jueves, 4 de mayo de 2023

La condesa de Tende Madame de La Fayette




 La condesa de Tende

Madame de La Fayette

La señorita de Strozzi, hija del mariscal y pariente cercana de Catherine de Médicis, se desposó

el primer año de la regencia de esta reina con el conde de Tende, de la casa de Saboya, rico, bien

constituido, el cortesano que vivía con mayor esplendor, y más propio a hacerse estimar que

amar. No obstante, su esposa lo amó en un primer momento con pasión; era muy joven; él no la

consideró sino como a una niña, y muy pronto estuvo enamorado de otra. La condesa de Tende,

viva y de temperamento italiano, se puso celosa; no tenía reposo ni se lo daba a su marido; él

evitó su presencia y dejó de vivir con ella como un hombre vive con su mujer.

Pronto la belleza de la condesa se incrementó; mostró mucha inteligencia; el mundo la miró con

admiración; se ocupó más de sí misma y se curó insensiblemente de los celos y de su pasión. Se

hizo íntima amiga de la princesa de Neufchâtel, joven, bella y viuda del príncipe del mismo

nombre que, al morir, le había dejado el título que la convertía en el partido más elevado y

brillante de la corte.

El caballero de Navarre, descendiente de los antiguos soberanos de este reino, era por entonces

también joven, bello, lleno de inteligencia y de elevación, aunque la Fortuna no le había dado

más bien que el de su cuna. Puso los ojos en la princesa de Neufchâtel, de la que conocía la

inteligencia, como en una persona capaz de un afecto violento e indicada para hacer la fortuna de

un hombre como él. Con este fin, se relacionó con ella sin estar enamorado y atrajo su interés: se

sintió orgulloso de lograrlo, pero se encontró aún muy alejado del éxito total al que aspiraba. Su

propósito era ignorado por todo el mundo; sólo uno de sus amigos había recibido la confidencia

y este amigo era también íntimo amigo del conde de Tende, por lo que hizo que el caballero de

Navarre consintiera en confiar su secreto al conde, con la idea de que él le obligaría a servirle

ante la princesa de Neufchâtel. El conde de Tende apreciaba ya al caballero de Navarre; le habló

de él a su mujer, por quien empezaba a tener más consideración, y le rogó, en efecto, hacer la

gestión que deseaban.

La princesa de Neufchâtel le había hecho ya la confidencia de su inclinación por el caballero de

Navarre a la condesa y ésta la fortaleció. El caballero vino a ver a la condesa, adquirió trato y

medidas con ella; pero, al verla, se enamoró de ella con violenta pasión. No se entregó, no

obstante, a esta pasión en un primer momento, pues vio los obstáculos que esos sentimientos

divididos entre el amor y la ambición presentarían a su plan, y resistió. Pero, para resistir, era

necesario que no viera con demasiada frecuencia a la condesa de Tende, y él la veía todos los

días, al buscar a la princesa de Neufchâtel; por lo que se enamoró perdidamente de la condesa.

No pudo ocultar por completo su pasión y la condesa se dio cuenta de la misma; su amor propio

se sintió halagado, y empezó a sentir un violento amor por él.

Un día, cuando la dama le hablaba de la gran fortuna de casarse con la princesa de Neufchâtel, él

le dijo mirándola con una expresión en la que su pasión era declarada por completo: «¿Y vos

creéis, señora, que no hay ninguna otra fortuna que yo preferiría antes que la de desposarme con

esta princesa?» La condesa de Tende se sintió impresionada por las miradas y las frases del

caballero; lo miró con los mismos ojos con los que él la miraba, y se produjo entre ellos una

turbación y un silencio más elocuente que las palabras. A partir de aquel momento, la condesa se

sumió en una agitación que la privó de descanso: sintió el remordimiento de robarle a su amiga

el corazón de un hombre con el que ella iba a casarse únicamente por amor, que iba a desposarse

con él con la desaprobación de todo el mundo, y a costa de su rango.

Esta traición le produjo horror; la vergüenza y las desgracias que puede causar la galantería se

presentaron ante su espíritu; vio el abismo en el que podía precipitarse y decidió evitarlo.

Pero mantuvo mal sus decisiones. La princesa estaba casi decidida a casarse con el caballero de

Navarre, aunque no estaba satisfecha de la pasión que él le demostraba y, comparando la que ella

sentía por él, y el cuidado que él ponía en engañarla, comprendía la tibieza de los sentimientos

del joven, de lo que se quejó a la condesa de Tende. La condesa la tranquilizó; pero los lamentos

de la señora de Neufchâtel acabaron por turbarla y hacerle ver la dimensión de su traición, que

costaría probablemente la fortuna de su enamorado. La condesa advirtió a éste de la desconfianza

de la princesa; él demostró indiferencia por todo salvo por el hecho de ser amado por ella: sin

embargo, por orden de la condesa él se contuvo y tranquilizó tan bien a la princesa de

Neufchâtel, que ésta le hizo ver a la condesa que estaba plenamente satisfecha del caballero de

Navarre.

Los celos se adueñaron entonces de la condesa pues temió que su enamorado quisiera de verdad

a la princesa; comprendió todas las razones que él tenía para amar a aquélla; su matrimonio, que

ella había propiciado, le produjo horror, pero no quiso, no obstante, que él lo rompiera por lo que

se encontraba en una cruel incertidumbre. Manifestó al caballero todos los remordimientos que

sentía respecto a la princesa de Neufchâtel, pero decidió ocultarle sus celos y creyó, en efecto,

habérselos ocultado.

La pasión de la princesa superó por fin todas las indecisiones. Ella decidió casarse pero resolvió

hacerlo en secreto y no anunciarlo sino una vez realizado.

La condesa estaba a punto de expirar de dolor. El día elegido para el matrimonio había una

ceremonia pública; su marido asistió; ella envió a la ceremonia a todas sus doncellas; mandó

decir que no deseaba ver a nadie y se encerró en su gabinete, tendida sobre un lecho de descanso,

abandonándose a todo lo que los remordimientos, el amor y los celos pueden hacer sentir de más

cruel.

Cuando se encontraba en tal estado, oyó abrir una puerta excusada en su gabinete, y vio aparecer

al caballero de Navarre, engalanado y con una gracia superior a la que le había visto jamás.

-Caballero, ¿dónde vais? -exclamó- ¿Qué buscáis? ¿Habéis perdido la razón? ¿Qué ha sido de

vuestra boda? ¿Pensáis en mi reputación?

-Quedaos tranquila por vuestra reputación, señora -le contestó-; nadie puede saberlo; no importa

mi matrimonio, no importa mi fortuna, sólo importa vuestro corazón, señora, y ser amado por

vos: renuncio a todo lo demás. Vos me habéis dejado ver que no me odiáis, pero habéis querido

ocultarme que soy lo suficientemente feliz como para que mi matrimonio os cause dolor; vengo a

deciros, señora, que renuncio a él; que ese matrimonio sería un suplicio para mí, y que sólo

quiero vivir para vos. En el momento en que os hablo me están esperando, todo está listo; pero

voy a anularlo todo si, al anularlo, hago algo que os sea agradable y os demuestre mi amor.

La condesa se dejó caer sobre el lecho de descanso en el que se había incorporado a medias, y

mirando al caballero con ojos llenos de amor y lágrimas:

-¿Queréis que muera? -le dijo- ¿Creéis que un corazón puede contener todo lo que vos me hacéis

sentir? ¡abandonar por mí la fortuna que os aguarda! No puedo soportar ni siquiera pensarlo: id

con la señora princesa de Neufchâtel, id hacia la grandeza que os está destinada, tendréis mi

corazón al mismo tiempo. Haré con mis remordimientos, con mis incertidumbres, con mis celos,

puesto que tengo que confesároslos, lo que mi débil razón me aconseje; pero no volveré a veros

jamás si no os marcháis al instante a firmar vuestro matrimonio; marchaos, no demoréis ni un

momento; y por amor hacia mí, por amor hacia vos mismo, renunciad a una pasión tan poco

razonable como la que me demostráis, que nos conducirá probablemente a horribles desgracias.

El caballero se sintió dominado por la alegría en un primer momento al verse tan auténticamente

amado por la condesa, pero el horror de entregarse a otra vino a plantarse ante sus ojos; lloró, se

afligió, le prometió todo lo que ella quiso, a condición de que pudiera volver a verla en aquel

mismo lugar. Antes de que se marchara, ella quiso saber cómo había entrado. Él le dijo que había

confiado en un escudero de ella, que antes había sido de él, que le había hecho entrar por el patio

de los establos adonde daba la escalera que conducía a este gabinete, y que daba también a la

habitación del escudero.

Mientras tanto, la hora de la boda se acercaba, y el caballero, presionado por la condesa, se vio

finalmente obligado a marcharse. Pero fue, como si fuera al suplicio, hacia la mayor y más

agradable fortuna a la que un caballero sin bienes hubiera sido elevado jamás. La condesa pasó la

noche, como puede imaginarse, agitada por sus inquietudes; llamó por la mañana a sus doncellas

y, poco después de que se abriera su habitación, vio a su escudero acercarse a la cama y dejar

encima una carta sin que nadie se diera cuenta. La vista de aquella carta la turbó porque

reconoció que era del caballero de Navarre; porque era tan poco verosímil que durante aquella

noche, que debía ser su noche de bodas, hubiera tenido tiempo para escribirle, que temió que él

hubiera puesto o que se hubiera presentado algún obstáculo al matrimonio: abrió la carta con

gran emoción y encontró en ella más o menos estas palabras:

No pienso sino en vos, señora; no estoy ocupado sino por vos; y, en los primeros momentos de

posesión legítima del mayor partido de Francia, apenas empieza a amanecer, abandono la

habitación en la que he pasado la noche, para deciros que me he arrepentido ya mil veces de

haberos obedecido, y de no haber renunciado a todo para no vivir sino por vos.

Esta carta, y el momento en que había sido escrita, impresionaron sensiblemente a la condesa.

Más tarde acudió a cenar a casa de la princesa de Neufchâtel, que se lo había pedido. El

matrimonio se había hecho público, y encontró a un gran número de personas en la habitación de

la dama, pero tan pronto como la princesa la vio, dejó a todo el mundo y le rogó que pasara con

ella a su gabinete. Apenas se habían sentado, cuando el rostro de la princesa su cubrió de

lágrimas. La condesa pensó que era el efecto de la publicación del matrimonio, y que ella la

encontraba más difícil de soportar de lo que había imaginado, pero muy pronto comprendió que

se equivocaba.

-¡Ah!, señora, -dijo la princesa-. ¿Qué he hecho? Me he casado con un hombre por amor; he

hecho un matrimonio desigual, desaprobado por todos, que me humilla, ¡y resulta que el hombre

que yo he preferido a todo, ama a otra mujer!

La condesa creyó que iba a desmayarse al escuchar aquellas palabras; pensó que la princesa no

podía haber adivinado la pasión de su marido sin haber descubierto la causa de la misma, y no

pudo contestar. La princesa de Navarre (se le llamó así después de su matrimonio) no prestó

atención a su estado, y continuó:

-El señor príncipe de Navarre -le dijo-, muy lejos de tener la impaciencia que debía concederle la

conclusión de nuestro matrimonio, se hizo esperar por la noche; llegó sin alegría, con el espíritu

ocupado y contrariado; salió de mi habitación al amanecer, con no sé qué pretexto. Al volver

venía de escribir, lo vi en sus manos. ¿A quién podía escribir sino a una amante? ¿Por qué se

hizo esperar? ¿Qué ocupaba su espíritu?

En aquel momento vinieron a interrumpir la conversación, porque había llegado la princesa de

Condé; la princesa de Navarre salió a recibirla y la condesa permaneció fuera de sí. Por la noche

le escribió al príncipe de Navarre para avisarle de las sospechas de su esposa, y para obligarle a

contenerse. Su pasión no se aminoró por los peligros ni los obstáculos; la condesa no hallaba

descanso y el sueño no acudía a mitigar sus angustias.

Una mañana, después de que ella hubiera llamado a sus doncellas, su escudero se le acercó y le

dijo en voz baja que el príncipe de Navarre estaba en su gabinete y rogaba poder decirle algo que

era absolutamente necesario que supiera. Uno cede fácilmente a lo que le es grato; la condesa

sabía que su esposo había salido; dijo que quería dormir y pidió a sus doncellas que cerraran las

puertas y no regresaran sin que ella las llamase.

El príncipe de Navarre entró desde el gabinete y se arrodilló junto a su lecho.

-¿Qué tenéis que decirme? -le preguntó.

-Que os amo, señora; que os adoro, que no podría vivir con la señora de Navarre; el deseo de

veros se ha apoderado de mí esta mañana con tal violencia, que no he podido resistirlo. He

venido al azar de todo lo que pudiera suceder, y sin esperar siquiera hablar con vos.

La condesa lo reprendió en un primer momento por comprometerla con tanta ligereza; pero

luego, su pasión los condujo a una conversación tan prolongada que el conde de Tende volvió de

la ciudad. Se dirigió hacia el apartamento de su esposa; le dijeron que no estaba despierta, pero

era tarde, por lo que no dejó de entrar en su habitación y encontró al príncipe de Navarre de

rodillas junto al lecho, como se había colocado al llegar. Jamás hubo una sorpresa semejante a la

del conde de Tende, ni turbación que igualara a la de su esposa. Sólo el príncipe de Navarre

conservó la presencia de ánimo, y sin alterarse ni levantarse del suelo:

-¡Venid, venid! -dijo al conde de Tende- ¡Ayudadme a obtener una gracia que solicito de rodillas

y que me es negada!

El tono y la expresión del príncipe de Navarre detuvieron la sorpresa del conde.

-No sé, -le contestó con el mismo tono que el príncipe había empleado- si una gracia que

solicitáis de rodillas a mi esposa cuando dicen que ella está durmiendo, cuando os encuentro a

solas con ella y sin carroza ante mi puerta, es de las que me gustaría que ella os concediera.

El príncipe de Navarre, tranquilizado y sin el apuro del primer momento, se levantó, se sentó con

total libertad, y la condesa, temblorosa y fuera de sí, ocultó su azoramiento en la penumbra que

reinaba en el lugar en que se hallaban. El príncipe de Navarre tomó la palabra:

-Vais a censurarme, pero tenéis, no obstante, que ayudarme: amo y soy amado por la persona

más digna de amor de la corte; ayer, me escapé de casa de la princesa de Navarre y de toda mi

gente para acudir a una cita en la que esta persona me esperaba. Mi esposa, que ha adivinado que

estoy preocupado por otra que no es ella, y que está atenta a mi conducta, supo por mi gente que

yo los había dejado, y se halla en un estado de celos y desesperación sin parangón. Le he dicho

que había pasado las horas que tanta inquietud le causan en casa de la mariscala de Saint-André

que está enferma y no recibe a casi nadie; le dije que la señora condesa de Tende era la única

persona que se encontraba allí, y que podía preguntarle si no me había visto toda la tarde. He

decidido venir a confiar en la señora condesa. Había ido a casa de la Châtre que sólo está a tres

pasos de aquí, salí de allí sin que mi gente me viera; me dijeron que la señora estaba despierta,

no encontré a nadie en su antesala y he entrado audazmente. La señora condesa se niega a mentir

en mi favor; dice que no quiere traicionar a su amiga, y me echa las más sensatas reprimendas;

yo mismo me las he echado inútilmente. Hay que librar a la señora princesa de Navarre del

estado de inquietud y de celos en el que se encuentra, y ahorrarme a mí el mortal engorro de sus

reproches.

La condesa de Tende no se sorprendió menos de la presencia de ánimo del príncipe que lo había

estado a la llegada de su esposo, pero se serenó y al conde no le quedó ni la menor sombra de

duda. Se unió a su esposa para hacerle ver al príncipe el abismo de problemas en el que iba a

arrojarse, y todo lo que le debía a la princesa. La condesa prometió decirle a aquélla todo cuanto

deseaba su esposo.

Cuando éste iba a marcharse, el conde lo detuvo:

-Como recompensa al servicio que vamos a haceros a costa de la verdad, decidnos al menos

quién es esa amante; tiene que ser poco digna de amaros y conservar con vos una relación,

viéndoos comprometido con una persona tan bella como la princesa de Navarre, viendo que os

habéis casado con ella, y viendo todo cuanto vos le debéis. Debe ser una persona sin inteligencia,

ni ánimo, ni delicadeza; y, de verdad, no merece que perturbéis una felicidad tan grande como la

vuestra, y que os mostréis tan ingrato y culpable.

El príncipe no supo qué responder y fingió tener prisa. El conde de Tende en persona le ayudó a

salir con el fin de que nadie lo viera.

La condesa se quedó nerviosa por el riesgo que había corrido, por las reflexiones que las palabras

de su marido le obligaban a hacer, y por vislumbrar los problemas a los que su pasión la exponía;

pero no tuvo la fuerza de desprenderse de ella. Continuó su relación con el príncipe; lo veía a

veces con la ayuda de La Lande, su escudero. Se sentía, y era efectivamente, una de las personas

más desgraciadas del mundo: la princesa de Navarre le hacía a diario confidencias respecto a

unos celos de los que ella era la causa; estos celos le producían remordimientos, pero cuando la

princesa de Navarre estaba satisfecha de su esposo, era ella la que se sentía celosa.

Un nuevo tormento vino a asociarse a los que ya padecía: el conde de Tende se enamoró de ella

como si no hubiera sido su esposa; no se separaba de ella y quería retomar todos sus derechos

hasta entonces despreciados. La condesa se opuso con una fuerza y una acritud que llegaban

hasta el desprecio; prevenida por el príncipe de Navarre, se sentía ofendida por cualquier otro

amor que no fuera el de él. El conde sintió su proceder en toda su dureza y, herido en lo más

profundo, le aseguró que no volvería a importunarla en la vida, y, efectivamente, la dejó con

mucha rudeza.

Una campaña militar se aproximaba; el príncipe de Navarre tenía que incorporarse al ejército; la

condesa de Tende empezó a sentir los dolores de su ausencia y el temor por los peligros a los que

se expondría, por lo que decidió evitar el constreñimiento de tener que ocultar su aflicción, y se

marchó a pasar el verano en una propiedad que tenía a treinta leguas de París. Puso en práctica su

proyecto, y su despedida fue tan dolorosa, que debieron sacar de ella, tanto el uno como la otra,

un mal augurio. El conde de Tende permaneció junto al rey al que estaba ligado por su cargo.

La corte debía aproximarse al ejército; la finca de la señora de Tende no se encontraba muy lejos.

Su marido le advirtió que haría un viaje de sólo una noche para comprobar las obras que había

comenzado. No quería que ella pudiera pensar que iba a verla; sentía por ella ya todo el despecho

que producen las pasiones.

La señora de Tende había encontrado en los primeros tiempos al príncipe de Navarre tan lleno de

respeto, y ella misma se había sentido poseedora de tanta virtud, que no había desconfiado ni de

él, ni de ella; pero el tiempo y las ocasiones habían triunfado sobre su virtud y respeto y, poco

tiempo después de estar en su finca, comprobó que estaba embarazada. No hay más que

reflexionar en la reputación que había adquirido y conservado, y en la situación en la que se

encontraba con su marido, para comprender su desesperación. En numerosas ocasiones estuvo

tentada de acabar con su vida; sin embargo, concibió una ligera esperanza respecto al viaje de su

marido y decidió esperar el éxito. En medio de este anonadamiento, recibió aún el dolor de saber

que La Lande, que había dejado en París para que se encargara de las cartas de su amante y de

las suyas, había muerto en pocos días, y se encontraba desprovista de toda ayuda, en el momento

en que más la necesitaba.

Mientras tanto, el ejército había emprendido un asedio. Su pasión por el príncipe de Navarre le

producía constantes temores, incluso en medio de los mortales horrores que la dominaban. Sus

temores no estuvieron sino demasiado bien fundados: recibió cartas del ejército; por ellas supo el

final del asedio, pero también que el príncipe de Navarre había muerto el último día del mismo.

Perdió el conocimiento y la razón; muchas veces se vio privada de uno y de otra; este exceso de

dolor le parecía en algunos momentos una especie de consuelo; ya no temía nada por su reposo,

por su reputación o por su vida; sólo la muerte le parecía deseable; la esperaba de su dolor o

estaba resuelta a causársela. Un resto de vergüenza le obligó a decir que sentía dolores excesivos,

para tener un pretexto para sus gritos y sus lágrimas. Mil adversidades le hicieron volver sobre sí

misma y comprendió que las había merecido; la naturaleza y el cristianismo la desviaron de

convertirse en homicida de sí misma, y suspendieron la ejecución de lo que ya había decidido.

Hacía mucho rato que se encontraba sumida en esos violentos dolores cuando el conde de Tende

llegó. Ella creía conocer todos los sentimientos que su triste estado podía inspirarle; pero la

llegada de su marido le produjo una turbación y una confusión que le resultaron nuevas. Al

llegar, el conde supo que su esposa estaba enferma, y, como siempre había conservado

apariencias de honestidad a los ojos del público y de la servidumbre, se dirigió en primer lugar a

su habitación; la encontró como una persona enajenada y sin poder reprimir sus lágrimas, que

atribuía a los dolores que la atormentaban. El conde, conmovido por el estado en que la veía, se

enterneció y, creyendo distraerla de sus dolores, le habló de la muerte del príncipe de Navarre y

de la aflicción de su esposa.

La de la señora de Tende no pudo soportar aquella conversación; sus lágrimas se acrecentaron de

tal manera que el conde quedó muy sorprendido y casi advertido: salió de la habitación confuso e

inquieto; le pareció que su esposa no se hallaba en el estado que producen los dolores del cuerpo;

el aumento de lágrimas cuando le había hablado de la muerte del príncipe de Navarre le había

impresionado; y, de repente, la aventura de encontrar a aquél de rodillas junto al lecho de su

esposa se le vino a la memoria; recordó la actitud que la condesa había adoptado para con él

cuando quiso volver con ella y creyó comprender la verdad; pero le quedaba no obstante la duda

que el amor propio nos deja siempre respecto a las cosas que cuesta demasiado creer.

Su desesperación fue extrema y todas sus ideas violentas; pero como era mesurado, reprimió sus

primeros impulsos y decidió marcharse al día siguiente al amanecer, sin ver a su esposa,

confiando en que el tiempo le daría mayor certeza y ocasión de tomar decisiones.

Por muy sumida en el dolor que se encontrara la señora de Tende, no había dejado de percatarse

del poco dominio de sí misma que había demostrado, y de la expresión con la que su marido

había salido de su habitación; sospechó una parte de la verdad y, no teniendo ya sino horror por

la vida, decidió perder ésta de una manera que no la privara de la esperanza en la vida eterna.

Después de haber sopesado lo que iba a hacer, con agitación mortal, tocada de sus tristezas y del

arrepentimiento de su falta, se decidió por fin a escribirle a su esposo estas líneas:

Esta carta va a costarme la vida, pero merezco la muerte y la deseo. Estoy embarazada; el que

es la causa de mi tristeza ya no está en este mundo, lo mismo que el único hombre que conocía

nuestra relación; el público no la sospechó jamás. Había resuelto ponerle fin a mi vida con mis

propias manos, pero se la ofrezco a Dios y a vos, como expiación de mi crimen. No he querido

deshonrarme a los ojos del mundo porque mi reputación también os afecta; conservadla por

amor hacía vos mismo. Voy a mostrar el estado en que me encuentro; ocultad la vergüenza del

mismo y hacedme perecer, cuando queráis y como queráis.

El día comenzaba cuando terminó esta carta, la más difícil de escribir que jamás haya sido

escrita; la cerró y se acercó a la ventana; y como vio al conde en el patio a punto de subir a su

carroza, envió a una de sus doncellas a llevársela y a decirle que no contenía nada urgente, que la

leyera cuando gustase. El conde se sorprendió por aquella carta; tuvo una especie de

presentimiento, no de todo lo que en ella iba a encontrar, pero sí de algo que tuviera relación con

lo que había sospechado la víspera. Se subió solo a la carroza, inquieto y sin atreverse a abrir la

carta, pese a la impaciencia que tenía por leerla; la leyó por fin, y conoció toda su vergüenza ¡qué

no pensaría después de haberla leído! Si hubiera habido testigos, el violento estado en que estaba

lo habría hecho creer privado de razón, o a punto de perder la vida. Los celos y las sospechas

bien fundadas preparan de ordinario a los maridos para conocer su desgracia, incluso siempre les

quedan algunas dudas, pero pocas veces tienen la certidumbre que proporciona la confesión, que

está por encima de nuestra inteligencia.

El conde de Tende había encontrado siempre a su esposa digna de ser amada aunque él no la

hubiera amado de forma continuada; siempre le había parecido la mujer más estimable que

hubiera visto jamás, por lo que en aquellos momentos no sentía menos sorpresa que furor, y pese

a una y al otro, sentía aún, en contra de su voluntad, un dolor en el que había algo de ternura.

Se detuvo en una casa que encontró en su camino, en la que pasó unos días agitado y afligido,

como puede imaginarse; primero pensó todo lo que es natural pensar en semejante situación;

pensaba en hacer morir a su esposa, pero la muerte del príncipe de Navarre y la de La Lande, que

reconoció fácilmente como el confidente, suavizaron un poco su furor; pensó que el matrimonio

del príncipe de Navarre podía haber engañado a todo el mundo, puesto que él mismo lo había

sido. Después de una evidencia tan grande como la que se había presentado ante sus ojos, la total

ignorancia del público respecto a su desgracia le supuso un alivio; pero las circunstancias que le

hacían ver hasta qué punto y de qué manera había sido engañado, le traspasaban el corazón y

sólo respiraba venganza. Pensó, no obstante, que si hacía morir a su esposa y se percataban de

que estaba embarazada, se sospecharía fácilmente la verdad. Como era el hombre más orgulloso

del mundo, adoptó la decisión que más convenía a su gloria y resolvió no dejar ver nada al

público. Con esta idea, envió un gentilhombre con esta nota para la condesa:

El deseo de impedir el escándalo de mi vergüenza puede más en estos momentos que mi deseo de

venganza; ya veré más tarde qué decido respecto a vuestro indigno destino; conducíos como si

hubierais sido siempre lo que debíais ser.

La condesa recibió la nota con alegría; la consideró como su pena de muerte; y cuando vio que

Traducción de Esperanza Cobos Castro: relatosfranceses.com.

lunes, 1 de mayo de 2023

Aleksandr Ivánovich Kuprín La estrella de Salomón CAPÍTULOS 1 y 2.

 




Aleksandr Ivánovich Kuprín

La estrella de Salomón

 

 

 

 

 


Título original: Svezdá Solomona

Aleksandr Ivánovich Kuprín, 1917

Traducción: Alberto Pérez Vivas

 

 

 

 


 Nota al texto

  

La estrella de Salomón se publicó por primera vez en el último volumen (n.º 20, 1917) de la publicación literaria moscovita Zemliá [Tierra], que sacaba entre uno y tres volúmenes al año mientras existió (1908-1917). Su título era entonces Kázhdoe zhelanie [Cada deseo]. A partir de 1920 se empezó a publicar con el título de La estrella de Salomón (Svezdá Solomona), que han mantenido hasta hoy las sucesivas ediciones.

 


 I

  

Los extraños e inverosímiles sucesos que se narran a continuación se produjeron a principios del presente siglo, y afectaron a la vida de un joven que no tenía nada de especial, salvo su humildad, su carácter bondadoso y el hecho de pasar completamente desapercibido entre los demás. Se llamaba Iván Stepánovich Tsviet. Tenía un modesto empleo de funcionario en el Juzgado de Menores Huérfanos, o más bien de simple empleado administrativo, ya que aún no había ascendido al cargo de registrador colegiado. Su sueldo mensual era de treinta y siete rublos con veinticuatro kopeks y medio. Por supuesto, con una paga tan insignificante no le era fácil llegar a fin de mes, aunque la compasiva Fortuna se apiadaba de él, seguramente por su simpleza de corazón. Estaba dotado de una vocecilla juvenil, limpia y agradable, no digna de elogio, como de andar por casa o a lo sumo minitenor; no es que el Señor se hubiera fijado precisamente en él, pero aun así le permitía cantar en el coro de su próspera parroquia cuando había que hacer alguna sustitución, aparte de obtener algún dinerillo extra en bodas, misas, funerales, velatorios y demás; de manera que así podía llegar a duplicar su raquítico salario.

Además de lo dicho, tenía gran maestría y buen gusto a la hora de fabricar elegantes bomboneras, serpentinas de cotillón y adornos de Navidad, cortando y pegando trocitos de papel, pasamanos, seda o papel de estaño. Este oficio complementario también le daba pequeñas ganancias, que Iván Stepánovich apartaba cuidadosamente para enviarlas a la ciudad de Kíneshma. Allí estaba su madre, viuda de un jefe de bomberos, cercana ya a los cien años; vivía de su miserable pensión, en una casucha diminuta, con sus dos hijas solteronas, de edad más que madura y bastante poco agraciadas.

Hacía ya seis años que el señor Tsviet vivía tranquila y cómodamente en la misma habitación abuhardillada encima de un quinto piso. Por techo tenía el tejado con vertiente a tres aguas, lo cual daba cierto aspecto de ataúd al habitáculo. En invierno se pasaba frío y en verano un calor terrible. A cambio, fuera de la ventana quedaba una amplia repisa exterior en la que Iván colocaba en primavera las cajas de teas donde sembraba sus capuchinas, resedas, alhelíes, petunias y guisantes aromáticos. Para el invierno, el alféizar interior se veía desbordado de espinosos y barbudos cactus, y de geranios que desprendían su olor. En medio de las cortinas de tul, ceñidas con lazos azules, colgaba una jaula con un canario de raza cantora, que en los días despejados se bañaba al sol en su recipiente de porcelana y se ponía a cantar de forma tan generosa como estridente. Al lado de la cama había un pequeño biombo con dibujos orientales; en el rincón de aseo, cerrado con un tradicional paño de Kostromá[1], estaba presente —como Dios manda— el icono de la Santísima Trinidad, ante el cual, por las fiestas, ardía lánguida y placenteramente una lamparilla de granito rosa.

Todos querían a Iván Stepánovich. Su casera, por su conducta ordenada y decente —a diferencia de otros inquilinos, que eran como torbellinos y no paraban quietos—, por su carácter afable, siempre dispuesto a ayudar con su trabajo o prestando algún dinero, o cambiándole el turno de guardia a algún compañero que tuviera una cita amorosa… Sus jefes, por no ser dado a la bebida, su magnífica caligrafía y su meticulosidad en el trabajo. Con sus plantas y su canario tenía más que suficiente y no necesitaba dejarse llevar por sensaciones más fuertes.

Bueno, a decir verdad, sí que había algo que deseaba con toda el alma, y era que llegara el día en que le nombraran para el puesto que tanto esperaba y que una buena mañana pudiera por fin ponerse esa preciosa gorra con su borde de terciopelo verde azulado, su ancho plato y un vistoso fruncido a cada lado. El examen ya lo tenía aprobado, aunque no con muy buena nota, especialmente en geografía e historia; por eso aquel sueño seguía envuelto aún en una densa bruma… Y la gorra, que hacía tiempo que había encargado, descansaba en su caja, en el último cajón de la cómoda. A veces, al llegar de la oficina, la sacaba de su encierro, alisaba el terciopelo con la manga y le soplaba las invisibles pelusillas adheridas al paño.

Iván Stepánovich no fumaba, no bebía y no era jugador ni mujeriego. Se conformaba con sencillos y módicos placeres: los sábados, después de los oficios, una calurosa sauna con esos vapores de siempre que tanto le gustaban; y los domingos por la mañana, su café cremoso y su bollo de azafrán. De vez en cuando se pasaba por los mercadillos, daba un paseo en troika, iba a ver algún teatrillo de feria, se acercaba a ver el deshielo o presenciaba el Jordán[2]; una vez al año acudía a alguna representación teatral épica y patriótica, en la que hubiera mucha acción, pero también lágrimas, gritos y humareda de pólvora.

Tenía una pequeña e inofensiva pasión, o más bien una inclinación natural, por resolver todo tipo de jeroglíficos, acertijos, crucigramas aritméticos, criptogramas y demás galimatías que encontraba en revistas y periódicos. En esta esfera tan trivial, el señor Tsviet demostraba un incuestionable y singular talento. En más de una ocasión se entretenía en resolver para sus amigos o compañeros suscritos a revistillas semanales complicados pasatiempos en los que daban algún premio. Igual maestría tenía en descifrar códigos secretos, y damos fe de ese don poco común, dado que en este increíble relato haremos hincapié en ello no por casualidad, sino con la intención de arrojar cierta luz sobre lo que se expondrá de aquí en adelante.

A veces, en días festivos, al caer la tarde Iván Stepánovich se pasaba —después de ceder a alguna insistente invitación— por una tabernucha que se llamaba Los Cisnes Blancos. Allí solían reunirse empleados de correos, de la municipalidad, de la diócesis y de los orfanatos; también acudían seminaristas y alguna que otra buena voz de los coros catedralicios, que con su experiencia eran una excelente compañía para cantar. El orondo y rudo tabernero, el señor Nagurni, era un gran entusiasta de los cantos eclesiásticos y gustosamente reservaba un amplio salón para estos casos. Se cantaban canciones tradicionales rusas, y otras no tanto —sobre todo de Un cosaco más allá del Danubio[3]—, pero lo que más se oía eran las de misa, con su estilo solemne, del tipo de Veo ya tu morada, Cuando los buenos discípulos, o tomadas del cancionero en griego de Bajmétev[4].

Solía llevar la voz cantante el gran entendido Srebrostrúnov, pero el que daba la octava era el famosísimo e ilustre Sugróbov, cantor itinerante, borracho empedernido y con una voz de bajo sobrecogedora. Al tabernero le estaba terminantemente prohibido de por vida cantar, debido a su ausencia total de voz y oído. Él solo dirigía con la cabeza e iba cambiando el gesto: afligido, severo, solemne… A veces ponía los ojos en blanco, se sorbía los mocos y rompía a llorar con unas lágrimas de cocodrilo del tamaño de avellanas. A menudo, con la emoción del momento, les sacaba algo de beber y picar.

En medio de tales conciertos, Iván Stepánovich no podía rechazar algún que otro vaso de cerveza, o un buen vino de Santorini o Cahors. Pero lo que más le gustaba era poder invitar a alguno de sus conocidos, algo que recaía la mayoría de las veces en el melenudo y desgreñado Sugróbov, por quien sentía una mezcla de respeto, timidez y admiración, como un fogoso mozuelo de diez años ante la corneta y el reluciente casco de un bombero.

 


 II

  

El 26 de abril, fiesta de la parroquia, cayó precisamente en domingo, que era cuando cantaba Iván Stepánovich. Ese día, además de la misa habitual, estaba previsto un oficio de difuntos encargado por la viuda del respetado comerciante Sólodov, por el cuadragésimo aniversario de su muerte. Los cantores, que se esforzaban al máximo, eran acompañados por el llanto de la viuda, que también se empeñaba con inaudita generosidad (se rumoreaba que el hombre estaba echado a perder por la bebida, y su mujer, ya en vida de él, buscaba consuelo en un apuesto jefe de almacén).

Después de la liturgia, se entonó un réquiem en su casa y, en vista de la abundante mesa conmemorativa, además del clero y el archidiácono invitados expresamente, se llamó al coro parroquial.

El día terminó en Los Cisnes Blancos, donde corrió la bebida a mares. Y, casi sin darse cuenta, Iván Stepánovich, que siempre bebía con mesura y no era un gran amante del vino, bebió más de lo acostumbrado. Pero no por ello perdió un ápice de su entrañable carácter: al contrario, dejando a un lado su habitual retraimiento y de un humor más desenfadado, ganaba en encanto y atractivo. Haciendo gala de su cortesía, rellenaba los vasos, ya fuera de Sugróbov o del enorme archidiácono Kartaguénov. Este último no opuso gran resistencia a dejarse llevar hasta la taberna, y Tsviet escuchaba con entusiasmo cómo esas dos celebridades de la ciudad —rojos, sudorosos, peludos y con las venas del cuello a punto de estallar— cruzaban comentarios con la mesa de por medio y cómo sus voces cazalleras resonaban de tal forma que removían y enrarecían todo el aire que circulaba en el amplio salón de techo bajo. También le daba por abrazar y besar al amanerado gordinflón de pelo ensortijado Srebrostrúnov, y le aseguraba que, con su enorme talento, no debía regentar el coro de una ciudad de provincias, sino como poco dirigir el coro de la capilla del palacio real, o el coro sinodal del Patriarcado de Moscú; además, le daba su palabra de regalarle por su cumpleaños un diapasón de oro con su inscripción y, para guardarlo, una magnífica funda de cordobán rojo hecha a mano.

Esa tarde no cantaron mucho, ni con la fuerza de otras: acusaron el cansancio de todo el día y la generosa hospitalidad de la viuda. Pero, como siempre, hablaban por los codos y daban voces todos a la vez. Las gangosas y guturales notas de tenor sobresalían temblorosas entre el profundo ronroneo del bajo, cual reflejos del sol poniente en medio del ancho y tranquilo cauce de un río. Hasta el propio Iván Stepánovich se veía por momentos mezclado en ese revoltijo de conversaciones, envuelto en las brumas azuladas que formaban los cigarros y en las que brillaban de forma fugaz e imprecisa sus ascuas; se sentía flotar hacia algún lugar en la oscuridad, con una agridulce sensación de mareo y somnolencia, una especie de agradable sopor entre nubes azules con manchas rojas brillantes… A veces, algunos retazos de conversación se le metían en la cabeza de repente, con una claridad y vehemencia exageradas.

—No lo oculto. ¿Qué voy a ocultar? —decía el sombrío barítono Karpienko, con su tez morena y picada—. Tengo un billete premiado. El 1 de mayo es el sorteo. Y, aunque he tenido que empeñarme para comprarlo, lo he conseguido con el sudor de mi frente y a nadie le debe importar un comino. Pues fastidiaos, que el 1 de mayo gano doscientos mil y mando al diablo el maldito coro y el trabajo. Y a vivir como un rey. Meteré el dinero en una caja de ahorros al diez por ciento y voy a vivir de los intereses sin tocar el capital: veinte mil al año. Comeré en el Smulski y después me tomaré un buen oporto de a dos y medio la botella. ¡Venid entonces a pedirme dinero!… ¡Ni un kopek, ni una migaja! ¡A nadie! ¡Al demonio con todos!

—¡Ja, ja, ja! —rio a carcajadas Kartaguénov—. Una vez gané quinientos rublos con un boleto.

—¿Cómo es eso, diácono? ¿Con las carreras de caballos?

—Nada de eso, de verdad. Mi padre, como seguramente sabéis, fue antes que yo archidiácono de la catedral, solo que en Moscú. Tenía una voz impresionante, tan potente como la Campana del Zar[5] o como un barco de vapor. ¿Quién soy yo a su lado? ¡Un don nadie! —vociferó Kartaguénov, con tal fuerza que las llamas de las lamparillas temblaron—. Una vez, en el banquete de bodas de un comerciante, le regalaron seis billetes de lotería. Por entonces valía cada uno ciento y pico. Los cogió, los barajó y los repartió como si fueran cartas; después escribió un nombre en cada uno de ellos: el mío, el de mis dos hermanos y el de mis hermanas. Después los guardó detrás de un icono, pero no se quedó convencido. Podía haber tentaciones. Como se dice en las escrituras, —no confiéis ni en los príncipes, ni en los simples mortales—[6]. Entonces, nos puso la siguiente condición inquebrantable: si alguien gana quinientos rublos, los dedicará por entero a sus hijos menores, hasta que cumplan la mayoría de edad; simultáneamente cada uno de vosotros recibirá en mano un premio proporcional a su edad. A mí, por ejemplo, me correspondió un rublo y cuarenta kopeks. Si a alguien le tocaba más de esa suma, la diferencia se repartiría entre todos los participantes según el acuerdo, aunque el afortunado recibiría una cantidad extra. Por cada mil, tres rublos; por cinco mil, diez rublos y así sucesivamente en proporción razonable. Por doscientos mil, tocaban cincuenta rublos, que para aquellos entonces era como si tuvieras un barco cargado hasta arriba de oro.

—Llegó el primero de mayo y el buen hombre se apresuró a comprar el periódico; se puso las gafas y miró con detenimiento el papel:

—Aquí está. Mi número. Cifra por cifra. Y lo que pone: ha salido impresa la tirada de tal número de tal serie.

—Qué diablos era eso de la tirada, nadie tenía ni idea: ni mi padre, ni sus conocidos. Entonces consultaron con algunos familiares sabiondos y decidieron que seguramente eso quería decir que tenía premio y, ¿quién sabe?, ¿a lo mejor por partida doble? Mi padre dispuso una gran ofrenda religiosa en agradecimiento y a mí me dio como anticipo un rublo y cuarenta kopeks. Ese mismo día organicé un festín como el de Baltasar[7]. Compré un barril entero de kvas de pera[8] y un canasto de peras maceradas. Invité a un amigo y no paramos hasta que nos entró diarrea.

—A la mañana siguiente mi padre corrió con su hoja de periódico al cambista Ilinka, para enterarse de dónde y cómo recibir el premio. Y allí le sacaron de su ignorancia:

—Ya puede llorar, padre diácono, por sus cien rublillos, y el boleto lo puede enmarcar y colgar en su despacho, como recuerdo eterno de su estupidez.

—Mi padre se ofendió y enfureció sobremanera. Cuando llegó a casa, parecía que iba a descargar una tormenta y justo me pilló a mí:

—¡Bájate los pantalones!

—¿Por qué, papá?

—¡Por eso mismo! ¡Para que no seas tan glotón con las peras, que en ellas está el pecado!

—Y me zurró de tal forma donde termina la espalda que aún me escuece cuando me acuerdo. El resto de los números los vendió ese mismo día. “No voy a caer otra vez en la misma estafa”, dijo. Y en eso terminó la historia.

—Y fue poco —dijo alguien irónicamente.

—Bueno, y ¿qué? —intervino otro—. Aunque fuera por un día, por una hora, fue feliz. Había esperanza, sueños, planes para el futuro…

Todos se callaron un momento, pensativos. El primero que rompió el silencio fue Srebrostrúnov:

—Si a mí me tocaran doscientos mil, me recorrería Rusia de cabo a rabo, hasta la última ciudad y el rincón más recóndito, y también formaría el mejor coro del mundo, con el que cantaría en Moscú. Y después daríamos conciertos por Europa. En todas partes: París, Londres, Roma, Berlín… Me haría mundialmente famoso. A Sugróbov le alimentaría con carne cruda y tendrían que pagar para verlo en su jaula. Porque en Francia nunca han visto fieras de ese tipo…

—Justa-meeente —dijo el archidiácono, alargando la palabra con su voz grave y profunda.

—Siií… —añadió Sugróbov en un tono una cuarta más bajo—. Pues yo —dijo como animándose—, yo le daría ciento cincuenta mil a mi mujer y le diría: —Ahí tienes tu compensación. Ahora, vive como quieras, canta, juega, baila… que yo me voy. Ahí te quedas. Me habéis dado la murga diez años, me habéis chupado la sangre; ya es hora de que recupere mi dignidad—. Y me iría a la aventura. Dejaría siete con treinta para coger una curda por todo lo alto. Con el resto me compraría una casa, parecida en la forma a las casetas de los perros, pero con su huerto y su jardín. Cultivaría frutales y bayas. Y hor-ta-li-zas —concluyó en un la contralto.

Muchos se echaron a reír. Hacía tiempo que sabían en qué régimen de esclavitud tenía esa pequeña y descarada mujer —que era la peor hablada de todo el mercado de Zhitni— al pobre y campechano grandullón. Y, un instante después, todo el salón se convirtió en un enjambre de parloteos.

Como suele pasar, el tema del todopoderoso dinero hizo aflorar las emociones de estos pobres desgraciados, con sus ocultas ambiciones, su voluntad quebradiza y un ansia insatisfecha de vivir nuevas experiencias, pero siempre frustrados por la crueldad de sus destinos. Ahora es cuando se revelaba, como si se le diera la vuelta a un calcetín, la verdadera naturaleza oculta de cada uno. Soñaban, en voz alta, con buen vino y buena comida, con jugar a las cartas, tener muebles tapizados en terciopelo, viajar a lejanos países exóticos, vestir trajes de lujo, tener sus propios caballos y perros… También se veían codeándose con barones y condes de la alta sociedad, yendo al circo o al teatro, comentando los chismes de su cantante favorita o de aquel famoso domador de fieras… Soñaban con no tener nada que hacer y poder dormir cuantas horas quisieran al día, con tener lacayos con frac… Y, lo principal, con mujeres: tener todo un harén a su disposición, mujeres de todas las razas y nacionalidades, de distinta estatura, complexión y temperamento.

El viejo empleado del ayuntamiento, Svetovídov, un hombre inteligente, pero de áspero y brusco carácter, dijo con su lengua viperina:

—Ninguno de vosotros tiene más imaginación que un gorila, queridos míos. La vida puede ser maravillosa con los medios más reducidos. Solo hay que tener ahí arriba un pequeño punto, diminuto, pero que resalte, y avanzar hacia él con fe ciega. Vuestros ideales son más propios de cerdos, mandriles, antropófagos o presidiarios. Con esos sueños, los doscientos mil no van a ninguna parte… Para empezar, ninguno de vosotros tiene de capital más que unos miserables kopeks. En segundo lugar, no tenéis suficiente aguante para ahorrar siquiera los cien rublos que cuesta un billete de lotería. Karpienko seguramente lo compró después de acuchillar a su tía esa misma noche; si gana esos doscientos mil, dará igual, porque se descubrirá su abominable delito y antes de acabar el día, como cualquier hijo de Dios, dará con sus huesos en la cárcel. Y, en tercer lugar, incluso con el billete en mano, la posibilidad de que toque el primer premio es de una entre diez millones, es decir, casi nula o infinitesimal. Así son las cosas. Todo lo que digáis no sirve para nada, es desquiciarse con una idea absurda, que se os ha metido en la cabeza. ¡Doscientos mil rublos!… ¡Qué pobreza de imaginación!

—Él querría un millón —dijo alguien con voz de pocos amigos en el otro extremo de la mesa—. Todos sabemos que el consistorio es un lugar muy goloso. No hay más que ver su mirada de avaro.

—Y ¿qué? —respondió sin volverse siquiera Svetovídov—. Hay que tener más amplitud de miras y no soñar con imposibles. Digamos… diez millones, eso ya no está tan mal. Con eso se puede vivir de forma razonable, práctica y con buen gusto. Y ¿por qué no convertirse con una varita mágica en, por ejemplo, un rey? Claro que ni aun así podría salir nada ingenioso de vuestras cabezotas. Hay una historia que cuenta lo siguiente:

—Le preguntan a un campesino: “Y tú ¿qué harías si fueras rey?”. Y contesta: “Yo… pues me pasaría todo el día en la entrada, sentado en un banco comiendo pipas; y al que pasara cerca, le daría en la cara, cuanto más cerca más en la cara”.

—Vuestra mentalidad no está muy lejos de esto. Si ahora mismo se apareciera el diablo a cualquiera de vosotros y os dijera: “Aquí traigo preparado un documento formal para que vendas tu alma; fírmalo con tu sangre y durante tantos años te serviré fielmente y cumpliré todos y cada uno de tus deseos”, estoy seguro de que todos venderíais vuestra alma con sumo gusto, no tengo la menor duda. Pero no seríais capaces de imaginar nada original, ni espectacular, ni siquiera alegre o atrevido. Solo mujeres, comida, bebida y hacer el vago. Y, cuando el diablo venga a cobrarse vuestra insignificante alma, la encontrará mortalmente aburrida y de una cobardía despreciable.

Svetovídov se calló y nadie se atrevió a contestarle. Sus palabras fueron un verdadero jarro de agua fría. Solo alguien, oculto tras la cortina de humo azulada, preguntó desde una esquina, dirigiéndose a Tsviet.

—Eh, tú, santurrón, tú ¿qué harías, eh?

—¿Yo? —se sobresaltó Iván Stepánovich, y fijó su inocente y limpia mirada en la lámpara, de cuya llama se desprendió en ese momento otra menor, que se elevó volando suavemente—. Pues ¿yo…? No necesito nada. Lo que tengo ahora… un lugar acogedor, la buena compañía de mis amigos, una conversación animada… —dijo con una sincera sonrisa a sus compañeros de mesa—. Bueno, me gustaría tener un jardín muy grande… con muchas flores. Y con toda variedad de pájaros y animalillos… y que fueran todos domésticos y cariñosos. Y que viviéramos todos allí, en la naturaleza, en amistad y armonía… Que nadie discutiera… Que hubiera niños por todas partes… y que todos supiéramos cantar muy bien. Que disfrutáramos con nuestro trabajo… Que pasaran por ahí muchos ríos cargados de peces…

—En una palabra: ¡el Paraíso! —le interrumpió Svetovídov.

El archidiácono, que estaba sentado al lado, abrazó a Iván Stepánovich, se aferró a su pecho y le dio besos hasta babosearle toda la cara. Con un llanto de emoción, le dijo pegado a su oreja:

—¡Vania![9] ¡Amigo mío! ¡Eres un ángel!

En ese momento apareció el tabernero con un tercer y último aviso:

—En todo el restaurante ya se han apagado las luces. Es hora de retirarse. Si no, tendremos problemas con la policía…

Y comenzó la retirada.

Iván Stepánovich volvía a su casa de excelente humor. Con una dulce sensación iba mirando al cielo, en el que se veía una media luna plateada, que dejaba un rastro dorado anaranjado mientras se deslizaba entre esponjosas nubes de algodón. Y se puso a cantar una pieza de su propia cosecha, pensada para acompañarla con movimientos y con una letra de insuperable belleza: —Gloria a la Tierra, fértil y aromática, y a las imponentes profundidades celestiales; la gente entona con alegría su canto—…

No poco tardó en trepar por la escalera hasta su buhardilla, mientras zigzagueaba entre la pared y la barandilla. De forma automática abrió la puerta sin hacer ruido, se quitó la ropa con cuidado y se acostó después de dejar una vela encendida en la silla que tenía cerca. Probó a coger el periódico de la mañana, que no había terminado de leer, pero las letras le bailaban y formaban líneas borrosas que cobraban vida. Al final, sus párpados cansados se cerraron y su conciencia se sumergió en un mar de oscuridad y silencio…

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