miércoles, 17 de agosto de 2022

ASESINATO EN LA TABERNA WILLIAMSON Thomas de Quincey.



ASESINATO EN LA TABERNA WILLIAMSON

Thomas de Quincey

Una semana después del asesinato de la familia Marr, en la noche del jueves, tuvo lugar un segundo bárbaro crimen. Muchos han creído que este segundo caso, por su intenso y dramático interés, aventajaba al primero. La familia señalada como víctima era la de un tal Williamson, y la casa no estaba situada en la Ratcliffe Highway sino a la vuelta, en una calleja que desembocaba en esa gran arteria.

Williamson era un hombre muy conocido y respetable, establecido desde hacía mucho tiempo en el barrio. Se lo consideraba rico y más bien por distraerse que por el deseo de acrecentar sus riquezas, tenía una especie de taberna que podía considerarse como patriarcal en el sentido de que aunque muchos eran quienes acudían a ella cada noche, ninguna oposición ni tirantez había entre ellos y los demás parroquianos, artesanos y obreros en su mayor parte. Todo aquel que se comportase como era debido tenía derecho a sentarse allí y pedir su licor preferido. La taberna contaba con una clientela fija y, en menor proporción, con otra ocasional o flotante.

La familia Williamson se componía de las cinco personas siguientes: 1) Williamson, el jefe, que era un anciano de más de setenta años, robusto para su edad, muy discreto y comedido, pero enérgico cuando se trataba de mantener el orden; 2) su esposa, diez años más joven que él; 3) su nieta, niña de unos nueve años de edad; 4) una criada, de apenas cuarenta años; 5) un joven obrero de unos veintiséis años, que trabajaba en una fábrica (no recuerdo en cuál; ni recuerdo tampoco si era extranjero).

Los clientes de Williamson se iban sin excepción al sonar las once. Debido a tal costumbre en un barrio tan revoltoso, Williamson había logrado que en su casa nunca hubiera una pelea.

Aquel jueves por la noche, todo había transcurrido normalmente salvo una ligera sombra de sospecha que algunos sintieron. En una época menos agitada, no se le hubiera dado importancia. Pero a la sazón, en todas las reuniones se hablaba del asesinato de la familia Marr y de su desconocido autor; y por ello no era lo más adecuado para tranquilizar a nadie que un extranjero de apariencia siniestra, enfundado en un abrigo hasta los pies, se hubiese paseado por la sala, y los rincones oscuros y hasta se deslizara hacia las habitaciones privadas. En general, se lo creía un conocido de Williamson, y, hasta cierto punto, como cliente ocasional de la casa, no era imposible que lo fuese. Pero más tarde, este extranjero repugnante, con su palidez espectral, su cabellera extraordinaria y sus ojos turbios, volvió a la memoria de todos los que lo observaron entre las ocho y las once de la noche, con ese efecto glacial que producen los dos asesinos en Macbeth cuando se presentan a Banquo, con sus rostros horribles, en un brumoso segundo término, en la pompa del festín real.

Cuando el reloj dio las once, todo el mundo se marchó. La puerta de entrada quedó a medio cerrar. He aquí cuál era la posición exacta de las cinco personas que se quedaban en la casa: los tres más viejos, es decir, Williamson, su mujer y la criada, se hallaban en la planta baja. Williamson servía cerveza y vino a los comensales que pudiesen entrar hasta medianoche y para quienes se dejaba la puerta medio atrancada. La mujer y la criada iban y venían entre la cocina y un pequeño salón; la niña, cuya habitación estaba en el primer piso, se había quedado profundamente dormida, desde las nueve de la noche, y el inquilino se había acostado a dormir. Era un obrero; su cuarto estaba en el segundo piso. Se había desnudado y permanecía acostado en su cama. Como todo trabajador, madrugaba y, naturalmente, estaba deseando dormirse. Sin embargo, aquella noche la inquietud causada por los asesinatos recientes del número 29 de la Ratcliffe Highway, le provocó un paroxismo de excitación nerviosa, y lo mantuvo desvelado. Es posible que hubiese oído hablar del extranjero sospechoso o que lo hubiese visto escurrirse por la casa o en la calle. Sea como sea, estaba al corriente de las particularidades peligrosas que rodeaban la casa, por ejemplo, la bellaquería del vecindario y el hecho poco agradable de que los Marr hubiesen vivido a pocos pasos de allí, lo que significaba que el asesino tampoco vivía a gran distancia. Tales eran los motivos de su alarma. Pero, además, había otros, ante todo la reputación de opulencia de Williamson, la creencia, fundada o no, de que tenía dinero guardado, y, en fin, el peligro de dejar la puerta entreabierta durante una hora entera, la hora más peligrosa de todas, porque el asaltante nada tendría que temer de los clientes asiduos, ya que estos se habían marchado a las once. Esta regla, hasta aquí ventajosa para la reputación de la casa, era ahora contraria, por haber variado las circunstancias, y representaba positivamente una hora de peligro. Como Williamson era un hombre pesado y grueso, sedentario y con más de setenta años, hubiera sido prudente cerrar con llave la puerta después de la marcha de los clientes.

Sobre estos y otros motivos de alarma (principalmente el hecho de saberse que Williamson poseía mucha vajilla) meditaba el obrero, inquieto. Podían ser las doce menos veintiocho o menos veinticinco, cuando, de pronto, con un ruido que revelaba una mano siniestra, la puerta de la taberna fue cerrada con llave. No había duda, pues, que había entrado el hombre diabólico, vestido de misterio, el hombre del 29 de Ratcliffe Road. Sí, el ser horrible que durante doce días había ocupado los pensamientos de todo el mundo, se encontraba ahora seguramente en esta casa indefensa, e iba en pocos minutos a presentarse ante los ojos de sus moradores. La opinión pública todavía se preguntaba si no había habido dos asesinos en casa de Marr. Si así fuera, ambos deberían estar allí presentes, y uno de ellos dispuesto a trabajar desde la escalera, pues el mayor peligro era la alarma que alguien pudiera lanzar desde una ventana superior de la casa. Durante medio minuto largo, el pobre hombre, espantado, se quedó sentado en la cama, sin moverse. Después se levantó. Su primer movimiento le condujo a la

puerta del cuarto, no para protegerla contra una invasión, pues bien sabía él que la puerta no tenía cerradura de ninguna clase, y, por otra parte, ningún mueble de aquel cuarto hubiera podido servir para atrancar la puerta, suponiendo que hubiese tenido tiempo para hacer tal cosa. No fue el instinto de prudencia, sino la mera fascinación del terror lo que le impulsó a abrir la puerta. De un paso se encontró junto a la escalera. Se asomó por la balaustrada a fin de escuchar. En aquel momento, del saloncito salió un grito de agonía de la criada:

—¡Señor mío Jesucristo, todos seremos asesinados!

¡Qué cabeza de medusa se oculta bajo esos rasgos exangües, detrás de esos ojos turbios y fijos que parecían pertenecer a un cadáver, para que la primera mirada que se le dirigía, bastase para tener la certeza de la muerte!

Tres luchas sucesivas y mortales habían terminado ya. El pobre obrero, aterrorizado, inconsciente de lo que hacía en medio de su ciego y pasivo pánico, bajó toda la escalera. Un terror infinito lo empujaba de la misma manera que hubiese podido hacerlo una valentía heroica. En camisa, pisando los peldaños carcomidos por el tiempo, que crujían bajo sus pies, continuó bajando hasta alcanzar los últimos escalones. La situación no podía ser más espantosa. Un estornudo, una tos, un suspiro, y el obrero hubiera sido muerto, sin ni siquiera poder defender su vida.

El asesino, durante este tiempo, estaba en el saloncito, cuya puerta se encontraba frente a la escalera. Dicha puerta se hallaba entreabierta. Del cuadrante de los noventa grados que la puerta describiría para hallarse en ángulo recto con la antecámara, quedaban expuestos por lo menos cincuenta y cinco. Y así, dos de los tres cadáveres estaban a la vista del joven. ¿Dónde estaba el tercero? ¿Y el tercero, dónde estaba? ¿Y el asesino? Este iba y venía con rapidez por el salón, ocupado en una cosa u otra en la parte de la habitación que quedaba oculta. Un ruido le explicó enseguida al obrero lo que el asesino estaba haciendo: probaba, a tientas, las llaves de un aparador, de un armario y de un pupitre. Pronto, sin embargo, se hizo visible; pero, afortunadamente para el joven, en aquel momento crítico, el asesino estaba demasiado absorto en sus proyectos para echar una mirada hacia la escalera y descubrir el rostro pálido del obrero, inmovilizado por el terror, listo para la tumba.

En cuanto al tercer cadáver, el de Williamson, se encontraba en la bodega. ¿Cómo se explica esto? Fue una cuestión muy discutida entonces, pero nunca satisfactoriamente aclarada. Pero la muerte de Williamson era evidente para el inquilino, pues de no ser así lo hubiera oído moverse o gemir. Así, pues, de los cuatro amigos de quienes se había separado cuarenta minutos antes, tres habían sucumbido. Quedaba, pues, una

proporción del cuarenta por ciento (mucho para que Williamson lo descuidase): él y su linda amiguita, la nieta de los Williamson, cuya pueril inocencia la mantenía dormida, más allá de todo temor, ignorante del peligro que puedan correr ella y sus abuelos. Pero, ¡ay!, está muy cerca del asesino. En este momento el joven inquilino es incapaz de ningún esfuerzo, se ha convertido en una esfinge de hielo, y lo que se halla cerca de él, a una distancia de cuatro metros, es un cuadro pavoroso.

La criada había sido sorprendida de rodillas por el asesino, ante el fogón, que había estado fregando. Acabada esta tarea, iba a emprender otra: llenar la hornalla de leña y carbón; no para encenderla entonces, sino para tenerla preparada la mañana siguiente. Las apariencias demostraban que estaba ocupada en este trabajo cuando el asesino entró. Los hechos seguramente ocurrieron de la siguiente manera: a juzgar por el terrible grito invocando a Dios que oyó el obrero, es seguro que sólo entonces se alarmó, uno o dos minutos después de haberse cerrado la puerta con violencia. Por consiguiente, la alarma de que era presa el joven, no la debieron percibir las dos mujeres. A la sazón se decía que la señora Williamson era dura de oído, y se supuso que la criada, con el ruido del fregadero «creyó que se trataba de algo que pasaba en la calle o bien pudo atribuir el portazo a una travesura de los chicos de la vecindad». Sea lo que fuere, el hecho es que, hasta el momento de lanzar su exclamación, la criada no había notado nada sospechoso, nada que hiciese interrumpir su labor. De esto se deduciría que la señora Williamson tampoco había notado nada, pues de lo contrario hubiera comunicado su temor a la criada, que estaba cerca.

Aparentemente, he aquí el curso que debieron seguir los acontecimientos después de la entrada del asesino. La señora Williamson no lo había visto, porque estaba de espaldas a la puerta. Ella, pues, fue la primera en quedar aturdida por un fuerte golpe asestado detrás de la cabeza y que le destrozó la parte posterior del cráneo. Cayó. El ruido de la caída (pues todo fue cosa de unos segundos) llamó la atención de la criada, que lanzó aquel grito que oyó el joven; pero antes de que pudiese repetirlo, el asesino había descargado el instrumento sobre su cabeza, y le había roto el cráneo. Ambas mujeres habían quedado aniquiladas. Pero el asesino, que tenía conciencia del peligro que significaba cualquier demora y no ignoraba las consecuencias fatales a que estaría expuesto si una de las víctimas recobrase el conocimiento y prestase declaración, se puso inmediatamente a degollarlas. Todo ello se deducía del aspecto de las cosas. La señora Williamson había caído hacia atrás, con la cabeza hacia la puerta; la criada, de rodillas, no había podido levantarse, y había presentado pasivamente su cabeza a los golpes. Acto seguido, el canalla sólo tuvo que inclinarle la cabeza hacia atrás para descubrirle la garganta y consumar el asesinato.

Es notable que el joven obrero, paralizado como estaba por el miedo, y evidentemente fascinado durante algún tiempo hasta el punto de haber marchado directamente hacia la boca misma del lobo, fuese capaz de registrar todos estos detalles. Imagínelo el lector, atisbando al bandido inclinado sobre el cuerpo de la señora Williamson que hurga en pos de llaves importantes. Sin duda, la situación era angustiosa para el asesino, pues si no hallaba pronto las llaves que necesitaba, el único resultado de esta espantosa tragedia sería aumentar prodigiosamente el horror público, y, por lo tanto, tendría que multiplicar las precauciones, vencer dobles obstáculos interpuestos entre él y su presa futura. Pero algo más estaba en juego: su propia seguridad, que cualquier riesgo o accidente podía comprometer. La mayor parte de quienes acudían a la taberna a comprar bebidas eran muchachas y niños aturdidos. Estos, si hallaban la puerta cerrada, se marcharían confiados a otra parte; pero si venían un hombre o una mujer raros, empezarían las sospechas al hallar la puerta cerrada quince minutos antes de la hora acostumbrada. Darían la alarma de inmediato, y luego sólo el azar decidiría acerca de los acontecimientos. Es un hecho curioso que demuestra la singular inconsecuencia de este villano (pues unas veces hacía gala de una sutileza superflua y otras era imprevisor), que mientras estaba en medio de los cadáveres cuya sangre había inundado el saloncito, no debía estar muy seguro del modo de escapar. No ignoraba que había ventanas en la parte trasera de la casa, pero es posible que no supiese la forma de abrirlas. Además, en un vecindario tan sospechoso, no es imposible que las ventanas de la planta baja estuviesen clausuradas. Las de arriba podían estar abiertas, pero el salto era muy peligroso. Lo único hacedero era, pues, entretenerse en buscar otras llaves y descubrir el tesoro oculto. Tan intensa concentración en un solo propósito, embotó al asesino, incapaz de percibir lo que pasaba a su alrededor; de lo contrario, debería haber oído la respiración del joven, que por momentos sonaba con un ruido atroz.

El asesino se inclinó otra vez sobre el cadáver de la señora Williamson y, registrándole los bolsillos con más cuidado, sacó varios llaveros, uno de los cuales, al escapársele y caer al suelo, resonó con ruido metálico. En ese momento, el testigo oculto, desde su secreto escondite, advirtió que el sobretodo del asesino John Williams estaba forrado de seda de fina calidad. Otro hecho que notó y que, más adelante, fue de mayor importancia que muchos detalles más serios de la acusación, es que los zapatos del asesino, nuevos sin duda, comprados tal vez con el dinero del pobre Marr, crujían de una manera seca a cada paso.

Tras apoderarse del manojo de llaves, el asesino se dirigió hacia la parte oculta del salón. Y entonces, por fin, se le presenta al obrero la rápida posibilidad de escapar. Algunos minutos perdería el asesino, seguramente, mientras probaba todas aquellas llaves, y luego revolvía los cajones, suponiendo que las llaves los abriesen, o lo forzaba.

Podría, pues, contar con un corto intervalo de reposo, mientras el ruido de las llaves privaría al asesino de oír el crujido de los peldaños bajo los pasos del obrero que subía. Su plan estaba trazado. Al llegar a la habitación pone la cama contra la pared, a fin de detener al enemigo por poco tiempo que ello sirviese; esto sería para el asesino una advertencia que, en último extremo, le permitiría salvarse mediante un salto desesperado. Tan tranquilamente como le fue posible, desgarró las sábanas, las fundas de las almohadas y las mantas; retorció las tiras hasta convertirlas en cuerdas y las ató unas con otras. Pero desde el principio se le presentó un gran obstáculo a su plan ¿dónde hallar algo, una armella, un gancho o barrote, que pudiese servir para atar la cuerda? Desde el antepecho de la ventana al suelo había unos siete metros de los que podía deducir unos tres, altura desde la que podría dejarse caer sin peligro. Hecha tal deducción, sólo faltaba preparar una cuerda de cuatro metros. Todo esto llevó unos seis minutos. El testigo trabaja incansablemente en el dormitorio y el asesino en la planta baja.

Pero, desgraciadamente, cerca de la ventana no había ningún punto de apoyo de hierro o sólido. El más próximo, en verdad, el único apoyo de esta clase, no estaba cerca de la ventana: era un gancho clavado (se ignora con qué fin) en la parte superior de la cama. Sin embargo, habiendo cambiado esta de lugar, también cambió tal punto de sostén; y si antes estaba a un metro de la ventana ahora se encontraba a tres.

Será, pues, preciso añadir tres metros enteros a lo que, medido desde la ventana, hubiese bastado.

Pero el joven no se deja abatir. Dios, según un proverbio que circula por todas las naciones cristianas, ayuda a los que se ayudan.

Nuestro joven acoge, agradecido, este pensamiento. Ve en aquel hasta entonces inútil gancho una señal de la Providencia. Si únicamente hubiese trabajado para él su acción no sería tan meritoria. Con toda sinceridad se inquieta ahora por la pobre niña a quien conoce y ama. Cada minuto, lo siente, la arrastra a la ruina. Cuando pasó delante de la puerta, pensó primero en sacarla de la cama en brazos y llevarla donde pudiera. Pero, reflexionando, comprendió que, despertándola tan pronto, como era imposible explicarle nada, ella se hubiera puesto a gritar y la habrían oído. Esta imprudencia habría sido fatal para ambos. Los aludes de los Alpes, suspendidos encima de la cabeza del viajero, con frecuencia se despeñan por el movimiento del aire causado por un murmullo; precisamente de un murmullo contenido dependía la voluntad homicida del hombre de abajo.

No, sólo hay un camino para salvar a la niña, y este es primero salvarse él mismo. Ha empezado bien. El primer punto de apoyo, el gancho, resiste perfectamente el peso de su cuerpo. Le ha atado el extremo de sus siete metros de cuerda, que anuda poco a poco, para perder lo menos posible; añade una segunda cuerda a la primera, con lo que ya tiene diez metros dispuestos a ser suspendidos por la ventana, y de esta suerte, aun en el peor de los casos, no sería un desastre absoluto si, llegando al final de la cuerda, se dejase caer al suelo. Todo esto había sido hecho en seis minutos apenas. La ardiente lucha entre abajo y arriba prosigue con tesón. El asesino trabaja en el salón; el obrero en su cuarto. El miserable progresa mucho, abajo: ha llenado ya un saco con billetes de Banco y se dispone a llenar otro. También ha robado muchas monedas de oro. No había entonces libras esterlinas, pero las guineas valían treinta chelines.

El asesino está alegre, y si algún ser vive todavía en la casa, como sospecha, como bien pronto sabrá, no tendrá inconveniente, antes de cortarle la garganta, en luchar con él. ¿En vez de este saco, no podría regalarle a esa criatura su garganta? ¡Oh, no, imposible! Las gargantas son cosas que no se regalan jamás. Es preciso no perder de vista nunca los negocios. En verdad, estos dos hombres, considerados sencillamente como hombres de negocios, son dignos de estima. Semejantes al coro y al semicoro, semejantes a la estrofa y a la antiestrofa, trabajan acordes. ¡Adelante, obrero! ¡Adelante, asesino! ¡Adelante, panadero! ¡Adelante, demonio! En cuanto al obrero, está a salvo. A sus cinco metros de cuerda, agrega dos más y sólo faltarán dos para que la cuerda llegue al suelo, una bagatela que el hombre o la niña pueden saltar. Todo es seguro para él, pero no puede decirse lo mismo del miserable que está abajo en el salón. El miserable, sin embargo, considera esto fríamente porque, a pesar de toda su astucia, por primera vez en su vida le han engañado. El lector y yo lo sabemos, pero el miserable ignora un hecho de bastante importancia, a saber, que durante tres minutos ha sido espiado por alguien, por alguien que, sufriendo, ha leído en un libro terrible, ha tomado nota exacta de todo lo que ha podido ver, e informará acerca de los zapatos crujientes y el abrigo forrado de seda en cierto sitio donde tales hechos hablarán poco en favor del asesino. Pero aunque es verdad que Williams no advirtió que el obrero era testigo de cómo había vaciado los bolsillos de la señora Williamson, y por lo tanto, no podía experimentar inquietud por lo que hiciera después ni, sobre todo, porque se hubiera atado a una cuerda, debía tener, no obstante, sus razones para no demorarse más de lo necesario.

Quince o veinte minutos hacía ya que el asesino Williams estaba allí y, en este lapso de tiempo, había despachado de modo satisfactorio una serie de asuntos. No se había demorado. En el sótano y en la planta baja había liquidado a toda la población. Pero quedaban el primero y el segundo piso. Entonces se le ocurrió la idea (aunque la actitud glacial del tabernero le hubiese hecho impenetrable el conocimiento familiar de la

disposición de la casa) de que, sin duda, en uno u otro de los pisos debían hallarse algunas gargantas más. En cuanto al saqueo, todo se hallaba ya en sus bolsillos. Era casi imposible encontrar nada más. Pero las gargantas, ¡oh las gargantas!, he aquí lo que era preciso cosechar. Y así, en su feroz sed de sangre, Williams arriesgó los frutos de su trabajo y su propia vida.

Si en aquel momento el asesino hubiese sabido lo que ocurría, si pudiese haber visto la ventana abierta, el obrero pronto a bajar, si hubiese sido testigo de la rapidez con que el obrero trabajaba para salvar su vida, si hubiese adivinado la conmoción que en noventa segundos haría presa en todos los habitantes de aquel populoso barrio, la imagen de un loco huyendo, aterrorizado, o en busca de venganza, no podría representar con exactitud la agonía con que el mismo buscaría la puerta que daba a la calle. Esta puerta estaba libre aún. En aquel momento, disponía de tiempo suficiente para intentar la fuga y, por consiguiente, seguir viviendo la novela de su abominable vida. Tenía en sus bolsillos un botín de más de cien libras esterlinas, medio seguro para ocultarse. Aquella misma noche podría cortarse sus cabellos rubios, ennegrecer sus cejas y comprarse, tan pronto como amaneciera, una peluca oscura y ropas que pudieran darle a su persona el carácter de un profesional serio; podría eludir todas las sospechas de la policía, embarcarse en uno de los cien barcos con destino a uno de los puertos situados a lo largo de la enorme línea costeña (2.400 millas de extensión) de los Estados Unidos de América; y podría luego disfrutar de cincuenta años de reposo y arrepentimiento, y hasta morir en olor de santidad. Por otra parte, si prefiriera la vida activa, no es imposible, gracias a su sutileza, a su valentía, a su falta de escrúpulos, que, en un país donde el simple hecho de naturalizarse convierte enseguida al extranjero en un hijo de familia, llegara al sillón presidencial, y tuviera una estatua después de muerto, y una biografía en tres volúmenes in-quarto, sin la menor alusión al número 29 de la Ratcliffe Road.

Pero todo esto depende de los noventa segundos siguientes. En ese tiempo, puede decidirse todo definitivamente, en bien o en mal. Si su buen ángel le guía hacia lo mejor, todo puede salir a pedir de boca, encaminándose a la prosperidad en este mundo. ¡Pero, miren! En dos minutos lo veremos tomar el mal camino, y entonces Némesis lo hundirá en una súbita y total ruina.

Mientras tanto, el obrero no pierde el tiempo arriba, pues sabe que la niña depende del filo de una navaja o de la alarma que se produzca antes de que el asesino llegue al borde de su cama. En este momento en el que la agitación y la angustia casi le paraliza los dedos, oye el paso furtivo del asesino, que sube envuelto por las tinieblas. El obrero había esperado que Williams, como había hecho antes al abrir la puerta de entrada, se lanzara rápidamente hacia arriba, rugiendo como un tigre. Tal vez, abandonado a su

natural instinto, hubiera procedido así. Pero esta manera de entrar, de efecto terrible cuando se produce para dar una sorpresa, era peligrosa en el caso de que alguien pudiese estar en acecho. El paso que había oído era en la escalera, ¿pero en qué peldaño? El más bajo, pensaba. Esto podía tener una gran importancia, dada la manera lenta y prudente con que se aproximaba el asesino. Sin embargo, ¿no podía ser el décimo, el duodécimo, el décimocuarto?

Jamás, acaso, en este mundo ha sentido ningún hombre su propia responsabilidad como el pobre obrero en aquel momento, pensando en la niña dormida. Dos segundos perdidos, por torpeza o pánico, y la niña pasa de la vida a la muerte. Hay aún una esperanza, y nada podría descubrir más horriblemente la naturaleza infernal de aquel cuya sombra siniestra, para hablar como los astrólogos, oscurece, en este momento, la morada de la vida, como la simple expresión de la base sobre la cual se asentaba tal esperanza.

El obrero tenía la seguridad de que el asesino no mataría a la pobre niña sin que esta tuviera conciencia plena de su situación. Para un epicúreo del asesinato, como era Williams, hubiera sido igual que suprimir el estímulo del goce permitir que la pobre niña bebiese la copa amarga de la muerte sin haber comprendido antes la miseria de su situación. Pero esto, por fortuna, exigía algún tiempo. La doble confusión de espíritu que le ocasionaría ser despertada en una hora tan inoportuna, el horror que experimentaría cuando se enterara del motivo, determinarían un desvanecimiento u otro modo cualquiera de insensibilidad o demencia. En una palabra, todo estaba en manos de la perversidad de Williams. Si hubiese sido capaz de contentarse con la sola muerte de la niña, sin detenerse en la marcha y en el libre desarrollo de su agonía mental, en este caso no habría esperanza. Pero como el asesino es minucioso y remilgado en lo que hace, y obraba como un director de escena de las circunstancias de sus crímenes, no era irrazonable dar paso a la esperanza, puesto que tales refinamientos preparatorios exigían tiempo. En los asesinatos que eran de absoluta necesidad, Williams se veía obligado a obrar con rapidez; pero en un asesinato de pura voluptuosidad, completamente desinteresado, con un testigo hostil, en el que no había que aprovecharse de botín alguno, en el que no se trataba de satisfacer ninguna venganza, es evidente que la prisa podía significar perderlo todo. Así, pues, si esta niña debe salvarse, lo será por consideraciones de pura estética.

Pero en este momento toda clase de consideraciones han sido suprimidas. Un segundo paso se oye en la escalera, siempre furtivo y prudente; un tercer paso, y el destino de la niña se cumplirá. En aquel momento todo está dispuesto ya. La ventana ha sido abierta; la cuerda se balancea libremente; el obrero se ha lanzado y se encuentra en el primer período de su descenso. Agarrándose con fuerza en la cuerda, baja

lentamente. Existe el peligro de que la cuerda se le escape de las manos y él se precipite al suelo con demasiada violencia. Por fortuna, fue capaz de frenar el impulso del descenso; los nudos le proporcionaron una serie de puntos de apoyo. Pero la cuerda era más corta de lo que había calculado, y quedó suspendido en el aire a metro y medio del suelo, sin poder articular palabra, a causa de tan prolongada inquietud, y no atreviéndose a arrojarse sobre el duro pavimento de la calle, por miedo a fracturarse las piernas. La noche no era sombría, como la del asesinato de los Marr. Y, no obstante, para la policía, era peor que la noche más oscura que haya jamás ocultado un crimen. Londres, del este al oeste, estaba cubierto de un espeso sudario de niebla, que se elevaba del río. A causa de esto, el joven suspendido no fue notado durante los primeros segundos. Su camisa blanca llamó, a la larga, la atención. Tres o cuatro personas corrieron y lo recibieron en sus brazos, previendo una noticia terrorífica. ¿A qué casa pertenecía? De momento se ignoraba. Pero el obrero indicó con el dedo la puerta de Williamson y dijo, con un murmullo ahogado:

—¡El asesino de Marr está allí!

Todo se comprendió al instante. El lenguaje mudo de los hechos era una elocuente revelación. El misterioso exterminador del número 29 de la Ratcliffe Road había hecho una visita a otra casa. Pero, ¡ved!, un solo hombre había podido escapar, a través de los aires, en camisa, para contar la historia. Desde el punto de vista supersticioso, había algo para refrenar la persecución del incomprensible criminal; desde el punto de vista moral y vindicativo, todo concurría a apresurarla.

Sí, el asesino de los Marr, el hombre misterioso, de nuevo aparecía. En aquel mismo instante tal vez apagaba la lámpara de una vida, no en un lugar lejano, sino aquí, en esta casa que podían tocar los que oyeron la triste noticia. El caos, el ciego tumulto de la escena que siguió a esto, y que puede medirse por las largas informaciones que aquellos días publicaron los periódicos, no ha sido, a mi modo de ver, igualado; y si acaso puede compararse con algo parecido, sólo recuerdo ahora el caso de la absolución de los siete obispos de Westminster, en 1688. Era más que un entusiasmo apasionado. El movimiento frenético de horror mezclado de ira, los aullidos de venganza que subían de la calle, y luego, por una especie de sublime contagio magnético, de todas las calles adyacentes, no pueden expresarse exactamente sino por este pasaje exaltado de Shelley:

Una fiera y agreste alegría reinó

entre las multitudes callejeras, volando

sobre el ala del miedo. Se despertó el hambriento,

que murió en su locura; y los agonizantes,

rodeados de cadáveres, oyeron la feliz

noticia, y la esperanza cerró los ojos de ellos,

mientras de casa en casa, los vivientes lanzaban

sus alegres clamores hacia el trémulo cielo

y llenaban la tierra de trepidantes ecos.

Era algo casi inexplicable el súbito entendimiento del clamor que se elevaba. El implacable rumor de venganza, esta unanimidad sublime en tal barrio, sólo podía dirigirse contra el demonio cuya imagen había tiranizado durante doce días el corazón popular. Todas las puertas, todas las ventanas del vecindario estaban abiertas, como obedeciendo a una orden; muchas personas, impacientes, saltaron por las ventanas al piso bajo; los enfermos se levantaron de sus camas; y aun, en alguna parte, como para vivificar la imagen que en sus versos da Shelley, un hombre que esperaba la muerte desde hacía algunos días, y que efectivamente murió al día siguiente, se levantó, se armó de una espada y en camisa salió a la calle. Se presentaba la ocasión de prender al perro feroz en medio de su orgía sangrienta. Hubo un momento en que la muchedumbre se desconcertó, a causa de la aglomeración y de la furia. Pero esta furia se plegaba a la voz de una autoridad. Evidentemente, la puerta de entrada debía echarse abajo, puesto que dentro no había ya seres vivos, exceptuando la pobre niña. Palancas de hierro, colocadas con habilidad, levantaron en un minuto la puerta, y la multitud penetró como un torrente. La irritación y la cólera que la dominaba, puede imaginarse cuando uno de los que estaban dentro dijo que se detuviesen y guardasen silencio absoluto. Con la esperanza de recibir una noticia útil, la muchedumbre calló.

—Escuchemos —dijo aquel hombre autorizado— y sabremos si está arriba o abajo.

De pronto, se oyó un ruido, como si alguien estuviese forzando una ventana, en el cuarto de arriba. Sí, no había duda de que el asesino se encontraba todavía en la casa: se le había cogido en la trampa. No estaba familiarizado con los detalles de la casa Williamson, y, según toda apariencia, se encontraba prisionero en uno de los cuartos. La multitud subió, impetuosamente. La puerta tenía el cerrojo echado. Cuando la abrieron, la ventana mostró, tanto por el estado del cristal como del marco, que el miserable había podido escapar. Había saltado.

Algunas personas, ardientes de furor, saltaron tras él. No se preocuparon por el suelo; pero más tarde, examinándolo, se vio que era un plano inclinado, de arcilla muy húmeda y pegajosa. Las huellas del hombre estaban profundamente impresas y seguían hasta el extremo del plano; pero se advirtió enseguida que era inútil perseguirlo a causa de la densidad de la niebla. A dos pasos, era imposible identificar a un hombre, y si se le cogía, no se sabía exactamente de quién se trataba. Jamás, en el curso de un siglo, se había presentado una noche más propicia para la fuga de un criminal. Williams disponía de mil medios para ocultarse, y había sitios cerca del río en los que podía refugiarse, durante años, sin temor a visitas importunas.

Pero los favores de la fortuna se otorgan en vano a los imprudentes o a los ingratos. Aquella noche, Williams tomó una decisión funesta: decidió, por indolencia, regresar a su antiguo alojamiento, el lugar que, por muchas razones, debía haber evitado de toda Inglaterra.

Mientras tanto, la multitud había explorado la morada de Williamson. Antes que nada, se preocuparon de la suerte de la niña. Williams había ido seguramente al cuarto de ella, pero estando allí le sorprendió la gritería. Entonces, toda su atención se concentró en las ventanas, porque sólo por ellas podía escapar. Y aun esa salida la debió a la niebla, o a la confusión de los primeros momentos, a la dificultad de cercar la casa. La niña estaba inquieta por aquella afluencia de gente a tal hora; pero, gracias a las previsiones humanitarias de los vecinos, ignoró completamente los terribles acontecimientos que habían ocurrido mientras dormía. El pobre abuelo era el único que faltaba, hasta que la multitud bajó a la bodega. Se le halló allí, tendido sobre el suelo. Probablemente había sido precipitado desde lo alto de la escalera, y, con tal violencia, que una de las piernas estaba rota. Después de haberlo puesto fuera de combate, Williams había bajado al sótano y le había cortado la garganta. Mucho se discutió en los periódicos sobre la dificultad de conciliar estos incidentes con las otras circunstancias del caso, si se supone que un solo hombre había hecho todo aquello. Parece cierto que no fue más que uno. Uno se había visto y oído en casa de Marr; uno solo, y, sin duda, el mismo hombre, había sido visto por el joven obrero en el salón de la señora Williamson, y uno solo era denunciado por las huellas sobre la arcilla.

El asesino, sin duda, entró en la taberna de Williamson y pidió cerveza. Esto obligó al anciano a bajar a la bodega. En cuanto le vio desaparecer en el sótano, Williams cerró de golpe la puerta de la calle. Williamson, al oír el ruido, debió regresar para ver qué era lo que ocurría. El asesino, que esperaba esto, lo había encontrado en lo alto de la escalera, desde donde lo derribó, hecho lo cual bajó para terminar el crimen. Todo esto debió durar un minuto o un minuto y medio, correspondiendo al intervalo transcurrido entre el portazo, que había oído el obrero, y la exclamación de la criada. Es también

evidente que la razón por la cual ningún grito salió de los labios de la señora Williamson, proviene de la posición y lugar en que se hallaba. El asesino vino por detrás, sin ser visto, y ella no lo sintió a causa de su sordera. En cuanto a la criada, se dio cuenta del ataque de que era objeto su señora, y por eso pudo lanzar aquella exclamación de agonía.

Hasta la mañana del viernes que siguió a la aniquilación de los Williamson, no se hizo público el hecho importante de que en el martillo con el cual Williams realizara sus proezas se leían las iniciales «J. P.». Este martillo, por distracción extraña del asesino, se había encontrado en la tienda de Marr, y es un hecho interesante, por lo tanto, que si el miserable hubiese sido sorprendido por el valiente vecino, lo habría encontrado desarmado. La notificación de tal detalle se hizo el viernes, es decir, el decimotercer día después del primer asesinato. Los resultados no se hicieron esperar mucho.

Por otra parte, en el secreto de un alojamiento para hombres solos, Williams había sido objeto de suposiciones muy graves, desde el principio, es decir, a la hora misma en que se revelaba la tragedia ocurrida en casa de Marr. Y es singular que esta sospecha se debiese completamente a su propia locura. Williams se hospedaba, en compañía de otros hombres de diversas nacionalidades, en una posada. En una gran sala había cinco o seis camas. La mayor parte de los huéspedes eran honrados artesanos. Había uno o dos ingleses, uno o dos escoceses, tres o cuatro alemanes y Williams, cuya patria no era bien conocida. La noche del sábado fatal, hacia la una y media, al volver de su espantosa labor, Williams halló dormidos a sus compañeros ingleses y escoceses; pero los alemanes velaban; uno de ellos, sentado, con una vela en la mano, leía a los otros dos en voz alta. Williams, al ver esto, dijo con un tono imperioso:

—¡Apagad pronto esa vela! ¡Apagadla! Van a prender fuego a las camas.

Si sus compañeros ingleses hubieran estado despiertos, habrían protestado contra la arrogancia de esta orden. Pero los alemanes son, por lo general, de índole mansa. La vela, pues, fue apagada. Sin embargo, como no había cortinas, los alemanes notaron que, en realidad, no existía el menor peligro, ya que las ropas de la cama arden difícilmente, como las hojas de un libro, cuando están bien apretadas. Así, los alemanes dedujeron que Williams tenía un motivo urgente para sustraerse a toda observación sobre su persona y vestido. ¿Cuál podía ser este motivo? La noticia que se propaló al día siguiente por toda la ciudad de Londres, y también en aquella casa, que sólo se hallaba a unos trescientos metros de distancia de la tienda de Marr, hizo aparecer aquel motivo terriblemente claro y, como es de suponer, fue comunicado a los otros compañeros de dormitorio. Sin embargo, todos sabían que la ley inglesa castiga toda sospecha sin pruebas. En verdad, por poco precavido que hubiera sido Williams, si

hubiese descendido a lo largo del Támesis y hubiese arrojado en él la mitad de su equipaje, nada se hubiera podido probar contra él. De esta manera hubiera podido realizar el plan de Courvoisier (el asesino de lord William Russell): vivir cometiendo cada mes un solo crimen bien preparado. No obstante, los compañeros de dormitorio estaban convencidos, pero esperaban tener indicios que pudiesen convencer a los demás. Apenas, pues, fue publicado el anuncio oficial a propósito de las iniciales «J. P.», todos los huéspedes de aquella casa se acordaron de un honrado carpintero de navío noruego, John Petersen, que había trabajado en los muelles ingleses hasta el presente año y que, al regresar a su país natal, dejó su caja de herramientas en la buhardilla de la posada. Esta fue examinada. Se encontró la caja de útiles de Petersen, pero faltaba el martillo. Después de un examen más detenido, se llegó a un descubrimiento más importante. El cirujano que había examinado los cadáveres encasa de Williamson, había emitido la opinión de que las gargantas no habían sido cortadas utilizando una navaja de afeitar, sino otra herramienta de forma diferente. Entonces se recordó que Williams había pedido prestado, recientemente, un gran cuchillo francés, de forma especial, y luego, entre un montón de madera y trapos viejos, se encontró pronto un chaleco que todos los huéspedes de la casa habían visto llevar a Williams por aquellos días. En ese chaleco, pegado al bolsillo por la sangre coagulada, se encontraba un cuchillo francés. En fin, todos los de la posada sabían también que Williams llevaba de ordinario un par de zapatos que crujían y un abrigo oscuro forrado de seda. Había, además, otras circunstancias sospechosas.

Williams fue arrestado inmediatamente. Era un viernes. El sábado por la mañana, catorce días después del asesinato de Marr, se le interrogó a fondo. Los indicios eran aplastantes. Williams los escuchó con atención, pero dijo poca cosa. Se le notificó el auto de procesamiento. Es necesario decir que, mientras era acompañado hacia la cárcel, fue perseguido por multitudes tan furiosas que, en circunstancias ordinarias, no habría escapado a la venganza sumaria del pueblo. Pero en esta ocasión, una gran escolta lo custodiaba. A las cinco de la tarde se encerraba en la prisión a todos los criminales convictos, dejándolos sin luz. Durante catorce horas (es decir, desde las siete de la tarde hasta la mañana siguiente) se les dejaba incomunicados y en la oscuridad. Williams tuvo tiempo, pues, de suicidarse. Los medios eran escasos. Había únicamente una barra de hierro, de la que se colgaba una lámpara. Se sirvió de ella para ahorcarse con los tirantes de los pantalones. No se sabe a qué hora; algunos aseguran que a medianoche. Si es así, a la hora precisa en que, catorce días antes, había sembrado el horror y la desolación en la familia del pobre Marr, se vio obligado a beber en la misma copa, acercada a sus labios por las mismas manos malditas.

martes, 16 de agosto de 2022

PERDIMOS EL TREN EXPRESO Arthur Conan Doyle. ASESINOS. COMPILADOR ÁLVARO ABÓS.

 


PERDIMOS EL TREN EXPRESO

Arthur Conan Doyle


La confesión de Herbert de Lernac, en la actualidad condenado a muerte en Marseille, ha aclarado uno de los casos criminales más inexplicables del siglo, suceso que, según creo, carece de precedente en país alguno. Claro que los círculos oficiales tratan de ocultar asuntos semejantes y la prensa no está informada. Pero, puesto que la confesión de este archicriminal ha sido corroborada por los hechos, contamos hoy con la solución de un problema hasta hace poco insoluble. Como el caso se remonta a ocho años atrás y, en su momento, su difusión fue opacada por una crisis política que acaparaba la atención del público, no nos parece inútil exponer los hechos, o por lo menos aquellos cuya autenticidad garantizamos. Las fuentes son: los diarios de Liverpool, el sumario instruido por la muerte del mecánico John Slater y los archivos que generosamente puso a disposición nuestra la compañía ferroviaria London & West Coast.

El 3 de junio de 1890, James Bland, superintendente de la estación de Liverpool de la London & West Coast, fue informado de que un señor Louis Caratal, quería verlo. El tal Caratal era un hombre pequeño, moreno y de edad mediana; caminaba encorvado como si padeciera una deformación en su columna vertebral. Lo acompañaba otro hombre, este de imponente estatura, cuya actitud de respeto y atención delataba a un subordinado. Ese amigo o compañero de viaje cuyo nombre no fue jamás pronunciado, era un extranjero de origen presumiblemente español o sudamericano, a juzgar por su piel morena. Tenía un signo particular: llevaba en su mano izquierda una maleta pequeña de cuero negro que, según testimonió un empleado de la compañía ferroviaria, estaba unida a su muñeca por una correa. En un principio, nadie prestó atención a tal detalle, pero los acontecimientos posteriores lo cargaron de importancia. El señor Louis Caratal fue introducido en el despacho del señor James Bland mientras el compañero quedó en la puerta.

Caratal formuló una petición. Acababa de llegar de América Central. Asuntos importantes lo reclamaban en París. No podía desperdiciar ni una hora y había perdido el expreso a Londres. Necesitaba por lo tanto un tren especial. ¿El precio? Pagaría lo que fuese. El dinero no tenía importancia alguna. Sólo contaba el tiempo.

El señor Bland tocó un timbre, convocó al señor Potter Hood, encargado del tráfico ferroviario, y en cinco minutos arregló la cosa. Un convoy especial partiría en tres cuartos de hora; el tiempo mínimo que se necesitaba para liberar una vía. La potente locomotora Rochdale, la N° 247 en los libros de la Compañía, fue enganchada a dos vagones y a un furgón de cola. El primer vagón sólo servía para atenuar las sacudidas. En el segundo vagón había, como era habitual, cuatro compartimientos; uno de primera

clase, otro de primera clase para fumadores, el tercero de segunda clase y el último de segunda, para fumadores. El primer compartimiento, el más cercano a la locomotora, fue asignado a los viajeros. Los otros tres quedaron vacíos. El jefe del tren especial se llamaba James McPherson y estaba al servicio de la compañía desde hacía varios años. El maquinista, William Smith, era nuevo.

Cuando salió del despacho del director de la estación, el señor Louis Caratal se reunió con su compañero. Ambos manifestaban viva impaciencia. Pagaron el precio estipulado, a saber cincuenta libras y cinco chelines, según una tarifa de cinco chelines la milla. Se hicieron llevar hasta el vagón y se instalaron en el compartimiento correspondiente, aunque les habían indicado que el tren demoraría la partida. En el intervalo, la oficina que el señor Caratal acababa de dejar era escenario de una extraordinaria coincidencia.

No era rara, en una gran estación, la solicitud de un tren especial. Pero, ¡dos pedidos de trenes especiales la misma tarde… eso no era algo corriente! Pues bien, apenas el señor Bland hubo terminado de atender al primer viajero, un segundo se presentó para formular un pedido análogo. El señor Horace Moore, con el aire marcial de un oficial, adujo que su esposa acababa de caer gravemente enferma y necesitaba partir sin perder un instante. Eran tan visibles la angustia y ansiedad de este hombre que el señor Bland se esmeró en satisfacerlo. No era cuestión de fletar un segundo tren especial, pues los servicios ya estaban algo perturbados por el primero. Pero el señor Moore podía compartir con el señor Caratal los gastos del tren especial e instalarse en el otro compartimiento de primera clase, en caso de que el señor Caratal se opusiera a la presencia de Moore en el compartimiento que ocupaba. Semejante arreglo no debiera haber presentado dificultad alguna, en principio. Sin embargo, el señor Caratal, a quien le fue ello sugerido por el señor Potter Hood, rehusó con firmeza compartir el viaje. Alegó que ese tren era de él, y exigía la exclusividad. Ningún argumento pudo disuadir su negativa tenaz. El arreglo provisorio debió ser pues deshecho y el señor Moore abandonó la estación desesperado; no le quedaba sino tomar el ómnibus que salía de Liverpool a las seis. Cuando el reloj de la estación marcaba exactamente las cuatro y treinta y un minutos el tren especial ocupado por Caratal y su gigantesco compañero, dejaba la estación de Liverpool. Con vía libre, no debía detenerse hasta Manchester.

El tren especial era esperado alrededor de las seis en Manchester. A las seis y cuarto la sorpresa fue grande y la consternación se pintó en la cara de los funcionarios de Liverpool cuando recibieron un telegrama anunciando que el tren especial aún no había llegado a Manchester. Un pedido de información fue cursado a St. Hellens, que se

encuentra al final del primer tercio de la distancia entre ambas ciudades. St. Hellens contestó así:

A James Bland, comisario de la estación L. & W.C., Liverpool Tren especial pasó por aquí a las 4:52, hora prevista. Dowser, St. Hellens.

Este telegrama fue recibido a las seis y cuarenta. A las seis cincuenta, Manchester emitió un segundo mensaje:

Ninguna novedad del tren especial anunciado por Ud.

Diez minutos más tarde, llegó un tercer mensaje, aun más desconcertante:

Suponemos error concerniente tren especial. Tren local St. Hellens fletado a continuación acaba de llegar y no ha visto el especial. Telegrafíe instrucciones. Manchester.

El asunto tomaba un giro extraño. Evidentemente, bajo un cierto ángulo, el último telegrama aportaba algún alivio a las autoridades de Liverpool. Porque, si el tren especial hubiera sufrido un accidente, el tren local que marchaba sobre la misma vía, lo hubiera visto. Pero, si no hubo ningún accidente, ¿qué había pasado? ¿Dónde podría estar ese tren? ¿Había tomado una bifurcación por una vía secundaria debido a alguna eventualidad imperiosa, a fin de dejar pasar al tren local? Podía ser alguna reparación de urgencia. Un telegrama fue expedido a todas las estaciones entre St. Hellens y Manchester; el comisario y el jefe de movimiento de los trenes aguardaron con la ansiedad que es de imaginar, las respuestas en las bandas de papel, que emitía el telégrafo. Ellas fueron llegando en orden:

Tren especial, pasó a las cinco. Collins Green.

Tren especial pasó a las cinco y seis. Earlestown.

Tren especial pasó a las cinco y diez. Newton.

Tren especial pasó a las cinco y veinte. Kenyon.

Ningún tren especial pasó. Barton Moss.

Ambos jefes de servicio se miraron desconcertados.

—En treinta años de servicio —dijo el señor Bland— ¡nunca me había pasado esto!

—¡Es absolutamente sin precedente e inexplicable, señor! El tren equivocó la vía entre Kenyon y Barton Moss.

—Sin embargo, y si mi memoria no me engaña, ¡no hay desvíos ni ramales entre esas dos estaciones! El tren especial debió descarrilar.

—Pero, ¿cómo no lo vio el tren siguiente?

—No podemos elegir entre diversas hipótesis, señor Hood. ¡Simplemente, descarriló! Es posible que el tren local haya observado algún detalle que esclarecerá este historia extraña. Debemos enviar a Manchester un pedido de informes, y a Kenyon instrucciones para que una vía sea inmediatamente recorrida hasta Barton Moss.

La respuesta de Manchester llegó pocos minutos después.

Ninguna novedad del tren especial que falta. El mecánico y el jefe del tren local confirman. Ningún accidente entre Kenyon y Barton Moss. La vía está despejada. Ninguna anormalidad detectada. Manchester.

—¡Ese mecánico y este jefe de unidad tendrán noticias mías! —bramó el señor Bland—. Ha sucedido un accidente, una catástrofe y no vieron nada. Es evidente que el especial descarriló sin obstruir la vía. ¿Cómo? ¡Eso me sobrepasa! Pero es lo que debió producirse. Recibiremos pronto un mensaje de Kenyon o de Barton Moss anunciando que el tren fue encontrado al pie de un terraplén.

Pero la profecía del señor Bland no estaba destinada a cumplirse. Pasó media hora, y el telégrafo comunicó el siguiente mensaje del jefe de la estación de Kenyon:

Ninguna señal del tren especial. Pasó por aquí pero no llegó a Barton Moss. Despachamos una locomotora de mercancías y yo mismo bajé a la vía; está perfectamente libre; ninguna señal de accidente.

Perplejo, el señor Bland se mesaba los cabellos.

—¡Esto es una locura, Hood! —clamaba—. ¿Acaso puede desaparecer un tren en pleno día, en Inglaterra, evaporado así como así? ¡Vaya, absurdo! Una locomotora, un tender, dos vagones, un furgón, cinco hombres… ¡todo eso perdido en una vía recta! ¡Si en una hora esto no se aclara, me llevo al inspector Collins y recorro la vía yo mismo!

Por fin llegó una noticia positiva bajo la forma de otro despacho enviado desde Kenyon.

Lamentamos informar que el cadáver de John Slater, mecánico del tren especial, acaba de ser descubierto tirado entre los cardos, a cuatro kilómetros de la estación. Cayó de su máquina al terraplén. Causa de la muerte: heridas en la cabeza provocadas por la caída. Los alrededores están siendo cuidadosamente inspeccionados. Ninguna pista sobre el tren especial que falta.

Ya lo hemos dicho, Inglaterra atravesaba una fuerte crisis política y la atención del público también se concentraba en otro tema: los acontecimientos de París donde un gran escándalo de corrupción, que comprometía la reputación de varios políticos, amenazaba con derribar al gobierno. Los diarios no hablaban sino de estos asuntos, y la desaparición de un tren especial despertó menos curiosidad que si ella se hubiera producido en tiempos más normales. El aspecto inverosímil de la noticia contribuyó a atenuar su difusión; los diarios no estaban para misterios. Más de un periodista londinense calificó los hechos de ingenioso jeroglífico… Otros esperaban los resultados de la investigación judicial sobre la muerte del desgraciado mecánico, (escrutinio que no arrojó ningún resultado convincente) para interesar a la opinión.

El señor Bland, con la compañía del inspector Collins, detective principal de la compañía, se había trasladado la misma tarde de los hechos hasta la estación de Kenyon. Sus búsquedas prosiguieron todo el día siguiente, pero se saldaron con un resultado totalmente negativo. No sólo no encontraron huella alguna del tren especial desaparecido, sino que tampoco hallaron nada que pudiera significar un principio de explicación. Redactado en tales circunstancias, el informe oficial del inspector Collins (que tengo ante mis ojos) revela sin embargo la cantidad y disparidad de las hipótesis que se tejieron.

»Entre Kenyon y Barton Moss —decía el informe— el territorio está cubierto de canteras de minas de carbón y hulla. Algunas están en explotación, otras abandonadas. Hay por lo menos doce que tienen carriles de trocha angosta por los que circulan vagonetas que se desvían del carril principal. Dejemos de lado estos carriles. Pero hay otras siete minas que tienen o han tenido, líneas férreas particulares de trocha normal que desembocan en el carril principal al cual se unen por cruces; ellos permiten que el material sea llevado desde la mina a los centros de distribución. En cada caso, esas líneas no tienen más que algunos kilómetros de largo. De las siete, cuatro terminaban en minas clausuradas o al menos en pozos fuera de servicio. Son las minas de Redgauntlet,

Hero, Slogh de Despond y Heartsease, que había sido años atrás uno de los principales yacimientos de Lancashire.

Las cuatro podían ser eliminadas de nuestra investigación pues, a fin de evitar accidentes los rieles más cercanos a la vía principal habían sido retirados y no había conexión entre las vías. Quedaban otras tres trazas férreas secundarias, las que iban a:

a) las canteras de Carnstock;

b) la mina de Big Ben;

c) la mina de Perseverance.

»La vía que lleva a la mina de Big Ben no tiene ni cuatrocientos metros de largo; termina en una montaña de carbón que acaba ser transportado desde la entrada de la mina. Nadie ha oído hablar ni ha visto allí tren especial alguno. La vía que lleva a la mina de Carnstock estuvo, durante toda la jornada del 3 de junio, bloqueada por dieciséis vagones de mineral. Es de vía única. No hubiera podido pasar nada por allí. En cuanto a la vía de Perseverance, es una doble vía larga con mucho tránsito pues la mina tiene fuerte producción. El 3 de junio, el tráfico se desarrolló como de costumbre y un grupo de obreros ferroviarios trabajó a lo largo de los cuatro kilómetros de línea. Era inconcebible que un tren no anunciado hubiera podido transitar sin llamar la atención. Puede observarse, para concluir, que ese desvío está situado más cerca de St. Hellens que el lugar en el cual fue descubierto el cadáver del mecánico. Por lo tanto, el tren debió estar pasando por ese trecho cuando le sucedió la desgracia al mecánico.

«Ningún indicio pudo encontrarse en el cuerpo de John Slater ni en sus heridas. Sólo podemos decir que según las apariencias, encontró la muerte al caer de la locomotora. Pero, ¿por qué cayó? ¿Qué pasó con la locomotora tras la caída? He aquí dos cuestiones sobre las cuales no me siento calificado para dar una opinión». El inspector terminaba su informe ofreciendo su dimisión a la compañía, pues había quedado muy mortificado por las críticas y sarcasmos de la prensa londinense.

Durante un mes, policías e investigadores de la compañía prosiguieron la investigación sin conseguir el menor resultado. Se ofreció una recompensa. En vano. Todas las mañanas los lectores abrían su diario esperando que un misterio tan grotesco se esclareciera finalmente. Pero las semanas pasaban y el enigma seguía en pie. En pleno día, durante una tarde de junio, en la zona de Inglaterra donde la densidad de la

población es mayor, un tren y sus ocupantes habían desaparecido tan completamente como si un experto en química los hubiese volatilizado. Además, entre las hipótesis varias que manejaba la prensa, algunas aludían a agentes sobrenaturales o extranaturales; un periodista insinuó incluso que el deforme señor Caratal era en realidad un personaje muy conocido con otro nombre. Otros redactores acusaron al compañero de tez morena de Caratal de ser el verdadero autor del hecho, pero nadie fue capaz de formular en palabras la naturaleza de ese delito.

Otras sugerencias lucieron más sensatas. Un célebre detective amateur por entonces escribió una carta al Times intentando tratar el caso con una lógica de pretensión científica. Sólo citaremos aquí un extracto. Los curiosos pueden remitirse al ejemplar del 3 de julio, donde lo leerán íntegro:

«Uno de los principios elementales del razonamiento práctico —sostenía— es eliminar lo imposible; en el resto, por improbable que parezca, está contenida la verdad. Es cierto que el tren sobrepasó la estación de Kenyon. Es cierto que nunca llegó a la de Barton Moss. Es en buena medida improbable pero sin embargo posible que haya desembocado en una de las siete vías secundarias practicables. Es evidentemente imposible que un tren ruede por otra cosa que no sean vías. Por lo tanto, podemos reducir nuestras “improbabilidades” a tres: las que se refieren a las vías que terminan en las minas de Carnstock, de Big Ben y Peseverance. ¿Hay acaso una sociedad secreta de mineros, una Camorra inglesa, capaz de destruir a la vez un tren y sus pasajeros? Es improbable, pero no imposible. Confieso que no puedo visualizar otra solución. Aconsejaría ciertamente a la compañía que concentrase sus esfuerzos en la vigilancia de esas tres vías y de los obreros que trabajan en ellas. Una inspección meticulosa de las oficinas de empeños del distrito podría igualmente aportar algunas indicaciones preciosas».

Tal sugerencia, emanada de una autoridad reconocida, provocó gran impresión, suscitando feroz oposición de parte de algunos, que la calificaron de calumnia ridícula y se erigieron en defensores de los trabajadores honestos y meritorios. «La autoridad» en cuestión desafió a sus censores a que presentaran explicaciones más plausibles. Como réplica a ese desafío, otras dos opiniones fueron emitidas en sendas cartas de lectores (Times, 7 y 9 de junio). La primera suponía que el tren había descarrilado precipitándose en el canal de Lancashire o en el de Staffordshire, que corren paralelos a las vías férreas durante algunos centenares de metros. Esta opinión no pudo sostenerse, dado que la profundidad de ambos canales era insuficiente para que en uno u otro se sumergiera un tren, aunque sólo constara de dos vagones. El segundo lector del Times escribió para llamar la atención sobre el portafolios que constituía aparentemente el único equipaje de los viajeros: ¿no hubiera podido contener un nuevo explosivo de una

potencia de desintegración formidable? Pero la hipótesis según la cual todo el tren habría sido reducido a polvo sin que los rieles sufrieran el menor daño, era de un absurdo evidente. La pesquisa llegó a un estado desesperado cuando se produjo un evento imprevisto: la señora McPherson recibió una carta de su marido, James McPherson, el jefe de operaciones del tren desaparecido.

La carta, que llevaba fecha del 5 de julio de 1890, había sido franqueada en New York y llegó a manos de su destinataria el 14 de julio. Los escépticos emitieron dudas sobre su autenticidad, pero la señora McPherson reconoció formalmente la escritura de su marido. Por otra parte, el hecho de que la carta viniera acompañada por la suma de cien dólares en billetes de cinco, ¡fue suficiente para apartar toda idea de mistificación! No contenía dirección alguna esa carta, redactada así:

«Querida esposa: he reflexionado mucho. Ha sido difícil abandonarte y abandonar a Lizzie. Trato de no pensar pero eso vuelve una y otra vez. Te mando un poco de dinero que podrás cambiar por veinte libras inglesas. Suficiente para un pasaje para ti y otro para Lizzie. Te recomiendo los barcos de Hamburgo que hacen escala en Southampton, son mejores y más baratos que los de Liverpool. Si te la puedes arreglar para venir y alojarte en la Pensión Johnston, trataré de escribirte para que nos encontremos, pero tengo demasiados problemas en este momento, y no soy muy feliz; no puedo renunciar a ambas. Nada más por el momento, te recuerda tu amante esposo, James McPherson».

Durante cierto tiempo, pudo esperarse que esta carta llevara al esclarecimiento del caso. Sobre todo cuando se estableció que un pasajero parecido al jefe del tren especial, como se parecen dos gotas de agua, había embarcado en Southhampton, bajo el apellido Simmers, en el paquebote Vistula, que hacía la línea Hamburg-New York. La señora McPherson y su hermana Lizzie Dolton se trasladaron a NewYork alojándose en la Pensión Jonson, como se les había indicado, sin que tuvieran la menor noticia de James McPherson. Es posible que comentarios periodísticos maliciosos hubieran advertido al nombrado que la policía pretendía usar a ambas mujeres como señuelo. Lo cierto es que no volvió a escribir y jamás se le vio el pelo. Su mujer y su cuñada se volvieron a Liverpool.

Y allí quedó el caso. Hasta este año de 1898. Por increíble que ello fuera, nada sucedió durante esos ocho años que pudiera explicar la extraordinaria desaparición de un tren especial que llevaba a bordo al señor Caratal y su compañero. Según serias investigaciones realizadas sobre ambos viajeros, el señor Caratal sería alguien muy conocido como financista y agente político en América Central. Durante su viaje hacia Europa, había manifestado gran deseo de llegar a París. Su compañero, quien figuraba en la lista de pasajeros con el nombre de Eduardo Gómez, era un violento, con

reputación de aventurero y hombre de acción, aunque siempre se había manifestado devotamente leal a Caratal, quien lo empleaba como guardaespaldas. Puede agregarse que la policía de París no brindó informe alguno concerniente al posible objeto del viaje precipitado del señor Caratal.

Los que he resumido eran los únicos hechos que se conocían del caso, hasta la publicación, por un diario de Marseille, de la reciente confesión de Herbert de Lernac, actualmente condenado a la guillotina por el homicidio de un comerciante llamado Bonvalot.

Esa declaración dice:

«No es por orgullo ni para envanecerme que hablaré. Si estuviera movido por esos propósitos, yo podría relatar una docena de impresionantes hechos en los cuales yo aparecería como héroe, todos ellos maravillosos. Pero revelo esta historia a fin de que ciertos personajes de París puedan comprender que yo, capaz de explicar aquí lo que pasó con el señor Caratal, yo, igualmente puedo explicar con qué interés y por pedido de quien actué, en caso de que la conmutación de la pena que he solicitado, tardase en concedérseme. ¡Cuidado, señores! ¡Escuchen mi advertencia antes de que sea demasiado tarde! Ya conocen a Herbert de Lernac; saben que cumple su palabra. ¡No se duerman, si lo hacen, están perdidos!

»Por el momento, no mencionaré nombres. ¡Lo que sucedería si supieran de quien se trata! Me limitaré a decir lo que yo hice. En esa época, yo era leal a mis patrones. ¿Acaso ellos lo serán conmigo? Así lo espero. Mientras no esté seguro de que me han traicionado, esos nombres cuyo conocimiento revolucionaría Europa no serán divulgados. Pero el día en que me traicionen… Basta: no diré más.

Así pues, en 1890, se celebró en París un resonante juicio, en relación con un monstruoso escándalo político y financiero. Estaba comprometido el honor y la carrera de numerosos líderes franceses. Ya han visto los muñecos, derechos, rígidos, compuestos, inflexibles. Y bien, observen ahora a la bocha, lanzada desde lejos, y pop, pop, pop… los bolos caen uno tras otro. Y bien, represéntense a algunos grandes hombres de la Francia bajo el aspecto de esos muñecos, y al señor Caratal como la bocha proyectada desde lejos. Si llegara, entonces los muñecos caerían bajo el pop, pop, pop. Se decidió que no llegara a París.

«No los acuso de haber procurado conscientemente el desastre. Sobre el tapete había grandes intereses financieros y políticos. Una asociación se conformó para solucionar el caso. Algunos adhirieron quizás sin comprender del todo cuál era el objetivo. Pero otros lo hicieron sabiéndolo, y pueden creerme, ¡no he olvidado sus nombres! Ellos habían sido advertidos de la llegada del señor Caratal antes de que él dejara América del Sur, y sabían que traía pruebas, pruebas que los arruinarían a todos. La asociación disponía de fondos ilimitados. Absolutamente ilimitados, no se si me explico. Buscaron un agente capaz de llevar a la práctica ese formidable poder. El elegido debía ser alguien inventivo, resuelto, sabio: un hombre como no hay otro en un millón. Su elección recayó en Herbert de Lernac. Reconozco que tenían razón.

»Mi misión consistía en elegir a mis subordinados, utilizando libremente el poder que da el dinero, y hacer que el señor Caratal no llegara nunca a París. Con la energía que me caracteriza, abordé mi misión en cuanto me fueron cursadas las instrucciones. Las disposiciones que tomé eran sin disputa las mejores.

Un hombre de confianza fue despachado a América del Sur para acompañar al señor Caratal durante su viaje de regreso. Si hubiera llegado a tiempo, él nunca habría llegado a Liverpool, pero hete aquí que el buque

ya había partido cuando mi agente pisó América. Armé un pequeño complot para interceptarlo, pero no tuve suerte. Como todos los grandes organizadores yo había previsto mi fracaso preparando proyectos de recambio, de los cuales uno u otro debía triunfar. ¡No subestimen las dificultades de mi empresa, y no imaginen que el caso se redujo a un vulgar asesinato! No solo debíamos destruir al señor Caratal sino a todo aquel que lo acompañara y de quien sospecháramos que él le había revelado sus secretos. Recuerden también que ellos estaban advertidos. La misión estaba ciertamente hecha a mi altura: mi maestría se yergue cuando otros defeccionan.

«Estaba listo para recibir al señor Caratal en Liverpool. Lo tenía todo preparado pues sabía que en Londres se había procurado una considerable escolta. La acción debía producirse pues entre el momento en el que pisara el muelle de Liverpool y su llegada a Londres, en la estación terminal de la London & West Coast. Elaboramos seis planes, cada uno de ellos más minucioso que el otro, para aplicar aquel que nos pareciese oportuno en el momento. Cualquier cosa que él decidiese, nos encontraría preparados. Si se quedaba en Liverpool, estábamos preparados para ello. Si tomaba un tren ordinario, un especial, un expreso, todo estaba previsto. Las cosas se habían organizado a la perfección.

»Quizás piensen que yo no podría hacerlo todo por mí mismo. ¿Qué sabía yo, por ejemplo, sobre los ferrocarriles ingleses? Pero con dinero uno se procura lo que sea en cualquier lugar del mundo. Yo disponía de uno de los cerebros más agudos de Inglaterra. Callaré su nombre, pero sería desleal de mi parte reivindicar para mí todo el crédito de este caso. Mi aliado inglés estaba a la altura. Conocía a fondo la línea de la London & West Coast y reclutó un grupo de obreros devotos e inteligentes. A él le corresponde el mérito de la idea: mi juicio sólo fue solicitado para los detalles. Corrompimos a algunos empleados, como McPherson, el más importante pues, según toda probabilidad, iba a ser él el designado como jefe de un tren especial. Stoler, el maquinista, estaba también a nuestro servicio. John Slater, el mecánico, había sido tocado pero no insistimos en comprarlo porque era peligrosamente testarudo. No estábamos seguros de si el señor Caratal tomaría un tren especial pero lo considerábamos altamente probable debido a que quería alcanzar París lo más rápidamente posible. Hicimos pues preparativos especiales en vista de esa eventualidad; todo fue puesto a punto antes de que el barco se acercara a las costas inglesas. Quizás les divierta saber que a bordo del remolcador que arrastró el paquebote al amarradero iba uno de mis agentes.

»Desde que Caratal puso sus pies en Liverpool nos dimos cuenta de que él se sentía en peligro y sospechaba. Había elegido para acompañarlo a un tipo peligroso, llamado Gómez, armado y dispuesto a servirse de sus armas. Este Gómez llevaba los documentos confidenciales de Caratal y evidentemente estaba decidido a defenderlos, a ellos y a su patrón. Caratal le había hecho seguramente sus confidencias. Por lo tanto, hacer desaparecer a Caratal sin hacer lo mismo con Gómez hubiera sido un dispendio de energía. La necesidad mandaba que ambos tuvieran el mismo destino. Nuestros planes se vieron facilitados cuando ambos pidieron un tren especial. A bordo de este tren especial, dos de los tres empleados estaban a nuestro servicio, pagados con unos precios que les aseguraban placentero ocio por el resto de sus respectivas vidas. No diré que los ingleses son más honestos que otros pueblos, pero eso sí, son más caros que ninguno.

»Ya he hablado de mi agente inglés, quien se hubiera asegurado un magnífico porvenir si no le hubiera pasado algo en su garganta… él se había encargado de todo el asunto en Liverpool; yo me había alojado en la posada de Kenyon, a la espera de un mensaje cifrado para actuar. Cuando el arreglo del tren especial concluyó, mi agente me telegrafío advirtiéndome que estuviese preparado. Él mismo, bajo el nombre de Horace Moore, se precipitó a pedir un segundo tren especial, con la esperanza de que formara parte del convoy del señor Caratal; en caso de que el plan principal fallase, ello nos pudo haber sido útil. Si por ejemplo, hubiera fracasado nuestro gran golpe, mi agente hubiera matado a los dos destruyendo los documentos. Pero Caratal, desconfiado, rehusó admitir otro pasajero. Mi agente dejó pues la estación y volvió a entrar por otra puerta, trepando al furgón del tren especial, donde se juntó con McPherson, el jefe del convoy.

»Antes de seguir, permítame formular una aclaración sobre mi actividad. Desde hacía ya varios días, todo estaba preparado: sólo faltaba el último toque. La vía secundaria elegida en algunos momentos había estado unida a la trocha principal pero esa unión ya no existía. Sin embargo, sólo tuvimos que reemplazar algunos rieles para reconstituirla. Esos rieles estaban ya en el lugar, aunque nadie los hubiese visto. Sólo había que unir todo. Las traversas, los rieles, los junturas… todo estaba en un depósito abandonado. Con mi equipo de obreros, poco numeroso pero especializado, habíamos arreglado todo antes de que pasara el tren. Cuando llegó, se reencarriló sobre la vía secundaria con tal suavidad que los dos pasajeros no notaron ni siquiera la más leve sacudida.

»Según nuestro plan, Smith, el conductor, debía cloroformar a John Slater, el mecánico, a fin de que despareciera con los demás. En este punto, la ejecución fue inferior a la concepción (no hablo de la criminal imbecilidad de McPherson cuando escribió a su mujer). Nuestro chofer fue tan torpe en la agresión que Slater cayó, debatiéndose, de la locomotora. La suerte nos sonreía: se rompió el codo en la caída. De todas maneras, fue una mancha en lo que hubiera sido uno de esas perfectas obras maestras que solo merecen la silenciosa admiración de los contempladores. El experto criminal solo encontrará en nuestro plan un único punto débil: John Slater. Un exitoso como yo puede darse el lujo de ser sincero; marco con mi dedo a John Slater y proclamo que él fue la única falla de un plan perfecto.

»Nuestro tren especial se había bifurcado sobre la vía secundaria de unos dos kilómetros de largo y desembocaba en la mina abandonada de Heartsease, una de la mas vastas minas de carbón de Inglaterra. ¿Les sorprende que nadie haya visto correr un tren sobre esa vía desafectada? Les respondo que a lo largo de toda su extensión, la vía corre sumergida en un barranco y, a menos de estar parado en el terraplén, nadie hubiera podido sospechar el paso. Pero había alguien en ese talud. Era yo. Puedo pues decirles que lo vi.

»Uno de mis hombres había quedado sobre la vía para dirigir la operación local, tan importante. Con él eran cuatro los hombres armados con quienes contaba. Si el tren hubiera descarrilado, hipótesis que habíamos previsto vista la antigüedad del metal, ellos hubieran atacado a los viajeros. Pero cuando vio ese hombre que el tren tomaba suavemente la vía secundaria, se fue, dejándome a cargo de la operación. Yo esperaba en un punto desde el cual podía vigilar el pozo de la mina. Estaba armado. Tenía conmigo a dos colegas armados. En fin, si me entienden, estaba preparado para todo.

»Cuando el tren iba a tomar la vía secundaria, Smith, el chofer, disminuyó la marcha; luego al retomar velocidad, saltó en compañía de McPherson y de mi teniente inglés, antes de que fuera demasiado tarde. Fue tal vez esa disminución de la velocidad lo que alertó a los viajeros, pero cuando miraron hacia la cabecera del tren, este había vuelto a marchar a toda velocidad. Aún sonrío pensando en la sorpresa: ¿qué pensarían ustedes si, viajando en un vagón de lujo, notaran de pronto que los rieles sobre los que marcha su tren están en realidad llenos de herrumbre, rotos, podridos…? ¡Se les debe haber cortado el aliento cuando se dieron cuenta de que en la terminal, no los esperaba Manchester sino la Muerte! El tren corría a una velocidad fantástica, corría, se bamboleaba sobre esas vías putrefactas, las ruedas gemían horriblemente contra el herrumbre. Me pasó cerca: pude distinguir sus rostros. Caratal oraba… Al menos yo creí que oraba pues había algo así como un rosario que le bailaba en los dedos. El otro enrojecía. Se hubiera dicho un toro que huele la sangre del matadero. Nos vio parados sobre el talud. Agitó los brazos como un loco. Luego, tiró el portafolios por la ventanilla, en nuestra dirección. No cabían dudas sobre el significado de ese gesto. Nos dejaba los documentos, y nos prometía el silencio si le salvábamos la vida. Se la hubiéramos concedido si hubiéramos podido. Pero los negocios son los negocios. Y luego… El tren había escapado a nuestro control.

»Gómez dejó de aullar mientras el tren gemía al girar y miraba el hocico negro de la mina que corría hacia él. Habíamos retirado las planchas que la recubrían habitualmente, despejando la entrada. Los rieles habían sido prolongados hasta terminar cerca del pozo a fin de facilitar la carga del carbón. Sólo debíamos ajustar dos

o tres, la vía casi llegaba al borde del pozo. De hecho, las distancias no concordaban exactamente, nuestra vía se terminaba a un metro del vacío. Veíamos los dos rostros en la portezuela del vagón: Caratal abajo, Gómez arriba. Ambos mudos. Y sin embargo, no podían apartarse de la portezuela. Lo que veían parecía paralizarlos.

»Me pregunté como el tren, rodando a esa velocidad, abordaría el pozo de la mina. Esperaba con impaciencia ver lo que pasaba. Uno de mis compañeros pensaba que a semejante velocidad, se lanzaría y podría franquearlo. Por cierto, ¡faltó poco para que acertara! Felizmente, el salto quedó un poco corto, y los parachoques de la locomotora se estrellaron contra el otro borde del pozo con un inmenso estruendo. La caldera estalló. El tender, los vagones, el furgón se aplastaron entre sí y todo ello, con lo que quedaba de la máquina, obstruyó durante un minuto la abertura del pozo. Luego, algo cedió en el medio y la masa de hierro, de carbones humosos, de cobres, de ruedas de carrocerías y de cojinetes se precipitó al fondo de la mina. Oímos los ruidos del choque cuando los residuos se estrellaban con las paredes, en fin, luego de un largo momento, se elevó como un lamento sordo: los restos del tren especial habían entrado en contacto con el fondo. La caldera explotó, un trueno estalló tras el lamento y una espesa nube de vapor y humo se elevó en torbellino desde las entrañas de la mina para convertirse en lluvia alrededor de nosotros. Luego, el vapor se disipó, se deshilachó en franjas delgadas que flotaron bajo el sol de verano y todo volvió a estar tranquilo en la mina de Heartsease.

»Ahora, sólo nos quedaba hacer desaparecer cualquier huella de nuestro triunfo. Nuestro pequeño equipo de obreros en el otro extremo de la vía ya había retirado los rieles y restablecido los cruces de vías. Los lugares quedaron igual. A la mina le dedicamos mucho trabajo. La chimenea y otros restos fueron evacuados al interior del pozo. La abertura fue tapada con planchas. Los rieles que habíamos instalados fueron arrancados y llevados más lejos. Luego, sin ponernos nerviosos ni perder un segundo de nuestro tiempo, nos dispersamos.

»Algunos de nosotros nos reencontramos en París, mi colega inglés se instaló en Manchester; McPherson se dirigió a Southampton desde donde emigró a América. Los diarios ingleses de la época son suficientemente elocuentes sobre la forma en la que cumplimos nuestra tarea, eludiendo a los más hábiles policías del mundo.

»¿Recuerdan que Gómez había arrojado por la ventana su portafolio con documentos…? No necesito decirles que nos apoderamos de esa cartera y la reenviamos a nuestros empleadores. Quizás a ellos no deje de interesarles el detalle de que algunos de esos documentos me los quedé como recuerdo personal. De ninguna manera deseo divulgarlos. Pero ¡cada uno va a lo suyo! ¿Podría hacer otra cosa si mis amigos no acuden en mi ayuda cuando necesito de ellos? Señores, tienen buenas razones para saber que Herbert de Lernac es tan formidable cuando está contra alguien como cuando está a favor de alguien. No es hombre de subir a la guillotina antes de haberlos visto marchando hacia la Nueva Caledonia. En su propio interés, sino por amor a mí, ¡dese prisa, señor…, y usted, general… y usted, barón…! Podrán fácilmente reemplazar esos puntos por nombres cuando lean este diario. Les doy mi palabra: en la próxima edición, ¡no habrá blancos!

»P. D. Al releer mi declaración sólo compruebo una omisión. Concierne al desgraciado McPherson, que fue tan estúpido como para escribir una carta a su mujer dándole cita en New York. Se comprenderá que, cuando intereses tan considerables como los nuestros están en juego, no podemos correr el riesgo de que un hombre de semejante condición social charle con su mujer. Había roto su palabra escribiéndole. Perdimos la confianza en él. Por lo tanto, tomamos disposiciones para que no volviera a verla. Debimos haberle informado a ella que podía volver a casarse cuando se le ocurriera. Hubiera sido lo correcto».

lunes, 8 de agosto de 2022

Álvaro Abós Asesinos. Prólogo. COMPILADOR.

 


Este libro pasea por todos las formas posibles de narrar el crimen: a veces por la voz de un testigo que puede ser la voz de un narrador impersonal, a veces por la voz de la víctima, a veces por la voz del asesino, sin excluir una experiencia notable: en uno de los cuentos que integran esta antología, la víctima será… el propio lector. El volumen ofrece crímenes narrados por Edgar Allan Poe, Horacio Quiroga, Marqués de Sade, Anton Chejov, Bram Stoker, Ricardo Güiraldes, Italo Svevo y muchos otros. Estos relatos sobre crímenes revelan algunas lecciones sobre la literatura, como por ejemplo que casi toda narración tiene un argumento a la vista y otro escondido, y que, a veces, los criminales no son los que empuñan la daga o aprietan el gatillo.

Álvaro Abós

Asesinos

PRÓLOGO

De la literatura considerada como uno de los bellos crímenes

Alvaro Abós

Esta antología ha sido ideada bajo la siguiente premisa: ningún gran escritor se ha privado de narrar un crimen aun cuando sus intereses temáticos estuvieran muy lejos de lo criminal. Pero, al mismo tiempo, todo gran escritor, al narrar un crimen, preserva su mundo más genuino. El crimen como inspirador de la literatura está en la Divina Comedia pues en la sección V, versos 73 a 142 del Inferno, el Dante narra la tragedia de la bellísima Francesca de Rímini, sorpendida por su esposo, el guelfo Gianciotto, en brazos de su cuñado, Paolo. Gianciotto —uxoricida y fratricida, pues— atravesó a ambos amantes con su espada y Dante, quien ha tomado esa historia de las crónicas que aun pueden rastrearse —y hablamos del siglo XIII—, escribe: «Amor condusse noi ad una morte…».

Shakespeare puebla casi todas sus comedias y tragedias de crímenes o premoniciones de crímenes. Por eso, ¿cómo extrañarse que Marcel Proust, el memorialista del tiempo que pasa y de las coteries aristocráticas elija, en el texto seleccionado para esta antología, narrar un espeluznante crimen? Su cuento o crónica o ensayo-cuento está escrito como Proust; «Sentimientos filiales de un parricida» es puro Proust, del principio al fin, con su escritura barroca, llena de divagaciones e interludios, que además contiene una mirada muy aguda, y sorprendentemente actual sobre la prensa; pero cuando Proust se pone a narrar el crimen tras esta larga introducción, ¡ahí caen todos los velos!

También el Oscar Wilde que comparece en esta antología es un Wilde de diamante —ácido, malévolo, ligero en su crónica-relato sobreun pintor que asimismo envenenaba. El vértigo del crimen aferra al escritor-dandy y su relato se vuelve seco como una puñalada.

En algunos de los cuentos aquí reunidos, el crimen pareciera estar ausente y habrá que esperar a la última línea para que él estalle como una granada escondida, y sus esquirlas contaminen retrospectivamente el texto, que el lector deberá entonces releer. En otros casos, como en el complejísimo «El delator» de Joseph Conrad, el crimen está tan incrustado en las conciencias de los agonistas que no sólo hay que esperarlo sino

reconstruirlo, para llegar a la conclusión de que el crimen de la calle Hermione no fue exactamente un crimen. Y, con asombro, concluir que en este cuento sobre crímenes que son y no son crímenes, en esta profecía genial sobre el fanatismo y la manipulación del poder, se repite una de las verdades de la literatura: toda narración tiene un argumento a la vista y otro escondido. Y a veces, lección segunda, los criminales no son los que empuñan la daga o aprietan el gatillo.

Guillaume Apollinaire y Ambrose Bierce y el tónico Alphonse Allais nos muestran que se puede reír sobre el crimen como sobre otras desgracias. El crimen puede abrir avenidas y a veces cortadas (¿o coartadas?) a los escritores. Ricardo Güiraldes, el nostalgioso aeda de un campo argentino paradisíaco, narra aquí un crimen tanto más sórdido por conciso. Horacio Quiroga emerge de la selva y transita las calles de un Buenos Aires extrañamente anticuado y a la vez futurista, tras las andanzas asesinas de un mono.

Estos cuentos narran crímenes inquietantemente actuales. Sobre todas las escrituras, el tiempo deja huellas; en este caso, tratándose de genuina literatura, las enriquece. Cuando en 1933 Jorge Luis Borges tituló «Las muertes concéntricas» su traducción de «The mignons of Midas» de Jack London, que publicó en Crítica, y que luego incorporó a varias antologías, reveló que, por sobre otra lectura lo fascinaba la geometría argumental y el bordado de la trama de London. Pero hoy podemos leer ese cuento de otra manera. Por ello, al retraducirlo restituí el título original: «Los sicarios de Midas». En el tiempo del terrorismo planetario, donde sicarios y fundamentalistas danzan un macabro minué en todos los rincones del globo, la fábula de London —data de 1901—, ilumina flagelos de nuestra vida actual, donde el crimen, además de un enigma humano, como lo fue siempre, es también la fuente de pánicos ante los cuales semejan inocentes muñecos los marcianos que Orson Welles hizo creer reales. ¿La literatura como profecía?

Al reunir los textos que componen esta antología, encontré cuentos profetizados por otros cuentos. Y nacen asociaciones, cuanto menos, curiosas. En 1934, James Cain publica el famoso Postman always rings twice (El cartero llama dos veces), joya de la novela negra norteamericana. Pero, ya el Marqués de Sade había recibido a aquel cartero en un Castillo del Loire, o quizás en el asilo de Charenton, cuando apenas había comenzado el siglo XIX: véase el cuento «La castellana de Longeville». A su vez, un año antes que Cain, el mismo cartero trajo carta para Víctor Juan Guillot, notable y olvidado escritor argentino de relatos negros, autor de esa «Escalera real», orgullosamente rescatada en esta antología y que también pudieron gozar, en 1933, los lectores felices de aquella hoy mítica Revista Multicolor de los Sábados —suplemento de Crítica— que inventó el talento de Natalio Botana y dirigieron Jorge Luis Borges y Ulises Petit de Murat.

Se dirá: es el tema eterno de la pareja adúltera como asociación criminal. Las historias sobre crímenes son de alguna manera siempre las mismas, desde que el biblista estampó las terribles palabras sobre el acto cainita. Igual y distinto, variado aunque idéntico, el crimen es fruto acerbo que crece en todos los climas y geografías. El crimen nos conmueve y perturba escondido en la niebla de Londres —ese ingrediente esencial de tantos cocktails negros— o bajo el sol abrasador de un pueblo polvoriento de la provincia de Buenos Aires, o en un rincón del Midi o en una aldea de la Galicia coruñesa o en una armónica cittadina de la Lombardía. O en una celda en alguna cárcel del mundo donde se oyen los golpes de quienes levantan el patíbulo. En varias de las historias aquí reunidas, la angustia y el temblor de los escritores enfrenta a uno de los asesinos más temibles, ese que no tiene cara ni nombre, ni conciencia: el Estado. O la tiene, velada por la máscara negra del verdugo.

Este libro pasea por todos las formas posibles de narrar el crimen: a veces por la voz de un testigo que puede ser la voz de un narrador impersonal, a veces por la voz de la víctima —veáse el inquietante relato de Léon Bloy— a veces por la voz del asesino, sin excluir una experiencia notable. En uno de los cuentos que integran esta antología, la víctima será… el propio lector. En el supuesto de que alguien empiece a leer este libro por el prólogo, no podemos privar al lector (y privarme yo en cuanto módico deus ex machina) de ese suspenso.

El idioma castellano tiene dos palabras para designar a quien priva a otro de la vida. Un término es legal: «homicida». El otro es de uso común: «asesino», palabra que proviene de hassásin, miembro de una secta sufí que consumía hachís o droga del cannabis antes de sus cruentas incursiones. Otros filólogos creen que desciende de un verbo griego, kríno, que significa «separar». Por otra parte, la palabra «crimen» desciende del latín crimen, que tanto significaba «delito» como «acusación». También es latino otro posible origen ligado a la raíz *kr. depurar, limpiar. En latín muerte es mors y de allí provienen tanto la palabra inglesa que designa al asesinato, murder, como la alemana, morderisch.

Quizás estas menudas erudiciones filológicas nos den una pista del complejo de cuestiones que se entrelazan en la noción del asesinato, y también orienten sobre esta cuestión: ¿por qué el más horrendo de los crímenes, la privación de una vida, acto que nos asquea en la realidad, nos atrae en el arte? Thomas de Quincey respondió a esa pregunta a través de filosa ironía cuando, disfrazado de docto conferenciante, tituló uno de sus ¿ensayos?, Del asesinato considerado como una de las bellas artes. Allí inventa una Sociedad de Expertos en el Asesinato, una tradición tan presente en toda la novela inglesa desde Dickens a Graham Greene, pródiga en asociaciones, clubes y peñas, algunas muy lunáticas. Explica de Quincey que todo comienza con Coleridge quien en

su Kublai Kahn cuenta sobre una Secta de Asesinos fundada por el Viejo de la Montaña. El juego literario es infinito.

Si el criminal, como decía Chesterton, es el artista y el crítico el detective, ¿qué es el lector? El lector, ese voyeur, es al mismo tiempo criminal y víctima. En todo caso el crimen en literatura abre un enigma que va más allá de saber quién lo hizo. ¿Cómo fue posible? Por eso, en esta antología no hay demasiados policías. En todo caso, la policía viene siempre después del crimen. Por lo tanto, estos relatos magistrales más que policíacos son cuentos criminales. Son grandes cuentos y quizás les quepa mejor que policiales la calificación de cuentos criminales.

Paradójicamente, la literatura sobre el crimen, tantas veces asociada al entretenimiento y la pura diversión («Evasión» se llamaba una colección policial de la Hachette argentina) camina sobre ese filo que Herman Hesse sintetizaba en un cartel pegado en la puerta de su casa: «Que no entre nadie que no haya estado en el límite de la muerte».

Contar un crimen es más importante que juzgar a su culpable, podría ser una ley no escrita para los escritores que cuentan crímenes. El asesinato es una experiencia radical y oscura, tan intensa como la creación, el encuentro con Dios o la vocación.

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