martes, 26 de febrero de 2019

MAURICIO ELECTORAT. PEQUEÑOS CEMENTERIOS BAJO LA LUNA.


Emilio Ortiz, un joven chileno de clase media, lleva una vida relajada en París, donde estudia un posgrado en Lingüística. Sus días transcurren entre su afán por averiguar sobre una misteriosa chica que le obsesiona, y el pequeño hotel en que ejerce de conserje y donde llega a conocer a personajes de la más variada ralea.
Ha puesto así distancia física y emocional con una familia conservadora con la cual poco tiene en común, y con un país herido, que atraviesa los traumáticos últimos años de una larga dictadura. Su tranquilidad se derrumba, sin embargo, cuando descubre la amistad de su padre con los principales dirigentes de la represión en Chile y una serie de sucesos que podrían cambiar lo que sabían del final de su padre: su supuesto suicidio.
***
Mauricio Electorat nació en Santiago en 1960. En 1981, tras cursar dos años de Periodismo y Literatura en la Universidad de Chile, se trasladó a Barcelona, donde se licenció en Filología Hispánica. En 1995, su primera novela, El Paraíso tres veces al día, recibió los dos premios anuales más importantes que se otorgan en Chile: el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, y el Premio Municipal de Literatura que concede la ciudad de Santiago. En 1999, su libro de cuentos Nunca fui a Tijuana y otros relatos, fue distinguido con los mismos galardones. Su segunda novela, La burla del tiempo, obtuvo en 2004 el reput ado Premio Biblioteca Breve Traducida al francés como Sartre et la Citroneta, obtuvo el Prix Rhône Alpes a la mejor novela extranjer a publicada en Francia en 2006. Las islas que van quedando (Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura a la mejor novela edi tada en 2009), el libro de relatos Alguien soñará con nosotros (Lima, 2014) y los libros de poemas Un buey sobre mi lengua (París, 1987) y Fuerte mientre lorando (Barcelona, 1989), componen el resto de su obra. El crítico Michel Polac, de Charlie Hebdo, escogió La burla del tiempo como una de las sesenta mejores novelas publicadas en la primera década del sigl o XXI. En la actualidad es profesor de Literatura en la Universidad Diego Portales, columnista de El Mercurio y traductor. No hay que mirar a los muertos es su cuarta novela.

 Fuente:
Dr: Enrico Pugliatti.

(Fragmento).
«Où furent les grandes actions de guerre,
déjà blanchit la mâchoire d'âne...»
(Donde ocurrieron las grandes acciones de guerra,
blanquea ahora la quijada del asno)
SAINT-JOHN PERSE


 Para Gabriel Electorat y Mateo Electorat



Comienza así




—Así es que tú eres el que vive en París —dijo Yákelin.
—Sí.
A unos pocos metros de la terraza, del otro lado de la baranda de madera, una camioneta vetusta, hundida bajo el peso de un cargamento de melones y sandías, se detuvo con un crujido de latas junto a los surtidores de gasolina. Una bandada de cormoranes irrumpió en el cielo diáfano. Volaban en fila india hacia el norte, contra un fondo de cumbres lejanas.
—Espera que voy a atender —dijo Yákelin.
Pedí otra cerveza. El chico vino. Supuse que era el hermano de Yákelin. Limpió la cubierta con un trapo sucio, puso una Escudo fría y chorreante y aprovechó de limpiar las otras dos mesas, que estaban vacías. Yákelin terminó de cargar el estanque de la camioneta, intercambió algunas frases con el chofer —un tipo obeso, con polera y jockey de los Chicago Bulls— y regresó a sentarse a mi lado. Me miró, abrió desmesuradamente los ojos y dijo:
—Qué romántico.
Me dio risa.
—¿Que romántico qué?
—No sé —dijo ella—, París, la ciudad del amor... debe ser hermosa.
—A veces —dije yo.
—¿No me quieres contar?
—¿Qué quieres saber?
Ella sonrió, sus mejillas se colorearon con un ligero rubor, clavó sus ojos morenos en los míos y dijo:
—Todo.


Todo (o casi)




 1


Ella tiene un nombre romántico, o que suena romántico: Chloé. Él no es Dafnis. Ni mucho menos Longo, porque esta no es una novelita pastoril del siglo II, aunque a lo mejor... quién sabe... Pero no, digamos que no. Él se llama Emilio. Emilio Ortiz Bulnes. Hay otra chica. Una coreana: Young-ae Kim. Pronúnciese Yungué. A Emilio siempre le pareció un nombre de personaje de dibujo animado, Young-ae Kim: una bella sonrisa de dientes nacarados en un rostro de pómulos altos y ojos rasgados, enmarcado por la mancha negra del cabello muy liso, cortado, se diría, con regla. Hay también un departamento en las afueras de París. En Colombes. Rue Buffon, número 15. Tres habitaciones, más sala de estar, una cocina bastante diminuta, un baño. Claro que tiene un parqué de tablas anchas que cruzan de un extremo a otro las piezas. Un bonito parqué a la antigua. Pero los cuartos no son muy amplios. Y además dan a un cementerio. Lo primero que hará Emilio será preguntar por el nombre: Cementerio comunal de Colombes, le dirán, también llamado Cementerio de La Cerisaie. Esto a Emilio al comienzo le parecerá más bien lúgubre. Todas esas tumbas al despertar... antes de acostarse. Claro que con el tiempo se acostumbrará. Y, la verdad, le llegará a gustar esa vista: abrir de par en par las ventanas de la sala por la noche y fumar un cigarrillo contemplando el cementerio bajo la luna. Y no podrá evitar pensar en la cercanía entre los vivos y los muertos. La calle Buffon es bastante estrecha: los edificios por un lado, entre los cuales el que lleva el número 15, los autos estacionados a ambos lados de la calzada y al otro lado, tras un muro de piedra, más bien marrón, más bien alto, tres metros, tres metros y medio, la silenciosa extensión de tumbas, callejones, pasajes, mausoleos, algunos cipreses, no muchos, cinco o seis... Esa situación también le recordará un título: Los grandes cementerios bajo la luna. Un libro de Bernanos que estaba en casa de su tía Amalia, porque en casa de su tía Amalia, entre otras cosas, había una biblioteca. En la suya no. No es que no hubiese libros; los había como suele haber libros en las casas de la gente que no tiene ninguna costumbre de leer: un par de novelas de Arthur Hailey, Aeropuerto y Hotel, cree recordar. Un ejemplar de El padrino, de Mario Puzo, con la foto de Marlon Brando en la portada. También estaba La cabaña del tío Tom y Mujercitas en edición juvenil, unos libros rojos, de formato pequeño. Y un ejemplar desencuadernado de Adiós al Séptimo de Línea, que era el único libro que había leído su padre. Si hace memoria le parece que eso era todo. Bueno, todo no, en realidad estoy omitiendo algo esencial: la Enciclopedia Salvat. Eso —precisamente— lo salvó. Quiero decir: eso lo transformó en un lector, o sea, lo salvó de ser un analfabeto más. Era maravilloso: Afganistán, Albania, Artigas... con fotos en color, dibujos, esquemas... Lo salvó eso y, claro, la biblioteca de la tía Amalia. Donde encontró el libro de Bernanos, Los grandes cementerios bajo la luna: denuncia virulenta de la sociedad burguesa, de su pacto sordo con los fascismos en auge en los años treinta, de la tibieza de los políticos franceses ante la arremetida de Franco contra la República española. Se lo devoró. Pero antes, obviamente, fue a mirar en la enciclopedia: «Bernanos, Georges (1888-1948), escritor francés, católico, ferviente antifascista...» Es que tenía una martingala: cada domingo, antes de acostarse, se obligaba a leer la enciclopedia por lo menos una media hora si quería evitar que le fuese mal en el colegio durante la semana. Media hora, cada domingo, digamos de los ocho a los quince años, ya es bastante. ¿Leía la enciclopedia?: se sacaba excelentes notas; si se escapaba durante el recreo a fumar a Américo Vespucio, no lo pillaban y cuando en las fiestas de los sábados tocaba «declararse», como se dice en Chile, le iba bien con las chicas, a él que habitualmente era incapaz de sacarlas a bailar de puro tímido. ¿No leía la enciclopedia?: se sacaba solo tres y cuatros, fijo que lo pillaban fumando y ni hablar de salir el sábado... con las notas que había traído. O sea que leyó bastante la enciclopedia. Claro que ha olvidado todo sobre la Brújula, la Combustión, la Osteoporosis, los Urales... Pero no se le ha olvidado leer. En fin, me fui demasiado lejos. Dije que comenzaríamos por el principio. Y el principio es un wáter. Porque Emilio ya está en París. Y tiene un vago empleo de portero de noche. Y tiene también la suma que la tía Amalia le envía regularmente. Una suma modesta, pero algo es algo. Aunque ahora último la tía Amalia ha dejado de enviarle la suma en cuestión, un problema pasajero que se resolverá pronto. De más está decir que él nunca le ha pedido ni un céntimo. Es ella la que le ha estado enviando dinero desde que él se vino a París con la intención de hacer un máster en lingüística, primero, y luego —si puede, si le alcanzan el ánimo y el dinero— un doctorado en semiótica. Bueno, desde que se vino a París no, pero casi. Es que la tía Amalia estaba tan orgullosa... Por fin un miembro de la familia iba a abandonar esta repugnante raza de comerciantes, decía ella. La «repugnante raza de comerciantes» estaba formada por su padre, que era dueño de una concesionaria de automóviles, su madre, dueña de las famosas Tortas Teresita (El letrero decía: «Tortas Teresita» y abajo: «son deliciosas, son exquisitas»), allí en Echeñique con Loreley, casi al llegar a Tobalaba y, sin ir más lejos, por la propia tía Amalia, que era una de las mejores... qué digo una de las mejores, la mejor modista de Santiago. Ahora ya no, claro, ahora está retirada, pero en ese entonces le tout Santiagó se hacía ropa con ella. Amalia Bulnes, prêt-à-porter se llamaba la tienda. Era un departamento en Orrego Luco, cerca de Providencia. Llegaban las señoras con sus patrones sacados de las revistas de moda, Dior, Gucci, Chanel... y la tía Amalia les hacía los modelos igualitos, ni que se los hubiesen comprado en la avenue Georges V o en la via Condotti o en la Quinta Avenida, ay, qué regio ese vestido, galla, ¿te gusta?, me lo hizo la Amalia Bulnes, ah, claro, es que es otra cosa... Era otra cosa, en efecto. Y ganaba mucha plata. Pero últimamente ha tenido problemas. Emilio no sabe qué clase de problemas. Le ha escrito una postal. Querido Emilio, dice. Estoy atravesando por unos meses de dificultades financieras. Espero que puedas suplir con otras fuentes los pocos dólares que te mando. Es una postal muy cariñosa. Pero no entra en detalles. Antes de despedirse, agrega que apenas pueda volverá a enviarle la remesa a su sobrino preferido. Que espera que sepa perdonarla. Que lo quiere mucho. Un beso. Y, en una posdata, que trate de portarse lo más mal posible. Eso es todo. Ante esa situación... ante esa situación ¿qué? Ante esa situación, nada.


 2


Una tarde vi en la puerta de un hotel un letrero: «Se necesita portero de noche, referencias exigidas». Junto a la entrada había una placa: «Aquí vivieron Francis Picabia, Tristan Tzara, Man Ray, Rainer Maria Rilke, Vladimir Maiakovski, Louis Aragon y Elsa Triolet». Todo el mundo había vivido allí. Claro, era el Montparnasse de los años veinte. Más abajo, un poema de Aragon: Ne s’éteint que ce qui brilla/ lorsque tu descendais de l’hôtel Istria/ tout était différent rue Campagne Première/ En mil neuf cent vingneuf, vers l’heure de midi... Me quedé un rato tratando de traducir, incluso me decidí a escribir en un pedazo de papel. La cosa daba algo parecido a esto: «Se extingue solo lo que refulgía/ cuando bajabas del hotel Istria/ todo era diferente en la calle Campagne Première/ En mil novecientos veintinueve, hacia mediodía...» ¿«Refulgía» por «brilló»? ¿Pero cómo hacer rimar con «mediodía»? Bueno, tampoco era para la imprenta la cuestión... Entré. El dueño era como un personaje de novela. No me pregunten por qué, aunque seguramente la razón es que durante mi primer año en París yo casi únicamente leía a Balzac y estaba especialmente fascinado por la trilogía que conforman Papá Goriot, Ilusiones perdidas y Esplendor y miseria de las cortesanas. El asunto es que vi al dueño del hotel y me dije: Vautrin. Un tipo bajo, moreno y fornido, con unas manazas y unos antebrazos de presidiario (que uno imaginaba llenos de tatuajes, aunque llevara terno y corbata) y unas patillas a lo Bernardo O’Higgins. De alguna parte salió su mujer. Era bonita, aunque ya no tan joven, digamos de unos cuarenta y algo, pero había conservado toda la lozanía de la juventud. Ella se llamaba Marie-Laure, usaba unos vestidos de escote cuadrado y tenía algo... algo indefinible... No sé... Vautrin y su mujer estuvieron encantados de que yo fuese estudiante. Es lo que buscamos, dijo él. Y ella: Claro, un estudiante sería ideal. Y, además, estaba eso, digo, esa entelequia que siempre nos favoreció: Chile, o mejor dicho le Chili, Allendé, La Moneda en llamas, los militares quemando libros, todas esas postales que hablaban de un país formidablemente hundido en el sufrimiento y el terror. Ahora son los sirios, los iraquíes, las mujeres afganas, pero en los años ochenta, en Francia, no había mejor cosa que ser chileno. Pensé: el puesto es mío. Pero entonces Vautrin preguntó: ¿Tiene recomendaciones? ¿Recomendaciones? Sí, dijo Vautrin, señalando el cartel en la ventana, son indispensables. Yo no tenía ninguna. Su mujer agregó, como disculpándose: Con una carta de alguien que nos dé confianza bastaría. Claro, aprobó el marido, usted comprende, por los tiempos que corren. Yo comprendía. Muchas gracias, dije, me conseguiré una y regreso. Lo esperamos, contestó Marie-Laure, con su bonita sonrisa, su bonita melena y su bonito vestido estilo años sesenta. ¿Pero a quién le iba a pedir una carta? Aún no tenía amigos, apenas algunos conocidos. Y la mayoría de esas personas era gente que trabajaba en oficios tan subalternos como el de portero de noche, artistas plásticos que se ganaban la vida pintando edificios, sociólogos que acarreaban maletas en estaciones de trenes, ex comandantes revolucionarios que lavaban platos o pelaban papas en restoranes... Había algo así como tipos de oficios según lo que querías ser en el futuro (si tenías futuro) o lo que habías sido en otra vida (es decir, cuando ya habías tenido futuro). Pero ¿cómo iba a presentar una carta firmada, digamos, por un acarreador de maletas? De pronto me acordé de Alfredo Martín. Alfredo era un chileno que estudiaba, se suponía, literatura, se suponía que era poeta, lo único cierto era que trabajaba como portero de noche en un hotel (esto lo sabía porque me habían dicho que las fiestas terminaban muy bien en el hotel de Alfredo, decían que era muy generoso con los botellines de whisky destinados a los minibares). Me metí a una cabina telefónica. Hice dos o tres llamadas hasta que di con sus señas. Curiosamente, trabajaba en el hotel Lenox, que quedaba en la rue Delambre, a un par de cuadras de donde yo estaba. Fui al Lenox con la idea de averiguar cuál de esas noches podría encontrarlo. Era mi día de suerte: estaba detrás de la recepción.
—Huevón, qué estái haciendo aquí —me saludó.
—Me dijeron que trabajabas de noche.
—Sí, pero los martes hago el turno de día.
Le conté lo que me acababa de ocurrir.
—Pensé que una carta tuya podría servir —le dije—, como eres portero de noche.
—¿Una recomendación de un portero de noche para un puesto de portero de noche? —Alfredo casi saltó de su silla—. Tú estás loco.
Pregunté con toda ingenuidad:
—¿Por qué?
—Porque la mayoría de los porteros de noche de esta ciudad son alcohólicos, o depravados, o ambas cosas —continuó Alfredo—, y muy a menudo están metidos en enjuagues con prostitutas, reducidores, policías corruptos, en fin.
—¿Me estás tratando de asustar? —pregunté.
—Ya verás —dijo Alfredo—. No, lo que tú necesitas es una carta de alguien importante.
—Es que justamente, no conozco a nadie importante.
—Sí conoces —me contradijo—, Fernando Undurraga.
—¿Fernando Undurraga? —dije, extrañado—, pero si trabaja en una librería.
Era vendedor en la Librairie Hispanique de la rue Monsieur le Prince, yo solía pasar por allí y conversar con él.
—Ese no es el punto —contestó Alfredo—, el punto es que es hijo de un embajador.
—¿Y?
—Ya verás —profetizó nuevamente Alfredo.

lunes, 25 de febrero de 2019

6. EL LABERINTO URBANO. 100 años de literatura costarricense. Tomo II.


En el país, en el campo de las publicaciones literarias apareció la revista “Brecha”, de orientación más específicamente  literaria  y artística que “Repertorio Americano. “Brecha” circuló entre 1956 y 1962, bajo la dirección del poeta Arturo Echeverría Loría, y en ella publicaron ensayistas y críticos literarios como Cristián Rodríguez, Isaac Felipe Azofeifa, León Pacheco y Abelardo Bonilla, de los que hemos hablado anteriormente. Sirvió a los escritores que empezaban a surgir en la época, como Ana Antillón, Jorge Montero Madrigal y Carmen Naranjo; divulgaba también semblanzas y homenajes sobre escritores desaparecidos, opiniones políticas y traducciones. Se interesaba de manera especial por recuperar los valores de la historia nacional y publicó por ejemplo, “En una silla de ruedas” de Carmen Lyra, ensayos de Mario Sancho, textos inéditos de Carlos Cagini, Roberto Brenes Mesén, Joaquín García Monge y Yolanda Oreamuno. No estaban ausentes las Letras americanas, con nombres como Antonio Caso y José Luis Martínez.

Fuente:
Páginas: 572-573.
100 años de literatura
Costarricense                                                         
Tomo II
Margarita Rojas* Flora Ovares
Editorial Costa Rica. Editorial UCR.
2018.

domingo, 24 de febrero de 2019

CARPENTIER ALEJO. EL ACOSO. Fragmento.. Prólogo. Julio Travieso Serrano.




Prólogo

Julio Travieso Serrano

Hacia 1956, Alejo Carpentier es ya un escritor de renombre en las letras latinoamericanas con una conocida obra literaria. En 1949 ha publicado, en México, El reino de este mundo, importante novela, tanto por ella misma como por el prólogo que la acompaña, en el cual explica su concepción de lo que él llamó lo real maravilloso americano. Luego, en 1953, edita, también en México, otra obra fundacional de la novelística latinoamericana: Los pasos perdidos.
Ambas obras (unidas a dos relatos publicados anteriormente, “Viaje a la semilla”, en 1944 y “Semejante a la noche”, en 1946) transitan por los caminos de lo real maravilloso. Mientras los recorren, se adentran en el frondoso bosque de lo barroco, de lo fastuoso americano que, en palabras de otro gran escritor cubano, José Lezama Lima, es una “manera del saboreo y del tratamiento de los manjares que exhalan un vivir completo, refinado y misterioso”.
En aquellos años, quizá los más importantes de su creación intelectual, Carpentier, viajero incansable, radica en Caracas, no entregado precisamente a la literatura, sino al periodismo y a actividades publicitarias, porque la literatura, por lo menos en estas tierras, nunca ha dado para vivir enteramente de ella, a no ser que te llames García Márquez o Isabel Allende. En esos tiempos el cubano, con todo y sus buenas novelas anteriores, era sólo Alejo Carpentier Valmont, hijo de un emigrado francés y una emigrada rusa que se habían asentado en la gran isla del Caribe, y no don Alejo Carpentier, Premio Cervantes de las letras, unos cuantos premios internacionales más, y posible candidato al Nobel, que finalmente no le otorgaron con toda injusticia, al igual que no se lo dieron a Rulfo.
Antes de Caracas ha vivido en su ciudad natal, La Habana, y antes en París y ha estado en España, Haití y en otras muchas partes, lo que, unido a su gran cultura, le da a su literatura, independientemente de los temas latinoamericanos, un marcado carácter cosmopolita que se refleja en sus referencias y en sus entornos.
Con ese bagaje a cuestas, Carpentier publica, en 1956, El acoso, un año después que Rulfo su Pedro Páramo, y casi al mismo tiempo que Guimaraes Rosa nos entregara Gran Sertón Veredas, otra de las grandes obras de las letras iberoamericanas.
El acoso, novela muy diferente a las suyas anteriores, rompe con una de las reglas de oro del éxito comercial: “No te apartes de lo que ya ha gustado”. Por supuesto, Carpentier no era un mercachifle ni un comerciante, sino todo un señor intelectual que se respetaba a sí mismo, a su obra, a la literatura, y no creía en reglas comerciales. Por desgracia, en la actualidad, muchos no son como él y, día tras día, nos abruman con sus mismos temas de siempre, trillados y más que trillados, en el más puro estilo de Corín Tellado.
Con frecuencia se ha escrito sobre el hecho de que El acoso mantiene la estructura de una sonata. El propio Carpentier se encargó de reafirmarlo al decir en una entrevista: “Mi novela El acoso está construida en forma de sonata, sobre tres temas iniciales (dos masculinos y uno femenino) con variaciones centrales y una coda. Y, para más, el relato entero cabe en el tiempo exacto que dura una correcta interpretación de la Sinfonía heroica de Beethoven”.
Lo anterior es cierto, pero a nuestro entender, no es lo más relevante de esta obra que, comparada con sus hermanas El reino de este mundo, Los pasos perdidos y El siglo de las luces, ha quedado un tanto relegada. No hay que olvidar que la mayoría de los lectores de literatura no está formada de musicólogos y, por tanto, se les hace indiferente si una obra guarda relación o no con determinada forma musical.
Como señala Sergio Chaple, un conocido investigador cubano:
Lo expresado por Carpentier nos parece inobjetable (…) pero pretender de ahí establecer una correlación exacta entre estos lenguajes en la dirección de los trabajos mencionados al ocuparnos de la vertiente crítica que estudia la obra en sus relaciones musicales, lo creemos poco productivo del análisis propiamente literario.
Lo primero que salta a la vista en El acoso es la ausencia de lo real maravilloso, tan magistralmente presentado en sus producciones anteriores. Nada hay aquí de prodigios y portentos, de manos sumergidas en aceite hirviente que no sufren quemaduras, de misteriosos caminos en la selva, de Adelantados, Conquistadores, y viejos que retornan a la niñez, guerreros que completan un ciclo histórico, ni un discurrir circular del tiempo, en búsqueda de la libertad y la evasión, como en El reino de este mundo, Los pasos perdidos, “Viaje a la semilla” y “Semejante a la noche”.
Aquí no encontramos personajes que se muevan en un mundo maravilloso, sino en un escenario muy real: La Habana de los años 40.
Probablemente El acoso sea la novela más complicada de Carpentier desde el punto de vista de la técnica literaria utilizada, con sus monólogos interiores, sus frecuentes y repentinos cambios de puntos de vista, su estructura composicional, que pueden confundirnos. No espere el lector una lectura sencilla. “Rompecabezas de trebejos cuidadosamente mezclados”, le llamó Enrique Anderson Imbert.
Estamos frente a una obra de innovaciones formales para su tiempo, que nos obligará, una y otra vez, a releer lo leído para no perder las pistas de la narración, como sucede en las buenas novelas policiacas. Y es que El acoso nos pudiera recordar, a veces, por el tema, una novela policiaca, con esa caza de un hombre, del cual no sabemos mucho, sentenciado a muerte. Esa muerte tan cara para algunos autores de lo policiaco.
Pero, por su estilo, su composición, nada más lejano de lo policiaco que esta novela, en la cual una constante es el lenguaje barroco y, ya lo sabemos, barroquismo y lenguaje detectivesco no van de la mano.
Si en El acoso no hallamos lo real maravilloso, es aquí donde quizá el barroco se hace más presente dentro de la obra carpenteriana, ese barroco exuberante, estallido magnificente en las descripciones internas y externas, y en los estados de ánimo de los personajes.
Éstos, también a diferencia de sus otras novelas (recordemos El siglo de las luces o Los pasos perdidos) son sólo unos pocos, fundamentalmente tres: un ex revolucionario, un espectador fortuito y una prostituta.
Trama sencilla en su esencia y complicadísima en su tratamiento es la de El acoso, en la que un joven revolucionario, cuyo nombre no conocemos, milita en un partido político (no nombrado en la obra, pero, con seguridad, comunista), lo abandona por no confiar en sus métodos de lucha, se une a grupos que esgrimen la violencia rápida, como método de lucha, con quienes participa en actos que hoy en día llamaríamos de terror, a los que también abandona para unirse a bandas de matones, cuya finalidad es el ajuste de cuentas y el crimen por encargo. Y en ese peligrosísimo camino, él resulta víctima de su propio juego mortal y se convierte en el acosado.
Al final, ya condenado, redescubre a Dios en el que cree, ante quien reconoce sus crímenes, y solicita protección. Dios al cual el ex revolucionario llega a través de una de las múltiples pruebas de su existencia, la causal.
El narrador de la novela, refiriéndose al acosado, nos dice:
La portentosa novedad era Dios. Dios, que se le había revelado en el tabaco encendido por la vieja, la víspera de su enfermedad (…) La mano traía, al sacar la lumbre, un fuego venido de lo muy remoto, fuego anterior a la materia (…) Pero si ese fuego presente era una finalidad en sí, necesitaba de una acción ulterior para alcanzarla. Y esa acción, de otra y de otras anteriores, que no podían derivar sino de una Voluntad Inicial.
Muchos siglos antes, Santo Tomás nos había dicho: “Todo lo que se mueve es movido por otro (…) Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios”.
Sin embargo, ya es tarde y no habrá tiempo ni oportunidad para la redención de el acosado.
En resumen, la creencia en una ideología (forma embozada de la fe), el descreimiento, el pecado, otra vez la fe, el castigo. Algo común y corriente, como la vida misma, pero que Carpentier eleva a grandes planos gracias a su maestría de gran escritor. Ese es, precisamente, uno de los mayores méritos de esta obra, replantear un problema tan viejo de la civilización y obligar al lector a interrogarse sobre normas de conducta y el sistema de valores de los seres humanos.
Al leer El acoso me acuerdo de una pequeña obra maestra, “Tema del traidor y del héroe”, de otro inmenso escritor, tan admirado por todos: Jorge Luis Borges. Por supuesto, ambos relatos se hallan muy lejos entre sí. Éste es brevísimo y se desarrolla en la Irlanda del siglo XIX; aquél es una novela y tiene como escenario La Habana de 1940. Y sin embargo, en los dos aparece el mismo tema recurrente: la traición, el crimen, el castigo, al igual que estos últimos aparecen en Dostoyevski, a través de un Raskólnikov, asesino de la vieja usurera Aliona Ivánovna.
¿Por qué descree un hombre, por qué traiciona? Infinitos son los caminos que conducen a Roma y muchas las razones por las cuales alguien se envilece, en especial en épocas convulsas y de confusión, como las que vivió Cuba en los años en los cuales se desarrolla la trama de El acoso.
¿Es justificable la traición? Ciertamente que no, al igual que no es justificable el crimen. Y, sin embargo, ¿cuál debe de ser el castigo? ¿El último, el más fuerte? ¿Debe de ser un hombre acosado hasta la muerte, o puede redimirse?
La vieja sentencia bíblica proclama: “ojo por ojo y diente por diente”. Cristo, sin embargo, vino para redimir.
Muchas son las respuestas que salen del marco de una obra de ficción y caen dentro del terreno de la especulación filosófica y ética.
Cabe preguntarse por qué Carpentier escribió una novela así, tan lejana de sus otras novelas y relatos históricos. ¿Quizá quiso darnos el retrato del antihéroe? Pregunta difícil que sólo el autor podría responder. Según Umberto Eco, el autor no debe facilitar interpretaciones de su obra. El texto debe hablar por sí mismo, al margen de su creador.
El escritor cubano no es el italiano y, refiriéndose a El acoso, nos da algunas pistas, en particular de carácter histórico. En una entrevista de 1963, nos explica:
Es un reflejo de la época en que yo era estudiante en la Universidad, en que viví mis primeras luchas políticas. Era una época en que los estudiantes (…) tenían ideas políticas avanzadas y estaban descontentos con el régimen de entonces (…) la famosa tiranía de Machado (…) esos estudiantes derrocharon heroísmo y algunos dieron su vida en esa lucha, pero tenían un defecto: y era el heroísmo por el heroísmo, era la indignación, era la rebelión por la rebelión. (…) Por esta razón El acoso es quizá mi único libro, creo, que puede parecer pesimista, algo desesperado porque es la historia de un esfuerzo inútil.
También por otras declaraciones suyas y por investigaciones realizadas se sabe que un hecho, semejante al relatado en El acoso, sucedió en La Habana y Carpentier tuvo conocimiento de él.
Aquél era su mundo, el mundo de las primeras rebeliones estudiantiles y de la lucha, frustrada a la larga, contra una dictadura, una de las tantas que han tenido lugar en nuestra América Latina. En el caso de Cuba, tal lucha devino más tarde, a la caída del dictador, pelea entre grupos por el reparto del botín y el encumbramiento políticos.
Ese proceso, convertido en argumento particular de El acoso, deja un sabor amargo en la boca, como si nos recordara el esfuerzo inútil de Sísifo. La frustración de lo que pudo ser y no fue. No en balde, Carpentier consideró que la obra podía parecer pesimista.
Más allá de lo histórico circunstancial, El acoso se nos revela como libro de reflexión, donde la aventura ocupa un segundo plano.
Carpentier es autor que obliga a sus lectores a pensar y reflexionar. El destino del ser humano, la repetición de sus ciclos vitales, la búsqueda de libertad, el libre albedrío, fueron cuestiones inseparables de su discurso narrativo a las cuales une, en El acoso, el tema del crimen y el castigo. Esa constante reflexión, sumada a una colosal capacidad para fabular y darnos tramas apasionantes, llenas de peripecias, y a un manejo exquisito del lenguaje, explica la excelencia de sus obras y su atracción en el lector, aquel lector que no va en busca de conflictos del corazón y combates de kung fu.
No es necesario repetir que la música constituye una constante en la literatura de Carpentier, que era un excelente musicólogo. Como escribimos más arriba, él mismo afirma que la novela está construida con la estructura de una sonata. El acoso es la obra donde la influencia musical se hace más fuerte y palpable.
Finalmente, y no por ello menos importante, El acoso es (si exceptuamos la fallida, según Carpentier, Écue-Yamba-Ó) su primera novela de tema urbano en La Habana del siglo XX.
La Habana, la ciudad soñada por muchos, cantada por otros, amada por todos, la Perla del Caribe. A pesar de sus prolongadas estancias en París (1928-1939, 1966-1980) y Caracas (1945-1959), Carpentier amó intensamente su ciudad natal, maravillosamente descrita por él en sus artículos y en su ensayo “La ciudad de las columnas”.
Pero, a diferencia de lo que otros hicieron, antes y después de él, en El acoso no intenta recrear la ciudad en su belleza tropical, de cielo y mar, en sus noches de fiesta, en su rumbosa alegría o en sus ocultos ritos afrocubanos. Nada hay que recuerde a Tres tristes tigres, Nuestro hombre en La Habana, o una bella joyita de la literatura sobre la capital cubana como Nostalgia de Troya, obras, por supuesto, muy diferentes en todo al estilo carpenteriano y a El acoso.
La ciudad que recrea Carpentier es una ciudad casi desierta, en la cual los personajes se mueven en un área restringida, a veces de difícil localización y en un marco temporal también restringido.
Y, sin embargo, ahí está La Habana, con sus mansiones de tan diferentes estilos, sus comercios, iglesias, fuentes.
Para que todo ese escenario aparezca en su totalidad habrá que aguardar muchos años, hasta 1978, por La consagración de la primavera, pero allí ya habrá una historia totalmente diferente a la narrada en El acoso. En ésta encontraremos la opaca tristeza de los perdedores, en aquella la desbordante alegría de los ganadores.
¿Cuál es y será la jerarquía de El acoso dentro de la rica obra carpenteriana? Pregunta quizá ociosa y de difícil respuesta. Si nos hiciéramos una pregunta similar en relación con Cervantes, la contesta es más que conocida. En cambio, si habláramos de Shakespeare las dudas aflorarían: ¿Macbeth, Hamlet, Otelo, El rey Lear? Lo mismo pudiera suceder al referirnos a autores de nuestro continente si pensamos en Gallegos, Borges, Arlt, Fuentes, Vargas Llosa. Cada lector, cada crítico, tendrá su respuesta.

Personalmente no me gustan tales comparaciones entre las obras de un autor. A cada una la disfruto (o no la disfruto) dentro de su momento y contexto. En todo caso, se pudiera afirmar que unas son más conocidas que otras, pero no siempre la fama es sinónimo de calidad. Y lo que hoy se considera como muy valioso, mañana podrá ser desdeñado por absurdo e incongruente. De todas maneras, si tuviera que dar una opinión diría que El acoso, aunque sea una de las menos conocidas, se halla entre las obras mayores de Carpentier, lo cual, dada la calidad de todas ellas, es un gran elogio. Le corresponde ahora al lector de esta nueva edición corroborar la justeza de mi afirmación.
***
(Fragmento).

I

 

Sinfonia Eroica, composta perfesteggiare il souvvenire di un grand’Uomo, e dedicata a Sua Altezza Serenissima il Principe di Lobkountz, da Luigi van Beethoven, op. 53, N° III delle Sinfonie… Y fue el portazo que le quebró, en un sobresalto, el pueril orgullo de haber entendido aquel texto. Luego de barrerle la cabeza, los flecos de la cortina roja volvieron a su lugar, doblando varias páginas al libro. Sacado de su lectura, asoció ideas de sordera —el Sordo, las inútiles cornetas acústicas…— a la sensación de percibir nuevamente el alboroto que lo rodeaba. Sorprendidos por el turbión, los espectadores dispersos en la gran escalinata regresaban al vestíbulo, riendo y empujando a los hacinados que se llamaban a veces por entre los hombros desnudos, rodeados de una lluvia que demoraba en el acunado de los toldos para volcarse, como a baldazos, sobre peldaños de granito. A pesar de que estuviese sonando la segunda llamada, permanecían todos allí, enracimados, por respirar el olor a mojado, a verde de álamos, a gramas regadas, que refrescaba los rostros sudorosos, mezclándose con alientos de tierra y de cortezas cuyas resquebrajaduras se cerraban al cabo de larga sequía. Después del sofocante anochecer, los cuerpos estaban como relajados, compartiendo el alivio de las plantas abiertas entre las pérgolas del parque. Las platabandas, orladas de bojes, despedían vahos de campo recién arado. “El tiempo está bueno para lo que yo sé”, murmuró alguno, mirando a la mujer que se adosaba a la reja de la contaduría, de perfil oculto por el pelaje de un zorro, y que no parecía considerar como hombre a quien estaba detrás, ya que acababa de desceñirse de la molestia de una prenda muy íntima —no le importaba, evidentemente, que él la viera— con gesto preciso y desenfadado. “Detrás de una reja como los monos”, decían los acomodadores en burla de aquel taquillera distinto a todos los demás taquilleras, que permanecía hasta el final de los conciertos, cuando le estaba permitido marcharse después del arqueo de las diez —aunque el Reglamento especificara: “Media hora antes de la terminación del espectáculo”—. Quiso humillar a la del zorro, haciéndole comprender que la había visto, y, con mañas de contador, hizo correr un puñado de monedas sobre el angosto mármol del despacho. La otra, asomando el perfil, le miró las manos suspendidas sobre dineros —nunca le miraban sino las manos— y volvió a hacer el gesto. Tal impudor era prueba de su inexistencia para las mujeres que llenaban aquel vestíbulo tratando de permanecer donde un espejo les devolviera la imagen de sus peinados y atuendos. Las pieles, llevadas por tal calor, ponían alguna humedad en los cuellos y los escotes, y, para aliviarse de su peso, las dejaban resbalar, colgándoselas de codo a codo como espesos festones de venatería. La mirada huyó de lo cercano inalcanzable. Más allá de las carnes, era el parque de columnas abandonadas al chaparrón y, más allá del parque, detrás de los portales en sombras, la casona del Mirador —antaño casa-quinta rodeada de pinos y cipreses, ahora flanqueada por el feo edificio moderno donde él vivía, debajo de las últimas chimeneas, en el cuarto de criadas cuyo tragaluz se pintaba, como una geometría más, entre los rombos, círculos y triángulos de una decoración abstracta—. En la mansión, cuya materia vieja, desconchada sobre vasos y balaustres, conservaba al menos el prestigio de un estilo, debía estarse velando a un muerto, pues la azotea, siempre desierta por demasiado sol o demasiada noche, se había visto abejeada de sombras hasta el retumbo del primer trueno. Contemplaba con ternura, desde abajo, aquel piso destartalado, caído en descuido de pobres, tan semejante a las mal alumbradas viviendas de su pueblo, donde el encenderse de las velas por una muerte, entre paredes descascaradas y jaulas envueltas en manteles, equivalía a una suntuaria iluminación de tabernáculo, en medio de muebles cuya pobreza se acrecía, junto al relumbrante enchapado de los candelabros. Por una velada se tenían pompas, bajo el tejado de los goterones, con presencias de la plata y del bronce, solemnidad de dignatarios enlutados, y altas luces que demasiado mostraban, a veces, las telarañas tejidas entre las vigas o las pardas arenas de la carcoma. (Luego, los que, como él, estaban estudiando algún instrumento, tenían que explicar al vecindario que el repaso de los ejercicios no significaba una trasgresión del luto, y que el aprendizaje de la “música clásica” era compatible con el dolor sentido por la muerte de un pariente…) En aquellos días oculta a los hombres su enfermedad; vive a solas con sus demonios: el amor herido, la esperanza y el dolor. Si estaba ahí, trepado en el taburete, adosado a la cortina de damasco raído, en aquella contaduría del ancho de una gaveta, era por alcanzar el entendimiento de lo grande, por admirar lo que otros cercaban con puertas negadas a su pobreza. Esa conciencia le devolvía su orgullo frente a las espaldas muelles, como presionadas por pulgares en los omóplatos, que la mujer apoyaba, bajado el zorro, en los delgados barrotes, tan al alcance de su mano. “El valor que me poseía a menudo, en los días del estío, ha desaparecido”, escribe en el Testamento. Y es el frío de la fosa y el olor de la Nada. En la casa perdida de Neiligenstadt, en esos días sin luz, Beethoven aúlla a muerte… Había vuelto a la lectura del libro, sin pensar más en los que rebrillaban por sus joyas y almidones, yendo de los espejos a las columnas, de la escalinata a las liras y sistros del grupo escultórico, en aquel intermedio demasiado prolongado por el Maestro, que todavía hacía repasar a los cornos el Trío del Scherzo, levantando sonatas de montería en los trasfondos del escenario. “Detrás de una reja como los monos.” Pero él, al menos, sabía cómo el Sordo, un día, luego de romper el busto de un Poderoso, le había clamado a la cara: “¡Príncipe: lo que sois, lo sois por la casualidad del nacimiento; pero lo que soy, lo soy por mí!” Si hacía tal oficio, en las noches, era por llegar a donde jamás llegarían los alhajados, los adornados, que nunca le miraban sino las manos movidas sobre el mármol del despacho. La mujer se apartó de la reja, de pronto, volviendo a subirse la piel. Alzando el vocerío de los últimos diálogos, todos se apresuraban, ahora, en volver a la sala cuyas luces se iban apagando desde arriba. Los músicos entraban en la escena, levantando sus instrumentos dejados en las sillas; iban a sus altos sitiales los trombones, erguíanse los fagotes en el centro de las afinaciones dominadas por un trino agudo; los oboes, probadas sus lengüetas con mohines golosos, demoraban en pastoriles calderones. Se cerraban las puertas, menos la que quedaría entornada hasta el primer gesto del director, para que los morosos pudieran entrar de puntillas. En aquel instante, una ambulancia que llegaba a todo rodar pasó frente al edificio, ladeándose en un frenazo brutal. “Una localidad”, dijo una voz presurosa. “Cualquiera”, añadió impaciente, mientras los dedos deslizaban un billete por entre los barrotes de la taquilla. Viendo que los talonarios estaban guardados y que se buscaban llaves para sacarlos, el hombre se hundió en la oscuridad del teatro, sin esperar más. Pero ahora llegaban otros dos, que ni siquiera se acercaron a la contaduría. Y como se cerraba la última puerta, corrieron adentro, perdiéndose entre los espectadores que buscaban sus asientos en la platea. “¡Eh!”, gritó el de las rejas. “¡Eh!” Pero su voz fue ahogada por un ruido de aplausos. Frente a él quedaba un billete nuevo, arrojado por el impaciente. Debía tratarse de un gran aficionado, aunque no tuviera cara de extranjero, ya que la audición de una Sinfonía, ejecutada en fin de concierto, le había merecido un precio que era cinco veces el de la butaca más cara. De ropas muy arrugadas, sin embargo: como de gente que piensa; un intelectual, un compositor, tal vez. Pero el hombre que agoniza oye, de repente, una respuesta a su imploración. Desde el fondo de los bosques que lo rodean, donde duerme, bajo la lluvia de octubre, la futura Pastoral, responde a la llamada del Testamento, el sonido de las trompas de la Eroica… Aquel dinero parecía hincharse en la mano que le latía. Un puente apartaba las rejas, atravesaba las paredes, se alargaba hacia la que esperaba —no podía pensarla sino esperando— en la penumbra de su comedor adornado de platos, con aquel perezoso gesto, muy suyo, que le llevaba de las sienes a los pechos, de las corvas a la nuca —y lo dejaba descansar luego en el regazo— el abanico que tenía alientos de sándalo en la armadura de los calados. La mujer del entreacto, con su gesto; el pelaje fosco sobre la piel sudorosa; los hombros que se repartían, a tanteos, el frescor de los barrotes de metal, lo habían enervado. Pero aún podía volver el espectador presuroso a reclamar su parte de lo arrojado al mármol con largueza de gran señor —la Biografía, de páginas abiertas, le había enseñado, por lo demás, a desconfiar de Príncipes y Grandes Señores—. Un gesto resignado, muy distinto del que debió ser gesto de júbilo al cabo de la larga preparación, de la ansiosa espera, apartó la cortina de damasco que lo separaba de la sala, donde el silencio había inmovilizado a los músicos en posición de ataque. Sinfonia Eroica composta per festeggiare il souvvenire di un grand’Uomo. Sonaron dos acordes secos y cantaron los violoncellos un tema de trompa, bajo el estremecimiento de los trémolos. Hay tres estados de este principio en los apuntes coleccionados por Nottebohem, decía el libro. Pero el libro quedó cerrado de un manotazo. El lector husmeaba el olor a tierra, a hojas, a humus, que entraba en el desierto vestíbulo, recordándole los traspatios de su pueblo, después de la lluvia, cuando las bateas apretaban las duelas bajo el regodeo de los patos que se holgaban en el agua turbia. Así también olía —luego de los chubascos del verano— el cobertizo de los trastos, donde, subido en una incubadora inservible, mirando por el hoyo de un ladrillo caído, había contemplado tantas veces el baño de la Viuda, endurecida en lutos de nunca acabar, cuyo cuerpo era tan liso aún, bajo la enjabonadura que le demoraba en el vientre y se le escurría lentamente, en espumas, a lo largo de los muslos, hacia las piernas que se tornaban de vieja, repentinamente, al bajar de las rodillas. Él había conocido el secreto de ese pecho terso, de ese talle arqueado, como hecho todavía para brazos de hombre, entre una voz regañona y acida, cansada de dar clases a los niños del vecindario, y unos tobillos descarnados por el siempre andar en lo mismo. Ahora, el recuerdo de quien le hubiera enseñado el solfeo no hacía tanto tiempo, mientras él, midiendo el compás, le detallaba lo oculto bajo telas vueltas a ser teñidas de negro, se añadía a las incitaciones de la noche, acabando de vencer sus escrúpulos. Nadie, aquí, podría jactarse de haberse acercado a la Sinfonía con mayor devoción que él, al cabo de semanas de estudio, partitura en mano, ante los discos viejos que todavía sonaban bien. Aquel director de reciente celebridad no podía dirigirla mejor que el insigne especialista de sus placas —el mismo que había conocido, entonces estudiante, ella nonagenaria, a una corista del estreno de la Novena—. Podía arrogarse la facultad de no escuchar lo que sonaba en aquel concierto, sin faltar a la memoria del Genio. “Letra E”, dijo, al advertir que se alzaba una tenue frase de flautas y primeros violines. Y bajó la escalinata a todo correr, salpicado por una lluvia que rebotaba en el pesado herraje de los faroles. Hasta el lanudo hedor de su ropa mojada se le hacía deleitoso, íntimo, cómplice, de pronto, por sentirse poseedor de aquel billete que lo haría dueño de la casa sin relojes —de puertas cerradas, aunque tocaran y llamaran— por una noche entera. Y luego del despertar juntos, oyendo el alboroto de los canarios, sería el último retozo en la cocina; la lumbre prendida bajo los jarros del desayuno con el abanico oloroso a sándalo, y el sabor de las galletas que deslizaban al alba por la boca del buzón —donde las guardaba calientes el sol que daba a la casa de enfrente, por sobre la India empenachada de la panadería.
(…ese latido, que me abre a codazos; ese vientre en borbollones, ese corazón que se me suspende, arriba, traspasándome con una aguja fría; golpes sordos que me suben del centro y descargan en las sienes, en los brazos, en los muslos; aspiro a espasmos; no basta la boca, no basta la nariz; el aire me viene a sorbos cortos, me llena, se queda, me ahoga, para irse luego a bocanadas secas, dejándome apretado, plegado, vacío, y es luego el subir de los huesos, el rechinar, el tranco; quedar encima de mí, como colgado de mí mismo, hasta que el corazón, de un vuelco helado, me suelte los costillares para pegarme de frente, abajo del pecho; dominar este sollozo en seco; respirar luego, pensándolo; apretar sobre el aire quedado; abrir a lo alto; apretar ahora; más lento: uno, dos, uno, dos, uno, dos… Vuelve el martilleo; lato hacia los costados; hacia abajo, por todas las venas; golpeo lo que me sostiene; late conmigo el suelo; late el espaldar, late el asiento, dando un empellón sordo con cada latido; el latido debe sentirse en la fila entera; pronto me mirará la mujer de al lado, recogiendo su zorro; me mirará el hombre de más allá; me mirarán todos; de nuevo el pecho en suspenso; arrojar esta bocanada que me hincha las mejillas, que está detenida. Alcanzado en la nuca, se vuelve el que tengo delante; me mira; mira el sudor que me cae del pelo; he llamado la atención: me mirarán todos; hay un estruendo en el escenario, y todos atienden al estruendo. No mirar ese cuello: tiene marcas de acné; había de estar ahí, precisamente —único en toda la platea—, para poner tan cerca lo que no debe mirarse, lo que puede ser un Signo; lo que los ojos tratarán de esquivar, pasando más arriba, más abajo, para acabar de marearse; apretar los dientes, apretar los puños, aquietar el vientre —aquietar el vientre—, para detener ese correrse de las entrañas, ese quebrarse de los riñones, que me pasa el sudor al pecho; una hincada y otra; un embate y otro; apretarme sobre mi mismo, sobre los desprendimientos de dentro, sobre lo que me rebosa, bulle, me horada; contraerme sobre lo que taladra y quema en esta inmovilidad a que estoy condenado, aquí, donde mi cabeza debe permanecer al nivel de las demás cabezas; creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, y en Jesucristo su único hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos, y al tercer día resucitó de entre los muertos… No podré luchar mucho más; tiemblo de calor y de frío; agarrado de mis muñecas, las siento palpitar como las aves desnucadas que arrojan al suelo de las cocinas; cruzar las piernas; peor, es como si el muslo alto se derramara en mi vientre; todo se desploma, se revuelve, hierve, en espumarajos que me recorren, me caen por los flancos, se me atraviesan, de cadera a cadera; borborigmos que oirán los otros, volviéndose, cuando la orquesta toque más quedo; creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra; creo, creo, creo. Algo se aplaca, de pronto. “Estoy mejor; estoy mejor; estoy mejor”; dicen que repitiéndolo mucho, hasta convencerse… Lo que bullía parece aquietarse, remontarse, detenerse en alguna parte; debe ser efecto de esta posición; conservarla, no moverse, cruzar los brazos; la mujer hace un gesto de impaciencia, poniendo el zorro en barrera; su cartera resbala y cae; todos se vuelven; ella no se inclina a recogerla; creen que soy yo el del ruido; me miran los de delante; me miran los de detrás; me ven amarillo, sin duda, de pómulos hundidos; la barba me ha crecido en estas últimas horas; me hinca las palmas de las manos; les parezco extraño, con estos hombros mojados por el sudor que vuelve a caerme del pelo, despacio, rodando por mis mejillas, por mi nariz; mi ropa, además, no es de andar entre tantos lujos: “Salga de aquí”, me dirán, “está enfermo, huele mal”; hay otro gran estrépito en el escenario; todos vuelven a atender al estrépito… Debo vigilar mi inmovilidad; poner toda mi fuerza en no moverme; no llamar la atención; no llamar la atención, por Dios; estoy rodeado de gente, protegido por los cuerpos, oculto entre los cuerpos; de cuerpo confundido con muchos cuerpos; hay que permanecer en medio de los cuerpos; después, salir con ellos, lentamente, por la puerta de más gente; el programa sobre la cara, como un miope que lo estuviera leyendo; mejor si hay muchas mujeres; ser rodeado, circundado, envuelto… ¡Oh!, esos instrumentos que me golpean las entrañas, ahora que estoy mejor; aquel que pega sobre sus calderos, pegándome, cada vez, en medio del pecho; esos de arriba, que tanto suenan hacia mí, con esas voces que les salen de hoyos negros; esos violines que parecen aserrar las cuerdas, desgarrando, rechinando en mis nervios; esto crece, crece, haciéndome daño; suenan dos mazazos; otro más y gritaría; pero todo terminó; ahora hay que aplaudir… Todos se vuelven, me miran, sisean, llevándose el índice a los labios; sólo yo he aplaudido; sólo yo; de todas partes me miran; de los balcones, de los palcos; el teatro entero parece volcarse sobre mí. “¡Estúpido!” La mujer del zorro también dice “estúpido” al hombre de más allá; todos repiten: “estúpido, estúpido, estúpido”; todos hablan de mí; todos me señalan con el dedo; siento esos dedos clavados en mi nuca, en mis espaldas; yo no sabía que aplaudir aquí estaba prohibido; llamarán al acomodador: “Sáquelo de aquí; está enfermo, huele mal; mire cómo suda”… La orquesta vuelve a tocar; algo grave, triste, lento. Y es la extraña, sorprendente, inexplicable sensación de conocer eso que están tocando. No comprendo cómo puedo conocerlo; nunca he escuchado una orquesta de éstas, ni entiendo de músicas que se escuchan así —como aquel, de los ojos cerrados; como aquellos, de las manos cogidas— como si se estuviera en algo sagrado; pero casi podría tararear esa melodía que ahora se levanta, y marcar el compás de ese detenerse y adelantar un pie y otro pie, lentamente, como si fuera caminando, y entrar en algo donde domina aquel canto de sonido ácido, y luego la flauta, y después esos golpes tan fuertes, como si todo hubiera acabado para volver a empezar. “¡Qué bella es esta marcha fúnebre!”, dice la mujer del zorro al hombre de más allá. Nada sé de marchas fúnebres; ni puede ser bella ni agradable una marcha fúnebre; tal vez haya oído alguna, allá, cerca de la sastrería cuando enterraron al negro veterano y la banda escoltaba el armón de artillería, con el tambor mayor andando de espaldas: ¿y se visten, se adornan, sacan sus joyas, para venir a escuchar marchas fúnebres?… Pero ahora recuerdo; sí, recuerdo; recuerdo. Durante días he escuchado esta marcha fúnebre, sin saber que era una marcha fúnebre; durante días y días la he tenido al lado, envolviéndome, sonando en mi sueño, poblando mis vigilias, contemplando mis terrores; durante días y días ha volado sobre mí, como sombra de mala sombra, actuando en el aire que respiraba, pesando sobre mi cuerpo cuando me desplomaba al pie del muro, vomitando el agua bebida. No pudo ser una casualidad; estaba eso en la casa de al lado, porque Dios quiso que así fuera; no eran manos de hombre, las que ponían ahí, tan cerca, esa música de cortejo al paso, de tambores sordos, de figuras veladas; era Dios en lo después, como en la leña sin prender está el fuego antes de ser el fuego; Dios, que no perdonaba, que no quería mis plegarias, que me volvía las espaldas cuando en mi boca sonaban las palabras aprendidas en el libro de la Cruz de Calatrava; Dios, que me arrojó a la calle y puso a ladrar un perro entre los escombros; Dios, que puso aquí, tan cerca de mi rostro, el cuello con las horribles marcas; el cuello que no debe mirarse. Y ahora se encarna en los instrumentos que me obligó a escuchar, esta noche, conducido por los truenos de su Ira. Comparezco ante el Señor manifiesto en un canto, como pudo estarlo en la zarza ardiente: como lo vislumbré, alumbrado, deslumbrado, en aquella brasa que la vieja elevaba a su cara. Sé ahora que nunca ofensor alguno pudo ser más observado, mejor puesto en el fiel de la Divina Mira, que quien cayó en el encierro, en la suprema trampa —traído por la inexorable Voluntad a donde un lenguaje sin palabras acaba de revelarle el sentido expiatorio de los últimos tiempos—. Repartidos están los papeles en este Teatro, y el desenlace está ya establecido en el después —hoc erat in votis!—, como está la ceniza en la leña por prender… No mirar ese cuello; no mirarlo; fijar la vista en un punto del piso; en una mancha de la alfombra; en el pandero que adorna, arriba, el marco del escenario; Dios Padre, Creador de los Cielos, ten misericordia de mí; no te he invocado en vano; sabes cómo yo te pensaba en mis clamores; aún confío en tu Misericordia, aún confío en tu infinita Misericordia; he estado demasiado lejos de ti, pero sé que a menudo ha bastado un segundo de arrepentimiento —el segundo de nombrarte— para merecer un gesto de tu mano, aplacamiento de tormentas, confusión de jaurías… Ha concluido la marcha fúnebre, repentinamente, como quien, luego de recibir un ruego, una imploración, responde con un simple “¡Sí!”, que hace inútiles otras palabras. Y esto fue cuando decía que confiaba en su Misericordia. Silencio. Tiempo de aplacamiento, de reposo. Silencio que el director alarga, con la cabeza gacha, caídos los brazos, para que algo perdure de lo transcurrido. Ya no laten tanto mis venas, ni mi respiración es dolor. Esta vez no se me ocurrió aplaudir… “A ver cómo suena el…” ¿qué? —dice la mujer del zorro, sin mirar siquiera el programa—. Una palabra que no oí bien. Comprendo ahora por qué los de la fila no miran sus programas; comprendo por qué no aplauden entre los trozos; se tienen que tocar en su orden, como en la misa se coloca el Evangelio antes del Credo, y el Credo antes del Ofertorio; ahora habrá algo como una danza; luego, la música a saltos, alegre, con un final de largas trompetas como las que embocaban los ángeles del órgano de la catedral de mi primera comunión; serán quince, acaso veinte minutos; luego aplaudirán todos y se encenderán las luces. Todas las luces.)
Fuente: Título original: El acoso
Alejo Carpentier, 1956
Editor digital: orhi
ePub base r1.2
Recopilador:
Dr. Enrico Pugliatti.

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas