuamente, llevada por la placidez que ahora ofrece el escenario. El último plano del film recuperará, mucho más tarde, una composición similar, para ofrecernos a una Suzy liberada, saliendo de campo con una sonrisa que la capacita para encontrar el camino de vuelta. De esa oposición de encuadres surge toda la galería de situaciones de «Suspiria».

 

 

 

 

 

Blancanieves destruye a la malvada bruja del cuento.

 

 

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

—Daniel, el pianista ciego. La muerte de este personaje adopta los procedimientos ya clásicos de la sequenza lunga, abierta en este caso cuando el perro lazarillo muerde inexplicablemente al repelente sobrino de madame Blanc. Argento no filma el incidente de la mordedura, sino que recurre a su sonido en off sobre la imagen de uno de los pasillos de la escuela, tomado mediante un travelling de retroceso que prepara la aparición de una indignada mis Tanner a la búsqueda y captura del aún ignorante Daniel. Durante la violenta discusión en la sala de ensayos, el cineasta utiliza un impactante picado vertical sobre el invidente, como si recogiera la mirada demiúrgica de la propia casa que lo observa y le condena a muerte. Esa muerte se produce en una solitaria y gigantesca plaza: La Plaza de los Tres Templos de Munich. En la construcción fílmica del crimen destaca la escalofriante ironía que surge de mostrar a un personaje ciego sometido a la hiperbólica mirada de las sacerdotisas del Mal, que lo miniaturizan y aplastan con denodada crueldad, todo ello en medio de un complejo diseño visual que debió conocer Peter Grenaway antes de filmar «El vientre del arquitecto», pero que, desde luego, tiene la llama fundacional en aquel Cary Grant a vista de pájaro abandonando la ONU en «Con la muerte en los talones» de Hitchcock. Pero el alarde técnico que permite que esa cámara se lance en pos del desvalido ciego transmuta la abstracción de signo hitchcockiano en la más pura manifestación de lo oculto que jamás ha acogido una pantalla de cine.

—Sara. Una Suzy somnolienta, narcotizada por el vino que acompaña sus cenas, deja a Sara, su hermana en el sueño que es «Suspiria», a merced de las brujas. Una secuencia anterior nos mostraba a ambas nadando en la piscina y sumidas en la confidencia —Sara guarda las notas de la joven asesinada del principio y ha seguido investigando por su cuenta—, ajenas a la mirada del lugar que las observaba desde la cámara esotérica de Dario Argento. Ahora, la joven intenta inútilmente despertar a su amiga, porque sus notas han desaparecido y todo hace pensar que su vida corre peligro de muerte: la cámara se aleja de ellas subrayando la soledad e indefensión de Sara, e inicia una panorámica ascendente hasta encuadrar la bombilla del techo, improvisado y amenazador apéndice de la casa de la bruja y lúcida expresión del miedo cinematográfico entendido a imagen y semejanza de un estado febril donde los más intrascendentes objetos cobran una inusitada cualidad física. Sara intenta escapar por la informe estructura de pasillos y escaleras que es la academia durante la noche. Ese itinerario viene marcado por un expresivo contraste entre la estremecedora música de Goblin y unos expectantes segmentos de silencio que permiten captar el rítmico entrechocar del filo de una navaja de afeitar contra el pestillo de metal de una puerta. La sádica imaginación del cineasta no vacila en idear para Sara un tiempo de espera —es una víctima a las puertas del sacrificio—, que culmina en una habitación llena de alambre cortante que, a modo de estómago simbólico, amenaza con digerirla. Sin embargo. Sara muere degollada por la mano enguantada de alguien de cuya horrorosa identidad da buena cuenta la mirada impregnada de horror que la joven dirige fuera de campo y que queda anegada para siempre en el primer plano de su ojo ya muerto con el que finaliza la secuencia.

—Suzy Banyon y las brujas. Suzy es un personaje esencialmente ingenuo que deberá asumir su papel obligado de heroína. Ella es la elegida para completar un movimiento que se inicia con las enigmáticas palabras de la primera muchacha asesinada y que se mantendrá vivo gracias a la tozudez de Sara, amiga y confidente de ambas. La muerte de Sara actuará de acicate para que Suzy se decida por la acción.

La etérea protagonista —escribe Antonio Tentori en ‘Dario Argento. Sensualità dell’omicidio’— pasa a través de una serie de monstruosidades y terrores, como en una suerte de rito iniciático, pero no pierde jamás el candor que la caracteriza”.

Dejando de lado los veinte minutos iniciales, en los que lo sobrenatural afecta al espectador pero no a la protagonista, Suzy irá tomando paulatino contacto con el extraño comportamiento de las alumnas y con las normas de las profesoras, a las que parece contravenir su decisión de rechazar el régimen de internado. Las cabezas visibles de la escuela, mis Tanner y madame Blanc, no han cesado de subrayar el talante conflictivo de la alumna asesinada. La negativa a pernoctar en el centro alinea a Suzy con el espíritu rebelde de la muerta. Las consecuencias de esta decisión son sorprendentes, ya que no existe una sólida causa para justificar el encantamiento al que se ve sometida la protagonista, prisionera involuntaria tras los muros de la escuela. ¿Una forma drástica de domeñar su deseo de independencia o de tenerla vigilada al sospechar que oculta algo del fortuito encuentro con la primera víctima? Todo son meras conjeturas, porque el relato nunca llega a contar nada abiertamente, y cualquier acción que lo prolonga nace del bombeo infatigable de su vocación onírica. El desconcertante desequilibrio entre la edad real de las actrices y su comportamiento peculiarmente infantil es uno de los efectos más visibles de ese onirismo omnipresente.

En un primer tratamiento —cuenta Argento— la acción se situaba en una escuela de niñas, de unos diez a doce años. Las brujas eran las maestras que torturaban a las niñas. Pero a los distribuidores la idea se les antojó excesivamente cruel. Entonces, cambié la edad de los personajes, pero no renuncié a la atmósfera de colegio infantil. Hice que las alumnos de la escuela de danza se comportasen como niñas: no podían salir, tenían miedo de sus maestras… Incluso potencié la idea a partir de una serie de trucos escenográficos, como el de hacer que las puertas fueran muy altas y que los pomos les llegaran a la altura del rostro”.

 

 

 

 

 

De nada valdrán los poderes de Helena Marcos ante la afilada hoja que esgrime Suzy Banyon.

 

 

La configuración del edificio, su trazado laberíntico —su alma, en definitiva— está en deuda con los grabados de perspectivas contradictorias de M. C. Escher, artista que el film cita directamente tanto de palabra —la escuela de danza está en la calle Escher— como de obra —el despacho de la directora reproduce imágenes de algunos de sus trabajos—, y cuya apología del trompe l’oeil es susceptible de encajar sin traumatismos en el universo expresivo de Argento. Pero también es posible percibir, en torno a la academia de danza de Friburgo, la gravitación de un imaginario literario de arquitecturas excéntricas que no son refractarias a su espíritu perturbador; así, el espectador puede encontrar vasos comunicantes entre ese espacio de vértigos concéntricos y el palacio del príncipe Próspero de ‘La máscara de la Muerte Roja’ de Edgar Allan Poe

Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta yardas había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento”,

o en las fantásticas construcciones en las que suelen moverse los protagonistas de las obras de George MacDonald, como ‘Lilith’ y ‘La princesa y los trasgos’

Subió y siguió subiendo (¡Qué largo parecía el trayecto!), hasta que se concluyó el tercer tramo y vio que aquel rellano era la desembocadura de un largo pasillo. Se aventuró por él. Estaba lleno de puertas cerradas a derecha e izquierda, tantas que no se preocupó de pararse ante ninguna, sino de seguir avanzando a paso vivo hasta el final. Pero aquel final enlazaba con otro pasillo igualmente lleno de puertas. Cuando por dos veces volvió a repetirse la misma situación y siguió sin ver en torno suyo más que puertas cerradas, empezó a asustarse un poco”.

 

 

 

 

 

Los grabados de M. C. Escher, protagonistas subliminales del film.

 

 

Pero la definitiva vuelta de tuerca para la magnificación de esta escenografía barroca es su concepción de organismo vivo, capaz de prolongar a la bruja que guarda en su seno. La academia respira por los pasillos, transpira repelentes larvas, cambia de color como las serpientes mudan de piel, acepta y expulsa a sus moradores, les dirige a su capricho, les espía y, llegado el caso, los deglute como a Sara. La destrucción del monstruo precisará de un viaje hacia las entrañas de este complejo caparazón arquitectónico, periplo que solo podrá iniciarse verdaderamente cuando Suzy renuncie a los alimentos con que la madre la nutre y que, en contrapartida, la invalidan para cualquier aventura nocturna. Argento filma ese momento con decidida prestancia, subrayando la acción de Suzy, que se reafirma en una actitud de clara rebeldía al rechazar la cena y deshacerse de ella por el inodoro. El siguiente movimiento del personaje intenta contrarrestar la terrorífica presencia de unas profesoras que jamás abandonan la escuela por la noche, sino que se repliegan en su centro. Para descubrirlas. Suzy pone en marcha una sugestiva operación mental de seguimiento de las mismas tomando como indicio el sonido de sus pasos, reflejo y consecuencia del espíritu de los cuentos sobre el que se edifica todo el film, y que invita a la protagonista a un simbólico trayecto hacia dentro. Suzy conseguirá acceder a la zona prohibida después de que ésta le haya sido señalada mediante un espejo lewiscarrolliano que refleja los lirios que permiten abrir la puerta secreta. Suzy Banyon penetra en los dominios de lo inconsciente, en busca del secreto que oculta el edificio, una imago que se arremolina significativamente detrás de un velo que la protagonista debe levantar, desvelando a Helena Marcos, la bruja, la Reina negra, la madre terrible. Abatirla supondrá la prueba final y definitiva para liberarse del vientre que amenaza con absorberla, y ser devuelta, debidamente renacida, al lado diestro del espejo. El clímax tiene lugar en el aposento de la siniestra Helena Marcos, primero una silueta oscura entrevista por el velo que cubre la cama, y después convertida, al recibir la mortal punción que le inflige la joven heroína, en una terrible anciana, premonición de las criaturas fulcianas que pronto poblarían la cinematografía italiana. La caracterización de vieja se corresponde a la imagen que la mitología ha construido de la bruja, a partir de la visualización de la vejez como un estado connatural a las mismas: la iconografía existente es innumerable, aunque, por encima de todo, Helena Marcos debe ser entendida como una moderna encarnación de aquella perversa reina del dibujo animado que fue la bruja de la Blancanieves de Walt Disney. El desenlace trae consigo la lluvia y el viento, pero también el fuego purificador que prenderá de la arquitectura y la sumirá en una agonía mortal. Suzy abandona el lugar a través del marco/encuadre que la recibió al inicio, dejando atrás la pesadilla. El rito de paso ha cambiado la expresión de su rostro, que se muestra ahora liberado de las sombras del miedo que lo regentaban.

 

 

 

 

 

La comunión perfecta entre el asesinato y las Bellas Artes.

jueves, 1 de junio de 2023

ROJO OSCURO — 1975 — Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

 


 


 ROJO OSCURO

 

— 1975 —

 

 

Después de la realización de la serie «La porta sul buio» para la RAI. y el paréntesis que supuso la película «La Cinque Giornate». Dario Argento volvió al giallo cinematográfico con un film de título muy significativo: «Rojo oscuro». Se trataba de un proyecto ambicioso, que necesitaba marcar distancias respecto a muestras menores de ese género que él puso de moda, y que circulaban de forma alimenticia y indiscriminada por las carteleras de los cines de barrio. Para un primer tratamiento del guión de ese film que iba a cambiar de una vez por todas los estereotipos del giallo, el cineasta contrató los servicios de Bemardino Zapponi, colaborador habitual de Federico Fellini («Toby Dammit», «Satiricón», «Roma», «Casanova»). Y para el papel protagonista contó con David Hemmings, aunque, en un principio, el atormentado personaje de Mark Daly debía ser interpretado por el italiano Lino Capolicchio, que el cineasta había conocido durante el rodaje de «Metti una sera a cena», y que quedó fuera del proyecto a causa de un accidente de coche. Hemmings tenía a sus espaldas la mítica «Blow up» de Antonioni y otro singular thriller —«Los pasos del miedo» de Richard C. Serafian—, que le permitían sintonizar sin trabas con el universo del giallo. Al actor británico se añadieron Daria Nicolodi, que se uniría sentimentalmente a Argento, y la que fuera mítica diva del cine italiano, Clara Calamai, que había dado vida a la hermosísima Giovanna en «Ossessione», opera prima de Luchino Visconti, y sobre el personaje de la cual recayó, en «Rojo oscuro», la responsabilidad directa de la serie de crímenes. Otros de los intérpretes del film —Glauco Mauri, Gabriele Lavia, Giuliana Calandra— provenían, en cambio, del teatro, hecho no del todo anecdótico en una película que se iniciaba con un hipnótico y literal levantamiento de telón.

 

 

 

 

 

Uno de los carteles de «Rojo oscuro».

 

  Sinopsis

 

 

Durante una conferencia de parapsicología, la médium Helga Ulman (Macha Meril) sintoniza con una mente criminal que le provoca un estallido de palabras sin sentido aparente. Alguien de entre el público abandona su asiento y se refugia en los lavabos. Esa misma noche, la médium es asesinada en su apartamento. Mark (David Hemmings), joven compositor inglés, vecino de la médium, se encuentra con Carlo (Gabrielle Lavia), con quien comparte profesión y amistad. Ambos conversan, en una solitaria plaza, hasta que el segundo se despide. Instantes después, Mark ve a Helga debatiéndose desesperadamente en una ventana y a un desconocido estrellando su cabeza contra el cristal. El joven corre a socorrerla. Entra en el piso, atraviesa un pasillo adornado por una inquietante colección de cuadros y llega hasta el cadáver. La policía interroga a Mark sobre el aspecto del asesino. El joven se muestra intrigado por un detalle que no entiende: en el pasillo falta algo —¿un cuadro?— y, sin embargo, nadie parece haber tocado nada. Una joven periodista, Gianna Brezzi (Daria Nicolodi) fotografía a Mark. Ambos vuelven a coincidir en el entierro de Helga. Mark se queja del uso que la periodista ha hecho de su fotografía, que aparece en primera plana del diario, junto a un artículo que le involucra en el caso. Gianna le propone que trabaje con ella en la investigación, y ambos se entrevistan con el profesor Giordani (Glauco Mauri), colaborador de Helga, que les pone al corriente de lo sucedido durante la conferencia. Mark va en busca de su amigo Carlo y conoce a su madre (Clara Calamai), una vieja actriz algo trastornada. Más tarde, y ante la insistencia de Mark por el cuadro desaparecido. Carlo le conmina a que olvide todo el asunto. El músico inglés, sin embargo, sigue sus investigaciones, y es amenazado de muerte por el asesino. Un amigo del profesor Giordani, también ligado a la parapsicología, habla a la pareja de investigadores del capítulo de un libro sobre mansiones encantadas en torno a una casa, que pudiera vincularse a las palabras misteriosas que la fallecida Helga pronunció durante la conferencia, en las que citaba los lloros desconsolados de un niño. Mark localiza el libro en una biblioteca y arranca la página que contiene una fotografía de la casa. Alguien le vigila desde lejos. La autora del libro (Giuliana Calandra) es asesinada antes de que Mark pueda hablar con ella. La mujer tiene aún fuerzas para escribir algo en el espejo del cuarto de baño. La inusual posición del dedo señalando el cristal llama la atención de Mark cuando encuentra el cadáver. El joven telefonea al profesor Giordani, que promete acercarse al lugar del crimen. La vegetación que aparece en la fotografía de la casa es decisiva para dar con ella. El guarda informa a Mark que la casa perteneció a un escritor alemán que murió en un accidente. Mark explora la mansión y halla, bajo la capa de yeso de una de las paredes, el rastro de un dibujo. Rasca la superficie hasta completarlo. Se trata de un aterradora y violenta pintura infantil. Giordani visita la casa de la escritora asesinada y descubre el significado del mensaje que dejó esta en el espejo. Trata inútilmente de ponerse en contacto con Mark, pero es asesinado. De vuelta a su apartamento, Mark observa la fotografía de la casa y se percata de una ventana que no recuerda haber visto. Mark vuelve a la casa, descubre la ventana tapiada y encuentra en su interior un cadáver. Alguien le golpea y le deja sin sentido. Al volver en sí, se halla entre los brazos de Gianna. La casa arde por los cuatro costados. Mark descubre que la hija del guarda tiene un dibujo colgado en la pared idéntico al que él vio en la casa. La niña confiesa que es una copia de un original perteneciente a los archivos del colegio del pueblo. Mark y Gianna van hasta el colegio, donde encuentran el dibujo original y el nombre del autor, Carlo, que, después de apuñalar a Gianna, aparece empuñando un revólver. La llegada de la policía salva a Mark. Carlo huye, pero es atropellado accidentalmente por un camión. Quedan, sin embargo, demasiados interrogantes. Tras ser informado de que la vida de Gianna no corre peligro, Mark vuelve al apartamento de su vecina asesinada. Lentamente, atraviesa el pasillo flanqueado por las pinturas para sorprenderse a sí mismo reflejado en un espejo. Lo que vio en realidad fue la cara del asesino reflejada en él: la madre de Carlo. Esta aparece de pronto y clama venganza por la muerte de su hijo, que se había limitado a protegerla. En el pasado, ella mató a su marido y escondió el cadáver. El pequeño Carlo fue testigo de todo el horror y lo trasplantó enfermizamente a los dibujos. La madre se abalanza sobre Mark. Durante la lucha, su collar queda atrapado en el ascensor. Mark pulsa el botón de arranque. La cadena corta el cuello de la asesina. El rostro de Mark se refleja en el «Rojo oscuro» de la sangre.

 

 

 

 

 

Las paredes esconden secretos tenebrosos.

 

 

  Río Argento

 

 

Si la trilogía zoológica se caracterizaba por una ambivalencia entre geografías que tendían a abrazar lo extraño y lugares de irritante banalidad que desequilibran el conjunto, con «Rojo oscuro» se produce un maduro decantamiento hacia lo primero. Argento se vuelca en pos de una geografía abstracta e ideal, que confraterniza con su visión también abstracta e ideal del crimen. «Rojo oscuro» supone, así, la construcción del espacio mítico de Dario Argento, un particular Monument Valley perpetuamente nocturno, constituido por plazas expurgadas de la menor presencia humana y calles delimitadas por arquitecturas caprichosas que se introducen en el relato con la naturalidad de los sueños. Este escenario se revela como un altar idóneo para la celebración casi sagrada del asesinato y sus prolegómenos rituales. Estamos situados más allá del mero espejo que refleja el thriller hasta deformarlo en giallo; estamos en Río Argento y nadamos en las turbulentas aguas de su deseo cinematográfico, a merced de la lógica y la moral de sus corrientes. La construcción de ese sudario arquitectónico de perfiles oníricos y porte operístico con el que envolver las muertes y sublimar la puesta en escena del terror tiene lugar a partir de tres elementos de puesta en escena que se revelan esenciales en el desarrollo posterior del cine de Argento: melancolía, teatralidad y fascinación por los objetos.

Respecto a lo primero, hay que señalar la explícita relación que Argento establece entre su film y la obra pictórica de Giorgio De Chirico. Ese misterioso trasvase plástico trasciende la mera cita puntual. En 1912, el artista italiano nacido en Grecia y principal representante de la llamada “pintura metafísica”, realiza una obra de significativo titulo, ‘Melancolía’, que será decisiva para el panorama pictórico del momento. El cuadro reproduce una gran plaza solitaria a la hora del crepúsculo en la que se aprecian dos insignificantes figuras, una estatua clásica yacente sobre un pedestal y unos edificios porticados. Todos esos elementos pueden ser reconocidos en la secuencia del encuentro nocturno entre Mark y Carlo: los dos amigos en un escenario vacío cuya amplitud les miniaturiza, la fuente rectangular con la gran figura yacente adosada y unas edificaciones que no desmerecen en semejanza a las de la pintura. Pero el camino de ida hasta el artista plástico no se agota en la invocación externa de su obra. De Chirico es un pintor de la melancolía y de la consecuente extrañeza que ésta impone sobre el entorno, dos caras de una misma moneda que se reflejan nítidamente en la osamenta formal de «Rojo oscuro». Los lugares que fijan este insólito giallo están modelados desde una mirada que anhela precisamente contravenir la realidad que habitualmente reclama el espectador del género. Argento nos presenta a David Hemmings a través de una angulación que persigue quizás recuperar, nueve años después, la última imagen que nos dispensara Michelangelo Antonioni de aquel fotógrafo a la moda protagonista de «Blow up», interpretado por el mismo actor. ¿Un primer ejercicio de melancolía cinéfila? La cámara desciende y le sigue hasta mostrarnos el Blue Bar, un local acristalado que cita de frente a otro pintor de la melancolía, Edward Hopper, y a su obra ‘Nighthawks’. Un poderoso picado nos ubica en las alturas, para construir un encuadre que evoca a De Chirico: Marc en una esquina, el local luminoso, la fuente con la estatua y Carlo sentado junto a ella. De Hopper a De Chirico la geometría se revela esencial para boicotear la realidad cotidiana. Argento, sin embargo, inicia una aproximación a los dos amigos y les encierra en la intimidad del primer plano consiguiendo, mediante un clásico mecanismo de alternancia, liberarles momentáneamente de la presión de la gran plaza vacía: el lugar distinto que ocupan ambos propicia un juego de picados y contrapicados que subraya la diferente órbita por la que se mueven anímicamente, pero sus miradas transpiran una complicidad auténtica y emotiva que les equilibra. La extrañeza del conjunto, su fuerte impresión onírica, se acrecienta a partir de la inmovilidad de los figurantes del local, de la impresión de artificio escenográfico de musical de los cincuenta que irradia de su estructura. Mark y Carlo tienen el aspecto de dos frágiles almas sometidas a la disciplina cruel de un destino que apunta con superarles si nos atenemos a la significativa fuerza del soberbio vacío operístico que les acota y empequeñece, dos tenores captados durante la ejecución de una conmovedora aria (“Brindo por ti, virgen violada”, exclama Carlo al oír un grito de mujer en la noche), cuyas oscuras y sangrientas consecuencias todavía ignoran. Después del asesinato, hay un plano soberbio que muestra a los dos amigos situados cada uno en un extremo del encuadre, mientras la gigantesca estatua, condicionando la composición, ocupa la totalidad central. Se hace difícil sortear la idea de que los dioses del Olimpo, personificados por la escultura, y a tenor de la perturbadora diferencia de escalas, han decidido ya por ellos y la tragedia está irreversiblemente en marcha. Respecto a la conciencia de representación. Argento había acudido ya al interior de un teatro para «Cuatro moscas sobre terciopelo gris». Allí, el protagonista atravesaba sucesivos cortinajes hasta llegar a la sala central del mismo, como aquí hace la cámara que penetra en la conferencia de parapsicología o como, años después, hará la protagonista de «Opera». Dentro del teatro vacío, Roberto era víctima de lo que es consustancial a un escenario, una representación —creía matar a su perseguidor—, de la que levantaba acta un fotógrafo con careta debidamente apostado en el mejor palco. Representación y crimen volverán a estar presentes en «Opera» cuando el comisario Alan Santini escenifique su muerte a medio camino entre el folletín y el grand guignol; y en el clímax de «Tenebrae» con un salidísimo Peter Neal cortándose el cuello con una navaja de atrezzo. La Representación como propuesta estética se manifiesta, por ejemplo, en la forma de visualizar el asesinato primigenio, durante los títulos de crédito: las imágenes parecen sacadas de un teatrillo con marionetas de carne y hueso, un espectáculo sangriento ofrecido en un tono rigurosamente naif, que se justifica por la presencia de un niño. Carlo, que crecerá traumatizado por ese horror navideño. Su madre, por otro lado, es una figura esencialmente escénica, quien el matrimonio condena a abandonar las tablas, empujándola a la locura. El veneno del teatro se reactivará durante la conferencia de parapsicología y le permitirá interpretar su último papel: cada asesinato implica una preparación ritual, un vestirse para matar y estar a la altura de la representación definitiva. A la singular visión del espacio cinematográfico y su diálogo con las figuras que lo integran hay que añadir, por último, el enorme potencial expresivo que adquieren los objetos gracias a la utilización de la cámara Snorkel. Esa indispensable herramienta tecnológica surca con fluidez inaudita, en la mencionada secuencia inicial, la superficie de una mesa que exhibe la variopinta colección de objetos del asesino: una cuna de juguete, canicas, una muñeca, varias trenzas de lana algunas de las cuales forman muñecos, una estatuilla de metal que representa un guerrero y dos navajas abiertas. La realidad snorkelizada agiganta lo diminuto y nos lo devuelve extraño.

 

 

 

 

 

Clara Calamai, víctima de sus propias joyas.

 

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

—Helga Liman. Uno. Prolegómenos. Dos travellings de configuración falsamente subjetiva delimitan la secuencia que se desarrolla en el interior del teatro. El primero atraviesa una poderosa cortina roja para adentrarnos en la sala. El segundo es su inverso y utiliza de nuevo el cortinaje para clausurar la secuencia. Esas respectivas subida y bajada de telón sirven para presentar el incidente que motiva la implacable cadena de crímenes. Lo que tenía que ser una previsible conferencia de parapsicología se disloca en el momento en que la médium recibe el desasosegador contacto de unos pensamientos diabólicos. Argento acude de nuevo al movimiento de cámara para describir el proceso. Una panorámica ascendente toma en picado a los tres conferenciantes; accedemos incluso al impúdico primerísimo plano de la boca de Helga escupiendo el agua que su colega le ha ofrecido a fin de tranquilizarla. Finalmente la auténtica focalización subjetiva, origen de los oscuros pensamientos, se pone en marcha iniciando un recorrido en dirección a los lavabos. Al cierre del telón en rojo le sucede el blanco de los lavabos, con la inquietante visión del grifo, el agua y el agujero de desagüe —tres elementos clave en la imaginería del cineasta— para acabar con la fálica energía que emana del primer plano de unas manos ajustándose la cremallera de unos guantes negros. A esta afirmación rotunda sigue el plano subjetivo que espía la conversación de Helga y Giordani después de la conferencia y en el teatro vacío. “Ahora ya se quién es esa persona”, dice la mujer, condenándose. Del flujo subjetivo y omnipotente que les observa pasamos al plano de la Snorkel deslizándose a través de los objetos, bajo el fascinante tema musical de Goblin. Un corte directo nos deja a solas con el ojo del criminal sorprendido en el instante de maquillarlo: la ceremonia de la muerte es inevitable.

Dos. El crimen. Apartamento de Helga. La cámara se aproxima a la médium, que está atendiendo una llamada telefónica. El movimiento es descriptivo, pero la imagen que le ha precedido, el ojo del criminal, imprime un matiz subjetivo, que conectaría con el poder demiúrgico que va a sustentar la mirada de aquel a lo largo del film. Una panorámica que parte de Helga nos presenta el pasillo en el que se aprecian los cuadros que tanta importancia tendrán para la resolución final del caso. El sonido de la canción de cuna, ya familiar para el espectador, irrumpe en el silencio de la estancia. Argento utiliza la puerta como epicentro de las lineas de fuerza que mueven los latidos de la secuencia. La planificación enlaza a Helga con los distintos ámbitos que median hasta la puerta, construyendo, así, una trayectoria visual entre la mujer y el origen de la música, que culmina con un plano del timbre sonando.

Un segundo tiempo, nos muestra a Helga dirigiéndose a la puerta y retirándose de ella al sentir la cercanía de la muerte. La puerta, entonces, se convierte en el catalizador de los biorritmos del criminal. Del impulso incontenible de matar, muy característico de los asesinos argentorianos y magníficamente expresado en los dos planos sucesivos de la puerta rompiéndose y mostrando la hacheta, pasamos a la tranquilidad aterradora con que el criminal la cierra una vez dentro. Quedan en la memoria sus avanzando inexorablemente y la propia fisicidad del crimen, con la sistemática rotura del cuerpo a base de golpes de hacheta, un ritual de muerte cuya efectividad última hay que buscar no tanto en la escatología sanguinolenta, como en la violencia implícita en el montaje.

 

 

 

 

 

El silencio de los inocentes.

 

 

—Amanda Righetti. La presencia en el relato de Amanda Righetti es posible a partir del uso ya conocido de las denominadas sequenze lunghe. Gracias a ellas, Argento puede montar por todo lo alto una secuencia de asesinato sin necesidad de justificar el poco peso específico que el personaje aporta al desarrollo del film. En este caso, se trata de la autora de un libro de casas encantadas que supuestamente conoce la identidad del criminal. Su muerte, al margen de ser un excelente fin en sí mismo, sirve para encadenar un nuevo crimen: el asesinato del profesor Giordani. Siguiendo un estricto ritual, Argento cita al asesino ante sus fetiches. La cámara gira en espiral sobre su ojo mientras una sincopada elipsis —en la línea utilizada para «El gato de las nueve colas»— nos traslada a la casa aislada donde vive la escritora. En torno a la mujer, el cineasta construye un sádico mecanismo de espera que se pone en marcha con la aparición de una muñeca ahorcada.

Cierto es que la reacción de la escritora regresando a la casa después del macabro descubrimiento raya con el absurdo. Pero esa ilógica hace más irrevocable su destino, y nos acerca más a la pesadilla. Hay una magnífica lectura visual del pasillo de la casa, a base de una apurada profundidad de campo. Argento cuida más que nunca la geometría de sus interiores para potenciar el aislamiento y la peligrosa soledad de la figura humana en el encuadre. Dos planos consecutivos muestran a Amanda, de espaldas, avanzando por el pasillo. El segundo de los planos se prolonga con una panorámica a la izquierda, que deja a la mujer fuera de cuadro y se centra en el interior de un armario ropero de cuyo fondo emerge la terrorífica imagen de un ojo. Esa imagen constituye un nítido homenaje al inicio del clásico de Siodmak «La escalera de caracol», film sobre el que Argento siente probada admiración. El graznido de unos pájaros atacando inesperadamente a la escritora, armada con una aguja, es debidamente incorporado como elemento exasperante de sonido. Reencontraremos el piano de Amanda junto al sofá, armada también con una aguja, en el clímax final de «La noche de Hallowen». Sin embargo, la suerte de la escritora no será la de Jamie Lee Curtis. Amanda no clava la aguja al criminal, sino a uno de los pájaros, incidente que enriquece la secuencia con un perturbador motivo visual: las patas del ave agitándose al ser traspasada. Pero la definitiva alquimia del miedo se produce con la entrada en cuadro del asesino, una silueta oscura con sombrero e impermeable, que se sitúa progresivamente detrás de la víctima, desapareciendo tras ella unos segundos, fundiéndose en una suerte de ósmosis visual y generando un fuera de campo en campo. Esta sugerente idea había tenido su primer borrador, aunque invertido —una entrada de campo en el campo— en «El pájaro de las plumas de cristal»: Dalmas se agachaba un momento y nos dejaba ver el inesperado cadáver del ex púgil; en «Tenebrae» encontraremos el mismo método, pero llevado a una perfección manierista: Peter Neal surgiendo detrás del capitan Giermani cuando éste se agacha para recoger un pañuelo. Brian de Palma aprovechará la idea para el guiño final de «En el nombre de Caín». La caída del telón para Amanda Righetti se produce en el cuarto de baño: el criminal, finalmente emergido de las sombras, ahoga a la mujer en agua hirviendo. El segmento nos presenta a ese Argento excepcional y alquimista, atento a la fisicidad del menor elemento: la voracidad del agua hirviendo, sus consecuencias en el rostro de la mujer, el vaho impregnando ambiente y azulejos, el dedo de ella intentando aprovechar ese vapor para dejar un mensaje en el espejo y el aire entrando por la ventana hasta hacer desaparecer las que ha escrito la víctima antes de morir.

 

 

 

 

Argento, dirigiendo a David Hemmings y a Clara Calamai.

 

 

—El profesor Giordani. El profesor Giordani acude a casa de la escritora y desvela el secreto de las palabras escritas en el espejo. Su hallazgo no pasa desapercibido para el asesino, que parece encontrarse también en la casa. El plano que lo confirma es bastante significativo por hacer coincidir en él objetividad y subjetividad: para componer el encuadre, Argento recurre a la profundidad de campo y a una marcada perspectiva que sigue las líneas del pasillo principal de la casa de Amanda. Giordani y la sirvienta están al fondo. La impresión que transmite el plano es claramente subjetiva, alguien les observa a distancia. Después de que Giordani se marche, la sirvienta oye un ruido: “¿Quién hay?”, pregunta mirando en dirección a la cámara que se desplaza hacia la izquierda, dejando a la mujer fuera de campo. De ser una estricta focalización del asesino, éste hubiera estado demasiado expuesto y fácilmente detectable en todo momento. La ambigüedad del punto de vista, su ambivalencia, es decisiva para reafirmar el pulso fantástico que presiona el film y que hace de cada plano un sospechoso de acoger la escoptofilia del criminal. El asesinato de Giordani es un pasaje de antología en el giallo argentoriano. En él se verán involucrados puertas y pasillos de geométrica presencia y una cámara en incesante movimiento. El cineasta organiza las imágenes después de un violento fundido en negro que, lejos de puntuar la secuencia, pretende transmitir al espectador un primer aviso de inquietud. La cámara sigue en travelling a Giordani por el pasillo hasta la puerta de una habitación. Giordani entra en ella. La cámara queda en el exterior propiciando un encuadre de fuerte composición geométrica, en el que destaca el rectángulo vertical de la puerta en el mismo centro, y a través del cual vemos a Giordani sirviéndose una tisana. Al salir, la cámara continúa el plano, siguiéndole en un travelling inverso al del inicio. Giordani sale de cuadro y la cámara continúa filmando una esquina del pasillo. Un corte directo nos lleva de nuevo a la puerta abierta: un travelling lateral recupera el mismo encuadre con su rigor geométrico, pero ahora enfatizando la ausencia del profesor. El vacío es también protagonista del siguiente plano: el dormitorio en penumbra. En esos espacios en silencio no es difícil presentir la impronta de Antonioni y la melancolía y soledad de las pinturas de Hopper, pero debidamente instrumentalizados para construir el ambiente necesario para la ulterior puesta en crimen. El despacho de Giordani será el escenario de su muerte. El personaje, inquieto, se arma de una reluciente daga que vuelve a dejar en la mesa, convencido de que su súbito miedo ha sido infundado, error del que le saca un perturbador susurro. El cortejo de la muerte se inicia con la entrada de la rítmica percusión de Goblin y con un movimiento de cámara lateral que permite ver a Giordani en su despacho a través de un panel acristalado. La profundidad de campo es decisiva para relacionar los dos espacios que culminan en otra de las hermosas excentricidades geométricas que caracterizan «Rojo oscuro»: Giordani reencuadrado por la puerta del panel que da acceso al despacho. Argento afianza la escoptofilia esotérica al jugar con los puntos de vista, como buen mago que es, para sorprender luego al espectador: la vocación subjetiva del plano del pasillo con Giordani al fondo queda en suspenso al sernos mostrado su directo contracampo: el vano de la puerta esta vacío, no hay nadie que justifique tal subjetividad, ni la mirada a cámara del profesor. La aparición sorprendente de un autómata, gentileza de Carlo Rambaldi, llena de contenido onírico el ecuador de la secuencia, y su rostro, partido de un contundente golpe de cuchillo, es un eco premonitorio para la víctima real. El asesino irrumpe por la derecha del encuadre, cubierta su identidad por la cortina blanca del despacho, como si fuera un fantasma. La acción criminal es rápida y visualmente cruel en el detalle: aprovechándose del aturdido profesor, el asesino golpea su boca contra distintos cantos, y luego le apuñala en la nuca.

 

 

 

 

 

Una mirada que promete.

 

 

 

  De Mark a Marta

 

 

De Mark, del que tan sólo sabremos a ciencia cierta que es inglés, compositor y vecino de Helga Ulman, emana una aureola de fragilidad que confraterniza a la perfección con Carlo, su amigo italiano. Hay un sostenido afecto entre los dos, un poso de melancolía, lo hemos dicho a propósito del referente dechiriquiano, que los une con más hondura de lo que conseguirá Gianna con Mark. El destino querrá que ambos se conviertan en enemigos al alinearse en bandos diferentes. Mark servirá a esa especie de Maga benefactora, de Madre positiva, que es Helga Ulman, mientras que Carlo perderá la vida defendiendo el lado oscuro representado por la ogresa o Madre terrible que parece habitar en la profundidad de un espejo. Esos arquetipos sugieren el deslizamiento de «Rojo oscuro» hacia una dimensión que hace factible el cruce entre el giallo y el cuento de hadas, abriendo una senda que se consolida en «Suspiria» y que acompañará al cineasta posteriormente. En dicha intersección habría que buscar también la esencia última de la sobresaliente secuencia del profesor Giordani que, como discípulo aventajado de la desaparecida Helga, invoca, mediante la magia del agua hirviendo, las esotéricas fuerzas que permitirán desenmascarar el rostro del Mal a través de las palabras escritas en un espejo. Mark es testigo de algo que ignora conscientemente, una imagen fugaz, un destello que se posesiona de él, un encantamiento que le hiere y le mortifica (proceso heredado de «El pájaro de las plumas de cristal» y al cual recurrirá Argento hasta hacerlo parte significativa de su cine). Pero el cineasta no se contenta con Mark, y nos contagia de la misma visión que atormenta a su personaje: una mirada atenta, imposible de captar durante un primer visonado del film, nos devuelve el rostro del asesino que se refleja en el espejo. Todo el film pugna para volver a esta imagen primigenia y liberamos de su tacto subliminal. Para llegar hasta ella y deshacer el hechizo, Mark debe descender a los infiernos en un viaje que exige como peaje las vidas de algunos personajes, incluido su amigo Carlo. Mark se enfrenta a éste en una secuencia que es simétrica a la que cerraba el litigio entre Nina y Roberto en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris». Como en la conclusión de aquélla, Carlo muere en un aparatoso y sádico accidente, sacrificado en el altar de la madre terrible a la cual se ha mantenido fiel a su pesar. Marta, la madre de Carlo, está vinculada al espejo como |a bruja de Blancanieves. Al ser puesta en evidencia por Helga durante la conferencia, se refugia en los lavabos. El espejo que la refleja está roto, desconchado, sucio. Marta ve de frente no el rostro que hasta entonces creía poseer, sino una contundente imagen de su locura que ha emergido hasta desfigurarla. “Los espejos atraen las miradas dementes”, nos dice S. Melchior-Bonnet en su ‘Historia del espejo’. Pero el espejo también le otorga poder y hace de ella ese asesino omnisciente que vampiriza cada plano con su aliento escoptofílico. Destruirla pasa entonces forzosamente por la necesidad de sacarla de él, que es tanto como desposeerla de su reino y sus poderes. No deja de ser curioso que Amanda Righetti, la autora del libro sobre folclore y casas encantadas, intente desenmascararla escribiendo la clave en un espejo. Es Mark quien en la última secuencia conseguirá arrojarla del ámbito mágico, mostrándola como es en realidad: una pobre actriz demente que ha perdido a su hijo. No hay, sin embargo, satisfacción ni alivio tras la catarsis: al apretar el botón del ascensor que provoca su muerte, Mark no puede evitar sumergirse definitivamente en el «Rojo oscuro» de la sangre.

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