jueves, 4 de febrero de 2021

BIOY CASARES. BORGES (DIARIOS ÍNTIMOS): «Como los libros de Joyce, son una idiotez pero permiten el comentario de los críticos».

 



BORGES: «Como los libros de Joyce, son una idiotez pero permiten el

comentario de los críticos». Año: 1959. PAG. 604.


***

BORGES: «Si Dubliners se presentara al concurso de La Nación lo rechazaríamos

justificadamente. Tal vez lo que pueda decirse en favor de

Joyce es que representa lo mejor de una mala causa. Hizo lo que los otros

quisieron hacer; todos quisieron ser Joyce; Supervielle lo quiso y le salió

como su cara. Joyce para la literatura, Picasso para la pintura... Lo que

demuestra que había algo mal en la mente de Joyce es que quisiera hacer

una novela con el Ulysses. Parece que en la obra de arte tiene que haber

un poco de selección; no creo que la acumulación sea el mejor método.

Salvo que se haya divertido mucho con sus recuerdos de Dublín,

que serían como nuestros recuerdos de Buenos Aires. Se divirtió poniendo

todo en ese libro...». AÑO: 1960. Pag. 653.

 

***

BORGES: «Cómo un hombre con talento puramente verbal, como

Joyce, no comprendió que lo que no debía escribir era una novela.

Ojalá que la fama de Joyce pase, porque es de veras una calamidad:

idiotiza a los escritores y aun los induce a imitaciones lamentables. Muchas

veces me es imposible dialogar, por los elogios del Ulysses y del Fin¬

negans que hacen mis interlocutores, y sobre todo por su tranquila certeza

de que comparto su entusiasmo... ¿Y por qué esas mismas personas

que admiran el Ulysses admiran esos cuentos sentimentales y estúpidos

de Dubliners?». Año: 1962. Pags 821-822.

***

BIOY: «Que

extraños esos críticos, que en serio califican ajames Joyce de novelista».

BORGES: «El Ulysses carece de todas las virtudes que requiere una novela»

Año: 1963. Pag. 908.

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Martes, 14 de septiembre. Come en casa Borges. Dice que Portrait of

the Artist as a Young Man es una de tantas novelas autobiográficas; que nadie

la recordaría si Joyce no hubiera escrito después el Ulysses; que

prueba la incapacidad de Joyce para escribir novelas: para imaginar caracteres

y para inventar un argumento.

Año: 1965. Pag. 1080.

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Fuente:

RESEÑA: El retrato más completo y más íntimo de Jorge Luis Borges jamás presentado a los lectores y la crónica minuciosa y deliciosa de una amistad legendaria entre Bioy Casares y Borges. Grandísimo narrador y testigo privilegiado de la vida literaria de su tiempo, Adolfo Bioy Casares preparó, poco antes de su muerte, a partir de los exhaustivos diarios que llevó durante más de medio siglo, un libro extraordinario sobre su amistad con Jorge Luis Borges, una de las más emblemáticas de la literatura contemporánea. El presente volumen -a cargo de Daniel Martino- recoge en su totalidad esa obra. Por sus páginas desfilan las ideas más asombrosas de Borges, esenciales para la comprensión de sus escritos, conjugadas con una detallada descripción de su vida cotidiana, sus amores, su angustia ante el progreso de su ceguera o sus apasionadas posiciones en la controversia literaria y política. SOBRE EL AUTOR: En el mundo literario, uno de los grandes amigos de Jorge Luis Borges fue Adolfo Bioy Casares, un escritor, traductor, periodista y editor argentino que nació el 15 de septiembre de 1914 en Buenos Aires y murió, también en esa ciudad, el 8 de marzo de 1999.

Borges (Español) Tapa dura – 1 Enero 2006

martes, 2 de febrero de 2021

Santiago de Chile, 1961-1964. CORRER EL TUPIDO VELO. PILAR DONOSO. (FRAGMENTO).

 


Santiago de Chile, 1961-1964

 

Juan Enrique Serrano Pellé y Graciela Mendieta participan a Ud. el matrimonio de su hija María del Pilar con el señor José Donoso Yáñez, bendecido en la parroquia de San Vicente Ferrer, el día 14 de octubre de 1961, a las 12.30 horas.

Cuando se casó con mi madre, en Santiago de Chile, José Donoso ya era el autor de Coronación y de dos tomos de cuentos, Veraneo y El Charleston. Estos libros habían sido recibidos con buena crítica y, en algunos casos, con aclamación.

Mis padres se conocieron en Buenos Aires en 1958. Ambos fueron elegidos por un amigo común, el pintor Gastón Orellana, para ser padrinos de su hija. Los presentaron el día del bautizo mientras mi padre sostenía en brazos a su ahijada. Esa misma tarde se inició una relación que los llevó al matrimonio tres años después. Mi madre entonces había oído hablar sobre él, cuando su prima le trajo desde Chile Veraneo y otros cuentos. Le dijo que ese libro había ganado el Premio Municipal de Santiago.

Ella vivía con sus padres en un lujoso departamento de la calle Alvear. El rango de diplomático de mi abuelo —por ser director delegado de la Corporación de Ventas del Salitre— le daba una posición privilegiada. Mi madre vivía rodeada de lujo, de Cadillacs, vestidos y joyas. Mi padre, en cambio, en ese momento estaba instalado en Buenos Aires con una realidad económica muy distinta. Vivía en una pensión cuya dueña era una ex prostituta francesa bastante anciana. Él era su único pensionista.

Así las cosas, una mañana que «madame» Jeanne se retrasó en llevarle el desayuno, mi padre se dio cuenta de que algo extraño sucedía. Entonces se levantó, fue a la cocina y la encontró muerta. Producto de las indagaciones de la policía, se clausuró el departamento y él se tuvo que mudar. Después supo que la policía había hallado una cantidad importante de dinero escondida en los cajones de la francesa.

 

En el funeral, mi padre se encontró con gente a lo menos curiosa: una mujer bella y madura a quien la «madame» solía presentar como «Juliette, ma grande amie», quien la visitaba frecuentemente; un trío de actrices venidas a menos; un hombre canoso, atlético y tostado, con aspecto de cazador en vacaciones; una mujerona con largas uñas pintadas verde lechuga. En fin, no demasiados, pero todos parecían disfrazados, como falsos actores de alguna película de los años treinta. Mis padres deben haberse visto así también bajándose de un Cadillac conducido por el chofer ucraniano de mi madre.

Mis padres venían de mundos muy distintos. Ella, que era medio boliviana por parte de su madre y medio chilena por su padre, había pasado casi toda su vida en el extranjero. Durante su infancia vivió en Bolivia y luego en el campamento salitrero de María Elena, en el norte de Chile. Tiempo después, por razones laborales, mi abuelo fue enviado como representante de la industria chilena del salitre a El Cairo, luego a Madrid y Buenos Aires.

Acostumbrada a una vida glamorosa, a fiestas con príncipes y duques, no era extraño que vistiera trajes de los mejores diseñadores del mundo. Era alta, morena, de labios gruesos y una nariz importante; era una mujer a la que nadie podía dejar de mirar.

La frase «baila, María, baila...» se repetía cada vez que ella llegaba a las terrazas iluminadas frente al Nilo, a los salones de palacios y embajadas, a hoteles y boîtes. Aquello sería su gran recuerdo de esa época en la que fue el centro de toda atención gracias a la samba, baile que le brindó popularidad en cócteles, cenas y soirées y fue su mejor carta de presentación en un mundo lujoso pero ahora demodé.

Mi madre vivió tres años en El Cairo. Allí debió cambiar su bíblico nombre, María Esther, por María Pilar, ya que en 1948 el suyo resultaba peligroso en medio del conflicto entre árabes y judíos.

En Egipto conoció a miembros de distintas realezas en el exilio, entre ellos a Nicolás Románov, sobrino del último zar y con quien vivió un romance. Con él asistía a fiestas en el Palacio de Sohria de la princesa Faiza, iban a navegar en falúas por el Nilo, a pasear a caballo o en camello por el desierto. Por ese entonces también conoció a Nanou Naw-al-Zaki, quien sería una entrañable amiga durante toda su vida. También de entonces data su gran amistad con Luis Guillermo de Perinat, un español encantador, muy elegante, perteneciente a la alta aristocracia de la península, que vivía en El Cairo por su cargo diplomático y a quien mi madre admiraba, sobre todo, por su gran humor.

Pero sus intereses no eran únicamente esta vida social que hoy parece sacada de un cuento de hadas. Ella tenía grandes pasiones, como la pintura, los idiomas y el periodismo. De hecho, fue la primera mujer boliviana en trabajar en forma estable en un periódico.

Mi padre, en cambio, provenía de una familia tradicional chilena, intelectual y burguesa. Para ese entonces, sin embargo, su mundo era únicamente la literatura.

En sus memorias, mi madre describe la primera vez que lo vio:

De mediana estatura, más bien alto, se abrigaba con un montgomery azul que encontré le sentaba muy bien. No era buen mozo, pero sí atractivo, con su aire inteligente y los ojos claros que me miraban curiosos a través de los cristales de sus lentes de miope.

Mi padre siempre trató de explotar un cierto aire inglés en su apariencia, mucho tweed, impermeables, montgomerys, prendas que usó hasta sus últimos días.

Pero había un detalle que, sin entonces saberlo, los relacionaba. Durante la infancia ambos tuvieron la misma institutriz inglesa, miss Merrington. Ella se hizo cargo de mi padre antes de que éste entrara al colegio. Luego, ella se fue a las minas del norte para ser institutriz de una niña entonces llamada María Esther Serrano. Miss Merrington debió ser muy buena maestra, pues tanto mi padre como mi madre tuvieron siempre una ortografía inglesa impecable.

Cuando conoció a mi madre, aunque tenía treinta y siete años, mi padre ya era un viejo. Siempre se sintió atraído por la vejez. Desde niño observaba a los ancianos, hablaba con ellos, interrogándolos sobre sus vidas. Diría que casi no fue un niño, era un viejo-niño o un niño-viejo. Le gustaba seguirlos a todas partes, casi embrujado. En un cuaderno explica el porqué de esta atracción: por su ceceo, por su cojera, por ese aroma tan particular que tienen los que transitan cerca de la muerte.

Tal era su atracción que siempre se interesó, con especial hincapié, en analizar la vida de grandes creadores durante sus años de vejez. ¿Querría adelantarse a la supuesta etapa más creadora y reflexiva disfrazándose de viejo?

Luego, cuando por fin y de verdad fue viejo, se volvió un ser libre, asumiendo feliz esa condición que brinda la libertad para decir y hacer lo que uno quiere (para mí, en cambio, en mis recuerdos de niña, mi padre siempre fue viejo).

Mientras vivió en Buenos Aires y antes de tomar la decisión definitiva de casarse —a lo cual le tenía mucho temor—, trabajó en varios relatos, pero no encontraba el tiempo necesario para sacarlos adelante. Sobrevivía empleándose en una oficina de abogados marítimos gracias a los contactos de una amiga. Por supuesto, eso a él no le atraía en absoluto. Cansado de todo esto, finalmente aceptó el ofrecimiento de su amiga Margarita Aguirre, que tenía un campo en la provincia de Córdoba, para instalarse allí y así poder escribir con tranquilidad durante algunos meses. Así nació el volumen de cuentos El Charleston.

Posteriormente, decidió regresar a Chile y trabó una amistad entusiasta y admirativa con la periodista Lenka Franulic, quien lo contrató en la revista Ercilla, que entonces dirigía. Mi padre aceptó este trabajo como periodista para tener algún ingreso seguro y poder escribir más tranquilamente. Trabajó ahí hasta que se fue de Chile en 1964.

Durante aquellos años en Ercilla debió viajar constantemente dentro y fuera del país. Así fue como le correspondió cubrir el terremoto de 1960 en el sur de Chile.

Yo trabajaba como redactor de la revista Ercilla. A la mañana siguiente del tremendo sacudón, fui enviado en un monoplano de la Fuerza Aérea Nacional —cabeza al aire, gorra y antiparras inmensas, la materia esponjosa y húmeda de las nubes palpando mi rostro y el del piloto del asiento delantero— a recorrer esa zona con el propósito de que enviara a la revista el primer informe sobre la catástrofe que apareciera en la prensa. Como era de esperarse, mi informe resultó más literario y personal que periodístico y objetivo, y adolece de pobreza de información y de datos pormenorizados.

A los pocos meses obtuvo el Premio Chile-Italia. Éste consistía en un viaje por las distintas ciudades de la península. Aprovechando la ocasión, asume como corresponsal en viaje durante varios meses para la misma revista Ercilla. El premio, sin embargo, no incluía el pasaje desde Chile, por lo que consiguió que la Editorial Zig-Zag le diera un adelanto por su próxima novela y así partió.

La separación de varios meses fue una dura prueba para mis padres. Las cartas iban y venían, algunas llenas de amor; otras, de reproches.

Desde Italia mi padre mira sus posibles perspectivas literarias y las de su compromiso con mi madre luego de dos años de relación. Mientras pasa unos días en Florencia, escribe en su diario:

Tarde increíble de soledad y emoción en Santa Croce. Larga caminata de vuelta a casa. Mi llanto en Santa Croce fue algo inevitable, envidia de una pareja de enamorados que divisé y, sobre todo, de la sonrisa de placer que él —cojo de una pierna— le dirigió a ella al ver en la tumba el nombre Galileo.

En su recorrido por ese país, mi padre goza con la arquitectura y la pintura, aunque se siente solo y triste. La nostalgia lo invade:

Me gustaría conversar estas cosas con alguien. Pero en Italia nadie escucha, todos hablan y cuentan sus problemas, a nadie le importa lo que la otra persona pueda decir o contar, como María Pilar.

De hecho, le escribe a mi madre largas cartas de amor, colmadas de nostalgia. Le dice que si no es con ella, no podría compartir su vida con nadie más.

Este largo período, además de ser una experiencia inolvidable, marcaría una constante: el viaje siempre fue para él una gran aventura, un goce muy personal, basado en la observación, la crítica y el conocimiento.

Primero llegó a Milán, donde escribe sobre la apertura de la temporada de ópera con la muy polémica rentrée de María Callas en La Scala, después de que ella tuviera una escandalosa conducta hacía algunos años. La Callas cantó la ópera de Donizetti Poliuto. Mi padre estaba deslumbrado con el ambiente mundano que al mismo tiempo se vivía: mucha joya, mucho escote, mucho frac.

Aristóteles Onassis, Grace de Mónaco, entre otros asistentes destacados, aplaudían a la Callas. Describe de una manera elocuente la atmósfera y termina su artículo mencionando hasta el menú de un restaurante muy elegante donde Aristóteles Onassis agasajó a la Callas luego de la función: ostras de Holanda, trucha de Escocia y pavo a la Savini.

Mi padre entrevistó a los hermanos del Papa Juan XXIII, Zaverio y Alfredo Roncalli. Luego, viajó a Trieste en busca de las huellas de James Joyce. Relata la vida del autor de Ulises, quien llegó a Trieste sin nada y fue contratado como profesor en la Berlitz School. Allí habló con quienes lo conocieron y lo recordaban como un hombre extraño, difícil, indescifrable, pero claramente excepcional. La cuñada de Joyce aún vivía en Trieste y también la hija del gran escritor italiano Italo Svevo, que fue íntimo amigo de Joyce. Ambas relataron a mi padre la estadía de Joyce durante esos años en Trieste.

Incansable, tomó rumbo a Sicilia, ahora en busca del mundo de El Gatopardo, del príncipe de Lampedusa. En su búsqueda conoció en Palermo a una chilena, Sonia Ortúzar Ovalle, de setenta y tres años, en ese entonces duquesa de Aliata de Salaparuta, que vivía en una lujosa villa de Bagheria y había sido amiga personal de Lampedusa. También conoció a Gioacchino Lanza di Mazzarino, hoy Gioacchino Tomasi di Lampedusa, hijo adoptivo del autor de El Gatopardo, quien inspiró el personaje de Tancredi, según se dice. Mi padre lo observa minuciosamente tratando de reconocer en él al personaje.

Continuó su viaje por la ciudad de Merano. Ahí entrevistó al poeta Ezra Pound, quien vivía encerrado entre los cerros del Alto Adige, en el Castillo Brunnenburg de su hija Mary, casada con el príncipe Boris de Rachewild. Le había pedido a unos amigos comunes que lo llevaran a visitarlo. Estaban todos reunidos en la sala del castillo cuando entró Ezra Pound, alto y delgado, quien se hundió en un sofá. De pronto, le preguntó a mi padre de dónde era y, al responderle que de Chile, le dijo que el español era un bellísimo idioma y siguió contando ciertas cosas. Luego, volvió a sumirse en el silencio, pero al despedirse de mi padre, Ezra Pound le dijo: «He dicho muchas cosas inteligentes en mi vida, pero he hecho tan pocas...».

Finalmente, antes de volver a Chile, en Roma entrevista al pintor Chirico. Sentado en el famoso Café El Rosati, divisó por primera vez a Giorgio de Chirico y consiguió una entrevista. El día señalado llegó a un departamento de un excesivo lujo barroco. Según mi padre, todo lo contrario a lo que debe ser la casa de un artista.

Hay muchos otros artículos que escribió, los cuales muestran una faceta suya muy desconocida: un periodismo literario único, teñido por la fantasía. Permiten entrever su visión tan particular del mundo que lo rodeaba, en especial la de Chile, llegando a lugares remotos, descubriendo realidades, personajes olvidados, rescatando tradiciones, además de un amplio registro de entrevistas a personajes de la cultura nacional.

De regreso en Chile le escribió a mi madre para encontrarse en Santos, Brasil. En un momento de locura, quisieron casarse en el barco, pero mi madre lo pensó mejor y desistió. Así, su largo noviazgo, no carente de altibajos, dudas, frustraciones y desencuentros, continuó en Chile hasta culminar en el matrimonio.

Al poco tiempo de casado, mi padre ya se había propuesto salir del país. Se sentía atrapado en un callejón, literariamente hablando, y pensaba constantemente en buscar nuevos horizontes.

Para él era absolutamente necesario escribir una obra mayor, algo que lo levantara más allá del medio, aunque no supiera bien en qué dirección. Tenía la ambición de hacer algo monumental, el retrato de todo un mundo. Sí, retratar, porque aunque parezca increíble, en aquella época todavía existía la obsesión con la «novela documento», con la «sencillez estilística» y la «claridad» como elementos necesarios para la gran prosa. En un ensayo revela:

Supongo que se trataba de un neorrealismo, de inspiración marxista, de literatura útil, significativa. No recuerdo quién me contó que Pablo Neruda había dicho en alguna parte: «Pepe tiene que escribir la gran novela social de Chile. Nadie siente el frío de los pobres como lo siente Pepe». Lo que, claro, es absurdo.

Estaba en estos conflictos cuando cayó en sus manos La región más transparente, de Carlos Fuentes, una de esas obras clave que llegan con un mensaje en un momento preciso. De una plumada terminó con todos los cánones de la sobriedad y la medida chilena. Destruyó su deseo de hacer algo literal que sólo fuera una transposición de la realidad. Le abrió las puertas a otro mundo, a otra estética.

Leer a Carlos Fuentes era como respirar por primera vez, era desembarazarse de una vez de todos los prejuicios del buen gusto, de la medida, de la realidad comunicable sólo de una manera documental, de la linealidad de la novela. Tan distinta a las grises tentativas de los novelistas de la llamada «Generación del 50» en Chile.

Como marido, mi padre le exige a mi madre dos cláusulas matrimoniales indispensables. La primera, que supiera manejar un auto, ya que él no sabía y no iba a aprender nunca y, la segunda, que debía leer a Proust, porque si no, no tendrían de qué hablar.

Antes, durante y después de contraer matrimonio, José Donoso se somete a un proceso de psicoanálisis sin el cual quizás no hubiera dado ese paso tan definitivo que es casarse. Definitivo sobre todo cuando ocurre, como en su caso, a los treinta y siete años. Esto, sin embargo, no deja de ser la causa de los tempranos quiebres con mi madre, quien, a pesar de sus sufrimientos e inseguridades, lo apoya en todos sus proyectos.

El costo, como se verá en esta carta de noviembre de 1961, es alto:

Primera página de mi diario casada. Pepe dice que respetará mi diario, ojalá.

 

Estoy triste sin saber por qué muy bien. En este momento significa, al escribir, poder ser totalmente yo sin el temor de desagradar a Pepe, sin tener que esconderme a mí misma constantemente, de no hablar, de estar callada porque Pepe no quiere que hable.

A Pepe tampoco le gusta mi risa, sólo a veces...

Pienso que de verdad le intereso sólo como obra y reflejo suyo.

Pero luego, en otras páginas del diario, se siente feliz y escribe que su felicidad se llama «Pepe»:

Qué maravillosamente delicioso es sentirse feliz como esta noche. Sentir su deseo esta mañana, nuestra unión y alegría por la tarde, el que no quiera salir, ni estar con nadie, que el estar conmigo incluso sin hablarme como ahora que lee junto a mí.

En ese momento mi padre estaba atravesando por un embotellamiento literario. Sentía que no podía saltar más allá de su propia sombra y que vivía una vida que no le gustaba. Años después recordará esa época:

Y en mi sombra me encontraba siempre con la figura de un clochard, de un ser totalmente destituido y sin nada. Recuerdo, como primera piedra de El obsceno pájaro de la noche, las largas conversaciones con mi psicoanalista sobre esa figura que me acosaba, con la que soñaba, por la que sentía un atractivo feroz y un terror espantoso. Recuerdo, sobre todo, la envidia que me daba ese hombre que no tenía miedo porque no tenía nada que perder, cómo el clochard quedaba situado fuera del miedo, fuera de la envidia, como era, de alguna manera, la imagen del poder, yo quería ser él. Pero como nunca se me planteó la vida como una disyuntiva definitiva entre el clochard o el amparo del matrimonio que me salvaría de la temida intemperie de estos. Los seguía, les hablaba, sentía que la necesidad de ponerme en contacto con el mundo de ellos aumentaba, crecía, me obligaba a buscarlos una y otra vez, de nuevo con ese deseo de abandonarlo todo, de borrar mis huellas, de dejar atrás mi identidad y ser uno de ellos, en Santiago, en Buenos Aires, en Marruecos, en cualquier parte del mundo. Era la libertad de la destitución, de no poseer nada ni ser nadie, lo que en ese momento me seducía; más aún, lo que envidiaba obsesivamente.

A los pocos meses de matrimonio esta obsesión queda relegada por los problemas domésticos. Vivían entonces en una casita en el campo, en Santa Ana, Talagante, y él escribía su cuento «Santelices».

Mi madre sigue escribiendo en su diario las primeras experiencias de casada. Son palabras dolorosas y que describen la dinámica de una relación que se perpetuará en el tiempo:

Me dijo que cuando salíamos juntos lo dejaba en vergüenza. Debo convencerme de que por un largo tiempo no debo ser más que una sombra decorativa al lado de Pepe cuando estamos con gente.

Por el momento lo más importante es él, su angustia, su realización, su obra, su vida, y yo como un complemento para ella.

Como vivían siempre en casas prestadas por algún amigo generoso, mi abuelo materno les regaló finalmente una que ellos podían diseñar a su gusto. La construcción tomó un lugar central y obsesivo en su existencia, desterrando, o enterrando momentáneamente, su profunda ligazón y dependencia de la idea del clochard. Era, en un plano simbólico, la negación a su posibilidad de «ser» un clochard, tener casa, mujer, jardín...

Hablando conmigo, cuando la muerte estaba ya cercana, me explicó, tendido en el chaise-longe de su estudio, su obsesión con los clochards:

—Una vez un amigo me dijo que quizás mi literatura se había empobrecido por todas las cosas que yo me negué, por no aceptar la disolución en mi vida, por no asumir que esa era «mi realidad». Quizás tenía razón, tal vez mi verdadera vocación se encontrara en la disolución. Y pensé y pensé durante días y días en el clochard, que encarnaba todas las posibilidades de disolución. Pero pensé también que uno de los atributos inseparables del escritor es su inmoralidad. Entregarme a la disolución del clochard hubiera sido sin duda un acto de integridad moral... integridad moral que indudablemente me hubiera impedido escribir. No hay que olvidar que siento terror, además de seducción, por la disolución y por el «clochardismo». Y actué, entonces, como tantas veces actúo, por terror, y dije no, y fui un ser inmoral porque preferí seguir siendo escritor antes que seguir «mi realidad», como si uno tuviera sólo una. Me reconozco un ser incompleto, no he vivido hasta las últimas consecuencias muchos de mis impulsos. Pero quizás sea esa inmoralidad mediante la cual voluntariamente me mutilo y acepto ser un hombre incompleto, lo que me permite escribir y lo que da a mi obra el sabor y el carácter que tiene. La esencia del escritor, me parece, es su visión limitada.

Pocos meses después de casados la vida en pareja se complica. A esas alturas, para mi madre el alcohol es un tema importante y causa roces en la relación. Además, deben operarla de urgencia a causa de unos quistes uterinos.

La noche en que se hospitalizó, escribió en su diario:

Se acaba de ir Pepe y empieza la noche larga y difícil de la víspera de mi operación. Estoy sola y deprimida, asustada de esta noche larga y vacía. Esta noche no podré tomar mi clásica «mamadera» para dormirme...

Me doy cuenta de que un problema que tengo que elaborar dentro de mí es mi sed de amor concentrada ahora en Pepe. Está bien quererlo tanto y él lo desea, pero mi excesiva ternura y deseo de amor pueden cansarlo. Quisiera por ello trabajar en algo interesante que me dé algo de «vida propia» aceptable y aprobable por Pepe. No tengo aún ni casa ni hijos que me ocupen, es complicado y caro empezar a pintar, aparte del hecho de que necesitamos que yo gane plata.

No quiero olvidarme de lo que me dijo hoy Pepe: «Cuando la odio a usted es porque me odio a mí mismo». Parece que sí me quiere, me ama mucho y me es tan importante.

Luego de la operación, a mi madre le dieron pocas esperanzas de tener hijos. Dado que lo que más quería en el mundo era un hijo, el pavor de ser estéril la marcó profundamente. Los almuerzos familiares llenos de sobrinos, las navidades, las visitas a casas de amigos con hijos, comenzaron a ser un calvario para ambos.

Pero en el campo en Santa Ana hubo también momentos maravillosos. Escribe mi padre:

Era una época de acercamiento y amor total, pese a las regulaciones exteriores, a nuestros deseos e impulsos que regían nuestro amor físico. Recuerdo el frío invierno, cuando yo la hacía desnudarse junto a la estufa y me pasaba gran parte de la tarde dibujándola, hasta que la chimenea le ponía colorada todo un lado del cuerpo. Recuerdo la primavera, debajo de la glicinia, el perro a nuestros pies, y el olor a miel, bajo esa cortina de flores calientes. Recuerdo que María Pilar pintaba unos bodegones muy simples, muy blancos, quizás lo que más me gusta de todo lo que ha pintado en su vida, por lo directos. Recuerdo esa sensación de felicidad.

Mi madre comparte esos sentimientos:

Días de felicidad con Pepe. Hoy, por ejemplo, me llamó para hacer el amor a media mañana en medio de su trabajo y el mío, y tuve la sensación de que aunque yo pude gozar, a él le costó hacerlo y sólo pudo muy al final. Es él lo que cuenta... a quien amo, bendigo y agradezco a Dios que me lo dio y nos bendiga también con un hijo. Como siempre, como todo en mi vida, está costando mucho.

Es en ese preciso momento cuando empieza a escribir El obsceno pájaro de la noche. Lo primero que escribió fue el prólogo, en agosto de 1962, y terminaría en 1969. Muchos de los elementos de la novela final existían ya en estado embrionario en esa época, lo central, lo que engendró El obsceno pájaro de la noche fue el problema de la esterilidad. El Pique, al que alude en la novela, era un abyecto perro sarnoso, flaco y amarillo, que rondaba la casa de Santa Ana, tenía una mirada servil e hipócrita, se escabullía dentro de la casa y aparecía por todos lados. A pesar de que eran muy aficionados a los perros, no podían soportarlo, y mi padre, especialmente, le tenía una aversión particular.

Una noche en Santa Ana ocurre un hecho que marcará la escritura del Obsceno de acuerdo a un ensayo sobre la gestación de esta obra:

Yo había estado escribiendo mucho, recuerdo, y llamaron mis cuñadas un sábado para preguntar si podían ir a pasar el domingo en familia con nosotros. María Pilar contestó que lo sentía mucho, pero que era imposible porque yo estaba trabajando mucho y no se me podía interrumpir. Sin embargo, el domingo llegaron mis dos hermanos, con mis cuñadas y sus hijos, a quienes María Pilar y yo queríamos mucho, y queremos mucho. Me llamó a una habitación furiosa, diciéndome que era el colmo, que porque yo era escritor no se me respetaba, que si yo fuera cirujano como mi hermano Pablo, a ver si me iba a recibir durante una operación, etc., etc. Yo le dije que se calmara, y que —aunque tenía toda la razón del mundo— no tenía razón, y que puesto que estaban ahí, bien valía la pena pasarlo lo mejor posible. Yo estuve especialmente cariñoso con mis sobrinos y quizás porque sentí cierta hostilidad de María Pilar hacia ellos, algo me impulsó a «echarla», a decirle «Ándate... no quiero saber más de ti». Después que partió la parentela, nosotros cenamos. Noté que María Pilar había bebido y que tambaleaba un poco. Nos acostamos. Afuera la noche estaba inmensa y estrellada, era de primavera. Y entonces María Pilar comenzó a llorar, a decir que ella no servía para nada, que yo la había echado porque ella no era capaz de darme un hijo, o porque no me lo había dado todavía y quizás nunca me lo daría, que era basura, abyecta, que me dejaría, que claro, no merecía vivir a mi lado, que mejor se iba a vivir con el Pique, que cuando yo la necesitara, para lo que fuera, aunque no fuera más que para barrer la casa, la fuera a buscar a la caseta del Pique, que aullaba y aullaba, que la estaba llamando, que había luna llena, que ella me quería a pesar de todo y estaba a mi disposición, pero que no quería molestarme, porque no me merecía, ella sólo merecía al Pique. Con un empujón se liberó de mi abrazo, para ir desnuda donde el Pique, y cayó al pie de la cama, borracha, vomitando. Traté de consolarla, y entre abrazos y reconciliaciones, entre la angustia y el aullido del Pique afuera, se prolongó una de las noches más memorablemente embrujadas, abyectas, magníficas de mi vida, que cambió y me hizo aprender la relación con mi mujer, y, ciertamente, cambió el rumbo de El obsceno pájaro de la noche. Hijo de esta noche real fue uno de los capítulos de la novela.

Para mi madre, en tanto, el tema de la infertilidad fue cada vez más doloroso:

Mi deseo de un niño. Me he dado un año hasta probar otro médico.

Hoy creí ver cruzar a mi perro entre los autos y estoy llorando a sollozos. Este perro es la imagen del hijo que no tengo.

La angustia... dice Pepe que no debo «mamarme» por las noches como lo hago, compulsivamente tantas noches, por huir. Mi miedo se mete siempre en una copa de alcohol... tengo que encontrar otra respuesta, o no, enfrentarme con él y dejar que la respuesta se imponga.

 

 

La casa que se estaban construyendo en Los Dominicos avanzaba. Su diseño quedó a cargo de dos arquitectos jóvenes, Rodrigo Márquez de la Plata y Jorge Swinburn. Aunque mi abuelo materno les había regalado esa magnífica casa, de todos modos fue una época muy difícil. Lo que mi padre recibía por sus colaboraciones en la revista Ercilla no era suficiente. Mi madre, asimismo, aportaba a la inestable economía familiar haciendo traducciones de obras como Les personnages, de Françoise Mallet-Joris, o Who’s Afraid of Virginia Woolf, pero eran muy mal pagadas. En su diario apunta sobre esta última:

Estoy traduciendo Who’s Afraid of Virginia Woolf. Es una obra estupenda y cruel. También encuentro que dirigida a un público muy sofisticado, pues está llena de sobreentendidos y simbolismos psicoanalíticos.

Debido a los gastos del tratamiento ginecológico contra la esterilidad y la cuenta del psicoanalista, apenas si podían mantenerse a flote.

La casa, no obstante, se termina de construir y por fin se trasladan a Los Dominicos. Es realmente espectacular: tiene un gran patio circular rodeado de un muro como una viruta, con una torre hermética con un salón de dos pisos, y la cara interior de la casa abierta al parque y a la cordillera. A pesar de lo palaciego de la residencia, no tienen siquiera cómo calefaccionarla. Los sábados tenían open house a la hora del té y la casa se llenaba de amigos y enemigos que venían a verlos o a husmear. En esa época desfiló todo el mundo de la picaresca artístico-social-literaria por allí, desde Catalina Cruz y Manolo Montt hasta María Elena Gertner, Sonia Vidal, Manuel Rojas y Juan Agustín Palazuelos. Su gran amiga, Inés Figueroa, la primera mujer de Nemesio Antúnez, nunca quiso visitarlos.

Mi madre escribe justo antes del traslado a su nuevo hogar, donde todo se hará más difícil:

Cómo disfruto de la deliciosa calma, qué deliciosa vida la de estos meses, solos acá arriba, casi sin ir a la ciudad. El campo, su sol de invierno, el tecleo de la máquina de Pepe, el juego de los perros y yo pensando lo feliz que soy y cómo gozo de esta vida.

Pepe dice que está demasiado pegado a mí. Me da miedo pensar en este próximo año en USA. Soy, somos tan felices.

A su vez, mi padre apunta:

Recuerdo las reuniones en mi casa los sábados y el silencio del resto de la semana, recuerdo que escribí, escribí mucho, recuerdo haber leído La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, recuerdo estar obsesionado con la pugna Cortázar-Sábato, tan inseparables en mi imaginación, recuerdo haberme hecho amigo de Carlos Alberto Cruz, que me satisfizo como amigo como hacía tiempo no me satisfacía ningún amigo nuevo, recuerdo que dejamos de ir a ginecólogos y volvimos a una vida erótica normal, nuestra, no esclavizada.

Recuerdo a muchos amigos en ese tiempo, recuerdo sobre todo cómo fructificó nuestra amistad con la pareja Jorge Swinburn y Poly del Río. Él era uno de los arquitectos que nos construyó la casa. Ella empezó a escribir conmigo en las jornadas del cuento organizadas por Enrique Lafourcade en 1954, y posteriormente llegó a ser una de las «musas» de quien todos los escritores se enamoraban. Nos visitaban con bastante frecuencia, y con ellos era de las pocas personas con quienes se podía hablar de «gente», sin «pelar», sino analizando, desmenuzando, un arte que después cayó completamente en desuso. Poly tenía alrededor de ella una corte de amigos-adoradores, Antonio Avaria, Armando Uribe, Jorge Sanhueza; todos, menos Sanhueza, muchísimo más interesantes contados por ella, desmenuzados y analizados por ella, que conocidos en su cotidiana realidad.

Mi padre trabaja incansablemente: escribe y reescribe los primeros capítulos de El obsceno pájaro. Siente la imposibilidad de hacer que la novela avance. Escribe lo mismo sin incorporar más situaciones ni personajes; da vueltas en círculo y el proceso creativo se convierte en un laberinto.

A pesar de las dificultades, las ideas se le agolpan una tras otra. Anota fechas, planes, estructuras, argumentos; la mayoría de los personajes ya están perfilados: la Peta Ponce, Humberto Peñaloza, Jerónimo de Azcoitía, Inés, la Iris Mateluna, Boy. En tanto, otros proyectos ocupan su cabeza y eso le permite descansar un poco de El obsceno pájaro de la noche. En su diario anota:

Juego, durante un día, con la idea de un curso y un libro sobre la novela contemporánea, que sugiere una visita del escritor chileno Mauricio Wacquez. Introducción: novelistas norteamericanos hoy. 1: Cortázar, el artista libre. 2: Carlos Fuentes, el sociólogo. 3: Ernesto Sábato, la metafísica Argentina. 4: Mario Vargas Llosa, hacia un humanismo integral de la novela. Pero decido no hacer nada. No puedo. Mi novela, mi novela, mi novela. Este libro lo proyecto para cuando yo cumpla cuarenta años.

Tardará cinco años más.

El trabajo en la revista Ercilla lo agobia y la idea de irse de Chile empieza a ser una necesidad. Por entonces, en noviembre de 1964, es invitado a un simposio en México. Es su primera invitación al extranjero en calidad de escritor. Saldría de Chile sin sospechar que esa ausencia duraría dieciséis años.

 

 

Mi padre había conocido a Carlos Fuentes dos años antes, en un congreso en la Universidad de Concepción en 1962. Al ser presentados, el mexicano le dijo:

—Tú no te acuerdas de mí, pero estuvimos juntos en el colegio The Grange, cuando mi padre era diplomático aquí en Chile; yo estaba varios cursos más abajo que tú, por eso no te acuerdas de mí.

Se hicieron amigos inmediatamente. Carlos Fuentes le pidió que le regalara Coronación para llevárselo y mi padre le entregó varios ejemplares. Luego, se escribieron cartas durante los meses siguientes. Un día, Fuentes lo llamó:

—Cuate, le entregué tu novela a Fidel Castro y a mi agente literario en Nueva York, Carl D. Brant, que se la mandó al gran editor norteamericano Alfred A. Knopf y quiere editarla.

Así se abrió para él el mercado internacional.

Carlos Fuentes, casado entonces con la bella actriz Rita Macedo, lo invita a quedarse en su casa y le presta una casita de huéspedes, que estaba al fondo del jardín, por tres meses para que escribiera tranquilamente.

El simposio, financiado por la Fundación Rockefeller, se lleva a cabo en la ciudad de Chichén Itzá, en Yucatán, a la cual, por la distancia, sólo podía llegarse en avión. Carlos Fuentes y él estaban asustadísimos ante la idea de este viaje (ambos tenían en común el terror a volar en avión), pero finalmente parten junto a personalidades como Juan Rulfo, Lillian Hellman, William Styron, Norman Podhoretz, José Luis Cuevas y otros tantos, en un viaje que, tal como lo preveían, resultó infernal, con fuertes turbulencias, gritos de pánico y el consiguiente alivio una vez que tocaron tierra.

Años después, en el living de la casa en Santiago, Carlos Fuentes, tendido en un sofá, recordará este episodio entre risas e ironizando sobre lo que habría pasado si ese avión se hubiera caído:

—Habría sido el fin de una generación de luminarias literarias completa y el curso de la literatura latinoamericana habría cambiado por completo.

Aquella vez también recordaron amenamente cómo un grupo de estas lumbreras, con tequila, whiskys y daiquiris en el cuerpo, tenía un gran alboroto en el pasillo del hotel jugando trivia: ¿Quién hizo el papel de Prissy en Lo que el viento se llevó?, ¿Con quién se casó el modisto Adrián? Mi padre, Cuevas y Styron eran los campeones indudables y los que más gritaban. ¿Intelectuales serios, durante un simposio, hablando de Lupe Vélez haciendo el papel de Cleopatra?

Este episodio le reveló a mi padre una nueva visión de un mundo que desconocía, según destaca en Historia personal del Boom:

El poder contestar algunas de esas cosas absurdas asentó de cierta manera en mí la sensación de pertenecer a una generación internacional y contemporánea, ya que participábamos todos de los mismos mitos cosmopolitas, a cuyos personajes aludíamos, y que para nuestra generación estos mitos triviales, tantos de ellos rescatados por el pop, tenían una vigencia por lo menos tan grande como los heroicos mitos nacionales.

Esa notable velada llena de recuerdos y risas será recordada también por una noticia triste. Esa misma noche, en el living de nuestra casa de Galvarino Gallardo, Carlos Fuentes, casado hacía muchos años con su segunda mujer, Silvia Lemus (La Güera), recibió la noticia de la muerte de su primera esposa, Rita Macedo.

De regreso en Ciudad de México, Carlos Fuentes invita a una comida en su casa para despedir a todos los asistentes al simposio. Esa noche mi padre conoce a Gabriel García Márquez. Mientras actrices, escritores, poetas, pintores, escultores, autoridades, cantantes y todo tipo de asistentes disfrutaban de la fiesta, mi padre buscaba a García Márquez por los salones, porque había leído El coronel no tiene quien le escriba y alguien le había dicho que Gabo estaba en la fiesta. De pronto, se le acercó un señor de bigote negro que le preguntó si él era Pepe Donoso y con un abrazo latinoamericano comenzó una gran amistad, no exenta de futuros problemas, o envidias escondidas bajo la alfombra:

Vi a García Márquez como un ser sombrío, melancólico, atormentado por su bloqueo literario tan legendario como los de Ernesto Sábato y el eterno bloqueo de Juan Rulfo, del que salió con la gloria que es de conocimiento público.

Para mi padre el inicio del Boom como tal comienza con esta fiesta en casa de Carlos Fuentes, presidida por la figura hierática de Rita Macedo cubierta de brillos y pieles, y a la que describe como una diosa estática, intocable, era como si las autoridades culturales de México la hubieran prestado para la ocasión como valiosísima pieza traída del recién inaugurado Museo Arqueológico y Antropológico de México.

Esos meses en México fueron deliciosos para mis padres: buena relación entre ellos, paz para escribir, amigos, sabores, olores... Pero aun así él estaba atormentado por el lento y difícil desarrollo de El obsceno pájaro de la noche. Escribe entonces El lugar sin límites, que en un principio se llamaría Ríe el eterno lacayo. Aquel libro surgió de un pequeño episodio de apenas una página presente en una de las tantas versiones de El obsceno pájaro. Al respecto, mi madre, en su libro de memorias Los de entonces, cuenta:

Carlos Fuentes, en su escritorio, situado en el living de la casa, escribía Cambio de piel, con el tocadiscos a todo dar con música barroca, ponía una cortina de sonido entre él y el mundo que lo rodeaba. En la casita chica de atrás, al fondo del jardín, Pepe escribía El lugar sin límites. Yo, en una mesa puesta en la sombra del jardín, traducía Harry is a Rat with Women. Y Rita, en su pieza de costura que daba al jardín, trabajaba con su máquina de coser. Los ruidos, sumados a la música de Carlos y al tecleo de las tres máquinas de escribir, componían un concierto extraño, muy moderno.

Unos meses después, a mediados de 1965, viajan a Nueva York invitados para el lanzamiento de Coronación por la Editorial Alfred A. Knopf. Era su primer libro traducido al inglés. La partida estuvo llena de complicaciones, pues al ir a buscar la visa para ingresar a los Estados Unidos se llevaron la gran sorpresa de que había sido rechazada. De inmediato empezaron a indagar sobre lo que podría haber ocurrido y luego de muchos llamados telefónicos descubrieron que el embajador de la India en Chile había informado a Estados Unidos que mi padre era comunista y miembro activo del Instituto Chino-Chileno de Cultura.

¿Cómo se gestó todo esto? Por una increíble venganza. Años antes, mientras trabajaba como reportero para la revista Ercilla, este embajador le pidió a mi padre que escribiera un artículo sobre la invasión al Tíbet por los chinos, para el cual él le daría todos los datos. Mi padre estuvo de acuerdo, pero quiso incluir información de la versión china de los hechos. Al parecer, esto hizo que el embajador se sintiera ofendido y se vengó. No pudieron viajar sino hasta que aclararon el asunto. Una vez que todo estuvo despejado pudieron entrar a Estados Unidos.

En Nueva York alojaron en casa de John Elliott, amigo de mi padre de los tiempos en que ambos estudiaban literatura en la Universidad de Princeton.

Alfred A. Knopf era el supremo editor americano de ese entonces. Su sello era uno de los más influyentes y de mayor visión para presentar al público norteamericano la literatura extranjera. Era, además, un gran sibarita: nadie como él sabía tanto de comida y sitios donde comer, y, por lo demás, nadie era más expresivo que él cuando el vino o el plato no cumplía con sus requisitos. Ser editado por Knopf, en aquellos tiempos, era toda una hazaña e implicaba un gran ceremonial.

La llegada a Nueva York, el ambiente, su nerviosismo por el lanzamiento de Coronation son recreados por mi padre en un ensayo:

Alfred A. Knopf y su mujer, Blanche, me ofrecieron un almuerzo en el Harmonies Club, el Club de la Unión Judía, y sólo entonces caí en que era judío, y pese a mis años como estudiante en la Universidad de Princeton, nada sabía sobre el vasto mundo judío neoyorquino hasta que leí Old Money, de Nelson W. Aldrich Jr., para comprender las diferencias, y sobre todo para captar la inmensidad del poder de los judíos en Nueva York.

María Pilar tenía muchos vestidos elegantes que guardaba de su trousseau para asistir al almuerzo, pero no tenía zapatos, así que partimos corriendo a comprar unos a la tienda más barata que encontramos y fueron la sensación de la fiesta. Alfred Knopf nos recibió muy elegante y refinado, pero algo pintoresco, gran gourmet; la comida era increíble. Su mujer, Blanche, una señora de piernas largas y flacas, se ocupaba de toda la parte francesa de la editorial, era muy amiga de Camus. Fue ella quien durante la Segunda Guerra Mundial le regaló «el impermeable» a Camus, que fue su atuendo típico. Blanche hablaba con María Pilar en un rincón, y ante la conversación ansiosa de María Pilar de no poder quedar embarazada, le contestó muy seriamente «don’t have children, have dogs».

Después, el editor los llevó a comer a la casa de John Hersey, donde cenaron con el arquitecto Philip Johnson y Richard Ellmann, el biógrafo y editor de James Joyce, además de otros notables comensales. Al día siguiente, la invitación fue al Metropolitan Opera y al Opera Club, pero de etiqueta. Mi padre tuvo que rápidamente conseguir prestado un esmoquin para tal ocasión. Sentando en el palco del club sentía que el mundo se abría ante él.

José Donoso recuerda a este personaje tan especial que era Alfred Knopf como un hombre corpulento y colorado, vestido siempre con camisas escandalosamente llamativas, con unos agresivos bigotes y patillas blancas, con innumerables pares de anteojos, siempre colgando sobre su pecho junto a su máquina fotográfica. Era un verdadero espectáculo.

Los Knopf invitaron a mis padres a pasar un fin de semana a su casa en Purchase, Connecticut, en las afueras de Nueva York.

Antes de la cena no sirvió más que un jerez muy suave (consideraba una grosería tomar whisky, que anestesia las papilas del gusto). Recuerdo el menú de gourmet: una entrada consistente en delgadas rajas de melón rosa alternadas con melón verde, espolvoreadas con un poco de jengibre confitado; luego, un espectacular y abundante guiso de perdices en una fuente, cubierta por masa de milhojas; no recuerdo el postre. Se habló de muchas cosas, entre otras de la belleza de la campiña americana, que lamentábamos no conocer mejor. Entonces, Alfred rugió: «Si hubieran tenido la cortesía de levantarse más temprano esta mañana, los pensaba llevar de paseo».

Era verdad, María Pilar y yo llegamos agotados después de los inusuales festejos neoyorquinos y para reponernos habíamos dormido toda la mañana. Al echarnos en cara nuestra descortesía, Alfred se puso rojo de ira, parecía que iba a estallar al igual que cuando lo conocí por primera vez en Chichén Itzá e irrumpió sobre el bullicioso juego de trivia que sosteníamos: Knopf apareció en pijama y nos gritó que nuestra conducta no era decente y mejor sería que nos fuéramos a acostar si no queríamos que se quejara a las autoridades del hotel.

En este viaje a Nueva York coinciden con Carlos Fuentes. Estaba supervisando la filmación de la última parte de Las dos Elenas, en la que actuaban William Styron, Norman Podhoretz, Jules Pfeiffer, Lee Radziwill. Mis padres aparecieron como extras en una fiesta en el Hotel Saint Regis.

El último día son invitados a una comida para agasajar a Carlos Fuentes en el departamento de Rodman Rockefeller y su esposa, Bárbara, quienes habían financiado el simposio realizado recientemente en México. Esperando encontrar grandes lujos, quedaron sorprendidos con la exagerada sencillez del decorado: la cena misma fue desilusionante, pues esperaban caviar y champagne francés, pero era un simple cordero con patatas cocidas. Mi madre recuerda a raíz de esta invitación:

Rodman comentó:

Nosotros no vamos a discotecas porque son muy caras.

Pensaba, estoy segura, que esa declaración, el sencillo cordero y las porcelanas falsas serían puntos a su favor, que atraerían nuestra aprobación y simpatía latinoamericana, y que no percibiríamos su sentimiento de culpa.

Después, por esas cosas fortuitas de la vida, lo llaman de la Universidad de Iowa para ofrecerle un puesto como profesor de un curso sobre literatura inglesa.

Acepta inmediatamente.

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