viernes, 29 de marzo de 2019

Rima Rothe de Valbona se aproxima... 100 años de literatura costarricense.


"Rima Rothe de Valbona se aproxima a la nueva estética en su novela “Las sombras que perseguimos” (1983).  La narración se origina a partir de un conocido recurso literario, el encuentro de un manuscrito, en este caso, una libreta “mezcla de diario íntimo, conato de novela y colección de apuntes”. En esta libreta, aparecida junto a un moribundo, se relatan las memorias de Pedro Almirante.  Otro narrador, precisamente el hombre que encontró la libreta, dialoga con un interlocutor que no se identifica y le pide leer los apuntes. Estos y otros procedimientos hacen que  en la novela se confundan en varios momentos los narradores y los lectores. Además,  llaman continuamente la atención del lector sobre el hecho de la lectura: “Perdone que interrumpa su lectura, pero han llegado noticias muy importantes”, dice Benito a su interlocutor. Paralelamente, se propone una mezcla de las identidades de los diferentes personajes en varios sentidos.  Así, Cristina puede o no ser la víctima de su marido Benito,  una mujer tradicional o la amante de varios hombres. Escorpión, el asesino, mata como una forma de ejercer la justicia contra ciertos crímenes, se cree que es el herido junto al cual se encontró la libreta, aunque muere sin que esto se compruebe".

Páginas: 608-609.
100 años de literatura
Costarricense                                                         
Tomo II
Margarita Rojas* Flora Ovares
Editorial Costa Rica. Editorial UCR.
2018.

jueves, 28 de marzo de 2019

LA CAÍDA DE MR. READER Edgar Wallace


LA CAÍDA DE MR. READER

Edgar Wallace
«E
L Orador» era un hombre de gustos sencillos y poco aficionado a las novedades. Si tenía un aparato de radio era porque se lo había regalado un admirador suyo, pues de no ser así jamás se le habría ocurrido comprar uno. Lo tuvo en el salón de su casa sin utilizarlo ni una sola vez, durante seis meses, y cuando, por fin, se decidió, se dio cuenta de que no funcionaban las baterías, dejando pasar otros seis meses hasta mandarlo arreglar.
Evitaba los programas musicales, sobre todo los clásicos, y prefería las conferencias y charlas, tal vez porque encontraba agradable oír hablar sin tener que dar una respuesta. No obstante, a veces, escuchaba a las orquestas de baile, recreándose en atrapar al vuelo los distintos trozos de conversación que llegan desde las parejas hasta el micrófono:
En una ocasión pudo oír la voz de un hombre, algo cansado, mencionado algo relativo a sus negocios, con tanta claridad como si el que hablara se hallase ante él.
—… opino que las cuentas atrasadas nunca deben cancelarse. Yo sé que nos escribió a Glasgow…
Después sintió algo confuso, al mismo tiempo que se oía una risa femenina.
—… precisamente hoy me di de cara con él en la calle y le dije: «¡Oiga! ¡Todavía nos debe usted aquello!…» Es formidable la memoria que tengo; no lo había visto más que una vez… No, únicamente facilitamos el arsénico a los agentes de ventas…
«El Orador» creía ciegamente en la ley de las coincidencias, y por ello no quedó muy sorprendido al leer la palabra «arsénico», la mañana siguiente, en el primer informe redactado por el Jefe de Policía de Wessex, referente al caso «Fainer».
Este informe fue recibido en Scotland Yard con bastante retraso, cuando Mrs. Fainer estaba ya en la cárcel esperando la vista de la causa. «El Orador» leyó la carta con su tranquilidad habitual.
«No estoy convencido de que esa mujer sea la culpable (escribía el jefe de Policía, que, además de buen amigo del «Orador», era el más inteligente de los que ostentaban el cargo), y tampoco creo que mis hombres hayan hecho en esta investigación un papel tan lucido como hubiera sido de desear. Fui algo torpe no llamando a Scotland Yard desde el primer momento, pero si no es demasiado tarde, le agradecería que viniese usted por aquí a fin de esclarecer varios extremos dudosos.»
Después de consultar con el comisario, Mr. Reader tomó el tren para Burntown donde el jefe de Policía le esperaba en la estación.
—La causa se verá la semana próxima, y me parece difícil obtener más pruebas de las que ya poseemos; hay bastante para colgar a esa infeliz —dijo—. Una chica muy guapa, Reader… Valía mucho más que su esposo, un semi-inválido regañón, que no hacía más que quejarse desde la mañana hasta la noche. ¡Le aseguro que, a veces, le doy la razón a ella por haberse desembarazado de ese hombre!
Fainer, el muerto, había sido un comerciante que se retiró de los negocios poco después de cumplir los treinta años, cuando había ya redondeado una fortuna regular, y diez años más tarde contrajo matrimonio con la joven que ahora se hallaba en la cárcel. Para, ella, la vida matrimonial no había resultado precisamente agradable; sin embargo, la soportó con resignación. Tenían uno o dos amigos, el principal de los cuales era un tal míster Alejandro Brait, representante de varios fabricantes de loza y quincalla en la región, al mismo tiempo que agente de negocios.
Mr. Brait era muy respetado en Burntown. Figuraba como uno de los iniciadores de la Junta local para la reforma de menores, había pronunciado varias conferencias, cantaba en el coro de la iglesia y, en general, se le tenía por una de las personas más formales y bondadosas de la localidad.
—No cabe duda —decía el Jefe— que Fainer confiaba en Brait más que en cualquier otro. No tiene nada de extraño, porque Brait es campechano y optimista, y con su charla le hacía olvidar sus padecimientos, contribuyendo de paso a hacer la vida más soportable a Mrs. Fainer. Lo trágico es que va a figurar como testigo principal de la acusación.
—¿Por qué precisamente como testigo principal? ¿Vio a la culpable envenenar a su víctima? —inquirió «El Orador».
Con gran sorpresa por su parte, el jefe asintió.
—Es evidente que el veneno fue administrado en el momento de tomar el té. En la instancia estaban Mr. Fainer, su esposa y Brait, que la vio pasar a su esposo un plato con dulces. Fainer murió a la mañana siguiente, y según el dictamen médico la muerte fue debida a envenenamiento con arsénico. Cuando Brait se enteró se vio en un apuro, porque una tarde se había encontrado en la calle con Mrs. Fainer que le había pedido algo extraordinario: que le procurase un poco de arsénico en la farmacia. El pobre no supo qué contestar, y temiendo decir algo imprudente, la informó de que únicamente podía conseguir arsénico firmando en el libro que las farmacias tiene para controlar las ventas de venenos, y que tendría que declarar el fin a que se destinaba el producto. Mrs. Fainer pareció algo turbada al oír aquello y desistió de su idea. Aquella tarde se vieron de nuevo a la hora del té, pero ella no volvió a hablar del asunto.
—¿Han encontrado arsénico en su domicilio? —preguntó Reader.
El jefe de Policía movió la cabeza negativamente.
—No. Hemos registrado por todas partes, sin encontrar nada; y tampoco sabemos de dónde lo sacó. Ella, naturalmente, niega haber envenenado a su esposo; confirma que encontró a Brait en la calle, cerca de Broadway, pero niega haber hablado de arsénico. Brait no se ha disgustado por esto; es hombre comprensivo y se da cuenta de que esa desgraciada tiene que mentir para que no la condenen.
—¿Cuánto tiempo lleva Brait en esta ciudad?
—Pues… unos cinco años. Es persona muy estimada…
—¿Tenía ella algún amante? —interrumpió «El Orador».
—¿Amante? ¡No!… ¡Válgame Dios!… No, de ningún modo. Hemos hecho pesquisas, y no hemos descubierto nada reprobable.
«El Orador» removió el té con su cucharilla en actitud pensativa.
—No creo que por ahora pueda hacer otra cosa que averiguar de dónde obtuvo el arsénico esa desgraciada.
A su regreso a Londres recordó su costumbre de no despreciar las coincidencias, y lo primero que hizo fue dirigirse al hotel cuya orquesta se oía en el programa de radio del que le llegaron las ya conocidas frases sueltas. Fue recibido por el «maître», que era bastante amigo suyo.
—¿Dice usted que hablaban de arsénico? ¡Hum!… Sería míster Langfort, un señor de Glasgow. Tiene una fábrica de productos químicos. Estuvo aquí anoche y marcha a Glasgow en uno de los trenes de esta mañana. ¿Quiere usted hablar con él?
«El Orador» tuvo que esperar cinco minutos mientras se buscaba a Mr. Langfort; finalmente le condujeron al teléfono, por el cual habló con dicho señor, que, evidentemente, se hallaba preparando el equipaje en sus habitaciones. Reconociendo inmediatamente la voz que había oído por radio, Mr. Reader explicó en pocas palabras el motivo de su llamada.
—¡Hombre, es curioso! —exclamó Mr. Langfort, con marcado acento escocés—. ¡De modo que me oyó por la radio! A mi esposa le parecerá muy gracioso cuando se lo diga. Sí, en efecto; estaba hablando de arsénico. A propósito: le ruego no divulgue que mi acompañante era una señora…
«El Orador» acogió aquello con una mueca y le aseguró que podía contar con su silencio.
—Hablaba de un individuo a quien encontré ayer en la calle —continuó Mr. Langfort—. Es viajante o agente de compras de una casa importante, y vino a Glasgow en una ocasión; yo acerté a verlo por causalidad. Nos compró una libra de arsénico. Se llamaba… verá… se llamaba Grinnet. Recuerdo que dijo que tenía su oficina en Bristol. Pero se llevó el arsénico sin pagarlo, y ahora, al cabo de los años, le reconocí al verlo por la calle…
—¿Y le pagó?
—¡No faltaba más! —exclamó Mr. Langfort, con acento triunfal.
Mr Reader continuó tomando nota de la declaración del fabricante. Más tarde, cuando se hallaba cenando con el comisario, se atrevió a hacerle un ruego.
—Sí, desde luego —asintió su interlocutor—. Puede usted visitar la cárcel; dando mi nombre, le dejarán entrar. Me imagino que Mrs. Fainer no sentirá deseo alguno de hablar más de su desgracia, pero tal vez usted pueda convencerla de que nos ayudaría a esclarecer los hechos si nos dijese todo lo que sabe.
A las nueve en punto de la mañana siguiente, «El Orador» entraba en la prisión de Wilsey, y era conducido al departamento de mujeres, donde se le introdujo en un salón de espera. Al poco rato abrióse una puerta al otro extremo y entró una mujer pálida y de expresión asustada, aunque se adivinaba en su porte cierta distinción y dignidad. Además, poseía una belleza nada corriente.
«El Orador» era hombre poco sentimental. Había visto en muchas ocasiones a mujeres de gran atractivo, pero lo cierto es que ésta le causó una profunda impresión, tanto por su belleza como por la terrible situación en que se hallaba.
—Buenos días, Mrs. Fainer; soy el inspector Reader, de Scotland Yard —dijo, plácidamente—. He venido a hablar un poco con usted.
Ella cerró los ojos y movió negativamente la cabeza con aire de cansancio.
—No creo que pueda decirle a usted algo que no haya dicho ya a los demás, inspector.
«El Orador» dio la vuelta a la mesa y tomó asiento junto a la detenida, haciendo un gesto para indicar al vigilante que podía retirarse al otro extremo del amplio salón.
—Le diré lo que me interesa saber… —comenzó.
—¿De dónde saqué el veneno, tal vez? —adivinó ella—. No fui yo quien lo puso. Ni sé de dónde procedía. Estoy cansada de repetirlo y nadie me cree. Usted tampoco, seguramente.
—El juicio tendrá lugar la semana próxima. ¿Insiste usted en lo que ya declaró respecto a Mr Brait?
Al oír esto Mrs. Fainer elevó hacia él su mirada.
—Jamás dije a Mr. Brait nada acerca de ese ni otro veneno. Lo juraré ante el Tribunal, aunque no creo que me sirva.
—Entonces, ¿por qué miente ese hombre? —inquirió Reader.
La joven miró al suelo y se encogió de hombros.
—Eso sí que no lo sé —contestó con voz que casi era un susurro.
«El Orador» era un hombre dotado de instinto prodigioso y aquella actitud le reveló algo que ella no quería decirle.
—¿Es usted muy amiga de Mr. Brait?
—No, no —contestó ella, titubeando—. No muy amiga.
—¿Le dijo él alguna vez que estaba enamorado de usted?
Ahora la joven le miró con ojos asustados.
—¿Quién se lo ha dicho? Sí, en efecto; así es.
—Bien… ¿Qué aspecto tiene ese Mr. Brait?
La acusada le miró con expresión de asombro.
—¿No le conoce usted? ¿No le ha visto nunca?
—El único a quien he visto es al jefe de Policía. No sé si me creerá, Mrs. Fainer; pero tenga por seguro que mi intención es ayudarla en lo que pueda, y que no trato de hacerle decir nada que la comprometa.
Ella se quedó mirándole fijamente durante unos momentos.
—Le creo —dijo, finalmente—. Ya había oído hablar de usted antes, Mr. Reader. Sé que le llaman «El Orador» —añadió, mientras su pálido rostro se iluminaba con una leve sonrisa—, aunque ahora está usted hablando más de lo que dice la gente.
Por muchos esfuerzos que hizo, «El Orador» no pudo disimular su turbación, ni evitar un marcado sonrojo.
—Es posible que tenga razón —dijo—. Y ahora, ¿quiere decirme lo que sabe de Mr. Brait?
La joven no tenía mucho que contar. Mr. Brait la había galanteado atrevidamente en dos o tres ocasiones, y le había escrito algunas cartas.
«El Orador» adivinó que la joven no lo decía todo; que aquellas dos o tres ocasiones habían sido bastante penosas para ella. Y en cuanto a las cartas…
—¿Conserva usted alguna? —inquirió.
Nuevamente titubeó la joven.
—Le diré. Las guardé, porque aunque representaban un motivo de preocupación, tenía interés en conservarlas, por si acaso…, comprenda lo que quiero decirle: ¡Mi marido tenía en Mr. Brait una confianza sin límites! Hasta que un día tuve un susto horroroso. Las había guardado en un cofrecito que cerré con llave, y seguramente, un día que salí de casa, mi marido debió de abrirlo, y apoderarse de las cartas. Lo cierto es que desaparecieron de allí. No comprendo por qué se le ocurrió abrir el cofre. No había guardado nunca en él más que papel de cartas y sobres.
—¿No le habló nunca de esas cartas su marido?
Mrs. Fainer negó con la cabeza.
—Tal vez fuera alguna de las criadas —rumió el detective—. ¿Está usted segura de que se las robaron, de que no las tiene en el cofre?
—Completamente. Creo que el cofre está ahora en poder de la Policía.
—¿Qué aspecto tiene ese Brait? —inquirió «El Orador».
—Como amigo es bastante simpático; aparte, naturalmente, de sus atrevimientos conmigo, Y, después de todo, tampoco se le puede reprochar a un hombre que se enamore de una mujer… si verdaderamente era amor lo que sentía por mí. No es mal parecido, rubio, con ojos azules. Ya le verá usted por ahí.
—Me propongo verle esta noche —anunció Reader, levantándose de su asiento—. Creo que ya no tengo más que preguntarle; únicamente algo acerca de ese cofre. ¿Tenía una cerradura corriente?
Su interlocutora sacudió la cabeza en señal negativa.
—No; eso es lo más curioso. Tenía una cerradura «Yale», muy difícil de abrir. Fue uno de mis regalos de boda, y yo tenía la única llave. Guardaba allí varias cosas además de las cartas; y sin embargo, éstas habían desaparecido.
—¿Por qué guardaba usted en él los papeles de cartas y los sobres? —preguntó «El Orador».
La presunta envenenadora se puso roja como una amapola.
—A mi esposo le desagradaba verme escribir cartas —confesó—, y decía que era un gasto inútil. Tenía costumbre de contar las hojas de papel y los sobres en su escritorio, y si veía que faltaba alguna pedía explicaciones. Parece ridículo, ¿verdad? A causa de esa rareza suya me veía obligada a comprar papel y sobres sin que lo supiese. Mi esposo también se sentía celoso de todo lo que recordase mis antiguas amistades, y yo insistía en seguir escribiendo a las amigas con quienes estuve en colegio. Usted mismo podrá comprobar la verdad de lo que le digo.
—¿Por qué no informó a la Policía respecto a las insinuaciones amorosas de Mr. Brait tan pronto como la detuvieron?
La joven viuda se estremeció visiblemente.
—¿De qué me habría servido? —dijo.
Cuando salió de la prisión, «El Orador» era otro hombre. No era la primera vez que defendía a un acusado; pero jamás se había sentido tan convencido de la inocencia de una persona a quien todos creían culpable.
Aquella noche se vio con Mr. Brait y le contó parte de lo hablado con Mrs. Fainer. Su interlocutor le escuchó atentamente, con expresión de indefinible tristeza.
—Ojalá no la hubiese encontrado aquel día —dijo—. Fue la maldita casualidad la que me hizo pasar por las calles del centro y ver a esa infeliz cerca de la farmacia. Aprecio mucho a esa pobre señora.
—¿Qué quiere usted decir con eso de aprecio? ¿Qué está enamorado de ella? —preguntó Reader, sin andarse por las ramas.
Mr. Brait se sonrojó como una colegiala.
—No sé por qué me pregunta eso —dijo con acento altivo—. La aprecio, simplemente; es simpática. Apreciaba aún más a su esposo… Eso es todo.
—¿Le ha escrito usted alguna vez?
—¿Se lo ha dicho ella? —preguntó Brait sonriendo—. Si es así, no serviría de nada que yo lo negase. Le he escrito esquelitas alguna que otra ocasión para avisarle que iría a pasar la tarde jugando a las cartas con su esposo, pero nada más. ¿Va usted a insinuar que escribí otra clase de cartas?
—No insinúo nada; estoy interrogándole —dijo «El Orador» con el tono más brusco que era capaz de emplear.
La entrevista tenía lugar en la oficina del jefe de Policía a altas horas de la noche, y, cuando Brait se hubo marchado, el jefe se dirigió a Reader con aire de reproche:
—No debe usted tratar así a Brait; es una bellísima persona, incapaz de hacerle daño a nadie. ¿Qué opina usted de ella?
—¿De Mrs Fainer? ¡Que es una mujer admirable!
El jefe pensó que un hombre que ya había cumplido los cincuenta y dos, y que aún estaba soltero, no debía considerar a una persona acusada de asesinato como «El Orador» consideraba a aquella mujer.
A la mañana siguiente, el detective seguía atareado con sus investigaciones. Pronto surgieron los resultados: el joven que le servía de ayudante llegó con algunas noticias de interés.
—El muchacho que trabajaba como ordenanza en la oficina de Brait ha sido despedido. He estado hablando con él y parece un chico inteligente.
—Odio a los chicos inteligentes; prefiero a los que no sobresalen en nada —gruñó «El Orador».
No obstante, la inteligencia de aquel chico quedó demostrada sin lugar a dudas cuando, a las diez de la noche, fue al domicilio del ayudante de Mr. Reader con un libro de apuntes bajo el brazo. Al día siguiente «El Orador» hizo tres visitas al pueblo vecino, desde donde podía telefonear sin despertar la curiosidad de las telefonistas. Celebró varias conferencias con la localidad de St. Helens, en Lancashire, habló también con el cura de un pueblo en Somerset, y cuando llegó la noche sólo quedaba por descifrar el problema del cofre.
—Carece de interés —dijo el jefe de Policía, que lo tenía en su poder—. Su dueña nos dio la llave; dentro no hay nada que valga la pena.
—¿Contiene todavía el papel de cartas?
—Supongo que sí —contestó el jefe, algo sorprendido.
Dos minutos más tarde, «El Orador» tenía ante él, sobre la mesa, el cofre de referencia, que abrió acto seguido.
En el fondo se veían hojas de papel de cartas de diferentes colores y tamaños, con media docena de sobres.
—¿Por qué compraría tantas clases diferentes de papel? —murmuró «El Orador».
Sacó las hojas y las distribuyó sobre la mesa, clasificándolas según el tamaño.
—¿Y por qué guardaba un papel tan descolorido? —preguntose otra vez—. Mire, jefe: si no le importa, me llevaré todo esto a Londres mañana. Pienso regresar el domingo. Y ahora, antes de irme, quisiera ver otra vez a la detenida.
Su entrevista con ella fue algo curiosa. Cuando la viuda entró en la estancia, lo hizo con paso firme y mirada brillante; notábase en su porte cierto aire decidido del que había carecido en la anterior ocasión. No obstante, el motivo estaba lejos de ser lo que Reader imaginaba.
—Me he resignado —dijo la joven—, y estoy preparada para morir si es que me condenan.
—¿Por qué dice esas tonterías? —gruñó «El Orador» con acento malhumorado.
—Mire, Mr. Reader: figúrese que, por un milagro, el jurado me absolviese. No lo creo posible, pero supongamos que se dejan convencer por mi abogado. Yo no tengo medios para vivir. Desde ahora me señalaría todo el mundo con el dedo y me vería obligada a irme lejos de aquí. Mi esposo me dejó sin un céntimo. Como en sus últimos momentos creyó que era yo quien le había envenenado, se apresuró a hacer un nuevo testamento en el que no me dejaba nada. Como usted comprenderá, no me seduce la idea de volver al mundo para soportar tan pesada carga.
—Podría casarse otra vez —gruñó «El Orador» sin atreverse a mirarla.
Ella, en cambio, le contempló con gran curiosidad.
—¡Qué hombre tan extraño es usted, Mr. Reader! No se parece nada a las descripciones que me habían hecho. Resulta que habla mucho más de lo que dice la gente.
«El Orador» se levantó del asiento y carraspeó alzo azorado.
—Le diré algo en confianza, Mrs. Fainer —dijo—. Tiene usted que prepararse para hacer frente a la vida.
La viuda escrutó ansiosamente el rostro del detective.
—¿Quiere decir que me absolverán?
—Pues, naturalmente —afirmó Mr. Reader, con acento firme—. Estoy seguro de ello; ya sabemos que la mujer del basurero cogió unos trozos de chaqueta para remendar los pantalones de su pequeñuelo.
Mrs. Fainer creyó que Reader estaba borracho, muda calumnia que el inspector pudo leer en sus ojos.
—No me tome por borracho o por loco —dijo, y se despidió de ella, partiendo precipitadamente.
Lo de la mujer del basurero había sido un descubrimiento del joven ayudante, para cuyo ascenso en Scotland Yard habían cursado ya una recomendación a la superioridad.
«El Orador» pasó dos días en la ciudad, principalmente en Whitehall. Regresó a Burntown en el tren de las seis, y el jefe de Policía le esperaba en la estación.
—Hemos pedido a Mr. Brait que venga a mi oficina —anunció a Reader con cierta sequedad en el tono.
Era evidente que comenzaba a arrepentirse de haber solicitado la ayuda de Scotland Yard.
—Y no olvide, Mr. Reader, que debe usted procurar no ofender a ese caballero. Nos ha prestado su colaboración, facilitándonos toda la información que ha podido.
—No sé si tendré que ofenderle o no —dijo «El Orador»—; pero, en cambio, he descubierto lo que le interesaba a usted, jefe, y debía usted estar satisfecho.
—¿Cómo? ¿Descubrió usted la procedencia del veneno?
«El Orador» asintió, pero negose a revelar más hasta que entraron en la amplia oficina que el jefe de Policía tenía en el Edificio del Ayuntamiento. Cuando llegaron, vieron allí a otros dos detectives en compañía de Mr. Brait, el cual se levantó de su asiento, saludando a Reader con aire sonriente; pero el inspector no hizo caso alguno de la mano que se le ofrecía.
—¿Cuánto tiempo hace que vive usted en esta ciudad, míster Brait? —le preguntó, apoyándose en la repisa de la chimenea.
—Cinco años —contestó el interpelado, un poco sorprendido.
—¿Dónde había vivido usted antes?
Mr. Brait pasó a informarle sobre aquel extremo.
—¿Era usted también agente de negocios allí?
Su interlocutor se limitó a asentir inclinando la cabeza.
—¿Le sorprendió a usted mucho el que Mrs. Fainer le pidiese que le procurase arsénico?
—Naturalmente —contestó Mr. Brait.
—No ha traficado nunca con arsénico, ¿verdad?
—No, desde luego —afirmó Brait secamente.
—¿Nunca compró usted arsénico a un almacenista? Le pregunto eso porque sé que el mismo día en que Mr. Fainer se sintió indispuesto por haber tomado el veneno recibió usted un paquete por correo certificado. En sus libros lo anotó como si se tratase de productos químicos, pero yo conozco la Casa de St. Helen, que se lo envió.
Brait asintió con gran sangre fría.
—Sí, ahora recuerdo. Compré una libra… o media libra, no estoy seguro… y lo remití el mismo día a un cliente de Shanghai.
—¿Recuerda usted el nombre de ese cliente?
—No; ahora mismo no me acuerdo.
—¿Conserva el recibo del envío certificado a Shanghai?
Advirtióse en Mr. Brait una breve vacilación.
—No lo envié por correo certificado —dijo.
—¿Y por qué no? —saltó «El Orador» vivamente—. Usted pidió que se lo enviasen certificado desde St. Helens, que no está lejos. ¿Cómo es que luego lo remitió sin certificar nada menos que a la China?
A esto no hubo respuesta alguna del interrogado.
—¿A qué hora lo depositó en Correos?
—Alrededor de la una —fue la incauta respuesta, que casi hizo al «Orador» abalanzarse impacientemente hacia Brait.
—¿Diez minutos antes de separarse de Mrs. Fainer en la calle? ¿Lo llevaba usted entonces en el bolsillo?
Brait pasó de rojo escarlata a una palidez cadavérica.
—Le advierto que no tengo por qué contestar a preguntas…
—¡Contestará usted a todas las que yo quiera hacerle! —le cortó «El Orador»—. No fue usted a Correos inmediatamente, ¿verdad?
—No; lo deposité aquella noche —dijo Brait agriamente.
—Y, por lo tanto, lo llevaba en el bolsillo cuando estuvo en casa de los Fainer tomando el té, ¿no? Yo le diré lo que pasó: cuando usted volvió a su casa, ya llevaba el paquete roto dentro del bolsillo —roto por haber sacado arsénico de él— y el día siguiente quemó usted su chaqueta para evitar sospechas. Pero no tuvo suerte: el basurero de su distrito guardó varios trozos del bolsillo que no habían ardido, y que están impregnados de arsénico. ¿No lo sabía?
El acusado se dejó caer en un sillón, como abrumado por el peso de los argumentos del inspector.
—Y ahora le diré algo más; hace cinco años compró usted arsénico a una casa de Glasgow, y no lo pagó hasta hace unos días, cuando el director de la casa vendedora le vio en la calle. Ese señor está dispuesto a venir a identificarlo. En aquella ocasión, el arsénico le fue remitido a la ciudad donde vivía usted entonces. También tenía usted allí una agencia de negocios. ¿Lo envió también a China?
El acusado no contestó a nada de aquello.
—Y tres días después, murió su primera esposa.
Ahora Brait se levantó, lanzando un rugido de cólera.
—¿Qué trata usted de insinuar? —barbotó—. ¿Por qué iba yo a querer matar a Fainer… mi mejor amigo?
—Porque estaba enamorado de su mujer, a quien le escribía cartas proponiéndole que se fugase con usted.
—¡Tendrá que probarlo enseñándonos esas cartas!
—Naturalmente. Las enseñaré; no se apure. Mrs. Fainer guardaba tres en un cofrecito, y creyó que habían desaparecido, cuando, en realidad, lo que había ocurrido era que la tinta se había descolorido. El hombre que escribe cartas de amor con tinta invisible, merece todavía más que la horca que le espera a usted… ¡No le dejen escapar!
El jefe de Policía se precipitó hacia la puerta, a fin de interceptar el paso al fugitivo. Por un momento, Brait se quedó en actitud indecisa, y luego, antes de que «El Orador» pudiese evitarlo, metió una mano en el bolsillo… Brilló un fogonazo y retumbó un disparo, y el criminal cayó inerte al suelo.
La vista de la causa de Mrs. Fainer por la muerte de su esposo tuvo muy poca duración. Una vez terminada, «El Orador» condujo a la viuda a Londres en su automóvil de dos plazas, y en todo el trayecto no habló más que una sola vez. Ello ocurrió cuando detuvo el coche en una curva del camino desde donde se dominaba el paisaje maravilloso de un valle por el que un río deslizaba sus plácidas aguas. En aquel lugar fue donde el inspector, contra su costumbre, habló por los codos.

Su esposa, la ex acusada de asesinato, complacíase a menudo en recordarle aquel comienzo de su «caída».

miércoles, 27 de marzo de 2019

PISADAS EXTRAÑAS G. K. Chesterton


PISADAS EXTRAÑAS

G. K. Chesterton
S
I usted logra ver a algún miembro del selecto círculo «Los Doce Auténticos Pescadores» en el momento de entrar en el Hotel Vernon para asistir a la comida anual del grupo, advertirá que ese caballero al quitarse el gabán, aparece vestido con un traje de etiqueta, no negro, sino verde. Suponiendo que tenga usted la astronómica audacia de interpelar a un ser semejante, y llegara a preguntarle la causa que le hace llevar tal atavío, es muy probable que él le conteste que lo hace para no ser confundido con un camarero. Y usted tendrá que retirarse anonadado, dejando a sus espaldas un misterio irresoluble y una historia digna de ser relatada.
Si, continuando por el mismo camino de las improbables conjeturas, llega usted a conocer a un bondadoso, activo y menudo sacerdote que responde al nombre de Padre Brown y le pregunta qué considera más notable de lo que ha sucedido en su vida, es muy probable que le responda que su mayor proeza tuvo lugar en el Hotel Vernon, en donde evitó un delito y acaso salvó un alma, gracias solamente a haber oído ciertas pisadas en un pasillo. El Padre Brown se siente bastante orgulloso de esa insólita y maravillosa hazaña, y es posible que la narre, lector. Pero como resulta inmensamente inverosímil que usted ascienda tanto en el plano social como para poder encontrar a los «Doce Auténticos Pescadores», y no menos increíble que llegue tan bajo como para hundirse entre la gentuza y los criminales donde suele encontrarse al Padre Brown, temo que nunca llegue a saber esa historia, si yo no me decido a contársela.
El Hotel Vernon, donde «Los Doce Auténticos Pescadores» celebran sus comidas anuales, es una institución oligárquica que llega hasta la locura en su afán de extremar las buenas maneras. Se trata de una empresa comercial «exclusivista», de una organización económica concebida al revés de todas las demás. Es decir, que consiste, en algo que tiende, no a atraer a la gente, sino a alejarla. En el corazón de una plutocracia, los comerciantes acaban siendo lo bastante sagaces para volverse más exigentes que la clientela misma, O sea, que inventan dificultades para que sus ricos y aburridos clientes gasten tiempo y dinero en superarlas. Si hubiera en Londres un hotel elegante, al que sólo pudieran concurrir hombres de seis pies de estatura como mínimo, la sociedad elegante se apresuraría a suministrar grupos de individuos de seis pies para poder comer allí. Si un restaurante caro, por mero capricho de su propietario, únicamente abriese las tardes de los jueves, esas tardes se verían atestados de público sus salones.
El Hotel Vernon se alzaba, como casualmente, en la esquina de una plaza de Belgravia. Era un hotel pequeño y con muchos inconvenientes. Pero esos inconvenientes eran considerados como una muralla protectora por la concurrencia, toda ella perteneciente a una clase determinada. Existía, de modo especial, una incomodidad de vital importancia: sólo podían comer allí, literalmente, veinticuatro personas a la vez. La única, mesa de banquetes —mesa célebre por cierto— se abría al aire libre, en una especie de galería, sobre una terraza que miraba a uno de los más exquisitos jardines antiguos de Londres. De manera que, para complicar más las cosas, los únicos veinticuatro asientos de la mesa sólo podían ser ocupados en tiempo caluroso, lo que hacía que su disfrute fuese tan difícil como deseado. El propietario del hotel era un hebreo llamado Lever que había ganado algo más de un millón con su negocio, a base de dificultar el acceso a él. A esta limitación, en la amplitud de su empresa, añadía, como es lógico, la más cuidadosa maestría en su dirección. Los vinos y la cocina eran indiscutiblemente tan buenos como los mejores de Europa, y el trato de la servidumbre reflejaba exactamente el tono marcado por la alta sociedad inglesa. El propietario conocía a sus camareros como a los propios dedos de la mano. Aquellos hombres eran quince, en total. Resultaba mucho más fácil llegar a miembro del Parlamento que a camarero del Hotel Vernon. Todos ellos estaban adiestrados en un tremendo silencio lleno de amabilidad, como si cada cliente fuese su señor. Y el hecho es que casi siempre cada cliente disponía allí por lo menos de un camarero.
El círculo de «Los Doce Auténticos Pescadores» no hubiese podido comer nunca en un lugar que no fuese como éste, porque sus miembros deseaban poseer un aislamiento lujoso y les hubiera enojado el mero pensamiento de que cualquier otro grupo comiese en la misma casa. Con ocasión de su banquete anual, los Pescadores tenían la costumbre de exponer todos sus tesoros especiales, como si se hallasen en una casa particular. Exhibían, en especial, el célebre servicio de cuchillos y tenedores para pescado que era como el distintivo de la organización. Cada cuchillo o tenedor era de plata labrada, y tenía la forma de pez, y una gran perla en el mango. Estos cubiertos se sacaban siempre para el plato de pescado, el más importante de aquella importante comida. La agrupación tenía gran número de ceremonias y ritos, pero no historia alguna ni objeto de alguna clase, por lo cual resultaba muy aristocrática. Es inútil que haga usted, lector, ningún intento para ser miembro de «Los Doce Auténticos Pescadores» y a menos que pertenezca usted a cierta clase de personas, ni siquiera conseguirá jamás oír hablar de ellos. El círculo contaba con doce años de existencia. Su presidente era el señor Audley; su vicepresidente, el duque de Chester.
Si he logrado expresar hasta cierto punto el ambiente de aquel asombroso hotel, el lector sentirá la natural extrañeza sobre los medios que me han hecho saber algo concerniente a tal establecimiento, y asimismo se preguntará cómo una persona tan llana y vulgar como el Padre Brown consiguió bogar en tan dorada galera. Hay en el mundo cierta anciana, muy revolucionaria y demagoga, que cuando le parece irrumpe en los más refinados rincones y da la tremenda noticia de que todos los hombres son hermanos; y siempre que esa universal niveladora llega a cualquier lugar, a horcajadas sobre su esquelético corcel, es obligación del Padre Brown seguirla. Ocurrió que cierto camarero del Vernon, un italiano, padeció un ataque de apoplejía una tarde, y su judaico patrón, aunque ligeramente asombrado de las supersticiones del prójimo, consintió en mandar a buscar al más próximo sacerdote católico romano. Lo que el camarero confesara al Padre Brown no nos interesa; pero, al parecer implicaba escribir una nota o declaración que transmitiese algún mensaje o enderezase algún entuerto. Por lo cual el Padre Brown, con su amable desenvoltura que igual hubiese manifestado en el mismísimo Palacio de Buckingham, solicitó útiles para escribir y lugar adecuado donde poder hacerlo. El señor Lever quedó literalmente deshecho. Era un hombre amable, y además, practicaba esa triste imitación de la cortesía que consiste en detestar toda complicación o escándalo. De otra parte, la presencia de aquel inesperado personaje en su hotel, precisamente aquella noche, resultaba algo así como echar una mancha sobre una cosa recién lavada. En el Vernon no había ningún cuarto lateral, ni clase alguna de antesala, ya que nadie tenía que esperar a nadie, ni nunca penetraban allí parroquianos circunstanciales. A la sazón había quince camareros. A la sazón había doce clientes. Encontrar un nuevo huésped en el hotel aquella noche, habría resultado tan desconcertante como encontrar un nuevo hermano, durante el almuerzo o la cena, en la propia familia de uno. Para colmo, el aspecto del sacerdote era bastante mediocre y sus ropas estaban algo sucias, lo cual suponía que una simple mirada desde lejos echada sobre el Padre Brown, podría ocasionar una crisis en el círculo. Finalmente el señor Lever concibió un plan para encubrir la desgracia, ya que le era imposible evitarla. Según entra usted —cosa que no hará nunca— en el Hotel Vernon, encuentra un corto pasillo, decorado con unas cuantas, borrosas, pero importantes pinturas, y llega al vestíbulo principal, del que arranca a la derecha un pasillo que lleva a los comedores, mientras que otro pasillo a la izquierda conduce a las cocinas y a la administración del hotel. Al entrar en ese segundo pasillo se ve, a la izquierda, un despacho encristalado, que parece una casa dentro de otra y que, en otros tiempos, debió de ser el bar del establecimiento.
Tras los cristales de esta oficina se sienta el representante del propietario (porque en casa nadie comparece en persona mientras lo pueda evitar). Después de la oficina, camino de las dependencias de la servidumbre, está el guardarropa, límite extremo de los dominios de los clientes. Pero entre la oficina y el ropero se encuentra un cuartito privado, que no tiene salida al pasillo, y que es utilizado a veces por el propietario para graves e importantes asuntos, tales como prestar mil libras a un duque o negarle seis peniques a otro. Y es una muestra de la magnífica tolerancia del señor Lever el que permitiera que aquel lugar sagrado fuese profanado durante media hora por un simple sacerdote que garabateaba en un pliego de papel. Probablemente la historia que el Padre Brown relataba en aquellas líneas era más interesante que la presente, pero nunca será conocida. Por mi parte sólo puedo afirmar que no era menos larga que ésta, y que sus dos o tres párrafos finales resultaban los menos emotivos y atrayentes. Porque fue al llegar a ellos cuando el sacerdote empezó a dejar vagar un tanto sus pensamientos y permitió despertar a sus sentidos físicos, que eran de una penetración normal. Llegaba la hora de la oscuridad y de la cena; el cuartito donde trabajaba el clérigo no tenía luz aún y acaso la penumbra, al concentrarse, produjera, como a veces sucede, una agudización del sentido auditivo. Mientras el Padre Brown redactaba la última y menos esencial parte de su documento, advirtió que estaba escribiendo al compás de un ruido exterior, igual que en ocasiones solemos pensar al ritmo del rodar de un tren. Cuando reparó en tal cosa, descubrió lo que era: un rumor de pisadas al otro lado del tabique, cosa nada insólita en el pasillo de un hotel. No obstante, miró al penumbroso techo y escuchó. Tras atender unos segundos, se incorporó y, ladeando la cabeza, púsose a escuchar más atentamente. Después se sentó de nuevo y, hundiendo la cabeza entre las manos, consagróse, no sólo a escuchar, sino a reflexionar también.
Las pisadas que sonaban fuera eran iguales a las que pueden oírse usualmente en un hotel y, sin embargo, en conjunto, había algo muy extraño en ellas. No se percibían otras pisadas. Aquel establecimiento era siempre muy silencioso, porque los pocos clientes conocidos iban directamente a su mesa y los bien adiestrados camareros tenían la orden de mantenerse invisibles mientras no se les necesitara. Era imposible concebir otro sitio donde hubiera menos razón para sospechar nada irregular. Sólo que aquellas pisadas eran tan notables que no se sabía si calificarlas de regulares o de lo contrario. El Padre Brown siguió el compás del ruido golpeando con el dedo el borde de la mesa, como el que se esfuerza en aprender una melodía al piano.
Primero fueron una serie de rápidos y leves pasos cortos, semejantes a los de un hombre empeñado en ganar una marcha al paso. En un instante dado se detuvieron, convirtiéndose en una especie de andar lento e indolente que duraba aproximadamente el mismo rato que las otras pisadas. Apenas muerto el último golpe de esta clase, se reanudó el rumor de pisadas rápidas y ligeras, volviendo después el otro andar, más recio. Todo procedía del mismo calzado, lo que se evidenciaba en parte porque, según se ha dicho, allí no debía haber verosímilmente otro par de zapatos en movimiento, dadas las discretas costumbres de la casa; y en parte porque aquel calzado tenía un inconfundible crujido.
El Padre Brown poseía esa clase de mente que no sabe estar sin inquirir las cosas, y aquel caso, tan trivial en apariencia, incrustóse profundamente en su cerebro. Había visto hombres correr para saltar. Había visto hombres correr para patinar. Pero ¿a santo de qué podía un hombre correr para concluir por andar? También, ¿para qué empezaba por andar para concluir por correr? Sin embargo, ninguna otra cosa podía explicar las extravagancias de aquellas piernas invisibles. El hombre aquel, o andaba muy deprisa la mitad del corredor para andar muy despacio la otra mitad, o andaba muy despacio hasta un extremo para gozar del placer de andar muy deprisa hasta el otro. Ninguna de las dos posibilidades parecía tener mucho sentido. El cerebro del Padre Brown se obscurecía cada vez más, como el cuarto que ocupaba.
Pero, en cuanto empezó a pensar concentradamente, la misma oscuridad de su celda pareció tornar sus pensamientos más vívidos, y empezó a divisar, como en una especie de visión fantástica, los estrafalarios pies recorriendo el pasillo en actitudes antinaturales o simbólicas. ¿Sería una danza religiosa pagana? ¿O alguna clase, nueva en absoluto, de ejercicio científico? El Padre Brown dióse a reflexionar con más precisión en lo que los pasos sugerían. Primero estudió el paso lento: aquellas no eran las pisadas del dueño del hotel. Los hombres de ese tipo andan con un rápido contoneo o están parados. Ni podían ser los pasos de un botones esperando órdenes. Los pasos de la gente humilde (en una oligarquía) no suenan así, sino que, o vacilan en caso de ligera embriaguez, o (y esto es más general, especialmente en lugares fastuosos) permanecen inmóviles en actitudes reprimidas. No. Aquel paso era pesado y a la vez elástico, con un algo de negligente imperio; no muy ruidoso y, sin embargo, indiferente al ruido que pudiera producir, y sólo podía pertenecer a un determinado animal terreno. Aquel paso correspondía a un caballero del occidente de Europa, y probablemente a un caballero que nunca había trabajado.
En el instante en que el Padre Brown alcanzaba esta firme certeza, el paso adquirió un veloz ritmo cruzando tras la pared, febrilmente, como una rata. El oyente notó que, aun cuando el paso era más ligero, era también mucho menos ruidoso, casi como si el desconocido anduviese de puntillas. Esto, empero, no se asociaba en la mente del Padre Brown con misterio alguno, y sí con otra cosa, una cosa que no lograba recordar. Sentíase atormentado por uno de esos recuerdos inconcretos que llevan al hombre al borde de la locura. Era seguro que él había oído aquel extraño y rápido modo de andar en alguna parte. De pronto incorporóse, esclarecido su cerebro por una nueva idea. Su cuarto no daba directamente al pasillo, sino por un lado al despacho de cristales y por otro al guardarropa. Empujó la puerta del despacho y la encontró cerrada. Se asomó a la ventana, ahora mero rectángulo transparente sobre un fondo de nubes purpúreas hendidas por un crepúsculo lívido, y por un instante olfateó el mal, como un perro olfatea las ratas.
Su parte racional —ya fuese la más prudente o no— recobró su supremacía. Recordó que el propietario le había dicho que iba a cerrar la puerta y que acudiría más tarde a libertarle. Díjose que una veintena de cosas en cuya cuenta no había caído podían explicar los raros ruidos exteriores y pensó que le quedaba suficiente luz vespertina para terminar su escrito. Aproximó, pues, su papel a la ventana, a fin de aprovechar la postrera y tormentosa claridad diurna, y se sumió en el trabajo. Escribió durante veinte minutos, inclinándose cada vez más hacia el papel según iba faltando la luz. Y luego, súbitamente, se incorporó. Había vuelto a oír las extrañas pisadas. Esta vez presentaban una tercera peculiaridad. Hasta entonces el hombre había andado, con ligereza a lo largo del pasillo las pisadas suaves, veloces, a saltos, tal como las de una pantera que brinca y corre. El ente invisible era un hombre fuerte y activo sin duda, lleno de intensa, aunque dominada, excitación. Y cuando los pasos se alejaron de la oficina encristalada, convirtiéndose, para el oído, en una especie de susurrante remolino, otra vez que se trocaron en el mismo pisar anterior, más pesado y lento.
El Padre Brown soltó su papel, y prescindiendo de la cerrada puerta de la oficina, se precipitó por la del guardarropa. El encargado de este lugar se hallaba ausente en aquel momento, quizá porque los escasos clientes estaban cenando. El oficio de dicho empleado debía ser una sinecura. Abriéndose camino entre un bosque de gabanes el Padre descubrió que el cuartito guardarropa se abría al iluminado pasillo por una especie de mostrador o media puerta semejante a la mayoría de esos pequeños mostradores donde todos dejamos nuestros paraguas y recibimos a cambio un numerito. Sobre el arco semicircular de aquella abertura en el corredor, brillaba una luz. Esta luz proyectaba muy poca claridad sobre el Padre, quien parecía una mera silueta obscura recortándose sobre el fondo crepuscular de la ventana que había a sus espaldas. En cambio, la misma lámpara iluminaba con un efecto casi teatral al hombre que se hallaba en el pasillo, fuera del guardarropa.
Era un hombre elegante, con un traje de etiqueta muy corriente. Aunque alto, era una persona de aquellas que no parecen ocupar nunca mucho sitio. Daba la impresión de poder deslizarse como una sombra allí donde hombres más bajos hubieran estorbado y ocupado lugar. Su rostro moreno y vivo, ahora con la nuca hacia la luz, era el rostro de un extranjero. Tenía buena figura y maneras cordiales y confiadas. Un crítico pudiera haber dicho que el traje estaba un tanto por debajo del tipo y modales del desconocido y que incluso le abultaba por el pecho más de lo conveniente.
Cuando el hombre divisó la negra silueta del Padre Brown recortándose sobre el crepúsculo, tendió al Padre un trozo de papel con un número y pidió con afable autoridad:
—Haga el favor de mi sombrero y abrigo; tengo que irme.
El Padre Brown, sin una réplica, tomó el papel y emprendió la búsqueda del gabán. No era la primera vez que ejecutaba una faena manual. Hallólo al fin y lo puso sobre el mostrador. El desconocido, que había estado buceando en su chaleco, dijo, riendo:
—No encuentro plata: quédese con esto.
Alargó a Brown medio soberano y cogió su abrigo.
La figura del Padre Brown continuaba tranquila en la oscuridad, pero de hecho el Padre Brown había perdido la cabeza. Y su cabeza valía siempre mucho más cuando la perdía. Si en tales momentos sumaba dos y dos le resultaban cuatro millones. A menudo la Iglesia Católica (que es inseparable del sentido común) no aprobaba aquello. Y a menudo ni él mismo lo aprobaba. Pero en verdad era una auténtica inspiración, cosa importante en ciertas raras crisis, en las cuales, muchas veces, el que pierde la cabeza logra salvarla merced a haberla perdido.
—Creo, señor —dijo cortésmente—, que debe usted tener plata en el bolsillo.
El hombre alto le miró extrañado.
—¡Al diablo! —exclamó—. Puesto que le doy oro, ¿por qué reclama?
—Porque —dijo el sacerdote blandamente— la plata es en ocasiones más valiosa que el oro, si se trata de grandes cantidades.
El extranjero le contempló, con curiosidad. Luego miró, con más curiosidad aún, hacia la entrada principal del pasillo. Después escrutó a Brown de nuevo y examinó minuciosamente la ventana que se abría a espaldas del sacerdote y tras la cual brillaba todavía un último vapor de tormenta. En seguida se volvió. Apoyó una mano en el mostrador, saltó por encima, ágil como un acróbata, y dirigió una tremenda mano al cuello de Brown.
—No se mueva —dijo en un tajante murmullo—. No quiero amenazarle, pero…
—Yo sí le amenazo —contestó el Padre Brown con voz que sonaba como un redoble de tambor—. Le amenazo con el gusano que no muere jamás y con el fuego que nunca se extingue.
—Es usted un raro encargado de guardarropa.
—Soy un sacerdote, Monsieur Flambeau —contestó el Padre Brown—, y estoy dispuesto a oírle en confesión.
El hombre miróle boquiabierto, por unos instantes y después se dejó caer en una silla.

Los primeros platos de la comida de «Los Doce Auténticos Pescadores» habían transcurrido con plácida normalidad. No poseo un ejemplar de la minuta, y si lo poseyera tampoco serviría de indicación alguna a nadie. Estaba escrita en esa especie de superfrancés empleado por los cocineros y completamente ininteligible para los franceses. Era tradición en el Círculo que los «hors d’oeuvres» fuesen varios y diferentes hasta lo absurdo. Se ingerían con gravedad, porque eran suplementos desaforadamente inútiles, como toda la comida y todo el círculo. Existía también la tradición de que la sopa fuese ligera y sin pretensiones, por vía de vigilia y preparación del festín de pescado que venía después. La conversación consistía en esa charla extraña y ligera que gobierna en secreto el Imperio Británico y que, sin embargo, no entendería un inglés corriente, en el supuesto de que pudiera oírla. Los ministros de ambos partidos eran aludidos por sus nombres de pila con una especie de cansada benevolencia. El radical ministro de Hacienda, a quien se creía odiado por todo el partido tory gracias a los impuestos que establecía, fue alabado por sus trabajos de poesía menor y por su habilidad como jinete en materia cinegética. El jefe tory, a quien se juzgaba aborrecido por todos los liberales como un tirano, fue discutido —y en conjunto alabado— como liberal. Dijérase que allí los políticos eran muy importantes. Y, sin embargo, todo en tales políticos parecía de mucha importancia, salvo su política. Audley, el presidente, era un amable viejo, que aún llevaba cuellos a lo Gladstone y simbolizaba toda una sociedad fantasmal y no obstante sólida. Nunca había hecho nada, ni siquiera nada malo. No era inteligente, ni rico en exceso. Pero estaba «metido en la cosa» y nada más. Ningún partido podía incluirle en él gobierno. El duque de Chester, vicepresidente del Círculo, era un político joven y en camino de hacer carrera. Es decir, que era un muchacho simpático, con el cabello rubio muy aplastado, la cara pecosa, moderada inteligencia y enormes propiedades inmuebles. Sus apariciones en público eran siempre felices y sus principios sencillísimos. Cuando se le ocurría una broma la exponía y por esto se le juzgaba brillante. Cuando no se le ocurría ninguna, afirmaba que no era momento de chanzas, y se le creía talentoso. En privado, esto es, entre grandes de su misma clase, era tan agradablemente franco e ingenuo como un escolar. El señor Audley, que no había intervenido nunca en política, trataba a ésta más seriamente. A veces llegaba incluso, a turbar a los reunidos sugiriéndoles que había alguna diferencia entre un liberal y un conservador. El por su parte era conservador, incluso en la vida privada. Peinaba gran cantidad de cabello gris, casi a guisa de melena, sobre la nuca, como ciertos estadistas a la antigua, y visto por detrás parecía uno de estos hombres que necesita el Imperio. Visto por delante parecía, en cambio, un suave solterón, condescendiente consigo mismo, poseedor de un piso en Albany; y así era.
Como ya se observó, había veinticuatro asientos en la mesa de la terraza, y sólo doce miembros del Círculo. De modo que ocupaban la galería con la máxima comodidad, todos alineados en el lado interior de la mesa, y por tanto dominando una ininterrumpida perspectiva del jardín, aún vívido de colores, si bien ya cerraba la noche con unos tonos sombríos para aquella estación del año. El presidente se sentaba en el centro y el vicepresidente al extremo derecho. Por alguna razón desconocida, cuando los doce miembros del Círculo irrumpían, camino de sus asientos, en la terraza, era costumbre que los quince camareros formaran a lo largo de las paredes, como soldados presentando armas al rey, mientras el grueso propietario se inclinaba ante el Círculo con radiante sorpresa, cual si nunca hasta entonces hubiera tenido noticia de la existencia de aquellos señores. Pero antes del primer movimiento de cuchillo y tenedor, el ejército de sirvientes había desaparecido, quedando sólo en torno uno o dos hombres encargados de recoger y distribuir los platos, lo que hacían en mortal silencio. Por supuesto, Lever el dueño, había desaparecido el último, entre convulsiones de exagerada cortesía. Sería exagerado, y también superfluo, decir que Lever reaparecía positivamente otra vez. Pero cuando se servía el plato importante, el de pescado, sentíase allí una —¿cómo lo diré?—, una vívida sombra, una proyección de la personalidad del propietario, y aquella proyección advertía que él no andaba muy lejos. El sacro plato de pescado consistía, a los ojos del vulgo, en una especie de tarta monstruosa, del tamaño aproximado de un pastel de boda, en cuyo interior cierto considerable número de interesantes peces habían perdido la forma primitiva que Dios les diera. «Los Doce Auténticos Pescadores» empuñaban sus celebérrimos cubiertos y los acercaban al sacrosanto manjar tan gravemente cuál si cada pulgada de él costase tanto como devorar a la vez el cuchillo y tenedor de plata. Y por cuanto sé, venía a costar lo mismo. Aquel plato se despachaba en un silenció ávido e intenso, y cuando su propio plato estaba casi vacío, el joven duque formulaba el comentario de ritual: «Esto no lo hacen en ningún sitio más que aquí».
—En ninguno —convino el señor Audley, con profunda voz de bajo, volviéndose hacia el duque y moviendo repetidas veces su venerable cabeza—. En ninguno, con seguridad, excepto aquí. Me habían asegurado que en el Café Anglais…
Se interrumpió e incluso apartó la mano por un instante mientras le retiraban el plato, pero en seguida reanudó el hilo de sus valiosos pensamientos:
—Me habían asegurado que en el Café Anglais servían lo mismo. Pero nada de eso señores, nada de eso —concluyó, denegando con la cabeza, implacable como un juez al dictar una sentencia de horca.
—A ese sitio lo ensalzan demasiado —dijo un tal coronel Pound, hablando, a juzgar por su traza, por primera vez desde hacía varios meses.
—No sé, no sé —alegó el duque de Chester, que era un optimista—. Es sitio muy bueno para ciertas cosas. No hay quien prepare mejor el…
Un camarero llegó ligeramente al comedor y allí se detuvo en seco. Su parada fue tan silenciosa como sus pasos, pero todos aquellos difusos y amables caballeros estaban tan hechos a la absoluta suavidad del mecanismo invisible que les rodeaba y en el que se fundaban sus vidas, que ver a un camarero ejecutar una cosa inesperada les produjo un estremecimiento y un sobresalto. Sintieron algo semejante a lo que usted y yo sentiríamos si el mundo inanimado nos desobedeciese, si una silla, por ejemplo, corriera alejándose de nosotros.
El camarero estuvo inmóvil algunos segundos, mientras en todos los rostros de la mesa se ahondaba una extraña vergüenza completamente característica de nuestro tiempo y que se compone de una mezcla de humanitarismo moderno con el horrible abismo moderno que existe entre las almas del rico y del pobre. Un auténtico aristócrata histórico hubiese arrojado cosas a la cabeza del camarero, empezando por botellas vacías y terminando probablemente por monedas. Un auténtico demócrata le hubiese preguntado con claras palabras, y tono de compañerismo, qué diablos hacía allí. Pero los modernos plutócratas no pueden tolerar a un pobre en su proximidad, ni como esclavo ni como amigo. Que entre los sirvientes sucediese algo anómalo era meramente un indignante embarazo. No querían mostrarse brutales y temían verse en la necesidad de ser benévolos. Sólo deseaban que lo que ocurría, fuese lo que fuera, terminara. Y terminó. El camarero, tras permanecer rígido unos segundos, como un cataléptico, giró en redondo y salió, corriendo, de la estancia.
Cuando reapareció en la galería, o más bien en el umbral, iba acompañado de otro camarero con quien cuchicheaban y gesticulaba con meridional energía. Después el primer camarero se alejó, dejando allí al segundo y volvió en seguida con un tercero. Cuando un camarero número cuatro se hubo reunido a aquel agitado sínodo, el señor Audley juzgó preciso romper el silencio. Sustituyó el campanillazo presidencial por una tos recia y dijo:
—El joven Moocher está desarrollando una labor espléndida, ¿eh? Ninguna otra nación del mundo hubiera…
Un quinto camarero precipitóse hacia él como una flecha y murmuró a su oído:
—Perdone, señor. Pero es muy importante. ¿Puede el propietario hablarle un momento?
El presidente, desconcertado, volvióse y vio al señor Lever acercarse a él con su habitual y contoneante viveza. El paso del patrón podría ser usual, pero su expresión no lo era. Su rostro siempre jovial y de un tinte cobrizo oscuro, aparecía ahora enfermizo y amarillento.
—Perdóneme, señor Audley —dijo, jadeando como un asmático—. Tengo una gran inquietud. ¡Se han llevado los platos del pescado y los cubiertos también!
—Es muy natural —dijo el presidente con cierta irritación.
—¿Y vio usted al hombre? —jadeó el dueño del hotel—. ¿Vio al camarero que se los llevó? ¿Le conoce?
—¡Conocer al camarero! —exclamó Audley, indignado—. ¡Claro que no!
Lever abrió los brazos en un torturado ademán.
—Yo no he enviado a ninguno —dijo—. No sé cuando o cómo pudo venir. Mandé a mi camarero a llevarse los platos y él descubrió que habían desaparecido ya.
Audley quedó harto confuso y dejó de tener el aspecto de una de esos hombres que necesita el Imperio. Ningún otro acertó tampoco a decir nada, salvo el hombre de palo —el coronel Pound—, quien pareció galvanizado de pronto. Como si súbitamente le dotaran de una vida sobrenatural, se levantó, rígido, de su silla, aplicóse un monóculo al ojo y habló en tono bronco, difícil como si hubiese olvidado el uso de la palabra:
—¿Quiere usted dar a entender —preguntó— que han robado nuestros cubiertos de plata?
El propietario repitió su ademán de desesperación, aún más amplio ahora. Con fulminante celeridad, los comensales se pusieron en pie.
—¿Están aquí todos sus camareros? —preguntó el coronel con su acento bajo y bronco.
—Sí; están todos. Los conté yo mismo —dijo el duque, adelantando su rostro juvenil—. Siempre los cuento cuando entro; ¡tienen un aspecto tan gracioso ahí apoyados contra la pared!
—Pero no podrá recordar su número justo —opinó Audley excitado.
—¡Le digo que lo recuerdo con exactitud! —insistió el duque. En este hotel no hay nunca más de quince camareros, y quince había esta noche, ni menos ni más. ¡Puedo jurarlo!
El propietario del Vernon volvióse, casi paralizado de sorpresa.
—¿Dice usted… dice usted —tartamudeó— que vio a mis quince camareros? ¿A todos?
—Como siempre —aseguró el duque—. ¿Qué ocurre?
—Nada —dijo Lever, gravemente—, salvo que no pudo usted ver a los quince, porque uno de ellos ha muerto esta noche.
Una frialdad impresionante descendió sobre la estancia. Acaso (que tan sobrenatural es la palabra «muerte») cada uno de aquellos ociosos pensase en su alma por un segundo y viese que equivalía a poco más que un diminuto guisante seco. Uno de ellos —creo que el duque— dijo, incluso, con la estúpida gentileza de los ricos.
—¿Podemos hacer algo por él?
—Ya le he enviado un sacerdote —repuso, indiferente el judío.
De repente, como una llamada del destino, los comensales despertaron a la realidad de su situación. Durante unos cuantos segundos habían sentido la impresión absurda de que el décimo-quinto camarero podía ser el fantasma del difunto. Y se habían encontrado molestos, porque para ellos los fantasmas eran un embarazo, como los mendigos. Pero el recuerdo de la plata rompió el hechizo de lo milagroso, y rompiólo bruscamente y con una reacción brutal. El coronel derribó su silla y corrió hacia la puerta.
—Si había quince hombres —dijo— el decimoquinto, amigos, era un ladrón. Corramos a todas las puertas: las fronteras y las posteriores; asegurémoslo todo y luego hablaremos. Las veinticuatro perlas tienen que ser recobradas.
Audley pareció al principio titubear sobre si era distinguido tomar una cosa con tanta prisa, pero, viendo que el duque galopaba escaleras abajo, le siguió con más reposados movimientos.
En el mismo instante un sexto camarero entró anunciando que había encontrado los platos del pescado sobre un aparador, sin huella alguna de la plata.
El tropel de comensales y sirvientes que corría en confusión por los pasillos, se dividió en dos grupos. Los más de los Doce Pescadores siguieron al propietario para pedirle noticia sobre las salidas que había en la casa. Pound, con el presidente, el vicepresidente y uno o dos hombres más, se lanzó por el pasillo que conducía a la zona de la servidumbre, juzgando aquel lugar el más apropiado para una fuga. Al cruzar ante el cubil o caverna del guardarropa vieron tras el mostrador, en la sombra, una vaga figura, baja, vestida de negro. Debía ser un criado.
—¡Eh, usted! —gritó el duque—. ¿Ha visto pasar a alguien?
El hombre bajo sólo se limitó a decir:
—Acaso yo tenga lo que ustedes buscan, señores.
Se detuvieron, maravillados y confusos, mientras el hombre bajo se dirigía a la parte más oculta del guardarropa, volviendo con las manos llenas de reluciente plata, que puso sobre el mostrador con tanta calma como un tendero. Había doce cuchillos de pescado y doce tenedores de curiosa forma.
—¡Usted… usted! —empezó el coronel, perdido su equilibrio al fin.
Miró luego al interior del cuartito y vio dos cosas: una, que el hombre bajo y vestido de negro era un sacerdote, y otra que la ventana del cuarto estaba rota, como si alguien hubiese pasado por ella con violencia.
—Es natural que los objetos de valor se depositen en el guardarropa, ¿no? —indicó el clérigo con jovial mesura.
—¿Ha… robado usted estas cosas? —preguntó Audley con los ojos muy abiertos.
—Si tal hice —dijo, humorístico, el sacerdote— al menos las devuelvo, ¿verdad?
—Pero no lo hizo —adujo Pound, mirando todavía la ventana rota.
—Para ser claros, debo decir que no lo hice —manifestó, no sin cierta ironía, el Padre, sentándose con gravedad en un taburete.
—Pero sabe quien fue —replicó el coronel Pound.
—No conozco su nombre real —contestó plácidamente el sacerdote—, aunque sé algo de su vigor y mucho de sus conturbaciones espirituales. Aprecié su energía física cuando quiso ahogarme y estimé su moral cuando se arrepintió.
—¡Arrepentirse! —exclamó el joven Chester, en una especie de cacareo risueño.
El Padre Brown se levantó y cruzó las manos a la espalda.
—Es curioso, ¿verdad? —dijo—, que un ladrón y vagabundo pueda arrepentirse cuando tantos hombres ricos y asentados se mantiene frívolos y duros, sin fruto para Dios ni para los hombres. De todos modos, perdónenme si les digo que en esto invaden ustedes mi jurisdicción. Si dudan de la penitencia como hecho práctico, ahí tienen sus cuchillos y tenedores. Ustedes son «Los Doce Auténticos Pescadores» y han recogido sus peces de plata. Pero el Señor me ha hecho a mí pescador de hombres.
—¿Atrapo usted a ese sujeto? —preguntó el coronel, arrugando el entrecejo.
El Padre Brown miró fijamente el rostro adusto del coronel.
—Sí —repuso—. Le atrapé con una caña invisible y un invisible anzuelo, y con un invisible hilo capaz de permitirle llegar al extremo del mundo y luego hacerle volver con un solo tirón.
Hízose un largo silencio. Todos los presentes, menos Pound, fueronse a mostrar a sus compañeros los objetos recuperados o, a consultar a Lever sobre las singulares circunstancias del asunto. Sólo el torvo coronel quedóse allí, sentado al borde del mostrador, balanceando sus largas piernas y mordiéndose su negro bigote.
Al fin dijo al sacerdote:
—Ese sujeto debe ser inteligente, pero creo conocer a otro que lo es más.
—Es, en efecto, un sujeto inteligente —convino el Padre Brown—. En cuanto a lo otro, no sé qué quiere usted decir.
—Quiero decir —contestó el coronel, con una risa breve— que no tengo deseo alguno de ver preso a ese tipo, Sobre esto, tranquilícese. Pero daría muchos tenedores de plata con tal de saber exactamente como recuperó usted los cubiertos. Porque creo que de todos nosotros es usted el tipo más astuto y más al corriente de las cosas.
El Padre Brown pareció simpatizar con la sinceridad del taciturno soldado.
—Escuche —repuso sonriendo—, no le diré a usted la identidad del hombre ni su historia; pero no hay motivo particular que me impida exponerle los hechos anteriores que yo he averiguado.
Saltó sobre el mostrador con inesperada viveza y se sentó junto al coronel, balanceando en el aire sus cortas piernas, como un niño subido a una verja. Y comenzó a contar el relato con tanta naturalidad como si, estuviese al lado de un antiguo amigo, junto a un fuego navideño.
—Verá —dijo—: yo me hallaba encerrado en el cuarto contiguo escribiendo unas cosas, cuando, percibí en el corredor el ruido de unos pies ejecutando un baile tan raro como la misma danza macabra. Primero eran rápidos y ligeros como los de un hombre andando de puntillas por una apuesta; luego lentos, crujientes, descuidados como los de un hombre corpulento que pasea fumando un cigarrillo. Pero yo hubiese jurado que procedían de los mismos pies, y se movían en rotación; primero carrera, luego el paseo con intensidad, por qué un hombre había de ejecutar a la vez dos pasos tan diferentes. Uno de los andares me era conocido: se asemejaba al de usted coronel. Era el andar de un caballero bien alimentado esperando algo y paseando entretanto, más por natural actividad física que por impaciencia mental. Y me constaba conocer también el otro andar, pero no acertaba con lo que era. ¿Qué ser había yo conocido en mis viajes que anduviese de un modo tan extraordinario? Luego oí el entrechocar de unos platos y la respuesta se me apareció clara como el agua: era el andar de un camarero. Un andar con el busto inclinado hacia adelante, los ojos mirando hacia abajo, las puntas de los pies pegadas al suelo, colgantes los faldones de la levita y la servilleta al brazo. Pensé otro minuto y medio y creo que vi la comisión del delito tan claramente como si yo mismo lo hiciera.
Pound miró a Brown intensamente. Los benignos ojos pardos del sacerdote estaban fijos en el techo.
—Un delito —añadió Brown con lentitud— es un trabajo artístico como otro cualquiera. No se extrañe: los crímenes no son las únicas obras de arte que proceden de un taller infernal. Pero toda obra de arte, divina o diabólica, tiene una característica indispensable: que su centro o foco sea sencillo, por complicada que fuere la ejecución. Así, en «Hamlet», por ejemplo, lo grotesco del sepulturero, las flores de la loca, el fantástico primor de Osrico, la lividez del fantasma y las muecas de las calaveras son todo ello añadiduras que rodean, como una guirnalda, la figura trágicamente sencilla, de un hombre vestido de negro.
El Padre Brown deslizóse suavemente al suelo y sonrió, mientras proseguía:
—También este caso nuestro es la mera tragedia de un hombre vestido de negro. Sí —explicó, notando que el coronel le miraba con cierto asombro—. Todo este asunto gira en torno a un hombre vestido de negro. Aquí, como en «Hamlet», hay unos cuantos elementos barrocos que son, y perdonen, ustedes. Existe luego el camarero muerto que estuvo donde no podía estar. Y la mano invisible que robó la plata de ustedes, haciéndola evaporarse. Todo delito inteligente reposa, en última instancia, en un hecho básico muy sencillo. La ocultación consiste en cubrirlo, desviando los pensamientos ajenos fuera de él. Este amplio y sutil y, dentro del curso ordinario de las cosas, provechoso delito, se funda en el mero hecho de que un caballero vista el mismo traje de etiqueta que un camarero. Todo lo demás fue ejecución, y muy buena, por cierto.
—Con todo —repuso el coronel, frunciendo el entrecejo y mirándose los pies—, me parece que no le comprendo bien todavía.
—Coronel —dijo el Padre Brown—, ese arcángel de desenvoltura que les robó los cubiertos anduvo una veintena de veces por este pasillo a plena luz de las lámparas. No se escondió en rincones oscuros, donde hubiese podido producir sospechas. Se movió sin cesar en pasillos iluminados y lugares donde parecía lógico que estuviese. No me pregunte que aspecto tenía: le ha visto usted seis o siete veces lo menos esta noche. Usted estaba, con todos los demás magnates sus amigos, en la terraza que se abre a la derecha del final del corredor. Siempre que el ladrón aparecía entre ustedes lo hacía con el talante de un camarero, con la cabeza inclinada, la servilleta al brazo y los pies ligeros y silenciosos. Llegaba a la terraza, se ocupaba de la mesa y volvía después hacia las habitaciones de la servidumbre. Y cuando venía hacia aquí, a la vista de los camareros y el empleado del despacho, se convertía en otro hombre. Sí, era otro en todos los detalles de su cuerpo, en todos sus ademanes instintivos. Circulaba entre los sirvientes con la indiferente insolencia que los humildes están acostumbrados a ver en superiores. A ninguno le extraño que un miembro de una reunión distinguida paseara de un lado a otro como un animal en su jaula, porque saben que nada caracteriza tanto a un privilegiado como moverse por donde se antoje. Cuando se había cansado de vagabundear, magnífico, por aquí, dirigíase hacia el salón y, bajo el arco que se abre después de la oficina, pasaba a ser, como por hechizo, un obsequioso camarero de «Los Doce Pescadores». ¿Por qué unas personas como ustedes habían de fijarse en un camarero? ¿Por qué los camareros habían de sospechar de los más distinguidos? Una o dos veces hizo cosas que exigían inmensa serenidad. En la habitación privada del propietario del hotel pidió un sifón, asegurando que estaba sediento. Afirmó, campechano, que el mismo se lo llevaría a la mesa y así lo hizo. Apareció con el sifón entre ustedes que le creyeron un sirviente ocupado en un servicio obvio. Por supuesto, no le hubiera sido posible mantener largo rato el juego, pero le bastaba mantenerlo hasta que concluyera el plato de pescado.
»Su momento más difícil fue cuando los camareros se alinearon junto a la pared, al entrar ustedes; pero aún así acertó a recortarse en el muro con tal destreza, que los camareros le creyeron un señor, mientras los señores le creían un camarero. Lo demás fue todo sobre ruedas. Si un camarero le veía fuera de la mesa, el camarero le creía un lánguido aristócrata. Dos minutos antes de que los servidores retirasen el pescado, él, convertido en rápido camarero, lo retiró personalmente. Depositó los platos en un aparador, guardóse los cubiertos en los bolsillos (lo que daba a su traje un aspecto de rara hinchazón) y corrió como una liebre hacia el guardarropa. Entonces volvía a ser un plutócrata, un plutócrata que ha de salir de pronto a causa de una inesperada prisa. Le bastaba dar su boleto al encargado del guardarropa, recoger su gabán y salir tan elegantemente como había, entrado. Sólo…, sólo que sucedió que quien le atendió en el guardarropa, fui yo mismo.
—¿Qué le hizo usted? —exclamó el coronel con desusada energía—. ¿Y qué le dijo él?
—Perdón —repuso el sacerdote—. La historia termina aquí.
—Termina donde empieza a ser interesante —murmuró Pound—. Comprendo la habilidad profesional del ladrón. Pero no la de usted.
—He de irme ya —contestó el Padre Brown.
Ambos se dirigieron al vestíbulo, donde vieron la faz juvenil y pecosa del duque de Chester, que se lanzó alegremente hacia ellos.
—¡Venga Pound! —exclamó, casi sin aliento—. Le estaba buscando. La comida se ha reanudado magníficamente y el buen Audley va a pronunciar un discurso en honor de la recuperación de los tenedores. Debemos establecer alguna ceremonia para conmemorar esta ocasión. ¿Qué idea se le ocurre a usted, que en realidad es quien ha recobrado los cubiertos?
—Sugiero —dijo el coronel, mirando al joven con irónica aprobación— que de aquí en adelante nuestros trajes de etiqueta, en vez de ser negros, sean verdes. Si no, cabe que surjan ciertos equívocos del hecho de poder confundirnos con un camarero.
—¡Al diablo con eso! —atajó el joven—. Un caballero no puede confundirse con un camarero jamás.
—Ni un camarero con un caballero, probablemente —repuso Pound—. Opino, reverendo, que su amigo debía ser un hombre muy inteligente para saber portarse como un caballero.
El Padre Brown abotonose hasta el cuello su vulgar sobretodo, juzgando que la noche amenazaba tormenta, y tomó del paragüero su vulgar paraguas.
—Sí —dijo—. Es duro trabajo el de ser caballero, pero, ¿sabe?, yo pienso a veces que debe resultar casi tan complicado ser camarero.

Y, diciendo «Buenas noches», empujó las pesadas puertas de aquel palacio de placeres. Las doradas verjas se cerraron tras él y el sacerdote emprendió una rápida marcha por las calles oscuras y húmedas, en busca de un autobús.

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