martes, 4 de agosto de 2020

ANDRE BRETON Nadja.









NADJA





Letras Universales



ANDRE BRETON
Nadja
Edición de José Ignacio Velazquez
Traducción de José Ignacio Velazquez
TERCERA EDICIÓN
CÁTEDRA
LETRAS UNIVERSALES


Titulo original de la obra
Nadja
1.a edición, 1997
3.ª edición, 2004
Diseño de cubierta: Diego Lara
Ilustración de cubierta: Dibujo de Nadja

© Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S.A.), 1997, 2004
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
Deposito legal: M.11.782-2004
ISBN: 84-376-1549-6
Printed in Spain
Impreso en Closas-Orcoyen, S.L.
Paracuellos de Jarama (Madrid)







INTRODUCCIÓN




















Nadja aparece como una obra compleja, densa en significados y claves —aun en contra de la vo­luntad expresada por su autor. En ella, al lado de la relación experimental que mantuvieron Breton y la protagonista aparente del relato, figuran las formulacio­nes esenciales del Surrealismo en el período al que pertenece, a veces simplemente apuntadas, en otras ocasio­nes más desarrolladas, así como el conjunto de rasgos de la escritura bretoniana. No permite una lectura cómo­da o relajada, sino que exige, por el contrario, un soste­nido esfuerzo de atención así como una permanente puesta en relación de su texto con otros del Surrealismo. Por ello, ha resultado necesario aportar, además de una Introducción de carácter explicativo, un conjunto de no­tas inevitablemente amplio que sirvan al lector como apoyos en sus etapas de lectura.
La vida del poeta resulta, por otra parte, extremada­mente densa en razón de sus múltiples actividades y pe­ripecias personales, y el objeto de estas primeras pági­nas es, sobre todo, ofrecer un perfil del creador y tam­bién facilitar aquellos elementos que permitan situar con mayor precisión determinadas claves de un texto no siempre bien comprendido, de ningún modo aportar una biografía más a las numerosas ya existentes. En con­secuencia, ha parecido oportuno prestar más atención al período que se extiende hasta la publicación de la obra —es, finalmente, lo que interesa sobre todo a un lector de Nadja— y revisar con menos detenimiento el perío­do posterior, hasta su muerte. No se entienda por ello que sus actividades, sus producciones o su vida tienen un menor interés a partir de 1928: la fecha es puramente accidental. Y tampoco se entienda que es la obra más interesante del poeta —quizás sí lo sea, pero eso no hace al caso—, o su obra maestra, según la expresión tópica, y que las posteriores difícilmente alcanzarán su nivel: ¿qué haríamos entonces con Los vasos comunicantes, El amor loco, Fata Morgana o Constelaciones, por citar sólo algunas de ellas? Pero la existencia precedente a Nadja parece inevitablemente más significativa que la posterior para la comprensión de la obra y este es el único criterio para la redacción de estas páginas iniciales.
Breton hasta "Nadja" (1896-1928)
Breton había de nacer el mismo año que Artaud o que Tzara, el de la muerte de Verlaine, casi con total cer­teza el 18 de febrero de 1896, a las 22'30 horas, en Tinchebray, región del Orne, de padre empleado de comer­cio —pero gendarme en el momento del nacimiento, como más adelante será contable y subdirector de una cristalería— y madre costurera; con antecedentes fami­liares rurales, de la Lorena y de Bretaña, donde vivió durante sus primeros cuatro años, en Saint-Brieuc, con su abuelo materno, antes de instalarse con su familia en Pantin pero regresando, en verano, a Bretaña. La fecha de su nacimiento sigue siendo controvertida: su partida de nacimiento —por consiguiente sus cartillas escolar y militar— la fija al día siguiente, 19, a las 22 horas, lo cual apenas tendría importancia si no fuera por la que el creador le concede a su carta astral —véase su repro­ducción en la obra de S. Alexandrian mencionada en la Bibliografía— elaborada a partir del día 18, por sus indi­caciones contradictorias y por el hecho de que en el Manifiesto de 1924 indicará: "… ¿no soy yo el pez soluble?, ¡he nacido bajo el signo de Piscis y el hombre es soluble en su pensamiento!"[1]. Pues bien, como la crítica ha señalado insistentemente, en 1896 el paso de Acuario a Piscis se produce en la madrugada del 19 (cerca de las 3 de la mañana, hora de París). Legrand, Bédouin, Audoin y otros se han interesado igualmente por este aspecto en razón del interés que el propio Breton le prestaba.
El creador será extraordinariamente discreto con res­pecto a su infancia, a pesar de algunos apuntes que apa­recen casi a su pesar: la prostituta de ojos violetas, la atracción hacia la flora bretona —su abuelo se interesa­ba por las plantas y por los insectos— o, simplemente, el comentario con el que comienza el primer Manifies­to: "El hombre, ese definitivo soñador… (…) si conserva alguna lucidez no puede sino volverse hacia su infancia que, por destrozada que haya sido por sus educadores, no por ello le parece menos plena de encantos. La ausencia de cualquier rigor conocido le permite la pers­pectiva de varias vidas simultáneas…"[2]. Y si insistía ante Parinaud en que su vida infantil tan sólo el psicoanálisis podría desvelarla, y en que únicamente quería considerarla "al salir de la adolescencia, es decir en el momento en que me conozco ya cierto número de gustos y de re­sistencias que sólo son mías, es decir, a partir de 1913"[3], cabe representarse, en razón de esos retazos no queridos que traslucen la formación de su sensibilidad, un niño imaginativo, sensible, curioso, concentrado en su interior y poco inclinado a adoptar modelos convencio­nales de comportamiento. Asiste a un colegio católico hasta los seis años —su madre, autoritaria, es muy reli­giosa; su padre, en cambio, ateo— en que cambia a la enseñanza pública: será, en conjunto, un alumno aplicado.
Sin embargo, algunos elementos anteriores a dicha fecha parecen significativos. En 1911 conoce a su com­pañero de colegio, de guerra, de Nantes y de Dadá, Théodore Fraenkel, con quien mantendrá una estrecha amistad hasta 1932 a pesar de que éste, médico, no qui­siera participar en la aventura surrealista. Ambos co­mienzan a ejercitarse en poesía y un año después Breton publicará dos de sus poemas con el seudónimo opa­co y transparente a un tiempo de René Dobrant en la revista colegial. Y también será compañero de clase el fundador de la librería-editorial "Au Sans Pareil", que se convertirá en 1920 en uno de los focos de Dadá en Pa­rís, René Hilsum. Finalmente, en la primavera de 1913, atraído por el anarquismo, participará en las primeras manifestaciones políticas.
En dicha época, con diecisiete años, ha leído a Mallarmé, Huysmans y Baudelaire y le ha fascinado la pin­tura de Moreau: "El descubrimiento del museo G. Moreau, cuando tenía dieciséis años, condicionó para siem­pre mi modo de amar. En él tuve la revelación de la belleza y el amor, a través de algunos rostros, de algunas poses femeninas. El 'tipo' de esas mujeres me ha impedido probablemente ver cualquier otro: fue un completo embrujo", indicará en El Surrealismo y la pin­tura (1965). Publica sus primeros poemas en La Phalange, la revista de Jean Royère de inspiración simbolis­ta, y se apasiona por La velada con el Sr. Teste (1896) de Valéry, a quien visita por primera vez en marzo de 1914, cuando ya ha comenzado los estudios preparatorios para la Facultad de Medicina —los aprobará en julio, pocos días antes del asesinato de Jaurès y de la declara­ción de guerra—, y con quien mantendrá una relación duradera.
La Gran Guerra interrumpe sus estudios de medicina en febrero de 1915. Enfermero militar primero en Nantes, médico auxiliar más tarde, ascendido a cabo, conti­núa sus lecturas y conoce una "aventura sentimental terrible"            —según escribe a Fraenkel— con su prima Manon Le Gouguès durante el otoño. En diciembre, envía a Apollinaire uno de sus poemas, "Diciembre" —que aparecerá en Monte de Piedad, 1919. A finales de febrero de 1916 conoce a Jacques Vaché cuya influencia sobre él será considerable hasta su muerte y, en mayo, visita en París, durante un permiso, a Apollinaire. Más adelante frecuentará la tertulia del café Flore en la que este poeta —reconocido por la joven generación como el más sólido apoyo experimental y vanguardista— no desdeña su papel de mentor, y en este período de gran inquietud intelectual en el que Breton es atraído simul­táneamente por la psiquiatría, Vaché o el autor de Caligramas, en ese mismo año en que conoce a Aragon y a Soupault, el poeta no le ocultará su admiración: "… para mí había, en aquel momento un hombre cuyo genio poético eclipsaba todos los demás y era el centro de todas las miradas: era G. Apollinaire", dirá en la segunda de sus entrevistas con A. Parinaud[4] antes de extenderse en 1954 acerca de sus relaciones en "Sombra no ser­piente sino de árbol, florido"[5]. Monte de Piedad hará reaparecer, en "Una casa poco sólida", al poeta que, como escribe Breton en 1918, intenta "reinventar la poe­sía". El capítulo de Los pasos perdidos[6] es elocuente acerca de la admiración que siente por quien había de interesarse por las "profundidades del espíritu" en  Caligramas (1918) y había inventado el término "surrealis­mo" para calificar sus Mamelles de Tirésias (1917): "cuando el hombre quiso imitar el andar inventó la

rue­da que no se parece a una pierna: sin saberlo, hizo así surrealismo"[7]. Este capítulo, prepublicado en la revista L'Éventail le había de ser solicitado por el propio Apollinaire. La respuesta de Breton es elocuente (carta del 28.III.1918): "Pasado el primer momento de conmo­ción, quiero decirle que acepto su encargo con entusias­mo. Nada podía causarme mayor emoción que semejan­te muestra de distinción viniendo de usted." Por todo ello no es descabellado que en el Manifiesto de 1924 aparezca la fórmula bien conocida: "Como homenaje a G. Apollinaire, que acababa de morir… (… ) Soupault y yo designamos con el nombre de surrealismo el nuevo medio de expresión pura…"[8]. Dicha admiración, por otra parte, es compartida por el conjunto de integrantes del grupo surrealista. Y ello, a pesar también de las dife­rencias que podían oponerles —la actitud ante la guerra o las pretensiones estéticas y literarias de Apollinaire, por ejemplo— e incluso de la desconfianza que este último despertaba en Vaché.
Pero seguimos en 1916, en Nantes, donde conocerá a Anne Padiou —véanse las notas 29 y 42 del relato— antes de ser destinado, a petición suya, al Centro Neuropsiquiátrico de Saint-Dizier entre julio y noviembre, donde se apasiona por la psiquiatría y conoce las pro­puestas de Freud a través de La Psychoanalyse de Régis y Hesnard y del Précis de Psychiatrie de Régis. En esta época incluso piensa en abandonar la poesía y consa­grarse a la psiquiatría: él mismo incita a Fraenkel a se­guir esa vía. Tras un breve paso por el frente, a comien­zos de 1917 se encuentra en París siguiendo un curso de médico auxiliar para enfermeros militares y destinado como externo en el Centro Neurológico de la Pitié, en el servicio del Profesor Babinski, que reaparecerá en la obra. Su estancia en París le permite frecuentar de nue­vo los medios literarios. Apollinaire le presenta a Reverdy a comienzos de año y, unos meses después, a Soupault. Reverdy funda en marzo Nord-Sud, revista de la que será uno de los principales colaboradores. Sigue viendo a Vaché de visita en París —en el estreno de Les Mamelles de Tirésias, por ejemplo, que este último no aprecia especialmente, en junio, también en octubre— y, tras un proceso de apendicitis complicada, es destina­do como interno en septiembre, a su pesar, al Hospital de Val-de-Grâce, donde conoce a Aragon y comienzan una estrechísima amistad. Las veladas poéticas del Vieux-Colombier —él mismo confeccionará el programa de la del 26 de noviembre en la que Apollinaire pronun­cia la correspondiente al "Espíritu nuevo y los Poe­tas"—, su copiosa correspondencia con Fraenkel, sus publicaciones y, en general, sus amistades y actividades literarias le mantienen inmerso en la poesía a pesar del cierre del Vieux-Colombier a causa de los bombardeos —por lo que la conferencia sobre Jarry que  iba  a pro­nunciar  en él debe ser anulada—[9] y, en marzo de 1918 Aragon y él descubren la obra de Lautréamont. Aragon recordará la experiencia de su lectura[10] en voz alta en las noches de guardia en un hospital de alienados agita­dos por las sirenas de los bombardeos.
 Hacia la misma época su escritura poética va liberán­dose abruptamente de las formas convencionales estró­ficas y de versificación, y adopta tonos vanguardistas marcadamente apolinarianos —incluso imagina una edi­ción de poemas de éste con prólogo suyo y un grabado de Chirico. Sus proyectos se multiplican, sus contactos epistolares y personales también. Su primera recopila­ción, Monte de Piedad, se perfila, así como la posible edición de una revista en común con Aragon y Soupault, mientras es trasladado al frente como enfermero a un regimiento de artillería pesada y, posteriormente, de nuevo al Val-de-Grâce, en París. Se aloja en el Hotel Grandes Hombres, que mencionará en el relato. La muerte por sobredosis de opio de Vaché a comienzos de 1919 le produce una fuerte impresión: la última car­ta-collage de Breton a su amigo nunca llegó a su des­tino[11]. Pero también acaba de leer el Tercer Manifiesto Dadá e, inmediatamente, escribe a Tzara, entonces en Zurich. Hacen aparecer el primer número de la revista antes mencionada, Littérature, en marzo, y en junio Monte de Piedad, en la misma editorial que publicará Cartas de guerra, de Vaché, en agosto, con un Prefacio de Breton. Conoce a Éluard y, a finales de año, a Picabia. Con su título de "médico auxiliar", es destinado en septiembre, hasta ser licenciado pocos días después, al Centro de aviación de Orly pero, tras unas semanas en Lorient —donde se ha trasladado su familia— regresa definitivamente a París. Durante el segundo semestre del año, habrá mantenido una relación poco estable con Georgina Dubreuil que conocerá un final violento en 1920, tras la destrucción por la muchacha de docu­mentos, cartas y dibujos  —Modigliani, M. Laurencin, Derain...— de Breton como consecuencia de una crisis de celos.
En el capítulo "Entrada de mediums" de Los pasos perdidos, Breton señala: "En 1919 mi atención se había concentrado en las frases más o menos parciales que, en total soledad, próximo al sueño, se vuelven perceptibles para el espíritu sin que sea posible descubrirles una pre­via determinación. Esas frases, de imágenes muy nota­bles y con una sintaxis perfectamente correcta, me ha­bían parecido elementos poéticos de primera categoría. Al principio, me limité a retenerlas. Más tarde Soupault y yo pensamos en reproducir en nosotros, voluntariamen­te, el estado en el que se formaban… (…) Los Campos magnéticos no son sino la primera aplicación de este descubrimiento…"[12]. Tras el período nihilista y provoca­dor de Dadá, sin perder su carácter subversivo, la escri­tura se orientará en una dirección nítida: la recuperación de fragmentos del subconsciente. No se trata todavía de ello y todavía está por llegar el mejor momento Dadá parisino. Pero el primer paso hacia el surrealismo había sido franqueado. En el número 7 de Littérature (sep­tiembre) aparece un primer texto automático, "Fábrica", firmado únicamente por él. En los números siguientes aparecen otros firmados conjuntamente con Soupault. Todos ellos figuran en Los campos magnéticos (1920). El propio Soupault recordará tiempo después esta época: "Debo señalar que André soñaba todas las noches, in­tensamente, y que tenía ese don tan raro de recordar sus sueños. Todos sus poemas están inspirados y dominados, de alguna manera, por recuerdos oníricos. Algunas obras de Freud, que en 1918 estaban reservadas para especialistas, nos habían fascinado… (…) Propuse a André que prosiguiéramos nuestros experimentos. Él era más lúcido que yo. Estas experiencias nos condujeron a considerar la poesía como una liberación, como la única posibilidad de concederle al espíritu una libertad que nos era desconocida o que no habíamos querido cono­cer más que en nuestros sueños y de desprendernos de cualquier aparato lógico", así como el resultado de sus experiencias: "Cuando releímos lo que habíamos escri­to, nos quedamos sorprendidos, incluso más, estupefac­tos"[13].
Sería abusivo pretender esbozar en tan breve espa­cio el trayecto de composición de una doctrina tan ambiciosa y heterogénea como la surrealista, sus etapas, sus antecedentes, sus querellas, los abandonos, las ex­pulsiones y las incorporaciones, las técnicas con sus descubrimientos y, a menudo, sus problemas en cuanto al compromiso político o a las tentaciones estéticas en un movimiento que impregna la identidad cultural y que se encuentra en la base de las propuestas creativas más interesantes de todo el siglo. La Bibliografía da una idea aproximada de la riqueza de planteamientos y de lo­gros. Pero sí cabe señalar que desde dicha fecha —y particularmente a partir de la ruptura con el Dadá a co­mienzos de 1921— la actividad creativa del poeta se va a concentrar en dicha dirección.
Pero a mediados de enero de 1920 llega Tzara a Pa­rís, donde el grupo de poetas le espera entusiasmado y celebra una primera manifestación Dadaísta el 23 de enero que dará lugar a un período de agitación y provo­cación continuado. Breton, que ha abandonado sus pro­yectos médicos para disgusto de su familia, debe encon­trar medios de subsistencia: Gallimard le proporciona un puesto administrativo en la N. R. F. y también el traba­jo de leerle a Proust, en voz alta, sus pruebas de impren­ta. Los campos magnéticos aparece a primeros de junio y, a finales del mismo mes, conoce a la amiga de la novia de Fraenkel, Simone Kahn, con quien establece una duradera relación y, a pesar de la oposición de las respectivas familias, comienzan a pensar en su boda. Pero Breton comienza a dudar del alcance de Dadá, abandona su trabajo en la N. R. F. y no consigue orientar su vida material, resuelta de manera muy azarosa. A fi­nales de año, no obstante, comienza su feliz relación laboral con el modisto y coleccionista bibliófilo Jacques Doucet.
Hasta mediados del año siguiente las actividades de Breton continúan siendo contradictorias Si participa en el escándalo del "proceso a Barres", cuya acusación redacta y pronuncia, el 13 de mayo[14], su alejamiento de Dadá crece cada día. A mediados de año, Doucet le ofrece un trabajo, bien remunerado, como consejero artístico y bibliotecario, lo cual permite la boda de Breton con  Simone, el 15 de septiembre, actuando Valery —que no ha dejado de apoyarle en todo este tiempo— como padrino. El 10 de octubre visitara a Freud en Viena. Y el primero de enero de 1922 se instalan en el domicilio que Breton no abandonará hasta 1949, cuan­do se mude al piso inferior. La ruptura con Dadá se ma­nifiesta en las incorporaciones que aparecen en la nue­va etapa de Littérature, patrocinada ahora por Doucet y distribuida por Gallimard: Desnos, Crevel, Morise, Vitrac, Baron —que tiene diecisiete años a la sazón y se instala  episódicamente en su casa—, entre otros. Es un período intenso en cuanto al trabajo colectivo y el 25 de septiembre tiene lugar la primera experiencia de sueño hipnótico, experiencia que se repetirá a menudo y les causa una autentica conmoción emocional.  En noviembre, Picabia expone en las Galerías Dalmau de Barcelo­na y Breton, que ha redactado el Prefacio del Catálogo, le acompaña pronunciando una conferencia en el Ate­neo el 17 del mismo mes: "Caracteres de la evolución moderna y de lo que la conforma"[15].


Manifestación de Saint-Julien-le-Pauvre. De izquierda
a derecha: un periodista, Asté d'Esparbes, Breton, Rigaut,
Éluard, Ribemont-Dessaignes, Péret, Fraenkel, Aragon,
Tzara y Soupault.
Los problemas se acumulan a comienzos de 1923. Como consecuencia del fermento de agitación, los malentendidos se hacen frecuentes en el seno del grupo; en febrero Breton decide detener las experiencias de los sueños hipnóticos, asustado por sus consecuen­cias, en contra de la opinión de Desnos; por otra parte, las discusiones en torno a la legitimidad o no del trabajo literario y periodístico estallan a partir del trabajo de Aragon en Paris-Journal, que Breton juzga indigno, y obligarán a éste a abandonarlo y a distanciarse de París y del grupo por un tiempo. Pero son sobre todo el escándalo de la representación de El corazón a gas, de Tzara, el 6 de julio[16], con intervención de la policía, el bastonazo de Breton que le rompe un brazo a Pierre de Massot y el proceso interpuesto por Tzara contra Éluard los que provocan el estallido de las tensiones en el inte­rior del grupo. Durante todo el año Breton ha trabajado en Claro de tierra (1923), que aparece en noviembre, y sigue trabajando para Doucet, aconsejándole en todo tipo de compras El mismo adquirirá dos obras de Chirico y, en febrero de 1924, aparecerá Los pasos perdidos.
Las actividades de Breton se multiplican y adoptan tonos cada vez más experimentales —en ellos se inscri­be el frustrante viaje de mayo en compañía de Aragon, Monse y Vitrac, regreso a la escritura automática—, po­lémicos —los panfletos "Un cadáver" y "Negativa de in­humación" referidos a la muerte de Anatole France—[17], políticos —revisión del proceso de Malraux— y, sobre todo, creativos. A finales de julio se encuentra práctica­mente redactado el texto del Manifiesto del Surrealis­mo, que aparecerá en octubre, conjuntamente con Pez soluble y, durante el verano, las discusiones en torno al contenido del movimiento se multiplican. Littérature publica su último número, pero en diciembre nace La Révolution Surréaliste (L.R.S.), en cuyo primer número figuran Naville y Péret como directores. Breton conoce a Artaud y a Masson y en octubre se funda el "Buró de Investigaciones Surrealistas" ("B.R.S.") en el número 15 de la calle Grenelle, cuya dirección propondrá a Artaud el año siguiente pero que desaparecerá a finales de abril de 1925. Sus trabajos para Doucet se hacen más escasos: a pesar de todo se alegra de la compra de Les Demoiselles d’Avignon de Picasso por el coleccionista, compra en la que le venía insistiendo desde hacía vanos años.
En 1925 se opera una evolución trascendente en el grupo, particularmente a partir de la firma por diecisiete miembros del llamamiento de Barbusse contra la guerra de Marruecos, aparecido en L’Humanité el mismo día del banquete-homenaje a Saint-Pol-Roux (2.VII.1925), que termina en una auténtica batalla   —Asté d'Esparbes habría intentado arrojar a Breton por una ventana— tras una intervención de Rachilde que Breton juzga intole­rablemente nacionalista e insultante hacia Max Ernst —"una francesa no puede casarse con un alemán"—, banquete en el que el grupo había depositado ante cada comensal un panfleto contra Claudel que había manifes­tado[18] que el único sentido del surrealismo era la pede­rastia. Nuevo manifiesto suscrito en L'Humanité contra la represión en Polonia, otro contra el gobierno de Ru­mania a causa de la represión de campesinos besarabios, telegrama al Presidente de Hungría en favor de Rakosi, la declaración de noviembre en L'Humanité en la que afirman que no existe una versión surrealista de la revolución sino que ésta debe ser ante todo económi­ca y social, el texto sobre el Lenin de Trotsky[19], las reu­niones de colaboración con el grupo marxista "Clarté": otros tantos indicios de la evolución política de un grupo que se ve atacado por la prensa burguesa y por bue­na parte de los escritores y críticos respetuosos con la tradición literaria. Breton conoce a los belgas Goemans y Nougé, responsables de "Correspondance", pero so­bre todo a Lise Hirtz, por la que se sentirá apasionada­mente atraído[20]. En noviembre tiene lugar la Primera Exposición de Pintura Surrealista, con una "Presenta­ción" de Desnos y Breton, en la Galería Pierre, que pre­cederá en algunos meses a la inauguración (26.III.1926) de la Galería Surrealista, de la que Breton se responsabi­liza, en la calle Jacques Callot, con la exposición "Man Ray y Objetos de las Islas".
Hacia el otoño de este año, mientras Breton sigue obsesionado por Lise, se multiplican las reuniones del grupo discutiendo acerca del sentido de sus actividades políticas y de una vinculación con el P.C. que no deja de ser crítica. Recuérdese la vehemencia de algunos frag­mentos de Legítima defensa (1926): "Pensándolo bien, no sé por qué me abstendré de decir por más tiempo que L'Humanité, pueril, declamatorio, inútilmente cretinizante, es un periódico ilegible, totalmente indigno del rol de educación proletaria que pretende asumir…", a pesar de entender que el programa comunista es la úni­ca opción que les resulta válida: "Tal y como es, es el único que nos parece válido y que se inspira de las cir­cunstancias (…) y que presenta tanto en su desarrollo teórico como en su ejecución todos los caracteres de la fatalidad. Más allá de él, no encontramos más que empi­rismo y sueños..." La adhesión, que tendrá lugar en ene­ro del año siguiente, se produce con un aumento consi­derable de la tensión interna del grupo: Artaud escoge irse, Soupault es expulsado, las relaciones de Breton y Desnos empeoran. Pero en octubre ha conocido a Léona-Nadja y se producen los encuentros referidos en la segunda parte del relato (véase el apartado "Nadja" al respecto). El comienzo de la militancia en el P.C. se le hace intolerable: a partir de abril deja de asistir a las reu­niones de su célula de trabajadores del gas. Hacia me­diados de febrero de 1927 ha visto por última vez a Léo­na y el 21 de marzo se produce la crisis por la que que­da internada. En agosto el poeta se instala cerca de Pourville —para encontrarse cerca de Lise— y redacta en la segunda quincena las dos primeras partes de Nad­ja a partir, muy probablemente, de apuntes tomados con anterioridad. La primera parte de la obra, en cuyas ilustraciones trabaja durante septiembre, aparecerá prepublicada en el número 13 de Commerce, en el otoño. Pero en noviembre conoce a Suzanne Muzard[21], en­tablan una apasionada relación y ambos viajan por el sur antes de regresar a París hacia mediados de diciem­bre, cuando Breton compone la última parte de Nadja, que aparecerá, editada por Gallimard, el 25.V.1928, en un año en el que publicará también El Surrealismo y la Pintura pero que resulta extremadamente crítico en su conjunto —decepciones en el seno del grupo, que Breton entiende carente de estímulos, así como discusiones graves con Soupault (Breton le abofeteará en público), con Noli, con Baron, con Prévert, con Artaud, con Desnos…, con respecto a la Galería también, que terminará cerrando; con la revista, cuyo número 12, por falta de fondos, no puede ser editado… Continúa su tormentosa relación con Suzanne y, en octubre, Simone acepta su petición de divorcio (que se producirá legalmente un año después). Suzanne se casa en diciembre con Berl pero se instala en casa de Breton hasta el 23 de mayo de 1929. Las críticas acerca de la obra, a pesar de las quejas del poeta, no se han hecho esperar: muy nume­rosas, procedentes tanto de medios próximos al movimiento como de los más opuestos, de críticos amigos como de otros cuya enemistad es manifiesta[22], con al­gunas excepciones[23], la aceptación de la obra es gene­ral y se la sitúa en parangón con las obras maestras. En cualquier caso, Nadja no pasa desapercibida y su autor es, a comienzos de 1929, un creador reconocido y aceptado —lo cual no deja de resultarle inquietante— en "los medios literarios" y entre los propios creadores, como confesará mucho después Cl. Elsen: "Nadja nos había 'encantado', en el sentido fuerte del término; quiero decir que nos había enseñado a considerar el mundo llamado 'real' con otra mirada - Nadja, con sus frases que se convertían en fórmulas mágicas, llaves que abrían puertas de una realidad distinta (que otros digan lo que tenía el estilo de Breton no sólo de admirable, sino también de embrujador a la manera de ciertos encantamientos)…"[24]. No puede afirmarse en cambio que Léona haya leído la obra —al menos cabe suponer que sí conocía algunos fragmentos, como se señala más adelante.


Retrato de Breton por Víctor Brauner (1934)
Breton tras "Nadja" (1929-1966)
Se abre un período en el que Breton se encuentra en una prolongada crisis afectiva —precisamente cuan­do aparecen en L.R.S. las contestaciones a la encuesta "¿Qué tipo de esperanza deposita Vd. en el amor?"— mientras que en el ámbito del pensamiento sus ideas se hacen cada vez más firmes, a costa, en algún caso, de rupturas y polémicas. Si en el ámbito político su militancia en el P.C. se salda con un fracaso, su convic­ción revolucionaria no ha de abandonarle en lo sucesi­vo. En 1930, L.R.S. pasa a denominarse Le Surréalisme au Service de la Révolution (L.S.A.S.D.L.R.), de manera harto significativa, cediendo Breton —que no era parti­dario de tal denominación— sobre todo ante la volun­tad de Aragon. Pero Breton no admite que esa voluntad revolucionaria —que se manifestará con ocasión de las revueltas fascistas de febrero de 1934 en Francia o con el estallido de la guerra civil española— subordine la actividad surrealista referida a la exploración del incons­ciente y sus manifestaciones. De hecho, si la relación con los autores que aceptan de manera disciplinada las orientaciones del P.C.U.S. es conflictiva —particular­mente con Sadoul y Aragon a su regreso del Congreso de Escritores revolucionarios de Jarkov en 1930— el conflicto en torno a la defensa de este último por la publicación del poema "Frente rojo" en 1931, en cuyo favor Breton redacta Miseria de la poesía[25] y expone en síntesis, la inocencia penal de cualquier texto poético por oposición al propio Aragon que defiende el com­promiso político de cualquier actividad, incluida la poética provoca una ruptura dolorosa entre ambos amigos fundamentalmente, pero también en el seno del grupo. En 1932 el grupo redactará un panfleto contra Aragon, "Bufón", que Breton se negará a suscribir. A partir de entonces se alinea con la oposición trotskysta dentro de la Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios que preside Paul Vaillant-Couturier y, poco antes de la celebración del Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura de 1935, abofetea a Ilya Ehrenburg, lo que ocasiona que se le retire la palabra en el Congreso y que sólo se admitiera que su discurso fuera leído por Éluard a costa de ímprobos esfuerzos por parte de Crevel, lo que no es ajeno al suicidio de este poco antes de su apertura.
Los textos "Cuando los Surrealistas tenían razón" y "Contra-ataque"[26] consagran su ruptura definitiva con el P.C. y contienen una feroz crítica al estalinismo que los primeros procesos de Moscú, en 1936, y los siguien­tes un año después, no harán sino atizar. En 1938, envia­do a México por el Ministerio de Asuntos Exteriores en una misión cultural mantiene abundantes encuentros con Trotsky, fruto de los cuales será la redacción en común de Por un arte revolucionario independiente, texto abiertamente opuesto a la línea del estalinismo cultural. En el ámbito especifico del surrealismo cultural —por adoptar una denominación sintética aunque abusiva— el Segundo Manifiesto del Surrealismo había aparecido en diciembre de 1929, en el ultimo numero de L.R.S., el numero 12, y comienza con el debate acer­ca del papel de la psiquiatría al que mas adelante haré alusión. Pero el panfleto "Un cadáver" —que retoma el titulo del dirigido contra A. France en 1925— redactado contra él por algunos miembros del grupo —Desnos, Ribemont-Dessaignes, Vitrac, Limbour, Barón— ilustra una crisis profunda y grave a pesar de las nuevas incorporaciones —Buñuel, Dalí, Tzara, Tanguy, Ponge, Crével, Char, Nougé o Goemans, entre otros— que no ocultan cuantos se han quedado por el camino[27]. Recuérdese que en 1930 Desnos redactará un Tercer Manifiesto del Surrealismo, que contradice el de diciembre de 1929. En lo sucesivo, el elemento político será determinante en cuanto a la evolución
 
Breton, Dalí, Crevel y Éluard hacia 1934
del movimiento, pero Breton mantiene su voluntad de profundizar en la exploración del inconsciente al margen de cualquier compromiso con unos o con otros. El asalto al bar "Maldoror" y la acti­vidad tras el atentado a la proyección de La Edad de Oro, ambos episodios de 1930, así lo confirman. La unión libre (1931) y Los vasos comunicantes, un año después, ilustran su voluntad de rigor en la escritura. Minotaure —revista artística dirigida por Skira, independiente del surrealismo pero progresivamente imbuida del mismo— se convertirá en su nuevo órgano de expresión. En 1930, había aparecido La inmaculada concepción[28], texto ela­borado conjuntamente por Breton y Éluard.

Los viajes de 1935 a Bruselas, a Praga y a Tenerife —todo el mes de mayo, este último— con ocasión de la Exposición Internacional del Surrealismo en el Ateneo de Santa Cruz, organizada por Eduardo Westerdhal y La Gaceta del Arte, que tendrá lugar del 4 al 24 de mayo, con 76 obras, ilustran un período europeo de expansión del movimiento. El Catálogo de esta última contiene un "Prefacio" de Breton, quien pronunciará dos conferen­cias, una, el 16, en el mismo Ateneo, "Arte y política", y otra, el 23, en el "Círculo de Amistad 14 de abril" del Puerto de la Cruz, con Agustín Espinosa y Pedro García Cabrera[29].
Breton dirigirá la Galería Gradiva —homenaje simul­táneo a Jensen y a Freud[30]— durante 1937, año en que se editará El amor loco y un año después el Diccionario abreviado del Surrealismo, compuesto conjuntamente con Éluard, y tendrá lugar el mencionado viaje a México —de abril a agosto— tan importante   en su definición político-cultural. Su Antología del humor negro tiene problemas de edición y, tras ser rechazada por la censu­ra de Vichy en 1939, no será publicada hasta un año después. Con graves problemas económicos, el estallido de la IIª Guerra Mundial le moviliza el 2 de septiembre, un día antes de la declaración de guerra, y le destina a un servicio de enfermeros militares en las proximidades de París primero, y posteriormente, tras haber intentado en vano ser destinado a algún hospital psiquiátrico, a la Escuela de aviación de Poitiers como médico auxiliar y, el día anterior al armisticio del 22.VI.1940, a otra en la Gironde. Con excepción de un permiso de 3 días a co­mienzos de mayo, no ha visto durante todo este tiempo a su mujer, Jacqueline, ni a su hija Aube, acerca de las que más adelante será cuestión. Sus graves dificultades económicas, que ya en alguna ocasión le han obligado a vender algún cuadro, intentan ser solucionadas por Picasso quien le cede, por un precio simbólico, un cuadro para que el poeta, a su vez, lo venda con un considerable beneficio. La carta de Breton al pintor (26.III.1940) da cuenta de su agradecimiento: "… gra­cias, gracias otra vez por haberme ayudado de una manera tan sencilla y de un modo que no es posible hacer más seductor…". En julio se ve convertido en médico-jefe y el 1º de agosto es licenciado. Se instala entonces en el sur, con su familia, pero piensa inmedia­tamente en trasladarse a Estados Unidos: sus amigos harán diversas gestiones y, entre tanto, reside en la villa Bel-Air de Marsella, huésped del Comité de Socorro Americano a los Intelectuales, donde encuentra algunos amigos: Péret, Masson, Braunes, Domínguez, Char, Ernst…
El asesinato de Trotsky y la detención de Breton entre el 3 y el 7 de diciembre en calidad de "peligroso anarquista" con ocasión de la visita de Pétain, junto con las incertidumbres políticas y económicas ensombrecen una época en la que compone Fata Morgana (1941) —que, sin autorización de la censura, aparecerá en 5 ejemplares con ilustraciones de W. Lam. Finalmente pueden embarcar —en compañía de Levi-Strauss[31], Lam y Victor Serge—: los billetes del viaje serán costeados por Peggy Guggenheim.
El período americano se prolongará hasta 1946. Pri­mero en Martinica, en una situación intolerable, —véase su Martinica encantadora de serpientes (1948), en cola­boración con Masson— donde conocerá a A. Césaire, consigue trasladarse a Estados Unidos en donde, en compañía de Duchamp, Masson, Tanguy, Matta y Ernst, se muestra activo en la Exposición Surrealista de Nueva York de 1942 o en la fundación de la revista VVV. Durante el mismo año trabaja en Prolegómenos para un tercer manifiesto del surrealismo o no, que aparecerá en 1946. Se trata de un período difícil en el que va a conocer a Elisa, a interesarse por las reservas indias y a componer Arcano 17 (1945) y la Oda a Charles Fourier (1947). Tras una breve estancia en 1945 en Haití —su conferencia tiene un efecto de agitación sobre los estu­diantes, que viene a coincidir con una huelga general y la caída del Gobierno—, en 1946 regresa a París, algo inquieto acerca de las condiciones en que va a encon­trar su medio natural tras su prolongada ausencia. A par­tir de dicha fecha, sus posiciones en contra de la crea­ción del "mito del resistente comunista" tras la Libe­ración, su violenta intervención en 1947 con ocasión de la conferencia de Tzara en la Sorbona, "El Surrealismo y la post-guerra", en la que expresaba su opinión acerca de que el auténtico surrealismo se habría manifestado en la Resistencia y en la adhesión sin reservas al comu­nismo, el texto "Libertad es una palabra vietnamita", opuesto a la guerra de Indochina en el mismo año así como el texto "Hungría, sol naciente", opuesto a la intervención soviética de 1956, la "Declaración sobre el derecho a la insumisión en la Guerra de Argelia" de sep­tiembre de 1960, sus colaboraciones en publicaciones anarquistas —Le Libertaire, Le Monde libertaire— y su ruptura con Camus constituyen otros tantos hitos de un compromiso con Trotsky —su asesinato en 1940 es sen­tido por el poeta como una auténtica tragedia— y con la teoría de la "revolución permanente" que había de provocarle innumerables problemas y rupturas, pero a la que sería fiel hasta el fin de sus días.
Los intentos de reanudar sus actividades son difíciles y se multiplican: Exposición Internacional del Surrealis­mo en 1947, participación en las revistas Néon —con Matta, Péret, Lam, Bédouin y otros—, Médium y Le Libertaire, la Galería "L'Étoile scellée", la compra del caserón de Saint-Cirq-Lapopie, en el Lot… En 1951 se producen sus rupturas con Camus y con Carrouges, quien hacía una interpretación espiritualista del poeta en la obra que le consagrará —véase la Bibliografía—, aparecida en 1950. J. Gracq publicará su A. Breton en 1948[32]. En 1952 tienen lugar sus ya mencionadas Entrevistas radiofónicas con André Parinaud, de gran interés y, en 1953, aparece Campo libre. En 1956 participa en la creación de "Le Surréalisme, même", y poco después, colabora con Legrand en L'Art magique. La Exposición de 1959 se ve consagrada al erotismo y a partir de 1958 el poeta trabaja en Constelaciones (1959), componiendo los textos paralelos a los 22 gouaches de Miró.
Puede apreciarse, no obstante, a pesar de sus publi­caciones que no cesan, de su participación en proyectos comunes —la revista La Brèche, entre 1961 y 1965, por ejemplo, o la Exposición de 1965—, de una curiosidad intelectual rigurosa que no le abandonará o de su adhe­sión episódica a actividades de agitación, cierto distanciamiento con respecto a una actividad pública que comienza a agotarle. Durante la primavera de 1966, de viaje por Bretaña, se encuentra enfermo. En julio, se disculpa ante F. Alquié por no participar en el Coloquio sobre el Surrealismo de Cerisy: se encuentra débil. En septiembre, en Saint-Cirq-Lapopie, su estado se agrava: la enfermedad bronquial no le permite respirar. Hospita­lizado el 27 de dicho mes en París, sufre una crisis car­díaca y muere en la mañana del día siguiente. Fue enterrado en el cementerio de Batignolles el 1º de octubre. Una frase extraída de su Introducción al discurso sobre lo poco real (1925): "Yo busco el oro del tiempo"[33], figu­ra en su epitafio. Nadie podría, sin duda, encontrarla desacertada a su respecto.
Por lo que respecta a su vida afectiva, tras la grave crisis de comienzos de los años 30, Breton había conoci­do a Marcelle Ferry ("Lila"), con quien vivía desde el verano de 1933. A finales de mayo del año siguiente, conoce a Jacqueline Lamba, quien a la sazón trabaja en el music-hall Coliséum, como bailarina-nadadora, y con la que se casará en agosto del mismo año                   —Giacometti y Éluard serán sus padrinos— tras haberse separado de Marcelle en junio, y que le inspira El aire del agua, apa­recido en 1934: "… He encontrado el secreto / De amar­te / Siempre por primera vez", concluye la obra[34]. Uno de sus primeros viajes será el que les conduce a Tenerife. Su encuentro presenta caracteres mágicos para el poeta sobre los que se extenderá particularmente en el emocionante 4º capítulo de El amor loco[35] habría ma­terializado punto por punto el poema "Girasol"[36], texto automático compuesto en 1923 y publicado en Claro de Tierra, lo que le confiere un valor premonitorio. De esta unión —que conocerá alternativas de amor y desa­mor, de separaciones y reencuentros— nacerá la única hija de Breton, Aube, el 20.XII.1935[37], la "Écusette de Noireuil" de El amor loco, cuyo último capítulo, la carta que el poeta dirige a su hija y que concluye "Yo deseo que sea usted locamente amada"[38], redacta en el otoño de 1936.
Separados durante el período de movilización mili­tar, los tres partirán a América juntos pero la falta de entendimiento de la pareja aumenta. A mediados de di­ciembre de 1943 conoce en Nueva York al último de sus "amores maravillosos", Élisa Claro: el relato del en­cuentro figura en Arcano 17: "En la gélida calle te veo moldeada en un escalofrío, con tan sólo los ojos al descubierto… (…) eras la propia imagen del secreto… (…) en tus ojos de final de tempestad se podía ver cómo se elevaba un pálido arco iris"[39]. Su divorcio de Jacqueline se produce en Reno, Nevada, en el verano de 1944, y allí también desposa a Elisa —con quien había viajado abundantemente en la primera mitad del año y con­tinuará haciéndolo el resto del año— el 31 de julio. En 1949, Aube se ínstala con él en París. Con Élisa cono­cerá el período más dilatado de serenidad afectiva en una existencia que, como habrá podido comprobarse, resulta extremadamente rica desde el punto de vista emocional.


[1] A. Breton, Manifeste du Surréalisme (1924), Oe. C., t. I, pág. 340. La carta astral, en la obra de S. Alexandrian, sitúa su ascendente en la casilla 26 de Libra, con Saturno y Urano en conjunción significante, Marte y Venus igualmente reunidos y Júpiter en el centro del firma­mento. Quizás pueda encontrarse una explicación en el siguiente comentario de Soupault, que insiste acerca de la importancia que Breton le concedía a su signo zodiacal: "Lo que me asombraba, era que se interesaba apasionadamente por la astrología. No se sentía contento con su horóscopo. 'Querido amigo, fíjese usted, ¡qué signo, Acuario!' (el suyo)." Ph. Soupault, "Souvenirs", en La N.R.F., 15, núm. 172, abril de 1967, pág. 671. J. Richer, que insiste en la misma revista acerca de la fecha del 18, subraya la elección del núm. 17 en Arcano 17 en razón de la cifra de nacimiento que Breton le atribuye a Nerval hacia el final de la obra (22.V.1808) y de la suya propia (18.II.1896), y que explica "el signo de Piscis" en razón de que la estrella principal de la figura del tarot no es el planeta Venus sino la estrella Fomalhaut del Piscis austral. El tema natal del poeta se situaría en el ángulo de con­junción con dicha estrella ("Dans la forêt des signes", págs. 826-832).
[2] Ibíd., pág. 311.
[3] Vid. las 16 entrevistas de Breton: Entretiens con A Parinaud, París, Gallimard, 1952, que constituyen una fuente documental muy importante.
[4] Ibíd, pág 33.
[5] Vid  Breton Perspective cavalière, obra que reúne artículos aparecidos entre 1952 y 1965 compilados por M. Bonnet, París, Gallimard, 1970.
[6] Vid Breton, Les pas perdus, Oe. C., t. I, págs. 203-215.
[7] Ambas citas corresponden respectivamente a   "Les collines", Calligrammes y al  "Prefacio" a Les mamelles de Tirésias en G. Apollinaire, CEuvres poétiques,  París, Gallimard, Bibl.  de la Pléiade, 1971, págs. 172 y 865-866.
[8] Op. cit.,  pág. 327.
[9] La encontraremos en Les pas perdus, págs. 216 226.
[10] Vid. L. Aragon, "Lautréamont et nous", I y II, en Les Lettres Françaises, respectivamente  1-7.VI.1967 y 8-14.VI.1967.
[11] Vid., al respecto, G. Sebbag, L'imprononçable jour de sa mort. J. Vaché, janvier 1919, París, J. M. Place, 1989, que contiene un facsímil de la misma así como su análisis.
[12] Op. cit., pág. 274.
[13] El poema "Usine" figura en "Ne bougeons plus", Les champs magnétiques, Oe. C., I, pág. 87. Los  recuerdos de Soupault, en Souvenirs, art. cit., págs. 664-665.
[14] Breton, "L’affaire Barrès", Alentours II, Oe. C.,  I, págs 413-433.
[15] Breton, "Caractères de l’évolution moderne et ce qui en participe", Les pas perdus, págs. 291-308.
[16] Vid. nota núm. 16 del relato
[17] Loti, Barrès, France… qué tres tíos tan siniestros: el idiota, el traidor y el policía… (…) Con France  desaparece un poco de servilismo humano… (…) Que una vez muerto este hombre no cree polvo."("Negativa de inhumación", en Point du tour, Oe. C.,  t. II, 1992, pági­na 281.)
[18] "Comoedia", 24.VI.1925.
[19] Breton, "L. Trotsky: Lénine", en Alentours III, Oe. C., I,  pági­nas 911-914.
[20] Vid. nota 46 del relato.
[21] Vid. nota 114 del relato.
[22] No mencionaré, por resultar especialmente significativa en ra­zón de su mutua y reconocida enemistad, sino la que Jean Cocteau había de publicar en Les Nouvelles Littéraires, 4.VIII.1928: "... Me gusta Nadja de André Breton. Placer mucho más puro que el que consiste en apreciar el libro de un amigo. Se parece —puesto que jamás sería posible una aproximación entre Breton y yo— al placer que procura un objeto robado... (...) Si esta confesión molesta a Breton, ¿qué importa? Una de las monstruosidades de la literatura es que nos hace correr el riesgo de ser aprobado por nuestros enemigos..."
[23] Por ser, precisamente, excepcional, cabe citar las casi veinte páginas que André Harlaire le consagra en La Vie Intellectuelle (marzo de 1929) con el título de "El Surrealismo o la falsa evasión: Nadja". El eje central del violento artículo reposa sobre el hecho de que el su­rrealismo niega la existencia de Dios, lo que el poeta no podía dejar de apreciar. Según el crítico, la obra es una "permanente decepción" y se trata de un "libro gris, uniforme, que avanza según un ritmo frío": es un "libro de pura desesperación".
[24] Cl.  Elsen, "L'irréductible", en La N.R.F., 15, núm. 172, abril de 1967, pág 721.
[25] Apareció en marzo de 1932 en las Ediciones surrealistas con el título de Misère de la poésie, y el subtítulo L’affaire Aragon devant l’opinion publique, Oe. C., II, págs. 3-45 con el poema en cuestión y las actitudes de R. Rolland y Gide entre otros anexos. Aragon había sido inculpado judicialmente por la publicación del poema "Front rouge" en la revista Littérature de la révolution mundial (agosto de 1931), secuestrada en noviembre del mismo año. Aragon se veía acusado de incitar a los militares a la sedición y de provocación al ase­sinato el 16.I.1932 y, tras la aparición de Miseria…, redacta una nota para L’Humanité del 10 de mayo titulada "Aclaración comunicada por la Asociación de Escritores revolucionarios" en la que se señala: "Nuestro camarada             L. Aragon nos hace saber que es absolutamente ajeno a la aparición de un folleto… (…) Quiere manifestar claramente que desaprueba totalmente el contenido de este folleto y el escándalo que puede crear en torno a su nombre, dado que todo comunista debe condenar como incompatibles con la lucha de clases y consiguientemente como contrarrevolucionarios los ataques contenidos en dicho folleto."
[26] Tanto "Cuando los surrealistas tenían razón" —suscrito además de por Breton, por Dalí, Domínguez, Éluard, Ernst, Hugnet, Jean, Dora Maar, Magritte, Nougé, Péret, Man Ray, Tanguy y otros— como "Contra-ataque" —suscrito por algunos de los anteriores y por otros como Bataille, Klossowski o Roger Blin, entre otros— y el "Discurso al Con­greso de Escritores" figuran recogidos en Posición política del Surrealismo (1935), Oe. C., II, junto con otros textos, págs. 460-471, 496-500 y 451-459 respectivamente.
[27] El primer Manifiesto aparece suscrito por Aragon, Barón, Boiffard, Breton, Carrive, Crevel, Delteil, Desnos, Éluard, Gerard, Limbour, Malkine, Morise, Naville, Noll, Péret, Picon, Soupault y Vitral. El Segundo Manifiesto por Alexandre, Aragon, Bousquet, Breton, Buñuel, Char, Crevel, Dalí, Éluard, Ernst, Fourrier, Goemans, Nougé, Péret, Ponge, Ristitch, Sadoul, Tanguy, Thirion, Tzara y Valentín.
[28] Vid. nota 111 del relato.
[29] Ambas conferencias son similares a las pronunciadas en Praga a finales de marzo y comienzos de abril del mismo año, y figuran reco­gidas con los títulos de "Position politique de l'art d'aujourd'hui" y "Situation surréaliste de l'objet" —esta última en forma de apéndice— en Position politique du surréalisme, Oe. C., II, págs. 416-440 y 472-496 respectivamente.
[30] La obra de S. Freud, Delirios y sueños en la Gradiva de Jensen, había aparecido en la versión francesa de Gallimard en 1906 y, en sín­tesis, en ella su autor se interesaba por las relaciones entre inconscien­te, sueño y ambigüedad del discurso.
[31] Véase la referencia en la pág. 12 de la obra de Cl. Levi-Strauss, Tristes Tropiques, París, Plon, 1955: "Entre nosotros había comen­zado una duradera amistad a través, primero, de un intercambio de cartas y, más tarde, de aquel interminable viaje en el que conversá­bamos acerca de las relaciones entre belleza estética y originalidad absoluta."
[32] Como señala L. Casado, J. Gracq debía descubrir el surrealismo precisamente con la lectura de Nadja, a la edad de 22 años. Vid. su trabajo: "J. Gracq, surréaliste non urbain", en Dadá-Surrealismo: pre­cursores, marginales y heterodoxos, Univ. de Cádiz, 1986, pág. 34.
[33] Recogido, tras su publicación en Commerce en 1925 y su edi­ción en Gallimard en 1927, en Point du jour (1934), Oe. C., II, pág. 265.
[34] Breton, L'air de l’eau, Oe. C., II, págs. 393-408.
[35] Breton, L’amour fou, Oe. C., II, cap 4º, págs. 710-735.
[36] Breton, "Tournesol", en Clair de terre, Oe. C., I, págs. 187-188.
[37] Vid. nota 121 del relato.
[38] Cap. VII de L’amour fou Oe. C., II, págs. 778-785.
[39] Breton, Arcane 17, París, J. J. Pauvert, col. 10/18, 1965.

lunes, 3 de agosto de 2020

André Breton Manifiestos del surrealismo. (Fragmento).


El año 1924 aparece en París el Primer manifiesto del surrealismo de
André Breton, y desde ese momento se abre un camino para la
poesía y el arte contemporáneo de consecuencias incalculables.
Breton aparece como el conductor indiscutible de un nuevo
movimiento que intenta trascender los límites del arte para invadir los
problemas mismos de la vida y de la sociedad. El surrealismo se
convierte así en una verdadera concepción del mundo.
La influencia de este movimiento ha sido y sigue siendo fundamental
en todos los esfuerzos renovadores en el campo de la cultura.
Los dos manifiestos y los prolegómenos a un tercero forman un ciclo
en el que está contenido lo esencial del pensamiento de Breton y por
lo tanto de la ideología surrealista.

André Breton
Manifiestos del surrealismo
ePub r1.0
Titivillus 19.09.18
Título original: Manifestes du surréalisme
André Breton, 1942
Traducción: Aldo Pellegrini
Ilustración de cubierta: Man Ray, «Objeto de destrucción», 1932
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2

PRÓLOGO[1]
Después de más de cuarenta años de la publicación del Primer manifiesto del
surrealismo aparece por primera vez en español la serie de manifiestos
surrealistas que constituyen la clave de un movimiento artístico e ideológico
de importancia excepcional. La presente traducción de los dos primeros
manifiestos fue realizada hace más de treinta años, y fracasó siempre en las
distintas tentativas de publicación. Relacionado este hecho con la casi
monstruosa cantidad de imbecilidades que se traducen y publican, revela la
calidad altamente subversiva de un texto que figura entre las expresiones
fundamentales de este siglo. Y también porque este texto, esencialmente
disconformista, da justamente en la llaga del conformismo y la domesticidad,
cualquiera que sea su color o su posición, tanto de derecha como de
izquierda.
La calidad subversiva de las ideas de Breton se concentra en una lucha
contra las convenciones, en la que parte de la idea madre de que el hombre
que comienza a vivir debe rever todos los esquemas heredados. Y en esta
lucha actúa con la clarividencia de un profeta, pero un profeta cuya grandeza
se hace mayor porque es esencialmente humano, con todas las debilidades del
hombre, con toda la pasión, hasta con los errores, que por otra parte siempre
está dispuesto a rectificar.
Las contradicciones forman la esencia misma del pensamiento de Breton,
constituyen su dialéctica del pensar, y ellas lo hacen particularmente vivo;
pero nada en estas contradicciones es gratuito; todas confluyen en una última
coherencia; todas concurren a darle su sentido definitivo. Los tres manifiestos
que aparecen en este volumen tiene una significación distinta. El primero es
expositivo, en él se presentan los principios del surrealismo y se revela una
particular técnica poética, mejor dicho una técnica general para la creación, la
interpretación de la vida y la utilización de los verdaderos instrumentos del
conocimiento. El Segundo manifiesto plantea la importancia del surrealismo
como concepción ética, y es en gran parte polémico. Quizás esa polémica
peque por demasiado violenta, y quizás haya en ella un exceso de
interpretaciones de hechos ocasionales que el tiempo ha demostrado erróneas,
pero de todos modos es el documento de un estado de espíritu, de un modo
apasionado y viviente de ser testigo del mundo y de lo que en él acontece.
Este modo de vivir con pasión lúcida es el lema de un hombre que todo lo ha
sacrificado a esa pasión y a esa lucidez. Los Prolegómenos a un tercer
manifiesto significan finalmente un balance del surrealismo en sí, y del
surrealismo en su confrontación con el estado de la sociedad actual.
De la lectura de los manifiestos surge claramente que el surrealismo no es
simplemente una escuela literaria o artística; representa ante todo una
concepción del mundo. En esa concepción son los valores vitales del hombre
los que se jerarquizan en más alto grado, y entre éstos, la imaginación, con
sus resultantes, la acción creadora y el amor. Todos estos valores sólo pueden
realizarse cuando el hombre goza de la plenitud de su libertad.
En el desarrollo de estos textos se encadenan diversas ideas
fundamentales de tipo general. Una de ellas es la desconfianza en los
sistemas cuando se toman como objetivo y no como instrumento. En este
sentido nunca se señalará lo bastante la lucidez con que, en los Prolegómenos
a un tercer manifiesto, muestra el destino de toda gran ideología o sistema
que resulta fatalmente corrompida y desfigurada por los epígonos.
Para el hombre que busca realizarse, es fundamental una conciencia ética.
La lucha por la afirmación de una ética es para Breton un objetivo torturante.
A través de ese objetivo se explican las denuncias, las exclusiones, las
excomuniones. Y también los aparentes errores. ¿En cuántos militantes
surrealistas depositó Breton su confianza que tuvo luego que retirar? ¿A
cuántos quitó su confianza que tuvo que rectificar? Así, por ejemplo, Georges
Bataille es un sórdido fecalómano en el Segundo manifiesto, mientras en los
Prolegómenos al tercero es «uno de los espíritus más lúcidos y audaces de
nuestro tiempo». Esas contradicciones resultarían inexplicables si no se
advierte que los juicios de Breton no están dirigidos contra las personas sino
contra las conductas. Esta despersonalización del juicio constituye el
fundamento de toda verdadera moralidad. Mientras una persona está adherida
a una conducta incriminable, desde el punto de vista moral de Breton, esa
persona resulta acusada y atacada con todas las armas; cuando la conducta de
dicha persona deja de ser incriminable, el juicio de Breton cambia. Breton se
revela así como moralista, uno de los más importantes de este siglo. Pero
como debe serlo todo verdadero moralista, lo es en la medida en que se
preocupa por el destino del hombre.
La honda preocupación por el destino del hombre surge muy claramente
de la lectura de los manifiestos. La prédica de Breton en pro de una vida más
alta, en la que la dignidad del hombre sea respetada y contemplada en toda su
extensión, es paralela a su violenta condenación de un mundo actual sumido
en la indignidad y encerrado por la «muralla del dinero salpicada de sesos».
Pero también su condenación se extiende a quienes, pretendiendo luchar
contra la tiranía del dinero, permanecen aferrados a los mismos esquemas
rígidos y falsos del pasado, esquemas que coartan la libertad en sus dos ramas
esenciales para la realización del hombre: la libertad de crear, la libertad de
amar.
El hombre que se realiza en su integridad, norte del surrealismo, se opone
al hombre frustrado que nos ofrecen las sociedades actuales de cualquier tipo.
De la materia de ese hombre frustrado se fabrican los tiranos, los lacayos, los
rufianes, los falsos profetas, y toda la cohorte de la sordidez expandida por el
mundo.
El amor de Breton por el hombre no es una cosa abstracta o bobalicona,
del tipo de tas sociedades de beneficencia (que en el fondo no significan más
que una exaltación de la indignidad y un consecutivo desprecio por el
hombre), sino un amor concreto lanzado a la lucha activa contra los males
que mantienen al hombre sumido en la mentira y la abyección, esas
dominantes que subyacen al esquema moral de nuestra sociedad. Pero lo que
considero fundamental en el surrealismo es su fuego graneado dirigido contra
la imbecilidad, la sucia, perversa y siniestra imbecilidad, que tan fácilmente
se adueña del poder, y maneja a los hombres y a las conciencias.
El estilo de estos manifiestos no es el habitual en las llamadas obras de
pensamiento. Es un estilo apasionado, violento, de frases incisivas,
arrebatadas, de ritmo cambiante, a ratos sereno, a ratos agitado por una
extraña vitalidad. Breton utiliza en ellos el instrumento de la revelación
poética; el instrumento y el lenguaje. Sólo la poesía tiene ese carácter
estremecedor que la hace difícilmente soportable por las conciencias
intranquilas. Breton es fundamentalmente un poeta, y al poeta corresponde
ese grado de lucidez irrenunciable que todo lo cuestiona, ese tono de
acusación que no se detiene ante nada.
Para tener idea de las dificultades que ofrece la traducción de un estilo tan
nuevo y personal puede servir de pauta la respuesta del mismo Breton a
quienes en Francia criticaron su lenguaje: en el Discurso sobre la poca
realidad dice: «Que tengan cuidado, conozco el significado de todas mis
palabras y cumplo naturalmente con la sintaxis (la sintaxis que no es una
disciplina, como creen algunos tontos)». Esta frase es totalmente
esclarecedora: la sintaxis de Breton es de una gran agilidad, sin llegar a
romper nunca la esencial estructura del idioma. Muy por el contrario,
aprovecha al máximo las posibilidades de expresión que le ofrece el lenguaje
vivo, estirando quizá estas posibilidades hasta el extremo límite. Un
mecanismo tan libre y controlado a la vez confiere a su prosa una increíble
ondulación que se propaga a través de larguísimos párrafos, agitados por un
borboteo de hervor, difícilmente alcanzable por la palabra. En una versión
puramente literal, todas estas virtudes —al tropezar con la estructura de un
idioma distinto— pueden convertirse en incoherencia y cojera. La difícil
misión de un traductor consiste en mantener el equilibrio entre la posibilidad
de trasladar su estilo y la claridad en verter sus ideas.
Los males denunciados por el surrealismo hace cuarenta años no sólo
persisten sino que se han acentuado. Por eso, hoy más que nunca, los
manifiestos surrealistas conservan su candente vigencia. Un profundo
resquebrajamiento aflige a la sociedad contemporánea en todos sus planos.
Sus esquemas aparecen falsos y sin validez para quien contempla los
acontecimientos con el mínimo de objetividad. Los jóvenes lo sienten
hondamente, y una sorda rebelión, que toma los más diversos caracteres,
bulle en ellos. Para los jóvenes, que todavía son puros, el mensaje de Breton
está especialmente destinado.
Aldo Pellegrini
Buenos Aires, mayo de 1965
Primer manifiesto del surrealismo
(1924)
Prefacio a la reedición (1929) del Primer manifiesto
Lo previsible era que este libro cambiara y —en cuanto comprometía la
existencia terrestre recargándola de todo lo que admite dentro y fuera de los
límites que la costumbre le asignan— que su suerte dependiera
estrechamente de la mía propia, consistente, por ejemplo, en haber y no
haber escrito libros. Los que se me atribuyen no me parece que ejerzan sobre
mí una acción más decisiva que muchos otros, y, sin duda, ya no tengo de
ellos la comprensión total que correspondería. Cualquiera que sea el debate
a que haya dado lugar el «Manifiesto del surrealismo» desde 1924 hasta
1929, sin compromiso valedero ni en favor ni en contra, es evidente que, al
margen de ese debate, la aventura humana continuó desarrollándose, con el
mínimo de probabilidades, casi simultáneamente en todos los frentes según
los caprichos de la imaginación que fabrica por sí sola las cosas reales. La
autorización para reeditar la obra de uno mismo como si fuera la de alguien
que se ha leído por encima, equivale al «reconocimiento» no digo de un hijo,
del que uno se ha asegurado previamente que tuviera rasgos bastante
agradables y una constitución bastante robusta, sino de algo que, habiendo
existido, con el fervor que se quiera suponer, ya no puede existir más. Lo
único que me queda por hacer es condenarme por no haber sido siempre
profeta en todo. Sigue teniendo actualidad la famosa pregunta dirigida por
Arthur Cravan[2] «con tono muy cascado y veterano», a André Gide: «Señor
Gide, ¿en qué punto estamos con el tiempo? —Las seis menos cuarto»,
respondió este último sin advertirla malicia. ¡Ah! Es preciso confesarlo:
estamos mal, muy mal con el tiempo.
Aquí y en cualquier parte la confesión y la retractación se mezclan. No
comprendo por qué ni cómo vivo, cómo es que todavía vivo, y con mayor
motivo, qué es lo que yo vivo. Si queda algo de un sistema como el
surrealismo, que hago mío y al que me acomodo lentamente, si quedara sólo
con qué enterrarme, de todos modos nunca habrá habido con qué hacer de
mí lo que yo quise ser, a pesar de la complacencia que tengo para mí mismo.
Complacencia relativa, en función de la que se puede tener hacia mi yo (o
no-yo, no sé bien). Y, con todo, vivo, y hasta descubrí que amaba la vida.
Cuando a veces se me presentaban razones para terminar con ella, me
sorprendía a mí mismo admirando un trozo cualquiera de parquet que me
parecía de seda, una seda con la belleza del agua. Me gustaba ese lúcido
dolor, como si entonces todo el drama universal pasara a través de mí, como
si de pronto yo valiera la pena. Pero me gustaba al resplandor —cómo
explicarme— de cosas nuevas, que nunca había visto brillar de semejante
manera. Gracias a ello comprendí que, a pesar de todo, la vida estaba dada,
que una fuerza independiente de la de expresar y de hacerse comprender
espiritualmente presidía, en lo que concierne a un hombre que vive, las
reacciones de un interés inestimable cuyo secreto desaparecerá con él. Este
secreto no me ha sido revelado, y en lo que a mí respecta, su reconocimiento
no invalida en nada mi declarada ineptitud para la meditación religiosa.
Creo solamente que entre mi pensamiento, tal como se desprende de lo que
ha podido leerse firmado por mí, y yo mismo, a quien la verdadera
naturaleza de mi pensamiento enrola en algo que todavía ignoro, hay un
mundo, un mundo irrevocable de fantasmas, de hipótesis que se realizan, de
apuestas perdidas y de mentiras, cosas todas que, tras un rápido examen, me
disuaden de aportar la más mínima corrección a esta obra. Para hacerlo
sería necesaria toda la vanidad del espíritu científico, toda esa ingenua
necesidad de tomar distancia que nos valen las ásperas consideraciones de
la historia. Una vez más, fiel a la voluntad, que reconozco en mí, de pasar de
largo ante cualquier especie de obstáculo sentimental, no me demoraré en
juzgar a aquellos de mis primeros camaradas que se atemorizaron y dieron
marcha atrás, ni me dedicaré a la inútil sustitución de nombres que podrían
hacer que éste libro pasara por estar al día. Limitándome a recordar
solamente que los dones más preciados del espíritu no resisten la pérdida de
una parcela de honor, no haré sino afirmar mi confianza inquebrantable en
el principio de una actividad que nunca me ha decepcionado, y que a mi
juicio merece que se consagren a ella más generosamente, más
absolutamente, más locamente que nunca. Y esto porque ella sola es la que
dispensa, aunque sea a largos intervalos, los rayos transfiguradores de una
gracia que persisto en oponer totalmente a la gracia divina.
PRIMER MANIFIESTO
Tanto va la fe a la vida, a lo que en la vida hay de más precario —me refiero
a la vida real—, que finalmente esa fe se pierde. El hombre, soñador
impenitente, cada día más descontento de su suerte, da vueltas fatigosamente
alrededor de los objetos que se ha visto obligado a usar, y que le han
proporcionado su indolencia o su esfuerzo; casi siempre su esfuerzo, ya que
se ha resignado a trabajar, o, por lo menos, no se ha negado a tentar su suerte
(¡lo que él llama su suerte!). Una gran modestia constituye actualmente su
patrimonio: sabe cuáles son las mujeres que ha poseído y en qué ridículas
aventuras se ha enredado; tanto su fortuna como su pobreza le son
indiferentes —pareciéndose en esto a un niño recién nacido—, y en cuanto a
la aprobación de su conciencia moral, admito que prescinde de ella sin gran
esfuerzo. Si conserva cierta lucidez no le queda sino volverse para mirar
atrás, hacia su propia infancia que, por mutilada que haya sido gracias a los
cuidados de sus domadores, no por eso deja de parecerle llena de encantos.
En ella, la carencia de cualquier rigor conocido le otorga la perspectiva de
vivir varias vidas simultáneas; se arraiga en esta ilusión y sólo quiere saber de
la facilidad instantánea y extrema de todas las cosas. Cada mañana los niños
parten sin preocupación. Todo está cerca, las peores condiciones materiales
resultan maravillosas. Los bosques son blancos o negros, no se dormirá
jamás.
Aunque es cierto que no se puede llegar tan lejos, no depende esto sólo de
la distancia. Las amenazas se acumulan y uno cede, uno abandona parte del
terreno a conquistar. Aquella imaginación, que no reconocía límites, ahora
sólo se la dejan utilizar subordinada a las leyes de una utilidad arbitraria;
incapaz ella de asumir por mucho tiempo empleo tan inferior, generalmente
prefiere, cuando el hombre cumple veinte años, abandonarlo a su destino sin
luz.
Cuando, con el andar del tiempo, el hombre —que nota la pérdida
progresiva de todas las razones de vivir y la incapacidad en que se encuentra
ya de colocarse a la altura de cualquier situación excepcional, el amor por
ejemplo—, quiera intentar una reacción, ya no podrá tener éxito. Pertenecerá
en adelante, en cuerpo y alma, a una imperiosa necesidad práctica que no
admite postergaciones. Faltará a sus gestos amplitud, y a sus ideas,
envergadura. De todo lo que le ocurra o pueda ocurrirle, sólo tomará en
cuenta lo que relacione este acontecimiento con una multitud de
acontecimientos análogos en los que no ha tomado parte: acontecimientos
fallidos. Yo diría que juzgará ese acontecimiento relacionándolo con uno de
aquellos que, por sus consecuencias, resulte más tranquilizador que los otros.
Bajo ningún pretexto verá en él su salvación.
Querida imaginación, lo que más quiero en ti es que no perdonas.
Lo único que todavía me exalta es la palabra libertad. La creo capaz de
mantener indefinidamente el viejo fanatismo humano. Responde, sin lugar a
dudas, a mi única aspiración legítima. Entre tantos infortunios que heredamos
hay que reconocer que también nos han dejado la máxima libertad espiritual.
Depende de nosotros no hacer de ella un uso equivocado. Reducir la
imaginación a la esclavitud, aun cuando sea en provecho de lo que se llama
groseramente felicidad, significa alejarse de todo lo que, en lo más hondo de
uno mismo, existe de justicia suprema. La imaginación sola me informa sobre
lo que puede ser, y esto ya es suficiente para atenuar algo la terrible
prohibición, y quizá también para que yo me abandone a ella sin temor de
engañarme (como si hubiera posibilidad de engañarse más aún). ¿Dónde la
imaginación comienza a hacerse peligrosa y dónde cesa la seguridad del
espíritu? Para el espíritu, la posibilidad de errar ¿no constituirá quizás la
contingencia del bien?
Queda la locura, «la locura que se encierra», como se dice con acierto.
Ésa o la otra… Todos saben, en efecto, que los locos sólo deben su
internación a una pequeña cantidad de actos reprimidos por las leyes y que, a
no mediar tales actos, su libertad (por lo menos lo visible de su libertad) no
estaría en juego. Me inclino a creer que tales seres son víctimas en alguna
forma de su imaginación que los impulsa a la inobservancia de ciertas reglas,
al rebasar las cuales el género humano se siente amenazado, hecho que todos
hemos pagado con nuestra experiencia. Pero la profunda despreocupación
que demuestran hacia las críticas que se les dirigen, y aun hacia los diversos
correctivos que se les infligen, permite suponer que ellos obtienen tan
elevado confortamiento de su imaginación y gozan tanto con su delirio que
no pueden admitir que sólo sea válido para ellos. Por esta razón, las
alucinaciones, las ilusiones, etc., no constituyen fuentes de goce
despreciables. La sensualidad mejor dispuesta saca de allí su provecho; y yo
sé que muchas noches retendría esa linda mano que en las últimas páginas de
La Inteligencia de Taine se dedica a curiosos estragos. Me pasaría la vida
provocando las confidencias de los locos. Son sujetos de escrupulosa
honradez, y su inocencia sólo es igualada por la mía. Fue necesario que
Colón zarpara en compañía de locos para que se descubriese a América. Y
ved cómo esa locura ha ido tomando cuerpo y ha perdurado.

sábado, 1 de agosto de 2020

12 Lázaro Leónidas Andreiev. ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO IV.



12
Lázaro

Leónidas Andreiev
LEÓNIDAS ANDREIEV nació en 1871, en Orel, Rusia. Llevó una vida pobre y desdichada a la que alguna vez quiso poner fin por su propia mano. Su obra, en la que hay un dejo de cinismo y aún de morbosidad, tiene sin embargo extraordinaria fuerza. Citaremos, entre sus novelas, Judas Iscariote, La Risa Roja, Los Siete Ahorcados. Murió en Finlandia en 1919.

1

Cuando Lázaro salió del sepulcro, donde tres días y tres noches yaciera bajo el misterioso poder de la muerte, y, vuelto a la vida, tornó a su casa, no advirtieron sus deudos, al principio, las malignas rarezas que, con el tiempo, hicieron terrible hasta su nombre.
Alborozados con ese claro júbilo de verlo restituido a la vida, amigos y parientes prodigábanle caricias y halagos sin cesar y ponían el mayor esmero en tenerle a punto la comida y la bebida y ropas nuevas.
Vistiéronle hábitos suntuosos con los colores radiantes de la ilusión y la risa, y cuando él, semejante a un novio con su traje nupcial, volvió a sentarse entre los suyos a la mesa, y comió y bebió con ellos, lloraron todos de emoción y llamaron a los vecinos para que viesen al milagrosamente resucitado.
Y los vecinos acudieron y también se regocijaron; y vinieron también gentes desconocidas de remotas ciudades y aldeas y con vehementes exclamaciones expresaban su reverencia ante el milagro… Como enjambres de abejas revoloteaban sobre la casa de María y Marta.
Y lo que de nuevo se advertía en el rostro de Lázaro y en sus gestos, reputábanlo naturalmente como huellas de la grave enfermedad y de las conmociones padecidas. Era evidente que la labor destructora de la muerte, en el cadáver, había sido detenida por milagroso poder, pero no borrada del todo; y lo que ya la muerte lograra hacer con el rostro y el cuerpo de Lázaro, venía a ser cual el diseño inconcluso de un artista, bajo un fino cristal.
En las sienes de Lázaro, por debajo de sus ojos y en las demacradas mejillas, perduraba una densa y terrosa cianosis; y esa misma cianosis terrosa matizaba los largos dedos de sus manos y también en sus uñas, que le crecieran en el sepulcro, resaltaba ese mismo color azul, con tonos rojizos y oscuros. En algunos sitios, en los labios y en el cuerpo, habíasele resquebrajado la piel, tumefacta en el sepulcro, y en esos sitios mostraba tenues grietas rojizas, brillantes, cual espolvoreadas de diáfana mica. Y se había puesto obeso.
El cuerpo, hinchado en el sepulcro, conservaba aquellas monstruosas proporciones, aquellas protuberancias terribles, tras las cuales adivinábase la hedionda humedad de la putrefacción. Pero el cadavérico hedor de que estaban impregnados los hábitos sepulcrales de Lázaro, y, al parecer, su cuerpo todo, no tardó en desaparecer por completo y al cabo de algún tiempo amortiguóse tambien la cianosis de sus manos y su rostro y se igualaron aquellas hinchazones rojizas de su piel, aunque sin borrarse del todo. Con esa cara presentóse a la gente, en su segunda existencia; pero aquello parecía natural a quienes le habían visto en el sepulcro.
Lo mismo que la cara pareció haber cambiado también el carácter de Lázaro; pero tampoco eso asombró a nadie ni atrajo sobre él demasiado tiempo la atención. Hasta el día de su muerte, había sido Lázaro un hombre jovial y desenfadado, amigo de risas y burlas inocentes. Por esa su jovialidad simpática e inalterable, exenta de toda malignidad y sombra de mal humor, cobrárale tanto cariño el Maestro.
Ahora, en cambio, habíase vuelto serio y taciturno; jamás gastaba bromas a nadie ni coreaba con su risa las ajenas; y las palabras que rara vez salían de sus labios, eran las más sencillas, corrientes e indispensables y tan faltas de sustancia y enjundia, cual esos sonidos con que el animal expresa su dolor y su bienestar, la sed y el hombre. Palabras que un hombre puede pronunciar toda su vida, sin que nadie llegue a saber de que se duele o se alegra su profunda alma.
Así, con la faz de un cadáver, sobre el que, por espacio de tres días, señoreara la muerte en las tinieblas… vestido con sus nupciales ropas, brillantes de amarillo oro y sanguinolenta púrpura, pesado y silencioso, vuelto otro hasta el espanto, pero aún reconocible para todos… sentábase a la mesa del festín, entre sus amigos y deudos.
En anchas ondas, ora dulces, ora sonoramente aborrascadas surgían en torno a él, las ovaciones; y miradas, encendidas de amor, iban a posarse en su rostro, que aún conservaba la frialdad de la tumba; y la tibia mano de un amigo acariciaba la suya, pesada y azuleante. Tocaba la música. Habían llevado músicos y éstos tocaban cosas alegres; y vibraban címbalos y flautas, cítaras y guzlas. Como enjambres de abejas, bordoneaban… como cigarras estridentes… como pájaros, cantaban sobre la venturosa mansión de María y Marta.

2

Un imprudente levantó el velo. Con el soplo indiscreto de una palabra lanzada al azar, rompió el luminoso encanto y en toda su informe desnudez dejó ver la verdad. Aún no se concretara del todo en su mente la idea, cuando sus labios, sonriendo, preguntaron:
—¿Por que Lázaro, no nos cuentas… lo que viste allí?
Y todos guardaron silencio, sorprendidos de aquella pregunta. Parecía como si, por primera vez entonces, se diesen cuenta de que Lázaro había estado muerto tres días y miráronlo curiosos, aguardando su respuesta. Pero Lázaro callaba.
—¿No quieres contárnoslo? —insistió el preguntón con asombro—. ¡Tan terrible era aquello!
Y otra vez su pensamiento fuéle a la zaga a sus palabras; de haberle ido por delante, no habría formulado esa pregunta, que en aquel mismo instante, le destrozaba el corazón con irresistible pánico. Inquietáronse también todos y con ansia aguardaban las palabras de Lázaro; pero éste seguía guardando un silencio grave y frío y sus ojos tenían una mirada vaga. Y otra vez volvieron a notar, como al principio, aquella terrible cianosis de su rostro y aquella repugnante obesidad; sobre la mesa, como olvidadas por Lázaro, yacían sus manos, de un azul rojizo… y todas las miradas involuntariamente fijas, convergían en ellas, cual si de ellas aguardasen la respuesta anhelada. Y seguían tocando los músicos; pero no tardó en correrse hasta ellas el silencio y así como el agua apaga un rescoldo, también aquel silencio apagó los alegres compases. Callaron las flautas; callaron también los sonoros címbalos y las bordoneantes guzlas; y lo mismo que una cuerda que salta, gimió desmayada la canción… y como un trémulo, intermitente sonido, enmudeció también la cítara. Y todo quedó en silencio.
—¿No quieres decírnoslo? —repitió el preguntón, incapaz de contener su lengua. Reinaba el silencio y sobre la mesa descansaban inmóviles las azulosas, rojizas manos de Lázaro. Y he aquí que aquellas manos moviéronse levemente y todos respiraron aliviados y alzaron los ojos; y las fijaron en ellas, y todos a una, con una sola mirada, pesada y terrible, quedáronse contemplando al resurrecto Lázaro.
Era aquél el tercer día, después que Lázaro saliera del sepulcro. De entonces acá, muchos habían sentido el poder aniquilador de su mirada; pero ni aquellos que por ella quedaron destruidos para siempre ni aquellos otros que en las primordiales fuentes de la vida, tan misteriosas como la propia muerte, encontraron valor para afrontarla… jamás pudieron explicarse lo horrible que, invisible, yacía en el fondo de sus negras pupilas. Miraba Lázaro de un modo sencillo y sereno, sin deseo de descubrir cosa alguna, ni intención de decir nada… hasta miraba fríamente cual si fuese del todo ajeno al espectáculo de la vida. Y eran muchos los despreocupados que tropezaban con él y no lo notaban, y, luego, con asombro y pavor, reconocían quien era aquel hombre obeso y flemático que los rozaba con la orla de su lujosa y brillante túnica. Seguía brillando el sol cuando miraba él, y seguía manando, cantarina, la fuente y no perdían los cielos su color cerúleo; pero el hombre que caía bajo su mirada enigmática, ya no oía el rumor de la fuente ni reconocía los nativos cielos.
Unas veces, rompía a llorar con amargura; otras, desesperado, se arrancaba los cabellos y, como loco, gritaba pidiendo socorro; pero lo más frecuente era que, con toda calma e indiferencia, empezara a morirse y siguiera muriéndose durante largos años, muriéndose a vista de todos, muriéndose descolorido, bostezante y tedioso como un árbol que se va agotando en silencio sobre una tierra pedregosa. Y los primeros, los que gritaban y enloquecían, volvían luego a la vida; pero los otros… nunca.
—¿De modo, Lázaro, que no quieres contarnos lo que viste allí? —Por tercera vez repitió el preguntón. Pero ahora su voz era indiferente y brumosa y mortecina y un tedio gris miraba por sus ojos. Y sobre todas las caras extendióse como polvo, aquel mismo tedio mortal y con romo asombro miráronse unos a otros los comensales, sin comprender por que se habían reunido allí, en torno a aquella rica mesa. Dejaron de hablar. Con indiferencia pensaban que debían irse a sus casas, pero no podían sacudirse aquel pegajoso e indolente tedio, que paralizaba sus músculos, y continuaban sentados, apartados unos de otros, cual nebulosas lucecillas desparramadas por los nocturnos campos.
Pero a los músicos les habían pagado para que tocasen y volvieron a coger sus instrumentos y volvieron a surgir y saltar sus sones estudiadamente alegres, estudiadamente tristes. Toda aquella armonía vertíase sobre ellos, pero no sabían los comensales qué falta les hacía aquello ni a qué conducía el que aquellos individuos pulsasen las cuerdas, inflando los carrillos y soplasen en las tenues flautas y armasen aquel raro, discordante ruido.
—¡Qué mal tocan! —dijo uno.
Los músicos diéronse por ofendidos y se largaron. Detrás de ellos, uno tras otro, fuéronse también los comensales, porque ya estaba anocheciendo. Y cuando por los cuatro costados envolviólos la sombra, y ya empezaban a respirar a sus anchas… súbitamente, ante cada uno de ellos, con el fulgor de un relámpago, surgió la figura de Lázaro; rostro azuleante de muerto, vestidura nupcial lujosa y brillante y fría mirada, del fondo de la cual destilaba, inmóvil, algo espantoso. Cual petrificados quedáronse ellos en distintos sitios y la sombra los circundaba; pero en la sombra, con toda claridad, destacábase la terrible visión, la sobrenatural imagen de aquel que, por espacio de tres días yaciera bajo el enigmático poder de la muerte. Muerto estuvo tres días; tres veces salió y se puso el sol y él estaba muerto; jugaban los chicos, bordoneaba el agua en los guijarros, ardía el polvo, levantado en el camino por los pies de los viandantes… y él estaba muerto. Y ahora otra vez se hallaba entre los hombres…, los palpaba…, los miraba…, ¡los miraba!… Y por entre los negros redondeles de sus pupilas, como al través de opaco vidrio, miraba a las gentes el más incomprensible Allá.

3

Nadie se preocupaba de Lázaro, amigos y deudos, todos sin excepción, lo habían abandonado y el gran desierto que rodeaba la ciudad santa, llegaba hasta los umbrales mismos de su casa. Y en su casa se metía y en su cuarto se instalaba cual si fuese su mujer y apagaba los fuegos.
Nadie se preocupaba de Lázaro. Una tras otra, fuéronse de su lado sus hermanas… María y Marta… Resistióse mucho a hacerlo Marta, porque no sabía quien iría luego a alimentarlo y le daba lástima y lloraba y oraba. Pero una noche, habiéndose levantado en el desierto un huracán que, silbando, zarandeaba los cipreses sobre el techo, vistióse sus ropas con sigilo y con el mismo sigilo se fue. Seguro que Lázaro oiría el ruido de la puerta que, mal cerrada, volteaba sobre sus goznes bajo los intermitentes embates del viento… pero no se levantó ni salió a mirar. Y toda la noche, hasta ser de día, estuvieron zumbando sobre su cabeza los cipreses y crujiendo, quejumbrosa, la puerta, dando paso franco hasta el interior de la casa, al frío y ansiosamente galopante desierto.
Cual a un leproso huíanle todos y como a un leproso querían colgarle al cuello una campanilla, con el fin de evitar oportunamente su encuentro. Pero hubo quién, palideciendo, dijo que sería terrible eso de oír en el silencio de la noche, al pie de la ventana, el tintineo de la campanilla de Lázaro… y todos también, palideciendo, le dieron la razón.
Y como tampoco él se cuidaba de sí mismo, es posible que se hubiera muerto de hambre, si sus vecinos, por efecto de cierto temor, no se hubieran encargado de llevarle la comida. Valíanse para esto de los niños, que eran los únicos que no se asustaban de Lázaro; sino que, lejos de eso, burlábanse de él, como suelen hacerlo, con inocente crueldad, de todos los desdichados.
Mostrábansele indiferentes, y con la misma indiferencia pagaba Lázaro; no sentía el menor antojo de acariciar sus negras cabecitas ni mirar a sus ojillos, brillantes e ingenuos. Rendida al poder del tiempo y del desierto, derrumbóse su casa, y mucho hacía ya que se le fueran con sus vecinos sus hambrientas escuálidas cabras.
Desgarráronsele también sus lujosas vestiduras nupciales. Según se las pusiera aquel venturoso día, en que tocó la música, así las llevó sin mudárselas, cual si no advirtiese diferencia alguna entre lo nuevo y lo viejo, entre lo roto y lo entero. Aquellos vistosos colores se destiñeron y perdieron su brillo; los malignos perros de la ciudad y los agudos abrojos del desierto convirtieron en andrajos su delicado cíngulo.
Un día, que el implacable sol volviérase un verdugo de toda cosa viva y hasta los escorpiones permanecían amodorrados bajo sus piedras, conteniendo su loca ansia de morder, Lázaro, sentado inmóvil bajo los rayos solares, alzaba a lo alto su azulesco rostro y sus greñudas y salvajes barbazas.
Cuando todavía los hombres le hablaban, preguntáronle una vez:
—Pobre Lázaro, ¿es que te gusta estarte sentado, mirando al sol?
Y contestó él:
—Sí.
Tan grande debía de ser el frío de tres días en la tumba y tan profunda su tiniebla, que no había ya en la tierra calor ni luz bastantes a calentar a Lázaro y a iluminar las sombras de sus ojos, pensaban los preguntones y, suspirando, se alejaban.
Y cuando el globo rojizo, incandescente, se inclinaba hacia la tierra, salíase Lázaro al desierto e iba a plantarse frente al sol como si quisiera cogerlo. Siempre caminaba cara al sol, los que tuvieron ocasión de seguirlo y ver lo que hacía por las noches en el yermo, conservaban indelebles en la memoria la larga silueta de aquel hombre alto, sombrío sobre el rojo y enorme disco encendido del astro. Ahuyentábalos la noche con sus terrores y no llegaban a saber lo que hacía Lázaro en el desierto; pero su imagen negra sobre rojo, quedábaseles grabada en el cerebro, con caracteres imborrables. Como una fiera, que revuelve los ojos y se frota el hocico con sus patas, así también apartaban ellos la vista y se restregaban los ojos; pero la imagen de Lázaro quedaba impresa en ellos hasta la muerte.
Pero había individuos que vivián lejos y nunca habían visto a Lázaro y sólo tenían de él vagas referencias. Por efecto de esa curiosidad irresistible, más poderosa todavía que el miedo, aunque del miedo se nutre, con una íntima burla en el alma, llegábanse a Lázaro, que estaba sentado al sol, y lo interpelaban. Por aquel entonces, ya el aspecto exterior de Lázaro había mejorado y no resultaba tan imponente; así que, al pronto, ellos chascaban los dedos y pensaban que los habitantes de la ciudad santa eran unos estúpidos. Pero luego de terminarse el breve coloquio, cuando ya se iban a sus casas, mostraban un aspecto tal, que en seguida los habitantes de la ciudad santa los conocían y comentaban:
—Todavía hay locos que van a ver a Lázaro —y sonreían compasivos y alzaban al cielo los brazos. Llegaban, con estruendo de armas, valientes guerreros que no conocían el miedo; llegaban, con risas y canciones, jóvenes felices; y discretos publicanos, preocupados con el dinero, y los arrogantes ministros del templo detenían sus rebaños junto al hebreo Lázaro…, pero ninguno volvía de allí como había ido. La misma sombra terrible caía sobre las almas y confería un nuevo aspecto al viejo mundo conocido.
Así expresaban sus sentimientos aquellos que se prestaban aún a hablar:
«Todos los objetos, visibles para los ojos y tangibles para la mano, vuélvense vacíos, livianos y translúcidos… semejantes a claras sombras en la bruma nocturna, así se vuelven porque esa misma gran bruma que envuelve toda la creación, no iluminada por el sol ni por la luna, ni por las estrellas, que cual velo negro infinito arropa a la tierra como una madre, envolvíalos a todos; todos los cuerpos penetrábamos, así el hierro como la piedra y soltábanse las partes del cuerpo, faltas de encaje, y en lo hondo de esas partes penetraba también y disgregábanse las partes en partículas; porque ese gran vacío, que envuelve la creación no se colmaba ni con el sol ni con la luna o las estrellas, sino que imperaba sin límites, por doquiera calaba, separándolo todo, cuerpos de cuerpos y partes de partes; en el vacío hundían sus raíces los árboles y ellos tambien estaban vacíos; en el vacío, amenazando con espectral caída, gravitaban los templos, los palacios y las casas y ellos tambien estaban vacíos; y en el vacío agitábase inquieto el hombre y también resultaba vacío y leve cual una sombra: porque no existía el tiempo y el principio de cada cosa fundíase con su fin; apenas labraban un edificio y aun sus constructores daban martillazos; cuando ya se dejaban ver sus escombros y en el lugar de ellos, el vacío; apenas nacía una criatura, cuando ya sobre su cabeza ardían los blandones fúnebres y se apagaban y ya el vacío ocupaba el lugar del hombre y de los fúnebres blandones; y abrazado por el vacío y la sombra, temblaba sin esperanza el hombre ante el horror de lo Infinito».
Así decían aquellos que aún se prestaban a hablar. Pero es de suponer que aún habrían podido decir más aquellos otros que se negaban a hablar y en silencio morían.

4

Por aquel tiempo había en Roma un escultor famoso. Del barro, el mármol y el bronce creaba cuerpos de dioses y hombres y era tal su divina belleza que todos la reputaban sin igual.
Él, sin embargo, no estaba satisfecho de sus obras y afirmaba que aún había algo más bello que no podía reproducirse ni en el mármol ni en el bronce.
—Aún no pude captar el fulgor de la Tuna —decía— ni tampoco el del sol… y mis mármoles no tienen alma ni mis bellos bronces, vida. —Y cuando las noches de luna, vagaba despacio el artista por la ciudad y, recortando las negras sombras de los cipreses, se deslizaba con su blanco jirón bajo la luna, los amigos que se lo encontraban, echábanse a reír afectuosamente y decían:
—¿Es que andas tras de cazar el fulgor de la luna, Aurelio? ¿Por qué no te trajiste un cesto?
Y él, también riendo, señalaba a sus ojos:
—Estos son mis cestos, en los que recojo la luz de la luna y el resplandor del sol.
Y era verdad; brillaba en sus ojos la luna y el sol resplandecía en ellos. Sólo que no podía trasladarlos al mármol y aquél era el luminoso dolor de su vida.
Procedía de antiguo linaje patricio, estaba casado con una mujer de buena condición, tenía hijos y no podía sufrir deficiencia de ninguna clase.
Luego que hubo llegado a sus oídos la vaga fama de Lázaro, consultó con su mujer y sus amigos y emprendió la larga peregrinación a Judea, al solo fin de ver con sus propios ojos a aquel hombre milagrosamente resucitado. Sentíase por aquel entonces un tanto aburrido y esperaba reavivar con aquel viaje su adormecida atención. Cuanto le habían referido del resucitado, no fue parte a intimidarlo; había meditado mucho sobre la muerte, y aunque no le resultaba simpática, menos simpáticos le eran todavía aquellos que la descartaban de su vida.
—A este lado… la bellísima vida; a este otro… la enigmática muerte —pensaba él— y nada mejor podía discurrir el hombre que lo vivo…, alegrarse con la vida y la belleza es lo vivo. Y hasta sentía cierto presuntuoso deseo; ver a Lázaro con la verdad de sus ojos y volver a la vida su alma de igual modo que volviera su cuerpo. Lo cual le parecía tanto más fácil cuanto que aquellos rumores sobre el resucitado, raros y medrosos, no expresaban toda la verdad acerca de él y solamente de un modo confuso prevenían contra algo espantoso.
Ya se levantaba Lázaro de la piedra para seguir al sol que iba a ocultarse en el desierto, cuando hubo de llegarse a él un opulento romano, seguido de un esclavo armado, y en voz recia, le dijo:
—¡Lázaro!
Y reparó Lázaro en el bello arrogante rostro nimbado por la fama y las radiantes vestiduras y las gemas que centelleaban al sol. Los rojizos rayos del astro daban a la cabeza y a la cara un cierto parecido con el bronce vagamente brillante… y Lázaro lo advirtió. Sentóse dócilmente en su sitio y agobiado, bajó la vista.
—Sí… no tienes nada de bello, mi pobre Lázaro —dijo lentamente el romano, jugando con su cadenilla de oro—. Incluso terrible pareces, mi pobre amigo; y la muerte no anduvo perezosa el día que tan imprudentemente caíste en sus brazos. Pero estás inflado como un tonel y los gordos son gente buenaza, por lo general —decía el gran César— y no me explico por qué la gente te tiene tanto miedo. ¿Me permitirás pasar la noche en tu casa? Es tarde ya y no tengo posada.
Nadie hasta entonces pidiérale hospitalidad por una noche en su casa al resucitado.
—Yo no tengo casa —dijo Lázaro.
—Yo soy algo marcial y puedo dormir sentado —respondióle el romano—. Encenderemos lumbre…
—Yo no tengo fuego.
—Pues entonces, nos sentaremos en la sombra, como dos amigos y conversaremos. Pienso que tendrás algo de vino…
—Yo no tengo vino.
El romano echóse a reír.
—Ahora comprendo por que estás tan sombrío y descontento de tu segunda vida. ¡Te falta el vino! Bien…; es igual, nos pasaremos sin él; mira, hay manantiales cuyas aguas se suben a la cabeza lo mismo que el falerno.
Despidió con un gesto al esclavo y ambos se quedaron solos. Y de nuevo rompió a hablar el escultor; pero habríase dicho que, juntamente con el sol declinante, íbase la vida de sus palabras y quedábanse pálidas y hueras… cual si se tambaleasen sobre sus mal seguros pies, como si resbalasen y cayesen, ebrias de un vino de pena y desesperanza. Y dejáronse ver negros resquicios entre ellas…, cual remotas alusiones al gran vacío y a la gran tiniebla.
—¡Ahora soy tu huésped y no me ofenderás, Lázaro! —dijo—. La hospitalidad es un deber, incluso para quién estuvo muerto tres días. ¡Porque tres días, según me han dicho, estuviste en el sepulcro!… ¡Oh y qué frío debe de hacer allí!… Allí debiste aprender esa mala costumbre de prescindir del fuego, aún en invierno… Con lo amante que soy yo de la luz… y lo pronto que oscurece aquí… Tienes un diseño muy interesante de cejas y frente; se diría las calcinadas ruinas de un palacio, después de un terremoto. ¿Pero por qué vas vestido de un modo tan raro y feo? Yo he visto a los recién casados en vuestro país y hay que ver como van vestidos… de un modo tan ridículo… ¡Tan horrible!… Pero ¿acaso eres tú uno de ellos?
Ocultábase ya el sol, negras sombras gigantescas venían del oriente…; cual pies enormes y descalzos hacían crujir la arena y un leve escalofrío corríase por la espalda.
—En la sombra pareces todavía más grande, Lázaro; se diría que has engordado en este instante. ¿No será que te alimenta la sombra?… Pero yo daría algo por tener aquí fuego…, por poco que fuere…, solamente unas brasas… Si no estuviera esto tan oscuro, diría que me estás mirando, Lázaro… Sí, no hay duda que me miras… Porque lo siento…; sí…, y ahora te has sonreído.
Hízose de noche y el aire se llenó de una pesada negrura.
—¡Qué gusto mañana, cuando vuelva a salir el sol!… Porque has de saber que yo soy un gran escultor, por lo menos eso dicen mis amigos. Yo creo…; sí…, eso se llama crear…; pero para eso necesito la luz del día. Infundo vida al frío mármol, moldeo en el fuego el sonoro bronco, en el radiante, cálido fuego. ¿Por qué me has tocado con tu mano?
—Vámonos —dijo Lázaro—. Eres mi huésped.
Y ambos se encaminaron a la casa. Y la larga noche tendióse por la tierra. No aguardaba el esclavo a su señor y marchó en su busca cuando ya iba alto el sol. Y vio con asombro, cara a los quemantes rayos del sol, que estaban sentados, uno junto al otro, Lázaro y su amo, y fijos en lo alto los ojos, callaban. Echóse a llorar el esclavo y gritó recio:
—Señor, ¿qué te pasa? ¡Señor!
Aquel mismo día regresó el escultor a Roma. Todo el camino fue Aurelio ensimismado y silencioso, mirándolo todo de hito en hito… la gente, los barcos, el mar…, y habríase dicho que hacía esfuerzos por recordar algo. Sobrevino en el mar una recia tempestad y todo el tiempo que duró estúvose Aurelio sobre cubierta mirando las olas que se encrespaban y caían. Al llegar a su casa chocóles a sus deudos el terrible cambio que sufriera; pero él los tranquilizó diciéndoles estas ambiguas palabras:
—Lo encontré.
Y sin quitarse aquel sucio traje con que hiciera el camino, puso inmediatamente manos a la obra, y el mármol plegábase dócil, retumbando bajo los recios martillazos. Larga y tensamente estuvo trabajando el artista, sin siquiera interrumpir su labor para tomar un bocado, hasta que, al fin, una mañana anunció estar ya terminada su obra y mandó llamar a los amigos, severos estimadores y expertos en achaques de buen gusto. Y en tanto llegaban, vistióse ropas suntuosas, de fiesta, brillantes de oro rubio, rojas de púrpura.
—He ahí lo que he creado —dijo pensativo. Miraron sus amigos y la sombra del más profundo agravio cubrió sus semblantes. Era aquello algo monstruoso, sin forma conocida habitual, pero no exento de cierto aire novedoso, de cosa nunca vista. Sobre una tenue, encorvada florecilla, o algo semejante, posábase torcido y raro, el ciego, informe y arrugado pecho de alguien vuelto hacia adentro, de unos trazos que pugnaban impotentes por huir de sí mismos. Y al azar, por debajo de uno de esos salientes, bárbaramente clamantes, veíase una mariposa admirablemente esculpida, de alitas translúcidas, como temblando en impotente ansia de volar.
—¿Por que esa admirable mariposa, Aurelio? —preguntó uno, indeciso.
—No sé —respondióle el escultor.
Pero era preciso decir la verdad; y uno de los amigos, aquel que quería más a Aurelio, con tono firme dijo:
—¡Eso es algo informe, mi pobre amigo! Hay que destruirlo. Dame acá el martillo. —Y de dos martillazos destrozó al monstruoso grupo, dejando sólo aquella mariposa, admirablemente esculpida.
A partir de aquel día, ya no volvió Aurelio a crear nada. Con absoluta indiferencia miraba el mármol y el bronce y todas sus divinas creaciones anteriores, en las cuales anidara la belleza inmortal. Pensando despertarle su antiguo fervor por el trabajo, vivificar su alma mortecina, lleváronlo a contemplar las más bellas obras de otros artistas…, pero no sacudió ante ellas su apatía y la sonrisa no vino a caldear sus cerrados labios. Y sólo, después que le hubieron hablado largo y tendido de la belleza, objetó cansado y bostezante:
—Pues para que lo sepáis, todo eso es… mentira.
Pero de día, en cuanto brillaba el sol, salíase a su espléndido jardín construido con un alarde de arte y buscando allí un lugar adonde no hiciese sombra, entregaba su desnuda cabeza y sus nublados ojos a su brillo y su flama. Revoloteaban por allí mariposas rojas y blancas; en la marmórea fuente corría, chapoteaba el agua, manando de las crispadas fauces de un sátiro; y él se estaba allí sentado, sin moverse… cual pálido trasunto de aquel que en la profunda lejanía, en las mismas puertas del pedregoso yermo, permanecía así también, sentado y sin moverse, bajo los ardientes rayos del sol.

5

Y hete aquí que hubo de llamar a Lázaro a su palacio, el propio divino Augusto.
Vistieron suntuosamente a Lázaro, con solemnes atavíos nupciales, como si el tiempo los legitimase y hasta el fin de sus días hubiese de seguir siendo el navío de una novia ignorada. Parecía como si a un viejo y podrido féretro que ya empezaba a pudrirse y deshacerse, le hubiesen dado capa de oro y colgádole nuevos y alegres cascabeles. Y triunfalmente llevándolo entre todos, todos ataviados y brillantes, cual si de verdad fuese aquel un viaje de bodas y trompeteaban los batidores en sus trompetas pidiendo paso para el legado del emperador. Pero desiertos estaban los caminos de Lázaro; su país entero maldecía ya el nombre del resucitado y el pueblo huía al solo anuncio de su aproximación terrible. Las trompetas eran las únicas que sonaban y el desierto les respondía con sus largos ecos.
Lleváronlo luego por el mar. Y fue el más lujoso y el más triste navío que jamás se hubiese reflejado en las ondas del Mediterráneo. Muchos pasajeros iban a bordo de él, pero resultaba silencioso como una tumba y parecía cual si llorase el agua, al hendirla la aguda y esbelta proa. Solo iba allí sentado Lázaro, expuesta al sol la frente; escuchaba el rumor de las olas y callaba mientras lejos de él, en confuso enjambre de tristes sombras, sentábanse y bostezaban marineros y embajadores. Si en aquellos momentos hubiese estallado una tempestad y desgarrado el viento las rojas velas, es seguro que el bajel habríase hundido, sin que ninguno de los que a bordo llevaba hubiese tenido fuerzas ni deseo de luchar por su vida. Haciendo un supremo esfuerzo, asomábanse algunos a la borda y fijaban ansiosos la vista en el azul, diáfano abismo… ¿No se deslizarían por entre las ondas los hombros rosados de una náyade?… ¿No retozaría en ellas, levantando con sus cascos ruidosos surtidores, algún ebrio centauro, loco de alegría? Pero desierto estaba el mar y mudo y vacío el ecuóreo abismo.
Indiferente recorrió Lázaro las calles de la ciudad eterna. Habríase dicho que toda su riqueza, sus grandes edificios, erigidos por titanes, todo aquel brillo y belleza de un vivir refinado…, eran para él apenas otra cosa que el eco del viento en el desierto, el reflejo de las muertas inestables arenas. Rodaban las carrozas, pasaban densos grupos de gentes recias, gallardas, bellas y altivas, fundadoras de la ciudad eterna y orgullosas partícipes de su vida; sonaban canciones…, reían las fuentes y las mujeres con su risa perlada…, filosofaban los borrachos… y los que no lo estaban escuchaban sus discursos, y los cascos de los corceles aporreaban a más y mejor las piedras del pavimento. Y rodeado por doquiera de alegre rumor, cual un frío manchón de silencio, cruzaba la ciudad el sombrío, pesado Lázaro, sembrando a su paso el desánimo, sombra y una vaga, consuntiva pena.
—¿Quién se atreve a estar triste en Roma? —murmuraban los ciudadanos y fruncían el ceño; pero ya, al cabo de dos días, nadie ignoraba en la curiosa Roma al milagrosamente resucitado y con terror se apartaban de él.
Pero también allí había muchos osados que querían probar sus fuerzas y Lázaro acudía dócilmente a sus imprudentes llamadas. Ocupado en los asuntos de Estado, tardó el emperador en recibirlo y por espacio de siete días enteros anduvo el milagrosamente resucitado por entre la muchedumbre.
Y una vez hubo de llegarse Lázaro a un alegre borracho y éste riendo con sus rojos labios, lo saludó diciendo:
—¡Ven acá, Lazaro, y bebe!… ¡Que Augusto no podrá contener la risa, cuando te vea borracho!
Y reían aquellas mujeres desnudas, borrachas, y ponían pétalos de rosa en las azulosas manos de Lázaro. Pero no bien fijaban los borrachos sus ojos en los ojos de Lázaro… ya se había acabado para siempre su alegría. Toda su vida seguían ya borrachos; no bebían ya, pero no se les pasaba la jumera… y en vez de esa jovial locuacidad que el vino infunde, sueños espantables ensombrecían sus mentes infelices. Sueños horribles venían a ser el único pábulo de sus almas desatentadas. Sueños horribles, lo mismo de noche que de día, tenían los cautivos de sus monstruosos engendros y la muerte misma era menos horrible que aquellos sus fieros pródromos.
Pasó una vez Lázaro por delante de una parejita de jóvenes, que se amaban y eran bellísimos en su amor. Estrechando ufano y recio entre sus brazos a su amada, dijo el joven con honda compasión:
—Míranos, Lázaro, y alégrate con nosotros. ¿Hay acaso en la vida algo más poderoso que el amor?
Y miró Lázaro. Y toda su vida siguieron ellos amándose, pero su amor se les volvió triste y sombrío cual aquellos cipreses sepulcrales, cuyas raíces se nutren de la podredumbre de las tumbas y cuyas agudas y negras copas tiéndense afanosamente al cielo en la plácida hora vespertina. Lanzados por la misteriosa fuerza de la vida uno en brazos del otro, iban sus besos mezclados con lágrimas, su placer, con dolor, y ambos sentíanse como dos esclavos; cual dos sumisos esclavos de la vida exigente y servidores sin rechistar de la amenazante silenciosa Nada. Eternamente unidos, eternamente separados, chisporroteaban como chispas y como chispas se apagaban en la ilimitada oscuridad.
Y pasó Lázaro junto a un orgulloso sabio y el sabio le dijo:
—Yo ya sé todo cuanto puedas decir de horrible, Lázaro… ¿Con qué podrías tu asustarme ya?
Pero al cabo de breve tiempo, ya sintió el sabio que conocer lo horrible… no es todavía lo horrible y que la visión de la muerte… no es todavía la muerte. Y sintió asimismo que la sabiduría y la necedad vienen a ser iguales ante la faz de lo Infinito, porque el Infinito no sabe nada de ellas. Y borróse el lindero entre visión y ceguera, entre verdad y mentira, entre el arriba y el abajo, y su pensamiento informe quedóse colgando en el vacío. Y entonces llevóse el sabio las manos a la cana cabeza y clamó, desolado:
—¡Ay, que no puedo pensar! ¡Que no puedo pensar!
Así perecía, ante la mirada indiferente del milagrosamente resucitado, todo cuanto contribuye a afianzar la vida, el pensamiento y su gozo. Y empezaron los hombres a decir que era peligroso llevarlo a presencia del emperador y que era preferible matarlo y enterrarlo en secreto y decirle al César que había desaparecido no se sabía dónde. Y ya se afilaban los cuchillos y jóvenes leales al poder de la vida, apréstabanse con abnegación al homicidio… cuando Augusto mandó que a la mañana siguiente le llevasen a Lázaro y con ello frustró aquellos planes crueles.
Pero ya que era imposible eliminar del todo a Lázaro acordaron los cortesanos atenuar por lo menos la penosa impresión que producía su rostro. Y a ese fin, reunieron hábiles artistas que, toda la noche trabajaron modelando la cabeza de Lázaro. Le recortaron las barbas, y se las rizaron, dándoles una apariencia grata y bella. Desagradable resultaba aquel mortal viso azul de sus brazos y su cara y con colorete se lo quitaron; blanqueáronle las manos y le arrebolaron las mejillas. Repelentes resultaban aquellas arrugas que el sufrimiento marcara en su rostro senil y se las quitaron y borraron del todo y sobre aquel fondo limpio grabáronle con finos pinceles las arrugas de una benévola risa y de una jovialidad simpática y bonachona.
Con absoluta indiferencia sometióse Lázaro a cuanto quisieron hacerle y quedó pronto convertido en un anciano naturalmente gordo, guapo, apacible y cariñoso abuelo de numerosos nietos. Aún no huyera de sus labios la sonrisa con que contara d divertidos chascarrillos, aún perduraba en el rabillo del ojo una mansa ternura senil… tal hacía pensar. Pero a quitarle sus vestiduras nupciales, no se atrevieron, como tampoco lograron cambiarle los ojos…, aquellos cristalillos opacos y terribles, al trasluz de los cuales miraba a las gentes el propio inescrutable Allá.

6

No impresionaron a Lázaro lo más mínimo los imperiales aposentos. Cual si no advirtiese la diferencia entre su derruida casa, a cuyos umbrales llegaba el desierto, y aquel sólido y bello palacio de mármol…; con esa misma indiferencia miraba y no miraba, al pasar.
Y los recios pisos de mármol parecían volverse bajo sus pies semejantes a las movedizas arenas del yermo y aquella muchedumbre de gentes bien vestidas y arrogantes convertíase en algo así como la vacuidad del aire, bajo su mirada. No lo miraban a los ojos al pasar, temiendo quedar sometidos al terrible poder de sus pupilas; pero cuando por el pesado ruido de sus pisadas sentían que ya pasaba de largo… erguían la frente y con medrosa curiosidad contemplaban la figura de aquel anciano sombrío, corpulento, levemente encorvado, que despacio se adentraba en el propio corazón del imperial palacio.
Si la muerte misma hubiera pasado ante ellos, no los hubiera aterrado más; porque hasta entonces sólo los muertos habían conocido a la muerte, y los vivos sólo de la vida habían, y no había puente alguno entre una y otra. Pero aquel hombre extraordinario conocía a la muerte y tenía una significación ambigua y terriblemente maldita.
—¡Va a matar a nuestro grande, divino Augusto! —pensaban los cortesanos llenos de pavor y lanzaban impotentes maldiciones a la zaga de Lázaro, el cual lentamente y con indiferencia absoluta seguía adelante, adentrándose cada vez más en las honduras del palacio.
Ya estaba también informado el César de la clase de hombre que era Lázaro, y aprestábase a recibirlo. Pero era hombre varonil, sentía toda la magnitud de su enorme e invencible poder y en su fatal entrevista a solas con el milagrosamente resucitado no quería apoyarse en la débil ayuda de la gente. Solo con él, cara a cara los dos, recibió el César a Lázaro.
—No levantes hasta mí tu mirada, Lázaro —ordenóle cuando aquél entró en la cámara—. Me han dicho que tu rostro es semejante al de Medusa y que conviertes en piedra a quien miras. Pero yo quiero mirarte a ti y hablar contigo antes que me conviertas en piedra —añadió con imperial jovialidad, no exenta de terror.
Y llegándose a Lázaro contempló de hito en hito su rostro y sus extrañas vestiduras nupciales. Y padeció el engaño del artístico aliño, aunque su mirar seguía siendo agudo e insolente.
—¡Vaya! Al parecer, no tienes nada de espantoso, respetable anciano. Pero tanto peor para la gente el que lo horrible asuma tan respetable y simpático aspecto. Hablemos ahora.
Sentóse Augusto e interrogando con la mirada tanto como con la palabra, inició el diálogo:
—¿Por que no me has saludado, al entrar?
Lázaro con indiferencia, contestóle:
—No sabía que hubiera que hacerlo.
—Pero ¿quién eres tú?
Con cierto esfuerzo respondió Lázaro:
—Yo he sido un muerto.
—Bien. Ya lo he oído decir. Pero y ahora ¿quién eres?
Lázaro tardó en responder y al cabo repitió con indiferencia y vaguedad:
—Yo he sido un muerto.
—Escúchame, desconocido —dijo el emperador, expresando clara y severamente lo que ya antes pensara— mi imperio es un imperio de vivos; mi pueblo, un pueblo de vivos y no de muertos. Y tú estás de más aquí. No sé quién seas, no sé lo que allí hayas visto…; pero si mientes, abominaré de tu mentira; y si dices verdad…, abominaré de tu verdad. Siento en mi pecho el palpitar de la vida; en mis manos, el poder… y mis altivos pensamientos, igual que las águilas, recorren con sus alas el espacio. Y allí, a mis espaldas, bajo la salvaguardia de mi poderío, bajo las redes de las leyes por mí promulgadas, viven y trabajan y se alegran los hombres. ¿No oyes esta portentosa armonía de la vida? ¿No oyes ese grito de guerra que lanzan las gentes a la faz del que pasa, provocándole a lucha?
Augusto extendió los brazos en actitud de rezo y solemnemente exclamó:
—¡Bendita seas, grande, divina vida!
Pero Lázaro callaba; y con severidad creciente, continuó el emperador:
—Tú estás de más aquí. Tú, despojo lamentable, medio roído por la muerte, infundes a los hombres tristeza y aversión a la vida; tú, como la oruga de los campos, devoras la pingüe mies de la alegría y dejas la baba de la desesperación y el encono. Tu verdad es semejante al puñal tinto en sangre de nocturno asesino… y como a un asesino voy a entregarte al verdugo. Pero antes quiero mirarte a los ojos. Puede que sólo a los cobardes metan miedo y a los valientes les despierten ansias de combate y victoria…, y, si así fuere, no serás digno del suplicio, sino de un premio… Mírame también tú a mí, Lázaro.
Y al principio parecióle al divino Augusto que era un amigo el que lo miraba… que así era de mansa, de tiernamente halagadora la mirada de Lázaro. No terror, sino una dulce serenidad prometía, y a una tierna amante, a una compasiva hermana… o a una madre parecíase lo Infinito. Pero sus abrazos volvíanse cada vez más fuertes y ya la respiración faltábale a los labios ávidos de besos y ya por entre el suave talle del cuerpo asomaban los férreos huesos, apretados en férreo círculo… y unas garras de no se sabía quién rozaban el corazón y en él se clavaban.
—¡Oh, qué dolor! —exclamó el divino Augusto—. ¡Pero mira, Lázaro, mira!
Lentamente abrióse una pesada puerta, cerrada de siglos y por el creciente resquicio, entróse fría y tranquilamente el amenazante horror de lo Infinito. Y he aquí que como dos sombras penetraron allí el inabarcable vacío y la inabarcable tiniebla, y apagaron el sol; lleváronse la tierra de debajo de los pies y la techumbre de sobre las cabezas. Y dejó de doler el desgarrado corazón.
—Mira, mira, Lázaro —ordenó Augusto, tambaleándose.
Detúvose el tiempo y terriblemente se juntaron el principio y el fin de toda cosa. Aún recién levantado el trono, de Augusto derrumbóse y ya el vacío vino a ocupar el lugar del trono y de Augusto. Sin duda alguna, desplomóse Roma y una nueva ciudad vino a ocupar su puesto y también, a su vez, se la tragó el vacío. Cual colosales espectros, caían y desaparecían en el vacío ciudades, imperios y países y con indiferencia se los tragaban, sin hartarse, las negras fauces de lo Infinito.
—Deténte —ordenó el emperador. Y ya en su voz vibraba la indiferencia e inertes colgaban sus manos y en su afanosa lucha con la creciente tiniebla encendíanse y se apagaban sus aquilinos ojos.
—Me has matado, Lázaro —dijo de un modo vago y bostezante.
Y aquellas palabras de desesperanza lo salvaron. Acordóse del pueblo, a cuya defensa venía obligado y un agudo, salvador dolor penetró en su corazón agonizante. «¡Condenados a perecer! —pensó con pena—. Sombras luminosas en la tiniebla de lo infinito —pensó con espanto—, frágiles arterias con hervorosa sangre, corazones que saben del dolor y la gran alegría —pensó con ternura».
Y así pensando y sintiendo, inclinando la balanza ya del lado de la vida, ya del lado de la muerte, volvióse con lentitud a la vida para en sus dolores y sus goces, encontrar amparo contra las tinieblas del vacío y el espanto de lo Infinito.
—¡No; no me has matado, Lázaro! —dijo con firmeza—. ¡Pero yo voy a matarte a ti! ¡Ven acá!
Aquella noche, comió y bebió con especial fruición el divino Augusto. Mas de cuando en cuando flaqueábale en el aire la levantada mano y un opaco brillo deslucía el radiante fulgor de sus ojos aquilinos… otras el horror corríale en doloroso escalofrío por las piernas. Vencido, pero no muerto, esperando fríamente su hora, cual una negra sombra permaneció toda su vida a su cabecera, imperando por las noches y cediendo dócilmente los claros días, a los sufrimientos y goces del vivir.
Al día siguiente, por orden del emperador, con un hierro candente quemáronle a Lázaro los ojos y lo volvieron a su tierra. A quitarle la vida no fue osado el divino Augusto.
Volvió Lázaro a su desierto y acogiólo el desierto con sus vientos de alentar sibilante y su calcinante sol. De nuevo se sentó sobre la piedra, levantando a lo alto sus greñudas barbas salvajes y dos negros huecos en lugar de sus quemados ojos, miraban estúpida y terriblemente al cielo. En la lejanía, zumbaba y rebullíase inquieta la ciudad santa; pero en su proximidad todo estaba yermo y mudo; nadie se acercaba al lugar donde dejaba correr los días el milagrosamente resucitado y hacía ya mucho tiempo que los vecinos abandonaran su casa.
Traspasado por el hierro candente hasta lo hondo del meollo, su maldita fama manteníase allí como en emboscada; como desde una emboscada lanzaba él miles de ojos invisibles sobre el hombre… y ya no osaba nadie mirar a Lázaro.
Pero al atardecer, cuando enrojeciendo y guiñando, declinaba el Sol hacia su ocaso, lentamente íbase tras él el ciego Lázaro. Tropezaba con los guijos y caía, obeso y débil; a duras penas se levantaba y seguía andando; y sobre el rojo fondo del poniente, su negro torso y sus tendidos brazos, dábanle un prodigioso parecido con la cruz.
Y sucedió que salió un día al desierto y ya no volvió más. Así por lo visto, acabó la segunda vida de Lázaro, el que había pasado tres días bajo el misterioso poder de la muerte y resucitado milagrosamente después.
(Tomado de las Obras Completas de Andreiev, traducidas del ruso por Rafael Cansinos Assens, y publicadas en la colección Obras Eternas de Editorial Aguilar, que ha autorizado la inclusión de este cuento en la presente edición).

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