miércoles, 30 de enero de 2019

LITERATURA DE RESCATE. Honoré de Balzac. Novela. EL CENTENARIO.


LITERATURA DE RESCATE.
Honoré de Balzac nació el 20 de mayo de 1799 en Tours (Francia). Honoré de Balzac falleció el 18 de agosto de 1850. Fue enterrado en el camposanto Pére Lachaise, donde Victor Hugo pronunció el discurso fúnebre.
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De su primera época de escritor —en la que se dice era mantenido por una casada— data este terrorífico novelón, que no firmó con su nombre- Hoy lo rescatamos, considerándolo un excelente relato, loco, apasionante, aunque sin duda descuidado en su redacción, dadas las condiciones en que fue escrito. Casi podríamos decir que publicamos un Balzac inédito, firmado en su día por su «alter ego», Horace de Saint-Aubin. 
La tenebrosa historia de un hombre cuya vida no tenía fin, que necesitaba alimentarse de juventud, como un vampiro, para continuar su larga fatiga, que conocía todas las ciencias, que sabía todos los secretos, y cuya centenaria experiencia influyó en las decisiones del mismísimo Napoleón. 
Ideas contenidas en este caudaloso y fantástico libro pueden considerarse precedentes de «La semilla del diablo» y su satánica gestación, y de la escenografía de «El fantasma de la Opera». Balzac insistió en este asunto de la vida eterna escribiendo «Melmoth reconciliado» donde utiliza el personaje Melmoth (pariente próximo de su Centenario) de Charles R. Maturin.

 Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.
(Fragmento. Novela. EL CENTENARIO).
Traducción de Mercedes Juste, Portada: «Collage» original de Emma Cohen
Una colección dirigida por Juan Tébar
Título original: «Le centenaire»
© De esta traducción para Biblioteca del Terror, Ediciones Forum
Córcega, 273-277. Barcelona-8
Diseño de interiores: Mauricio d'Ors
Retrato de Balzac: «Photo Lapi Viollet»
I.S.B.N.: 84-85604-71-7 (obra completa)
I.S.B.N.: 84-7574-042-1
Depósito legal: M. 34.598-1983
Distribución: MIDESA Distribuidora de Ediciones.
Carretera de Irún, Km. 13,350 (Variante de Fuencarral). Madrid-20
Composición: Fernández Ciudad, S. L.
Imprime GREFOL, S. A., Pol. II - La Fuensanta Móstoles (Madrid)
Printed in Spain. Impreso en España



El peñasco de Grammont — El general La joven — Un juramento
Hay noches cuyo espectáculo es  imponente, y su contemplación nos abisma en un recogimiento lleno de encanto. Me atrevo a decir que son pocas las personas que no han sentido en su alma esa nostalgia osiánica producida por la visión nocturna de la inmensidad de los cielos.
Esta forma de sueño del alma se impregna del carácter de aquel que lo experimenta, y causa entonces pacer o pena, o incluso una especie de sentimiento que participa de estos dos extremos sin ser ninguno de ellos.
Nunca se encontrará, creo, un paraje más propicio a los efectos de esta meditación que el encantador paisaje que se descubre desde el pico de la montaña de Grammont, ni una noche tan adecuada para tales ideas como la del 15 de junio de mil ochocientos diez y... En efecto, unas nubes de formas extrañas formaban mágicas y móviles estructuras aéreas, que empujadas por un viento rápido, dejaban en el firmamento espacios sin velo. La luna irradiaba una luz pálida y a menudo eclipsada que sólo iluminaba las extremidades y las hojas exteriores de los árboles, sin penetrar en las sombrías masas de follaje que se alzaban en la campiña como negros fantasmas.
Había llovido durante la mañana, y el suelo reblandecido sofocaba el ruido de los pasos. El viento se levantaba por rachas y su violencia sólo se desataba por completo en la alta región de las nubes. La noche era, pues, tranquila y majestuosa.
Se destacaban en este escenario la risueñas llanuras de Turena y los verdes prados que, del lado del Cher, preceden a la capital de esta provincia.
El follaje sonoro de los álamos desperdigados por el campo parecía quejarse bajo el esfuerzo de la brisa. La lechuza fúnebre y el buarillo dejaban oír sus chillidos lentos y lastimeros. La luna plateaba la extensa capa de agua del Cher. Algunas estrellas centelleaban acá y allá entre las nubes y a través de un vapor blanco. En fin, la naturaleza, adormecida, parecía soñar. En ese momento una división completa del ejército de España volvía a París para ponerse a las órdenes de su soberano.
Las tropas alcanzaban Tours, cuyo silencio iban a romper con su llegada.
Aquellos viejos soldados de tez curtida caminaban día y noche y atravesaban su patria sacudiéndose el polvo recogido en el suelo indómito de España. Se les oía silbar sus canciones favoritas. El ruido fugitivo de sus pasos resonaba a los lejos, y a los lejos destellaban en el campo las bayonetas de sus fusiles.
El general Béringheld (Tulio), abandonando su división, se había detenido en la cima del Grammont, y este joven ambicioso, desengañado de sus sueños de gloria, contemplaba la escena que se había ofrecido súbitamente a su mirada.
A fin de poder entregarse en paz al hechizo que le había prendido, echó pie a tierra, despidió a los dos edecanes que le acompañaban, y reteniendo solamente a Jacques Butmel, apodado Lagloria, antiguo guardia consular y devoto servidor suyo, se sentó sobre un montículo de hierba, buscando un tema nuevo para su vida futura y pensando en todos los acontecimientos que habían colmado su vida pasada. Apoyó su cabeza en la mano derecha colocando el codo sobre sus rodillas, y en esta postura posó la mirada en el delicioso pueblo de Saint-Avertin, volviéndola, sin embargo, algunas veces hacia el cielo, como si hubiera buscada un consejo en aquel libro misterioso.
El viejo soldado se había sentado y, con la cabeza en la hierba, parecía no pensar en nada que no fuera dormir un momento. Los motivos del general para detenerse en plena noche en la montaña de Grammont no le preocupaban.
Daremos una perfecta idea del carácter de este buen hombre si decimos que los menores deseos de su amo representaban para él lo que un decreto del Gran Señor para un verdadero creyente.
—¡Ah, Marianina! ¿Me has sido fiel? —exclamó Béringheld después de un momento de meditación.
Estas palabras se escaparon involuntariamente del corazón entristecido del general, que nuevamente se hundió en la profunda reflexión que se había apoderado de él.
Tulio contemplaba la pradera desde hacía más o menos diez minutos, cuando divisó a una joven muchacha, vestida de blanco, que avanzaba con preocupación campo a través. Tan pronto caminaba precipitadamente, como disminuía su marcha dirigiéndose siempre hacia el pie de la montaña sobre cuya cima se hallaba sentado Béringheld.
Estudiando con atención todos los movimientos de esta joven, el general creyó al principio que la demencia la arrastraba a este paseo nocturno. Pero cuando percibió una débil luz que iluminaba el flanco del peñasco, cambió de opinión. Su curiosidad se vio excitada en sumo grado, pues el porte y la actitud de la joven indicaban su pertenencia a una familia posiblemente acomodada.
Sus andares y su cintura eran gráciles. Un chal colocado con arte protegía su cabeza del fresco de la noche. Su cinturón, de color rojo, destacaba sobre la blancura de su vestido. Aquel trayecto solitario y nocturno, aquel paso desigual y la luz que iluminaba el pie del peñasco de Grammont, formaban un conjunto de circunstancias creadas para justificar la curiosidad de Béringheld y lo que siguió.
Abandonó su sitio y comenzó a descender la colina para alcanzar a la muchacha que se hallaba ya en el terraplén del Cher[1] . Su intención era hablarle antes de que llegase al pie de la roca.
El general había dado apenas tres pasos, cuando un rayo de luz, al caer sobre una sepecit de soto que adorna el flanco de la montaña, le permitió distinguir un vapor blanco y muy móvil que reconoció como un humo espeso que se escapaba del seno de aquella roca.
Esta circunstancia le sorprendió tanto más, cuanto que la estación en que se hallaban en aquel momento explicaba mal la presencia de una lumbre en el lugar al que la joven se dirigía.
Béringheld poseía una energía, una fuerza de deseo que no le permitían moderar sus sentimientos. Su corazón estaba repleto de un ardor irresistible que volcaba en todo. Así, pues, empezó a correr, y bajó por la montaña más como un lobo que se lanza tras su presa que como un joven que se apresura a dar consejo a la imprudencia o a proteger la debilidad.
La joven lo descubrió y, al ver brillar los adornos del uniforme del general, concibió un temor muy natural. Creyendo poder hurtar su maniobra a la aguda mirada de Béringheld, abandonó el terraplén y avanzó con mayor lentitud por en medio de los árboles de los prados e intentó esconderse cuidadosamente detrás de los troncos de los olmos, en los salientes del terraplén o debajo de los arbustos.
Sin embargo, por muchas precauciones que tomó, le fue imposible engañar al general, que muy pronto se halló a poca distancia del montículo donde se había refugiado. Ella se detuvo al darse cuenta de que no podía evitar al extranjero que la perseguía.
Béringheld por su lado, movido por algún impulso inexplicable, permaneció en su lugar y estudió con mayor atención a la joven desconocida.
Existen fisonomías que traicionan instantáneamente los sentimientos anímicos por medio de signos certeros que, a su vez, reconocen de una ojeada aquellos que han observado la naturaleza.
En un momento, el general adivinó el carácter de la joven. Sus ojos grandes, redondos y brillantes, revelaban por. su movilidad un alma inclinada a la exaltación. Su frente amplia y sus labios bastante gruesos parecían proclamar qué grande era su corazón, qué generoso y orgulloso, pero de ese orgullo que no excluye la confianza ni la bondad.
No hay que pensar, sin embargo, que esta joven fuera bella. Tenía eso que llaman una fisonomía, un semblante distinguido, y lo que aún gustó más a Béringheld, un semblante inspirado.
Todo lo que en el rostro del hombre expresa exaltación se hallaba tan concentrado en los rasgos de la muchacha solitaria, que el general dedujo sin vacilar que una pasión violenta guiaba a la joven.
Todo en ella indicaba más tristeza y sufrimiento que melancolía. Por lo demás, era fácil intuir que el origen de aquel dolor no era una enfermedad física, sino que su negra preocupación se debía a circunstancias, por así decirlo, externas.
El general cesó de observarla y avanzó hacia el montículo desde el cual la desconocida, de pie y atenta, miraba a Béringheld con un sentimiento en el que se mezclaban la inquietud, el temor y la curiosidad.
Aquí debo hacer notar que Tulio llevaba su sombrero de general de tal manera, que la proyección del cuerno cubría de sombra su cara.
La joven no pudo distinguir el rostro del oficial hasta que éste puso el pie sobre el montículo de césped. En cuanto pudo observarlo retrocedió algunos pasos, dejando escapar un gesto de sorpresa que Béringheld tomó por temor.
—Espero, señorita —dijo el general—, que no se sorprenda de que me haya apresurado a venir a ofrecerle mi ayuda, al verla sola, de noche en medio de estos prados, cuando los militares pasan a cada instante por esta ruta. Si mi presencia la importuna y si mi ofrecimiento le parece una indiscreción, hable... Soy el general Béringheld. Este título y este nombre quizá la persuadan de que no tiene nada que temer de mí.
Al oír el nombre de Béringheld, la joven se acercó al general y, sin proferir una sola palabra, con la mirada clavada aún en el rostro del célebre guerrero, se inclinó respetuosamente. Pero su reverencia estaba impregnada del mismo asombro e indecisión que se reflejaban en su rostro. Siguió contemplando con fijeza y estupor los rasgos de Tulio después de enderezarse.
El general, ante la actitud extática de la joven desconocida, se convenció definitivamente de que sufría una enajenación mental. La miró dolorosamente y exclamó:
—¡Pobre desgraciada!..., aunque no tenga razones para estar satisfecho de la constancia y la sensatez de tu sexo, no tengo más remedio que compadecerte. Tu estado prueba que al menos tus sentimientos no eran débiles y que has amado con delirio.
—¡Eh, general!, ¿qué le hace pensar así de mí?... Mi sorpresa es muy natural, y puedo explicársela fácilmente sin faltar a lo que he prometido. Voy a una cita...
—¿Una cita, señorita?
—Una cita, general —replicó la joven con un tono y un acento que bastaron para desconcertar a Béringheld—, una cita de la que me vanaglorio. Pero el hombre que espero se parece tanto a usted, que la visión de su cara me ha sorprendido profundamente.
Apenas hubo pronunciado la joven estas palabras, cuando el estupor que se había apoderado de ella pasó al alma intrépida del general. Palideció, se tambaleó, y a su vez miró a la desconocida con ojos extraviados.
Hubo un momento de silencio durante el cual la extranjera examinó la transformación del rostro del general, y fue ella quien habló primero.
—¿Puedo preguntar yo ahora qué razón hay para que mis palabras hayan desconcertado al general Béringheld?
El general, invadido por mil recuerdos penosos, exclamó:
—¿Se trata de un hombre joven?
—General, no puedo responder a su pregunta.
—Si mis sospechas tienen alguna base, señorita, corre usted los peores peligros, y no sé por qué medios hacérselo ver.
—Caballero —prosiguió ella con una ligera sonrisa—, no corro el menor riesgo. No es la primera vez que acudo a esta cita.
El general hizo el gesto de un hombre al que le han quitado un enorme peso de encima.
—Hija mía —dijo con tono paternal—, quizá permanezca en Tours. No cabe duda de que volveré a verla en sociedad. Sus gestos, su tono, me indican que es usted una joven dama, esperanza de una familia distinguida. Por su honor, acepte mi brazo... y vuelva a la ciudad. Un presentimiento secreto me dice que es usted el juguete del que espera, y... tarde o temprano, le ocurrirá una desgracia... Aún está a tiempo, venga...
La muchacha dejó escapar un gesto de altivez que demostraba que esa sospecha la hería.
—¡Ah, perdóneme, señorita! —Prosiguió Tulio—. Si no me inspirase ningún interés no le hablaría de esta manera. Y... por poco que los motivos de esta cita se apoyen en un sentimiento profundo, me ve usted dispuesto a servirla con toda la diligencia de una antigua amistad.
Al terminar estas palabras dieron las once en Saint-Gatien. Las campanadas traídas por el viento fueron escrupulosamente contadas por la desconocida.
—General —dijo—, he venido bastante deprisa y tengo tiempo de explicarle por qué circunstancias una joven de mi edad, mi porte, mi cuna, se encuentra, en medio de la noche y en las praderas del Cher, esperando una señal extraña, mientras los míos me creen entregada a un sueño pacífico. Me debo a mí misma aclarar unas sospechas que no dejarían de convertirme mañana en la fábula de la ciudad. Pues usted no podría resistirse a hablar de ello.
Estas últimas palabras fueron acompañadas de una sonrisa ligeramente irónica, que dio a su fisonomía una gracia mordaz.
—¡Ay!, señorita, se lo suplico por lo que más quiera. Por su madre, por usted misma, dígame si el hombre que la ha hecho venir a este lugar es joven o viejo... ¡Si es cierto que se me parece!... También, yo, soldado acostumbrado a todo lo que la guerra tiene de peligros y horrores, tiemblo por usted... ¡Si fuera él!... ¡Pobre niña!...
—General —dijo ella tomando una actitud severa que la luz de la luna resaltaba, impresionando a la imaginación—, general, no me pregunte... Es más, cuando yo haya terminado mi sencillo relato, cuando oiga la señal, no siga mis pasos, no me retenga, júremelo.
—Se lo juro —dijo el general con tono grave.
—¿Por su honor? —prosiguió ella con expresión de temor.
—Por mi honor —repitió el general.
En aquel momento, Béringheld miró hacia la colina. Vio al humo, más negruzco, más abundante, formar una nube espesa.
La muchacha también se volvió hacia aquel lado con una ansiedad visible. Luego posó su mirada durante algún tiempo sobre la luz vacilante y débil que se escapaba del pie de la montaña.
Ella y Béringheld se observaron después de haber contemplado juntos la roca, y por un momento se sumieron en unas reflexiones que, a juzgar por la expresión de sus rostros, parecían coincidir.
Finalmente, la joven dijo aún al general:
—Júreme que no irá al Agujero de Grammont, es decir, al lugar donde brilla esa luz. Júremelo, general.
Esta petición fue acompañada por una expresión suplicante y asustada que revelaba cuánto temía la muchacha un rechazo.
—Se lo prometo —contestó el general.
La alegría inocente que manifestó la desconocida probaba el candor virginal de su alma. Se sentó arreglando su chal sobre la hierba y, mostrando con el dedo al general una piedra que le servía de asiento, esperó que acabaran de pasar algunos militares, así como un médico que, volviendo a caballo de alguna visita urgente, se había detenido en el camino para intentar reconocer a las personas que distinguía vagamente.
Pareció mirar al general y a la muchacha con sorpresa, pero en seguida partió al galope.
Entonces la bonita turonense comenzó su relato más o menos en estos términos...



[1] Las orillas del Loira y afluentes están bordeadas de terraplenes para evitar las inundaciones. (N. de la T.)

lunes, 28 de enero de 2019

Patricio Pron. PREMIO ALFAGUARA 2019.


Patricio Pron (Rosario, 9 de diciembre de 1975) es un escritor y periodista argentino traducido a media docena de idiomas incluidos el inglés, el alemán, el francés y el italiano. La prestigiosa revista Granta lo seleccionó en 2010 como uno de los 22 mejores escritores jóvenes en español. Hijo de padres periodistas, Pron es licenciado en Comunicación Social por la Universidad Nacional de Rosario (Argentina) y doctor en Filología Románica por la Georgia Augusta de Göttingen (Alemania). 

En 1992 comenzó a ejercer el periodismo y colaboró en varios medios como La Capital de Rosario y El Litoral de Santa Fe, entre otros. En la actualidad escribe en los suplementos culturales de El País de Montevideo y ABC, así como en las revistas de Occidente, Quimera y Letras Libres (España). 

Recorrió Europa, los Balcanes, África del Norte y Turquía en el año 2000 como corresponsal del diario La Capital. Entre 2002 y 2007 trabajó como asistente en la Universidad de Göttingen, donde preparó su trabajo doctoral acerca de los procedimientos narrativos en la obra de Copi y se radicó en Gottingen, donde se doctoró. Se mudó a Madrid en 2008, donde reside desde entonces. 

Ha obtenido varios premios nacionales e internacionales, sus cuentos han formado parte de antologías en diversos países y algunos de sus textos han sido traducidos a otros idiomas.
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Los dieciocho relatos que componen el libro son un soberbio carpetazo a todas las convenciones del género, al tiempo que una extraordinaria exploración de la identidad, la memoria, la mentira y, sobre todo, de la escritura como profesión, arte y forma de vida. El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan nos recuerda que la lucha y la determinación de los escritores, y su orgullo insensato, a veces también conducen a la gloria, íntima y secreta.

Recopilación:
Dr: Enrico Pugliatti.

El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan

 

Patricio Pron

 Denn wir sind nur die Schale und das Blatt.
Der grosse Tod, den jeder in sich hat, das ist die Frucht, um die sich alles dreht.
  [No somos más que un cáliz y una hoja.
Cada uno lleva dentro de sí la Muerte.
Es el fruto alrededor del cual todo gira.]

RAINER MARIA RILKE

Das Buch von der Armut und vom Tode
[«Libro de la pobreza y de la muerte»]
(1903)
LITERATURA RANDOM HOUSE.


LAS IDEAS

Para Leila Guerriero

El dieciséis de abril de 1981 a las quince horas aproximadamente, el pequeño Peter Möhlendorf, al que todos llamaban «der schwarze Peter» o «Peter el negro», regresó a su casa procedente de la escuela del pueblo. Su casa se encontraba en el límite este de Ausleben, un pueblo de unos cinco mil habitantes al suroeste de Magdeburgo cuya principal actividad económica es la producción agrícola, de espárragos principalmente. Su padre, que se encontraba en el sótano de la casa a la llegada del pequeño Möhlendorf, contaría luego que escuchó a este entrar y luego pudo inferir, de los ruidos en la cocina, que estaba sobre el sótano, qué hacía: arrojaba la mochila bajo el rellano de la escalera, iba a la cocina, sacaba de la nevera un cartón de leche y se echaba un vaso, que bebía de pie; luego ponía nuevamente el cartón en la nevera y salía al jardín de la casa. Esto era, por lo demás, lo que hacía todos los días al regresar de la escuela, y podría suceder que su padre no hubiera escuchado realmente los ruidos que luego diría haber oído sino, simplemente, haber escuchado que Peter había regresado y de allí haber inferido todo el resto de la serie, que había visto repetirse día tras día en los últimos años. Sin embargo, lo que el padre no sabía, mientras escuchaba o creía escuchar los ruidos que hacía su hijo sobre su cabeza, era que el pequeño Peter no iba a regresar esa noche a casa, ni las noches siguientes, y que algo que era incomprensible y daba miedo iba a abrirse frente a él y al resto de los habitantes del pueblo en los días siguientes, y aún después, y se lo tragaría todo.
Peter Möhlendorf tenía doce años y el cabello moreno, era tímido y no solía jugar con otros niños, de los que, por contra, parecía huir. La única excepción que parecía permitirse era cuando los niños jugaban al fútbol. Solía ir al prado que se encontraba detrás de los restos de la muralla medieval, que fueron destruidos más tarde por las autoridades de la así llamada República Democrática de Alemania con la finalidad de construir una carretera que nunca llegó a existir porque el gobierno de la así llamada República Democrática de Alemania cayó dos meses después de comenzadas las obras; la administración de las ruinas es hoy en día la única actividad a la que parece haberse dedicado realmente ese gobierno desde su creación hasta su derrumbe, el tres de octubre de 1990. Möhlendorf solía quedarse de pie junto al prado, observando a los jugadores y esperando que alguno de ellos se cansara o se lastimara para que le dejara su lugar; antes que esto, lo que sucedía habitualmente era que el dueño del balón echaba a alguno de los jugadores de su equipo y le hacía una seña al pequeño Peter para que se incorporara a su equipo, y esto debido a que Möhlendorf era un buen jugador. Su padre le había anotado en el Fussball Verein Ausleben, algunos de cuyos jugadores habían dado el salto y jugaban ya en equipos de la segunda división como el Dynamo Dresden y el Stahl Riesa, y esperaba el comienzo de la temporada, el verano siguiente.
El atardecer del dieciséis de abril de 1981, sorprendido porque su hijo no había regresado aún a la casa, el padre de Peter Möhlendorf salió a buscarlo; caminó hasta el prado y allí interpeló a los jugadores, que a esa hora eran muy pocos, pero todos afirmaron que no lo habían visto ese día. El padre de Möhlendorf recorrió las calles que conducían a la escuela esperando, como diría después, que el pequeño Peter hubiera tenido allí una reunión de alguna índole y se hubiera retrasado, pero el portero del edificio le informó que Peter se había marchado con el resto de los niños y que el edificio estaba vacío. Möhlendorf visitó las casas de algunos de los niños de la clase de su hijo pero este resultó no estar allí ni en ninguna otra parte.
Ya había anochecido cuando Möhlendorf convocó a algunos vecinos, que se apiñaron bajo la lámpara de la calle, y les expuso la situación. Su opinión –expresada con nerviosismo y de inmediato desestimada por el resto de los padres– era que el pequeño Peter se había perdido. Era difícil creer que un niño pudiera perderse en ese pueblo, que podía recorrerse en unos minutos y en el que no había siquiera tráfico para suponer un accidente. Un tiempo después, cuando los acontecimientos se habían precipitado y era necesario llenar las horas de búsqueda con palabras, cada uno de los padres recordó lo que había pensado en ese momento: Martin Stracke, que era alto y pelirrojo y se dedicaba a la reparación de aparatos eléctricos, dijo que había pensado que el pequeño Peter estaba gastando una broma a su padre, y que regresaría cuando comenzara a hacer frío; Michael Göde, que era rubio y trabajaba como profesor de gimnasia en el colegio del pueblo, dijo que había pensado que el pequeño Peter había tenido un accidente, probablemente en el bosque, que era el único sitio que revestía alguna peligrosidad de los que se encontraban en el pueblo y los alrededores. Yo, por mi parte, no pensé en nada, excepto en mi hijo, creo, pero después, al escuchar las confesiones de los otros padres en las horas de búsqueda y el reclamo de solidaridad que parecía provenir de ellos, inventé y dije que aquella noche yo había pensado que Peter se había perdido en el bosque. Mi invención fue tomada por cierta por todos aquellos a los que se la conté y explica los hechos de la noche del dieciséis de abril, ya que, tras parlamentar un rato bajo la lámpara de la calle, todos entramos a nuestras casas a buscar una chaqueta y una linterna y luego nos marchamos a buscar a Peter en el bosque. Nunca sabré por qué hicimos eso, porque nadie propuso aquella noche la idea de que Peter se hubiera perdido allí; mi invención posterior explicó nuestras acciones y por esa razón fue aceptada por todos, porque restituía un sentido a lo que había carecido de él.
El bosque que se encuentra en las afueras de Ausleben, y que continúa hasta recortarse sobre el macizo del Harz, dividiendo en dos la región, es oscuro y denso, la clase de bosque que inspira cuentos y leyendas que los habitantes de las ciudades y de los desiertos y de las montañas cuentan con ligereza, pero que los habitantes de los bosques temen y veneran. Esa noche recorrimos el bosque como locos, sin atinar a trazar una ruta o a dispersarnos convenientemente por el área. Una vez y otra mi linterna trazó un círculo en la oscuridad y en él encontré la cabellera roja de Martin Stracke. En otras ocasiones fui yo el que cayó en el cono de luz de la linterna de otro. Michael Göde desertó el primero porque al día siguiente debía dar clases. El siguiente fue Stracke. En un momento, mi linterna iluminó el rostro de Möhlendorf y su linterna iluminó el mío y nos quedamos un rato así, como dos conejos encandilados en la carretera, a punto de ser arrollados por algo que ni siquiera intuíamos. Entonces regresamos al pueblo, sin decir una palabra.
A la mañana siguiente, continuamos la búsqueda como ayudantes de los dos policías de la guarnición local de la Volkspolizei, a los que Möhlendorf había informado del caso. No encontramos nada, pero, cuando abandonábamos el bosque, ya por la tarde, vimos a la madre del pequeño Peter correr por el camino que venía del pueblo. Sus labios se movían pero no podíamos comprender nada porque el bosque absorbía todos los sonidos y los precipitaba hacia lo alto de las copas, allí donde tan sólo los pájaros podían escucharlos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, la mujer dijo a su marido que había visto a Peter agazapado en la colina que estaba detrás de su jardín, y agregó que lo había llamado pero que Peter parecía no haberla escuchado y no había entrado a la casa. Al acercarse a él, Peter había salido corriendo.
A la manera de esas noches en las que a un sueño angustiante le sucede otro que nos alivia sólo hasta que comprobamos que el siguiente, que a menudo no es más que su reflejo o su potenciación, es mucho más angustiante aún, las noticias que traía la mujer de Möhlendorf nos aliviaron –al fin y al cabo, Peter seguía vivo– pero abrieron a su vez otros interrogantes sobre las razones por las que había desatendido el pedido de su madre, dónde había pasado la noche, por qué no regresaba a la casa.
Al llegar al pueblo, nos salieron al paso dos niños de la clase del pequeño Möhlendorf que nos dijeron que lo habían visto rondando el prado; cuando llegamos allí, ya no estaba. Esa noche escuché a la mujer de Möhlendorf, que vivía junto a mi casa, llorar durante horas.
Al día siguiente, Frank Kaiser, que era el sastre del pueblo, visitó a Möhlendorf para decirle que esa mañana había visto a Peter junto al mayor de la familia Schulz corriendo a la entrada del bosque. Unas horas más tarde, Martin Schulz, que era recolector de espárragos y siempre llevaba la camisa arremangada, no importaba cuánto frío hiciera, nos dijo que su hijo había desaparecido.
En los días siguientes desaparecieron otros niños: Robert Havemann, de doce años, Rainer Eppelmann, de seis, Karsten Pauer, de doce, y Micha Kobs, de siete. Uno de los Pauer, que estaba presente cuando su hermano se marchó de la casa, contó que él estaba en su cuarto estudiando y viendo a su hermano jugar en el jardín cuando vio aparecer, entre los árboles de una propiedad contigua, a Möhlendorf y a los otros niños; dijo que nadie habló o que él no escuchó ninguna palabra, que su hermano estaba en cuclillas escarbando la tierra con una cuchara y que levantó la cabeza y vio a los otros, arrojó la cuchara a un costado y caminó hacia donde estaban los niños, y que luego se alejaron todos corriendo.
Nuestros temores a partir de ese punto cambiaron relativamente de tipo; ya no nos preocupaba la desaparición de Möhlendorf sino la forma en que este parecía haber ganado influencia sobre los otros niños del pueblo y los arrastraba consigo. A la angustia de los padres cuyos hijos los habían abandonado se sumaba la de aquellos padres que temían que sus hijos fueran los siguientes. Muchos dejaron de enviarlos a la escuela y hubo algunos –pero esto se supo después– que los encerraron en sus cuartos para evitar que escaparan; pero los niños siempre lograron hacerlo, imbuidos de una inteligencia y de una fuerza cuya fuente era desconocida para nosotros y que surgían tan pronto como Möhlendorf y los otros niños aparecían sobre la línea del horizonte, ligeramente agazapados, a la espera.
Las autoridades de la así llamada República Democrática de Alemania enviaron policías con dos perros y algunos soldados de la Volksarmee para que recorrieran el bosque y dieran con los niños. Sin embargo, aquéllos fueron demasiado displicentes o los niños demasiado listos porque nunca los encontraron. Mientras los policías, los soldados y los padres recorríamos el bosque escuchando solamente los gemidos de los perros o contándonos lo que decíamos recordar que habíamos pensado la noche en que el pequeño Peter había desaparecido, Möhlendorf asaltaba nuestras casas y otros niños se le sumaban: Jana Schlosser, de siete años, Cornelia Schleime de trece, Katharina Gajdukowa de nueve. Su ascendente sobre el resto de los niños, su capacidad para esfumarse en un pueblo pequeño de una región relativamente accesible –a excepción del bosque, que era, y es aún hoy, enmarañado y oscuro– y su prescindencia de alimentos y refugio nos sorprendían y nos desconsolaban pero también introducían un paréntesis en nuestra vida más o menos vulgar y bastante miserable de habitantes de la así llamada República Democrática de Alemania, y ese paréntesis parecía ofrecer una nueva normalidad conformada de desapariciones que, en su proliferación, temíamos, acabarían siéndonos indiferentes.
Una tarde, yo estaba en casa reparando una jaula de palomas que tenía. Las palomas volaban sobre mi cabeza y la cabeza de mi hijo, que me alcanzaba con desinterés las herramientas que le pedía. Mi hijo me contaba una película que decía haber visto: en ella, una mujer creía que su hijo había muerto; el espectador creía en lo que la mujer decía hasta comprobar que su marido pensaba que su mujer estaba loca y que nunca habían tenido hijos, la mujer escapaba de su marido y se encontraba con un hombre al que ella recordaba y que se acordaba de su hijo, entonces el espectador cambiaba por tercera vez de idea y pensaba que la mujer sí había tenido realmente un hijo. Yo le pregunté a mi hijo cómo terminaba la película. Me dijo que no se acordaba, pero que creía que la mujer entendía finalmente que su marido tenía razón y que ella estaba loca y sólo por casualidad había encontrado otro loco que creía en lo que ella contaba: nunca había habido ningún hijo, dijo el mío, y ese era el final correcto de la película porque, más o menos, todos los hijos, imaginarios o no, eran sólo una idea de los padres y, como las ideas, podían olvidarse o ser dejadas de lado cuando otra idea mejor llegaba, dijo.
Yo estuve a punto de responderle algo, o más bien preguntarle por qué inventaba esas historias –conocía el canal estatal y sabía que, incluso aunque esa película existiera, ellos jamás la exhibirían allí–, pero entonces vi que mi hijo se detenía en el gesto de alcanzarme una herramienta y esta caía al suelo. Sobre la colina que estaba al fondo de nuestro jardín, en el resplandor amarillo del atardecer, vi las siluetas de Möhlendorf y otros niños, agazapados como animales, observando a mi hijo. Mi hijo los miraba, inmóviles, y los otros lo miraban a él; pensé que dirían algo, que lo llamarían, pero no dijeron palabra. Mi hijo dio un paso hacia ellos y yo dije algo o sólo quise decirlo porque el ruido de las palomas, que daban vueltas en círculo alrededor de su jaula, no permitía escuchar nada. En ese momento, las palomas se precipitaron todas cayendo en picado desde el cielo hasta dar con las chapas de la jaula, y el ruido de sus patas arañando el metal me hizo pensar en la lluvia, en una lluvia inesperada que hubiera caído sobre todos nosotros. Y pensé en la película que mi hijo me había contado y me dije: «Él también es sólo una idea. Todos somos las ideas de nuestros padres, y nos esfumamos antes o después de ellos». Una pequeña campana que mi mujer había colgado ese día sonaba movida por el viento. Un coche pasaba lentamente frente a la casa y no se detenía. Mi hijo hizo entonces algo que yo no esperaba: miró hacia el suelo y me tomó del brazo, como si fuera yo el que iba a escapar, a reunirme con los otros niños –si es que aún eran niños– y a alejarme de él. Entonces vi que Möhlendorf se erguía un poco sobre la colina y su ropa parecía volverse transparente al darle el sol que se ponía. No pude ver su rostro puesto que este estaba en penumbras, y sin embargo, creo recordar –pero sólo puede tratarse de una ilusión– que sonrió y que su sonrisa no explicaba nada, no explicaba absolutamente nada. Entonces desapareció detrás de la colina. Mi hijo temblaba intensamente junto a mí y las palomas resbalaban sobre el metal como si este fuera hielo.
Unos dos días después, cuando la desaparición de los niños se había convertido en otra de las tantas incomodidades sobre las que nada podíamos decir y que eran parte sustancial e incomprensible de la vida en la República Democrática de Alemania, el pequeño Peter Möhlendorf regresó a su casa. Su padre, que estaba sentado en la cocina frente a un mapa topográfico de Ausleben y del bosque, levantó la cabeza y lo vio pasar camino de su cuarto, contó. Un momento después, volvió a entrar en la cocina con nueva ropa, sacó de la nevera un cartón de leche y se echó un poco en un vaso, que bebió de pie; luego puso nuevamente el cartón en la nevera y no salió al jardín de la casa, sino que se quedó mirándolo en silencio.
Esa noche o la siguiente el resto de los niños regresó a sus casas. Ninguno de ellos parecía estar lastimado, ninguno de ellos parecía tener un hambre inusual, haber pasado frío o estar enfermo. Ninguno habló nunca sobre su desaparición o lo que había hecho durante ella. El pequeño Peter Möhlendorf nunca explicó a nadie qué lo había llevado a huir de su casa durante esos días y quizá tampoco haya podido explicárselo nunca a sí mismo. Fue un alumno destacado en el colegio, y sus compañeros lo recuerdan como un estudiante aplicado pero accesible, que quizá fumaba demasiado. Peter Möhlendorf estudió ingeniería en la universidad de Rostock y actualmente vive en Frankfurt del Oder; tiene dos hijos.


domingo, 27 de enero de 2019

Isaac Felipe Azofeifa. (Fragmento).100 años de literatura costarricense Margarita Rojas * Flora Ovares Tomo II P. 877.






Varios han sido los libros de poesía amorosa publicados en Costa Rica dentro de los distintos movimientos de la lírica. Oculto muchas veces por la crítica y las historias de la literatura, el tema erótico ha sido fuertemente reprimido. Desde la sensualidad típica de los poemas modernistas,  hasta el canto al amor físico en CIMA DEL GOZO (1974)  de Isaac Felipe Azofeifa, la poesía erótica  atenta contra el orden racional de la ideología patriarcal.
100 años de literatura costarricense
Margarita Rojas * Flora Ovares
Tomo II
P. 877.
Editorial Costa Rica
Editorial UCR

2018

sábado, 26 de enero de 2019

Irène Némirovsky La dramática vida de Antón Chéjov. Prólogo de JEAN-JACQUES BERNARD.



Irène Némirovsky

La dramática vida de Antón Chéjov

 Título original: La vie de Tchekov

Irène Némirovsky, 1946
Traducción: Susana López de Gomara
Prólogo.
  Irene Nemirovsky fue detenida en julio de 1942 en Issyy-l’Evêque, Nièvre.
Enviada al campo de Pithiviers, fue deportada pocos días después.
Nadie oyó hablar más de ella.
Cuatro meses después su marido y sus dos cuñados fueron detenidos. Deportados a su, vez, también desaparecieron.
Irene Nemirovsky deja dos hijas. Su drama es el reflejo de millares de dramas. Europa está sembrada, de huérfanos… Y sin embargo hay que decir: feliz Irene, pues por dejar a sus hijos vivos al partir es una privilegiada para aquellos que sobrevivieron perdiendo a los suyos.
Se necesita un cierto esfuerzo hoy en día para poner la imaginación al nivel de la realidad. El horror se ha vuelto tan corriente que muchos lo encuentran trivial; unos, porque instintivamente tratan de huirle sin mirarlo; otros, porque su sensibilidad ha sido tan castigada que se ha embotado.
Que una inteligencia tan exquisita, un temperamento artístico tan refinado, una mujer tan excepcional haya, muerto en Polonia o en Silesia, es poco más importante que una noticia corriente. ¡Tantos otros han sido exterminados! Seis millones de víctimas o seis millones más una es exactamente igual si medimos la profundidad del crimen, abismo sin fondo. Sería poco delicado llorar esta víctima más que otra: la más modesta equivale a la más ilustre.
Séanos permitido dedicar a ésta una mirada particular, un recuerdo suplementario.
Irene Nemirovsky no deja a sus admiradores con las manos vacías. Trabajó hasta el último día. Su obra no termina con ella. Valiosos manuscritos, agregados a las obras ya publicadas, afianzarán su posteridad literaria. En su retiro nivernés preparaba una gran novela cíclica sobre la vida rusa, de la cual, desgraciadamente, sólo tenemos fragmentos; pero se publicarán una novela terminada: «Los bienes de este mundo», y dos o tres volúmenes de cuentos. Y, para empezar, he aquí que en el mundo imaginario de Irene Nemirovsky entra sorpresivamente, cuando, desaparecida ella, no se lo esperaba más, un ser real: Antón Chejov.
Él no desentonará, pues, aunque imaginario, el mundo de Irene Nemirovsky no deja, en verdad, de tener vida. Ella se abstuvo siempre de utilizar personajes reales, de escribir novelas anecdóticas. Pero si bien debemos admitir que sus personajes no son reales, ¡cuán verdaderos son en cambio! Y esto es lo que importa. Ya sean los grandes hombres de negocios, las mujeres jóvenes desequilibradas o los jóvenes en pugna con la adversidad; ya sea el vertiginoso David Golder o la inquieta Elena de «Vino de soledad», el joven Cristóbal de «El león sobre el tablero» o la débil Ada en «Los perros y los lobos», o aun las heroínas de esos cuentos conmovedores que forman el compendio de «Películas habladas», todos estos personajes, creaciones de un cerebro ardiente, se sumergen en pleno corazón humano, se nutren de vida, de savia, de pasión, son nuestros hermanos y hermanas en la alegría y el dolor. Esta es la verdadera transposición artística. Irene Nemirovsky, en menos de quince años dé producción efectiva, habrá dejado una galería llena de figuras humanas, porque humanas son sus raíces.
Podemos percibir en su obra ciertos leitmotiv: el exilio, la lucha con la vida en los países de Occidente. Nacida en Kiev, Irene dejó su tierra natal para venir a Francia. Así, muchos de sus héroes siguen la misma trayectoria. Como ella, muchos vinieron a vivir, luchar y sufrir en nuestro país. Están alimentados con su propia experiencia. En cuántas de sus novelas encontramos la atmósfera de su infancia en las ciudades o aldeas de Ucrania; luego la de su juventud en nuestra capital…
El drama que existió en el comienzo de su vida humanizó sus creaciones. He aquí que una vida dramáticamente empezada termina en tragedia. Nacida en el este, Irene fue a morir en el este. Arrancada de su tierra natal para vivir, fue arrancada de su tierra de elección para morir.
Entre estas dos páginas se inscribe una existencia demasiado corta, pero brillante: una joven rusa dejó en el libro de oro de nuestra lengua páginas que lo enriquecen. Por los veinte años que pasó entre nosotros, lloramos en ella a una escritora francesa.
La obra dramática de Chejov es hoy muy conocida en Francia. Pero durante mucho tiempo el suyo sólo fue para nosotros un nombre lejano. Pocas obras ofrecen más sutiles dificultades de realización. Cuando la compañía de Stanislavsky interpretó en París «El jardín de los cerezos», la obra fue una revelación. Después, Georges Pitoëff nos demostró qué ritmo había que darle a obras como «El tío Vania», «La gaviota», «Las tres hermanas». Lección inimitable. Pitoëff poseía el secreto del puntillismo sutil que, acomodándose al puntillismo de Chejov, desentrañaba la humanidad profunda, mediante un lento, metódico e inexpresable hechizo. Para ofrecernos viva una dramaturgia tan delicada y tan personal, a la vez tan rusa y tan humana, este gran artista tenía el privilegio, por su origen, de poder pensar como un ruso en francés. Lo que Pitoëff logró hacer con las piezas de Chejov, Irene Nemirovsky supo hacer con su vida.
Por las mismas razones: rusa de nacimiento, francesa por educación, pertenecía tan profundamente a nuestro país, ahora el suyo, que nada en la redacción de sus obras delata su origen extranjero. Y sin embargo, su profunda sensibilidad continuaba naturalmente ensamblada con su país de origen, con sus hombres y sus obras. Ante la sensibilidad de Chejov, se encontraba en terreno conocido, no necesitaba transponer, le bastaba abrir su corazón. Así como Antón Chejov nos contaba la historia de las tres hermanas o del tío Vania, como Georges y Ludmilla Pitoëff los revivían en escena, así Irene Nemirovsky nos presenta a Antón Chejov.
Los procedimientos son los mismos, si se puede llamar procedimiento a lo que es reflejo de la vida. Los mismos toques sucesivos que contribuyen a crear la impresión de conjunto. Los mismos detalles aparentemente sin importancia, pero todos útiles. Es el ritmo de la vida. Es la lenta y penetrante maraña de la vida. El lector, así como el espectador, se ve suavemente envuelto, levantado por una mano leve, mezclado a la magia cotidiana. Generalmente no se da cuenta. A veces se resiste. Pero el filtro es penetrante. La seducción se manifiesta en toques insensibles. El menor detalle tiene la suavidad de una caricia, pero el efecto de un tentáculo. Así son los dramas burgueses de Chejov. Así es su vida narrada por una mujer que hablaba su lenguaje tan bien como el nuestro y que nos lo restituye por entero, con sus alegrías, sus sufrimientos, sus esperanzas, sus nostalgias, todo su humana y excepcional sensibilidad.
Pitoëff pretendía que una pieza de Chejov nada es superfluo. El menor detalle contribuye a darle vida y Chejov no dejaba nada librado al azar. Un gesto de más traiciona el lento rodeo mediante el cual él hace que la vida sea vida. Tal vez parezca excesiva semejante fidelidad. Es sorprendente, en efecto, que un director no tenga tendencia a deformar un texto. Pero Pitoëff era a veces sorprendente.
Esta perfección detallista que caracteriza las piezas de Chejov la volvemos a encontrar en sus cuentos. Son mucho menos conocidos entre nosotros. Cada uno es un pequeño drama; algunos, en pocas páginas, son dramas en miniatura. Sería deseable que una traducción valedera, hubiera sido hecha por una escritora del talento de Irene Nemirovsky.
Por lo menos tenemos ahora una imagen de su vida que nos faltaba. Sólo puedo aconsejar al lector que entre en esta vida como yo mismo entré: como se entra en la casa de un ser extraño al que se amaba sin conocer su intimidad. No hay nada indiscreto en lo que se va a descubrir. El contacto con su vida cotidiana no rebajará en nada al hombre que se va a encontrar. Hay en muchas biografías, en muchas memorias, una parte de indiscreción y hasta de mal gusto. Como si el escritor sintiera un placer oculto en destruir el ídolo, en mostrar el pobre hombre que a menudo se esconde bajo el manto del genio. Fácil juego. El genio oculta mil debilidades. Son su rescate; y su sufrimiento. Pero él se nutre con esas debilidades. Es abono del cual extrae sus mejores frutos. El biógrafo, que generalmente es un pobre hombre, tiende a mostrar el abono antes que los frutos. ¿Acaso, más o menos conscientemente, no piensa que al lector le gusta el chisme y el escándalo? Visto en la intimidad, el gran hombre tiene todos nuestros problemas y los propios, por añadidura. Maligna alegría la de ponerse al nivel común; buena publicidad; he aquí los recursos de la mayor parte de las vidas noveladas.
Aquí no sucede nada de eso. El hombre que se nos muestra no está disminuido por la narración de sus miserias. Pobre, miembro de una numerosa familia, enfermo, Antón Chejov conoció todas las dificultades de la vida, que nos son contadas sencillamente, sin grandes frases. Sale magnificado de la prueba. Lo amábamos y admirábamos sólo por su obra. Ahora lo amaremos y admiraremos más aún. Agradezcámosle a Irene Nemirovsky. Inscribe un capítulo emocionante en la historia de la literatura universal. Por medio de Irene Nemirovsky, Chejov estará un poca más entre nosotros, y nos sentiremos más en contacto con él.
Si nos sirve de ejemplo, no será ya únicamente por su obra, sino también por su vida: ejemplo de coraje, de perseverancia, de trabajo. Tuvo, por cierto, a pesar de las dificultades materiales, comienzos relativamente fáciles. A los veintiséis años ya era conocido. Rápidamente se hizo célebre. Escribía sus primeros cuentos como en broma. Pero cuántos escrúpulos, cuántas dudas de sí mismo… Vacila hasta para firmar con su nombre. Necesitó que lo alentaran para llegar a creer en sí mismo. Pensemos en la bella caria que recibió de Grigorovich en 1886 y en su respuesta emocionada. Semejante gesto tubo ciertamente influencia sobre el joven escritor, le dio mayor conciencia de su valor, lo ayudó probablemente a disciplinarse. Grigorovich tenía 65 años cumplidos. Un cuento de Chejov, leído por casualidad, lo impresionó; sintió la singular calidad de este talento nuevo, sus promesas, peino también el peligro, para un escritor novel, de producir cualquier cosa y a cualquier precio. Le escribía a su joven colega con la doble misión de alentarlo y serle útil. A sus elogios, a las flores con que lo cubre, se mezclan dos pequeñas frases que no siempre se tiene el valor de decir a los principiantes demasiado apresurados, pero que me parecen la mayor muestra de confianza, de admiración y de amistad que un viejo escritor pueda dar a un joven colega: «Interrumpa todo trabajo apresurado… Más bien pase hambre».
La pantalla que se interponía entre nosotros, franceses, y Chejov como hombre fue retirada por Irene Nemirovsky. Pero ella nos ofrece esta imagen desde el más allá. Esta circunstancia se agrega a la emoción de nuestro descubrimiento.
La vida de Chejov fue corta: la enfermedad lo llevó prematuramente. Irene también partió demasiado pronto y la enfermedad que se la llevó no tenía sus raíces en ella sino en el mundo. Nos preguntamos cuál de estos destinos fue el más trágico. La tuberculosis, con sus momentos de calma, sus intervalos, y hasta sus alegrías, o, por lo menos, ilusiones, ¿no tiene acaso la humanidad que les faltaba a los verdugos de Irene?

JEAN-JACQUES BERNARD

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