lunes, 27 de septiembre de 2021

Marques De Sade El Fingimiento Feliz. TEXTO COMPLETO.



 Marques De Sade

El Fingimiento Feliz

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Hay muchísimas mujeres que piensan que con tal no llegar hasta el fin con un

amante, pueden al menos permitirse, sin ofender a su esposo, un cierto comercio

de galantería, y a menudo esta forma de ver las cosas tiene consecuencias más

peligrosas que si su caída hubiera sido completa. Lo que le ocurrió a la marquesa

de Guissac, mujer de elevada posición de Nimes, en el Languedoc, es una prueba

evidente de lo que aquí proponemos como máxima.

Alocada, aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la señora de Guissac

creyó que ciertas cartas galantes, escritas y recibidas por ella y por el barón

Aumelach, no tendrían consecuencia alguna, siempre que no fueran conocidas y

que si, por desgracia, llegaban a ser descubiertas, pudiendo probar su inocencia a

su marido, no perdería en modo alguno su favor. Se equivocó... El señor de

Guissac, desmedidamente celoso, sospecha el intercambio, interroga a una

doncella, se apodera de una carta, al principio no encuentra en ella nada que

justifique sus temores, pero si mucho más de lo que necesita para alimentar sus

sospechas, coge una pistola y un vaso de limonada le irrumpe como un poseso en

la habitación de su mujer...

- Señora, he sido traicionado -le ruge enfurecido-; leed este billete: él me lo aclara,

ya no hay tiempo para juzgar, os concedo la elección de vuestra muerte.

La marquesa se defiende, jura a su marido que está ,equivocado, que puede ser, es

verdad, culpable de una imprudencia, pero que no lo es, sin lugar a duda, de

crimen alguno.

- ¡Ya no me convenceréis, pérfida! -le contesta el marido furibundo-, ¡ya no me

convenceréis! Elegid rápidamente o al instante esta arma os privará de la luz del

día.

La desdichada señora de Guissac, aterrorizada, se decide por el veneno; toma la

copa y lo bebe.

- ¡Deteneos! le dice su esposo cuando ya ha bebido parte-, no pereceréis sola;

odiado por vos, traicionado por vos, ¿qué querríais que hiciera yo en el mundo?

-y tras decir esto bebe lo que queda en el cáliz.

- ¡Oh, señor! -exclama la señora de Guissac-. En terrible trance en que nos habéis

colocado a ambos, no me neguéis un confesor ni tampoco el poder abrazar por

última vez a mi padre y a mi madre.

Envían a buscar enseguida a las personas que esta desdichada mujer reclama, se

arroja a los brazos de los que le dieron la vida y de nuevo protesta que no es

culpable de nada. Pero, ¿qué reproches se le pueden hacer a un marido que se cree

traicionado y que castiga a su mujer de tal forma que él mismo se sacrifica? Sólo

queda la desesperación y el llanto brota de todos por igual.

Mientras tanto llega el confesor...

- En este atroz instante de mi vida -dice la marquesa- deseo, para consuelo de mis

padres y para el honor de mi memoria hacer una confesión pública y empieza a

acusarse en voz alta de todo aquello que su conciencia le reprocha desde que nació.

El marido, que está atento y que no oye citar al barón de Aumelach, convencido de

que en semejante ocasión su mujer no se atrevería a fingir, se levanta rebosante

de alegría.

¡Oh, mis queridos padres! -exclama abrazando al mismo tiempo a su suegro y a su

suegra-, consolaos y que vuestra hija me perdone el miedo que la he hecho pasar,

tantas preocupaciones me produjo que es lícito que le devuelva unas cuantas. No

hubo nunca ningún veneno en lo que hemos tomado, que esté tranquila;

calmémonos todos y que por lo menos aprenda que una mujer verdaderamente

honrada no sólo no debe cometer el mal, sino que tampoco debe levantar

sospechas de que lo comete.

La marquesa tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para recobrarse de su

estado; se había sentido envenenada hasta tal punto que el vuelo de su

imaginación le había ya hecho padecer todas las angustias de muerte semejante.

Se pone en pie temblorosa, abraza a su marido; la alegría reemplaza al dolor y la

joven esposa bien escarmentada por esta terrible escena, promete que en el futuro

sabrá evitar hasta la más pequeña apariencia de infidelidad. Mantuvo su palabra y

vivió más de treinta años con su marido sin que éste tuviera nunca que hacerle el

más mínimo reproche.

domingo, 26 de septiembre de 2021

El castigado MARQUÉS DE SADE. Texto completo.


 

El castigado

MARQUÉS DE SADE

 

 

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Bajo la Regencia ocurrió en París una aventura lo bas­tante extraordinaria como para ser contada con interés aun en nuestros días. Por un lado presenta una secreta corrup­ción, que nada pudo nunca aclarar bien, y por otro tres crí­menes atroces, cuyo autor nunca fue descubierto.

Se sostiene que monsieur de Savari, viejo solterón, mal­tratado por la naturaleza, pero lleno de ingenio, agradable como compañía y que solía reunir en su mansión de la rue des Déjeuneurs a la mejor sociedad posible, había elucu­brado la idea de poner su casa a disposición de ciertas pros­tituciones de un tipo muy singular. Únicamente las señoras o las jóvenes de la alta sociedad, que querían, en la sombra del más absoluto secreto, gozar sin consecuencias de los pla­ceres de la voluptuosidad, encontraban en esa casa cierto número de socios dispuestos a complacerlas, de modo que esas intrigas momentáneas nunca tenían consecuencias y las mujeres cosechaban solamente las flores sin verse amenazadas por las espinas que demasiado a menudo acompañan a esos arreglos, en cuanto toman el público giro de una frecuenta­ción regular. La dama o la señorita encontraba al día si­guiente, en sociedad, al hombre con quien había tenido trato en la víspera, sin dar señales de conocerlo y sin que éste pareciera distinguirla de las otras mujeres, y por eso, nada de celos en los matrimonios, nada de padres irritados, nada de separaciones, nada de conventos; en una palabra: ninguna de las funestas consecuencias que acarrean esta clase de asuntos. Era difícil encontrar algo más cómodo.

Sin duda resultaría peligroso describir este plan en nues­tros días; indiscutiblemente, habría que temer que su ex­posición despertara la idea de volver a ponerlo en práctica, en un siglo en que la depravación de ambos sexos franqueó ya todos los límites conocidos. Eso, si al mismo tiempo no ofreciéramos la cruel aventura con que fue castigado el inventor.

Monsieur de Savari, autor y ejecutor del proyecto, que estaba obligado, aunque sin sentirse incómodo, a sólo tener valet y una cocinera para no multiplicar los testigos de los excesos de la casa, vio llegar una mañana a un conocido, que venía a invitarse a comer.

-Vaya, encantado -le contesta monsieur de Savari-; pa­ra demostrarle a usted el placer que me produce, mandaré que le vayan a 'buscar el mejor vino de mi bodega...

-Un momento -dice el amigo en cuanto el valet re­cibe la orden-, voy a ver si La Brie no nos engaña... conozco los barriles, voy a seguirlo y a observar si en verdad va a sacar del mejor.

-Bueno, bueno -dice el dueño de casa, tomando del mejor modo la broma-, si no fuera por mi lamentable esta­do, yo mismo lo acompañaría, pero me dará usted una ale­gría yendo a ver si ese bribón no nos da una cosa por otra.

El amigo sale, entra en la bodega, se apodera de una barra, mata al valet, sube de inmediato a la cocina, pone a la cocinera sobre la mesada, mata incluso a un perro y a un gato que encuentra a su paso, y vuelve a las habitaciones de monsieur de Savari, quien incapaz de defensa alguna a causa de su estado, se deja aplastar como sus sirvientes. El despiadado matador, sin turbarse, sin sentir el menor remor­dimiento por lo que acaba de hacer, detalla tranquilamente, en la página en blanco de un libro que encuentra sobre la mesa, el modo en que actuó; no toca nada en absoluto, no se lleva nada, sale de la casa, la cierra y desaparece.

La casa de monsieur de Savari era demasiado frecuen­tada como para que esa cruel carnicería no fuera descubierta rápidamente. Alguien golpea, y como nadie contesta, con la seguridad de que el dueño de casa no puede haber salido, rompen las puertas y advierten el estado espantoso en que está el hogar de ese infortunado. El flemático asesino, no con­tento con comunicar al público los detalles de su acción, ha­bía puesto sobre un reloj adornado con una cabeza de muer­to y con la divisa: Miradla para poner en orden vuestra vida, había colocado, como dije, sobre esa sentencia, un papel en el que se leía: Consideren su vida y no se sorprenderán de su fin.

Semejante suceso no tardó en difundirse; se resolvió toda la casa, y lo único que encontraron en relación con esa atroz escena fue una carta anónima de mujer, dirigida a monsieur de Savari, que contenía estas palabras:

"Estamos perdidos, mi marido acaba de enterarse de todo, piense usted en la solución; solamente Paperel puede calmar su furia, haga que le hable, porque de lo contrario no hay que esperar ningún tipo de salvación".

Un tal Paperel, tesorero del presupuesto extraordinario de guerra, hombre amable y de amena compañía, fue citado. Aceptó que solía ver a monsieur de Savari, pero que, entre las personas de la corte y de la ciudad que iban a su casa, que eran más de cien, a la cabeza de las cuales podía colo­carse al duque de Vendome, él era uno de los que menos lo frecuentaban.

Varias personas fueron arrestadas, y casi de inmediato puestas en libertad. Al final se supo lo bastante como para convencerse de que el asunto tenía innumerables ramifica­ciones, que además de comprometer la honra de padres y maridos de la mitad de la capital, iban a poner en la picota. a un número infinito de personas del más alto rango; por pri­mera vez en la vida, en las cabezas magistrales la prudencia reemplazó a la severidad. El asunto se detuvo allí, por lo cual la muerte de ese desdichado, demasiado culpable sin duda como para ser compadecido por la gente honesta, nunca encontró un vengador; pero si esa pérdida nada significó para la virtud, es de creer que el vicio la lamentó durante mucho tiempo, y que aparte de la alegre turba que recogía tantos mirtos en casa de ese tierno hijo de Epicuro, las hermosas sacerdotisas de Venus, que iban día a día a quemar incienso en los altares del amor, debieron llorar la demolición de su templo.

Ahí pueden ver cómo todo está regulado. Un filósofo diría, leyendo esta narración: si de mil personas a quienes pudo tocar este suceso, quinientas resultaron contentas y las otras quinientas, afligidas, la acción se vuelve indiferente. Pero si por desgracia el cálculo arroja ochocientos seres  des­dichados por la privación de los placeres que resultó de la catástrofe, contra solo doscientas que salen ganando, monsieur de Savari hacía más bien que mal y el único culpable fue el que lo sacrificó al resentimiento; dejo que ustedes de­cidan este asunto y paso rápidamente a otro tema

sábado, 25 de septiembre de 2021

Sade - Dorgeville O El Criminal Por Virtud. TEXTO COMPLETO.

 



Dorgeville, hijo de un acaudalado comerciante de La Rochelle, partió muy joven rumbo a

América, encomendado a un tío que había prosperado en los negocios; lo enviaron antes de

que hubiera alcanzado la edad de doce años y allí, junto a su pariente, aprendió la carrera que

anhelaba y el ejercicio de todas las virtudes.

Al joven Dorgeville no le había sido acordada la gracia corporal; sin ser desagradable en

absoluto, tampoco poseía esos dones físicos que valen a los de nuestro sexo la nombradía de

buen mozo. Sin embargo, lo que perdía Dorgeville en este aspecto, le era compensado en otro

por la naturaleza: bastante ingenio, más valioso a menudo que el mismo genio, un alma

asombradamente delicada, un carácter franco, leal y sincero; en una palabra, Dorgeville

poseía en gran medida todas las virtudes propias de un hombre honesto y sensible; y en el

siglo que por entonces se vivía era más que suficiente para estar convencido de ser desdichado

toda la vida.

Cuando Dorgeville cumplió veintidós años murió su tío, dejándole al frente de su casa que

administró durante tres años más con la mayor inteligencia posible. Pero la bondad de su

corazón fue pronto la causa de su ruina; contrajo compromisos por amigos que no fueron tan

honestos como él y, aunque los pérfidos faltaron a su palabra, Dorgeville quiso cumplir con

ellos y pronto se arruinó.

– Es espantoso, a mi edad, estar en tal situación, decía el joven; pero si algo consuela mi

pena es la certeza de haber hecho felices a muchos y de no haber arrastrado a nadie en mi

caída.

No sólo en América tenía sinsabores Dorgeville; su misma familia iba a procurarle

espantosos sufrimientos. Se entera un día de que su hermana, nacida algunos años después de

su partida hacía el Nuevo Mundo, acaba de deshonrarlo, arruinándolo a él y a todo lo suyo;

que esta perversa joven, llamada Virginie y de dieciocho años a la sazón, lamentablemente

bella como el mismo amor, se enamoró de un escribiente de negocio de su familia y al no

obtener el consentimiento para casarse con él cometió la infamia, para lograr sus designios, de

atentar contra la vida de su padre y de su madre: que cuando huía con parte del dinero, se

logró felizmente impedir el robo, sin poder sin embargo detener a los culpables, ambos según

se cree, en Inglaterra. Por la misma carta se rogaba a Dorgeville volver a Francia a asumir la

responsabilidad de sus bienes reparando al menos, con la fortuna que encontraría, la que había

tenido la desventura de perder.

Dorgeville, presa de desesperación por acontecimientos tan tristes como deshonrosos,

regresa a La Rochelle donde confirma en demasía las noticias que le habían sido enviadas, y

renunciando al comercio, al que no cree poder dedicarse después de tantas desdichas, con

parte del dinero que le queda hace frente en un rasgo único de delicadeza, a los compromisos

de sus amigos de América, y con el resto decide comprarse un campo cerca de Fontenay, en

Poitou, donde pueda pasar su vida en el descanso, el ejercicio de la caridad y la beneficencia,

las dos virtudes más caras a su sensible corazón.

El proyecto se realiza, Dorgeville, instalado en su pequeña posesión, socorre a los pobres,

consuela a los ancianos, une a los huérfanos, alienta a los agricultores, convirtiéndose, en una

palabra, en el dios del cantón donde vive. Si había un ser desdichado, la casa de Dorgeville se

abría de inmediato a él; si se necesitaba de una buena acción, disputaba a sus vecinos el honor

de realizarla; si se vertía unas lágrimas era, en una palabra, la mano de Dorgeville la única que

deseaba enjugarla de inmediato; y todos, al bendecir su nombre, exclamaban en el fondo de

sus corazones:

– Este es el hombre que la suerte nos destina para liberamos de los malvados... Este es uno

de los dones que ella otorga al mundo para consolarle de los males con que lo agobia.

Hubieran deseado que Dorgeville se casara. Descendientes de tal sangre hubieran sido de

inapreciable valor para la sociedad; pero Dorgeville, hasta ahora invulnerable a los encantos

del amor, había manifestado que, a menos que el destino le hiciese conocer a una joven que,

unida a él por lazos de agradecimiento, se sintiera destinada a hacerlo feliz, con toda

seguridad no se casaría; le habían presentado varios partidos; a todos los había rechazado, no

encontrando, según decía, en ninguna de las mujeres que le proponían, motivos valederos

como para estar seguro de que algún día le amaran.

– Yo quiero, decía Dorgeville, que la mujer que tome por esposa me lo deba todo; ya que

no tengo muchos bienes ni una figura agraciada como para retenerla con ellos, deseo que se

sienta atada por obligaciones primordiales que, al encadenarla a mí, le quiten toda posibilidad

de abandono o engaño.

Algunos amigos de Dorgeville combatían su manera de pensar.

– ¿Qué fuerza habrían de tener esos lazos, le decían a veces, si el alma de aquélla a quien

hubierais servido no fuera tan bella como la vuestra? No para todos los seres el

agradecimiento es una atadura tan indisoluble como lo es para vos; existen almas débiles que

lo desprecian, otras orgullosas que lo desdeñan. ¿No sabéis acaso por vos mismo, Dorgeville,

que al hacer un favor es más seguro perder que ganar un amigo?

Estos argumentos parecían buenos; pero la desdicha de Dorgeville consistía en juzgar a los

demás según su propio corazón; y ya que este sistema lo había hecho desgraciado hasta el

presente, era justo suponer que seguiría siéndolo por el resto de sus días.

Sea como fuere, así pensaba el hombre de bien cuya historia narramos, cuando el azar puso

ante él en forma bien extraña, al ser que creyó destinado a compartir su fortuna y digno de

ofrecerle el don precioso de su corazón.

Hay una bella época del año en que la naturaleza sólo parece decimos adiós para

agobiarnos con sus dones, en que sus delicadezas infinitas se multiplican durante algunos

meses prodigándonos todo aquello que nos permite esperar en paz a que nos brinde de nuevo

sus primeros favores, esa época en que los habitantes del campo se frecuentan más,

asiduamente, en cacerías, vendimias, u otras ocupaciones tan gratas a los que aman la vida

rural y tan poco valiosas para los seres fríos e inanimados, insensibilizados por el lujo de la

ciudad, agotados por su corrupción, que de la sociabilidad sólo conocen los dolores y las

pequeñeces, porque la franqueza, el candor, la grata cordialidad que estrecha sus deliciosos

lazos, sólo se encuentran en la gente de campo, como si solamente bajo un cielo puro los

hombres pudieran serlo también y como si esas tenebrosas emanaciones que oscurecen la

atmósfera de las grandes ciudades corrompieran el alma de los desdichados cautivos que se

condenan a sí mismos a no salir de sus murallas. En fin, en el mes de septiembre, Dorgeville

decidió visitar a un vecino que lo había recibido cordialmente a su llegada a esa provincia, y

cuyo tierno y compasivo corazón se asemejaba al suyo.

Monta a caballo escoltado por un solo criado, y se encamina hacia el castillo de su amigo a

cinco leguas de distancia del suyo. Habiendo recorrido casi tres, escucha, detrás de un seto a

la vera del camino, gemidos que lo detienen primero por curiosidad, y luego por esa

inclinación a socorrer al que sufre. Entrega las bridas del caballo a su sirviente, traspone el

foso que lo separa del seto, contornea a éste, llegando finalmente al sitio donde partían los

lamentos que lo sorprendieran.

– ¡Oh, señor!, exclama una hermosa mujer, sosteniendo entre sus brazos a un niño que

acababa de dar a luz. ¿Qué dios os envía en auxilio de esta desdichada? ¡Tenéis delante

vuestro, señor, a una criatura presa de la desesperanza!, continuó la desconsolada mujer

vertiendo un torrente de lágrimas... Iba a quitar con mis propias manos la vida que le diera a

este miserable fruto de mi deshonra.

– Señorita, antes de conocer los motivos que pueden llevaros a tan horrible acción, dijo

Dorgeville, permitid que me ocupe primero de aliviarlas; creo haber visto una granja a cien

pasos de aquí; tratemos de llegar a ella, y allí, después de que hayáis recibido los primeros

cuidados que vuestro estado exige, osaré preguntaros más detalles sobre las desdichas que

parecen agobiaras, dándoos mi palabra de honor de que mi curiosidad sólo obedece el deseo

de seros útil, y que ella acatará los límites que deseéis imponerle.

Cécile se deshace en pruebas de agradecimiento y accede a lo que se le propone; el

sirviente se acerca y toma al niño; Dorgeville sienta a la madre a su lado sobre el caballo y se

encaminan a la granja. Ésta pertenecía a campesinos acomodados quienes, a petición de

Dorgeville, brindan su hospitalidad a la madre y al hijo; se le prepara una cama a Cécile y se

coloca a su hijo en una cuna que hay en la casa; y Dorgeville, que siente curiosidad por las

consecuencias de esta aventura, sacrifica, con tal de conocerlas, el agradable paseo que se

había prometido y envía un recado anunciado que no se lo espere, dado que ha decidido pasar

como pueda en esta cabaña, el día y la noche próximos. Como Cécile está agotada, le suplica

que descanse antes de pensar en satisfacer su curiosidad; y como a la tarde aún no se

encuentra bien, espera hasta la mañana siguiente para preguntar a esta adorable criatura cómo

puede él ayudarla.

El relato de Cécile no fue largo: dijo ser hija de un gentilhombre llamado Duperrier, cuyas

tierras se encontraban a diez leguas del lugar; que había tenido la desgracia de dejarse seducir

por un joven oficial del regimiento de Vermandois, por entonces de guarnición en Niort, cerca

del castillo de su padre; que su amante desapareció en cuanto la supo encinta y, lo que era

peor, agregó Cécile, fue muerto en un duelo tres semanas más tarde, perdiendo así ella no sólo

su honra sino también la esperanza de reparar su falta; ocultó su estado a sus padres mientras

le fue posible, pero cuando ya no pudo disimularlo, tuvo que confesarlo todo, recibiendo

desde entonces tan mal trato de su padre y de su madre que había optado por fugarse. Hacía

algunos días que erraba por la zona no sabiendo qué partido tomar, sin poder decidirse a

alejarse definitivamente de la casa paterna y su dominios, y cuando presa de horribles dolores

había resuelto matar a su hijo y quizás también quitarse la propia vida, apareció Dorgeville

ofreciéndole todo su auxilio y consuelo.

Estos pormenores, ayudados por un rostro encantador, inocente y atractivo como pocos en

el mundo, hicieron pronto mella en el alma sensible de Dorgeville.

– Señorita, dijo a la infortunada, me siento muy feliz de que el Cielo os haya puesto en mi

camino; ello procura dos placeres muy gratos a mi corazón: el de haberos conocido y la

alegría aún mayor de estar casi seguro de poder reparar vuestras desgracias.

Su amable protector expresó a Cécile el deseo de visitar a sus padres y reconciliarla con

ellos.

– Pues iréis solo, señor, respondió Cécile, pues yo no volveré a presentarme ante sus ojos.

– Sí, señorita, primero solo, contestó Dorgeville, pero espero no volver sin la autorización

de llevaros nuevamente a ellos.

– ¡Oh, señor!, no lo esperéis; no conocéis la dureza de las personas que me rodean; su

barbarie es tal, tanta es su falsía, que aunque ellos mismos me aseguraran su perdón, no les

tendría la menor confianza.

No obstante Cécile aceptó el ofrecimiento y, viendo a Dorgeville decidido a partir al día

siguiente rumbo al castillo de Duperrier, le encomendó una carta para un tal Saint-Surin, uno

de los sirvientes de su padre, el que más había merecido siempre su confianza por su extrema

devoción hacia ella. Cécile le entregó la carta lacrada y le rogó al dársela que no abusara de la

gran confianza que en él depositaba y que la hiciera llegar intacta a su destinatario, tal como

ella se la entregaba.

Dorgeville se muestra enfadado de que pueda dudarse de su discreción luego de haberse

comportado como lo ha hecho; se le ofrecen excusas, él acepta el encargo, encomienda el

cuidado de Cécile a los campesinos en cuya casa se alberga, y parte.

Pensando Dorgeville que la carta de que exportador debe prevenir en su favor al criado a

quien está destinada, decide que lo mejor que puede hacer, ya que no conoce en absoluto al

señor Duperrier, es comenzar por entregar la carta y hacerse luego anunciar por el criado a

quien ella lo presenta. Habiéndose dado a conocer ante Cécile, no duda de que ella informe a

ese tal Saint-Surin, cuya fidelidad le había ponderado, quien es la persona que se interesa en

su destino.

Entrega pues la carta y en cuanto Saint-Surin la lee exclama con una emoción que no

puede dominar:

– ¡Qué! Sois vos, el señor Dorgeville, el protector de nuestra desdichada ama. Voy a

anunciaros a sus padres, señor, pero os prevengo que son presa de la cólera más cruel; dudo

que logréis reconciliarlos con su hija; sin embargo, señor, continuó Saint-Surin, que parecía

ser un joven talentoso y de agradable estampa, vuestra manera de actuar honra demasiado

vuestros sentimientos como para que yo no os coloque lo más pronto posible en condiciones

de acometer vuestra empresa...

Sube Saint-Surin a los aposentos de sus amos, los previene de inmediato y reaparece al

cabo de un cuarto de hora.

Consienten en ver a M. Dorgeville ya que se ha tomado la molestia de venir de tan lejos

por ese asunto; pero lamentan tanto más profundamente que se haya hecho cargo de él, cuanto

que no ven posibilidad alguna de concederle lo que viene a solicitar a favor de una hija

maldecida que merece su suerte por la enormidad de su pecado.

Dorgeville no se acobarda. Lo conducen ante M. y Mme Duperrier, personas de unos

cincuenta años que lo reciben gentilmente aunque con cierto embarazo, y Dorgeville expone

brevemente el motivo de su visita a esa casa.

– Tanto mi mujer como yo, dice el marido, estamos irrevocablemente decididos a no

volver a ver jamás a una criatura que nos deshonra; puede hacer lo que le plazca; la

abandonamos a los designios del Cielo esperando que su justicia nos vengue pronto de tal

hija...

Dorgeville refutó tan bárbaro proyecto con los argumentos más patéticos y elocuentes que

pudo encontrar; al no lograr convencerlos con la razón, quiso tocar sus sentimientos... análoga

resistencia; estos padres crueles no acusaron sin embargo a Cécile de otras faltas que las que

ella misma había confesado coincidiendo la acusación de sus jueces totalmente con el relato.

Aunque Dorgeville explica que una debilidad no es un crimen, que si no fuera por la

muerte del seductor de Cécile todo hubiese sido reparado por el matrimonio, nada se

consigue; nuestro conciliador se retira bastante descontento; lo invitan a cenar, él agradece

mostrando al retirarse que la causa de su negativa debe buscarse en la negativa que él mismo

recibiera; no se le insiste, y sale.

Saint-Surin aguardaba a Dorgeville a la puerta del castillo:

– ¿Y bien, señor?, le dice el criado demostrando el más vivo interés, ¿no estaba yo en lo

cierto al creer que vuestros esfuerzos serían infructuosos? No conocéis a quienes acabáis de

ver; sus corazones son de bronce; nunca la humanidad fue escuchada por ellos; si no fuera por

mi respetuoso afecto hacia esa querida persona de quien usted aspira a ser protector y amigo,

hace mucho que yo mismo los hubiese dejado y, os lo confieso señor, prosiguió el joven, que

al perder hoy, como la pierdo, la esperanza de volver a consagrar mis servicios a la señorita

Duperrier, ya sólo voy a ocuparme en buscar otra colocación.

Dorgeville calma a este criado fiel, y le aconseja no dejar a sus amos, asegurándole que

puede estar tranquilo en cuanto a la suerte de Cécile y que puesto que es tan desdichada como

para ser tan cruelmente abandonada por los suyos él tratará siempre de ser siempre un padre

para ella.

Saint-Surin abraza llorando las rodillas de Dorgeville y le pide, al mismo tiempo, permiso

para encomendarle la repuesta a la carta que recibiera de Cécile; Dorgeville accede con placer

y vuelve junto a su encantadora protegida a la que no consuela tanto como hubiera deseado.

– ¡Ay, señor!, dice Cécile al enterarse de la crueldad de su familia, debía esperarlo; no me

perdono, conociendo como debía conocer su proceder, el no haberos evitado una visita tan

desagradable, y sus palabras fueron acompañadas por un torrente de lágrimas que el

bondadoso Dorgeville enjugó, prometiendo a Cécile no abandonarla jamás.

No obstante, al cabo de unos días, cuando nuestra interesante aventurera se encontró

repuesta, Dorgeville le propuso que fuera a su casa a completar su restablecimiento.

–¡Oh, señor!, respondió Cécile con dulzura, ¡no estoy en condiciones de rechazar vuestro

ofrecimiento y, sin embargo, debería enrojecer al aceptarlo! Ya habéis hecho demasiado por

mí; pero cautiva en los lazos de mi reconocimiento, no me negaré a nada que pueda

aumentarlos y hacerlos más gratos, al mismo tiempo, para mí.

Se encaminaron a casa de Dorgeville. Poco antes de llegar al castillo, la señorita Duperrier

declaró a su bienhechor que deseaba no hacer público el asilo que se le concedía; aunque

había casi quince leguas de distancia desde allí hasta los dominios de su padre, no era sin

embargo suficiente como para no temer ser reconocida, debiendo cuidarse de los efectos de

resentimiento de una familia cuya crueldad era capaz de castigarla con tal severidad... por una

falta... grave (lo reconocía), mas que tendrían que haber prevenido antes de que ocurriera en

vez de castigarla tan duramente cuando ya no se estaba a tiempo de impedirla; además para él

mismo, para Dorgeville, ¿sería conveniente mostrar ante los ojos de toda la provincia que se

tomaba un interés tan particular por una desventurada joven arrojada de casa por sus padres y

deshonrada ante la opinión pública?

La hombría de bien de Dorgeville no le permitió detenerse a considerar este segundo

punto, pero el primero lo decidió y prometido a Cécile que estaría en su casa como ella

quisiera, que en su interior la haría pasar por una de sus primas y que afuera sólo trataría a las

pocas personas que ella deseara ver. Cécile dio nuevamente gracias a su generoso amigo y

llegaron.

Ya es tiempo de decir que Dorgeville no había mirado a Cécile sin una especie de interés

mezclado a un sentimiento hasta entonces desconocido para él; un alma como la suya sólo

podía entregarse al amor enternecida por la sensibilidad, o preparada por una buena acción;

todas las cualidades que Dorgeville buscaba en una mujer se encontraban en la señorita

Duperrier; esas extrañas circunstancias a las que él deseaba deber el corazón de que

desposara, también en ella se encontraban; él había dicho siempre que deseaba que la mujer a

la que concediera su mano estuviera ligada a él, de algún modo, por el agradecimiento y que,

por así decirlo, sólo aspiraba a retenerla mediante ese sentimiento. ¿No era eso lo que ocurría

ahora? Y en el caso de que los sentimientos del alma de Cécile no fueran muy diferentes de

los suyos, ¿debía él, con su manera de pensar, dudar en ofrecerle matrimonio para consolarla

de los imperdonables errores del amor? Otra oportunidad de algo exquisito y hecho a la

medida de Dorgeville se presentaba aún al reparar la honra de la señorita Duperrier. ¿No

resultaba claro que la reconciliaría con sus padres y no era para él maravilloso devolver a una

desdichada mujer, junto con el honor que el más bárbaro de los prejuicios le quitara, la ternura

de una familia de la que la crueldad más inaudita la privara también?

Imbuido de estas ideas, Dorgeville pregunta a la señorita Duperrier si desaprueba que haga

otra segunda tentativa ante sus padres; Cécile no lo disuade de ello en absoluto, pero se

guarda bien de aconsejárselo, tratando incluso de hacerle comprender su inutilidad, pero

dejándole hacer lo que desee a ese respeto. Termina por decir a Dorgeville que tal vez ella

comienza a convertirse en una carga para él, ya que con tanto ardor quiere volverla al seno de

una familia que, él bien lo sabe, la aborrece.

Dorgeville, satisfecho con una respuesta que le permite sincerarse, asegura a su protegida

que si desea una reconciliación con sus padres es sólo por ella y por los demás, no

necesitando él nada que anime el interés que ella le inspira salvo, a lo sumo, la esperanza de

que sus cuidados no le desagraden. La señorita Duperrier responde a esta gentileza posando

sobre su amigo su dulce y lánguida mirada, que muestra algo más que gratitud; Dorgeville

interpreta la expresión y, resuelto a todo con tal de devolver honra y paz a su protegida, dos

meses después de su primera visita a los padres de Cécile decide hacerles una segunda y

declararles por fin sus legítimos anhelos, convencido de que tal proceder los convencerá

inmediatamente de abrir de nuevo su casa y sus brazos a la que tiene la dicha de reparar de tal

modo una falta que los obliga a alejar de ellos con demasiada dureza a una hija a quien deben

amar en el fondo de sus almas.

Esta vez Cécile no le da ninguna carta para Saint-Surin, como lo hiciera en ocasión de su

primera visita, tal vez sepamos pronto por qué. A pesar de ello, Dorgeville acude a este criado

para que lo introduzca nuevamente ante M. Duperrier; Saint-Surin lo recibe con los mayores

testimonios de respeto y alegría pidiéndole noticias de Cécile con la más vivas muestras de

interés y veneración y, en cuanto se entra de los motivos de la segunda visita de Dorgeville,

no cesa de alabar tan noble proceder, mas declara al mismo tiempo que está casi convencido

de que este segundo cometido tendrá tan poco éxito como el primero. Nada acobarda a

Dorgeville y entra a ver a M. Duperrier; le dice que su hija está en su casa, que él se ocupa

con el mayor cuidado de ella y de su hijo, que la cree totalmente corregida de sus faltas, que

ni un solo momento ha desmentido ella sus remordimientos y que le parece que tal conducta

le hace acreedora a algo de indulgencia. Todo lo que dice es escuchado por el padre y por la

madre con la mayor atención. Por un momento Dorgeville cree triunfar; pero la asombrosa

flema con que se le responde no tarda en convencerle de que trata con almas de acero, con

animales, en fin, mucho más parecidos a bestias feroces que a criaturas humanas.

Duperrier toma entonces la palabra:

– No os apartaré en absoluto, señor, dijo, de las bondades que tenéis para con la que antaño

yo llamaba mi hija y que se ha hecho indigna de ese hombre; cualquiera fuese la crueldad de

que os dignéis acusarme, no la llevaría sin embargo hasta ese extremo; ni le acusamos de otro

error más que de su bajeza con un mal sujeto al que nunca debió mirar; falta es ésta muy

grave a nuestros ojos, ya que, al mancharse en ella, la condenarnos a no volver a vernos de

por vida. Más de una vez, en los comienzos de su embriaguez, advertimos a Cécile las

consecuencias que ésta podría tener; le predijimos todo lo ocurrido; nada la contuvo.

Despreció nuestros consejos, desconoció nuestras órdenes, en una palabra, se arrojó

voluntariamente al precipicio aunque, sin cesar, se lo mostráramos abierto a sus pies. Una

joven que ama a sus padres no se conduce de tal modo; tanto, que, apoyada por el sobornador

a quien debe su caída, creyó poder desafiarnos y lo hizo insolentemente. Es bueno que ahora

sienta sus errores; es justo que le neguemos nuestra ayuda que despreció cuando tanta

necesidad de ella tenía. Cécile ha cometido una locura, señor; pronto cometería una segunda.

El escándalo se produjo. Nuestros amigos y parientes saben que huyó de la casa paterna,

avergonzada del estado a que la habían reducido sus errores. Dejémoslo así, y no nos

obliguéis a abrir nuevamente nuestros brazos a una criatura sin alma y sin conducta, que a

ellos volvería sólo para procurarnos nuevas desventuras.

– ¡Horrible sistema!, exclamó Dorgeville molesto ante tanta resistencia, ¡cuán peligrosos

los principios que castigan a una hija cuyo único error es haber sido sensible! Así son los

abusos peligrosos que se convierten en causa de tanto espantoso crimen. ¡Padres crueles!

Dejad de pensar que una joven desdichada es deshonrada al ser seducida; hubiera sido menos

culpable de tener menos cordura y religión: no la castiguéis por haber respetado la virtud en el

seno mismo del delirio; por una estúpida inconsecuencia no forcéis a cometer infamias a

aquélla cuyo único pecado es haber seguido a la naturaleza. Así es como la imbécil

contradicción de nuestras costumbres, al hacer que el honor dependa de la más disculpable de

las faltas, arrastra a los crímenes más grandes a aquellas para quienes la vergüenza es fardo

más pesado que el remordimiento. Y así, en este caso como en miles de otros, se prefiere

cometer atrocidades que sirven de velo a errores que no pueden ocultarse. Cuando las faltas

no constituyan una ignominia para los culpables, los que las cometen no se hundirán en un

abismo de maldad para ocultar minucias... Dejando de lado los prejuicios, ¿dónde está la

infamia para una pobre joven que, entregándose al sentimiento más natural de todos, duplica

su existencia por exceso de sensibilidad? ¿De qué iniquidad es culpable? ¿Cuáles son las

espantosas culpas de su alma o de su mente? ¿Cuándo se darán cuenta de que la segunda falta

siempre es consecuencia de la primera y que ésta, en sí misma, ni siquiera alcanza a ser tal?

¡Qué contradicción imperdonable! ¡Se educa a ese desdichado sexo en todo aquello que puede

provocar su caída y se lo deshonra cuando ésta se produce! ¡Padres bárbaros! No privéis a

vuestras hijas de lo que les interesa. Por un egoísmo atroz no las hagáis eternamente víctimas

de vuestra avaricia o ambición y, cediendo a sus inclinaciones bajo vuestras leyes, viendo sólo

amigos en vosotros, se guardarán bien de cometer errores a los que vuestro rechazo las arroja.

Son culpables sólo por vuestra causa... Sois vosotros los que imprimís sobre su frente el fatal

sello del oprobio... Ellas han obedecido a la naturaleza mientras que vosotros la violáis. Ellas

se han inclinado ante sus leyes, mientras que vosotros las ahogáis en vuestros corazones...

Sois pues vosotros los que mereceríais el oprobio y la desgracia, ya que sois la única causa del

mal que ellas hacen y, a no ser por vuestra crueldad, ellas no habrían vencido el sentimiento

de pudor y de decencia que el Cielo les imprimiera.

– ¡Y bien!, continuó Dorgeville con más ardor aún. ¡Y bien, señor! Ya que no queréis

reparar el honor de vuestra hija, lo haré yo. ¡Ya que cometéis el salvajismo de ver en vuestra

Cécile a una extraña, yo os declaro que en ella veo a una esposa! ¡Cualesquiera sean todos sus

errores, los tomo sobre mí! No por ello dejaré de reconocerla como mi mujer ante la provincia

entera y, más honesto que vos, señor, aunque vuestro consentimiento me resulte inútil después

de conocer vuestra conducta, aún deseo pedíroslo. ¿Puedo contar con obtenerlo?

Duperrier, confundido, no pudo evitar de observar a Dorgeville con muestra de enorme

sorpresa.

– ¡Cómo!, le dijo, ¿un gentilhombre como vos, señor, se expone voluntariamente a todos

los peligros de semejante alianza?

– A todos, señor. Los errores de vuestra hija antes de que me conociera no pueden

alarmarme: sólo un hombre injusto o atroces prejuicios pueden considerar vil o culpable a una

joven que ha amado a otro hombre antes de conocer a su marido. Tal manera de pensar se

nutre en un orgullo imperdonable que, no contento con dominar a quien posee, quisiera

encadenar a quien no poseía aún... ¡No, señor!, esos repugnantes absurdos no tienen dominio

sobre mí; confío más en la virtud de una joven, que habiendo conocido el mal se ha

arrepentido, que en la de la mujer que nada tuvo que reprocharse antes de su matrimonio; la

una conoce el abismo y puede evitarlo; la otra cree ver flores y se arroja a él. Una vez más,

señor, sólo espero vuestro consentimiento.

– Ese consentimiento no está ya en nuestro poder, respondió con firmeza Duperrier. Al

renunciar a nuestra autoridad sobre Cécile, al maldecirla, al negarla como lo hemos hecho y

continuamos haciéndolo aún, ya no conservamos la facultad de disponer de ella; es para

nosotros una extraña que el destino ha colocado en nuestras manos...; es libre por su edad, por

sus actos y por nuestro abandono...: en una palabra, señor, podéis hacer de ella lo que os

plazca.

– Entonces, señor, ¿no perdonáis a Mme Dorgeville los errores de la señorita Duperrier?

– Perdonamos a Mme Dorgeville el libertinaje de Cécile; pero la que lleva tanto un

apellido como el otro, ha faltado gravemente a su familia... y sea cual fuere el que tome para

presentarse ante sus padres, no será recibida por ellos ni con uno ni con otro.

– Pensad, señor, que es a mí a quien insultáis en este momento y que vuestra conducta se

torna ridícula al lado de la decencia de la mía.

– Es porque así lo siento, señor, y creo que lo mejor que podemos hacer es separarnos; sed,

si lo queréis, el esposo de una ramera, no tenemos el derecho de impedíroslo; pero no creáis

tampoco que vos tenéis el de obligarnos a recibir a esa mujer en nuestra casa, que ella cubrió

de duelo y amargura... cuando la cubrió también de oprobio.

Dorgeville, furioso, se pone de pie y parte sin decir una palabra.

– Hubiera matado a este hombre feroz, dice a Saint-Surin que le tiende la brida de su

caballo, si no me contuviera la piedad y si mañana no desposara yo a su hija.

– ¿La desposáis, señor?, preguntó Saint-Surin sorprendido.

– Sí. Quiero reparar mañana su honra..., quiero consolar mañana su infortunio.

– ¡Oh, señor! ¡Qué generosa acción! Vais a confundir la crueldad de esas gentes, vais a

devolver la vida a la más infortunada pero más virtuosa de las jóvenes. Vais a cubriros de

fama empecedera ante toda la provincia...

Y Dorgeville partió al galope.

Al regresar junto a su protegida, le cuenta con los mayores detalles el espantoso

recibimiento de que fuera objeto, asegurándole que, al no ser por ella, Duperrier se hubiese

arrepentido de su indecente conducta. Cécile agradece su prudencia pero, cuando Dorgeville

retoma la palabra y le dice que, a pesar de todo, está decidido a desposarla al día siguiente,

una involuntaria turbación se apodera de la joven. Quiere hablar... Las palabras mueren en sus

labios... Quiere ocultar su pesadumbre... Más la demuestra.

– ¡Yo!, dice en forma inexplicablemente desordenada... ¡Yo!... ¡Convertirme en vuestra

esposa!... Ah, señor... Hasta qué punto os sacrificáis por una pobre joven... tan poco digna de

vuestra bondad por ella.

– Sois digna, señorita, responde vivamente Dorgeville. Una falta, castigada con demasiada

crueldad, tanto por la manera como se os ha tratado como, más aún, por vuestros propios

remordimientos, una falta que no puede repetirse puesto que el que os la hiciera cometer no

existe ya, una falta, en fin, que ha servido para procurar madurez a vuestro espíritu y daros esa

cruel experiencia de la vida que sólo se adquiere a expensas de uno mismo... Tal falta, repito,

no os degrada en absoluto ante mis ojos. Si creéis que puedo repararla, a vos me ofrezco,

señorita. Mi mano, mi casa... mi fortuna, todo lo que poseo está a vuestro servicio... decidíos.

– ¡Oh, señor!, exclamó Cécile. Perdonad si el exceso de mi confusión me impide hacerlo.

¿Podía acaso esperar tal bondad de vuestra parte, después del proceder de mis padres? ¿Y

cómo creéis que pueda ser capaz de aprovecharme de ella?

– Lejos de ser tan severo como vuestros padres, y no juzgo a la ligereza como a un crimen,

y borro la falta que os aflige al concederos mi mano.

La señorita Duperrier cae de rodillas ante su bienhechor; parecen faltarle las palabras para

expresar los sentimientos que embargan su alma. A los que está obligada a sentir sabe mezclar

con tal destreza el amor, en una palabra, cautiva tan bien al hombre que tanto le interesa

conquistar que antes de ocho días se celebran las bodas y se convierte en Mme Dorgeville.

No obstante, la recién casada no sale aún de su retiro, explicando a su marido que, al no

estar reconciliada con su familia, la decencia la obliga a ver muy poca gente. Su salud le sirve

de pretexto y Dorgeville limita sus relaciones al personal de su casa y a uno que otro vecino.

Mientras tanto, Cécile pone toda su habilidad en juego para persuadir a su marido de dejar

Poitou. Le hace falta ver que, tal como están las cosas, siempre vivirán incómodos allí, y que

sería mucho más decente para ellos establecerse en alguna provincia alejada de donde la

esposa de Dorgeville recibiera tantas pruebas de desaprobación y ultrajes.

A Dorgeville le agrada bastante este proyecto. Hasta escribe a un amigo que habita cerca

de Amiens encargándole buscar en esa zona una posesión donde terminar sus días en

compañía de una joven amable a quien acaba de desposar y que, enemistada con sus padres,

sólo encuentra en Poitou sufrimientos que la obligan a alejarse de allí.

Esperaban la respuesta a este pedido cuando llega al castillo Saint-Surin. Antes de osar

presentarse ante su antigua ama, solicita autorización para saludar a Dorgeville. Se le recibe

con satisfacción.

Saint-Surin explica que el interés con que se ocupó del destino de Cécile le ha hecho

perder su puesto, que acude a ella en demanda de su bondad y a despedirse antes de buscar

fortuna en otra parte.

– ¡No nos dejaréis!, exclama Dorgeville, conmovido de piedad, y no viendo en este

hombre más que la oportunidad de una adquisición que además complacería a su mujer. ¡No,

no nos dejaréis! Y Dorgeville, convirtiendo este hecho en objeto halagüeño de sorpresa para

la que adora, va de inmediato a verla y a presentarle a Saint-Surin como criado principal de su

casa.

Mme Dorgeville, emocionada hasta las lágrimas, besa a su esposo agradeciéndole mil

veces su delicada atención y expresa delante suyo a este servidor hasta qué punto es sensible a

la devoción que siempre ha sentido por ella. Conversan un momento sobre M. y Mme

Duperrier; Saint-Surin los describe con los mismos perfiles de rigor que Dorgeville les

conociera, y a partir de ese momento sólo se ocupan de proyectos para una próxima partida.

Habían llegado noticias de Amiens. Se había encontrado exactamente lo que convenía y

ambos esposos se disponían a tomar posesión de su nueva morada, cuando el acontecimiento

más cruel e inesperado vino a abrir los ojos de Dorgeville, a destruir su paz, y a

desenmascarar a la infame que se burlaba de él desde hacia seis meses.

Todo era calma y alegría en el castillo. Dorgeville y su mujer acababan de cenar

tranquilamente, absolutamente solos esa noche, conversando juntos en su sala con esa dulce

paz que da la felicidad, sentida sin temores ni remordimientos por Dorgeville pero tal vez no

con tanta pureza por su mujer. La dicha no está hecha para el crimen. El ser que ha sido lo

bastante depravado como para caer en él, logra fingir la paz dichosa de un alma pura, pero

rara vea goza de ella. De pronto, se escucha un espantoso ruido. Las puertas se abren con

estrépito. Saint-Surin, encadenado, aparece entre un grupo de guardias cuyo oficial se arroja

sobre Cécile que intenta huir, la retiene, y, sin miramiento alguno por sus gritos o por las

protestas de Dorgeville, se dispone a llevársela de inmediato.

– ¡Señor...señor!, grita Dorgeville bañado de lágrimas, ¡escuchadme, por Dios!... ¿Qué os

ha hecho esta dama y adónde pretendéis conducirla? ¿Ignoráis que me pertenece y que estáis

en mi casa?

– Señor, responde el oficial un tanto más tranquilo después de haber dominado a sus dos

prisioneros, la mayor desgracia que puede ocurrir a un hombre tan honrado como vos es haber

desposado a esta mujer; pero el título que ha usurpado con tanta infamia como impudor, no la

preservará de la suerte que le espera... ¿Me preguntáis a dónde la conduzco? A Poitiers, señor,

donde de acuerdo a la sentencia pronunciada contra ella en París y que ha eludido hasta ahora

con su astucia, será quemada viva mañana junto con su indigno amante que aquí veis,

continuó el oficial señalando a Saint-Surin.

Ante estas funestas palabras, las fuerzas abandonan a Dorgeville. Cae sin sentido; corren a

su auxilio. El oficial, seguro de sus prisioneros, ayuda personalmente en los cuidados que hay

que prestar al desdichado esposo. Dorgeville vuelve finalmente en sí...

En cuanto a Cécile está sentada en una silla, custodiada como criminal en el mismo salón

donde una hora antes reinara como señora... Saint-Surin, en igual posición, se encuentra a dos

tres pasos de ella, guardado con igual rigor pero mucho menos calmado que Cécile, sobre

cuya frente no se percibe alteración alguna; nada turba la tranquilidad de esta desdichada; su

alma, hecha al crimen, ve sin espanto el castigo.

– Dad gracias a Dios, señor, dijo a Dorgeville. Esta aventura os salva la vida. Al día

siguiente de llegar a la nueva morada donde pensabais estableceros, esta dosis, continuó

sacando de su bolsillo un envoltorio con veneno, iba a ser mezclada a vuestros alimentos y

habríais expirado seis horas más tarde.

– Señor, dijo esta terrible criatura al oficial, sois dueño de mí. Una hora más o menos no

debe ser de importancia; os la pido para hacer conocer a Dorgeville las extrañas

circunstancias que le conciernen.

– Sí, señor, continuó dirigiéndose a su marido. Sí, en todo estáis mucho más comprometido

de lo que suponéis. Obtened el permiso de que pueda yo hablar durante una hora y os

enterareis de cosas que os sorprenderán si es que podéis escucharlas hasta el fin con entereza,

sin que ellas multipliquen el horror que os debo inspirar. Veréis al menos que si soy yo la más

desgraciada y criminal de las mujeres... este monstruo, dijo señalando a Saint-Surin, es sin

lugar a dudas el más infame de los hombres.

Aún era temprano y el oficial consistió el relato que pedía su cautiva, tal vez deseaba él

mismo conocer, aunque supiera los crímenes de su prisionera, qué relación ellos tenían con

Dorgeville. Sólo dos guardias permanecieron en la sala con el oficial y con los dos culpables;

los demás se retiraron, las puertas fueron cerradas, y la falsa Cécile Duperrier comenzó su

relato en los siguientes términos:

"En mí veis, Dorgeville, a quien dio vida el Cielo para vuestro tormento y el oprobio de

vuestra casa. Supisteis en América que algunos años después de vuestra partida de Francia,

habíais tenido una hermana. Mucho más tarde supisteis también que esa hermana, para amar

con mayor libertad a un hombre que adoraba, osó levantar su mano sobre quienes le habían

dado la vida y huyó inmediatamente con su amante... Pues bien, Dorgeville, reconoced a esa

hermana criminal en vuestra desdichada esposa y a su amante en Saint-Surin... Ved si soy

capaz de cometer un crimen y, si es necesario, de multiplicarlo. Sabed ahora cómo os he

engañado, Dorgeville... y calmaos, dijo viendo a su desgraciado hermano retroceder de

espanto apunto de perder nuevamente el sentido... Sí, tranquilizaos, hermano mío; soy yo

quien debería estremecerse... pero ved cuán tranquila estoy... Tal vez yo no había nacido para

el crimen, tal vez sin los pérfidos consejos de Saint-Surin nunca el mal se habría adueñado mi

corazón... Esa él a quien debéis el asesinato de nuestros padres; fue él quien me indujo a

cometerlo procurándome lo que hacía falta para ello; su mano fue también la que me dio el

veneno que debía poner fin a vuestros días.

”En cuanto realizamos nuestros primeros planes, sospecharon de nosotros. Tuvimos que

huir sin poder siquiera llevar el dinero que del que íbamos a apoderarnos. Pronto las

sospechas se convirtieron en pruebas; se nos hizo un proceso; se nos sentenció a la funesta

condena que vamos a cumplir. Nos alejamos... pero no lo bastante, por desgracia; hicimos

correr el rumor de una huida a Inglaterra. Lo creyeron. Pensamos tontamente que no era

necesario ir más lejos. Saint-Surin se ofreció criado en la casa de M. Duperrier; sus

condiciones hicieron que se lo aceptara. Me escondió en un pueblo próximo a las tierras de

ese hombre de bien, donde me veía en secreto, y durante ese tiempo nunca me mostré a otras

miradas que no fueran las de la mujer en cuya casa me alojaba.

”Este recogimiento me aburría. No podía soportar vida tan ignorada. A veces hay ambición

en las almas criminales; interrogad a los que han triunfado sin merecerlo y veréis que pocas

veces lo han logrado sin un crimen. Saint-Surin consentía complacido en buscar nuevas

aventuras; pero yo estaba encinta y antes que nada tenía que desembarazarme de mi carga;

Saint-Surin quiso enviarme, para el parto, a un pueblo más alejado de la morada de sus amos,

a la casa de una mujer amiga de aquélla en cuya casa me hospedaba. Siempre con la idea de

guardar mejor el secreto, se resolvió que yo viajara sola; allí me dirigía cuando me

encontrasteis; habiendo comenzado los dolores antes de que llegara a la casa de esa mujer,

daba a luz, sola, al pie de un árbol... y entonces, presa de desesperación, viéndome tan

abandonada, yo, que nacida en la opulencia, hubiera podido aspirar a los mejores partidos de

mi provincia si mi conducta hubiese sido buena, quise matar al desdichado fruto de mi

libertinaje y apuñalarme a mí misma luego. Pasasteis, hermano mío; os interesasteis en mi

suerte; la esperanza de nuevos pecados se enciende de pronto en mi pecho y resuelvo

engañaros para aumentar el interés que parecíais tomar por mí. Cécile Duperrier acababa de

huir de la casa paterna, escapando al castigo y a la vergüenza de una falta cometida con su

amante, falta que le había conducido a mi mismo estado; conociendo perfectamente todas las

circunstancias, resolví fingir ser esa joven. De dos cosas estaba yo segura: que ella no volvería

y que sus padres, aunque se arrojara a sus pies, jamás le perdonarían su conducta. Estos dos

puntos me bastaron para tramar toda mi historia; vos mismo os encargasteis de la carta en la

que daba instrucciones a Saint-Surin y en la que narraba el sorprendente reencuentro con un

hermano al que nuca hubiera reconocido de no haberme dicho su nombre, y del que pensaba

servirme, sin que él lo supiera, para recuperar nuestra fortuna.

”Saint-Surin me respondió por intermedio vuestro, y desde entonces, sin que lo supierais,

no cesamos de escribirnos y de vernos en secreto algunas veces. Recordáis sin duda vuestro

fracaso ante los Duperrier; no me opuse a gestiones de las que nada temía y que, al poneros en

contacto con Saint-Surin, podían despertar vuestro interés por un amante al que deseaba tener

cerca nuestro. Me disteis pruebas de amor... os sacrificasteis por mí. Como todo ello favorecía

mi propósito de cautivaros, visteis cómo os respondí y habéis probado, Dorgeville, que los

lazos de familia que a vos me ataban, no me impidieron unirme a vos por los de un

matrimonio que favorecía de tal modo todos mis planes... que me sacaba del oprobio, de la

humillación, de la miseria y que, como consecuencia de mis crímenes, me llevaba a una

provincia alejada de la nuestra, rica... y, al fin, mujer de mi amante. El Cielo se opuso a ello;

conocéis el resto y ved cómo mis faltas son castigadas... Vais a desembarazaros de un

monstruo al que debéis odiar... de una malvada que no ha cesado de engañaros... que, aún

gozando en vuestros brazos de incestuosos placeres, no dejaba de entregarse cada día a ese

otro monstruo que vuestro exceso de piedad tuvo la imprudencia de traer junto a nosotros.

”Odiadme, Dorgeville... lo merezco... detestadme, os lo suplico... pero cuando, desde

vuestro castillo, veáis mañana las llamas donde se consuma la desdichada... que tan

cruelmente os engañara... que pronto hubiese segado vuestra vida... no me quitéis al menos el

consuelo de pensar que una lágrima brotará de vuestro sensible corazón aún abierto a mis

desdichas y que recordareis tal vez que, habiendo nacido hermana vuestra antes de

convertirme en castigo y tormento de vuestra vida, no debo perder los derechos que, por mi

nacimiento, tengo sobre vuestra piedad.

No se equivocaba la infame; había conmovido el corazón del desventurado Dorgeville,

que, durante el relato, se deshizo en lágrimas.

– No lloréis, Dorgeville, no lloréis, dijo... No, no debo pediros vuestras lágrimas; no las

merezco. Y ya que tenéis la bondad de derramarlas permitidme, para enjugarlas, que os

recuerde solamente mis errores; posad vuestra mirada sobre la desdichada que os dirige la

palabra, ved en ella a la más repudiable conjunción de crímenes y temblaréis en vez de

llorar...

Al decir estas palabras Virginie se pone en pie:

– Vamos, señor, dice con decisión al oficial, vamos a dar a la provincia el ejemplo que

espera de mi muerte; que mi débil sexo comprenda, al verla, a dónde conducen el olvido de

los deberes y el alejamiento de Dios.

Al descender los escalones que la llevaban al patio, pidió por su hijo. Dorgeville, que con

noble y generoso corazón hacía educar al niño con el mayor esmero, no se atreve a negarle

ese consuelo: traen a la miserable criatura; ella la toma, la estrecha contra su seno, la besa...

luego, rechazando prontamente sentimientos de ternura que, enterneciendo su alma, pudieran

hacerle comprender violentamente el horror de su situación, estrangula con sus propias manos

al desdichado niño.

– Vete, dice arrojándolo, no vale la pena de que vivas para conocer sólo infamia,

vergüenza e infortunio; que no quede huella sobre la tierra de mis crímenes; sé tú su última

víctima.

Con esas palabras se precipita la infame dentro del carruaje del oficial; Saint-Surin,

encadenado, lo sigue a caballo, y al día siguiente, a las cinco de la tarde, estas dos

abominables criaturas perecen en el espantoso suplicio que la cólera del Cielo y la justicia de

los hombres les tenía reservado.

En cuanto a Dorgeville, luego de una cruel enfermedad, dejó sus bienes a varias

instituciones benéficas, dejó el Poitou buscando retiro en la Trapa, donde murió al cabo de los

años sin haber logrado destruir en sí mismo, pese a ejemplos tan terribles, ni los sentimientos

de caridad y de piedad que conformaban su alma hermosa, ni el excesivo amor en que se

consumió, hasta su último suspiro, por la infortunada mujer... que fuera oprobio de su vida y

única causa de su muerte.

¡Oh, vosotros, que leeréis esta historia! Quiera ella haceros comprender la obligación que

todos tenemos de respetar los sagrados deberes de los que jamás se aparta uno sin correr a su

propia perdición. Si, contenido por los remordimientos que se sienten al romper el primer

freno, se tuviera la fuerza de no ir más lejos, nunca se anularían totalmente los derechos de la

virtud; pero nuestra debilidad nos pierde, los malos consejos nos corrompen, peligrosos

ejemplos nos pervierten, los riesgos parecen no existir, y el velo se desgarra recién cuando la

espada de la justicia detiene el curso de los crímenes. Entonces el dardo del arrepentimiento

se torna insoportable; ya no hay tiempo para ello; los hombres necesitan venganza, y aquél

que sólo supo molestarlos, tarde o temprano terminará por aterrorizarlos.

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