miércoles, 20 de octubre de 2021

La locura que viene de las ninfas Roberto Calasso. KAFKA.



 KAFKA ENTRE LOS NATURISTAS


Si Kafka, en el año decisivo de su vida (el 191?), eligió el Jungborn (Fuentejoven) como tercera etapa de un viaje estival con Max Brod, después de Lipsia (primer encuentro con un editor) y Weimar (la casa y la ciudad de Goethe), ese lugar debía de ejercer una fuerte atracción sobre él. Al igual que sobre un peluquero de Berlín con una esposa demasiado gorda para llevarla de viaje-, o sobre una joven viuda sueca de piel curtida, que se desplazaba con una pequeña mochila inadecuada para llevar «mucho más que un camisón» y un día estaba en Egipto, un día allí, mañana en Munich; o sobre el agrimensor Hitzer, que repartía propaganda religiosa; o sobre toda una población que vagaba, generalmente desnuda, por el parque. Pronto llamaron a Kafka «el hombre del traje de baño».

El Jungborn, instituto naturista y nudista («el más antiguo y el más grande en su género en Alemania» señalaba el papel membretado), promotor de todo tipo de salud, era un vasto parque entre las colinas del Harz. Kafka permaneció allí a solas en una cabaña llamada «Ruth» durante tres semanas. Sus compañeros eran L'éducation sentimentale y los capítulos aún por escribir del Desaparecido. Sobre la forma de ese libro misterioso anotó en los días del Jungborn palabras que nos pueden iluminar: «Está escrito en pequeños pasajes, más yuxtapuestos que entrelazados, y avanzará aún durante un tiempo en línea recta, antes de arquearse en el anhelado círculo». Pero, al empezar la forma a revelar su estructura circular, seguramente no se volvería todo «más simple». Al contrario, preveía el autor, en ese punto «probablemente perdería la cabeza». Nunca sabremos si Kafka interrumpió la redacción del Desaparecido antes o después de «haber perdido la cabeza»,

pero estos indicios bastan para dejar entrever el motivo por el cual esa novela sigue resultándonos tan enigmática.

En el Jungborn, de todos modos, la redacción avanzaba lentamente. La naturaleza era un obstáculo aun mayor que la vida de oficina. Pero ¿qué era la naturaleza? «Murmullos entre hierba, árboles, aire al cual no estoy todavía acostumbrado». Ratones, aves, conejos. Una vez, Kafka abrelapuertayveatres conejos que le miran. Por todas partes figuras desnudas se arrastraban, corrían, se agazapaban. «Avanzan sin ningún ruido. De repente uno está allí, de pie, no se sabe de dónde ha venido». Kafka puntualizaba: «Tampoco me gustan ciertos señores viejos que brincan desnudos sobre montones de heno». Si su mirada se topaba con aquellos cuerpos entre los árboles («por lo general sin embargo bastante retirados»), se sentía rozado por «leves náuseas». Que «no mejoraban» si le tocaba ver aquellos cuerpos echarse a correr inopinadamente. Una noche, saliendo de la cabaña para ir al retrete, vio a tres seres desnudos que dormían sobre el césped.

Pero en el Jungborn no reinaba sólo la naturaleza, arreciaba también el espíritu. Eran muchas las discusiones al aire libre, sobre todo acerca del cristianismo —y de cómo entenderlo correctamente—. El agrimensor Hitzer había puesto la mira en Kafka para su obra de proselitismo. Le proporcionó varios folletos relativos a parábolas evangélicas como «lectura dominical». Kafka, escrupuloso, los leyó durante un rato, luego regresó con el agrimensor para aclararle el siguiente punto: que «en este momento» no existía para él «ninguna perspectiva de gracia». Pero no bastaba. El otro aprovechó la ocasión para nuevos discursos edificantes, de hora y media de duración. A juzgar por la pura apariencia de Kafka, según él, se veía que estaba «próximo a la gracia». Hacia el final de aquellas pláticas se acercó a ellos «un viejo señor de cabello blanco, flaco, de nariz colorada» que intervenía con «observaciones no claras».

Una noche, en un sueño, Kafka tuvo la visión de la «compañía del baño de sol» que «se destruía en una riña». Se habían

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formado dos grupos que gritaban: «¡Lustrony Kastron!», como en las visiones del presidente Schreber. De la afabilidad ecológica a la masacre la distancia era mínima. Apesar de que insistía, escribiendo a Brod, que en el Jungborn se encontraba «realmente muy bien», Kafka lo sabía. El escritor se deja reconocer porque lo que escribe va siempre un poco más allá de lo que piensa. Sus descripciones de la vida en el Jungborn emanan un sutil horror mezclado con una desesperante comicidad. Eran los años fatales del descubrimiento del cuerpo, también en el sentido de exposición de la epidermis a los elementos atmosféricos. Supervisábanlas operaciones, así como todo lo demás, Bouvardy Pécuchet. «Como unabestia salvaje, un viejo repentinamente se precipita al prado y toma un baño de lluvia».

No era sólo el delirio naturista lo que atraía a Kafka a un lugar como el Jungborn. Era también la presencia de muchos desconocidos que llegaba a conocer. Observaba cada detalle: «Dos jóvenes suecos, bellos, de piernas largas, tan bien hechas y tensas que sólo se les podría pasar la lengua». Mostraba propensión sobre todo hacia esa clase de cuerpos: deportistas, nórdicos, elásticos. Como cierta «rubia de cabello corto desgreñado». Observa que es «flexible y delgada como una correa de cuero. Falda, blusa, suéter, y nada más. Y ¡qué andar!». De vez en cuando estaba obligado a presenciar apariciones: «Un viejo sueco juega con algunas jovencitas a perseguirse y está tan poseído por el juego que en un momento dado grita, mientras corre: "Esperen, les bloquearé estos Dardanelos”, refiriéndose al paso entre dos matas». Pero inmediatamente después, con improvisa gravedad, anotaba: «La necesidad constante, injustificada de abrirse con alguien. Mirar a cada persona para ver si es posible con ella y si estaría disponible». Hacia el final de la estancia en el Jungborn, en una carta cruel a Brod donde se acusa de escribir «en un baño tibio» y de no haber vivido todavía «el eterno infierno de los verdaderos escritores», Kafka vuelve al tema con una formulación definitiva, y una

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vez más con tono grave: «¡No digas nada en contra de estar en compañía! Vine aquí también por las personas y estoy contento de no haberme equivocado por lo menos en esto. ¡Si pienso en cómo vivo en Praga! Este deseo de personas, que tengo y que se convierte en angustia si es satisfecho, de una manera u otra puede aflorar sólo en las vacaciones; y ciertamente me he transformado un poco».

Es difícil admitirlo hoy, pero Kafka asociaba el Jungborn con la América «modernísima» que estaba evocando en el Desaparecido. Le escribió a Brod: «Un presagio de América es insuflado en estos pobres cuerpos». Otro elemento grato era el silencio nocturno: «Alas nueve se presenta una muchacha y cierra las ventanas». Aveces, Kafka tenía la impresión de haberse quedado durante una hora a la espera de ese «elemento femenino». Luego el silencio. Desde la cama, las pisadas de pies desnudos en el césped podían hacer pensar en la «carga de un búfalo». Claro, el instituto permitía, como alternativa al sueño, asistir a conferencias tres veces por semana. En una de éstas había sido explicado cómo «la respiración abdominal contribuía al crecimiento y a la estimulación de los órganos sexuales», lo que sería el motivo por el cual «las cantantes de ópera, que deben recurrir sobre todo a la respiración abdominal, se comportaban de manera tan indecorosa». Kafka prefería dormir.

Traducción de Valerio Negri Previo

ÍTULO ORIGINAL

La follia che viene dalle Ninfe

Copyright © 2005 Adelphi Edizioni S.P.A. Milano Primera edición en Sexto Piso España: 2008 Traducción

Teresa Ramírez Vadillo Valerio Negri Previo

Revisión y corrección Valerio Negri Previo

Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2008 San Miguel# 36 Colonia Barrio San Lucas Coyoacán, 04030 México D.F., México.

Sexto Piso España, S. L. c/ Monte Esquinza i3, 4.0 Deha.

28010, Madrid, España.

martes, 19 de octubre de 2021

CÁTEDRA EN EL CAFÉ-



 ¿Cuánto influye la mala literatura y su lectura en los escritores para sus futuras creaciones literarias?

Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017. DAVID TOSCANA.


  


Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por la novela Olegaroy, David Toscana (Monterrey, 1961)

NOVELA OLEGAROY.

 

  Una novela no es para buscar al asesino; es para encontrar al hombre. Simon Berkovits


«El insomne le tiene miedo a la noche», escribió Olegaroy en un trozo de papel que acabó por perder. «El insomnio es peor que una pesadilla porque no existe la escapatoria de despertar», escribió Olegaroy en otro papel que también se perdió. Fueron tiempos en los que no había sospechado su propia grandeza, su cualidad de sabio universal o al menos local.

En un principio confundió sus máximas con ocurrencias. Así fue dejando sus escritos en cualquier sitio hasta olvidarlos como un recibo de tintorería o como un códice del siglo primero. Se cuenta que él mismo llegó a decir a sus colegas de la Academia Regiomontana de la Luna Llena que los historiadores del futuro compararían su muerte con la destrucción de la biblioteca de Alejandría; lo cual habría dicho en un arranque de excesivo amor propio y quizás bajo los efectos atolondrantes del insomnio. Sin embargo, lo más probable es que Olegaroy no supiera indicar dónde estaba Alejandría ni pudiera mencionar uno solo de los textos de aquella antigüedad; mas la idea de que en algún remoto pasado se había incendiado una gran biblioteca pertenecía al dominio de doctos e iletrados por igual.

Para las generaciones venideras será siempre difícil medir el impacto de Olegaroy en la cultura de Occidente, pues de sus escrituras sólo sobrevivió una obra inconclusa, inédita y de poco ingenio que tituló Enciclopedia de la desgracia humana. Aún hoy no se ha detectado que Olegaroy hubiese dejado huella siquiera en Monterrey, su ciudad natal de la que nunca salió por miedo de que el viaje en auto, tren o avión terminara en un accidente que le costara la vida. Ninguna idea tenía entonces de que cualquiera de las muertes que más temía hubiese sido preferible a la que le reservó el destino.

Mas antes de hablar del final, debemos tomar el relato en su origen.

La biografía de Olegaroy no comienza con su nacimiento sino cuando contaba con cincuentaitrés años, pues aun los grandes hombres salen animales del vientre materno y se dan a la luz sólo en el instante en que adviene una epifanía o se hace un descubrimiento o baja algún espíritu en forma de paloma o susurra el diablo al oído o simplemente cuando se topan con la historia a la vuelta de la esquina. Entre los estudiosos del legado de Olegaroy hay quienes aseguran que dicho momento coincidió con la llegada de la edición del 8 de abril de 1949 del periódico El Porvenir. Otros prefieren señalar el asesinato de Antonia Crespo como punto de partida. Unos más afirman que ambas cosas son lo mismo.

 


 Libro primero de Olegaroy El insomnio


1

Olegaroy comenzó aquella madrugada igual que de costumbre: revolviéndose en la cama. A ratos cerraba los ojos y a ratos los abría para intentar mirar el techo. Estaba seguro de que sus sábanas se gastaban más que las de otra gente, por eso un día escribió: «Las sábanas de un insomne se gastan más». La bajera solía rasgarse a la altura de los pies. Entonces la volteaba para que la almohada disimulara el desgarrón. «Es que tienes callos en los talones», le dijo su madre. ¿Pero ella qué sabía? Era una vieja que cada vez sabía menos.

Él también se estaba haciendo viejo. Quizás muy pronto. Pero ante el espejo estaba seguro de que representaba menor edad de la que tenía.

Estos detalles personales son superfluos, pero a los humanos comunes les gusta saber que la mujer de Sócrates era insufrible o que Kant tenía los hábitos de un reloj o que Heidegger apoyó a los nazis o que Nietzsche abrazó a un caballo, y poco esfuerzo hacen por comprender en qué consiste la mayéutica o el imperativo categórico o el Dasein o al menos por escribir Nietzsche correctamente.

Olegaroy bajó a la cocina. Se bebió lo que restaba de leche. Enjuagó la botella. Le metió un billete de a peso y la sacó al pórtico. A más tardar en dos horas pasaría el lechero.

Había acabado por detestar a quienes dormían cuando él se llenaba de espanto o fastidio o angustia o las tres cosas al mismo tiempo. No se daba oportunidad de pensar en empleados de hospitales ni en obreros de la fundidora ni en un ciclista que en ese momento estaba repartiendo periódicos con la noticia de una mujer asesinada de cuarenta cuchilladas. También detestaba que su madre despertara cuando él aún no había pegado los ojos y comenzara una conversación sobre los sueños mientras tomaba una taza de café. «Soñé que me perseguía un cerdo», le había dicho la vez anterior.

Olegaroy abrió la puerta. Se sentó en la escalinata. Pudo escuchar que se aproximaba el periodiquero en su bicicleta. Le asombraba el modo en que ese muchacho mantenía el equilibrio pese a la resma que apoyaba en el manubrio. Él no había aprendido a andar en bicicleta cuando niño. Una vez lo intentó. Se cayó. Se peló la rodilla.

El muchacho lanzó el periódico con regular puntería hacia la casa de enfrente. Olegaroy agradeció a los cielos. Fue allá a tomarlo.

El vecino había fallecido el día anterior. Un ataque de apoplejía o algo así y Olegaroy cruzaba los dedos porque hubiese renovado la suscripción justo el último día de su vida. Una suscripción anual.

sábado, 16 de octubre de 2021

Y LAS MONTAÑAS HABLARON Khaled Hosseini

 



Y LAS MONTAÑAS HABLARON

 

 

Khaled Hosseini

 

 


            Este libro está dedicado a Haris y Farah,

ambos la nur de mis ojos,

            y a mi padre, que se habría sentido orgulloso

 

 

            Para Elaine

 

 

 

 

            Más allá de cualquier idea
de buenas o malas obras
se extiende un campo.
Nos encontraremos allí.

 

            JALALUDDIN RUMI,
siglo XIII

 

 


Capítulo 1

 

 

Otoño de 1952

 

 

MUY bien, si queréis una historia, os contaré una historia. Pero sólo una. Que ninguno de los dos me pida más. Ya es tarde, y tú y yo tenemos un largo día de viaje por delante, Pari. Esta noche tendrás que dormir. Y tú también, Abdulá. Cuento contigo, hijo, mientras tu hermana y yo estemos lejos. Y tu madre también. Vamos a ver. Una historia. Escuchadme los dos, escuchadme bien y no me interrumpáis.

Había una vez, en los tiempos en que divs, yinns y gigantes vagaban por estas tierras, un granjero cuyo nombre era Baba Ayub. Vivía con su familia en una aldea llamada Maidan Sabz. Como tenía una numerosa familia que alimentar, Baba Ayub se dejaba la piel trabajando. Cada día, desde el alba hasta la puesta de sol, araba sin descanso, revolvía la tierra y cavaba y se ocupaba de sus escasos pistacheros. A todas horas podía vérselo en su campo, doblado por la cintura, con la espalda tan curvada como la hoz que blandía el día entero. Sus manos estaban siempre llenas de callos y a menudo le sangraban, y cada noche el sueño se lo llevaba en cuanto su mejilla tocaba la almohada.

Debo decir que, en ese aspecto, no era el único, ni mucho menos. La vida en Maidan Sabz era dura para todos sus habitantes. Hacia el norte había aldeas más afortunadas, situadas en valles con árboles frutales y flores, donde el aire era agradable y los arroyos traían aguas frescas y cristalinas. Pero Maidan Sabz era un lugar desolado que nada tenía que ver con la imagen que evocaba su nombre, Prado Verde. Estaba emplazada en una llanura polvorienta y rodeada por una cadena de escarpadas montañas. El viento era caliente y te arrojaba polvo a los ojos. Encontrar agua era una lucha cotidiana, porque los pozos de la aldea, incluso los más profundos, solían estar casi secos. Sí, había un río, pero los aldeanos tenían que caminar medio día para llegar hasta él y sus aguas discurrían lodosas todo el año. En aquel momento, tras diez años de sequía, también el río estaba prácticamente seco. Digamos pues que la gente de Maidan Sabz trabajaba el doble para arañar la mitad.

Sin embargo, Baba Ayub se consideraba afortunado, porque tenía una familia a la que adoraba. Amaba a su mujer y nunca le levantaba la voz, y mucho menos la mano. Valoraba sus consejos y su compañía le producía verdadero placer. En cuanto a hijos, Dios le había dado tantos como dedos tiene una mano, tres varones y dos niñas, y los quería muchísimo a todos. Las hijas eran obedientes y bondadosas, tenían buen carácter y eran muy decentes. A los varones, Baba Ayub les había enseñado ya valores como la honestidad, la valentía y el trabajo duro sin rechistar. Lo obedecían como hacen los buenos hijos, y ayudaban a su padre con la cosecha.

Aunque los quería a todos, en su fuero interno Baba Ayub sentía una debilidad especial por el más pequeño, Qais, de tres años. Qais tenía los ojos de un azul oscuro. Cautivaba a quienes lo conocían con su pícara risa. Era uno de esos niños que rebosan tanta energía que consumen la de los demás. Cuando aprendió a caminar, le gustó tanto que se dedicó a hacerlo el día entero, pero entonces, por inquietante que parezca, empezó a caminar también por las noches, mientras dormía. Se levantaba sonámbulo y salía de la casa de adobe para vagar por la penumbra iluminada por la luna. Eso preocupaba a sus padres, como es natural. ¿Y si se caía a un pozo, o se perdía o, peor incluso, lo atacaba una de las criaturas que acechaban en la llanura por las noches? Probaron muchos remedios, pero ninguno funcionó. Por fin, Baba Ayub encontró una solución muy simple, como suelen serlo las mejores soluciones: cogió un pequeño cascabel que llevaba una de sus cabras y se lo colgó del cuello a Qais. De ese modo, el cascabel despertaría a alguien si el niño se levantaba en plena noche. Al cabo de un tiempo dejó de caminar sonámbulo, pero le había cogido apego al cascabel y no quiso que se lo quitaran. Y así, aunque ya no cumpliera con su cometido original, el cascabel siguió sujeto al cordel que rodeaba el cuello del niño. Cuando Baba Ayub llegaba a casa tras una larga jornada de trabajo, Qais corría hasta hundir la cara contra el vientre de su padre, con el cascabel tintineando al compás de sus pequeños pasos. Baba Ayub lo cogía en brazos y lo llevaba al interior. Qais miraba con mucha atención cómo se lavaba su padre, y luego se sentaba a su lado en la cena. Cuando acababan de comer, Baba Ayub tomaba el té sorbo a sorbo, observando a su familia e imaginando que un día sus hijos se casarían y le darían nietos, y él se convertiría en orgulloso patriarca de una extensa prole.

Pero, ¡ay!, Abdulá y Pari, entonces los días de felicidad de Baba Ayub tocaron a su fin.

Resultó que un día llegó un div a Maidan Sabz. Se acercaba a la aldea desde las montañas y la tierra se estremecía con cada una de sus pisadas. Los aldeanos soltaron sus palas, azadas y hachas y huyeron corriendo. Se encerraron en sus casas y se acurrucaron con los suyos. Cuando los ensordecedores pasos del div se detuvieron, su sombra oscureció el cielo sobre Maidan Sabz. Según se dijo, de su cabeza brotaban unos cuernos curvos y tenía los hombros y la robusta cola cubiertos por un áspero pelo negro. Se dijo también que sus ojos eran rojos y brillantes. Comprenderéis que nadie supo si era así en realidad, al menos nadie que viviera para contarlo: el div se comía en el acto a quienes osaran mirarlo, aunque sólo fuera una rápida ojeada. Como lo sabían, los aldeanos tuvieron el buen tino de mantener la vista clavada en el suelo.

En la aldea todos sabían a qué había ido el div. Habían oído historias sobre sus visitas a otras aldeas, y sólo podían agradecer que Maidan Sabz hubiera pasado tanto tiempo sin atraer su atención. Quizá, supusieron, las vidas pobres y rigurosas que llevaban habían sido un punto a su favor, pues sus hijos no estaban bien alimentados y no tenían mucha carne en los huesos. Aun así, se les había acabado la suerte.

Todo Maidan Sabz temblaba y contenía el aliento. Las familias rezaban, suplicando que el div no se detuviera en su puerta, porque sabían que, si lo hacía, daría unos golpecitos en el techo y tendrían que entregarle un niño. El div metería entonces al niño en un saco, se lo echaría al hombro y se marcharía por donde había venido. Nadie volvería a ver nunca a aquel pobre crío. Y si una familia se negaba, el div se llevaba entonces a todos sus hijos.

¿Y adónde se los llevaba? Pues a su fortaleza, emplazada en la cima de una escarpada montaña. La fortaleza del div estaba muy lejos de Maidan Sabz. Para llegar hasta ella había que atravesar valles, varios desiertos y dos cadenas montañosas, ¿y qué persona en su sano juicio haría una cosa así, sólo para encontrar la muerte? Decían que allí había mazmorras con cuchillos de carnicero en las paredes y que grandes ganchos pendían de los techos. También que había hogueras y gigantescos pinchos para asar. Y era sabido que, si el div pillaba a un intruso, olvidaba su aversión a la carne de los adultos.

Supongo que ya adivináis en qué techo resonaron los temidos golpecitos del div. Al oírlos, un grito de angustia brotó de los labios de Baba Ayub y su esposa se desmayó. Los niños se echaron a llorar, de miedo y de pena, conscientes de que la pérdida de uno de ellos era inevitable. La familia tenía hasta el amanecer del día siguiente para hacer su ofrenda.

¿Qué puedo deciros sobre la angustia que Baba Ayub y su mujer padecieron esa noche? Ningún padre debería afrontar una elección como ésa. Sin que los niños los oyeran, ambos debatieron qué hacer. Hablaron y lloraron, hablaron y lloraron. Durante toda la noche se pasearon de aquí para allá, y cuando el alba se acercaba no habían tomado aún una decisión; quizá era eso lo que quería el div, pues su vacilación le permitiría llevarse a los cinco hijos en lugar de uno. Por fin, Baba Ayub salió de la casa y cogió cinco piedras de forma y tamaño idénticos. Sobre cada una de ellas garabateó el nombre de uno de sus hijos, y luego las metió en un saco de arpillera. Cuando le tendió el saco a su mujer, ella retrocedió como si contuviera una víbora.

—No puedo hacerlo —le dijo a su marido negando con la cabeza—. No puedo ser yo quien elija. No lo soportaría.

—Yo tampoco —repuso Baba Ayub, pero vio a través de la ventana que sólo faltaban unos instantes para que el sol asomara por las montañas del este.

Se les acababa el tiempo. Miró a sus cinco hijos, sintiéndose muy desdichado. Había que cortar un dedo para salvar la mano. Cerró los ojos y sacó una piedra del saco.

Supongo que también adivináis qué piedra sacó Baba Ayub. Cuando vio el nombre escrito en ella, levantó el rostro hacia el cielo y soltó un alarido. Con el corazón destrozado, cogió en brazos a su hijo más pequeño, y Qais, que tenía una confianza ciega en su padre, le echó los brazos al cuello, feliz. Entonces, cuando su padre lo dejó en el suelo fuera de la casa y cerró la puerta, el niño por fin comprendió que algo no iba bien. Baba Ayub, con los ojos cerrados y las lágrimas derramándose, permaneció de espaldas contra la puerta mientras su querido Qais la aporreaba con sus pequeños puños, llorando y pidiéndole que lo dejara entrar.

—Perdóname, perdóname —musitó Baba Ayub cuando la tierra retumbó con las pisadas del div.

Su hijo gritaba desesperado y el suelo siguió estremeciéndose mientras el div se marchaba de Maidan Sabz. Después, todo quedó inmóvil y reinó el silencio, un silencio sólo roto por Baba Ayub, que continuaba llorando y pidiéndole a Qais que lo perdonara.

Abdulá, tu hermana se ha quedado dormida. Tápale los pies con la manta. Así, muy bien. Quizá debería dejarlo aquí, ¿no crees? ¿Quieres que siga? ¿Estás seguro, hijo? De acuerdo.

¿Por dónde iba? Ah, sí. Tras esos hechos terribles hubo un período de cuarenta días de luto. Todos los días, los vecinos preparaban comida para la familia y velaban con ellos. La gente les llevaba todo lo que podía: té, dulces, pan, almendras, y les ofrecía sus condolencias y su compasión. Baba Ayub apenas era capaz de pronunciar una palabra de agradecimiento. Sentado en un rincón, lloraba a mares, como si con sus lágrimas pretendiera mitigar la sequía que sufría la aldea. Nadie le habría deseado un tormento y un sufrimiento como los suyos ni al más vil de los hombres.

Transcurrieron varios años. Seguía sin llover y Maidan Sabz se volvió aún más pobre. Muchos niños murieron de sed en sus cunas. El nivel del agua en los pozos bajó todavía más y el río se secó, pero no el río de la angustia creciente de Baba Ayub, cada vez más dolorosa. Ya no era útil para su familia. No trabajaba, no rezaba, apenas comía. Su esposa y sus hijos le suplicaban, pero no servía de nada. Los varones que le quedaban tuvieron que ocuparse de su trabajo, pues día tras día Baba Ayub no hacía otra cosa que sentarse en el linde de su campo, una figura solitaria y desdichada con la mirada fija en las montañas. Dejó de hablar con los aldeanos porque tenía la sensación de que murmuraban a sus espaldas. Decían que era un cobarde por haber entregado voluntariamente a su hijo, que no tenía aptitudes para ser padre. Un padre capaz se habría enfrentado al div, habría muerto defendiendo a su familia.

Una noche le comentó esas cosas a su mujer.

—No dicen nada de eso —respondió ella—. Nadie piensa que seas un cobarde.

—Pero yo los oigo —insistió él.

—Lo que oyes es tu propia voz, esposo mío —repuso su mujer.

No obstante, no le contó que los aldeanos sí andaban susurrando a sus espaldas, pero lo que decían era que quizá se había vuelto loco.

Y entonces, un día, Baba Ayub les demostró que así era. Sin despertar a su esposa ni a sus hijos, metió unos mendrugos de pan en una bolsa de arpillera, se puso los zapatos, se ató la hoz al cinto y partió.

Anduvo durante días y días. Caminaba hasta que el sol no era más que un leve resplandor rojizo en el horizonte. Pernoctaba en cuevas con el viento silbando fuera. Otras veces dormía en las riberas de los ríos, bajo los árboles y al abrigo de peñascos. Se acabó el pan y entonces comía lo que encontraba: bayas, hongos, peces que atrapaba con las manos en los ríos, y algunos días ni siquiera comía, pero continuó caminando. Si pasaba gente y le preguntaba adónde iba, él se lo contaba; algunos se reían, otros apretaban el paso temiendo que fuera un loco, y otros rezaban por él porque el div también les había arrebatado un hijo. Baba Ayub seguía caminando, cabizbajo. Cuando los zapatos se le deshicieron, se los ató con cordel a los pies, y cuando los cordeles se rompieron, siguió adelante descalzo. Y así cruzó desiertos, valles y montañas.

Por fin llegó a la montaña en cuya cima se emplazaba la fortaleza del div. Tan ansioso estaba por concluir su misión que no se detuvo a descansar, sino que emprendió de inmediato el ascenso, con la ropa hecha jirones, los pies ensangrentados y el cabello lleno de polvo, pero sin que su resolución se hubiera quebrantado un ápice. Las ásperas rocas le lastimaban los pies, unos halcones le picotearon la cara cuando pasó junto a su nido, y violentas ráfagas de viento amenazaban con arrancarlo de la ladera de la montaña. Mas él siguió trepando, de una roca a la siguiente, hasta que por fin se encontró ante las enormes puertas de la fortaleza del div.

Baba Ayub arrojó una piedra contra las puertas y entonces oyó el bramido del div:

—¿Quién osa molestarme?

Baba Ayub pronunció su nombre y añadió:

—Vengo de la aldea de Maidan Sabz.

—¿Tienes ganas de morir? ¡Sin duda las tienes, si has venido hasta mi morada a importunarme! ¿Qué se te ofrece?

—He venido a matarte.

Hubo un breve silencio al otro lado de las puertas. Y entonces, con un chirriar de goznes, los batientes se abrieron y apareció el div, alzándose imponente sobre Baba Ayub en toda su espeluznante envergadura.

—No me digas —repuso con su voz de trueno.

—Así es —confirmó Baba Ayub—. De un modo u otro, uno de los dos va a morir hoy.

Por un instante pareció que el div iba a derribarlo y acabar con él de un solo mordisco con aquellos dientes afilados como dagas. Pero algo hizo titubear a la criatura, que entornó los ojos. Quizá fue la locura que traslucían las palabras de aquel anciano. Quizá fue su aspecto, con su atuendo hecho jirones, el rostro ensangrentado, el polvo que lo cubría de la cabeza a los pies, las heridas que le laceraban la piel. O quizá fue que el div no captó el menor miedo en los ojos de aquel hombre.

—¿De dónde dices que vienes?

—De Maidan Sabz —declaró Baba Ayub.

—Pues debe de estar muy lejos esa Maidan Sabz, por la pinta que tienes.

—No he venido hasta aquí para charlar. He venido a…

El div levantó una garra.

—Sí, sí. Has venido a matarme. Ya lo sé. Pero sin duda me concederás unas últimas palabras antes de acabar conmigo.

—De acuerdo —repuso Baba Ayub—. Pero que sean pocas.

—Te lo agradezco. —El div sonrió de oreja a oreja—. ¿Puedo preguntarte qué mal te he infligido para merecer la muerte?

—Me arrebataste mi hijo pequeño. Era lo que más quería en el mundo.

El div soltó un gruñido y se dio unos golpecitos en la barbilla.

—He quitado muchos niños a muchos padres —repuso.

Furioso, Baba Ayub empuñó la hoz.

—Entonces los vengaré a ellos también.

—Debo decir que tu valor me produce cierta admiración.

—Tú no sabes nada sobre el valor —replicó Baba Ayub—. Para que exista el valor tiene que haber algo en juego. Yo he venido aquí sin nada que perder.

—Aún puedes perder tu vida —le recordó el div.

—Eso ya me lo quitaste.

El div volvió a soltar un gruñido y estudió a Baba Ayub con expresión pensativa. Al cabo, dijo:

—De acuerdo. Te concederé batirte en duelo conmigo. Pero, primero, te pido que me sigas.

—Date prisa —repuso Baba Ayub—, se me ha acabado la paciencia.

El div se dirigía ya hacia un gigantesco corredor, así que no le quedó otra opción que seguirlo. Fue detrás del div a través de un laberinto de pasillos, de techos tan altos que casi rozaban las nubes y sostenidos por enormes columnas. Pasaron por muchos huecos de escaleras y cámaras suficientemente grandes para contener toda Maidan Sabz. Siguieron caminando hasta que por fin el div se detuvo en una espaciosa habitación, al fondo de la cual había una cortina.

—Acércate —pidió.

Baba Ayub así lo hizo, hasta que estuvo a su lado.

El div descorrió la cortina. Tras ella había un ventanal de cristal que daba a un gran jardín bordeado de cipreses y lleno de flores multicolores. Había estanques de azulejos azules, terrazas de mármol y exuberantes explanadas verdes. Baba Ayub vio setos bellamente recortados y fuentes que borboteaban a la sombra de granados. Ni en tres vidas enteras podría haber imaginado un lugar tan hermoso.

Pero lo que de verdad desarmó a Baba Ayub fue el espectáculo de los niños que corrían y jugaban felices en aquel jardín. Se perseguían unos a otros por los senderos y en torno a los árboles. Jugaban al escondite entre los setos. Baba Ayub buscó con mirada ansiosa y por fin encontró lo que buscaba. ¡Allí estaba! Su hijo Qais, vivo y con un aspecto inmejorable. Había crecido y tenía el cabello más largo de lo que su padre recordaba. Vestía una preciosa camisa blanca y unos bonitos pantalones. Y reía encantado mientras perseguía a un par de compañeros de juego.

—Qais —susurró Baba Ayub empañando el cristal con su aliento, y luego repitió el nombre de su hijo a pleno pulmón.

—No puede oírte —dijo el div—. Ni verte.

Baba Ayub empezó a dar saltos haciendo aspavientos con los brazos y golpeó con los puños el cristal, hasta que el div volvió a correr la cortina.

—No lo entiendo —dijo Baba Ayub—, creía que…

—Ésta es tu recompensa —interrumpió el div.

—Explícate —exigió Baba Ayub.

—Te sometí a una prueba.

—¿A una prueba?

—Una prueba de tu amor. Fue un reto muy severo, lo reconozco, y no creas que no sé lo mucho que te ha hecho sufrir. Pero has superado la prueba. Ésta es tu recompensa, y la suya.

—¿Y si no hubiera elegido? —exclamó Baba Ayub—. ¿Y si no hubiera querido saber nada de esa prueba tuya?

—Entonces todos tus hijos habrían muerto, pues habría caído sobre ellos la maldición de tener un padre débil; un cobarde que preferiría verlos morir a todos antes que llevar una carga en la conciencia. Has dicho que no tienes valor, pero yo lo veo en ti. Es necesario valor para hacer lo que has hecho, para que decidieras llevar esa carga sobre las espaldas. Y te honro por ello.

Baba Ayub blandió débilmente la hoz, pero se le escurrió de la mano y cayó al suelo de mármol con estrépito. Las rodillas le flaquearon y tuvo que sentarse.

—Tu hijo no se acuerda de ti —prosiguió el div—. Ésta es ahora su vida, y ya has visto qué feliz es. Aquí se le proporcionan la mejor comida y las mejores ropas, amistad y cariño. Se lo instruye en las artes y las lenguas, en las ciencias y en el ejercicio de la sabiduría y la caridad. No le falta nada. Algún día, cuando sea un hombre, es posible que decida marcharse, entonces será libre de hacerlo. Intuyo que cambiará muchas vidas con su generosidad y dará felicidad a quienes estén sumidos en la desdicha.

—Quiero verle —dijo Baba Ayub—. Quiero llevármelo a casa.

—¿De veras?

Baba Ayub alzó la vista hacia el div.

La criatura se acercó a un armario que había cerca de la cortina y de un cajón sacó un reloj de arena. ¿Sabes qué es un reloj de arena, Abdulá? Sí, lo sabes. Bueno, pues el div cogió el reloj de arena, le dio la vuelta y lo dejó a los pies de Baba Ayub.

—Permitiré que te lo lleves a casa —dijo el div—. Si ésa es tu decisión, nunca podrá regresar aquí. Si decides no llevártelo, serás tú quien no podrá volver nunca. Cuando toda la arena se haya vertido, vendré a preguntarte qué has decidido.

Dicho esto, el div salió de la habitación dejándolo ante otra dolorosa elección.

«Me lo llevaré a casa», pensó Baba Ayub al instante. Era lo que más deseaba, con cada fibra de su ser. ¿No lo había imaginado mil veces en sus sueños? ¿Que volvía a abrazar al pequeño Qais, que lo besaba en la mejilla y volvía a sentir la suavidad de sus manitas entre las suyas? Sin embargo… Si se lo llevaba a casa, ¿qué clase de vida tendría en Maidan Sabz? Como mucho, la dura vida de un granjero, como la suya, y poco más. Eso si no moría por culpa de la sequía, como les pasaba a tantos niños en la aldea. «¿Podrías perdonarte entonces? —se dijo Baba Ayub—. ¿Sabiendo que lo arrancaste, por tus propias y egoístas razones, de una vida de lujo y oportunidades?» Por otra parte, si se marchaba sin Qais, ¿cómo soportaría saber que su hijo estaba vivo, saber dónde estaba y sin embargo tener prohibido verlo? ¿Cómo iba a soportar algo así? Baba Ayub se echó a llorar. Se sintió tan descorazonado que levantó el reloj de arena y lo arrojó contra la pared, donde se hizo añicos y derramó su fina arena por el suelo.

El div volvió a la habitación y encontró a Baba Ayub ante los cristales rotos, con los hombros hundidos.

—Eres una bestia cruel —declaró Baba Ayub.

—Cuando uno ha vivido tanto tiempo como yo, descubre que la crueldad y la benevolencia no son más que tonos distintos del mismo color. ¿Has tomado ya tu decisión?

Baba Ayub se enjugó las lágrimas, recogió la hoz y se la ató al cinto. Se dirigió lentamente hacia la puerta, cabizbajo.

—Eres un buen padre —dijo el div al verlo marcharse.

—Ojalá ardas en los fuegos del infierno por lo que me has hecho —repuso Baba Ayub con desaliento.

Había salido de la habitación y enfilaba ya el pasillo cuando el div lo alcanzó.

—Toma esto —dijo, tendiéndole un frasquito de cristal que contenía un líquido oscuro—. Bébetelo durante el viaje a casa. Adiós.

Baba Ayub cogió el frasquito y se marchó sin decir una palabra más.

Muchos días después, su esposa estaba sentada en el linde del campo de la familia buscándolo con la mirada, como había hecho Baba Ayub tantas veces esperando ver a Qais. Cada día que pasaba sus esperanzas de que su marido volviese menguaban. Los aldeanos ya hablaban de Baba Ayub en pasado. Ese día, estaba sentada allí en la tierra, con una plegaria en los labios, cuando vio una figura delgada que se dirigía a Maidan Sabz desde las montañas. Al principio lo confundió con un derviche perdido, un hombre flaco y harapiento, de ojos hundidos y semblante descarnado, y sólo cuando estuvo más cerca reconoció a su marido. El corazón le dio un vuelco de alegría y rompió a llorar de puro alivio.

Cuando se hubo lavado, y después de beber y comer lo suficiente, Baba Ayub guardó cama mientras los aldeanos lo rodeaban y le hacían preguntas.

—¿Dónde has estado, Baba Ayub?

—¿Qué has visto?

—¿Qué te ha ocurrido?

Él no podía contestarles, ya que no recordaba nada de su viaje, ni haber subido a la montaña del div o hablado con él, ni el magnífico palacio ni la gran habitación de las cortinas. Parecía haber despertado de un sueño ya olvidado. No recordaba el jardín secreto, ni a los niños, y sobre todo no recordaba haber visto a su Qais jugando en aquel jardín con sus amigos. De hecho, cuando alguien mencionó el nombre de Qais, Baba Ayub parpadeó desconcertado.

—¿Quién? —preguntó.

No recordaba haber tenido nunca un hijo llamado Qais.

¿Comprendes, Abdulá, que darle la poción que había borrado esos recuerdos fue un acto de piedad? Ésa fue la recompensa de Baba Ayub por haber superado la segunda prueba del div.

Aquella primavera, los cielos se abrieron por fin sobre Maidan Sabz. Lo que derramaron no fue la fina llovizna de los años anteriores, sino un aguacero en toda regla. Una tupida cortina de lluvia cayó del cielo, y la sedienta aldea se apresuró a recibirla con los brazos abiertos. Durante todo el día el agua tamborileó sobre los tejados y ahogó los demás sonidos del mundo. Gruesos goterones resbalaban de las puntas de las hojas. Los pozos se llenaron y el río creció. Las montañas del este reverdecieron. Brotaron flores silvestres y, por primera vez en muchos años, los niños jugaron sobre la hierba y las vacas pastaron ávidamente. Todos se sintieron jubilosos.

Cuando la lluvia cesó, hubo bastante trabajo que hacer en la aldea. Se habían desmoronado varias paredes de adobe, había tejados medio hundidos y tierras de cultivo convertidas en ciénagas. Pero, después de la devastadora sequía, la gente de Maidan Sabz no estaba dispuesta a quejarse. Volvieron a levantar las paredes, repararon los tejados y drenaron los canales de riego. Aquel otoño, Baba Ayub produjo la cosecha de pistachos más abundante de su vida, y al año siguiente y al otro sus cosechas no hicieron sino aumentar de tamaño y calidad. En las grandes ciudades donde vendía sus mercancías, Baba Ayub se sentaba orgulloso tras las pirámides de pistachos, sonriendo de oreja a oreja como el hombre más feliz del mundo. Nunca volvió a haber sequía en Maidan Sabz.

No queda mucho que contar, Abdulá. Aunque quizá te preguntarás si alguna vez pasó por la aldea un apuesto joven jinete, en su búsqueda de grandes aventuras. ¿Se detuvo quizá a tomar un poco de agua, que ahora abundaba en la aldea, y se sentó a partir el pan con los aldeanos, quizá con el mismísimo Baba Ayub? No sé decirte, muchacho. Lo que sí puedo asegurar es que Baba Ayub vivió hasta convertirse en un hombre muy, muy viejo. Y que vio casarse a todos sus hijos, como había deseado siempre, y que éstos le dieron a su vez muchos nietos, cada uno de los cuales lo llenó de felicidad.

Y también puedo decirte que algunas noches, sin motivo aparente, Baba Ayub no podía dormir. Aunque ya era muy mayor, aún podía andar ayudándose de un bastón. Y así, esas noches insomnes, se levantaba de la cama con sigilo para no despertar a su mujer, cogía el bastón y salía de la casa. Caminaba en la oscuridad, con el bastón repiqueteando ante sí y la brisa nocturna acariciándole la cara. Había una piedra plana en el linde de su campo, y allí se sentaba. A menudo se quedaba una hora o más contemplando las estrellas y las nubes que pasaban flotando ante la luna. Pensaba en su larga vida y daba gracias por toda la generosidad y todo el gozo que le habían concedido. Sabía que querer más, ansiar todavía más, sería mezquino. Exhalaba un suspiro de felicidad y escuchaba el viento que soplaba de las montañas, el gorjear de las aves nocturnas.

Pero de vez en cuando le parecía distinguir algo más entre esos sonidos. Era siempre lo mismo: el agudo tintineo de un cascabel. No comprendía por qué debería oír un sonido así, allí solo en la oscuridad y con todas las ovejas y cabras durmiendo. Unas veces se decía que eran imaginaciones suyas, y otras estaba tan convencido de lo contrario que le gritaba a la oscuridad: «¿Hay alguien ahí? ¿Quién es? ¡Sal y deja que te vea!» Pero nunca obtenía respuesta. Baba Ayub no lo comprendía. Como tampoco entendía que, siempre que oía aquel tintineo, sintiera una oleada de algo parecido al coletazo de un sueño triste, y que lo sorprendiera cada vez como una inesperada ráfaga de viento. Pero luego pasaba, como todo acaba siempre por pasar.

Bueno, ya está, hijo. Éste es el final. No tengo nada que añadir. Y ya se ha hecho muy tarde; estoy cansado, y tu hermana y yo tenemos que levantarnos al amanecer. Así que apaga la vela, apoya la cabeza y cierra los ojos. Que duermas bien, hijo. Nos diremos adiós por la mañana.

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