ASESINATO EN LA TABERNA WILLIAMSON
Thomas de Quincey
Una semana después del asesinato de la familia Marr, en la noche del jueves, tuvo lugar un segundo bárbaro crimen. Muchos han creído que este segundo caso, por su intenso y dramático interés, aventajaba al primero. La familia señalada como víctima era la de un tal Williamson, y la casa no estaba situada en la Ratcliffe Highway sino a la vuelta, en una calleja que desembocaba en esa gran arteria.
Williamson era un hombre muy conocido y respetable, establecido desde hacía mucho tiempo en el barrio. Se lo consideraba rico y más bien por distraerse que por el deseo de acrecentar sus riquezas, tenía una especie de taberna que podía considerarse como patriarcal en el sentido de que aunque muchos eran quienes acudían a ella cada noche, ninguna oposición ni tirantez había entre ellos y los demás parroquianos, artesanos y obreros en su mayor parte. Todo aquel que se comportase como era debido tenía derecho a sentarse allí y pedir su licor preferido. La taberna contaba con una clientela fija y, en menor proporción, con otra ocasional o flotante.
La familia Williamson se componía de las cinco personas siguientes: 1) Williamson, el jefe, que era un anciano de más de setenta años, robusto para su edad, muy discreto y comedido, pero enérgico cuando se trataba de mantener el orden; 2) su esposa, diez años más joven que él; 3) su nieta, niña de unos nueve años de edad; 4) una criada, de apenas cuarenta años; 5) un joven obrero de unos veintiséis años, que trabajaba en una fábrica (no recuerdo en cuál; ni recuerdo tampoco si era extranjero).
Los clientes de Williamson se iban sin excepción al sonar las once. Debido a tal costumbre en un barrio tan revoltoso, Williamson había logrado que en su casa nunca hubiera una pelea.
Aquel jueves por la noche, todo había transcurrido normalmente salvo una ligera sombra de sospecha que algunos sintieron. En una época menos agitada, no se le hubiera dado importancia. Pero a la sazón, en todas las reuniones se hablaba del asesinato de la familia Marr y de su desconocido autor; y por ello no era lo más adecuado para tranquilizar a nadie que un extranjero de apariencia siniestra, enfundado en un abrigo hasta los pies, se hubiese paseado por la sala, y los rincones oscuros y hasta se deslizara hacia las habitaciones privadas. En general, se lo creía un conocido de Williamson, y, hasta cierto punto, como cliente ocasional de la casa, no era imposible que lo fuese. Pero más tarde, este extranjero repugnante, con su palidez espectral, su cabellera extraordinaria y sus ojos turbios, volvió a la memoria de todos los que lo observaron entre las ocho y las once de la noche, con ese efecto glacial que producen los dos asesinos en Macbeth cuando se presentan a Banquo, con sus rostros horribles, en un brumoso segundo término, en la pompa del festín real.
Cuando el reloj dio las once, todo el mundo se marchó. La puerta de entrada quedó a medio cerrar. He aquí cuál era la posición exacta de las cinco personas que se quedaban en la casa: los tres más viejos, es decir, Williamson, su mujer y la criada, se hallaban en la planta baja. Williamson servía cerveza y vino a los comensales que pudiesen entrar hasta medianoche y para quienes se dejaba la puerta medio atrancada. La mujer y la criada iban y venían entre la cocina y un pequeño salón; la niña, cuya habitación estaba en el primer piso, se había quedado profundamente dormida, desde las nueve de la noche, y el inquilino se había acostado a dormir. Era un obrero; su cuarto estaba en el segundo piso. Se había desnudado y permanecía acostado en su cama. Como todo trabajador, madrugaba y, naturalmente, estaba deseando dormirse. Sin embargo, aquella noche la inquietud causada por los asesinatos recientes del número 29 de la Ratcliffe Highway, le provocó un paroxismo de excitación nerviosa, y lo mantuvo desvelado. Es posible que hubiese oído hablar del extranjero sospechoso o que lo hubiese visto escurrirse por la casa o en la calle. Sea como sea, estaba al corriente de las particularidades peligrosas que rodeaban la casa, por ejemplo, la bellaquería del vecindario y el hecho poco agradable de que los Marr hubiesen vivido a pocos pasos de allí, lo que significaba que el asesino tampoco vivía a gran distancia. Tales eran los motivos de su alarma. Pero, además, había otros, ante todo la reputación de opulencia de Williamson, la creencia, fundada o no, de que tenía dinero guardado, y, en fin, el peligro de dejar la puerta entreabierta durante una hora entera, la hora más peligrosa de todas, porque el asaltante nada tendría que temer de los clientes asiduos, ya que estos se habían marchado a las once. Esta regla, hasta aquí ventajosa para la reputación de la casa, era ahora contraria, por haber variado las circunstancias, y representaba positivamente una hora de peligro. Como Williamson era un hombre pesado y grueso, sedentario y con más de setenta años, hubiera sido prudente cerrar con llave la puerta después de la marcha de los clientes.
Sobre estos y otros motivos de alarma (principalmente el hecho de saberse que Williamson poseía mucha vajilla) meditaba el obrero, inquieto. Podían ser las doce menos veintiocho o menos veinticinco, cuando, de pronto, con un ruido que revelaba una mano siniestra, la puerta de la taberna fue cerrada con llave. No había duda, pues, que había entrado el hombre diabólico, vestido de misterio, el hombre del 29 de Ratcliffe Road. Sí, el ser horrible que durante doce días había ocupado los pensamientos de todo el mundo, se encontraba ahora seguramente en esta casa indefensa, e iba en pocos minutos a presentarse ante los ojos de sus moradores. La opinión pública todavía se preguntaba si no había habido dos asesinos en casa de Marr. Si así fuera, ambos deberían estar allí presentes, y uno de ellos dispuesto a trabajar desde la escalera, pues el mayor peligro era la alarma que alguien pudiera lanzar desde una ventana superior de la casa. Durante medio minuto largo, el pobre hombre, espantado, se quedó sentado en la cama, sin moverse. Después se levantó. Su primer movimiento le condujo a la
puerta del cuarto, no para protegerla contra una invasión, pues bien sabía él que la puerta no tenía cerradura de ninguna clase, y, por otra parte, ningún mueble de aquel cuarto hubiera podido servir para atrancar la puerta, suponiendo que hubiese tenido tiempo para hacer tal cosa. No fue el instinto de prudencia, sino la mera fascinación del terror lo que le impulsó a abrir la puerta. De un paso se encontró junto a la escalera. Se asomó por la balaustrada a fin de escuchar. En aquel momento, del saloncito salió un grito de agonía de la criada:
—¡Señor mío Jesucristo, todos seremos asesinados!
¡Qué cabeza de medusa se oculta bajo esos rasgos exangües, detrás de esos ojos turbios y fijos que parecían pertenecer a un cadáver, para que la primera mirada que se le dirigía, bastase para tener la certeza de la muerte!
Tres luchas sucesivas y mortales habían terminado ya. El pobre obrero, aterrorizado, inconsciente de lo que hacía en medio de su ciego y pasivo pánico, bajó toda la escalera. Un terror infinito lo empujaba de la misma manera que hubiese podido hacerlo una valentía heroica. En camisa, pisando los peldaños carcomidos por el tiempo, que crujían bajo sus pies, continuó bajando hasta alcanzar los últimos escalones. La situación no podía ser más espantosa. Un estornudo, una tos, un suspiro, y el obrero hubiera sido muerto, sin ni siquiera poder defender su vida.
El asesino, durante este tiempo, estaba en el saloncito, cuya puerta se encontraba frente a la escalera. Dicha puerta se hallaba entreabierta. Del cuadrante de los noventa grados que la puerta describiría para hallarse en ángulo recto con la antecámara, quedaban expuestos por lo menos cincuenta y cinco. Y así, dos de los tres cadáveres estaban a la vista del joven. ¿Dónde estaba el tercero? ¿Y el tercero, dónde estaba? ¿Y el asesino? Este iba y venía con rapidez por el salón, ocupado en una cosa u otra en la parte de la habitación que quedaba oculta. Un ruido le explicó enseguida al obrero lo que el asesino estaba haciendo: probaba, a tientas, las llaves de un aparador, de un armario y de un pupitre. Pronto, sin embargo, se hizo visible; pero, afortunadamente para el joven, en aquel momento crítico, el asesino estaba demasiado absorto en sus proyectos para echar una mirada hacia la escalera y descubrir el rostro pálido del obrero, inmovilizado por el terror, listo para la tumba.
En cuanto al tercer cadáver, el de Williamson, se encontraba en la bodega. ¿Cómo se explica esto? Fue una cuestión muy discutida entonces, pero nunca satisfactoriamente aclarada. Pero la muerte de Williamson era evidente para el inquilino, pues de no ser así lo hubiera oído moverse o gemir. Así, pues, de los cuatro amigos de quienes se había separado cuarenta minutos antes, tres habían sucumbido. Quedaba, pues, una
proporción del cuarenta por ciento (mucho para que Williamson lo descuidase): él y su linda amiguita, la nieta de los Williamson, cuya pueril inocencia la mantenía dormida, más allá de todo temor, ignorante del peligro que puedan correr ella y sus abuelos. Pero, ¡ay!, está muy cerca del asesino. En este momento el joven inquilino es incapaz de ningún esfuerzo, se ha convertido en una esfinge de hielo, y lo que se halla cerca de él, a una distancia de cuatro metros, es un cuadro pavoroso.
La criada había sido sorprendida de rodillas por el asesino, ante el fogón, que había estado fregando. Acabada esta tarea, iba a emprender otra: llenar la hornalla de leña y carbón; no para encenderla entonces, sino para tenerla preparada la mañana siguiente. Las apariencias demostraban que estaba ocupada en este trabajo cuando el asesino entró. Los hechos seguramente ocurrieron de la siguiente manera: a juzgar por el terrible grito invocando a Dios que oyó el obrero, es seguro que sólo entonces se alarmó, uno o dos minutos después de haberse cerrado la puerta con violencia. Por consiguiente, la alarma de que era presa el joven, no la debieron percibir las dos mujeres. A la sazón se decía que la señora Williamson era dura de oído, y se supuso que la criada, con el ruido del fregadero «creyó que se trataba de algo que pasaba en la calle o bien pudo atribuir el portazo a una travesura de los chicos de la vecindad». Sea lo que fuere, el hecho es que, hasta el momento de lanzar su exclamación, la criada no había notado nada sospechoso, nada que hiciese interrumpir su labor. De esto se deduciría que la señora Williamson tampoco había notado nada, pues de lo contrario hubiera comunicado su temor a la criada, que estaba cerca.
Aparentemente, he aquí el curso que debieron seguir los acontecimientos después de la entrada del asesino. La señora Williamson no lo había visto, porque estaba de espaldas a la puerta. Ella, pues, fue la primera en quedar aturdida por un fuerte golpe asestado detrás de la cabeza y que le destrozó la parte posterior del cráneo. Cayó. El ruido de la caída (pues todo fue cosa de unos segundos) llamó la atención de la criada, que lanzó aquel grito que oyó el joven; pero antes de que pudiese repetirlo, el asesino había descargado el instrumento sobre su cabeza, y le había roto el cráneo. Ambas mujeres habían quedado aniquiladas. Pero el asesino, que tenía conciencia del peligro que significaba cualquier demora y no ignoraba las consecuencias fatales a que estaría expuesto si una de las víctimas recobrase el conocimiento y prestase declaración, se puso inmediatamente a degollarlas. Todo ello se deducía del aspecto de las cosas. La señora Williamson había caído hacia atrás, con la cabeza hacia la puerta; la criada, de rodillas, no había podido levantarse, y había presentado pasivamente su cabeza a los golpes. Acto seguido, el canalla sólo tuvo que inclinarle la cabeza hacia atrás para descubrirle la garganta y consumar el asesinato.
Es notable que el joven obrero, paralizado como estaba por el miedo, y evidentemente fascinado durante algún tiempo hasta el punto de haber marchado directamente hacia la boca misma del lobo, fuese capaz de registrar todos estos detalles. Imagínelo el lector, atisbando al bandido inclinado sobre el cuerpo de la señora Williamson que hurga en pos de llaves importantes. Sin duda, la situación era angustiosa para el asesino, pues si no hallaba pronto las llaves que necesitaba, el único resultado de esta espantosa tragedia sería aumentar prodigiosamente el horror público, y, por lo tanto, tendría que multiplicar las precauciones, vencer dobles obstáculos interpuestos entre él y su presa futura. Pero algo más estaba en juego: su propia seguridad, que cualquier riesgo o accidente podía comprometer. La mayor parte de quienes acudían a la taberna a comprar bebidas eran muchachas y niños aturdidos. Estos, si hallaban la puerta cerrada, se marcharían confiados a otra parte; pero si venían un hombre o una mujer raros, empezarían las sospechas al hallar la puerta cerrada quince minutos antes de la hora acostumbrada. Darían la alarma de inmediato, y luego sólo el azar decidiría acerca de los acontecimientos. Es un hecho curioso que demuestra la singular inconsecuencia de este villano (pues unas veces hacía gala de una sutileza superflua y otras era imprevisor), que mientras estaba en medio de los cadáveres cuya sangre había inundado el saloncito, no debía estar muy seguro del modo de escapar. No ignoraba que había ventanas en la parte trasera de la casa, pero es posible que no supiese la forma de abrirlas. Además, en un vecindario tan sospechoso, no es imposible que las ventanas de la planta baja estuviesen clausuradas. Las de arriba podían estar abiertas, pero el salto era muy peligroso. Lo único hacedero era, pues, entretenerse en buscar otras llaves y descubrir el tesoro oculto. Tan intensa concentración en un solo propósito, embotó al asesino, incapaz de percibir lo que pasaba a su alrededor; de lo contrario, debería haber oído la respiración del joven, que por momentos sonaba con un ruido atroz.
El asesino se inclinó otra vez sobre el cadáver de la señora Williamson y, registrándole los bolsillos con más cuidado, sacó varios llaveros, uno de los cuales, al escapársele y caer al suelo, resonó con ruido metálico. En ese momento, el testigo oculto, desde su secreto escondite, advirtió que el sobretodo del asesino John Williams estaba forrado de seda de fina calidad. Otro hecho que notó y que, más adelante, fue de mayor importancia que muchos detalles más serios de la acusación, es que los zapatos del asesino, nuevos sin duda, comprados tal vez con el dinero del pobre Marr, crujían de una manera seca a cada paso.
Tras apoderarse del manojo de llaves, el asesino se dirigió hacia la parte oculta del salón. Y entonces, por fin, se le presenta al obrero la rápida posibilidad de escapar. Algunos minutos perdería el asesino, seguramente, mientras probaba todas aquellas llaves, y luego revolvía los cajones, suponiendo que las llaves los abriesen, o lo forzaba.
Podría, pues, contar con un corto intervalo de reposo, mientras el ruido de las llaves privaría al asesino de oír el crujido de los peldaños bajo los pasos del obrero que subía. Su plan estaba trazado. Al llegar a la habitación pone la cama contra la pared, a fin de detener al enemigo por poco tiempo que ello sirviese; esto sería para el asesino una advertencia que, en último extremo, le permitiría salvarse mediante un salto desesperado. Tan tranquilamente como le fue posible, desgarró las sábanas, las fundas de las almohadas y las mantas; retorció las tiras hasta convertirlas en cuerdas y las ató unas con otras. Pero desde el principio se le presentó un gran obstáculo a su plan ¿dónde hallar algo, una armella, un gancho o barrote, que pudiese servir para atar la cuerda? Desde el antepecho de la ventana al suelo había unos siete metros de los que podía deducir unos tres, altura desde la que podría dejarse caer sin peligro. Hecha tal deducción, sólo faltaba preparar una cuerda de cuatro metros. Todo esto llevó unos seis minutos. El testigo trabaja incansablemente en el dormitorio y el asesino en la planta baja.
Pero, desgraciadamente, cerca de la ventana no había ningún punto de apoyo de hierro o sólido. El más próximo, en verdad, el único apoyo de esta clase, no estaba cerca de la ventana: era un gancho clavado (se ignora con qué fin) en la parte superior de la cama. Sin embargo, habiendo cambiado esta de lugar, también cambió tal punto de sostén; y si antes estaba a un metro de la ventana ahora se encontraba a tres.
Será, pues, preciso añadir tres metros enteros a lo que, medido desde la ventana, hubiese bastado.
Pero el joven no se deja abatir. Dios, según un proverbio que circula por todas las naciones cristianas, ayuda a los que se ayudan.
Nuestro joven acoge, agradecido, este pensamiento. Ve en aquel hasta entonces inútil gancho una señal de la Providencia. Si únicamente hubiese trabajado para él su acción no sería tan meritoria. Con toda sinceridad se inquieta ahora por la pobre niña a quien conoce y ama. Cada minuto, lo siente, la arrastra a la ruina. Cuando pasó delante de la puerta, pensó primero en sacarla de la cama en brazos y llevarla donde pudiera. Pero, reflexionando, comprendió que, despertándola tan pronto, como era imposible explicarle nada, ella se hubiera puesto a gritar y la habrían oído. Esta imprudencia habría sido fatal para ambos. Los aludes de los Alpes, suspendidos encima de la cabeza del viajero, con frecuencia se despeñan por el movimiento del aire causado por un murmullo; precisamente de un murmullo contenido dependía la voluntad homicida del hombre de abajo.
No, sólo hay un camino para salvar a la niña, y este es primero salvarse él mismo. Ha empezado bien. El primer punto de apoyo, el gancho, resiste perfectamente el peso de su cuerpo. Le ha atado el extremo de sus siete metros de cuerda, que anuda poco a poco, para perder lo menos posible; añade una segunda cuerda a la primera, con lo que ya tiene diez metros dispuestos a ser suspendidos por la ventana, y de esta suerte, aun en el peor de los casos, no sería un desastre absoluto si, llegando al final de la cuerda, se dejase caer al suelo. Todo esto había sido hecho en seis minutos apenas. La ardiente lucha entre abajo y arriba prosigue con tesón. El asesino trabaja en el salón; el obrero en su cuarto. El miserable progresa mucho, abajo: ha llenado ya un saco con billetes de Banco y se dispone a llenar otro. También ha robado muchas monedas de oro. No había entonces libras esterlinas, pero las guineas valían treinta chelines.
El asesino está alegre, y si algún ser vive todavía en la casa, como sospecha, como bien pronto sabrá, no tendrá inconveniente, antes de cortarle la garganta, en luchar con él. ¿En vez de este saco, no podría regalarle a esa criatura su garganta? ¡Oh, no, imposible! Las gargantas son cosas que no se regalan jamás. Es preciso no perder de vista nunca los negocios. En verdad, estos dos hombres, considerados sencillamente como hombres de negocios, son dignos de estima. Semejantes al coro y al semicoro, semejantes a la estrofa y a la antiestrofa, trabajan acordes. ¡Adelante, obrero! ¡Adelante, asesino! ¡Adelante, panadero! ¡Adelante, demonio! En cuanto al obrero, está a salvo. A sus cinco metros de cuerda, agrega dos más y sólo faltarán dos para que la cuerda llegue al suelo, una bagatela que el hombre o la niña pueden saltar. Todo es seguro para él, pero no puede decirse lo mismo del miserable que está abajo en el salón. El miserable, sin embargo, considera esto fríamente porque, a pesar de toda su astucia, por primera vez en su vida le han engañado. El lector y yo lo sabemos, pero el miserable ignora un hecho de bastante importancia, a saber, que durante tres minutos ha sido espiado por alguien, por alguien que, sufriendo, ha leído en un libro terrible, ha tomado nota exacta de todo lo que ha podido ver, e informará acerca de los zapatos crujientes y el abrigo forrado de seda en cierto sitio donde tales hechos hablarán poco en favor del asesino. Pero aunque es verdad que Williams no advirtió que el obrero era testigo de cómo había vaciado los bolsillos de la señora Williamson, y por lo tanto, no podía experimentar inquietud por lo que hiciera después ni, sobre todo, porque se hubiera atado a una cuerda, debía tener, no obstante, sus razones para no demorarse más de lo necesario.
Quince o veinte minutos hacía ya que el asesino Williams estaba allí y, en este lapso de tiempo, había despachado de modo satisfactorio una serie de asuntos. No se había demorado. En el sótano y en la planta baja había liquidado a toda la población. Pero quedaban el primero y el segundo piso. Entonces se le ocurrió la idea (aunque la actitud glacial del tabernero le hubiese hecho impenetrable el conocimiento familiar de la
disposición de la casa) de que, sin duda, en uno u otro de los pisos debían hallarse algunas gargantas más. En cuanto al saqueo, todo se hallaba ya en sus bolsillos. Era casi imposible encontrar nada más. Pero las gargantas, ¡oh las gargantas!, he aquí lo que era preciso cosechar. Y así, en su feroz sed de sangre, Williams arriesgó los frutos de su trabajo y su propia vida.
Si en aquel momento el asesino hubiese sabido lo que ocurría, si pudiese haber visto la ventana abierta, el obrero pronto a bajar, si hubiese sido testigo de la rapidez con que el obrero trabajaba para salvar su vida, si hubiese adivinado la conmoción que en noventa segundos haría presa en todos los habitantes de aquel populoso barrio, la imagen de un loco huyendo, aterrorizado, o en busca de venganza, no podría representar con exactitud la agonía con que el mismo buscaría la puerta que daba a la calle. Esta puerta estaba libre aún. En aquel momento, disponía de tiempo suficiente para intentar la fuga y, por consiguiente, seguir viviendo la novela de su abominable vida. Tenía en sus bolsillos un botín de más de cien libras esterlinas, medio seguro para ocultarse. Aquella misma noche podría cortarse sus cabellos rubios, ennegrecer sus cejas y comprarse, tan pronto como amaneciera, una peluca oscura y ropas que pudieran darle a su persona el carácter de un profesional serio; podría eludir todas las sospechas de la policía, embarcarse en uno de los cien barcos con destino a uno de los puertos situados a lo largo de la enorme línea costeña (2.400 millas de extensión) de los Estados Unidos de América; y podría luego disfrutar de cincuenta años de reposo y arrepentimiento, y hasta morir en olor de santidad. Por otra parte, si prefiriera la vida activa, no es imposible, gracias a su sutileza, a su valentía, a su falta de escrúpulos, que, en un país donde el simple hecho de naturalizarse convierte enseguida al extranjero en un hijo de familia, llegara al sillón presidencial, y tuviera una estatua después de muerto, y una biografía en tres volúmenes in-quarto, sin la menor alusión al número 29 de la Ratcliffe Road.
Pero todo esto depende de los noventa segundos siguientes. En ese tiempo, puede decidirse todo definitivamente, en bien o en mal. Si su buen ángel le guía hacia lo mejor, todo puede salir a pedir de boca, encaminándose a la prosperidad en este mundo. ¡Pero, miren! En dos minutos lo veremos tomar el mal camino, y entonces Némesis lo hundirá en una súbita y total ruina.
Mientras tanto, el obrero no pierde el tiempo arriba, pues sabe que la niña depende del filo de una navaja o de la alarma que se produzca antes de que el asesino llegue al borde de su cama. En este momento en el que la agitación y la angustia casi le paraliza los dedos, oye el paso furtivo del asesino, que sube envuelto por las tinieblas. El obrero había esperado que Williams, como había hecho antes al abrir la puerta de entrada, se lanzara rápidamente hacia arriba, rugiendo como un tigre. Tal vez, abandonado a su
natural instinto, hubiera procedido así. Pero esta manera de entrar, de efecto terrible cuando se produce para dar una sorpresa, era peligrosa en el caso de que alguien pudiese estar en acecho. El paso que había oído era en la escalera, ¿pero en qué peldaño? El más bajo, pensaba. Esto podía tener una gran importancia, dada la manera lenta y prudente con que se aproximaba el asesino. Sin embargo, ¿no podía ser el décimo, el duodécimo, el décimocuarto?
Jamás, acaso, en este mundo ha sentido ningún hombre su propia responsabilidad como el pobre obrero en aquel momento, pensando en la niña dormida. Dos segundos perdidos, por torpeza o pánico, y la niña pasa de la vida a la muerte. Hay aún una esperanza, y nada podría descubrir más horriblemente la naturaleza infernal de aquel cuya sombra siniestra, para hablar como los astrólogos, oscurece, en este momento, la morada de la vida, como la simple expresión de la base sobre la cual se asentaba tal esperanza.
El obrero tenía la seguridad de que el asesino no mataría a la pobre niña sin que esta tuviera conciencia plena de su situación. Para un epicúreo del asesinato, como era Williams, hubiera sido igual que suprimir el estímulo del goce permitir que la pobre niña bebiese la copa amarga de la muerte sin haber comprendido antes la miseria de su situación. Pero esto, por fortuna, exigía algún tiempo. La doble confusión de espíritu que le ocasionaría ser despertada en una hora tan inoportuna, el horror que experimentaría cuando se enterara del motivo, determinarían un desvanecimiento u otro modo cualquiera de insensibilidad o demencia. En una palabra, todo estaba en manos de la perversidad de Williams. Si hubiese sido capaz de contentarse con la sola muerte de la niña, sin detenerse en la marcha y en el libre desarrollo de su agonía mental, en este caso no habría esperanza. Pero como el asesino es minucioso y remilgado en lo que hace, y obraba como un director de escena de las circunstancias de sus crímenes, no era irrazonable dar paso a la esperanza, puesto que tales refinamientos preparatorios exigían tiempo. En los asesinatos que eran de absoluta necesidad, Williams se veía obligado a obrar con rapidez; pero en un asesinato de pura voluptuosidad, completamente desinteresado, con un testigo hostil, en el que no había que aprovecharse de botín alguno, en el que no se trataba de satisfacer ninguna venganza, es evidente que la prisa podía significar perderlo todo. Así, pues, si esta niña debe salvarse, lo será por consideraciones de pura estética.
Pero en este momento toda clase de consideraciones han sido suprimidas. Un segundo paso se oye en la escalera, siempre furtivo y prudente; un tercer paso, y el destino de la niña se cumplirá. En aquel momento todo está dispuesto ya. La ventana ha sido abierta; la cuerda se balancea libremente; el obrero se ha lanzado y se encuentra en el primer período de su descenso. Agarrándose con fuerza en la cuerda, baja
lentamente. Existe el peligro de que la cuerda se le escape de las manos y él se precipite al suelo con demasiada violencia. Por fortuna, fue capaz de frenar el impulso del descenso; los nudos le proporcionaron una serie de puntos de apoyo. Pero la cuerda era más corta de lo que había calculado, y quedó suspendido en el aire a metro y medio del suelo, sin poder articular palabra, a causa de tan prolongada inquietud, y no atreviéndose a arrojarse sobre el duro pavimento de la calle, por miedo a fracturarse las piernas. La noche no era sombría, como la del asesinato de los Marr. Y, no obstante, para la policía, era peor que la noche más oscura que haya jamás ocultado un crimen. Londres, del este al oeste, estaba cubierto de un espeso sudario de niebla, que se elevaba del río. A causa de esto, el joven suspendido no fue notado durante los primeros segundos. Su camisa blanca llamó, a la larga, la atención. Tres o cuatro personas corrieron y lo recibieron en sus brazos, previendo una noticia terrorífica. ¿A qué casa pertenecía? De momento se ignoraba. Pero el obrero indicó con el dedo la puerta de Williamson y dijo, con un murmullo ahogado:
—¡El asesino de Marr está allí!
Todo se comprendió al instante. El lenguaje mudo de los hechos era una elocuente revelación. El misterioso exterminador del número 29 de la Ratcliffe Road había hecho una visita a otra casa. Pero, ¡ved!, un solo hombre había podido escapar, a través de los aires, en camisa, para contar la historia. Desde el punto de vista supersticioso, había algo para refrenar la persecución del incomprensible criminal; desde el punto de vista moral y vindicativo, todo concurría a apresurarla.
Sí, el asesino de los Marr, el hombre misterioso, de nuevo aparecía. En aquel mismo instante tal vez apagaba la lámpara de una vida, no en un lugar lejano, sino aquí, en esta casa que podían tocar los que oyeron la triste noticia. El caos, el ciego tumulto de la escena que siguió a esto, y que puede medirse por las largas informaciones que aquellos días publicaron los periódicos, no ha sido, a mi modo de ver, igualado; y si acaso puede compararse con algo parecido, sólo recuerdo ahora el caso de la absolución de los siete obispos de Westminster, en 1688. Era más que un entusiasmo apasionado. El movimiento frenético de horror mezclado de ira, los aullidos de venganza que subían de la calle, y luego, por una especie de sublime contagio magnético, de todas las calles adyacentes, no pueden expresarse exactamente sino por este pasaje exaltado de Shelley:
Una fiera y agreste alegría reinó
entre las multitudes callejeras, volando
sobre el ala del miedo. Se despertó el hambriento,
que murió en su locura; y los agonizantes,
rodeados de cadáveres, oyeron la feliz
noticia, y la esperanza cerró los ojos de ellos,
mientras de casa en casa, los vivientes lanzaban
sus alegres clamores hacia el trémulo cielo
y llenaban la tierra de trepidantes ecos.
Era algo casi inexplicable el súbito entendimiento del clamor que se elevaba. El implacable rumor de venganza, esta unanimidad sublime en tal barrio, sólo podía dirigirse contra el demonio cuya imagen había tiranizado durante doce días el corazón popular. Todas las puertas, todas las ventanas del vecindario estaban abiertas, como obedeciendo a una orden; muchas personas, impacientes, saltaron por las ventanas al piso bajo; los enfermos se levantaron de sus camas; y aun, en alguna parte, como para vivificar la imagen que en sus versos da Shelley, un hombre que esperaba la muerte desde hacía algunos días, y que efectivamente murió al día siguiente, se levantó, se armó de una espada y en camisa salió a la calle. Se presentaba la ocasión de prender al perro feroz en medio de su orgía sangrienta. Hubo un momento en que la muchedumbre se desconcertó, a causa de la aglomeración y de la furia. Pero esta furia se plegaba a la voz de una autoridad. Evidentemente, la puerta de entrada debía echarse abajo, puesto que dentro no había ya seres vivos, exceptuando la pobre niña. Palancas de hierro, colocadas con habilidad, levantaron en un minuto la puerta, y la multitud penetró como un torrente. La irritación y la cólera que la dominaba, puede imaginarse cuando uno de los que estaban dentro dijo que se detuviesen y guardasen silencio absoluto. Con la esperanza de recibir una noticia útil, la muchedumbre calló.
—Escuchemos —dijo aquel hombre autorizado— y sabremos si está arriba o abajo.
De pronto, se oyó un ruido, como si alguien estuviese forzando una ventana, en el cuarto de arriba. Sí, no había duda de que el asesino se encontraba todavía en la casa: se le había cogido en la trampa. No estaba familiarizado con los detalles de la casa Williamson, y, según toda apariencia, se encontraba prisionero en uno de los cuartos. La multitud subió, impetuosamente. La puerta tenía el cerrojo echado. Cuando la abrieron, la ventana mostró, tanto por el estado del cristal como del marco, que el miserable había podido escapar. Había saltado.
Algunas personas, ardientes de furor, saltaron tras él. No se preocuparon por el suelo; pero más tarde, examinándolo, se vio que era un plano inclinado, de arcilla muy húmeda y pegajosa. Las huellas del hombre estaban profundamente impresas y seguían hasta el extremo del plano; pero se advirtió enseguida que era inútil perseguirlo a causa de la densidad de la niebla. A dos pasos, era imposible identificar a un hombre, y si se le cogía, no se sabía exactamente de quién se trataba. Jamás, en el curso de un siglo, se había presentado una noche más propicia para la fuga de un criminal. Williams disponía de mil medios para ocultarse, y había sitios cerca del río en los que podía refugiarse, durante años, sin temor a visitas importunas.
Pero los favores de la fortuna se otorgan en vano a los imprudentes o a los ingratos. Aquella noche, Williams tomó una decisión funesta: decidió, por indolencia, regresar a su antiguo alojamiento, el lugar que, por muchas razones, debía haber evitado de toda Inglaterra.
Mientras tanto, la multitud había explorado la morada de Williamson. Antes que nada, se preocuparon de la suerte de la niña. Williams había ido seguramente al cuarto de ella, pero estando allí le sorprendió la gritería. Entonces, toda su atención se concentró en las ventanas, porque sólo por ellas podía escapar. Y aun esa salida la debió a la niebla, o a la confusión de los primeros momentos, a la dificultad de cercar la casa. La niña estaba inquieta por aquella afluencia de gente a tal hora; pero, gracias a las previsiones humanitarias de los vecinos, ignoró completamente los terribles acontecimientos que habían ocurrido mientras dormía. El pobre abuelo era el único que faltaba, hasta que la multitud bajó a la bodega. Se le halló allí, tendido sobre el suelo. Probablemente había sido precipitado desde lo alto de la escalera, y, con tal violencia, que una de las piernas estaba rota. Después de haberlo puesto fuera de combate, Williams había bajado al sótano y le había cortado la garganta. Mucho se discutió en los periódicos sobre la dificultad de conciliar estos incidentes con las otras circunstancias del caso, si se supone que un solo hombre había hecho todo aquello. Parece cierto que no fue más que uno. Uno se había visto y oído en casa de Marr; uno solo, y, sin duda, el mismo hombre, había sido visto por el joven obrero en el salón de la señora Williamson, y uno solo era denunciado por las huellas sobre la arcilla.
El asesino, sin duda, entró en la taberna de Williamson y pidió cerveza. Esto obligó al anciano a bajar a la bodega. En cuanto le vio desaparecer en el sótano, Williams cerró de golpe la puerta de la calle. Williamson, al oír el ruido, debió regresar para ver qué era lo que ocurría. El asesino, que esperaba esto, lo había encontrado en lo alto de la escalera, desde donde lo derribó, hecho lo cual bajó para terminar el crimen. Todo esto debió durar un minuto o un minuto y medio, correspondiendo al intervalo transcurrido entre el portazo, que había oído el obrero, y la exclamación de la criada. Es también
evidente que la razón por la cual ningún grito salió de los labios de la señora Williamson, proviene de la posición y lugar en que se hallaba. El asesino vino por detrás, sin ser visto, y ella no lo sintió a causa de su sordera. En cuanto a la criada, se dio cuenta del ataque de que era objeto su señora, y por eso pudo lanzar aquella exclamación de agonía.
Hasta la mañana del viernes que siguió a la aniquilación de los Williamson, no se hizo público el hecho importante de que en el martillo con el cual Williams realizara sus proezas se leían las iniciales «J. P.». Este martillo, por distracción extraña del asesino, se había encontrado en la tienda de Marr, y es un hecho interesante, por lo tanto, que si el miserable hubiese sido sorprendido por el valiente vecino, lo habría encontrado desarmado. La notificación de tal detalle se hizo el viernes, es decir, el decimotercer día después del primer asesinato. Los resultados no se hicieron esperar mucho.
Por otra parte, en el secreto de un alojamiento para hombres solos, Williams había sido objeto de suposiciones muy graves, desde el principio, es decir, a la hora misma en que se revelaba la tragedia ocurrida en casa de Marr. Y es singular que esta sospecha se debiese completamente a su propia locura. Williams se hospedaba, en compañía de otros hombres de diversas nacionalidades, en una posada. En una gran sala había cinco o seis camas. La mayor parte de los huéspedes eran honrados artesanos. Había uno o dos ingleses, uno o dos escoceses, tres o cuatro alemanes y Williams, cuya patria no era bien conocida. La noche del sábado fatal, hacia la una y media, al volver de su espantosa labor, Williams halló dormidos a sus compañeros ingleses y escoceses; pero los alemanes velaban; uno de ellos, sentado, con una vela en la mano, leía a los otros dos en voz alta. Williams, al ver esto, dijo con un tono imperioso:
—¡Apagad pronto esa vela! ¡Apagadla! Van a prender fuego a las camas.
Si sus compañeros ingleses hubieran estado despiertos, habrían protestado contra la arrogancia de esta orden. Pero los alemanes son, por lo general, de índole mansa. La vela, pues, fue apagada. Sin embargo, como no había cortinas, los alemanes notaron que, en realidad, no existía el menor peligro, ya que las ropas de la cama arden difícilmente, como las hojas de un libro, cuando están bien apretadas. Así, los alemanes dedujeron que Williams tenía un motivo urgente para sustraerse a toda observación sobre su persona y vestido. ¿Cuál podía ser este motivo? La noticia que se propaló al día siguiente por toda la ciudad de Londres, y también en aquella casa, que sólo se hallaba a unos trescientos metros de distancia de la tienda de Marr, hizo aparecer aquel motivo terriblemente claro y, como es de suponer, fue comunicado a los otros compañeros de dormitorio. Sin embargo, todos sabían que la ley inglesa castiga toda sospecha sin pruebas. En verdad, por poco precavido que hubiera sido Williams, si
hubiese descendido a lo largo del Támesis y hubiese arrojado en él la mitad de su equipaje, nada se hubiera podido probar contra él. De esta manera hubiera podido realizar el plan de Courvoisier (el asesino de lord William Russell): vivir cometiendo cada mes un solo crimen bien preparado. No obstante, los compañeros de dormitorio estaban convencidos, pero esperaban tener indicios que pudiesen convencer a los demás. Apenas, pues, fue publicado el anuncio oficial a propósito de las iniciales «J. P.», todos los huéspedes de aquella casa se acordaron de un honrado carpintero de navío noruego, John Petersen, que había trabajado en los muelles ingleses hasta el presente año y que, al regresar a su país natal, dejó su caja de herramientas en la buhardilla de la posada. Esta fue examinada. Se encontró la caja de útiles de Petersen, pero faltaba el martillo. Después de un examen más detenido, se llegó a un descubrimiento más importante. El cirujano que había examinado los cadáveres encasa de Williamson, había emitido la opinión de que las gargantas no habían sido cortadas utilizando una navaja de afeitar, sino otra herramienta de forma diferente. Entonces se recordó que Williams había pedido prestado, recientemente, un gran cuchillo francés, de forma especial, y luego, entre un montón de madera y trapos viejos, se encontró pronto un chaleco que todos los huéspedes de la casa habían visto llevar a Williams por aquellos días. En ese chaleco, pegado al bolsillo por la sangre coagulada, se encontraba un cuchillo francés. En fin, todos los de la posada sabían también que Williams llevaba de ordinario un par de zapatos que crujían y un abrigo oscuro forrado de seda. Había, además, otras circunstancias sospechosas.
Williams fue arrestado inmediatamente. Era un viernes. El sábado por la mañana, catorce días después del asesinato de Marr, se le interrogó a fondo. Los indicios eran aplastantes. Williams los escuchó con atención, pero dijo poca cosa. Se le notificó el auto de procesamiento. Es necesario decir que, mientras era acompañado hacia la cárcel, fue perseguido por multitudes tan furiosas que, en circunstancias ordinarias, no habría escapado a la venganza sumaria del pueblo. Pero en esta ocasión, una gran escolta lo custodiaba. A las cinco de la tarde se encerraba en la prisión a todos los criminales convictos, dejándolos sin luz. Durante catorce horas (es decir, desde las siete de la tarde hasta la mañana siguiente) se les dejaba incomunicados y en la oscuridad. Williams tuvo tiempo, pues, de suicidarse. Los medios eran escasos. Había únicamente una barra de hierro, de la que se colgaba una lámpara. Se sirvió de ella para ahorcarse con los tirantes de los pantalones. No se sabe a qué hora; algunos aseguran que a medianoche. Si es así, a la hora precisa en que, catorce días antes, había sembrado el horror y la desolación en la familia del pobre Marr, se vio obligado a beber en la misma copa, acercada a sus labios por las mismas manos malditas.