martes, 20 de septiembre de 2022

José Maria Eça de Queirós Cuentos completos

 

 


José Maria Eça de Queirós

 Cuentos completos

 

 

 

 

 


José Maria Eça de Queirós, 2016

Traducción: María Tecla Portela Carreiro

Prólogo: Carlos Reis

 

 

 

 

 


 Prólogo

 

 

Cuando en 1874 apareció, en el volumen Brinde aos Senhores Assinantes do Diário de Notícias em 1873, un cuento titulado Singularidades de uma Rapariga Loura («Excentricidades de una chica rubia») a su autor, al joven escritor Eça de Queirós, le faltaba mucho, mucho todavía, para ser la figura destacada que en los años siguientes se impondría en las letras portuguesas. Y a pesar de todo, Eça no era exactamente un desconocido, por lo menos para el público más atento. El mismo Diário de Notícias que brindaba aquel obsequio literario a sus suscriptores (el librito incluía además textos de Mariano Fróis, Oliveira Pires, Gomes Leal y Eduardo Coelho, todos, excepto el penúltimo, hoy prácticamente olvidados) había insertado en sus páginas, casi cuatro años antes, crónicas relatando los episodios más sugestivos de un viaje a Egipto y Palestina; firmaba esas crónicas Eça de Queirós, el mismo que, con poco más de 24 años entonces, había asistido a la inauguración del Canal de Suez, acontecimiento de gran relevancia política y económica, hasta nuestros días. Por esa misma época (más concretamente de abril a julio de 1870) el importante periódico A Revolução de Setembro publicaba, también con firma de Eça, un relato incompleto, titulado A Morte de Jesus («La muerte de Jesús»), cuyo imaginario y escenario eran el resultado precisamente de ese contacto de un viajero ávido de las experiencias nuevas proporcionadas por el mundo mágico de Egipto, de Oriente Medio y de la vida de Cristo. Los restos de un persistente romanticismo, una buena dosis de Renan y el entusiasmo de un joven que apuntaba maneras para la literatura explican, bien combinados, el estilo y el tema de esos relatos casi inaugurales.

Digo relatos casi inaugurales porque la verdad es que el estreno de Eça se había dado algunos años antes, en 1866 y 1867, como folletinista y como periodista propiamente dicho, en las páginas de los periódicos Gazeta de Portugal (con textos que darían lugar al volumen póstumo Prosas bárbaras) y Distrito de Évora. De este último puede incluso decirse que todo cuanto en él se leía resultaba, por completo, del trabajo de Eça, que ejercía de redactor, editor, corresponsal, traductor y todo cuanto fuese menester; y en las páginas de la Gazeta de Portugal es fácil encontrar textos que son, por lo menos embrionariamente (o quizás más que eso), breves narrativas de ficción ya consolidadas.

Es significativo que la vida literaria de este escritor en ciernes —que llegará a ser conocido como el más grande de los novelistas portugueses de todos los tiempos— haya empezado prácticamente por el cuento y también por colaboraciones en prensa. Significativo, pero no original: otros grandes novelistas coetáneos —Flaubert, Clarín, Zola y Machado de Assis, por ejemplo— hicieron del cuento y de la colaboración periodística actividades paralelas a la de novelista e incluso un pretexto para el ejercicio de la escritura, por encima, evidentemente, del beneficio económico y de la notoriedad que así se conseguía. En el caso de Eça de Queirós, y más allá de eso, los primeros cuentos —tanto A Morte de Jesus, como Singularidades de uma Rapariga Loura— esbozan rumbos ficcionales que sus novelas van a confirmar ampliamente.

Los cuentos de Eça —casi todos admirables por el equilibrio y por la precisión narrativa que requiere un género tan difícilpueden leerse desde este punto de vista. Si A Morte de Jesus nos remite a la novela A relíquia («La reliquia», 1887), en Singularidades de uma Rapariga Loura se explaya una crítica de costumbres (e incluso de costumbres femeninas) que O Primo Basílio («El primo Basilio», 1878) va a confirmar; en eso mismo insiste el cuento No Moinho («En el molino»), centrado en una figura femenina con fuerte componente bovarista. En otros casos —por ejemplo: O Tesouro («El tesoro»), O Defunto («El difunto»), o Sir Galahad, este último dejado inédito— es el imaginario medieval, con sus tipos y costumbres a veces tocados por refinamientos bárbaros, lo que fascina al mismo escritor que en A Ilustre Casa de Ramires va a ceder a eso que él mismo llamó, con expresión que no deja de traducir algo de mala conciencia, «el latente y culpado apetito por la novela histórica». Ya Um Poeta Lírico («Un poeta lírico») nos trae la figura de un escritor (el singular Korriscosso) como personaje de ficción, glosando de este modo un motivo que reaparece en las novelas queirosianas. José Matias —uno de los cuentos más extraordinarios del repertorio de Eça y de toda la literatura portuguesa— traza el perfil de un personaje radicalmente amoroso y platónico, cercano, desde el punto de vista de esa idealización afectiva, a lo que era la vivencia del amor en el Fradique Mendes que escribe cartas a Clara. Y en A Catástrofe («La catástrofe») se retoma el obsesivo tema de la invasión de Portugal, no ya (como en la proyectada y abortada novela A Batalha do Caia) de la invasión española de la que se habla en Os Maias, sino de la de un ejército extranjero no identificado. Aun así, Eça prefirió prudentemente dejar en el cajón ese cuento de tonalidades realmente apocalípticas, poco conveniente, por lo demás, para quien, como el autor, era cónsul de Portugal.

Más allá de lo que hemos dicho, y siempre en los términos sintéticos que este prólogo implica, también debemos reseñar que, siendo temáticamente muy diversos, los cuentos de Eça lo son también desde el punto de vista formal, dando muestra, por esa diversidad formal, de una notable depuración técnica. En este aspecto, José Matias es, de nuevo, un caso que merece una atención especial: relato de narrador testimonial (es un amigodel difunto José Matías el que cuenta la historia), se asume casi como narración de segunda persona, ya que el discurso enunciado se dirige a un «tú», o sea al oyente anónimo que acompaña a aquel narrador, en el trayecto que el cortejo fúnebre sigue hasta el cementerio. Ya en Adão e Eva no Paraíso («Adán y Eva en el Paraíso»), el narrador, siendo una entidad no identificada que no pertenece a la historia, imprime a la narración una tonalidad híbrida, combinando el registro del relato bíblico con el del ensayo científico, de coloración darwiniana. De todos los casos, sin embargo, el más interesante es el del cuento Civilização («Civilización»), sobre todo por las consecuencias que tuvo en la ficción queirosiana: se trata aquí de un primer abordaje de temas y de situaciones que en la novela A Cidade e as Serras («La ciudad y las sierras», publicada en 1901, un año después de su muerte) se elaboran de forma circunstanciada, un poco como si el cuento fuese un ejercicio narrativo para profundizar en el momento adecuado.

Lo que así se sugiere también es que el cuento queirosiano no se encierra en un tiempo creativo determinado, en un modelo narrativo estricto o en una única circunstancia de publicación. Eça escribió cuentos a lo largo de toda su vida literaria y los destinó a publicaciones muy diversas: volúmenes colectivos, revistas culturales, periódicos a veces de gran circulación (como era la Gazeta de Notícias de Río de Janeiro), incluso almanaques, como fue el caso de aquel que él mismo organizó, destinado a 1897, y en el que insertó, como prefacio, Adão e Eva no Paraíso.

Señalemos, por fin y a modo de conclusión, que la estética del cuento en Eça constituye una demostración de aquello que en el gran escritor era una constante e irrefrenable vocación narrativa. Lo demuestra el hecho de haberse encontrado esbozos de cuentos como si estuvieran insertos en otros textos queirosianos que, en algunos casos, ni siquiera son textos de ficción. Me refiero aquí no sólo a las crónicas de prensa, sino también a las cartas de éste, que fue también un fino y elegante epistológrafo. Por ejemplo: en una de ellas, con fecha de 19 de septiembre de 1888 y dirigida a Oliveira Martins, Eça se refiere a las agitadas circunstancias en que tomó posesión del consulado en París y no se resiste a la elaboración de un relato en el que sorprende la vivacidad y la concentración de un verdadero cuento; y cuento también viene a ser el relato de la aventura amorosa de aquel Chambray de quien Fradique Mendes habla a Ramalho Ortigão, en una de sus cartas, integrada en A Correspondência de Fradique Mendes («La correspondencia de Fradique Mendes»). Siempre cuentos, por lo tanto; y siempre el talento narrativo de quien decidió su vocación artística contando historias que entonces fascinaban a los lectores y hoy nos siguen encantando. Algunas de esas historias pueden leerse precisamente en este volumen.

Carlos Reis (de la universidad de Coimbra)


sábado, 17 de septiembre de 2022

Lafcadio Hearn Kwaidan. Cuentos fantásticos del Japón

 

 

 

 


            Lafcadio Hearn

 

 Kwaidan. Cuentos fantásticos del Japón

 

 

           

            Título original: Kwaidan. Cuentos fantásticos del Japón

 

            Lafcadio Hearn, 1904

 

            Traducción: Pablo Inestal

 

          

NOTA PRELIMINAR

 

 

            El crítico norteamericano Malcolm Cowley ha visto en Lafcadio Hearn al escritor de lengua inglesa más comparable a Hans Christian Andersen o los hermanos Grimm. Ese título, conferido en virtud de la capacidad para recopilar atractivas leyendas folklóricas y luego verterlas a un límpido lenguaje literario, supone un elogio preciso y nada desdeñable. Vale la pena consignar, siquiera brevemente, los azares biográficos del hombre que lo mereció.

            Lafcadio Hearn nació en 1850 en la isla jónica de Santa Maura (antiguamente Leucas o Lefcada, de donde proviene el nombre del escritor); su madre era griega, de ascendencia maltesa; su padre era un médico del ejército británico. Se educó en Dublín, con preceptores privados, y en Yorkshire y en Francia, en colegios jesuitas. En 1869 se trasladó a los Estados Unidos, donde se inició en el periodismo y más de una vez estuvo a punto de morirse de hambre; en esa época, Hearn cultivaba una escritura florida de la que más tarde aprendió a arrepentirse. En Cincinnati contrajo matrimonio con una negra, con quien cohabitó durante dos años en un hogar lamentable; en 1877 se separó de ella y pasó a Nueva Orleans; más tarde viajó a las Indias Occidentales Francesas y finalmente a Nueva York, siempre perseguido por el fantasma de la miseria económica, al que pudo combatir gracias a la peculiar tenacidad que caracterizaba a este hombre miope, tímido y pequeño. En 1889, enviado por la Harper & Brothers, viajó al Japón para cumplir ciertos encargos editoriales; lidiaba continuamente con los editores, que al fin lo abandonaron a sus propios recursos. Hearn se alistó como profesor de inglés en las escuelas gubernamentales de Matsue. En 1896 adoptó la ciudadanía japonesa, con el nombre de Koizumi Yakumo. Murió en 1904, en Tokio, y sus cenizas fueron sepultadas tras una ceremonia budista.

            Hearn es autor de Stray Leaves from Strange Literature (1884), una recopilación de fábulas y leyendas; Gombo Zhêbes (1885), una colección de proverbios criollos de la América francesa; Some Chinese Ghosts (1887), elaboradas transcripciones de leyendas chinas; Chita (1888) y Youma (1890), dos novelas cortas; Two Years in the French West Indies (1890), que refleja experiencias vividas en la Martinica; también realizó numerosos artículos periodísticos y traducciones de Pierre Loti, Théophile Gautier y Gustave Flaubert. Pero su obra más atractiva y perdurable es sin duda la que surgió de su contacto con el Japón; ésta abarca ensayos generales sobre la cultura japonesa, impresiones de viajes, comentarios sobre poesía culta y popular, cuentos fantásticos que traducen antiguas leyendas, cuentos curiosamente realistas (especies de moeurs de province), apreciaciones sobre la crisis histórica vivida por el Japón de la era Meiji, sobre los peligros de la industrialización y sobre los eventuales conflictos con Occidente, vagas reflexiones filosóficas signadas por la presencia de Herbert Spencer, a quien admiró sin reservas y citó con abundancia: Glimpses of Unfamiliar Japan (1894), Out of the East (1895), In Ghostly Japan (1899), Shadowings (1902), A Japanese Miscellany (1901), Kotto (1902), Japan: An Attempt at Interpretation (1904), y, publicadas en volumen después de su muerte, The Romance of the Milky Way and Other Studies and Stories (1905), Kotoro (1906).

            Hearn enseñó en Matsue, Kumamoto, Kôbe y Tokio, en cuya universidad fue profesor de literatura inglesa de 1896 a 1903. Pese a las dificultades que le planteó la sociedad japonesa, Hearn halló en su país de adopción un círculo de afecto que había ignorado en el mundo angloamericano. Alguna vez se comparó a un hombre salido de la cárcel o a una prostituta, a esas criaturas eternamente perseguidas por la sociedad, la Iglesia y la opinión pública. En este nuevo mundo, Herun-San, como lo llamaban sus allegados japoneses, despertó la entrañable curiosidad de profesores y alumnos, e incluso fundó una familia casándose con la hija única de un samurái en decadencia; ésta habría de darle tres hijos varones y una mujer.

            En sus épocas de periodista, Hearn había adaptado fábulas y leyendas exóticas. Su vida en Japón acaso fue la cristalización de esas fábulas y leyendas; contemplada retrospectivamente, su llegada a Oriente parece más una elección deliberada que un azar del destino.

            Son interesantes, al respecto, las primeras impresiones producidas por dicha llegada, según las describe el mismo Hearn:

            «Todo es típico de un país de duendes, pues todas las cosas y las personas son pequeñas y extrañas y misteriosas: las casitas con sus techos azules, los frentes de los comercios pintados de azul, y la gente pequeña y sonriente con sus atuendos azules. Sólo algún peatón ocasional, un alto extranjero, quiebra esa ilusión, así como también diversos anuncios redactados en absurdos remedos del inglés. Tales discordancias, sin embargo, sólo sirven para enfatizar la realidad, jamás menoscaban la fascinación ejercida por esas calles graciosas y diminutas».

 

            Luego añade, en el mismo artículo:

            «Ésta es por cierto la realización, para las imaginaciones nutridas en el folklore inglés, del viejo sueño de un Mundo de Elfos».

 

            Tal es la impresión recogida bajo «el blanco y tenue sortilegio del sol japonés», the white soft witchery of the Japanese sun. Ese sortilegio inicial luego se disiparía para dar paso a una visión más íntima y penetrante, aunque no menos fascinada, de la cultura de su país de adopción. No sé hasta qué punto Lafcadio Hearn haya enfatizado rasgos tradicionales que por cierto despertaron su predispuesto fervor: un extranjero entusiasta suele sobrevalorar aspectos que el nativo pasa por alto o desdeña; pero sus ensayos no carecen de agudeza y, si bien pueden exagerar ciertos aspectos, cuentan con el privilegio de la devoción.

            Hearn procuró comprender la poesía de ese país, pero también sus leyendas, mitos y supersticiones, sin las cuales esa poesía resultaba un fenómeno opaco e incomprensible para el occidental. Deploró con nostalgia las nuevas opresiones que suponía la industrialización del Japón, y previó o vislumbró los conflictos que inevitablemente distanciaban a culturas de configuración diversa:

            «Quizá el Japón —escribía en 1896— recuerde con más amabilidad a sus maestros extranjeros en el siglo XX. Pero jamás sentirá hacia Occidente, como sintió hacia China hasta antes de la era Meiji, el respeto reverencial que el hábito instaura hacia un guía adorado; pues la sabiduría de la China fue buscada voluntariamente, mientras que la occidental le fue impuesta por la violencia. El Japón contará con sus propias sectas cristianas, pero nunca recordará a los misioneros ingleses y norteamericanos como hoy recuerda a esos grandes sacerdotes chinos que lo educaron en su juventud. Y no conservará reliquias de nuestra estadía escrupulosamente envueltas en séptuples mantos de seda, preservadas en exquisitas cajas de madera blanca, porque no le hemos ofrecido ninguna lección de belleza, no hemos sabido apelar a sus emociones».

 

            Su labor en la docencia universitaria le reveló otros aspectos del contraste que separaba dos mundos de difícil conciliación. Poemas occidentales de lectura diáfana presentaban a los estudiantes japoneses arduos problemas de comprensión; un verso de Tennyson que nosotros juzgamos de indiscutible sencillez (She is more beautiful than day, «es más bella que el día») suponía inaccesibles obstáculos: la analogía entre la belleza del día y la belleza de una mujer, explica Hearn, excede las pautas de comprensión de un oriental, que ve en ello, al fin y al cabo, un exceso de antropomorfismo sentimental típico de nuestra cultura; nuestras metáforas y alegorías, comenta Hearn, citando al erudito profesor Chamberlain, resultan incomprensibles en el Lejano Oriente: la lengua del Japón, cuyos sustantivos no tienen género, cuyos adjetivos no tienen grados de comparación, cuyos verbos no tienen personas, manifiesta hasta qué punto está arraigada la ausencia de personificación, que inclusive obstruye el uso de sustantivos neutros combinados con verbos transitivos. Esa ausencia de personificación fascina al autor de Kwaidan, que aventura que quizá nuestras facultades estéticas se hayan desarrollado en forma unidireccional y errónea; hemos feminizado la naturaleza y somos incapaces de comprenderla.

            «Sólo puedo arriesgar algunas observaciones generales. Creo que este arte maravilloso afirma que, de los múltiples y varios aspectos de la naturaleza, son los asexuados los que no admiten ser contemplados antropomórficamente, los que no son masculinos ni femeninos, sino neutros e innominables, los que el japonés adora y aprehende con más profundidad. Él ve en la naturaleza cosas que durante milenios nos han sido invisibles; y ahora estamos aprendiendo de él aspectos de la vida y bellezas de la forma para las que antes éramos ciegos. Al fin hemos descubierto, para nuestro asombro, que este arte —pese a las dogmáticas afirmaciones que oponga el prejuicio occidental, y pese a la extraña impresión de irrealidad que nos produzca al principio— no es jamás una mera creación de la fantasía, sino una verdadera reflexión sobre lo que ha sido y será: hemos reconocido, pues, que contemplar esos estudios sobre la vida de los pájaros, la vida de los insectos, la vida de las plantas y la vida de los árboles, es, ni más ni menos, una magnífica iniciación en el arte».

 

            Pájaros, insectos, plantas y árboles desempeñan un papel singular en las leyendas japonesas que Lafcadio Hearn reprodujo con lacónica exquisitez: son el centro de inspiración de esas fábulas pobladas por formas sujetas a perpetuas metamorfosis, ya impregnadas por la atmósfera siniestra que irradian criaturas reencarnadas en seres detestables, ya iluminadas por el etéreo resplandor que exhala Hôrai, el mágico país de las hadas.

            Esas leyendas llegaron a Hearn mediante múltiples cauces. En el prólogo a la edición inglesa de Kwaidan, publicado en 1904 por Houghton Mifflin Company, aclaraba el autor:

            «Muchos de los siguientes Kwaidan, o cuentos fantásticos, provienen de antiguos libros japoneses, como el Yasô-Kidan, el Bukkyô-Hyak-kwa-Zenshô-Kokon-Chomosu, el Tama-Sudaré y el Hyaku-Monogatari; algunos de estos relatos son de origen chino, entre ellos, el notable “Sueño de Akinosuké». Pero el narrador japonés, en cada caso, supo reformarlos y transmutarlos de tal manera que parecen locales. Uno muy curioso, «Yuki-Onna», fue referido por un labrador llamado Nishitamagôri, de Chôfu, provincia de Mushashi, y decía que era una leyenda de su comarca natal. Ignoro si está escrito en japonés, pero las creencias extraordinarias reflejadas en dicho cuento por cierto existían en el Imperio de los Hijos del Sol, y en formas muy diversas. El incidente de «Riki-Baka» fue un hecho y una experiencia personal, y lo narro casi con fidelidad absoluta, cambiando apenas un nombre familiar mencionado por el narrador japonés.

 

            A veces, eran sus alumnos quienes le referían las leyendas, o su esposa quien se las leía de libros antiguos.

            En todos los casos, Lafcadio Hearn supo verterlas a una prosa inglesa cuyos rasgos distintivos son la sonoridad y la transparencia, y que contrasta notablemente con sus escritos de épocas anteriores, deliberadamente alambicados y no siempre eficaces. Aunque juzguemos a Hearn un minor writer, dispone de virtudes que merecen nuestra atención: la claridad, la precisión y el dominio de la progresión narrativa, logradas gracias a una denodada búsqueda estilística que al fin desembocó en una afortunada sencillez. Tal sencillez es ideal para la redacción de fábulas cuya textura simbólica puede ser compleja pero cuyo desarrollo es lineal.

            «Maléficos vientos del Oeste arrecian sobre Hôrai, y disipan, ay, esa atmósfera mágica, leemos hacia el final de Kwaidan. Si el talento de Lafcadio Hearn tenía límites inmediatos, juzguemos esa limitación como un hecho favorable, pues ella impedirá que se disipe la saludable atmósfera mágica que él supo rescatar de múltiples textos anónimos. Talentos más abarcadores quizá no hubiesen emprendido la modesta aunque dificultosa tarea de apropiarse de un mundo ajeno y de conferir solidez a sus trazos evanescentes».

 

            CARLOS GARDINI

 

 


 LA HISTORIA DE MIMI-NASHI-HÔÎCHI

 

 

            Hace más de setecientos años, en Dan-no-ura, en las gargantas del Shimonoséki, se libró la última batalla de la larga contienda entre los Heiké, o clan Taira, y los Gengi, o clan Minamoto. Allí fueron exterminados los Heiké, con sus mujeres y sus niños, y su pequeño emperador, hoy recordado como Antoku Tennô. Y hace más de setecientos años que el mar y la costa están encantados… En otra parte me he referido a los extraños cangrejos de mar, llamados cangrejos Heiké, que lucen rostros humanos en el lomo y que son, según se dice, los espíritus de los guerreros Heiké[1]. En esa costa se ven y se oyen cosas muy raras. En las noches sin luna, millares de fuegos espectrales aletean en la playa, o relumbran sobre el oleaje, pálidas luces que los pescadores llaman Oni-bi, o fuegos demoníacos; y, cuando los vientos se enardecen, profusos alaridos provienen del mar, semejantes al clamor de una batalla.

            En otra época, los Heiké ignoraban el sosiego mucho más que ahora. Por las noches, se subían a las naves que cruzaban sus dominios e intentaban hundirlas; y jamás dejaban de acechar a los nadadores para arrastrarlos consigo. Para aplacar a esos muertos se construyó el templo budista, Amidaji, en Akamagaséki[2]. Junto a él, cerca de la playa, se levantó un cementerio, poblado por monumentos cuyas inscripciones evocan los nombres del emperador ahogado y de sus grandes vasallos; y allí realizábanse regularmente ceremonias budistas consagradas a esos espíritus. Edificado el templo, erigidas las tumbas, los Heiké ya no inquietaron a los vivos con tanta frecuencia; mas no cesaron, ocasionalmente, de hacer cosas raras, que demostraban que aún no habían hallado la paz perfecta.

            Hace algunos siglos vivía en Akamagaséki un ciego llamado Hôîchi, famoso por su destreza en la declamación y en la ejecución del biwa[3]. Le habían enseñado su arte en la infancia, y en la juventud ya superaba a sus maestros. Como biwa-hôshi profesional, debía ante todo su fama a la exposición que hacía en sus versos de la historia de los Heiké y de los Gengi; y cuéntase que cuando cantaba la canción de la batalla de Dan-no-ura «ni siquiera los duendes (kijin) podían contener las lágrimas».

            En los inicios de su carrera, Hôîchi era muy pobre; pero encontró un buen amigo que le brindó su ayuda. El sacerdote del Amidaji gustaba de la música y la poesía, y con frecuencia invitaba a Hôîchi a tocar y recitar en el templo. Más tarde, impresionado por la maravillosa habilidad del joven, el sacerdote le propuso que se instalara en el templo, oferta que aceptó con gratitud. Una habitación del templo fue destinada a Hôîchi, quien, a cambio de comida y alojamiento, no debía sino deleitar al sacerdote con su música ciertas noches que no tuviera otros compromisos.

            Una noche de verano llamaron al sacerdote para realizar un servicio budista en casa de alguien que había muerto en la vecindad; él se fue con su acólito, y Hôîchi quedó solo en el templo. Era una noche tórrida, y el ciego quiso refrescarse en la veranda que había ante su dormitorio. La veranda daba a un pequeño jardín, en la parte de atrás del Amidaji. En ese lugar, Hôîchi aguardó el regreso del sacerdote, e intentó distraer la soledad mediante la música de su biwa. Pasó la medianoche, y el sacerdote no aparecía. Pero como aún reinaba una atmósfera demasiado sofocante como para entrar, Hôîchi optó por quedarse afuera. Al fin escuchó unos pasos que se acercaban desde la puerta de atrás. Alguien cruzó el jardín, avanzó hasta la veranda y se detuvo justo frente a él… pero no era el sacerdote. Una voz hueca pronunció el nombre del ciego, con el modo abrupto y descortés con que un samurái se dirige a un subalterno:

            —¡Hôîchi!

            Hôîchi, harto sorprendido, no supo responder al instante; y la voz lo llamó una vez más, en tono áspero y perentorio:

            —¡Hôîchi!

            ¡Hai! —respondió el ciego, amedrentado por ese acento amenazador—. ¡Soy ciego! ¡No sé quién me llama!

            —No hay nada que temer —exclamó el desconocido con voz más mesurada—. Estoy sirviendo en las cercanías de este templo y soy portador de un mensaje para ti. Mi actual señor, hombre de altísimo rango, está de paso en Akamagaséki, con muchos y muy nobles servidores. Deseaba contemplar el escenario de la batalla de Dan-no-ura, y hoy visitó ese lugar. Como supo de tu habilidad para recitar la historia de la batalla, desea que actúes en su presencia: de modo que tomarás tu biwa y me acompañarás al palacio donde aguarda la augusta asamblea.

            En aquellos tiempos, difícilmente se hacía caso omiso a las órdenes de un samurái. Hôîchi se calzó las sandalias, tomó su biwa y se fue en pos del desconocido, quien lo guió con destreza aunque obligándolo a caminar muy rápido. La mano que lo guiaba era de hierro, y el rechinar de sus pasos mostraba que estaba completamente armado… quizá fuera un centinela de palacio. El temor de Hôîchi se disipó: comenzó a sospechar que era muy afortunado, pues, al recordar que el servidor le había hablado de un «hombre de altísimo rango», pensó que el señor que deseaba escucharlo no podía ser menos que un daimyô de la clase superior. El samurái no tardó en detenerse; y Hôîchi advirtió que habían llegado ante un amplio portal… lo cual le intrigó, pues no recordaba ningún portal en esa parte del pueblo, salvo la entrada principal del Amidaji.

            ¡Kaimon![4] —gritó el sirviente. Hubo un chirrido metálico y ambos siguieron adelante. Atravesaron un vasto jardín y se detuvieron nuevamente ante otra entrada.

            —¡Acercaos! —gritó el samurái—. Traigo a Hôîchi.

            Entonces se sucedieron los pasos apresurados, el susurro de las mamparas, el rumor de las puertas correderas y el murmullo de las voces femeninas. Por el modo de hablar de las mujeres, Hôîchi advirtió que integraban la corte de algún señor de alcurnia, mas no pudo imaginar a qué sitio lo habían conducido. No tuvo tiempo para cavilar al respecto. Una vez que alguien lo ayudó a ascender por varios peldaños de piedra (en el último de los cuales debió dejar las sandalias), una mano de mujer lo guió por interminables y resbaladizos entarimados, lo hizo girar ante innumerables esquinas con columnas y lo llevó por pisos de esterilla cuya superficie era asombrosa por la amplitud, hasta el centro de un vasto recinto. Pensó que allí se congregaba una multitud de gente de rango, pues el susurro de la seda era semejante al sonido de las hojas de un bosque. También escuchó un denso murmullo de voces que hablaban en tono muy bajo, cuyo lenguaje era el lenguaje de las cortes.

            Dijéronle a Hôîchi que se acomodara a su gusto, y él descubrió que le habían preparado un almohadón. En cuanto se colocó y afinó su instrumento, la voz de una mujer —quien, según imaginó Hôîchi, sería la Rôjo, o matrona al cargo del personal femenino— se dirigió a él con estas palabras:

            —Recítanos ahora la historia de los Heiké, acompañándote con tu biwa.

            Declamar todo el poema habría requerido muchas noches; Hôîchi, por lo tanto, se aventuró a preguntar:

            —Siendo la historia tan larga como es, ¿qué parte de ella desea mi augusta audiencia que le recite?

            La voz de la mujer respondió:

            —Recítanos la historia de la batalla de Dan-no-ura, que se destaca por su piedad[5].

            Entonces Hôîchi elevó la voz y entonó el canto del combate del mar encrespado, y los sonidos de su biwa imitaban el chasquido de los remos y el bogar de las naves, el zumbido y el susurro de los dardos, los gritos y embates de los guerreros, el crujido del acero sobre los cascos, la caída de los cuerpos en el agua. Y cada vez que había una pausa, escuchaba voces elogiosas que murmuraban:

            —¡Qué artista más maravilloso! ¡Jamás, en nuestra provincia, escuchamos cantar de ese modo! ¡No hay en todo el imperio un cantor como Hôîchi!

            Esto le infundió nuevos ánimos, y tocó y cantó aún mejor que antes; y le respondió un profundo susurro de asombro. Mas cuando al fin llegó al adverso destino de los hermosos y los débiles, al estremecedor exterminio de los niños y las mujeres, y al salto de muerte de Nii-no-Ama, con el heredero del trono en sus brazos, los concurrentes profirieron un grito prolongado, unánime y conmovedor, al que siguieron gemidos y sollozos tan fuertes y feroces que el ciego sintió temor ante la violencia de la pena que había suscitado, pues llantos y gemidos continuaron durante largo rato. Pero gradualmente se fueron desvaneciendo las lamentaciones; y una vez más, en el hondo silencio que imperó a continuación, Hôîchi escuchó la voz de la mujer que, según él creía, era la Rôjo.

            Ésta le dijo:

            —Aunque nos habían asegurado que eras muy diestro en la ejecución del biwa, y que tu modo de cantar no resistía comparación, ignorábamos que alguien pudiera demostrar tanta destreza como la que esta noche nos has revelado. Nuestro señor se complace en anunciarte que está dispuesto a ofrecerte una recompensa que iguale tus méritos. Mas desea que actúes en su presencia en las seis próximas noches, al cabo de las cuales es probable que continúe su augusto viaje de retorno. Mañana por la noche, por consiguiente, debes venir aquí a la misma hora. El servidor que esta noche fue en tu busca irá a por ti… Hay otra cosa que me han ordenado que te informe. Se te requiere que a nadie menciones las visitas que nos haces durante la augusta permanencia de nuestro señor en Akamagaséki. Como él viaja de incógnito[6], es su voluntad que nadie se entere de lo que ocurre… Ahora, estás en libertad para volver a tu templo.

            Después que Hôîchi hubo expresado su debida gratitud, la mano de una mujer lo condujo hasta la entrada del palacio, donde el mismo samurái que lo había traído lo aguardaba para conducirlo a casa. El servidor lo llevó hasta la veranda de la parte trasera del templo y allí se despidió de él.

            Hôîchi regresó casi al alba, pero nadie había advertido su ausencia, pues el sacerdote, que había vuelto a horas tardías, lo supuso dormido. Hôîchi pudo descansar durante el día, y no hizo ningún comentario sobre su extraña aventura. A la medianoche siguiente, el samurái volvió en su busca y lo condujo ante la augusta asamblea, ante la cual Hôîchi volvió a actuar con el mismo éxito que había obtenido la noche anterior. Pero, durante esta segunda visita, accidentalmente descubrieron su ausencia en el templo; y cuando regresó al amanecer el sacerdote requirió su presencia y le dijo, en un tono de afable reconvención:

            —Nos has causado gran ansiedad, amigo Hôîchi. Salir, a ciegas y a solas, a horas tan avanzadas, es peligroso. ¿Por qué te fuiste sin avisarnos? Pude poner un sirviente a tu disposición. ¿Y dónde has estado?

            —¡Perdonadme, querido amigo! —respondió evasivamente Hôîchi—. Hube de atender un asunto particular y no pude hacerlo a otras horas.

            La reticencia de Hôîchi asombró al sacerdote antes de mortificarlo: esa actitud le pareció poco natural y despertó su suspicacia. Temió que algún espíritu maligno hubiese embrujado o engañado al joven ciego. No formuló más preguntas, pero privadamente impartió instrucciones a los servidores del templo para que vigilaran los movimientos de Hôîchi y lo siguieran en caso de que él volviera a alejarse durante la noche.

            A la noche siguiente observaron que Hôîchi volvía a dejar el templo; los sirvientes encendieron las lámparas y lo siguieron. Pero era una noche lluviosa y muy oscura, y antes de que los sirvientes pudieran llegar al camino, Hôîchi había desaparecido. Era obvio que había caminado con gran rapidez… un hecho asombroso, teniendo en cuenta su ceguera, pues el camino estaba en pésimas condiciones. Los hombres se apresuraron a internarse en las calles y a preguntar en todas las casas que Hôîchi solía frecuentar; sin embargo, nadie lo había visto. Finalmente, mientras regresaban al templo por el camino de la costa, los sorprendió el sonido de un biwa, ejecutado con tenacidad en el cementerio de Amidaji. A excepción de algunos fuegos fatuos —habituales en ese lugar en las noches tenebrosas—, no había en esa dirección sino espesas penumbras. Pero los hombres, sin vacilar, se precipitaron hacia el cementerio; y allí, a la luz de sus lámparas, descubrieron a Hôîchi, sentado bajo la lluvia, solo, ante el monumento erigido en memoria de Antoku Tennô, tocando el biwa y entonando en voz alta el canto de la batalla de Dan-no-ura. Y detrás de él, y a su alrededor, y en todo el cementerio, ardían como bujías los fuegos de los muertos. Jamás mortal alguno presenció tan magna congregación de Oni-bi.

            —¡Hôîchi San! ¡Hôîchi San! —gritaron los sirvientes—. ¡Estás embrujado! ¡Hôîchi San!

            Pero el ciego no parecía oírlos. Esforzábase en reproducir con el biwa rasgueos, crujidos y clamores, y su voz se enardecía al cantar la batalla de Dan-no-ura. Lo aferraron y gritáronle al oído.

            —¡Hôîchi San! ¡Hôîchi San! ¡Acompáñanos en el acto!

            Él les dirigió un severo reproche:

            —Interrumpirme de este modo, ante tan augusta asamblea, es por cierto intolerable.

            Ante lo cual, pese a lo siniestro de la circunstancia, los sirvientes no pudieron contener la risa. Seguros de que Hôîchi estaba embrujado, lo apresaron, lo pusieron de pie y por la fuerza lo arrastraron al templo, donde en el acto lo despojaron de sus ropas húmedas, a instancias del sacerdote, lo cubrieron con otra vestimenta y le ofrecieron comida y bebida. Entonces el sacerdote exigió una detallada explicación de la asombrosa conducta de su amigo.

            Hôîchi vaciló durante largo rato. Pero al fin, comprendiendo que su conducta realmente había alarmado y enfurecido al buen sacerdote, decidió deponer su reserva; refirió, pues, todo lo ocurrido a partir de la primera visita del samurái.

            Díjole el sacerdote:

            —¡Hôîchi, mi pobre amigo, estás en gran peligro! ¡Qué lástima que no me lo hayas dicho antes! Tu maravillosa destreza musical te ha metido, por cierto, en extraños problemas. Es hora de que sepas que no has visitado palacio alguno, sino que has pasado las noches en el cementerio, entre las tumbas de los Heiké; y ante el monumento que evoca la memoria de Antoku Tennô esta noche te halló nuestra gente, sentado bajo la lluvia. Cuanto has experimentado no fue sino una ilusión… salvo la llamada de los muertos. Al obedecerlos una vez, te has puesto en sus manos. Si vuelves a obedecerlos después de lo ocurrido, te harán pedazos. De todos modos, te hubiesen destruido, tarde o temprano… Ahora bien, esta noche no podré permanecer contigo, pues han solicitado mis servicios. Pero, antes de irme, será necesario que proteja tu cuerpo cubriéndolo con textos sagrados.

            Antes del crepúsculo, el sacerdote y su acólito desnudaron a Hôîchi; entonces, con sus pinceles, le trazaron sobre el pecho y la espalda, la cabeza y el rostro y el cuello, los miembros y las manos y los pies —y aun sobre las plantas de los pies, y sobre cada rincón de su cuerpo—, el texto del sûtra sagrado que denominan «Hannya-Shin-Kyô»[7]. Cumplida esta tarea, el sacerdote instruyó a Hôîchi de este modo:

            —Esta noche, apenas yo haya partido, debes sentarte en la veranda y esperar. Te llamarán. Pero, pase lo que pase, no respondas y no hagas movimiento alguno. No digas nada, quédate quieto, como si estuvieras meditando. Si te mueves, o haces algún ruido, te destrozarán. No te asustes; y ni sueñes con pedir ayuda… pues ninguna ayuda podrá salvarte. Si haces tal como te digo, el peligro se disipará y quedarás libre de todo temor.

            En cuanto anocheció, el sacerdote y su acólito dejaron el templo; y Hôîchi se sentó en la veranda de acuerdo con las instrucciones que había recibido. Dejó el biwa en el suelo, asumió una actitud meditativa, y permaneció inmóvil, cuidándose de no toser, y de que no se oyera su respiración. Estuvo así durante horas.

            Al fin escuchó pasos en el camino. Éstos cruzaron la entrada, atravesaron el jardín, se aproximaron a la veranda, y se interrumpieron, justo frente a él.

            —¡Hôîchi! —llamó la voz hueca.

            Pero el ciego contuvo el aliento y mantuvo su rigidez.

            —¡Hôîchi! —repitió ásperamente la voz.

            Y luego, por tercera vez, con ferocidad:

            —¡Hôîchi!

            Hôîchi permaneció inerte como una piedra. La voz gruñó:

            —¡Nadie responde! ¡No importa…! Lo buscaré…

            Pasos de hierro retumbaron en la veranda. Lentamente, los pies se acercaron y se detuvieron ante Hôîchi. Hubo un largo intervalo de ominoso silencio, durante el cual Hôîchi sintió que todo su cuerpo se estremecía al ritmo acelerado de su corazón.

            Al fin la voz ronca murmuró junto a él:

            —Aquí está la biwa; pero de quien lo toca sólo veo… ¡Un par de orejas…! Eso explica que no haya respondido: no tiene boca para responder… de él no quedan sino las orejas… Le llevaré, pues, estas orejas a mi señor, como prueba de que sus augustas órdenes han sido obedecidas, en la medida de lo posible…

            En ese instante, Hôîchi sintió que unos dedos de hierro le agarraban las orejas, arrancándoselas. Pese al dolor, contuvo sus gritos. Los pesados pasos abandonaron la veranda, descendieron al jardín, se alejaron por la carretera, y dejaron de oírse. A ambos lados de la cabeza, el ciego sentía correr un líquido cálido y espeso; pero no se atrevía a levantar las manos.

            El sacerdote regresó antes del alba. En el acto se dirigió a la veranda del fondo, y al entrar resbaló en una mancha viscosa que le arrancó un grito de horror, pues la luz de la lámpara le reveló que esa viscosidad era sangre. Entonces vio a Hôîchi, sentado, en actitud meditativa, mientras de sus heridas aún fluía la sangre.

            —¡Mi pobre Hôîchi! —exclamó el sacerdote, perplejo—. ¿Qué es esto…? ¿Te han herido…?

            Al escuchar la voz de su amigo, el ciego se sintió a salvo. Rompió a llorar, y en medio de sus lágrimas refirió su aventura nocturna.

            —¡Pobre, pobre Hôîchi! —exclamó el sacerdote—. ¡Todo por mi culpa, todo por mi imperdonable culpa…! En cada rincón de tu cuerpo inscribimos los textos sagrados… ¡salvo en tus orejas! Confié a mi acólito esa parte de la tarea, y fue un gran error por mi parte no haberme fijado si lo había hecho… Bueno, nada puede hacerse ahora, salvo tratar de curar tus heridas sin demora… ¡Alégrate, amigo mío! Ha terminado el peligro. Jamás volverán a perturbarte esos visitantes.

            Gracias a la asistencia de un buen médico, Hôîchi no tardó en recobrarse de sus heridas. La historia de su extraña aventura se propagó por todas partes y lo hizo famoso. Muchos nobles acudían a Akamagaséki para gozar de su arte; y Hôîchi recibió pródigas ofrendas en dinero, que hicieron de él un hombre de fortuna. Pero, desde que ocurrió su aventura, sólo se lo conoció por el apelativo de «Mimi-nashi-Hôîchi»: Hôîchi el Desorejado.

viernes, 16 de septiembre de 2022

Léon Bloy Cuentos descorteses. FRAGMENTO. PRÓLOGO DE JORGE LUIS BORGES.

 

  

Bloy Leon

Léon Bloy (Notre-Dame-de-Sanilhac, Dordoña, 11 de julio de 1846 - Bourg-la-Reine, 3 de noviembre de 1917) fue un escritor francés de novela y ensayo.

Bloy nació en el Perigueux el 11 de julio de 1846, en una familia de pequeños burgueses. Su padre, empleado en el cuerpo de ingenieros civiles, era un libre pensador, anticlerical y masón, y la madre, de origen español, fue una creyente sincera. Después de una adolescencia rebelde y taciturna, en 1864 se mudó a París, exuberante de cuerpo y alma, revolucionario e incrédulo en el plano religioso. `Hubo un momento -escribirá- en el cual, en vísperas de la Comuna, el odio por Jesús y por su Iglesia fue el único pensamiento de mi intelecto, el único sentimiento de mi corazón?. Para vivir, ejerció los oficios más humildes.

En 1867 conoció a Barbey d`Aurevilly, cuya frecuentación y amistad lo llevaron a la fe, en la cual se mantuvo inamovible `como una lechuza devota a la puerta radiante de la Iglesia de Jesucristo?. Su temperamento extremista lo conduce de un anticlericalismo violento a un catolicismo intolerante. Su existencia tiene, intelectual y materialmente, un ritmo frenético. En 1863, es admitido por Louis Veuillot en la redacción del `Univers`, pero allí permanece poco tiempo por incompatibilidad con la línea moderada, a su entender, del diario. En 1877 conoció a una prostituta, Ana María Roulet, y, para sacarla del mal vivir, la acogió bajo su techo. Entre ellos nació una pasión violenta que se alternó con entusiasmos místicos. Después de algunos meses, Bloy abandonó a la amante, renunció a un trabajo seguro y se retiró a un monasterio de Soligny con la idea de hacerse monje benedictino. Su confesor le aconsejó que no adoptara la vida monástica ni se casara con Ana María, que entre tanto se había convertido en católica ferviente. Durante una estadía en el Santuario de Salette, conoció al abad Tardif, que lo introdujo en el estudio de la simbología bíblica y lo estimuló a escribir una obra sobre la aparición de la Virgen. Transcurre un período relativamente sereno, en el cual maduran los elementos esenciales de su pensamiento. Luego retoma su vagabundeo. Entretanto, conoce a las personalidades de primer plano de la vida literaria parisina: P. Bougert, Ph. De Villiers de l`Isle-Adam, Paul Verlaine. M. Rollinat, J.-K. Huysmans. En 1889, se casa con Jeanne Molbeck. El matrimonio llevó a su existencia una nota de serenidad que le permitió publicar libros y artículos.

Murió el 3 de noviembre de 1917, tras una larga y dolorosa enfermedad soportada con valor y serenidad.

Recopilador :

DR: ENRICO PUGLIATTI.

 


 

*** 

Léon Bloy, coleccionista de odios, no excluyó de su amplio museo a la burguesía francesa. La ennegreció con lóbregas tintas que justifican el recuerdo de los sueños de Quevedo y de Goya. No siempre se limitó a ser un terrorista; uno de sus más curiosos relatos “Les captivs de Longjumeau” prefigura asimismo a Kafka. El argumento puede ser de este último; el modo feroz de tratarlo es privativo de Bloy. (…)

Nuestro tiempo ha inventado la locución “humor negro”; nadie lo ha logrado hasta ahora con la eficacia y la riqueza verbal de Léon Bloy.

Jorge Luis Borges

 


 

 

 


Léon Bloy

 

 Cuentos descorteses

 

La Biblioteca de Babel - 04

 

 

 

 

 


Títulos originales:

 

La tisane

 

Le vieux de la maison

 

La religion de M. Pleur

 

Les captifs de Longjumeau (trad. de J. L. Borges)

 

Une idée médiocre

 

Terrible châtiment d’un dentiste

 

Tout ce que tu voudras

 

La dernière cuite

 

Une martyre

 

La taie d’argent

 

On n’est pas parfait

 

La plus belle trouvaille de Caïn

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Léon Bloy, 1894

 

Traducción: Jorge Luis Borges & Raúl Gustavo Aguirre

 

Editor digital: orhi

 

ePub base r1.1

 

 

 


 Prólogo

 

 

 Quizá no hay hombre que, para escribir, no se desdoble en otro o, por lo menos, no exagere sus singularidades y certidumbres. Bernard Shaw declaró que el célebre G. B. S. no era mucho más real que una jirafa de pantomima; el modesto periodista Walt Whitman se transformó, venturosamente, en todos los habitantes del planeta, incluido el lector; Valle-Inclán se promovió a duelista y a aristócrata; el sedentario y pusilánime Léon Bloy se bifurcó en dos seres iracundos: el francotirador Marchenoir, terror de los ejércitos prusianos, y el despiadado polemista que conocemos y que, para las generaciones actuales, será el verdadero Léon Bloy. Forjó un estilo inconfundible que, según nuestro estado de ánimo, puede ser insufrible o ser espléndido. Sea lo que fuere es uno de los estilos más vividos de la literatura.

Uno de sus maestros, Carlyle, repitió que la historia universal es un libro que estamos obligados a leer y a escribir incesantemente y en el cual también nos escriben; otro, el visionario Swedenborg, vio en todas las criaturas que nos rodean, animales, vegetales o minerales, correspondencias de hechos espirituales. Léon Bloy consideró el universo como una suerte de criptografía divina, en el que cada hombre es una palabra, una letra o, acaso, un mero signo de puntuación. Alegó el espacio cósmico; afirmó que sus abismos y luminarias no son más que una proyección de la conciencia humana. Opinó alguna vez que ya estamos en el infierno y que cada persona es un demonio encargado de torturar a su compañero.

Imparcialmente abominó de Inglaterra, a la que apodó la «isla infame», de Alemania, de Bélgica y de los Estados Unidos. Inútil agregar que fue antisemita, aunque uno de sus libros más admirables se tituló La salvación por los judíos. Denunció la perfidia italiana; llamó a Zola el cretino de los Pirineos; injurió a Renán, a France, a Bourget, a los simbolistas y, por lo general, al género humano. Escribió que Francia era el pueblo elegido y que las otras naciones deben limitarse a lamer las migajas que caen de su plato. Exaltó, sin embargo, «el alma de Napoleón» que no era precisamente francés.

Fue un ferviente católico galicano, no demasiado adicto a Roma.

No es improbable que los historiadores del porvenir lo vean como a un místico; nosotros, ante todo, vemos al despiadado panfletario y al inventor de cuentos fantásticos. Todos los de este volumen lo son, siquiera en su ambiente.

Léon Bloy, coleccionista de odios, no excluyó de su amplio museo a la burguesía francesa. La ennegreció con lóbregas tintas que justifican el recuerdo de los sueños de Quevedo y de Goya. No siempre se limitó a ser un terrorista; uno de sus más curiosos relatos, «Les captivs de Longjumeau», prefigura asimismo a Kafka. El argumento puede ser de este último; el modo feroz de tratarlo es privativo de Bloy. En sus páginas pueden estudiarse las «simpatías y diferencias» de ambos maestros.

«La tisane» no desdeña el crimen; «Le vieux de la maison» es de algún modo su reverso, sin mengua de su horror; «La religión de M. Pleur» empieza, como los anteriores, de un modo atroz y culmina en una suerte de santidad; «Une idee mediocre» historia una situación imposible; «Terrible châtiment d’un dentiste» desciende sin temor a la consecuencia más inesperada de un homicidio; «Tout ce que tu voudras!» no elude la prostitución y el incesto; «La dernière cuite» refiere el caso de un hijo demasiado parecido a su padre; «Une martyre» prodiga la maledicencia, los anónimos y la quejumbre; «La taie d’argent» relata la historia de un hombre único que ve en un mundo de ciegos; «On n’est pas parfait» narra la seriedad profesional de un asesino cuya carrera queda truncada por un perdonable descuido; en «La plus belle trouvaille de Caín» vemos al fin al no menos temible que imaginario Marchenoir.

Wells logra siempre que sus invenciones más fantásticas parezcan reales, por lo menos durante el decurso de la lectura; Bloy, como Hoffmann y como Poe, prefiere hacerlas maravillosas desde el principio.

Nuestro tiempo ha inventado la locución «humor negro»; nadie lo ha logrado hasta ahora con la eficacia y la riqueza verbal de Léon Bloy

 

Jorge Luis Borges

 

 


 La tisana

 

 

A Henry de Groux

 

Santiago se consideró simplemente innoble. Era odioso permanecer allí, en la oscuridad, como un espía sacrílego mientras esa mujer, tan en absoluto desconocida, se confesaba.

Pero, entonces, habría tenido que irse en seguida, tan pronto como el sacerdote vestido con la sobrepelliz llegara con ella, o por lo menos provocar algún ruido para que advirtieran la presencia de un extraño. Ahora era demasiado tarde, y la horrible indiscreción sólo podía agravarse.

Desocupado, queriendo encontrar, como las cucarachas, un lugar fresco al cabo de ese día sofocante, había concebido la fantasía, poco de acuerdo con sus imaginaciones habituales, de entrar en la antigua iglesia y se había sentado en un rincón oscuro, detrás de ese confesionario, para perderse allí en sus ensueños, contemplando cómo se apagaba la claridad del gran rosetón.

Después de transcurridos algunos minutos, sin saber cómo ni por qué, se había convertido en partícipe por entero involuntario de una confesión. Es verdad que las palabras no llegaban hasta él con claridad y que, en suma, sólo oía un cuchicheo. Pero el diálogo, cuando estaba por terminar, pareció reanimarse.

Algunas sílabas, aquí y allá, se destacaban, emergiendo del río opaco de esa charla penitente, y el joven que por un milagro era lo contrario de un perfecto granuja, temió bondadosamente llegar a sorprender confesiones que sin duda no estaban destinadas a él.

De pronto, esta anticipación tuvo lugar. Pareció que se producía un violento remolino. Las ondas inmóviles crecieron, separándose, como para permitir la aparición de un monstruo, y el testigo, estremecido por el espanto, oyó estas palabras pronunciadas con precipitación:

—¡Le digo, padre, que puse veneno en su tisana!

 

Luego, nada más. La mujer, cuyo rostro era invisible, se levantó del reclinatorio y, silenciosamente, desapareció en la espesura de las tinieblas. En lo que hace al sacerdote, éste no se movió más que un muerto, y trascurrieron despaciosos minutos antes de que abriese la puerta y de que desapareciera, a su vez, con el paso lento de un hombre abrumado.

Fue necesario el campanilleo persistente de las llaves del sacristán y la exhortación a abandonar el templo, largamente proferida en la nave, para que Santiago por fin se levantara, tanto lo había aturdido esa frase que seguía vibrando en él como un clamor.

¡Había reconocido perfectamente la voz de su madre!

¡Oh, imposible equivocarse! Había reconocido también su manera de caminar cuando la sombra femenina se irguió a dos pasos de él.

Pero, ¿qué había ocurrido? ¡Todo se derrumbaba, todo carecía de sentido, todo no era más que una farsa monstruosa!

Vivía solo con esa madre, que no veía casi a nadie y apenas si salía para asistir a los oficios. Se había acostumbrado a venerarla con toda su alma, como un ejemplar único de la rectitud y de la bondad. Tan lejos como pudiera ver en lo pasado, no había en él opacidad alguna, nada que no fuese recto, ni un solo escondrijo, ni una sola desviación. Un hermoso camino blanco hasta donde llegaba la vista, bajo un cielo pálido. Porque la existencia de la pobre mujer había sido sumamente melancólica.

Luego de la muerte de su esposo, caído en Champigny, y de quien el joven apenas guardaba un recuerdo, ella nunca había dejado de vestir de duelo y de ocuparse exclusivamente en la educación de su hijo, de quien no se separaba un solo día. Nunca había querido enviarlo a escuela alguna, por temor a que el trato con los demás lo perjudicara, y por ello tomó completamente a su cargo la instrucción de su hijo, cuya alma había construido con fragmentos de la de ella. Él recibió así, de este régimen, una sensibilidad inquieta y unos nervios sumamente tensos que lo exponían a ridículos pesares, y quizá también a verdaderos peligros.

Cuando la adolescencia hubo llegado, las consiguientes escapadas que ella no podía impedir la volvieron un poco más triste, sin alterar su dulzura. Ni reproches ni silencios acusadores. Ella aceptó, como tantos, lo inevitable.

En suma, todo el mundo hablaba de ella con respeto, y sólo él en el mundo, su muy querido hijo, se veía ahora obligado a despreciarla: a despreciarla de rodillas y con los ojos llenos de lágrimas, como los ángeles despreciarían a Dios si no cumpliera sus promesas…

En verdad, aquello era como para perder la razón, como para salirlo a gritar por las calles. ¡Su madre, una envenenadora! Era insensato, era un millón de veces absurdo, era absolutamente imposible y, no obstante, era cierto. ¿No acababa acaso de confesarlo ella misma? Era como para arrancarse los cabellos.

Pero, ¿envenenadora de quién? ¡Dios mío! Él no sabía de nadie que hubiese muerto envenenado entre la gente conocida. No era por cierto el caso de su padre, quien había recibido un puñado de metralla en el vientre. No era a él, tampoco, a quien había tratado de matar. Él nunca estuvo enfermo, nunca necesitó beber una tisana y sabía que su madre lo adoraba. La primera vez que había tardado en llegar de noche, y no por cierto debido a razones muy pulcras, ella se había sentido enferma de inquietud.

¿Se trataba de un hecho anterior a su nacimiento? Su padre la había tomado como esposa por causa de su belleza, cuando ella tenía apenas veinte años. ¿Habría precedido a ese matrimonio alguna aventura que pudiese implicar un crimen?

No, sin duda. Conocía muy bien aquel pasado límpido; se lo habían contado cien veces y los testimonios eran satisfactoriamente claros. ¿Por qué entonces esa terrible confesión? ¿Por qué, sobre todo, oh por qué había sido necesario que fuese su testigo?

Solo, en el horror y la desesperación, volvió a su casa.

Su madre corrió en seguida a abrazarlo:

—¡Qué tarde vuelves, mi querido hijo!, ¡y qué pálido estás! ¿Estarás enfermo?

—No —respondió él—, no estoy enfermo, pero el fuerte calor que hace me fatiga y creo que no podré cenar. ¿Y tú, mamá, no sientes ningún malestar? ¿No has salido a buscar un poco de frescura? Me pareció haberte visto desde lejos en el muelle.

—He salido, en efecto, pero no pudiste verme en el muelle. Fui a confesarme, cosa que tú, mala persona, me parece ya no practicas desde hace tiempo.

Santiago se sorprendió de no sentirse ahogado, de no caer de espaldas, fulminado, como ocurre en las buenas novelas que había leído.

Era verdad, por lo tanto, que ella había ido a confesarse. Por lo tanto, él no estuvo dormido en la iglesia y esa catástrofe abominable no era una pesadilla, como por un instante había llegado a imaginarlo en su insensatez.

No se desplomó, pero se puso mucho más pálido y esto hizo que su madre se sintiese aterrorizada.

—¿Qué tienes, mi pequeño Santiago? —le dijo—. Tú sufres, tú ocultas algo a tu madre. Deberías tener más confianza en ella, que sólo te ama a ti y que sólo te tiene a ti… ¡Cómo me miras, querido tesoro mío!… Pero, ¿qué es lo que tienes? ¡Me das miedo!…

Y lo estrechó tiernamente en sus brazos:

—Escúchame con atención, muchacho. No soy una mujer curiosa, bien lo sabes, y no quiero ser tu juez. No me digas nada, si no quieres decirme nada, pero déjame que te cuide. Vas a acostarte en seguida. Entre tanto, te prepararé una buena comida muy liviana que te llevaré yo misma, ¿no es así?, y si tienes fiebre esta noche te daré una TISANA…

Santiago, esta vez, rodó por tierra.

—¡Por fin! —suspiró ella, un poco cansada, extendiendo la mano hacia una campanilla.

Santiago tenía un aneurisma en el último grado de su evolución y su madre tenía un amante que no quería ser padrastro.

Este sencillo drama se desarrolló hace tres años en los alrededores de Saint-Germain-des-Prés. La casa que le sirvió de teatro pertenece a un contratista de demoliciones.

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas