jueves, 3 de septiembre de 2020

10 Noción general del arte[11]. TEORÍA POÉTICA Y ESTÉTICA DE PAUL VALÉRY,

 


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Noción general del arte[11]

 

I. La palabra ARTE primeramente significó manera de hacer, y nada más. Esta acepción ilimitada ha dejado de usarse.

II. Después, este término se redujo poco a poco a designar la manera de hacer en todos los géneros de la acción voluntaria, o instituida por la voluntad, cuándo dicha manera supone en el agente una preparación, o una educación, o, al menos, una atención especial, y el resultado a alcanzar puede perseguirse mediante más de un modo de operación. Se dice de la Medicina que es un Arte, se dice también de la Montería, de la Equitación, de la conducta en la vida o de un razonamiento. Existe un arte de andar y un arte de respirar: existe incluso un arte de callarse.

Dado que los diversos modos de operación que tienden al mismo fin no presentan, en general, la misma eficacia o la misma economía, y, por otra parte, no se le ofrecen por igual a un ejecutante dado, la noción de la calidad o del valor de la manera de hacer se introduce naturalmente en el sentido de nuestra palabra. Decimos: el Arte de Tiziano.

Pero este lenguaje confunde dos caracteres que se le atribuyen al autor de la acción: uno es su aptitud singular y nativa, su propiedad personal e instransmisible; el otro consiste en su «saber», su adquisición de experiencia expresable y transmisible. En la medida que puede aplicarse esta distinción, se llega a la conclusión de que todo arte puede aprenderse, pero no todo el arte. No obstante, la confusión de esos dos caracteres es casi inevitable, pues su distinción es más fácil de enunciar que de discernir en la observación de cada caso particular. Toda adquisición exige al menos un cierto don para adquirir, mientras que la aptitud más notoria, la mejor inscrita en una persona, puede quedar sin efecto, o sin valor con relación a terceros —e incluso permanecer ignorada por su propio posesor— si algunas circunstancias exteriores o un medio favorable no la despiertan, o si los recursos de la cultura no la alimentan.

En resumen, el ARTE, en ese sentido, es la calidad de la manera de hacer (cualquiera que sea el objeto), que supone la desigualdad de los modos de operación, y por lo tanto de los resultados —consecuencia de la desigualdad de los agentes.

III. Ahora es preciso añadir a esta noción del ARTE nuevas consideraciones que explicarán cómo ha llegado a designar la producción y el goce de cierto tipo de obras. Hoy en día distinguimos la obra del arte, que puede ser una fabricación o una operación de una clase y con un fin cualquiera, de la obra de arte, de la cual vamos a intentar encontrar las características esenciales. Se trata de responder a la pregunta: «¿En qué conocemos que un objeto es obra de arte, o que un sistema de actos se realiza con objeto del arte?».

IV. El carácter más manifiesto de una obra de arte puede llamarse inutilidad, a condición de tener en cuenta las siguientes precisiones:

La mayor parte de las impresiones y percepciones que recibimos de nuestros sentidos no interpretan ningún papel en el funcionamiento de los aparatos esenciales para la conservación de la vida. Aportan a veces algunos problemas o ciertas variaciones de régimen, sea a causa de su intensidad, sea para movernos o conmovernos en concepto de signos; pero es fácil constatar que de las innumerables excitaciones sensoriales que nos asedian a cada instante, sólo una parte notoriamente débil, y como quien dice infinitamente pequeña, es necesaria o utilizable por nuestra existencia puramente fisiológica. El ojo de un perro ve los astros; pero el ser de este animal no da ningún curso a esa visión: la anula de inmediato. El oído de ese perro percibe un ruido que lo endereza e inquieta; pero su ser sólo absorbe de ese ruido lo necesario para sustituirlo por una acción inmediata y enteramente determinada. No pierde el tiempo en la percepción.

De este modo la mayor parte de nuestras sensaciones son inútiles en el servicio de nuestras funciones esenciales, y aquellas que nos sirven para algo son puramente transitivas, y se cambian de inmediato por representaciones, o decisiones, o actos.

V. Por otro lado, la consideración de nuestros actos posibles nos lleva a yuxtaponer (si no a conjugar) a la idea de inutilidad más arriba precisada, la de arbitrariedad. Lo mismo que recibimos más sensaciones de las necesarias, poseemos también más combinaciones de nuestros órganos motores y de sus acciones de las que necesitamos, estrictamente hablando. Podemos trazar un círculo, hacer actuar a los músculos de nuestro rostro, andar en cadencia, etc. Podemos, en particular, disponer de nuestras fuerzas para dar forma a una materia independientemente de toda intención práctica, y rechazar o abandonar a continuación ese objeto que hemos hecho; siendo esta fabricación y este rechazo, respecto a nuestras necesidades vitales, idénticamente nulos.

VI. Dicho esto, podemos hacer que corresponda a cada individuo un campo relevante de su existencia, constituida por el conjunto de sus «sensaciones inútiles» y de sus «actos arbitrarios». La invención del Arte ha consistido en intentar conferir a los unos una especie de utilidad; a los otros, una especie de necesidad.

Pero esta utilidad y esta necesidad no tienen en absoluto la evidencia ni la universalidad dé la utilidad y de la necesidad vitales de las que se ha hablado más arriba. Cada persona las resiente según su naturaleza y las juzga, o dispone de ellas soberanamente.

VII. Entre nuestras impresiones inútiles, sucede que algunas sin embargo se nos imponen y nos excitan para desear que se prolonguen o se renueven. Tienden también a veces a hacernos esperar otras sensaciones del mismo orden que satisfagan una forma de necesidad que han creado.

La vista, el tacto, el olfato, el oído, el moverse, nos inducen así, de cuando en cuando, a rezagarnos en el sentir, a actuar para acrecentar sus impresiones en intensidad y duración. Esta acción que tiene a la sensibilidad como origen y fin, mientras que la sensibilidad la guía también en la elección de sus medios, se distingue claramente de las acciones del orden práctico.

Estas, en efecto, responden a necesidades o impulsiones que se extinguen por la satisfacción que reciben. La sensación de hambre cesa en el hombre saciado, y las imágenes que ilustraban esa necesidad se desvanecen. De modo muy distinto sucede en el campo de la sensibilidad exclusiva de la que estamos tratando: la satisfacción hace renacer el deseo; la respuesta regenera la demanda; la posesión engendra un apetito creciente de la cosa poseída: en una palabra, la sensación exalta su espera y la reproduce, sin que ningún término claro, ningún límite cierto, ninguna acción resolutoria pueda abolir directamente ese efecto de la excitación recíproca.

Organizar un sistema de cosas sensible que posea esta propiedad es lo esencial del problema del Arte; condición necesaria pero muy lejos de ser suficiente.

VIII. Es conveniente insistir un poco sobre el punto precedente y apoyarse, para hacer resaltar la importancia, en un fenómeno particular, debido a la sensibilidad retiniana. A partir de una fuerte impresión de la retina, este órgano responde al color que le ha impresionado mediante la emisión «subjetiva» de otro color, llamado complementario del primero, y enteramente determinado por éste, que le cede a su vez a una repetición del precedente, y así sucesivamente. Esta especie de oscilación continuaría indefinidamente si el agotamiento del órgano no le pusiera fin. Este fenómeno muestra que la sensibilidad local puede comportarse como productora aislable de impresiones sucesivas y de alguna manera simétricas, de las que cada una parece engendrar necesariamente su «antídoto». Ahora bien, por una parte, esta propiedad local no representa ningún papel en la «visión útil» —que, por el contrario, sólo puede enturbiar—. La «visión útil» no retiene de la impresión más que lo necesario para hacer pensar en otra cosa, despertar una «idea» o provocar un acto. Por otra parte, la correspondencia uniforme de los colores por parejas de complementarios define un sistema de relaciones, ya que a cada color actual responde un color virtual, a cada sensación coloreada una sustitución definida. Pero esas relaciones y otras semejantes que no representan ningún papel en la «visión útil», desempeñan un papel muy importante en esta organización de las cosas sensibles y en esa tentativa de conferir una especie de necesidad o de utilidad secundarias a impresiones sin valor vital que hemos considerado anteriormente como fundamentales para la noción de ARTE.

IX. Si, de esta propiedad particular de la retina estremecida, pasamos a las propiedades de los miembros del cuerpo y particularmente de los más móviles de ellos, y si observamos las posibilidades de movimientos y de esfuerzos independientes de toda utilidad, encontramos que existe en el grupo de tales posibilidades una infinidad de asociaciones entre sensaciones táctiles y sensaciones musculares, mediante las cuales se realiza la acción de correspondencia recíproca, de recuperación o de prolongación indefinida de las que hemos hablado. Palpar un objeto, no es otra cosa que buscar con la mano un cierto orden de contactos; si, reconociendo o no ese objeto (y además ignorando lo que sabemos por el espíritu), nos vemos comprometidos o inducidos a recuperar indefinidamente nuestra maniobra envolvente, perdemos poco a poco el sentimiento de la arbitrariedad de nuestro acto y nacerá en nosotros el de una determinada necesidad de repetirlo. Nuestra necesidad de recomenzar el movimiento y de completar nuestro conocimiento local del objeto nos indica que su forma es más adecuada que otra para mantener nuestra acción. Esta forma favorable se opone a todas las formas posibles, pues nos tienta singularmente a proseguir sobre ella un intercambio de sensaciones motrices y de sensaciones de contacto y capacidades que, gracias a ella, se hacen complementarias unas de otras, llamándose unos a otros los desplazamientos y las presiones de la mano. Si a continuación tratamos de modelar en una materia conveniente una forma que satisfaga la misma condición, hacemos obra de arte. Podremos expresar todo eso burdamente hablando de «sensibilidad creadora»; pero sólo se trata de una expresión ambiciosa, que promete más de lo que cumple.

X. En resumen, existe toda una actividad enteramente desdeñable por el individuo cuando se reduce a aquello que atañe a su conservación inmediata. Se opone además a la actividad intelectual propiamente dicha, pues consiste en un desarrollo de sensaciones que tiende a repetir o a prolongar aquello que lo intelectual tiende a eliminar o a superar —lo mismo que tiende a abolir la sustancia auditiva y la estructura de un discurso para llegar a su sentido.

XI. Pero, por otra parte, esta actividad se opone ella misma y por sí misma a la distracción vacía. La sensibilidad, que es su principio y su fin, tiene horror del vacío. Reacciona espontáneamente contra la rarefacción de las excitaciones. Todas las veces que una duración sin ocupación ni preocupación se impone al hombre, se produce en él un cambio de estado marcado por una especie de emisión, que tiende a restablecer el equilibrio de los intercambios entre la potencia y el acto de la sensibilidad. El trazado de un ornamento en una superficie excesivamente desnuda, el nacimiento de un canto en un silencio excesivamente sentido, no son sino respuestas, complementos, que compensan la ausencia de excitaciones —como si esta ausencia, que expresamos con una simple negación, actuara positivamente sobre nosotros.

Podemos sorprender aquí el germen mismo de la producción de la obra de arte. La conocemos por ese carácter de que ninguna «idea» que pueda despertar en nosotros, ningún acto que nos sugiera, ni la termina ni la agota: por mucho que respiremos una flor que armoniza con el olfato, no podernos acabar con ese perfume cuyo goce reanima la necesidad; y no hay recuerdo, ni pensamiento, ni acción, que anule su efecto y nos libere exactamente de su poder. He ahí lo que persigue quien quiere hacer obra de arte.

XII. Este análisis de hechos elementales y esenciales en materia de arte, conduce a modificar bastante profundamente la noción que ordinariamente tenemos de la sensibilidad. Agrupamos bajo ese nombre propiedades puramente receptivas o transitivas, pero hemos reconocido que también hay que atribuirle virtudes productivas. Es la razón por la que hemos insistido sobre los complementarios. Si alguien ignorara el color verde que nunca hubiera visto, bastaría que fijara por algún tiempo un objeto rojo para obtener de sí mismo la sensación todavía desconocida.

Hemos visto igualmente que la sensibilidad no se limita a responder, sino que puede ocurrirle preguntar y contestarse.

Todo esto no se limita a las sensaciones. Si se observa atentamente la producción, los efectos, las curiosas sustituciones cíclicas de las imágenes mentales, se encuentran las mismas relaciones de contraste, de simetría, y sobre todo el mismo régimen de regeneración indefinida que hemos observado en los ámbitos de la sensibilidad especializada. Esas formaciones pueden ser complejas, desarrollarse largamente, reproducir las apariencias de los accidentes de la vida exterior, combinarse en ocasiones con las exigencias de orden práctico —también participan de los modos que hemos descrito, al tratar de la sensación pura—. En particular, es característica la necesidad de volver a ver, de volver a escuchar, de sentir indefinidamente. El aficionado a la forma acaricia sin cansarse el bronce o la piedra que encanta a su sentido del tacto. El aficionado a la música repite o canturrea el aire que le ha seducido. El niño exige la repetición del cuento y grita: ¡otra vez!

XIII. De esas propiedades elementales de nuestra sensibilidad la industria del hombre ha obtenido aplicaciones prodigiosas. Es algo maravilloso pensar en la cantidad de obras de arte producidas a lo largo de los siglos, la diversidad de los medios, la variedad de los tipos de esos instrumentos de la vida sensorial y afectiva. Pero todo ese inmenso desarrollo solamente ha sido posible con la ayuda de aquellas de nuestras facultades en cuyo acto la sensibilidad representa únicamente un papel secundario. Aquellos de nuestros poderes que no son inútiles, pero que son indispensables o útiles para nuestra existencia, han sido cultivados por el hombre, convertidos en más potentes y más precisos. El hombre ha dominado la materia cada vez con mayor fuerza y exactitud. El Arte ha sabido aprovecharse de esas ventajas, y las diversas técnicas creadas para las necesidades de la vida práctica han prestado al artista sus herramientas y procedimientos. Por otra parte, el intelecto y sus vías abstractas (lógica, métodos, clasificaciones, análisis de los hechos y crítica, que a veces se oponen a la sensibilidad, pues proceden siempre, contrariamente a ella, hacia un límite, persiguen un fin determinado —una fórmula, una definición, una ley—, y tienden a agotar, o a reemplazar por signos de convención toda la experiencia sensorial), han aportado al Arte el apoyo (más o menos acertado) del pensamiento retomado y reconstruido, constituido en operaciones distintas y conscientes, rico en notaciones y en formas de una generalidad y de una potencia admirables. Esta intervención ha dado, entre otros efectos, nacimiento a la Estética —o mejor, a las diversas Estéticas—, que, considerando el Arte como problema del conocimiento, han intentado reducirlo a ideas. Dejando de lado la Estética propiamente dicha, que pertenece a los filósofos y a los sabios, el papel del intelecto en el Arte merecería un estudio en profundidad que aquí sólo podemos señalar. Bástenos hacer alusión a las innumerables «teorías», escuelas, doctrinas, que han creado o seguido tantos artistas modernos, y a las disputas infinitas en las que se agitan los eternos e idénticos personajes de esta «Commedia dell Arte»: la Naturaleza, la Tradición, lo Nuevo, el Estilo, lo Verdadero, lo Bello, etc.

XIV. El Arte, considerado como actividad en la época actual, ha tenido que someterse a las condiciones de la vida social generalizada de esta época. Ha ocupado un lugar en la economía universal. La producción y el consumo de las obras de arte han dejado de ser completamente independientes una de otro. Tienden a organizarse. La carrera del artista vuelve a ser lo que fue, en los tiempos en que se le consideraba un práctico, es decir, una profesión reconocida. El Estado, en muchos países, intenta administrar las artes, se ocupa de conservar las obras, las «fomenta» como puede. Bajo ciertos regímenes políticos, intenta asociarlas a su acción persuasiva, en lo cual imita aquello que fue en todos los tiempos practicado por las religiones. El Arte ha recibido del legislador un estatuto que define la propiedad de las obras y sus condiciones de ejercicio, y que consagra la paradoja de una duración bastante limitada asignada a un derecho más fundado que la mayor parte de aquellos que las leyes eternizan. El Arte tiene su prensa, su política interior y exterior, sus escuelas, sus mercados y sus bolsas de valores; tiene incluso sus grandes bancas de depósitos, a las que van progresivamente a acumularse los enormes capitales que han producido de siglo en siglo los esfuerzos de la «sensibilidad creadora», museos, bibliotecas, etc.

Se sitúa así al lado de la Industria utilitaria. Por otra parte, las numerosas y sorprendentes modificaciones de la técnica general que hacen imposible toda previsión en ningún orden, deben necesariamente afectar cada vez más los destinos del Arte mismo, creando medios completamente inéditos de ejercitar la sensibilidad. Ya las invenciones de la Fotografía y del Cinematógrafo transforman nuestra noción de las artes plásticas. No es en absoluto imposible que el análisis muy sutil de las sensaciones que ciertos modos de observación o de registro (como el Oscilógrafo catódico) hacen prever, lleve a imaginar procedimientos de acción sobre los sentidos, junto a los cuales la música misma, incluso la de las «ondas», parecerá complicada en su maquinismo y anticuada en sus objetivos. Entre el «fotón» y la «célula nerviosa» pueden establecerse relaciones completamente sorprendentes.

No obstante, esos diversos índices pueden hacer temer que el incremento de intensidad y de precisión, y el estado de desorden permanente en las percepciones y los espíritus que engendran las poderosas novedades que han transformado la vida del hombre, tornen su sensibilidad cada vez más obtusa y su inteligencia menos ágil de lo que fue.

 


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La invención estética[12]

 

El desorden es esencial para la «creación», en tanto que ésta se define por un cierto «orden».

Esta creación de orden participa a la vez de deformaciones espontáneas que se pueden comparar a las de los objetos naturales que presentan simetrías o figuras «inteligibles» por sí mismas; y por otra parte, de el acto consciente (es decir: que permite distinguir y expresar separadamente un fin y los medios).

En resumen, en la obra de arte están siempre presentes dos constituyentes: primero, aquellos de los cuales no concebimos la generación, que no pueden expresarse en actos, aunque puedan ser modificados a continuación por actos; segundo, aquellos que están articulados, han podido ser pensados.

Hay en toda obra cierta proporción de esos constituyentes, proporción que desempeña un papel considerable en el arte. Las épocas y las escuelas se distinguen según sea preponderante el desarrollo de uno u otro. En general, las reacciones sucesivas que marcan la historia de un arte ininterrumpido en el tiempo se reducen a modificaciones de esta proporción, sucediendo lo reflexionado a lo espontáneo en el carácter principal de las obras, y recíprocamente. Pero esos dos factores están siempre presentes.

La composición musical, por ejemplo, exige la traducción en signos, de actos (que tendrán por efectos sonidos) de ideas melódicas o rítmicas que se separan del «universo de sonidos» considerados como «desorden» —o mejor como conjunto virtual de todos los órdenes posibles, sin que esa determinación particular nos sea, en sí misma, concebible—. El caso de la Música es particularmente importante —es el que muestra en el estado más puro el juego de las formaciones y de las construcciones combinadas—. La música está provista de un universo de elección —el de los sonidos seleccionados del conjunto de los ruidos, bien diferenciados de éstos, y que son a la vez clasificados y localizados en instrumentos que permiten producirlos idénticamente mediante actos—. Estando así el universo de los sonidos bien definido y organizado, el espíritu del músico se encuentra de algún modo en un solo sistema de posibilidades: el estado musical le viene dado. Si se produce una formación espontánea, plantea de inmediato un conjunto de relaciones con la totalidad del mundo sonoro, y el trabajo reflexionado vendrá a aplicar sus actos sobre esos elementos: consistirá en explotar sus diversas relaciones con el campo al que pertenecen sus elementos.

La idea primera se propone tal cual. Si excita la necesidad o el deseo de realizarse, se da un fin, que es la obra, y la consciencia de tal destino llama a todo el aparato de los medios y adquiere el aspecto de la acción humana completa. Deliberaciones, ideas previas, tanteos, aparecen en esta fase que he llamado «articulada». Las nociones de «comienzo» y de «fin» que son ajenas a la producción espontánea intervienen igualmente sólo en el momento en que la creación estética debe adquirir los caracteres de una fabricación.

En materia de poesía, el problema es mucho más complejo. Resumo las dificultades que ofrece:

A. La poesía es un arte del lenguaje. El lenguaje es una combinación de funciones heteróclitas, coordinadas en reflejos adquiridos mediante un uso que consiste en tanteos innumerables. Los elementos motores, auditivos, visuales, mnemónicos, forman grupos más o menos estables; y sus condiciones de producción, de emisión, así como los efectos de su recepción son sensiblemente diferentes según las personas. La pronunciación, el tono, el ritmo de la voz, la elección de las palabras —y por otra parte, las reacciones psíquicas excitadas, el estado de aquel a quien se habla…— otras tantas variables independientes y factores indeterminados. Tal discurso no tendrá en cuenta la eufonía, tal otro, la secuencia lógica, otro más, la verosimilitud…, etc.

B. El lenguaje es un instrumento práctico; además está tan cercano al «yo», del que extrae, por el camino más corto, todos los estados que le son propios, que sus virtudes estéticas (sonoridades, ritmos, resonancias de imágenes, etc.) se ven constantemente descuidadas y convertidas en imperceptibles. Llega a considerárseles lo mismo que se consideran los frotamientos en mecánica (Desaparición de la Caligrafía).

C. La poesía, arte del lenguaje, se ve así obligada a luchar contra la práctica y la aceleración moderna de la práctica. Resaltará todo aquello que puede diferenciarla de la prosa.

D. Así pues, completamente diferente del músico y menos afortunado, el poeta se ve obligado a crear, en cada creación, el universo de la poesía —es decir: el estado psíquico y afectivo en el que el lenguaje puede cumplir un papel muy diferente que el de significar lo que es p fue o va a ser—. Y en tanto que el lenguaje práctico es destruido, reabsorbido, una vez alcanzado el objetivo (la comprehensión), el lenguaje poético debe tender a la conservación de la forma.

E. Significación no es por lo tanto para el poeta el elemento esencial, y finalmente el único, del lenguaje: no es más que uno de los constituyentes. La operación del poeta se ejerce por medio del valor complejo de las palabras, es decir, componiendo a la vez sonido y sentido (simplifico…), como el álgebra operando sobre números complejos. Me disculpo por esta imagen.

F. Asimismo, la noción simple de sentido de las palabras no basta a la poesía: he hablado de resonancia, hace poco, como figura. Quería hacer alusión a los efectos psíquicos que producen las agrupaciones de palabras y de fisonomías de palabras, independientemente de las relaciones sintácticas, y por las influencias recíprocas (es decir: no sintácticas) de sus proximidades.

G. En fin, los efectos poéticos son instantáneos, como todos los efectos estéticos, como todos los efectos sensoriales.

La poesía es además esencialmente «un actu». Un poema solamente existe en el momento de su dicción, y su verdadero valor es inseparable de esta condición de ejecución. Lo que equivale a decir hasta qué punto es absurda la enseñanza de la poesía que se desinteresa totalmente de la pronunciación y de la dicción.

De todo ello resulta que la creación poética es una categoría muy particular entre las creaciones artísticas; a causa de la naturaleza del lenguaje.

Esta naturaleza compleja hace que el estado naciente de los poemas pueda ser muy diverso: unas veces un determinado tema, o un grupo de palabras, o un simple ritmo, otras veces (incluso) un esquema de forma prosódica, pueden servir de gérmenes y desarrollarse en pieza organizada.

Es un hecho importante a señalar esta equivalencia de los gérmenes. Olvidaba, entre aquellos que he citado, mencionar los más sorprendentes. Una hoja de papel blanco; un tiempo vacío; un lapsus; un error de lectura; una pluma agradable a la mano.

No entraré en el examen del trabajo consciente, ni en su análisis en actos. Tan sólo he querido dar una idea muy sumaria del dominio de la invención poética propiamente dicha, que no se debe confundir, como se hace constantemente, con el de la imaginación sin condiciones y sin materia.

   

 

AMBROISE-PAUL-TOUSSAINT-JULES VALÉRY (Sète, 30 de octubre de 1871 - París, 20 de julio de 1945) fue un escritor y poeta francés.

Tras realizar sus estudios secundarios en Montpellier, inició la carrera de derecho en 1889. En esa misma época publicó sus primeros versos, fuertemente influidos por la estética simbolista dominante en la época. En 1894 se instaló en París, donde trabajó como redactor en el Ministerio de Guerra.

Tras el fin de la Primera Guerra Mundial, se convirtió en una suerte de «poeta oficial», inmensamente celebrado, al punto de ser aceptado en la Academia francesa en 1925. Tras la ocupación alemana rehusó a colaborar, perdiendo su puesto de administrador del centro universitario de Niza. Su muerte, acontecida unas pocas semanas después del fin de la Segunda Guerra Mundial, fue celebrada con funerales nacionales y su cuerpo fue inhumado en Sète, en el cementerio marino que inspiró una de sus obras cumbres. Pues entre sus poemas más importantes cabe destacar La Joven Parca (1917) y El cementerio marino (1920).

Su obra poética, influenciada por Stéphane Mallarmé, es considerada una de las piedras angulares de la poesía pura, de fuerte contenido intelectual y esteticista. Según Valéry, «todo poema que no tenga la precisión de la prosa no vale nada».

Más de sesenta años después de su muerte, la publicación de Corona

 


 Notas

 

 

[1] Publicado originalmente como introducción a Lucien Fabre, Connaissance de la déesse, 1920. Recogido posteriormente en Variété, 1924, con el presente título. <<

[2] Publicación original en la Nouvelle Revue Français, 256, 1935. Recogido en Variété III, 1936. <<

[3] Discurso pronunciado en el Segundo Congreso Internacional de Estética y Ciencia del Arte el 8 de agosto de 1937 y publicado en las Actas del Congreso (París, Alean, 1937). Recogido en Variété IV, 1938. <<

[4] Conferencia en la Universidad de Oxford, publicada como folleto: The Zaharoff lecture for 1939, Oxford, Clarendon Press, 1939. Recogida en Variété V, 1944. <<

[5] Lección inaugural del curso de Poética en el College de France, 10 de diciembre de 1937. Publicado como folleto por cuenta del autor y de los profesores del College de France, 1938. Recogida en Variété V, 1944. <<

[6] Discurso pronunciado en la Sala Hoche, París, el 21 de mayo de 1925. Publicado en Petit Recueil de paroles de circonstance, 1926, y en el tomo E de Oeuvres, Discours, 1935, donde se afirma erróneamente que fue pronunciado en 1926. <<

[7] Conferencia pronunciada en la Université des Annales el 2 de diciembre de 1927, publicada en Conferencia, 5, 1928. Recogida en el tomo K de Oeuvres, Conférences, 1939. <<

[8] Conferencia pronunciada en la Université des Annales el 19 de noviembre de 1937. Publicada en Conferencia, 1938. Recogida en el tomo K de Oeuvres, Conférences, 1939. <<

[9] Empleo a disgusto este término extranjero, adoptado en Francia con excesiva facilidad. <<

[10] Conferencia pronunciada en la Université des Annales el 5 de marzo de 1936. Publicada en Conferencia, 1936. Recogida en el tomo K de Oeuvres, Conférences, 1939. <<

[11] Publicado en la Nouvelle Revue Française, 266, 1935. <<

[12] Publicado en el volumen del Centre International de Synthése dedicado a la Invention, París, Alean, 1938. <<

miércoles, 2 de septiembre de 2020

9 Filosofía de la danza[10]. TEORÍA POÉTICA Y ESTÉTICA. PAUL VALÉRY.



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Filosofía de la danza[10]

Antes de que la Sra. Argentina les atrape, les capture en la esfera de vida lúcida y apasionada que va a formar su arte; antes de que muestre y demuestre en lo que puede convertirse un arte de origen popular, creación de la sensibilidad de una raza ardiente, cuando se ampara de él la inteligencia, lo penetra y lo convierte en un medio soberano de expresión y de invención, tendrán que resignarse a escuchar algunas propuestas que, ante ustedes, va a aventurar sobre la Danza un hombre que no danza.
Esperarán el momento de la maravilla, y se dirán que no estoy menos impaciente que ustedes por dejarme arrebatar.
Entro enseguida en mis ideas, y les digo sin otra preparación que, a mi entender, la Danza no se limita a ser un ejercicio, un entretenimiento, un arte ornamental y en ocasiones un juego de sociedad; es una cosa seria y, en ciertos aspectos, muy venerable. Toda época que ha comprendido el cuerpo humano o que al menos ha experimentado el sentimiento de misterio de esta organización, de sus recursos, de sus límites, de las combinaciones de energía y de sensibilidad que contiene, ha cultivado, venerado, la Danza.
Es un arte fundamental, como su universalidad, su inmemorial antigüedad, la utilización solemne que se le ha dado y las ideas y reflexiones que ha engendrado en todos los tiempos, lo sugieren y demuestran. Y es que la Danza es un arte que se deduce de la vida misma, ya que no es sino la acción del conjunto del cuerpo humano; pero acción trasladada a un mundo, a una especie de espacio-tiempo, que no es exactamente el mismo que el de la vida práctica.
El hombre se ha dado cuenta de que poseía más vigor, más agilidad, más posibilidades articulares y musculares de las que necesitaba para satisfacer las necesidades de su existencia, y ha descubierto que algunos de esos movimientos, mediante su frecuencia, su sucesión o su amplitud, le procuraban un placer que alcanzaba una especie de embriaguez, a veces tan intensa que sólo el agotamiento total de sus fuerzas, una especie de éxtasis de agotamiento, podía interrumpir su delirio, su exasperado gasto motriz.
Tenemos por lo tanto demasiadas potencias para nuestras necesidades. Pueden fácilmente observar que la mayoría, la inmensa mayoría, de las impresiones que recibimos de nuestros sentidos no nos sirven para nada, son inutilizables, no representan ningún papel en el funcionamiento de los aparatos esenciales para la conservación de la vida. Vemos demasiadas cosas, entendemos demasiadas cosas con las que no hacemos nada ni nada podemos hacer, como sucede en ocasiones con las palabras de un conferenciante.
La misma observación en cuanto a nuestros poderes de acción: podemos ejecutar una multitud de actos que no tienen ninguna oportunidad de encontrar su función en las operaciones indispensables o importantes de la vida. Podemos trazar un círculo, hacer actuar a los músculos de nuestro rostro, andar en cadencia; todo esto, que ha permitido crear la geometría, la comedia y el arte militar, es acción inútil en sí para el funcionamiento vital.
De este modo, los medios de relación de la vida, nuestros sentidos, nuestros miembros articulados, las imágenes y los signos, que dirigen nuestras acciones y la distribución de nuestras energías, que coordinan los movimientos de nuestra marioneta, podrían emplearse únicamente en el servicio de nuestras necesidades fisiológicas, y limitarse a atacar el medio en el que vivimos, o a defendernos de él, de manera que su único quehacer consistiera en la conservación de nuestra existencia.
Podríamos no llevar más que una vida estrictamente ocupada del cuidado de nuestra máquina para vivir, perfectamente indiferentes o insensibles a todo lo que no interpreta ningún papel en los ciclos de transformación que componen nuestro funcionamiento orgánico; no resintiendo, no realizando nada más que lo necesario, no haciendo nada que no fuera una reacción limitada, una respuesta finita a alguna intervención exterior. Pues nuestros actos útiles son finitos. Van de un estado a otro.
Observen que los animales parecen no percibir nada y no hacer nada inútil. Sin duda el ojo de un perro ve los astros, pero el ser del perro no da ningún curso a esa visión. La oreja del perro percibe un ruido que la endereza y la inquieta, pero sólo absorbe de ese ruido lo necesario para responder con una acción inmediata y uniforme. No se entretiene en Ja percepción. La vaca, en su prado, no lejos de donde el Calais-Méditerranée avanza con gran estrépito, da un salto, el tren pasa; ninguna idea en la bestia sigue a ese tren: vuelve a su yerba tierna, sin seguirlo con sus bellos ojos. El indicador de su cerebro vuelve inmediatamente a cero.
Los animales, sin embargo, a veces parecen divertirse. El gato, visiblemente, juega con el ratón. Los monos hacen pantomimas. Los perros se persiguen, les saltan al morro a los caballos; y no conozco nada que dé una idea del juego más felizmente libre que los retozos de las marsopas que se ven mar adentro, emerger, sumergirse, vencer un navío a la carrera, pasarle bajo la quilla y reaparecer en la espuma, más vivas que las olas, y entre ellas y como ellas, brillando y variando al sol. ¿Es ya danza eso?
Pero todas esas diversiones animales pueden interpretarse como acciones útiles, accesos impulsivos debidos a la necesidad de consumir una energía superabundante, o para mantener en estado ágil o vigoroso los órganos destinados a la ofensiva o a la defensiva vital. Y me parece observar que las especies que parecen más rigurosamente construidas y dotadas de instintos más especializados, como las hormigas o las abejas, parecen también las más ahorrativas de su tiempo. Las hormigas no pierden un minuto. La araña acecha y no se entretiene en su tela. ¿Y el hombre?
El hombre es ese animal singular que se mira vivir, que se da un valor, y que coloca todo ese valor que le gusta darse en la importancia que concede a las percepciones inútiles y a los actos sin consecuencia física vital.
Pascal situaba toda nuestra dignidad en el pensamiento; pero este pensamiento que nos edifica —a nuestros propios ojos— por encima de nuestra condición sensible es exactamente el pensamiento que no sirve para nada. Observen que no sirve de nada a nuestro organismo el que meditemos sobre el origen de las cosas, sobre la muerte, y, más aún, que los pensamientos de este orden tan elevado serían nocivos e incluso fatales a nuestra especie. Nuestros pensamientos más profundos son los más indiferentes a nuestra conservación y, de algún modo, fútiles en relación con ellos.
Pero nuestra curiosidad más ávida de lo necesario, nuestra actividad más excitable de lo que ningún fin vital exige, se han desarrollado hasta la invención de las artes, de las ciencias, de los problemas universales, y hasta la producción de objetos, formas, acciones, de los que podríamos prescindir fácilmente.
Pero esa invención y esa producción libres y gratuitas, todo ese juego de nuestros sentidos y de nuestras potencias se han encontrado poco a poco una especie de necesidad y una especie de utilidad.
El arte como la ciencia, cada uno según sus medios, tienden a hacer una especie de útil con lo inútil, una especie de necesidad con lo arbitrario. Y, así, la creación artística no es tanto una creación de obras como una creación de la necesidad de las obras; pues las obras son productos, ofertas, que suponen demandas, necesidades.
Eso sí que es filosofía, piensan… Lo confieso… He puesto demasiada. Pero cuando uno no es un bailarín, cuando sería muy dificultoso no solamente bailar sino explicar el menor paso, cuando no se poseen, para tratar los prodigios que hacen las piernas, más que los recursos de una cabeza, la única salvación es algo de filosofía —es decir, que se toman las cosas desde muy lejos con la esperanza de que la distancia haga que se desvanezcan las dificultades—. Es mucho más simple construir un universo que explicar cómo un hombre se sostiene sobre sus pies. Pregunten a Aristóteles, a Descartes, a Leibniz y algunos otros.
Sin embargo, un filósofo puede contemplar la acción de una bailarina, y, notando que encuentra placer, puede igualmente intentar obtener de su placer el placer secundario de expresar sus impresiones en su lenguaje.
Pero primero puede obtener algunas bellas imágenes. Los filósofos son muy aficionados a las imágenes: no hay oficio que pida más, aunque en ocasiones las disimulen con palabras color de muralla. Han creado algunas célebres: una, una caverna; otra, un río siniestro que nunca se vuelve a pasar; otra más, un Aquiles que pierde el aliento tras una tortuga inaccesible. Los espejos paralelos, los corredores que se pasan una antorcha, y hasta Nietzsche con su águila, su serpiente, su bailarín de cuerda, forman todo un material, toda una figuración de ideas con las que podríamos hacer un bellísimo ballet metafísico en el que se compondrían sobre la escena tantos símbolos famosos.
Mi filósofo, sin embargo, no se contenta con esta representación. ¿Qué hacer ante la Danza y la bailarina para crearse la ilusión de saber un poco más que ella misma sobre aquello que ella conoce mejor y que nosotros no conocemos en lo más mínimo? Es necesario que compense su ignorancia técnica y disimule su embarazo mediante alguna ingeniosidad de interpretación universal de ese arte, cuyo prestigio constata y experimenta.
Se pone a ello, se consagra a su manera… La manera de un filósofo, su forma de entrar en danza es bien conocida… Esboza el paso de la interrogación. Y, como celebra un acto inútil y arbitrario, se entrega a él sin prever el fin; entra en una interrogación ilimitada, en el infinito de la forma interrogativa. Es su oficio.
Acepta el juego. Comienza por su comienzo normal. Y he aquí que se pregunta:
«¿Qué es la Danza?».
¿Qué es la Danza? Enseguida se le inquietan y paralizan los sentidos —lo que le hace pensar en una famosa pregunta y una famosa inquietud de san Agustín.
San Agustín confiesa que se preguntó un día qué es el Tiempo; y reconoce que lo sabía muy bien cuando no pensaba en planteárselo, pero que se perdía en las encrucijadas de su mente en cuanto se dedicaba a ese nombre, se detenía y lo aislaba de cualquier uso inmediato y de cualquier expresión particular. Observación muy profunda…
Mi filosofía se encuentra en ese punto: dudando en el temible umbral que separa una pregunta de una respuesta, obsesionada por el recuerdo de san Agustín, soñando en su penumbra en la inquietud de ese gran santo:
«¿Qué es el Tiempo? Pero ¿qué es la Danza?…».
Pero la Danza, se dice, después de todo es solamente una forma del Tiempo, es solamente la creación de una clase de tiempo, o de un tiempo de una clase completamente distinta y singular.
Ahí le tenemos ya menos preocupado: ha realizado la unión de las dos dificultades. Cada una, por separado, le dejaba perplejo y sin recurso; pero hélas ahí unidas. La unión será fecunda, tal vez. Nacerán algunas ideas, y eso es precisamente lo que busca, es su vicio y su juguete.
Mira entonces a la bailarina con ojos extraordinarios, los ojos extralúcidos que transforman todo lo que ven en alguna presa del espíritu abstracto. Considera, descifra a su antojo el espectáculo.
Se le pone de manifiesto que esta persona que danza se encierra, de algún modo, en una duración que ella engendra, en una duración eternamente hecha de energía actual, hecha de nada que pueda durar. Es inestable, prodiga lo inestable, pasa por lo imposible, abusa de lo improbable; y a fuerza de negar con su esfuerzo el estado ordinario de las cosas, crea en los espíritus la idea de otro estado, de un estado excepcional —un estado que sería sólo de acción, una permanencia que se haría y se consolidaría por medio de una producción incesante de trabajo, comparable a la vibrante posición de un abejorro o de una esfinge ante el cáliz de flores que explora, y que permanece, cargado de potencia motriz, casi inmóvil, sostenido por el batir increíblemente rápido de sus alas.
Nuestro filósofo puede igualmente comparar la danza con una llama y, en suma, con todo fenómeno visiblemente sustentado por el consumo interno de una energía de calidad superior.
También se le manifiesta que, en el estado danzante, todas las sensaciones del cuerpo, motor y movido a la vez, están encadenadas y en un cierto orden —que se preguntan y se contestan unas a otras, como si repercutieran, se reflejaran sobre la pared invisible de la espera de las fuerzas de un ser vivo—. Permítanme esta expresión terriblemente audaz: no encuentro otra. Pero sabían con antelación que soy un escritor oscuro y complicado…
Mi filósofo —o si lo prefieren, el espíritu aquejado de la manía interrogante— se hace ante la danza sus acostumbradas preguntas. Aplica sus porqué y sus cómo; sus instrumentos ordinarios de elucidación, que son los medios de su arte; e intenta sustituir, como acaban de percibir, la expresión inmediata y oportuna de las cosas por fórmulas más o menos raras que le permiten incorporar este gracioso hecho: la Danza, en el conjunto de lo que sabe, o cree saber.
Intenta profundizar el misterio de un cuerpo que, de pronto, como por el efecto de un choque interior, entra en una clase de vida a la vez extrañamente inestable y extrañamente regulada; y a la vez extrañamente espontánea pero extrañamente sabia y ciertamente elaborada.
Ese cuerpo parece haberse separado de sus equilibrios ordinarios. Se diría que hila fino —quiero decir rápido— con su gravedad, de la que esquiva la tendencia a cada instante. ¡No hablemos de sanción!
Se da, en general, un régimen periódico más o menos simple, que parece conservarse por sí solo; está como dotado de una elasticidad superior que recuperaría el impulso de cada movimiento y lo restituiría enseguida. Hace pensar en la peonza que se sostiene sobre la punta y reacciona tan vivamente al menor choque.
Pero he aquí una observación de importancia que se le ocurre a este espíritu filosofante, que haría mejor distrayéndose sin reservas y abandonándose a lo que ve. Observa que ese cuerpo que danza parece ignorar lo que le rodea. Parece que no tenga otra preocupación que sí mismo y otro objeto, un objeto capital, del que se separa o se libera, al que vuelve, pero solamente para recuperar con qué huirle de nuevo…
Es la tierra, el suelo, el lugar sólido, el plano sobre el que se estanca la vida ordinaria, y continúa la marcha, esa prosa del movimiento humano.
Sí, ese cuerpo danzante parece ignorar el resto, no saber nada de todo lo que le rodea. Se diría que se escucha y que sólo se escucha a sí mismo; se diría que no ve nada, y que los ojos que fija no son más que joyas, alhajas desconocidas de las que habla Baudelaire, destellos que no le sirven de nada.
Es que la bailarina se encuentra en otro mundo, que ya no es el que pintan nuestras miradas, sino el que ella teje con sus pasos y construye con sus gestos. Pero, en ese mundo, no existe fin exterior a los actos; no existe objeto que agarrar, que alcanzar o rechazar o huir, un objeto que termine exactamente una acción y dé a los movimientos, primero, una dirección y una coordinación exteriores, y después una conclusión nítida y cierta.
No es eso todo: hasta aquí, nada imprevisto; si en ocasiones parece que el ser danzante actúa como delante de un incidente imprevisto, este imprevisto forma parte de una previsión muy evidente. Todo pasa como si… ¡Pero nada más!
Así pues, ni fin, ni verdaderos incidentes, ninguna exterioridad…
El filósofo exulta… ¡Ninguna exterioridad! La bailarina no tiene exterior… Nada existe más allá del sistema que ella se forma mediante sus actos, sistema que hace pensar en el sistema opuesto y no menos cerrado que nos constituye el sueño, cuya ley opuesta es la abolición, la abstención total de los actos.
La danza se le aparece como un sonambulismo artificial, un grupo de sensaciones que se hace una morada propia, en la que determinados temas musculares se suceden de acuerdo con una sucesión que le instituye su tiempo propio, su duración absolutamente suya, que contempla con una voluptuosidad y una dilección cada vez más intelectuales ese ser que crea, que emite de lo más profundo de sí mismo esta bella sucesión de transformaciones de su forma en el espacio; que tan pronto se transporta, pero sin ir realmente a ninguna parte, como se modifica allí mismo, se expone bajo todos los aspectos; y que, en ocasiones, modula sabiamente apariencias sucesivas, como por fases medidas; a veces se convierte vivamente en un torbellino que se acelera, para fijarse de repente, cristalizada en estatua, adornada con una extraña sonrisa.
Pero ese desapego al medio, esa ausencia de finalidad, esa negación de movimientos explicables, esas rotaciones completas (que ninguna circunstancia de la vida exige de nuestro cuerpo), esa misma sonrisa que no es para nadie, todos esos rasgos son decisivamente opuestos a aquellos de nuestra acción en el mundo práctico y de nuestras relaciones con él.
En éste, nuestro ser se reduce a la función de un intermediario entre la sensación de una necesidad y el impulso que satisfará esa necesidad. En ese papel, procede siempre por el camino más económico, si no siempre el más corto: busca el rendimiento. La línea recta, la mínima acción, el tiempo más breve, parecen inspirarle. Un hombre práctico es un hombre que tiene el instinto de esta economía del tiempo y de los medios, y que la obtiene tanto más fácilmente cuanto más nítido y mejor localizado es su fin: un objeto exterior.
Pero hemos dicho que la danza es todo lo contrario. Transcurre en su estado, se mueve en sí misma, y no tiene, en sí misma, ninguna razón, ninguna tendencia propia a la consumación. Una fórmula de la danza pura no debe contener nada que haga prever que tenga un término. Son los acontecimientos extraños los que la terminan; sus límites de duración no le son intrínsecos; son los de las conveniencias de un espectáculo; la fatiga, el desinterés son los que intervienen. Pero ella no posee con qué acabar. Cesa como cesa un sueño, que podría proseguir indefinidamente: cesa, no por la consumación de una empresa, puesto que no hay empresa, sino por el agotamiento de otra cosa que no está en ella.
Y entonces —permítanme alguna expresión audaz— ¿no podríamos considerarla, y ya se lo he dejado presentir, como una manera de vida interior, dando ahora, a ese término de psicología, un sentido nuevo en el que domina la fisiología?
Vida interior, pero enteramente construida de sensaciones de duración y de sensaciones de energía que se responden, y forman como un recinto de resonancias. Esta resonancia, como cualquier otra, se comunica: ¡una parte de nuestro placer de espectadores es sentirse ganados por los ritmos y nosotros mismos virtualmente danzantes!
Avancemos un poco para sacar de esta especie de filosofía de la Danza consecuencias o aplicaciones bastante curiosas. Si he hablado de este arte, ateniéndome a esas consideraciones muy generales, ha sido un poco con la segunda intención de conducirles adonde ahora llego. He intentado comunicarles una idea bastante abstracta de la Danza, y de presentársela principalmente como una acción que se deduce, luego se separa de la acción ordinaria y útil y finalmente se opone.
Pero este punto de vista de una enorme generalidad (y es por lo que lo he adoptado hoy) conduce a abarcar mucho más que la danza propiamente dicha. Toda acción que no tiende a lo útil y que, por otra parte, es susceptible de educación, de perfeccionamiento, de desarrollo, tiene conexión con ese tipo simplificado de la danza y, por consiguiente, todas las artes pueden ser consideradas como casos particulares de esta idea general, ya que todas las artes, por definición, implican una parte de acción, la acción que produce la obra, o bien que la manifiesta.
Un poema, por ejemplo, es acción, porque un poema no existe más que en el momento de su dicción: entonces está en acto. Este acto, como la danza, tiene como fin crear un estado; este acto se da sus propias leyes; crea, él también, un tiempo y una medida del tiempo que le convienen y le son esenciales: no se puede distinguir de su forma de duración. Empezar a decir versos es entrar en una danza verbal.
Consideren también a un virtuoso en ejercicio, a un violinista, a un pianista. Miren únicamente las manos de éste. Tapónense los oídos, si se atreven. No vean más que esas manos. Mírenlas actuar y correr sobre la estrecha escena que les ofrece el teclado. ¿No son esas manos danzarinas que, también ellas, han debido ser sometidas durante años a una disciplina severa, a ejercicios sin fin?
Les recuerdo que no oyen nada. Sólo ven esas manos que van y vienen, se fijan en un punto, se cruzan, que a veces juegan a pídola; a veces una se retrasa, mientras la otra parece buscar los pasos de sus cinco dedos al otro extremo de la cantera de marfil y ébano. Sospechan que todo ello obedece a determinadas leyes, que todo ese ballet está reglamentado, determinado…
Observemos, de paso, que si ustedes no entienden nada e ignoran el fragmento que se toca, no podrán en absoluto prever en qué punto de ese fragmento se encuentra la ejecución. Lo que ustedes ven no les muestra por ningún indicio el estado de progreso de la tarea del pianista; pero no dudan que dicha acción en la que está empeñado, esté sometida a cada instante a una regla bastante compleja, sin duda…
Con un poco más de atención, descubrirán en esta complejidad ciertas restricciones a la libertad de movimientos de esas manos que actúan y se multiplican sobre el piano. Hagan lo que hagan, parecen no hacerlo sin obligarse a respetar no sé qué igualdad sucesiva. La cadencia, la medida, el ritmo se revelan. No quiero entrar en estas cuestiones que, muy conocidas y sin dificultad, en la práctica, me parece que hasta ahora carecen de una teoría satisfactoria; lo mismo que sucede por otra parte, en toda materia en la que el tiempo está en juego. Hay que volver entonces a lo que decía san Agustín.
Pero es un hecho fácil de observar que todos los movimientos automáticos que corresponden a un estado del ser, y no a un fin figurado y localizado, requieren un régimen periódico; el hombre que anda requiere un régimen de esta clase; el distraído que balancea un pie o que tamborilea sobre los cristales; el hombre en profunda reflexión que se acaricia el mentón, etc.
Todavía un poco más de valor. Lleguemos más lejos: un poco más lejos de la idea inmediata y habitual que nos hacemos de la danza.
Les decía, hace poco, que todas las artes son formas muy variadas de la acción y se analizan en términos de acción. Consideren a un artista, en su trabajo, eliminen los intervalos de reposo o de abandono momentáneo; véanle actuar, inmovilizarse, reemprender vivamente su ejercicio.
Supongan que esté lo bastante entrenado, seguro de sus medios, para no ser, en el momento de la observación que hacen de él, más que un ejecutante y, por consiguiente, para que sus operaciones sucesivas tiendan a efectuarse en tiempos conmensurables, es decir, con un ritmo; pueden entonces concebir la realización de una obra de arte, una obra de pintura y de escultura, como una obra de arte ella misma, cuyo objeto material que se modela bajo los dedos del artista no es más que el pretexto, el accesorio de escena, el tema del ballet.
Imagino que este punto de vista les parece audaz. Pero piensen que, para muchos grandes artistas, una obra nunca está acabada. Lo que creen ser su deseo de perfección no es quizá otra cosa que una forma de esa vida interior compuesta de energía y de sensibilidad en intercambio recíproco y de alguna manera reversible, del que ya les he hablado.
Recuerden, por otra parte, esas construcciones de los Antiguos que se elevaban al ritmo de la flauta, cuyas órdenes seguían las cadenas de los braceros y de los albañiles.
Podría contarles igualmente la curiosa historia que relata el Journal de los Goncourt, sobre un pintor japonés que vino a París y a quien ellos invitaron a ejecutar algunas obras ante una pequeña reunión de aficionados.
Pero ha llegado el momento de concluir esta danza de ideas en torno a la danza viviente.
He querido mostrarles cómo este arte, lejos de ser una fútil distracción, lejos de ser una especialidad que se limita a la producción de algunos espectáculos, al entretenimiento de los ojos que lo consideran o de los cuerpos que se entregan a él, es simplemente una poesía general de la acción de los seres vivos: aísla y desarrolla los caracteres esenciales de esta acción, la separa, la despliega, y hace del cuerpo que posee un objeto cuyas transformaciones, la sucesión de los aspectos, la búsqueda de los límites de las potencias instantáneas del ser, llevan necesariamente a pensar en la función que el poeta da a su espíritu, en las dificultades que le plantea, en las metamorfosis que obtiene, en los desvíos que solicita y que le alejan, a veces excesivamente, del suelo, de la razón, de la noción media y de la lógica del sentido común.
¿Qué es una metáfora sino una suerte de pirueta de la idea cuyas diversas imágenes o diversos nombres se unen? ¿Y qué son todas esas figuras de las que nos servimos, todos esos medios, como las rimas, las inversiones, las antítesis, sino los usos de todas las posibilidades del lenguaje, que nos separan del mundo práctico para formarnos, nosotros también, nuestro universo particular, lugar privilegiado de la danza espiritual?
Les dejo ahora, cansados de palabras, pero tanto más ávidos de encantamientos sensibles y de placer sin esfuerzo, les abandono al arte mismo, a la llama, a la ardiente y sutil acción de la Sra. Argentina.
Conocen los prodigios de comprensión y de invención que esta gran artista ha creado, lo que ha hecho de la danza española. En cuanto a mí, que sólo les he hablado, y superabundantemente, de la Danza abstracta, no puedo decirles cuánto admiro el trabajo de inteligencia que ha realizado Argentina cuando ha retomado, en un estilo perfectamente noble y profundamente estudiado, un tipo de danza popular que antaño se llegaba a encanallar fácilmente, y sobre todo fuera de España.
Pienso que ha obtenido este magnífico resultado, puesto que se trataba de salvar una forma de arte y de regenerar la nobleza y la potencia legítima, mediante un análisis infinitamente desligado de los recursos de este tipo de arte, y de los suyos propios. Esto es algo que me afecta y me interesa apasionadamente. Soy aquel que no opone nunca, que no sabe oponer, la inteligencia a la sensibilidad, la consciencia pensada a sus dones inmediatos, y saludo a Argentina como hombre que está exactamente contento de ella como le gustaría estar contento de sí mismo.

martes, 1 de septiembre de 2020

8 Necesidad de la poesía[8]TEORÍA POÉTICA Y ESTÉTICA. PAUL VALÉRY.



8

Necesidad de la poesía[8]

Antes de hablarles de poesía, permítanme decirles unas palabras de un poeta que acaba de morir, gran poeta, y amigo mío desde hace cuarenta años, poeta francés por voluntad propia aunque originario y ciudadano de los Estados Unidos. Se trata de Francis Viélé-Griffin, muerto hace unos días en Bergerac, y cuya desaparición es una gran pérdida. Si hoy les hablo de él es porque hay que rendirle justicia. Este poeta, que desde hacía años vivía retirado, primero en Touraine, después en Périgord, había escogido Francia como patria de elección; figura de la forma más honorable del mundo en la tan honorable lista de los poetas extranjeros que han escrito nuestra lengua y se han distinguido por sus versos.
No ignoran que la poesía francesa, desde Baudelaire, ha ejercido una acción singularmente fuerte y gloriosa sobre la poesía universal, y que esta influencia no se ha limitado a crear lectores y admiradores de nuestros autores, ha engendrado poetas. Francia se ha enriquecido con autores de altos vuelos, algunos de los cuales han ejercido a su vez una influencia real sobre nuestro arte. Swinburne, gran poeta inglés que ha escrito varios poemas en francés, fue uno de los primeros que voy a citar.
De Swinburne a Rainer Maria Rilke, poeta de lengua alemana, la lista de aquellos que han hecho a nuestra lengua el honor de someterle su talento es elevada. Hablo de memoria de hombres tan célebres como Gabriele d’Annunzio, para citar a aquellos que, de forma continuada y casi exclusiva, han escrito en francés y se han convertido en poetas completamente franceses. Junto a los flamencos, los Van Lerberghe, los Maeterlinck y los Verhaeren, citaré a Jean Moréas, a Stuart Merrill, mi viejo camarada, y, por último, a Francis Viélé-Griffin.
Viélé-Griffin nació en los Estados Unidos. Su padre, general del ejército del Norte, durante la guerra de Secesión, se encontraba en el sitio de Charlestown cuando nació. Francis Viélé-Griffin vino a Francia muy pronto para realizar sus estudios; fue íntimo amigo de Henri Regnier y lo conocimos, entre los fieles de Mallarmé, en el ardiente e interesante medio del Simbolismo, persiguiendo la investigación poética que era tan variada en aquellos tiempos. Intentaba entonces combinar ciertas cualidades de la poesía anglosajona, que son raras en la nuestra, con los modos de ésta. Después de haber hecho, como se debe, versos regulares, encontró en el verso libre acentos deliciosos.
El recuerdo que acabo de evocar nos lleva a meditar sobre esta necesidad de la poesía. Debo decirles ante todo el sentido que doy a esta fórmula.
Han escuchado con frecuencia, es una expresión que data del romanticismo, tratar a la gente de burgueses.
Ese término, antaño bastante honorable, se transformó hacia 1830 en epíteto despectivo dirigido a toda persona sospechosa de no entender nada de las artes. Después lo adoptó la política e hizo con él lo que ya saben. Pero eso no es cosa nuestra.
Pues bien, creo que la idea que los románticos se hacían de esos espantosos burgueses no era del todo exacta. El burgués no es en absoluto un hombre insensible a las artes. No se cierra a las letras, ni a la música, ni a ningún valor de la cultura. Hay burgueses sumamente cultos: los hay muy refinados; a la mayoría le gusta la música, la pintura, e incluso los hay asombrosamente avanzados, y que presumen de serlo. No es necesariamente lo que, en la época clásica, llamaban un beocio. Reconocerán fácilmente al burgués (admitiendo que todavía exista, lo que no está demostrado…) por el hecho de que ese hombre (o esa mujer) que puede ser muy instruido, lleno de gusto, que sabe admirar las obras que hay que admirar, no tiene, sin embargo, una necesidad esencial de poesía o de arte… Podría, si fuera necesario, pasar sin ello; puede vivir sin eso. Su vida está perfectamente organizada al margen de esa extraña necesidad. Su espíritu gusta del arte: no vive de él. No tiene por alimento esencial e inmediato ese alimento particular que es la poesía.
Así es el burgués; pero, como ven, no es en absoluto el hombre que se nos decía, el hombre sin ojos y sin oídos. No es más que el hombre al que no atormenta aquello que no existe sino en el olvido de aquello que existe, a quien no le hostiga un deseo lo bastante loco de vivir como si el lujo del espíritu fuera una necesidad de la vida misma.
Al decirles esto, pienso en mi juventud. Viví en un medio de jóvenes para quienes el arte y la poesía eran una especie de sustento esencial del que era imposible prescindir; y también algo más: un alimento sobrenatural. En aquella época tuvimos —algunos, que todavía viven, lo recuerdan— la sensación inmediata de que era necesario muy poco para que naciera una especie de culto, de religión de una nueva clase, y diera forma a ese estado de espíritu, quasi místico, que reinaba en nosotros y que nos había sido inspirado o comunicado por nuestro sentimiento muy intenso del valor universal de las emociones del Arte.
Cuando nos referimos a la juventud de la época, a ese tiempo más cargado de espíritu que el presente y a la manera en que abordamos la vida y el conocimiento de la vida, observamos que entonces todas las condiciones de una formación, de una creación casi religiosa, estaban absolutamente reunidas. En efecto, entonces reinaba una especie de desencantamiento de las teorías filosóficas, desdén hacia las promesas de la ciencia, que habían sido muy mal interpretadas por nuestros mayores y predecesores, los escritores realistas y naturalistas. Las religiones habían sufrido los asaltos de la crítica filológica y filosófica. La metafísica parecía exterminada por los análisis de Kant. Teníamos ante nosotros una especie de página blanca y vacía, y sólo podíamos escribir una única afirmación. Esta nos parecía inquebrantable, al no estar basada ni en una tradición que siempre se puede contestar, ni en una ciencia de la que siempre se pueden criticar las generalizaciones, ni en textos que se interpretan como se quiere, ni en razonamientos filosóficos que sólo viven de hipótesis. Nuestra certidumbre era nuestra emoción y nuestra sensación de la belleza; y, cuando nos encontrábamos, los domingos, en los conciertos Lamoureux, en los que coincidían los jóvenes y sus maestros, cuando escuchábamos toda la serie de sinfonías de Bethoven, los deslumbrantes fragmentos de los dramas de Wagner, se creaba una atmósfera extraordinaria. Salíamos del circo como fanáticos, como devotos, como prosélitos del arte; entonces, ningún subterfugio, ninguna duda, ninguna interposición entre nosotros y nuestra luz. Habíamos sentido; y lo que habíamos sentido nos daba la fuerza para resistir a todas las ocasiones de dispersión y a todas las necedades y maleficios de la vida… Nos encontrábamos con el alma iluminada y la inteligencia cargada de fe, de tal modo lo que habíamos escuchado nos parecía una especie de revelación personal y de verdad esencialmente nuestra.
No sé cómo es hoy. Conozco, claro está, jóvenes; pero nunca se conoce el fondo del ser de los jóvenes, ni siquiera de aquellos que mejor conocemos. No podemos conocer de los hombres más que lo que conocen ellos mismos, y sólo se conocen acabados.
¿Cuál es entonces, ahora, el punto ardiente, el aguijón que irrita la sustancia profunda de nuestros jóvenes y les incita a superar lo que son? No lo sé…
Sin duda las preocupaciones materiales, las divisiones políticas, hoy, desgraciadamente, representan un papel principal en los espíritus, de suerte que lo serio, el valor absoluto que atribuíamos en otro tiempo a los misterios y a las promesas del arte, se trasladan, necesariamente, ¡ay!, a preocupaciones de un orden muy distinto, y, en primerísimo lugar, a los problemas de la vida.
Pero también podemos decir (ya he hablado sobre este tema, en este mismo lugar) que nuestra época manifiesta una reducción innegable del espíritu, una disminución de las necesidades de poesía. ¿Por qué? ¿Por qué se debilitan la necesidad y la potencia de lo bello que han existido hasta en el pueblo, que han existido de tal manera en ese pueblo, que ese pueblo ha producido, a lo largo de los siglos, obras admirables? Los oficios eran creadores.
Les aconsejo, cuando paseen por París, perderse por nuestras viejas calles, la calle Mazarine o la calle Dauphine, o bien alguna calle del Marais; allí observarán los pequeños balcones de hierro forjado enganchados a las viejas casas del siglo XVI o del XVIII. Cada uno de esos hierros forma un dibujo simple y original, que no se reproduce nunca; el herrero que sabía hacer esas obras era un creador, y en un género bastante difícil.
Los artesanos se sentían maestros y se hacían originales en su campo, sin pretender salir de él. En aquellos tiempos, no había Exposición; pero había artesanos artistas, lo que bien vale una exposición.
El pueblo producía, algo que ya no produce desde un siglo y medio al menos, poemas, canciones, toda una invención que ha desaparecido enteramente. La poesía y la melodía populares son cosas que ya no se hacen. Por ese lado una esterilidad total.
Y por último, degradación de la creación verbal. Desde luego el pueblo todavía inventa palabras; pero esas palabras son generalmente feas y poco oportunas; toman prestados los términos a las numerosas técnicas de la época. Los hay en ocasiones bastante pintorescos; pero no tienen ese sabor particular del que estaba impregnado el lenguaje de los oficios de antaño.
A ese respecto puedo citarles hechos concretos, que he constatado, y no soy el único, de una manera casi oficial: hay que notar, al lado del nacimiento de términos más o menos afortunados, la muerte de las palabras deliciosas que existían en nuestra lengua y que son de origen completamente popular.
Como saben, la Academia es una especie de oficina de estado civil en la que registramos sin prisa los nacimientos, y con melancolía las defunciones de los vocablos. Sucede a cada instante, en nuestro trabajo del Diccionario, que examinamos palabras que hay que eliminar, sean cuales fueren su forma encantadora y su fisonomía poéticamente popular, ¡pues ninguno de nosotros las ha oído nunca! Ahora bien, la edición en la que recae nuestro examen apenas data de cuarenta o cincuenta años, estaban bien vivas, palabras… parlantes, palabras hechas para la poesía, que están muertas, ¡completamente muertas hoy!
El caso es bastante frecuente. No es el hecho de la desaparición misma y de la sustitución de los términos lo que es grave. Eso es la vida misma de una lengua. Es la calidad de los desaparecidos y la de los recién nacidos que sólo pueden compararse con pena. El año pasado, pese a algunas oposiciones, admitimos la palabra «mentalidad» [mentalité] y que no es muy seductora, y la palabra «mundial» [mondial]. Pero ¿cómo hacer?…
Este ejemplo, entre otros muchos, demuestra que la sustancia de la poesía y de la lengua experimenta una alteración que no es favorable al arte del poeta. Otra observación, más profunda, y más grave tal vez: se constata la creciente desaparición de las leyendas; las leyendas pierden su fuerza, pierden su encanto, e incluso en el campo, donde antaño se encontraban aún vivas, languidecen y se fijan en los herbarios del folklore[9]. ¡Mala señal!… En un libro tan rico, tan curiosamente rico como Las mil y una noches, en el que no existe un texto único, sino un texto y mil textos, según cada narrador, la variación es casi la regla. Cada cuentista aporta su expresión, añade y transforma, introduce alusiones locales, incidentes nuevos, imágenes propias. Es la vida de una obra que evoluciona de boca en boca. Pero aquí, todo se fija; vemos desaparecer el valor poético de las leyendas, pertenecen cada vez más al campo de estudios de la Sorbona, y pasan del vigor de la vida al estado inerte de documentos.
He ahí muchos signos bastante graves. ¿Qué encontramos a cambio de esas creaciones, en compensación por esas pérdidas, ya que la gente ha dejado de saber extraer el encanto de sí misma, gozar de su propio lenguaje, sentir placer hablándolo? Hoy en día, ese placer se somete a la prisa; nuestra palabra apenas consiste en una rápida significación tan desnuda y pronta como sea posible. Por un poco, hablaríamos con iniciales. Por otra parte, el trabajo de redacción de un telegrama es muy instructivo a este respecto, y el teléfono tampoco es un instrumento del buen lenguaje.
Así pues, en ese aspecto, una pérdida evidente. Por último sólo podemos preguntarnos ¿cómo y por qué tanta impotencia ha venido a abolir tantos ornamentos del placer de la vida?
Los oficios de arte apenas son ya otra cosa que lujos, apoyados aquí o allá por los Estados o por generosos mecenas. Ya no aportan al lenguaje esas palabras y esos giros sabrosos que han reemplazado los términos barrocos o feamente abstractos que nos infligen todos los días la política y la técnica. Diría incluso que no es únicamente la poesía la que está en juego; está en entredicho la integridad misma del espíritu; pues todas estas palabras de nuestro tiempo, todas estas abstracciones de calidad inferior (puesto que no están definidas), se conforman a una lógica en ruinas…
Oímos a cada instante razonamientos que no lo son: el espíritu crítico tiende a debilitarse. En la mayoría de, los artículos que leemos, la armazón lógica, la solidez de los razonamientos que se nos dan, el valor de los hechos, todo es apariencia; compriman esos textos y se asombrarán de lo poco que les quedará en la mano… Todo ello concurre a una degradación general del lenguaje; pero, en particular, lo altera en sus funciones poéticas naturales.
Pues bien, hay que buscar aquello que las sustituye. ¿Qué es lo que sustituye a esta poesía innata, natural popular, que estaba en nuestra lengua y en muchos seres hace un siglo y medio? Veamos qué divierte a la gente, cuáles son sus deseos y placeres. Es preciso reconocer que bajo ese punto de vista hemos hecho inmensos progresos. Los medios modernos fabrican en proporciones industriales (viene al caso decirlo), a alta tensión, una especie de poesía que no exige ningún esfuerzo, ninguna creación de valor en quien la recibe; ninguna participación directa, sino un mínimo de él mismo; y esta forma de poesía se reduce a la sensación más o menos fuerte que hoy podemos asestar con los medios que la física y la técnica ponen a la disposición de lo moderno… Tenemos espectáculos extraordinarios, orquestas que no requieren más que un gesto. Cada uno de nosotros es equiparable a un Mefistófeles. Podremos, a partir de mañana, suscitar a voluntad la visión de lo que sucede en los extremos del mundo. La embriaguez de la velocidad arrastra a la excitación intelectual, a la excitación de los sentimientos: la gente va tan rápido que quema a su paso el pensamiento y el placer.
Espero que no haya ningún arquitecto en esta sala, porque no querría que me asesinara, pero hace unos días le decía a uno de mis amigos arquitectos:
«Ustedes tienen medios poderosos, lo que hacen es paradoja. Ustedes tienen cimientos que permiten puertas en falso de cuarenta metros de saliente. Todo eso está muy bien y les felicito. Ustedes edifican rascacielos extraordinarios; pero, querido amigo, yo nunca me detendré ante un rascacielos para bosquejar algún detalle, mientras sí me detengo delante de una casa antigua o delante de una iglesia de pueblo, porque hay allí una piedra que se merece una hora; aquí y allá hay una invención, una idea, una solución, que capta al ojo y al espíritu. Pero yo no me detendré nunca frente a su rascacielos de doscientos metros, porque con un tiralíneas y un compás haría lo mismo en mi habitación, y porque ese rascacielos lo veré en Tokio y en Vancouver, y también en Honolulú y en Marsella, eso no tiene ninguna importancia».
«Sé que hay poesía en ese rascacielos. Todo el mundo admira la llegada a New York. Pero, sabe, los rascacielos, la arquitectura poderosa, están hechos para ser vistos a ciento veinte por hora y, si se detiene al pie de esos monumentos y quiere estudiarlos un poco, con una hora le sobrará para reflexionar».
Hemos sustituido por lo tanto por medios muy potentes las potencias de acción que en otro tiempo nos exigíamos a nosotros mismos, y sucede, en nuestro campo, lo que sucede en el campo de la vida física. Tal vez haya aquí varias personas que no se sirven nunca de sus piernas con el pretexto de que hay autos y ascensores… Quizá tienen un coche propio, quizá tendrán un instrumento que lleve su paraguas. El músculo se hace inútil, y nos vemos obligados a dedicarnos al deporte, al golf, al tenis, para que no caiga en desuso. Lo mismo sucede con todas las necesidades del espíritu. Lo llenamos de diversiones sin pena, e incluso de enseñanzas sin lágrimas. Le damos una poesía ya hecha, potente, ¡desde luego!, demasiado potente, ¡y que prevalece sobre nuestra poesía del tiempo de las rimas! La cual no disponía de los paisajes, de las cosas mismas, de la vida misma. Pero esta gran potencia, esta posesión del mundo sensible no deja de costamos algo… En ocasiones tengo la impresión de que perdemos… ¿Voy a hablar como en el Fausto? Perdemos nuestra alma, admitiendo que tengamos una, ¡algo de lo que más de uno me hace dudar!
Pues bien, es contra eso contra lo que quizá tengamos que reaccionar… No, reaccionar no es la palabra. Reaccionar es demasiado poco. Hay que actuar. Bastaría con tomar conciencia de en qué nos convertimos y hacer las cuentas de nuestro espíritu, tener un pequeño carnet, y escribir: «Hoy he perdido tanto… Un poco de poesía, un poco de potencia de mi espíritu. He sufrido. ¡Sólo he sufrido!».
Pero volvamos a la vieja poesía para explicar en qué puede todavía servirnos. Ustedes saben que ese nombre: Poesía, tiene dos sentidos. Saben que bajo el nombre de poesía se comprenden dos cosas muy diferentes que, sin embargo, se unen en un cierto punto. Poesía es el primer sentido de la palabra, es un arte particular basado en el lenguaje. Poesía tiene también un sentido más general, más extendido, difícil de definir, porque es más vago; designa un cierto estado, estado que es a la vez receptivo y productivo, como he intentado explicarles anteriormente. Es productivo de ficción, y observen que la ficción es nuestra vida. Vivimos continuamente produciendo ficciones… Ustedes piensan ahora en el ansiado momento en que yo habré acabado de hablar… ¡Es una ficción! Vivimos solamente de ficciones, que son nuestros proyectos, nuestras esperanzas, nuestros recuerdos, nuestras pesadumbres, etc., y nosotros únicamente somos una perpetua invención. Observen (insisto) que todas esas ficciones se refieren necesariamente a lo que no es, y se oponen no menos necesariamente a lo que es; por añadidura, cosa curiosa, es eso que es lo que engendra eso que no es, y es eso que no es lo que responde constantemente a eso que es… Ustedes están aquí, y pronto no lo estarán, y lo saben. Lo que no es responde en su espíritu a lo que es… Es que la potencia sobre ustedes de lo que es, produce en ustedes la potencia de lo que no es; y ésta se convierte en sensación de impotencia al contacto de lo que es. Entonces nos sublevamos contra el hecho; no podemos admitir un hecho como la muerte. Nuestras esperanzas, nuestros rencores, todo eso es una producción inmediata, instantánea, del conflicto de lo que es con lo que no es.
Pero todo ello está en íntima relación con el estado profundo de nuestras fuerzas. No podemos vivir sin esos contrastes y esas variaciones, que dirigen todas las fluctuaciones de la fuente íntima de nuestra energía, y son recíprocamente dirigidas. De ahí nacen o cesan nuestras acciones. Pero entre esas acciones, entre las acciones que resultan de esta producción constante de cosas que no son, o que son su consecuencia, las hay que se distinguen por su interés inmediato y vital: son aquellas que tienden a modificar para nuestras necesidades las cosas que nos rodean. «Tengo sed, cojo un vaso», actúo… Primero he pensado que tenía sed, después actúo cogiendo el agua. Esa es una acción útil, al menos yo lo creo, ¡lo que es bastante! Modifico la situación de mi vaso y la mía. Pero hay, entre esas acciones, acciones que nacen de otra forma de sensibilidad. Hay producciones de ideas, de actos que tienen por objeto, no modificar las cosas a nuestro alrededor, sino modificarnos, a nosotros, disipar una especie de malestar interior, un mal que ningún acto alivia directamente. La risa, las lágrimas, las vociferaciones, son acciones sin objeto exterior… Se sitúan entonces en la categoría de las expresiones. Tales emisiones constituyen un lenguaje elemental, pues son, o contagiosas, como la risa o el bostezo, o simpáticamente sentidas, como las lágrimas y las quejas. El propio lenguaje articulado, cuando es espontáneo, es una explosión que nos libera del peso de alguna impresión. Ahora bien, esas propiedades de las emociones y de las impresiones han sido explotadas por la cultura, y se han inventado medios, se han aplicado actos a alguna materia exterior, para crear un objeto que se conserve y que, como un instrumento, o una máquina, pueda servir para reanimar un estado, para reconstituir una fase de nuestra emoción. Si yo escribo una música o una danza, fijo Una determinada acción que será reproducida a voluntad. El músico escribe actos para un virtuoso que está preparado para reproducirlos. Si yo escribo un poema, una música, si hago un cuadro, tiendo a fijar, a descargar mi emoción, a hacer una cosa duradera, e infinitamente capaz si se pone en acción, de hacerles oír el poema, escuchar la música, encontrar el cuadro; el objeto cumplirá su papel y dará lo que se le ha confiado… ¡si es que está hecho para dar algo!… Pero la emoción final, incluso si ha sido muy potente, extremadamente profunda, esa emoción no será idénticamente restituida, ni siquiera en el caso más favorable: queremos seguir siendo los dueños; queremos padecer por el arte, sentirnos conmovidos, pero hasta un cierto punto; sólo queremos pasar el dedo por la llama de la bujía. Esta es una de las características más curiosas del arte, que nos proporciona un efecto sensible, pero no del mismo orden de sensibilidad que el de la sensación original. El arte nos da, por consiguiente, el medio de explorar a placer la parte de nuestra propia sensibilidad que permanece limitada del lado de lo real. Reaviva nuestras emociones, pero no toda su precisión individual en nosotros. Finalmente, también nos ofrece otra cosa en la búsqueda de ese medio. Hago alusión a muy distintos presentes. El arte, la poesía u otro, es llevado a desarrollar los elementos iniciales que llamaré elementos brutos, que son las producciones espontáneas de la sensibilidad. Intenta atormentar una materia: el lenguaje, si se trata de un poema, los sonidos puros y su organización, si se trata de una obra musical; el barro, la cera, la piedra, los colores en el campo de la vista. Pero entonces todas las técnicas de los oficios, los procedimientos que sirven para las fabricaciones útiles, vienen en ayuda del artista. Él toma de ellos los medios para domar la materia y para que sirva para sus fines no útiles. Pero una vez más la acción pone en juego, ya no las sensibilidades desnudas y simples, ya no la expresión inmediata de las emociones, sino lo que llamamos la inteligencia, es decir, el conocimiento claro y distinto de los medios separados, el cálculo de previsión y combinación. Pasamos a ser los dueños de los actos que operan sobre la materia. Analizamos, clasificamos, definimos, y eso nos permite alcanzar resultados, tales como la composición erudita, que no podíamos esperar únicamente de la sensibilidad. ¿Por qué? Porque la sensibilidad es instantánea; no tiene ni duración utilizable ni posibilidades de construcción continuada; nos vemos pues obligados a pedir a nuestras facultades de decisión y de coordinación que intervengan, no para dominar a la sensibilidad, para hacerle dar todo lo que contiene.
Termino diciéndoles que, en resumen, la poesía y las artes tienen la sensibilidad por origen y por término, pero, entre esos extremos, el intelecto y todos los recursos del pensamiento, incluso el más abstracto, pueden y deben emplearse lo mismo que todos los recursos de las técnicas.
Con frecuencia se le reprochan al poeta las investigaciones y las reflexiones, la meditación de sus medios; ¿pero quién pensaría en reprocharle al músico los años consagrados a estudiar el contrapunto y la orquestación? ¿Por qué queremos que la poesía exija menos preparación, menos cálculo y menos artificio que la música? ¿Podemos reprochar a un pintor sus estudios de anatomía, de dibujo y de perspectiva? A nadie se le ocurre… En cuanto a los poetas, parece que tienen que componer lo mismo que se respira… Se trata de un error, que no es muy antiguo, y que deriva de una confusión entre la facilidad inmediata que nos entrega los productos del instante —lo peor y lo mejor en su estado desordenado—, con esa otra facilidad que se adquiere solamente mediante el ejercicio del espíritu largamente sostenido… Pueden observarlo en La Fontaine lo mismo que en Víctor Hugo.
Por otra parte, no es precisamente a las damas a quienes hay que demostrar que la propia belleza exige cierta laboriosa ayuda, cuidados exquisitos, prolongadas consultas delante del espejo.
El poeta contempla su obra sobre la página y retoca, aquí y allá, el primer rostro de su poema…

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