NOTA A LA EDICIÓN
El libro que tiene
el lector en sus manos corresponde
a un volumen
independiente de la Bloom’s Literary Criticism,
una monumental
colección de crítica literaria en
seis volúmenes,
editada por la Chelsea House Publishers
y dirigida y
presentada por el prestigioso crítico y escritor
Harold Bloom.
Esta colección, casi enciclopédica, recoge
el fruto de
veinte años de trabajo, y se convierte así en la
primera obra de
referencia de la interpretación literaria
contemporánea.
Este volumen es uno de los libros de crítica
literaria
dedicada al cuento más importantes hasta
ahora
publicados, de tal forma que podemos afirmar que
con esta obra el
autor ha marcado un verdadero «Canon
del cuento».
Bloom no se limita a facilitamos una lista,
una colección de
sus cuentistas favoritos, sino que aporta
jugosas
reflexiones sobre la narrativa breve, su dinámica
interna propia y
única, y su naturaleza ambigua como
género
independiente de la épica, de la novela o de la
poesía. Bloom
señala, en este sentido, la dificultad que
siempre ha
tenido el cuento para alzarse como un género
definible. Los
treinta y nueve cuentistas escogidos por
Bloom, tan
distintos, responden no obstante a un patrón
común que los
hermana; aunque sus cuentos son muy
distintos, todos
se basan en una de estas dos tradiciones:
la de Chéjov,
por un lado, o la de Poe, Kafka y Borges,
por otro. La
ambigüedad del género cuento quizá
nunca se
resuelva, pero siempre habrá diálogos internos
entre unos
cuentistas y otros, de tal manera que, sostiene
Bloom, «los cuentos
se relacionen los unos con los otros
como milagros».
Las traducciones
de los fragmentos de los relatos donde
no se indica la
edición española disponible son responsabilidad
del traductor.
Agradecemos a la librería Tres
rosas amarillas,
a la editorial Val demar y a P. F. Amigot,
así como al
personal de la Biblioteca Pública Central de
Madrid, su
inestimable colaboración en la realización
de esta obra.
Feo. J a v ie r Jim énez
Editor
PREFACIO
Comencé editando
antologías de crítica literaria para la
editorial
Chelsea House a comienzos de 1984 y el primer
volumen, Edgar
Alian Poe: Modem Critical Views, se publicó
en enero de
1985, así que ahora se cumple el vigésimo
aniversario1 de
una aventura un tanto quijotesca. Si me
preguntan
cuántos libros individuales han formado parte
de este proyecto
ya no sería capaz de dar una repuesta
precisa, pues en
un período de tiempo tan largo muchos
volúmenes quedan
descatalogados, e incluso series enteras
se han
interrumpido. Un cálculo aproximado daría más de
un millar de
antologías individuales; puede que sea una
cantidad poco
sensata para haber sido reunida y presentada
por un solo
crítico.
Algunos de estos
libros han aparecido en lugares inesperados:
en habitaciones
de hotel en Bolonia y Valencia, Coimbra
y Oslo; en
puestos de libros de viejo en Fráncfort y Niza; sobre
estanterías de
escritores allá donde he ido. Mandé un lote
como respuesta a
una petición de una biblioteca universitaria
de Macedonia, y
he donado algunos de ellos, también tras
petición, a unos
cuantos presidiarios que cumplen cadena per1.
El original de Skort
story writers and short stories se publicó en 2005.
petua en
cárceles de Estados Unidos. Mil libros a lo largo de
dos décadas
pueden llegar a muchas orillas y a muchas vidas;
y a mis setenta
y cuatro años estoy un tanto desconcertado por
lo extraño de la
empresa, especialmente ahora que ha saltado
de un siglo a
otro.
No se puede
decir que yo haya refrendado todo ensayo
crítico que se
ha reeditado como ponen de manifiesto las
notas de mi editor.
Sin embargo, los libros han de reflejar
razonablemente
los modos de crítica actuales y las modas
educativas, no
todos ellos santos de mi devoción. Pero es que
yo soy un
dinosaurio, alegremente bautizado por mí mismo
con el nombre de
«Bloom Brontosaurus Bardolator». Yo acepto
únicamente tres
criterios de grandeza en la literatura de
imaginación:
esplendor estético, poder cognitivo y sabiduría.
Lo que se ha
dado ahora en llamar «relevancia» terminará
en el cubo de la
basura en menos de una generación, ya que
nuestra sociedad
-de forma un tanto tardía- va enmendando
prejuicios e
injusticias. Las modas en literatura y en crítica
caducan como
piezas típicas de una época determinada. Pero
el mobiliario
viejo y bien hecho sobrevive como antigüedad
valiosa, destino
que no es el de las exhortaciones imaginativas
e ideológicas
mal fabricadas.
El tiempo, que
nos va deteriorando hasta que nos destruye,
es aún más
despiadado a la hora de arrumbar novelas,
poemas, obras de
teatro y cuentos inconsistentes, por
mucha virtud que
muestren. Dense un paseo por alguna
biblioteca y
fíjense en las obras maestras de hace treinta
años: puede que
unos pocos libros olvidados tengan valor,
pero la
iniquidad del olvido ha sido el resultado en la mayoría
de los best
sellers de la venganza implacable del tiempo.
El otro día un
amigo y antiguo alumno me contaba que
el primero de
los poetas laureados de América del siglo
XX había sido
Joseph Auslander2, que mi todavía buena
2. Joseph Auslander
(1897-1965), poeta y novelista norteamericano.
memoria no logra
ubicar. Últimamente la señora Felicia
Hemans3 está
siendo objeto de estudio y explicada por un
buen número de
estudiosas feministas del Romanticismo.
De los poemas de
aquella valiente sabia que escribía para
dar de comer a
su prole únicamente recuerdo el primer
verso de
«Casabianca», y sólo porque Mark Twain añadió
otro de su
propia cosecha para hacer un pareado:
The boy stood on
the buming deck Eating peanuts by the peck4.
De todas formas,
yo no pretendo afirmar la inutilidad
social de la
literatura pese a que admiro la grandiosa declaración
de Oscar Wilde:
«Todo arte es perfectamente inútil».
Shakespeare
podría servir aquí como ejemplo del gran efecto
benéfico que
comporta la más alta literatura: si es apreciada
con propiedad
puede sanar parte de la violencia que se genera
en cualquier
tipo de sociedad. A mi juicio Walt Whitman
es el escritor
clave que ha surgido hasta ahora en las Américas
-la del Norte,
la Central, la del Sur y la del Caribe- tanto
en inglés,
español, portugués, francés, yidis u otras lenguas.
Y Walt Whitman
es un sanador, un poeta-profeta que descubrió
su pragmática
vocación sirviendo como enfermero
voluntario y sin
sueldo en los hospitales de Washington D.
C. durante la
Guerra de Secesión. Leer y entender adecuadamente
a Whitman puede
ser una educación en la autoconfianza
y en la ciara de
la propia conciencia.
La función de la
crítica literaria, tal y como yo la concibo
a mi edad cada
vez más provecta, consiste principalmente
en
reconocimiento y apreciación -en el sentido de Walter
Pater5— que
mezcla análisis y valoración. Cuando Pater
3. Felicia
Dorotea Browne, de casada Hemans (1793-1835), poetisa inglesa.
4. «El chico
estaba en el ardiente muelle / comiendo cacahuetes sin perder
fuelle» (N. del T.).
5. Walter
Horatio Pater (1839-1894), escritor e historiador del arte inglés.
hablaba de «el
arte por amor al arte» incluía implícitamente
en su
declaración lo que D. H. Lawrence quería decir con «el
arte por amor a
la vida». Lawrence, el más provocador de los
vitalistas
poswhitmanianos, padece hoy en día un eclipse
total en la
enseñanza superior de las naciones angloparlantes.
Las feministas
lo han proscrito con sus acusaciones de
misoginia, y
afirman de él que lo que anhelaba era que las
mujeres
renunciaran al placer del sexo. Basándose en esta
suposición los
estudiantes pierden la experiencia de leer a
uno de los
principales autores del siglo XX, novelista excepcional,
cuentista, poeta,
crítico y profeta a un tiempo.
Un proyecto tan
vasto como este de Chelsea House Literary
Criticism
refleja sin duda los defectos y las virtudes
de su editor. La
exhaustividad ha sido uno de los objetivos
perseguidos y he
intentado (en la mayoría de las ocasiones)
dejar a un lado
mis propias opiniones literarias. Me
apena que el
mercado mantenga un volumen tan grande
de libros
descatalogados, si bien me consuela el ejemplo
de mi ídolo, el
doctor Samuel Johnson, en su Vidas de los
poetas. Los libreros (que
eran al mismo tiempo editores
y vendedores)
elegían a los poetas, y Johnson fue capaz
de decir
exactamente lo que pensaba de cada uno. ¿Quién
recuerda a
aquellos ilustres Yalden6, Sprat7, Roscommon8
y Stepney9?
Sería desagradable para mí nombrar a sus
equivalentes
contemporáneos, pero su nombre es legión.
En esta búsqueda
he aprendido sobre todo el concepto
de
exhaustividad, que me ha enseñado a escribir para un
público amplio.
La crítica literaria es al mismo tiempo un modo
individual y
colectivo. Tiene sus titanes como Johnson,
Coleridge,
Lessing, Goethe, Hazlitt, Sainte-Beuve, Pater,
Curtius, Valéry,
Frye, Empson, Kennneth Burke. Pero la
6. Thomas Yalden
(1670-1736).
7. Thomas Sprat
(1635-1713).
8. Wentworth
Dillon, Conde de Roscommon (1630-1685).
9. George
Stepney (1663-1707).
mayoría de los
que reproduzco no pueden tener tanta eminencia;
hay que
conformarse con lo que hay. A lo largo de
toda una vida
leyendo y enseñando se aprende tanto de
tantos que uno
no llega a tener muy claro cuáles son sus
deudas
intelectuales. Nunca llegaré a conocer a cientos de
aquellos a
quienes he reeditado, pero me han ayudado a
ilustrarme en la
medida en que he sido capaz de aprender
de alguien que
ha sido un huésped de otras mentes.
Harold Bloom
INTRODUCCIÓN
A pesar de que
se incluyen aquí comentarios sobre treinta
y nueve maestros
del cuento, he de lamentar ausencias
como la de Alice
Munro, Saki, Edna O’Brien, A. E.
Coppard, Frank
O’Connor, Katherine Mansfield y enormes
figuras
anteriores como E. T. A. Hoffmann, Kleist, Tolstoi,
Léskov y Hardy,
entre muchos otros.
Frank O’Connor
escribió un estudio muy provocador sobre
el cuento, La
voz solitaria, que todavía me suscita un útil
desacuerdo.
Siempre me sorprende que O’Connor fuera tan
espléndido con
Shakespeare a pesar de que La voz solitaria
en ningún
momento llegue a ser tan distinguido como
Shakespeare’s
Progress, uno
de los admirables estudios literarios
sobre el más
grande de todos los escritores. Quizás
O’Connor
estuviera demasiado cerca del arte del cuento, al
que él veía como
la voz solitaria de «grupos de población
sumergida».
O’Connor se vio obligado a creer que el cuento se
mantenía por su
propia naturaleza alejado de la colectividad:
romántico,
individualista e intransigente.
Puedo reconocer
a D. H. Lawrence y a James Joyce, a
Hemingway y a
Katherine Anne Porter en esa afirmación,
pero no a Hans
Christian Andersen, a Turgueniev, a Mark
Twain, a
Tolstoi, a Kipling, a Isaac Bábel. La poesía lírica
desde el
Renacimiento hasta W. B. Yeats, pasando por
los románticos,
emana de la soledad de las alturas, pero los
cuentos tampoco
han de reflejar necesariamente ninguna
dialéctica
social concreta.
El cuento no
tiene a ningún Homero o Shakespeare,
ningún Dickens o
Proust: ni siquiera de Turgueniev o
de Chéjov, de
Joyce o de Lawrence, Borges o Kafka, de
Flannery
O’Connor o Edna O’Brien se puede decir que
dominen la
forma. Cuando oigo mencionar el género de la
épica en quien
primero pienso es en Homero o en Milton;
y casi todo el
mundo a la mención de una obra dramática
en verso
responde con Hamlet. ¿Será acaso una mera particularidad
personal el que
los cuentos evoquen de forma
inmediata en mí
un sentido de multiplicidad mientras
que los poemas
líricos me sugieran a Shelley y a Keats?
¿Hay algo más
anónimo respecto al cuento que la forma?
Frank O’Connor
rechazaría mi pregunta: el individualismo
y la
intransigencia a duras penas son compatibles con
el anonimato.
Sospecho que existen elementos genéricos
que unen a los
cuentos de manera más íntima que los
rasgos comunes
de poemas, obras de teatro y novelas.
Y, sin embargo,
si me paro a pensar en algunos de mis
cuentistas
favoritos del siglo XX, digamos Henry James y D.
H. Lawrence,
apenas tengo conciencia de que estén escribiendo
en el mismo
género: el extraordinario vitalismo de Lawrence
es
expresionista; los matices de James son impresionistas.
Frank O’Connor,
fiel a su obsesión crítica, hace balance
de Lawrence
diciendo que «huyó de la población sumergida
entre la cual
Kabía crecido», pero yo creo que se trata de una
valoración
limitada del impulso de Lawrence por escapar a
nuestra
condición natural de caídos: «nuestra crucifixión en
el sexo», como
él escribió. James permanece en su mundo de
origen al tiempo
que mezcla sexualidad y fantasmagoría en
una solución
fascinante. Y entonces, ¿qué poseían en común
Lawrence y James
como escritores de cuentos?
El Lawrence
cuentista derivaba de Thomas Hardy,
mientras que
James mezcló a Turgueniev y a Hawthome.
Sin embargo, ni
Lawrence ni James era escritores fantásticos
a la manera de
Hans Christian Andersen, Poe, Gógol,
Lewis Carroll,
Kafka y Borges. Si la tradición principal del
cuento es
chejoviana, alterna con el modo kafkiano-borgesiano,
de pesadillas
fantasmagóricas. Lawrence y James
cuentan con
cualidades reconocibles que son chejovianas,
y ninguno de
ellos fue precursor de Borges.
Frank O’Connor
concibió el cuento como un arte chejoviano
atestado de «una
nueva población sumergida de
médicos,
profesores, y a veces sacerdotes». Sin embargo,
cuando leo a
Chéjov tengo la impresión de que todo el
mundo está
sumergido por la soledad y la falta de comprensión.
Cuando censura a
Kipling por tener demasiada
conciencia de
grupo, O’Connor no me parece en absoluto
coherente.
¿Acaso para que un cuento perdure ha de versar
sobre la soledad
del hombre?
Mark Twain,
Thomas Mann, Hemingway, Faulkner y
Scott Fitzgerald
sabían todos mucho de soledad, pero difícilmente
me parece que
eso sea lo central en ninguno de ellos a
la hora de
contar historias. Lawrence nos pidió que confiáramos
en el relato, no
en el artista, y las grandes historias muy
raras veces
manifiestan un único aspecto del ser humano.
Me pregunto cuál
será mi favorita entre todas las historias
comentadas en este
volumen. ¿Será «Así se hacía en Odesa»,
de Bábel, o «Tía
Dolor de Muelas» de Hans Christian Andersen?
Benia Krik*, de
Bábel, y la diablesa Tía Dolor de Muelas
no son otra cosa
que voces sumergidas. Acaso los cuentos se
relacionen los
unos con los otros sólo como milagros.
Harold Bloom
1. P er scnaj: delcuento
«Asi se hacía en Odesa».