martes, 20 de diciembre de 2022

Matsuo Bashō Oku no Hosomichi.Senda hacia tierras hondas.(FRAGMENTO).

 

 


Senda hacia tierras hondas es la nueva versión española de la inmortal obra de Matsuo Bashō Oku no Hosomichi, traducida ahora del japonés por Antonio Cabezas.

Escrita a raíz de un viaje poético y espiritual de más de dos mil kilómetros a pie, por zonas apenas transitadas de su país, la obra sigue el modelo de la renga, alternando momentos de gran intensidad con otros más suaves y remansados. Corresponde a la etapa final de la vida de Bashō, tras su conversión al budismo Zen.

Nacido en 1644 y muerto en 1694, a los cincuenta años, Matsuo Bashō es uno de los más grandes maestros de la literatura japonesa y universal, y algunos de sus haikus, entre ellos los incluidos en su Senda hacia tierras hondas, se cuentan entre los más hermosos jamás escritos.

 


 

 

Matsuo Bashō

 

 Senda hacia tierras hondas

 

Versión española de Antonio Cabezas

 

 

 

 


Título original: Oku no hosomichi

Matsuo Bashō, 1702.

Traducción: Antonio Cabezas

 

   INTRODUCCIÓN

 

BAJO el título Sendas de Oku, esta diminuta pero inmortal obra de Bashō fue traducida al español en 1957 por el Premio Nobel de Literatura Octavio Paz, en colaboración con el insigne hispanista y diplomático japonés Hayáshiya Eikichi, siendo publicada por la Universidad Nacional de México. Barral Editores publicó en 1978 una edición ampliada.

Al mismo tiempo que expreso mi más sincera admiración y agradecimiento a los cotraductores, que realizaron un trabajo impecable, y a Octavio Paz, que añadió magníficos comentarios, me siento obligado a justificar la presente versión, aunque pudiera refugiarme en unas palabras del insigne japonólogo americano Seidensticker, quien ha escrito certeramente: «Las nuevas traducciones de los clásicos no necesitan justificación alguna».

El título español de la obra ha sido cambiado a Senda hacia tierras hondas. El original es Oku no hosomichi. Hosomichi significa senda, y el problema está en el Oku, toponímico que significa también fondo, lo hondo. En 1966 Yuasa Nobuyuki tradujo la obra al inglés y la tituló Senda hacia el norte hondo. El mismo año Earl Miner optó por el título Senda a través de las provincias. En 1968 Cid Corman y Kamaike Susumu la tradujeron también al inglés con el título Caminos perdidos hacia pueblos lejanos. Y el mismo año René Sieffert la tradujo al francés con el título Senda del fin del mundo.

Dorothy Britton, a su vez, en 1974, la tituló Un viaje en haikus. La senda estrecha de Bashō hacia una provincia lejana. Finalmente, Manuel Luca de Tena y Alan Boot en su libro Destino Japón (Madrid, Anaya, 1992) opinan que «sería más fiel» traducirla Sendas al final del más allá. Como se ve, no hay precisamente acuerdo.

Hay que notar, lo primero, que la tal senda no es ficción poética, sino que existe real y verdaderamente con ese nombre, siendo una sola senda y no muchas. En cuanto a lo de Oku, todos los comentaristas están de acuerdo en que Bashō quería denotar un viaje poético y espiritual hacia lo que Keene ha denominado «receso interior» y «honduras de la poesía». Bashō hacía no sólo un viaje poético, sino también una peregrinación espiritual. Y por eso tanto él como su compañero Sora se vistieron de bonzos. Quizá los españoles entiendan mejor el fenómeno si lo comparamos con la ruta jacobea al finisterre gallego. Uno de los hitos principales del viaje de Bashō hacia lo desconocido fue el monte Yudono, sobre el que pesaba una interdicción o tabú, pues a los peregrinos les estaba prohibido hablar de lo que hacían y veían en él. Senda hacia el ignoto finisterre, senda hacia tierras hondas.

Desde la aparición de la versión de Octavio Paz y Hayáshiya Eikichi han salido algunas obras que completan nuestra comprensión del texto de Bashō. Una de ellas es la de Lesley Downer On the Narrow Road to the Deep North (Journey into a Lost Japan), publicada en Londres por Jonathan Cape en 1989. La autora hizo el mismo recorrido que Bashō, y sus explicaciones perfilan algo más nuestra comprensión de algunas palabras del autor. Lo que Octavio Paz traduce en cierto pasaje como morral resulta ser un auténtico baúl, que pesa veinte kilos.

En 1976 Donald Keene publicó World Within Walls, dedicando a Bashō cincuenta páginas de crítica insuperable, donde aclara ciertas cosas que Octavio Paz no señalaba como, por ejemplo, que la estructura general de la obra sigue la integración de la renga, donde deben alternar los momentos intensos con otros más suaves y remansados. Keene observa también que un cotejo de la obra de Bashō con el diario de viaje de su compañero Sora (publicado por primera vez en 1943) revela que el maestro inventó bastante y que su propósito no fue escribir un relato histórico verídico, sino una obra poética. De hecho, sabemos que Bashō, orfebre sublime que retocaba repetidas veces sus propios haikus, estuvo enfrascado en la redacción de Senda hacia tierras hondas nada menos que cuatro años. Keene revela que de joven Bashō mantuvo relaciones con una monja budista llamada Jutei, teniendo de ella varios hijos. La vida privada de Bashō no afecta para nada el valor de su poesía, pero sí averiguamos que, si Bashō reduce la temática de su lírica al aspecto paisajístico, no es porque fuese insensible a los reclamos del amor.

Keene recuerda que en otro de sus diarios de viaje, Oi no Kobumi (Notitas de morral), de 1687, Bashō afirma estar harto de su propio arte, habiendo pensado muchas veces abandonarlo, pues no le ha traído paz, y que se ha dedicado a poemitas menudos por su falta de talento. Esta última observación me recuerda lo que Umbral ha escrito alguna vez sobre Azorín, que todo en él —sintaxis, temática y visión del mundo— es pequeño por su pobreza de recursos. Y sin embargo…

La edición original de Bashō no iba dividida en capítulos o secciones. La división de Octavio Paz, básicamente correcta, no coincide, sin embargo, con otras ediciones modernas de la obra en japonés. Los títulos de las secciones que trae la versión de Octavio Paz son totalmente obra del traductor, como los que yo doy en esta edición. El gran escritor mexicano suele poner como títulos los nombres de los lugares que el poeta va recorriendo (sólo cinco de las cincuenta secciones en que divide la obra no tienen en su título toponímico alguno). Yo he preferido recalcar una realidad que ningún comentarista parece notar: que Bashō topó en su viaje con paisajes extraños, fenómenos maravillosos, peripecias extraordinarias, leyendas imposibles, recuerdos de gestas fantásticas, toponímicos tremendos, ruinas numénicas, gente singular, costumbres que hoy llamaríamos surrealistas… A pesar de su brevedad, el librito es un elenco de magias y prodigios, naturales o legendarios. Todo es posible en los viajes a los finisterres, con o sin propósitos jacobeos.

Cada lector podrá encontrar en este mágico macuto lo que su poder de comprensión dé de sí. Decía genialmente Octavio Paz: «Con inmensa cortesía Bashō no nos dice todo. El libro no ofrece asidero alguno. Breve cuaderno hecho de veloces dibujos verbales. La poesía se mezcla a la reflexión, el humor a la melancolía, la anécdota a la contemplación. En este libro no pasa nada salvo el sol, la lluvia, los árboles, una niña… No pasa nada, excepto la vida y la muerte».

Otro motivo para intentar una nueva traducción es que algunas de las soluciones de Octavio Paz son francamente insuficientes, sin que ello menoscabe la grandeza de su labor. Ni la palabra japonesa hagi puede traducirse como trébol, ni el nadéshiko es un clavel, ni el nemu una mimosa, ni el hototogisu un ruiseñor… No existe el monte Oyama, sino que se trata simplemente de un monte grande.

Por otra parte, en el haiku que dice en el original

 Hitotsuya ni

yūjo no netari

hagi to tsuki,

 que Octavio Paz traduce como

Bajo un mismo techo

durmieron las cortesanas,

la luna y el trébol,

no es que la luna y el trébol durmieran bajo el mismo techo, sino que el hecho de que un viajante tan austero y religioso como Bashō durmiera en la misma posada con unas mancebas es algo tan extraordinario como juntar dos objetos distantes, la luna del cielo y las lespedezas de nuestro asendereado planeta. Por eso traduzco

En mi posada

duermen también mancebas.

Luna y lespedezas.

Octavio Paz se permite incluir en su versión de algunos poemas cosas que Bashō no dice, como en la de

 Oi mo tachi mo

satsuki ni kazare

kami-nobori,

 que traduce como

Espada y morral:

Fiesta de Muchachos,

banderas de papel…

Lo de «Fiesta de Muchachos» no aparece en el original de Bashō, que debiera traducirse más o menos como

Luzcan en mayo

el baúl y la espada.

Y gallardetes.

Si Bashō pulía una y otra vez sus propios haikus, no es de extrañar que muchas traducciones líricas sean también susceptibles del mismo proceso de embellecimiento. Yo mismo he publicado ya en Jaikus inmortales (Hiperión, 1983, 1989) trece de los haikus que aparecen en Senda hacia tierras hondas, algunos de los cuales he corregido o tratado de mejorar. Donde escribí «se incrustan en las rocas», he puesto ahora «empapan rocas». Donde escribí

Como la almeja

en dos valvas, me parto

de tí con el otoño

he variado a

Nos separamos

como concha y almeja,

se va el otoño.

Consciente de mi propia imperfección, estoy muy lejos de denigrar un ápice al gran escritor mexicano. Sin su trabajo de adelantado, sentido de la traducción y aliento poético, habría sido imposible esta nueva versión.

Y ahora me acuerdo de algo que en su introducción señalaba Octavio Paz: «El poema del estanque y la rana (Un viejo estanque. / Se zambulle una rana, / ruido del agua) ha resistido todas las traducciones», «Casi todo el aroma de Bashō se ha perdido en la traducción». Estas dos observaciones no pueden ser ideas de Paz, que no sabe japonés, sino de su colaborador. ¿Es posible traducir adecuadamente la lírica de Bashō? Lesley Downer encontró en su viaje a varios japoneses que se negaban a admitir la posibilidad de que los extranjeros entendiesen la lírica de Bashō. Kuwabara Takeo, catedrático de Literatura Francesa en la Universidad de Kioto, ha escrito recientemente: «Los japoneses creen evidente que el poeta francés Rimbaud pueda ser entendido en Japón, pero que Bashō, el maestro del haiku, no puede ser comprendido por los no-japoneses». Este prurito de impenetrabilidad que se arrogan a sí mismos muchos japoneses es pura entelequia, un infundio absurdo. El poeta inglés James Kirkup ha escrito en diciembre de 1985: «Es muy fácil dar una versión del significado superficial de un haiku, pero muy difícil imbuir la traducción del espíritu que yace tras el original. Sólo puede hacerlo un poeta sensible al espíritu poético universal».

Tranquilícese el lector que sienta de verdad la poesía y no se preocupe por no saber japonés. El entendimiento de Bashō, la apreciación de su belleza y profundidad no dependen tanto del traductor como de la sensibilidad poética del lector. Unamuno jamás llegó a comprender la lírica de Rubén Darío. En Japón nadie entendió el valor literario del Konjaku-monogatari, obra del siglo XII, hasta que Akutagawa lo descubrió en 1914. No depende la cosa, no, de la raza o de la lengua nativa. Kuwabara Takeo afirmó en 1946 que no ya los haikus de Bashō, sino los haikus todos son un género menor, indigno de una literatura seria. Por el contrario, basta leer los comentarios de Octavio Paz para saber que un mexicano de nuestros días puede entender perfectamente lo que Kuwabara, a pesar de ser japonés y profesor de literatura, fue incapaz de apreciar.

No todo lo que Bashō escribió tiene el mismo valor. Shiki, que con Bashō, Buson e Issa forma el cuarteto de grandes haikistas de la historia, escribió a finales del XIX que el ochenta por ciento de la producción del maestro era mediocre. Y Blyth, admirador de Bashō, dice en nuestros días que de los cerca de dos mil haikus que se conservan del maestro, sólo cien son realmente buenos. De los cincuenta y un haikus de Bashō que aparecen en Senda hacia tierras hondas ¿cuántos han sido considerados como inmortales? Tal vez no pasen de veinticinco.

Para conmemorar el tercer centenario del viaje de Bashō hacia tierras hondas, el Ministerio de Correos de Japón emitió desde el 26 de febrero de 1987 hasta el 12 de mayo de 1989 una serie de sellos sobre esta obra, en los que recoge veinte haikus como dignos de celebración especial.

VIDA DE BASHŌ

 

Nació en 1644, un año después de darse por clausurado el siglo ibérico de Japón con el martirio de los últimos misioneros extranjeros, que permanecían ocultos en el país.

Fue su villa natal Ueno, a unos cien kilómetros al sur de Kioto, y su familia era de la clase samurai. Bashō, que es sólo un pseudónimo literario, llevaba en realidad el nombre de Kinsaku. De niño fue paje del heredero de su señorío, Tōdō Yoshitada; los dos muchachos estudiaron haiku con Kigín, poeta de la escuela de Teitoku. A la muerte de Yoshitada en 1666, Bashō huyó a Kioto ante la negativa del daimio a permitirle abandonar el servicio de la casa. Siguió estudiando literatura japonesa y china, manteniendo relaciones amorosas con Jutei. En 1672, a los 28 de su edad, se trasladó a Edo, capital militar y política del imperio. Tres años más tarde se afilió a la escuela haikista Danrin, del poeta Sōin. Pronto empezó a crear un estilo propio y a tener discípulos, pero se negó siempre a recibir honorarios por corregir los poemas de sus alumnos, y consta que para vivir obtuvo empleo en el Servicio de Aguas.

A sus 36 años se instaló en una chocilla al otro lado del río Sumida, donde plantó un platanero (bashō), que le dio nombre a la rústica villa y le sirvió de pseudónimo literario. Bashō estaba dispuesto a vivir la poesía, apartado del bullicio de la ciudad. Dos años después encontró a Butchō, bonzo del Zen, que lo convirtió en adepto.

Su interés por el Zen fue suscitado por influencia de sus amigos Onítsura y Shintoku, por la lectura de los poetas chinos Tu Fu y Li Po y del filósofo chino Chuang Tzu, y finalmente por su admiración por Saigyō y Sōgi.

Para comprender la poesía de Bashō no creo que haya que aceptar los cuatro principios básicos del budismo en general, ni el específico del Zen, pero no estará de más el conocerlos. Ideas centrales del budismo son:

Todo en el universo es impermanente.

Todo en el universo está interrelacionado.

La salvación consiste en entrar en el nirvana o iluminación, que no es saber la verdad, sino estar en ella.

Se requiere tener un maestro, el cual no enseña la verdad, sino que ayuda a encontrarla.

Idea específica del Zen es que la única vía al nirvana es la meditación.

La conversión al Zen de Bashō se produjo entre los 38 y 39 años de su edad. A los 40 se dio cuenta de que su retiro semimonacal en Villa Platanero no bastaba y decidió lanzarse a viajar. Antes de morir realizó cuatro viajes, que describió en sendos diarios, siendo el cuarto Senda hacia tierras hondas: seiscientas leguas o dos mil trescientos cuarenta kilómetros de recorrido.

Murió a los cincuenta años en su quinto y postrer viaje. La muerte le encontró en Osaka, el 12 de octubre de 1694.

Bashō, que se describía a sí mismo como murciélago, mitad pájaro y mitad ratón, tenía un físico tan esmirriado que él mismo bromeó sobre la delgadez de sus piernas en un haiku memorable, ya que no inmortal:

Piernas enclenques

tendré, pero está en flor

el monte Yoshino.

Sus extensos viajes los realizó a base de aguante, siendo atacado muchas veces por dolores abdominales y cólicos, causados probablemente por cálculos en la vesícula biliar.

El caminante

van a llamarme a mí.

Primer chubasco.

Por esta senda

no hay nadie que camine.

Tarde de otoño.

LA POESÍA DE BASHŌ

 

Cada haiku de Bashō, o de cualquiera, se presta a tantas interpretaciones, que podrían escribirse libros. Pero hay que ser razonables y limitarse a unas cuantas observaciones concisas y sugestivas.

No dejará de extrañar que un hombre de sentido poético tan refinado, y que en su juventud conoció el amor, excluyese de su lírica el tema erótico. La tradición del país no podía ser en esto más explícita: en el Man-yō-shū el setenta por ciento de los poemas son amatorios. Pero el haiku, en general, ha excluido hasta ahora el tema erótico. Este tabú no tiene nada de sacrosanto o intocable. Kikaku, discípulo de Bashō, escribió:

Queman mosquitos

en la alcoba de Pao-Su

entre deliquios.

Buson escribió:

¡Qué bella está

mi esposa cobardona

en la camilla!

Issa:

De no estar tú,

demasiado enorme

sería el bosque.

Y Shiki:

Tan sólo hombres

y en medio una mujer

con qué calor.

La lírica de Bashō es, pues, casi exclusivamente paisajística, pero no podemos soslayar el hecho de que contenga infinitos matices; y lo que se llama paisaje es a veces pura fantasía o premonición. Por eso Octavio Paz dice que la lírica de Bashō es, como el Zen, elusiva y alusiva.

Se ha notado que Bashō parecía incapaz de escribir poemas sobre paisajes grandiosos o especialmente bellos. Del monte Fuji escribió un haiku sorprendente:

Con niebla y lluvia

no se ve el monte Fuji.

Interesante.

En la bahía de Matsúshima, que él mismo declara el mejor paisaje del Oriente, se halla tan abrumado, que no consigue escribir nada.

También se ha observado que muchos lugares aclamados como pintorescos Bashō los vio una sola vez, tal vez un día en que el estado del tiempo no los favorecía. Mushanokōji Saneatsu, crítico literario y artístico del siglo XX, ha dicho que los sitios famosos hay que verlos muchas veces, en distintas estaciones, horas del día y condiciones climatológicas. En este sentido, los poemas de Bashō no son paisajísticos, buscando retratar un paisaje en su mejor momento, sino experiencias personales o visiones de la naturaleza. «Un haiku —decía Bashō— es lo que ocurre aquí y ahora».

Keene afirma que la época de Bashō es muy distinta de la nuestra, incluso en Japón. Lo curioso es que Lesley Downer ha recorrido la misma ruta que Bashō, encontrando que el mundo visitado por el maestro, las tierras hondas, ha cambiado muy poco, tanto en su naturaleza —que es lo importante—, como en sus gentes. Somos nosotros los que hemos cambiado, los occidentales y los japoneses ordinarios, los de Tokio, Osaka, Kioto, Nagoya, Hiróshima… En tiempo de Bashō, el ochenta y tantos por ciento de los japoneses vivían en aldeas, hoy son menos del veinte por ciento.

Pero la poesía de Bashō es eterna. Tiene el poder de evocar un mundo con unas cuantas palabras.

Una vez Butchō, maestro de Zen de Bashō, lo visitó en su chocilla en compañía de varios poetas, y le preguntó cuál era el camino de Buda. En ese momento se zambulló una rana y Bashō improvisó como respuesta:

Se zambulle una rana,

ruido del agua.

Butchō comprendió que Bashō había llegado al nirvana. Le dijeron que completase el poema y algunos de los presentes, infelices ellos, incluso le sugirieron el primer verso: Ocaso obscuro (Yoiyami ya), En soledad (Sabishisa ni), Unas mosquetas (Yamabuki ya). Pero el maestro dijo:

Un viejo estanque.

¿Cómo no recordar el haiku perfecto de otro maestro y profeta español, Antonio Machado?

Junto al agua negra

olor a mar y jazmines:

noche malagueña.

En Senda hacia tierras hondas hay otro haiku de Bashō más similar, si cabe, al de Machado:

A la derecha

de un arrozal fragante,

el mar de Ariso.

Bashō decía que un buen haiku debe revelar sólo el setenta u ochenta por ciento del objeto, y si sólo revela el cincuenta o sesenta por ciento será inmortal. El objeto es lo que existe, lo que puede verse o imaginarse. Pero también lo que se desearía existiese:

Islas de Pinos.

Cuclillo, que la grulla

te dé sus plumas.

No creo que sea válido sacar reglas partiendo de la inspiración de un hombre como Bashō, que veía la naturaleza de un modo tan personal.

Noche marina.

La voz del pato

es vagamente blanca.

Ni la voz del pato es blanca sino en la mente de Bashō, ni el chirriar de las chicharras empapa las rocas sino en su imaginación. No puede, pues, decirse que la poesía de Bashō sea siempre pura objetividad.

En ruiseñor

sueña que se convierte

el grácil sauce.

Pero hay que acabar en algún momento. Lo demás, aparte de que lo han dicho ya en español Octavio Paz y Rodríguez Izquierdo, debe apreciarlo de por sí cada lector.

Advertencias sobre la presente edición:

La división en capítulos y los títulos de los mismos son del traductor.

Todo lo que va entre paréntesis dentro del texto de Bashō es también una aclaración rápida del traductor, artificio usado también por Octavio Paz.

Las notas a pie de página no son imprescindibles para apreciar la poesía de Bashō y el valor literario de la obra, pero ayudarán a comprender mejor muchos detalles. Casi todas estas notas son también necesarias para el lector japonés actual.

La transcripción de todas las palabras japonesas se atiene al sistema de Hepburn, leyéndose las vocales como en español y las consonantes como en inglés, si bien hay que tener en cuenta que las sílabas ge y gi se leen siempre como en get y give. Añado dos signos que no son invención de Hepburn: el guión sobre las vocales indica que son largas, y el acento agudo ayuda a una pronunciación correcta.

Al final del libro doy un glosario de las plantas que han sido traducidas por neologismos.

Los personajes japoneses llevan primero el apellido y luego el nombre.

 Kioto, 2 de junio de 1991,

El traductor.

domingo, 18 de diciembre de 2022

Maurice Barres. RELATO. UN VOLUPTUOSO.

 



Maurice Barres


(Francia, 1862-1923)
Novelista y político francés, nacido en Charmes. Fue miembro de la Cámara de los Diputados a partir de 1889. Sus primeros escritos son principalmente introspectivos, pero su obra posterior refleja un nacionalismo creciente y el deseo de proteger los intereses de Francia frente al abuso de los países vecinos. Su obra influyó notablemente en escritores franceses como André Gide y André Malraux. Entre sus numerosas novelas destacan las trilogías Culto del yo (1888-1891), La novela de la energía nacional (1897-1902) y La colina inspirada (1913).

Contribución: Dr. Enrico Pugliatti.

 

  Algunas personas discutían a propósito del neocatolicismo. Unos decían: "Es una afectación mundana". Otros contestaban: "Sin duda ninguna entre los que han llevado a cabo ese movimiento literario hay varios profesores completamente ineptos, pero Mr. de Vogué, el verdadero maestro, es una figura muy distinguida". Un hombre de buen sentido hizo la siguiente observación: "Las religiones siempre son precisas. Si sois, en efecto, católicos, id los domingos a misa, confesad vuestros pecados cada ocho días, comulgad por pascua florida y no tratéis de hacer innovaciones. Acordaos de que en 1858, según dice un volteriano, ya les decían neo-tontos a los neo-católicos" Esta cita brutal, hizo decaer la conversación.

  Mi vecino me llamó a parte y me dijo:

  -Ese caballero tan pesado, tiene, en parte, razón, pues el neo-catolicismo es una escuela sentimental que ya existió, no sólo en 1848, sino en otras muchas épocas; mas se equivoca al decir que los neo-católicos interpretan los misterios de la vida de una manera miserable.

  Y algunos momentos después me refirió, para hacerme ver que sus palabras eran justas, la historia siguiente:

  -¿Ha vivido usted en Roma? Ahí es donde conseguimos, mejor que en ninguna otra ciudad del mundo, establecer el equilibrio entre nuestros pensamientos y las ideas católicas. Todas nuestras preocupaciones familiares se ennoblecen melancólicamente en la ciudad eterna; y los que son voluptuosos en Venecia, apasionados en Andalucía y politeístas en Grecia, se vuelven religiosos y hasta cristianos en Roma.

  Cuando yo vivía allí, tuve ocasión de hacer amistad con un sacerdote que había conocido personalmente a Montalembert, a Maurice de Guerin, a Ozanam y a todos los demás artistas católicos y románticos que florecieron a mediados del siglo actual.

  Su edad y su talento lo hacían aparecer como una figura muy distinguida ante mi imaginación de mozo, embriagado con la vida solitaria que hice durante largo tiempo en esa ciudad donde hasta las almas más soberbias llegan a vacilar.

  Sin duda ninguna el clima debilitante y la multitud de recuerdos de Roma y de la Iglesia, eran ya para mi alma, un fardo difícil de llevar; pero lo que más me enervaba eran ciertas relaciones, contrariadas por los infinitos inconvenientes del adulterio, que yo tenía con una romana joven.

  Una noche, después de haber vagado durante una semana sin esperanzas de poderla ver, por las pesadas calles de la gran ciudad, y después de haber querido ahogar entre el ruido de las orgías la voz de mis celos, comencé a pensar que sólo después de haber confiado las miserias de mi vida, me sería posible encontrar de nuevo la tranquilidad. Al mismo tiempo pensé que en ninguna parte me sería tan fácil como en el confesionario encontrar un buen confidente.

  Mi amigo el sacerdote oyó mi relato, como yo lo había previsto, con la más perfecta indulgencia. Lo único que le causaba admiración era que yo pudiese, teniendo ciertas ideas y profesando ciertos principios que en varias ocasiones le había expuesto, encontrar una voluptuosidad tan aguda en una aventura tan vulgar.

  Yo traté de explicarme más profunda y más sutilmente, diciéndole:

  -No la amo ni por su hermosura ni por los placeres que me ofrece; y hasta os aseguro que su confianza dichosa en la belleza de su rostro me causa cierto horror; lo que me encanta y lo que me enternece es la palidez seca y amarillenta que cubre a veces su semblante y la sonrisa llena de cansancio que pliega sus labios ciertas mañanas... Ella y yo no somos sino dos átomos que se encontraron por casualidad en el eterno carnaval de la vida. Dentro de algunos años, sólo yo, entre las veinte o treinta personas que la rodean, sentiré aún palpitar mi corazón al oír su nombre... Hasta hoy, nadie me ha hecho comprender mejor que ella la esencia perecedera de las cosas. Ella ha hecho nacer en mi alma el amor del sacrificio. Deseo ardientemente ver llegar el día en que, siendo ella una mujer vieja, yo seré aún un hombre joven (pues ambos cumpliremos al mismo tiempo los cuarenta años). Entonces las vulgaridades inseparables del adulterio desaparecerán por completo y podré seguir considerándola como un pretexto febril para desenvolver mis pensamientos melancólicos -que es lo que yo prefiero!.

  El sacerdote, que no desesperaba nunca de los corazones apasionados y que sólo detestaba las almas tibias, miró con pesar, pero sin desdén, mi extravío.

  Luego comenzamos a visitar juntos las obras artísticas; nuestra manera de comprender la belleza tenía muchos puntos de contacto; ambos admirábamos, sobre todo, las obras ardientes y graves.

  Un día, al pasar frente a la iglesia della Vittoria, mi buen amigo me hizo entrar en el templo para que contemplase, en compañía suya, la célebre santa Teresa de Bernín -gran señora y gran santa desvanecida de amor con tal languidez y con tal desfallecimiento, que todas las voluptuosidades de las alcobas palidecerían a su lado-.

  El sacerdote se arrodilló ante el lienzo y comenzó a rezar con verdadero fervor. Cuando él echó de ver que su devoción por tan divina persona me causaba alguna extrañeza, púsose de pie y me dijo lo siguiente:

  -Antes de ser sacerdote, tuve una querida deliciosa a quien adoré con toda el alma y lo que hace un momento le pedía a Dios era que la librase, bien de las tentaciones del mundo o bien de los suplicios del purgatorio (pues yo me he propuesto no saber nunca si vive aún). Cada vez que me encuentro frente a una santa que me permite, por su actitud, pensar en aquella mi encantadora cómplice sin pecar contra las preocupaciones de mi religión, ruego ardientemente por ella. La santa Teresa de Bernín se presta mejor que ninguna otra imagen a esta confusión, y su rostro lleno de amor, y su aspecto apasionado, convierten en éxtasis piadoso lo que aun queda en mí de ternura humana.

  Yo no pude menos, oyendo hablar al sacerdote, que comparar el artificio por medio del cual se tomaba la libertad de acariciar los recuerdos de su juventud, a mi propia manera de teñir con graves colores mis aventuras galantes, y hasta me convencí de que una sensibilidad análoga nos inclinaba hacia la religión. En el fondo no hay duda de que él pensaba como yo, pues nuestra amistad fue siendo cada día más estrecha. Seis meses después, cuando yo tuve necesidad de volver a Francia, él me dio (prueba patente de su confianza y del conocimiento de mi estado) una de sus oraciones familiares para que yo la pronunciase, en nombre suyo, ante la famosa santa Catalina en éxtasis de la iglesia de Siena, lugar donde yo pensaba detenerme durante algunos días.

  ¿Sería la aflicción que me causaba el alejamiento de mi bella romana, unida a la impresión que el talento de Sodoma produjo en mi alma de artista, y a la originalidad de mi acto, lo que me entristeció de tal manera?... Lo cierto es que la imagen de aquella religiosa desvanecida entre los brazos de los que la seguían, con la cabeza echada voluptuosamente hacia atrás y con los húmedos ojos extasiados, me hizo pensar en las breves dolencias con las cuales la mujer a quien más quise en mi juventud, me había apasionado más que con las gracias des sus veinticinco años... La hora que pasé bajo las naves de la iglesia de Siena, me hizo saborear los encantos de mi querida con una vivacidad penetrante cuyo recuerdo -que algunas mujeres españolas, divinas pero no bastante refinadas, han despertado después en mi memoria- aparecerá ante mis ojos, en mi lecho de muerte, como el instante de mi existencia en que me fue dado sentir con más intensidad la vida.

  Todavía ayer, visitando la pequeña catedral de Praga, tan pobre de riquezas como rica de perfumes y de figurillas coloreadas, mi fantasía sensual me hizo pensar en algunas iglesias de España y de Italia que son verdaderas alcobas ardientes.

  ¡Usted no puede figurarse cuántas veces, durante diez años, he hecho oración según el método de mi buen sacerdote romano! Para cumplir religiosamente mi promesa, quemé el papel después de haber recitado la oración ante el cuadro de Siena; pero a falta de palabras, mi espíritu formaba un paralelo entre las imágenes maravillosas pintadas por Bernín y Sodoma y la mujer por quien rogaba. Para que santa Catalina se interesase por la suerte de su antigua querida, el sacerdote le decía: "Era tan hermosa que habría podido servir de modelo a tu pintor". Luego describía, con un estilo tan casto que más bien parecía la obra de un retórico que la obra de un amante, sus senos redondos como las copas del altar, sus caderas deliciosas, su cabeza encantadora, su cuerpo suave y sus ojos húmedos, tiernos, adorables; en seguida hablaba de esos suspiros que suben desde el corazón hasta los labios... Y cada una de esas estrofas llenas de una piedad que sin duda sorprendería y que tal vez

ofendería fuera de Nápoles y de Roma, terminaba así: "Yo recogeré en tus labios ¡oh santa! el suspiro que agitaba el pecho de mi querida."

  En el fondo, concluyó diciendo mi amigo, ese es el verdadero neo-catolicismo cuya esencia consiste en la mezcla de la religión y del sensualismo. Su piedad no está conforme con el dogma. Es un refinamiento voluptuoso, pero no contiene ninguna bajeza.

  En cuanto a nuestros contemporáneos, seguramente no han sido ellos quienes lo inventaron; lo que han hecho, al contrario, es rebajar el exquisito equívoco que turbó las almas de Fenelón, de Lacordaire, de la dulce madame Guyon y de la vieja madame Schwetchine.

sábado, 17 de diciembre de 2022

El hombre de la bata roja Julian Barnes. (FRAGMENTO)




 En junio de 1885, tres franceses llegaron a Londres. Uno era un príncipe, otro era un conde y el tercero era un plebeyo de apellido italiano. Posteriormente el conde declaró que el propósito del viaje era «hacer adquisiciones intelectuales y decorativas».

O bien podríamos empezar en París el verano anterior, durante la luna de miel de Oscar y Constance Wilde. Oscar está leyendo una novela francesa recientemente publicada y, a pesar de las circunstancias, concede alegres entrevistas a la prensa.

O bien empezar con una bala y el arma que la disparó. Esto suele funcionar: una sólida costumbre teatral afirma que si aparece un arma en el primer acto, sin duda se disparará al final. Pero ¿qué arma, qué bala? Había tantas en aquel tiempo...

Incluso podríamos comenzar en la otra orilla del Atlántico, en Kentucky, en 1809, cuando Ephraim McDowell, hijo de inmigrantes escoceses e irlandeses, operó a Jane Crawford para extirparle un quiste en los ovarios que contenía quince litros de líquido. Este episodio de la historia, al menos, tiene un final feliz.

Luego tenemos al hombre acostado en su cama en Boulogne-sur-Mer –quizá solo, quizá con su mujer al lado– que se pregunta qué hacer. No, no es exactamente así: sabía lo que quería hacer, lo que no sabía era cuándo o si podría hacer lo que quería.

O podríamos empezar, prosaicamente, por el abrigo. A no ser que sea mejor llamarlo bata. Roja –o, para ser más preciso, escarlata–, larga, desde el cuello hasta los tobillos, permite ver un lino blanco fruncido en las muñecas y la garganta. Debajo, una única zapatilla con brocados introduce en la composición diminutos toques de color azules y amarillos.

¿Es injusto empezar por la bata, en vez de por el hombre que la lleva? Pero la bata, o más bien su representación, es como recordamos hoy al hombre, si es que lo recordamos. ¿Cómo

se habría sentido a este respecto? ¿Aliviado, divertido, una pizca insultado? Depende de cómo interpretemos su carácter desde nuestra distancia.

Pero su abrigo nos recuerda otro, pintado por el mismo artista. Envuelve a un apuesto joven de buena familia, o al menos prominente. Sin embargo, a pesar de estar posando para el más famoso retratista de la época, el joven no está contento. El clima es templado, pero el abrigo que le piden que se ponga es de un tweed pesado, propio de una estación completamente distinta. Se queja de ello al pintor. Este le contesta –y como solo conocemos sus palabras, no podemos apreciar si su tono, dentro de una escala, es levemente burlón o profesionalmente autoritario o didácticamente desdeñoso–: «El tema no eres tú, sino la bata.» Y lo cierto es que, como sucede con la bata roja, hoy se recuerda más al abrigo que al joven que lo llevaba. El arte dura más que el capricho individual, el orgullo familiar, la ortodoxia social; el arte siempre tiene al tiempo de su parte.

Más vale, entonces, optar por lo tangible, lo particular, lo cotidiano: la bata roja. Porque así descubrí el cuadro y a su modelo: en 2015, expuesto en la National Portrait Gallery de Londres, prestado por Norteamérica. Ahora mismo la he llamado bata roja, pero tampoco es del todo exacto. Es difícil que el hombre lleve debajo un pijama, a menos que esos puños y el cuello de encaje formaran parte de un camisón, lo que parece improbable. ¿La llamamos batín, quizá? Su dueño acaba de levantarse de la cama. Sabemos que el cuadro fue pintado al final de la mañana y que después el artista y su modelo almorzaron juntos; también sabemos que a la mujer del modelo le asombró el voraz apetito del pintor. Sabemos que el modelo está en su casa, puesto que el título de la obra nos lo dice. Delata «su casa» un tono de rojo más vivo: un fondo de color burdeos que realza la figura central, escarlata. Hay pesadas cortinas atadas con un lazo; y, detrás, una extensión de tela diferente, todo lo cual se funde con un suelo del mismo color burdeos sin que sea visible una línea divisoria. Todo es sumamente teatral: hay un pavoneo no solo en la pose sino también en el estilo pictórico.

La pintura data de cuatro años antes de aquel viaje a Londres. Su modelo –el plebeyo de apellido italiano– tiene treinta y cinco años, es apuesto, luce barba, mira con aplomo por encima de nuestro hombro izquierdo. Es varonil, pero esbelto, y poco a poco, tras el primer impacto del cuadro, cuando podríamos pensar que «todo gira en torno a la bata», comprendemos que no. Lo central son más bien las manos. La izquierda descansa en la cadera; la derecha se posa en el pecho. Los dedos son la parte más expresiva del retrato. Las articulaciones de cada uno de ellos son distintas: plenamente extendidos, doblados a medias, totalmente curvados. Si nos pidieran que adivináramos a ciegas la profesión de este hombre, quizá responderíamos que es un pianista virtuoso.

La mano derecha en el pecho, la izquierda en la cadera. O quizá sea más sugerente decir que la derecha sobre el corazón y la izquierda en la ingle. ¿Era la intención del artista? Tres años después pintó un retrato de una mujer de la alta sociedad que causó un escándalo en el Salón. (¿Podía escandalizarse el París de la Belle Époque? Desde luego; y París podía ser tan hipócrita como Londres.) La mano derecha juguetea con lo que parece ser el cierre de un botón. La izquierda está enganchada en uno de los cordones gemelos del cinturón de la bata, como un eco de los lazos de la cortina en segundo plano. El ojo sigue a los cordones a lo largo de un nudo complicado del que cuelga un par de borlas de felpa con hilachas como de plumas. Las borlas, una sobre otra, caen justo más abajo de la ingle, como el vergajo escarlata de un toro. ¿Era el propósito del artista? Quién sabe. No dejó una explicación del cuadro. Pero era un pintor tan ladino como magnífico; además, era un pintor de la magnificencia, nada temeroso de controversias, incluso quizá proclive a atraerlas.

La pose es noble, heroica, pero las manos la tornan más sutil y compleja. Como se verá, no son las manos de un pianista de concierto, sino las de un médico, un cirujano, un ginecólogo.

¿Y el vergajo de toro? Todo a su debido tiempo.

Pues bien, empecemos por la visita a Londres en el verano de 1885.

SBN978-84-339-7374-0
EAN9788433973740
PVP CON IVA24.9 €
NÚM. DE PÁGINAS336
COLECCIÓNFuera de colección
CÓDIGOFC 9
PUBLICACIÓN29/09/2021

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas