domingo, 26 de agosto de 2018

UMBERTO ECO. CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA.


«Wunderkammern» y museos

Un catálogo de museo es un ejemplo de una lista práctica que se refiere a objetos que existen en un lugar predeterminado, y que, como tal, es necesariamente finita. Pero ¿cómo deberíamos considerar a un museo in se, o a una colección? Excepto en los casos, extremadamente raros, de colecciones que contienen todos los objetos de cierto tipo (por ejemplo, todas —y quiero decir todas— las obras de un artista determinado), una colección es siempre abierta y siempre podría ampliarse añadiéndole algún otro elemento, especialmente si la colección se basa —como podríamos decir de las colecciones de los patricios romanos, caballeros medievales y museos modernos— en un gusto por la acumulación y el aumento ad infinitum. Aunque un museo puede exhibir una gran cantidad de obras de arte, da la impresión de que son aún más numerosas.
Es más, salvo en casos extremadamente particulares, las colecciones siempre rayan en la incongruencia. Un viajante del espacio que no fuera consciente de nuestro concepto del arte se preguntaría por qué el Louvre contiene bagatelas de uso común como jarrones, platos o saleros, estatuas de una diosa como la Venus de Milo, representaciones de paisajes, retratos de gente corriente, artefactos de tumbas y momias, retratos de criaturas monstruosas, objetos de culto, imágenes de seres humanos sufriendo torturas, cuadros de batallas, desnudos pensados para despertar el deseo sexual y hallazgos arqueológicos.
Al ser tan variados los objetos, y porque podemos imaginar la sensación de estar rodeados de ellos por la noche, un museo puede ser una experiencia terrorífica. Y la sensación de inquietud aumenta con la cantidad y la incongruencia de los objetos reunidos.
Cuando los objetos reunidos son irreconocibles, incluso un museo moderno puede parecerse a los predecesores de los siglos XVII y XVIII de nuestros museos de ciencias naturales: las así llamadas Wunderkammern —«salas de maravillas», o «gabinetes de curiosidades»— donde ciertas personas intentaron juntar colecciones sistemáticas de todas las cosas que debían ser conocidas, mientras que otras coleccionaban cosas que parecían extraordinarias o insólitas, incluyendo objetos estrafalarios o asombrosos como un cocodrilo disecado, que solía colgarse de una piedra angular, dominando toda la sala. En muchas de esas colecciones, como la que reunió Pedro el Grande en San Petersburgo, fetos deformes eran conservados cuidadosamente en alcohol. Las piezas de cera del Museo della Specola en Florencia presentan una colección de maravillas anatómicas, obras maestras hiperrealistas de cuerpos destripados que yacen desnudos, en una sinfonía de tonalidades que van del rosa al rojo oscuro, y desde allí a los marrones de los intestinos, hígados, pulmones, estómagos y bazos.
Lo que queda de las Wunderkammern son básicamente las representaciones pictóricas en forma de aguafuertes que de ellas se encuentran en sus catálogos. Algunas estaban hechas de cientos de pequeñas repisas que sostenían piedras, conchas, esqueletos de animales raros y obras maestras del arte de la taxidermia, capaces de crear animales no existentes. Otras Wunderkammern eran como museos en miniatura: armarios divididos en compartimentos con piezas que, separadas de su contexto original, parecen contar historias sin sentido o incongruentes.
Catálogos ilustrados como el Museum Celeberrimum de Sepibus (1678) y el Museum Kircherianum de Bonanni (1709) nos muestran que en la colección reunida por el padre Athanasius Kircher en el Colegio Romano, había estatuas antiguas, objetos de culto pagano, amuletos, ídolos chinos, tablas votivas, dos retablos que mostraban las cincuenta encarnaciones de Brahma, inscripciones de tumbas romanas, linternas, anillos, sellos, hebillas, armillas, pesos, campanas, piedras y fósiles con extrañas imágenes grabadas por la naturaleza en su superficie, objetos exóticos ex variis orbis plagis collectum que contenían las correas de indígenas brasileños adornadas con los dientes de víctimas devoradas, pájaros exóticos y otros animales disecados, un libro de Malabar hecho de hojas de palmera, artefactos turcos, escalas chinas, armas bárbaras, frutas indias, el pie de una momia egipcia, fetos de entre cuarenta días y siete meses, esqueletos de águilas, abubillas, urracas, tordos, monos brasileños, gatos y ratones, topos, puercoespines, ranas, camaleones y tiburones, así como algas marinas, un diente de foca, un cocodrilo, un armadillo, una tarántula, una cabeza de hipopótamo, un cuerno de rinoceronte, un monstruoso perro preservado en una solución balsámica en una vasija, huesos de gigante, instrumentos matemáticos y musicales, proyectos experimentales sobre el movimiento perpetuo, máquinas automáticas y otros artefactos basados en las máquinas de Arquímedes y Herón de Alejandría, cócleas, un artilugio catóptrico octogonal que multiplicaba una pequeña reproducción de un elefante de manera que «restaura la imagen de una manada de elefantes que parecen reunidos de África y Asia», aparatos hidráulicos, telescopios y microscopios con observaciones microscópicas de insectos, globos, esferas armilares, astrolabios, planisferios, relojes solares, hidráulicos, mecánicos y magnéticos, lentes, relojes de arena, instrumentos de medición de la temperatura y la humedad, varios cuadros e imágenes de montañas y precipicios, tortuosos cauces en valles, laberintos de madera, espumosas olas, remolinos, colinas, perspectivas arquitectónicas, ruinas, monumentos antiguos, batallas, masacres, duelos, triunfos, palacios, misterios bíblicos y efigies de dioses.

Disfruté mucho imaginando a uno de los personajes de El péndulo de Foucault vagando por los desiertos pasillos del Conservatorio de Artes y Oficios de París, un museo de la historia de la tecnología que alberga mecanismos obsoletos cuya función los visitantes ya no tienen clara, de forma que el Conservatorio entero parece una Wunderkammer barroca. Aumenta la impresión del visitante de estar amenazado por monstruos artificiales desconocidos, y desata en su mente alucinada una serie ininterrumpida de fantasías paranoicas:

Sobre el piso se extiende una procesión de vehículos automóviles, bicicletas y coches de vapor, desde arriba amenazan los aviones de los pioneros, en algunos casos los objetos están íntegros, aunque desconchados, corroídos por el tiempo, y, en la ambigua luz, en parte natural y en parte eléctrica, se presentan todos cubiertos por una pátina, un barniz de violín viejo; en otros casos solo quedan esqueletos, chasis, desarticulaciones de bielas y manivelas que amenazan indescriptibles torturas, y uno se imagina ya encadenado, inmovilizado en esas especies de lechos donde algo podría empezar a moverse y a hurgar en nuestra carne, hasta arrancarnos la confesión.
Más allá de esa secuencia de antiguos objetos móviles, ahora inmóviles, el alma herrumbrada, puros signos de un orgullo tecnológico que ha querido exponerlos a la reverencia de los visitantes, entre la vigilancia de una estatua de la Libertad, modelo reducido de la que Bartholdi proyectara para otro mundo, por la izquierda, y una estatua de Pascal por la derecha, se abre el coro, donde el Péndulo oscila coronado de la pesadilla de un entomólogo enfermo, caparazones, mandíbulas, antenas, proglotis, alas, patas, un cementerio de cadáveres mecánicos que de pronto podrían volver a funcionar todos al mismo tiempo; magnetos, transformadores monofásicos, turbinas, grupos convertidores, máquinas de vapor, dínamos, y al fondo, más allá del Péndulo, en la girola, ídolos asirios, caldeos, cartagineses, grandes Baales de vientre antaño incandescente, vírgenes de Nuremberg con el corazón descubierto, erizado de clavos, los otrora poderosos motores de aviación, indescriptible corona de simulacros postrados en adoración del Péndulo, como si los hijos de la Razón y de las Luces hubieran sido condenados a custodiar eternamente el símbolo mismo de la Tradición y de la Sabiduría.
Bajar. Moverme [...] Llevaba varias horas deseando solo eso, pero ahora que podía, ahora que era oportuno que lo hiciera, me sentía como paralizado. Tendría que atravesar las salas de noche, usando con moderación la linterna. Poca luz nocturna se filtraba por los ventanales, si me había imaginado un museo espectral a la luz de la luna, me había equivocado. A las vitrinas llegaban reflejos imprecisos de las ventanas. Si no me movía con cautela, podía derribar algo, chocar contra ello con un estruendo de cristales o chatarra. Encendí la linterna. Me sentía como en el Crazy Horse, de vez en cuando una luz repentina me revelaba una desnudez, pero no de carne, sino de tornillos, prensas, pernos.
¿Y si de repente iluminaba una presencia viva, la figura de alguien, un enviado de los Señores, que estuviese repitiendo especularmente mi recorrido? ¿Quién habría gritado primero? Aguzaba el oído. ¿Para qué? Yo no hacía ruido, me deslizaba. Por lo tanto también él.
Por la tarde había estudiado atentamente el orden de las salas, estaba convencido de que incluso en la oscuridad sabría encontrar la escalinata. En cambio avanzaba casi a tientas, y me había desorientado.
Quizá estaba pasando de nuevo por la misma sala, quizá nunca lograría salir de allí, quizá esto, este dar vueltas sin sentido entre las máquinas, era el rito.
[...]
[...] Motor de Froment: una estructura vertical de base romboidal, que encerraba, como un modelo anatómico que exhibiese sus costillas artificiales, una serie de bobinas, no sé, pilas, ruptores o como diablos los llamen los libros de texto, accionados por una correa de transmisión conectada a un piñón mediante un engranaje [...] ¿Para qué podía haber servido? Respuesta: para medir las corrientes telúricas, claro está.
Acumuladores. ¿Qué acumulan? Bastaba con imaginarse a los Treinta y Seis Invisibles como otros tantos tenaces secretarios (los guardianes del secreto) que tecleasen por las noches en sus clavicémbalos transmisores para producir un sonido, una chispa, una llamada, pendientes de un diálogo de costa a costa, de abismo a superficie, de Machu Picchu a Avalón, zip zip zip, hola hola hola, Pamersiel Pamersiel, he captado el temblor, la corriente Mu 36, la que los brahmanes adoraban como tenue respiración de Dios, ahora enchufo el clavijero, circuito micro-macrocósmico activado, bajo la costra terrestre tiemblan todas las raíces de mandrágora, escucha el canto de la Simpatía Universal, cambio y corto.
[...]
Ellos estaban aquí, accionando estos electrocapiladores seudotérmicos hexatetragramáticos, así les habría llamado Garamond, ¿no?, y de vez en cuando, no sé, uno habría inventado una vacuna, una bombilla, para justificar la maravillosa aventura de los metales, pero la tarea era muy distinta, ahí estaban, reunidos a medianoche para accionar esta máquina estática de Ducretet, una rueda transparente que parece una bandolera, y detrás dos pequeñas esferas vibrátiles sostenidas por sendas varillas arqueadas, quizá entonces se tocaban, producían chispas, Frankenstein confiaba en que con ello podría infundir vida a su golem, pero no, había que esperar otra señal: conjetura, trabaja, cava cava viejo topo [...]
[...] Una máquina de coser (diferente de esas cuya propaganda se hacía con grabados, junto con la pildora para desarrollar los senos, y la gran águila que vuela entre las montañas llevando en sus garras una botella de la bebida regeneradora, Robur Le Conquérant, R-C), que al funcionar hace girar una rueda, y la rueda un anillo, el anillo [.,.], ¿qué hace?, ¿qué capta el anillo? El cartelito ponía «las corrientes inducidas por el campo terrestre». Sin ningún pudor, lo pueden leer hasta los niños que visitan el museo por las tardes [...]
Iba y venía. Habría podido imaginarme más pequeño, microscópico, y me habría visto como un viajero asombrado recorriendo las calles de una ciudad mecánica, fortificada con rascacielos metálicos. Cilindros, baterías, botellas de Leyden, unas encima de las otras, pequeño tiovivo de veinte centímetros de altura, tourniquet électrique à attraction et repulsión. Talismán para estimular las corrientes de simpatía. Colonnade étincelante formée de neuf tubes, électro-aimant, una guillotina: en el centro, y parecía un tórculo de imprenta, colgaban unos ganchos sujetos con cadenas de caballeriza. Un tórculo en el que se puede meter una mano, una cabeza que aplastar. Campana de vidrio movida por una bomba neumática de dos cilindros, una especie de alambique y debajo tiene una copa y a la derecha una esfera de cobre. Con esto cocinaba Saint-Germain sus tinturas para el landgrave de Hesse.
Un portapipas con una multitud de pequeñas clepsidras de gollete alargado corno una mujer de Modigliani, llenas de una sustancia incierta, ordenadas en dos filas de diez, cada una rematada por una esfera de distinta altura, como pequeños globos a punto de despegar, retenidos por una bola pesada. Aparato para la producción del Rebis, a la vista de todos.
Sección de los cristales. Había retrocedido. Botellitas verdes, un sádico anfitrión estaba ofreciéndome venenos en quintaesencia. Máquinas de hierro para fabricar botellas, se abrían y se cerraban con dos manoplas, ¿y si en lugar de la botella alguien metía la muñeca? Chac, lo mismo sucedería con esas enormes tenazas, esos tijerones, esos bisturíes de pico curvo que podían introducirse en el esfínter, en las orejas, en el útero, para extraer el feto aún fresco y machacarlo con miel y pimienta para saciar la sed de Astarté [...] La sala que atravesaba ahora tenía grandes vitrinas, divisaba botones para accionar punzones helicoidales que avanzarían, inexorablemente hacia el ojo de la víctima, el Pozo y el Péndulo, estábamos al borde de la caricatura, las máquinas inútiles de Goldberg, los tornos de tortura en los que Pata de Palo metía al Ratón Mickey, l'engrenage extérieur à trois pignons, triunfo de la mecánica renacentista. Branca, Ramelli, Zonca, conocía esos engranajes, los había compaginado para la maravillosa aventura de los metales, pero aquí los habían colocado más tarde, en el siglo pasado, estaban preparados para reprimir a los sediciosos después de la conquista del mundo, los templarios habían aprendido de los Asesinos la técnica para hacer callar a Noffo Dei, el día que le capturasen, la esvástica de Von Sebottendorff retorcería en el sentido del movimiento del sol los dolientes miembros de los enemigos de los Señores del Mundo, todo preparado, esperaban una señal, todo estaba ante los ojos de todos, el Plan era público, pero nadie habría podido descubrirlo, fauces chirriantes habrían cantado su himno de conquista, gran orgía de bocas convertidas en puros dientes que se ensamblaban entre sí, en un espasmo de tictac, como si todos los dientes cayesen al suelo al mismo tiempo.
Por último había llegado ante el émetteur à étincelles soufflées, proyectado para la Tour Eiffel, para la emisión de señales horarias entre Francia, Túnez y Rusia (templarios de Provins, paulicianos y Asesinos de Fez; Fez no está en Túnez y los Asesinos estaban en Persia, y qué no se puede sutilizar cuando se habitan las espiras del Tiempo Sutil), yo había visto ya esa máquina enorme, más alta que yo, con las paredes perforadas por una serie de escotillas, tomas de aire, ¿quién quería convencerme de que era una radio? Pues claro, la conocía, aquella misma tarde había pasado junto a ella. ¡El Beaubourg!
Delante de nuestras narices. Y, en efecto, ¿para qué serviría ese inmenso cajón plantado en el centro de Lutecia (Lutecia, la escotilla del mar de fango subterráneo), donde antaño estuviera el Vientre de París, con esas trompas prensiles de corrientes aéreas, ese delirio de tuberías, de conductos, esa oreja de Dionisio desplegada hacia el vacío exterior para introducir sonidos, mensajes, señales, hasta el centro del globo, y devolverlos vomitando informaciones desde el infierno? Primero el Conservatoire, como laboratorio, después la Tour, como sonda, por último el Beaubourg, como máquina receptora transmisora global. ¿O acaso habrían montado aquella enorme ventosa para entretener a cuatro estudiantes melenudos y hediondos que entraban allí para escuchar los últimos discos en un auricular japonés? Delante de nuestras narices. El Beaubourg como puerta de acceso al reino subterráneo de Agarttha, el monumento de los Equites Synarchici Resurgentes. Y los otros, dos, tres, cuatro billones de Otros, lo ignoraban, o se esforzaban por ignorarlo1.




Definición por lista de propiedades versus definición por esencia

Homero describe el escudo como una forma porque sabe exactamente cómo funciona la vida en esa sociedad; se limita a poner en una lista a los guerreros porque no sabe cuántos son. Así, podríamos pensar que las formas serían características de las culturas maduras, que conocen el mundo que han logrado explorar y definir, mientras que las listas serían típicas de culturas primitivas que aún tienen una imagen imprecisa del universo e intentan especificar el mayor número posible de sus propiedades, sin establecer una relación jerárquica entre ellas. Veremos que, de acuerdo con cierto perfil, eso puede ser cierto, si bien la lista vuelve a aparecer en la Edad Media (cuando las grandes Summae teológicas y las enciclopedias aspiraban a proporcionar una forma definitiva del universo espiritual y material), en el Renacimiento y en el Barroco (cuando la forma del mundo era la de una nueva astronomía) y, especialmente, en el mundo moderno y posmoderno. Reflexionemos sobre la primera parte del problema.
El sueño de toda filosofía y de toda ciencia, desde los días de la antigua Grecia, ha sido conocer y definir las cosas por su esencia. A partir de Aristóteles, la definición por esencia ha significado definir una cosa determinada como individuo o especie particular, y la especie, a su vez, como miembro de un género particular2. Se trata del mismo procedimiento seguido por la taxonomía moderna a la hora de definir animales y plantas. Naturalmente, el sistema de clases y subclases es más complejo. Por ejemplo, un tigre pertenece a la especie de los Tigris, al género Panthera, a la familia de los Felidae, suborden Fissipedia, orden Carnívora, subclase Eutheria y clase Mamalia.
Un ornitorrinco es una especie de mamífero monotrema (que pone huevos). Pero después del descubrimiento del ornitorrinco, pasaron ochenta años antes de que fuera definido como mamífero monotrema. Durante ese período, los científicos tuvieron que decidir cómo clasificarlo, y hasta que lo hicieron, fue, de forma bastante inquietante, una criatura del tamaño de un topo, con ojos pequeños, pico de pato, cola y zarpas que utilizaba para nadar y para construir sus madrigueras, teniendo las cuatro garras delanteras unidas por una membrana (una membrana más grande que la que unía las garras de las zarpas traseras), con capacidad de producir huevos y la habilidad de alimentar a sus crías con leche de sus glándulas mamarias.
Eso es exactamente lo que los legos dirían al ver un ornitorrinco. Nótese que, al referirnos a este desordenado conjunto de propiedades, los legos serían capaces de distinguir un ornitorrinco de un buey, mientras que si —sin saber nada de taxonomía científica— dijéramos que se trata de un «mamífero monotrema», no serían capaces de distinguir un ornitorrinco de un canguro. Si un niño le pregunta a su madre qué es un tigre y qué aspecto tiene, es poco probable que ella respondiera que es un mamífero del suborden de los Fissipedia o un carnívoro fisípedo, sino que diría probablemente que es una bestia salvaje y feroz que tiene el aspecto de un gato pero mucho más grande, muy ágil, amarillo con rayas negras, que vive en la selva, es a veces un devorador de hombres, etcétera.
Una definición por esencia toma en consideración las sustancias, y suponemos conocer toda la gama de sustancias, como «ser vivo», «animal», «planta» y «mineral». En cambio, y de acuerdo con Aristóteles, una definición a partir de las propiedades es una definición basada en accidentes, y los accidentes son infinitos en número. Un tigre —que según su definición por esencia es un miembro del reino Animalia, filo Chordata— se caracteriza por una serie de propiedades presentes en toda la especie: tiene cuatro patas, parece un gato grande con rayas, pesa una media de tantos kilos, ruge de una manera determinada y vive una media de tantos años. Pero un tigre también podría ser un animal que estuvo en el Coliseo de Roma un día concreto de la época de Nerón, o que fue abatido el 24 de mayo de 1846 por un oficial militar inglés llamado Ferguson, o que posee muchísimos otros rasgos accidentales.
La realidad es que raramente definimos las cosas por esencia; más a menudo presentamos listas de propiedades. Y por eso todas las listas que definen algo a través de una serie de propiedades no finita, aun siendo aparentemente vertiginosas, parecen aproximarse más a la manera cómo, en nuestra vida cotidiana (si bien no en los departamentos académicos de ciencias), definimos y reconocemos las cosas3. Una representación por acumulación o por series de propiedades no presupone un diccionario, sino una especie de enciclopedia, una que jamás se termina, y que los integrantes de una cultura determinada conocen y dominan solo en parte, dependiendo de su competencia.

Usamos las descripciones a partir de propiedades cuando pertenecemos a una cultura primitiva que tiene que construir aún una jerarquía de géneros y especies, y que carece de definiciones por esencia, Pero esto también puede ser cierto en el caso de una cultura desarrollada insatisfecha con algunas definiciones esenciales existentes, y que desea ponerlas en tela de juicio, o que intenta, al descubrir nuevas propiedades, aumentar el acervo de conocimientos sobre determinados elementos de su enciclopedia.
En Il Cannocchiale aristotélico, o El telescopio aristotélico (1665), el retórico italiano Emanuele Tesauro propone el modelo de la metáfora como forma de descubrir relaciones desconocidas hasta ese momento entre datos conocidos. Ese método funciona recopilando un repertorio de cosas conocidas que la imaginación metafórica puede utilizar para descubrir nuevas relaciones. De esta manera, Tesauro formula la idea del índice categórico, que parece un enorme diccionario pero es en realidad una serie de propiedades accidentales. Presenta su índice (con barroco deleite ante una idea tan «maravillosa») como «secreto verdaderamente secreto», una herramienta esencial para «revelar objetos ocultos dentro de varias categorías y para hacer comparaciones entre ellos». En otras palabras, tiene la capacidad de desenterrar analogías y similaridades que habrían pasado desapercibidas si todo hubiera permanecido clasificado en su propia categoría.
Aquí, no puedo sino ofrecer unos pocos ejemplos del catálogo de Tesauro, que parece capaz de expandirse sin fin. Su lista de «sustancias» tiene un final completamente abierto, y comprende Personas Divinas, Ideas, Dioses de Fábula, Ángeles, Demonios y Espíritus; bajo «Cielos», incluye Estrellas Errantes, el Zodíaco, Vapores, Exhalaciones, Meteoros, Cometas, los Rayos y los Vientos; la categoría «Tierra» comprende Campos, Desiertos, Montañas, Colinas y Promontorios; la de «Cuerpos» incluye Piedras, Gemas, Metales y Hierbas; «Matemáticas» incluye Globos, Brújulas, Cuadrados, etcétera. De modo similar es la categoría «Cantidades»: bajo «Cantidades de volúmenes» encontramos lo Pequeño, lo Grande, lo Largo y lo Corto; bajo «Cantidades de pesos», lo Ligero y lo Pesado. En la categoría «Calidad», bajo «Vista», encontramos lo Visible y lo Invisible, lo Aparente, lo Hermoso y lo Deforme, lo Claro y lo Oscuro, el Blanco y el Negro; bajo «Olor» encontramos Aroma y Pestilencia, y así sucesivamente con las categorías de «Relación», «Acción y Afección», «Posición», «Tiempo», «Espacio» y «Estado». Para tomar un ejemplo, bajo la categoría de «Cantidad», subcategoría «Cantidad de volumen», subsubcategoría «Cosas Pequeñas», se encuentran ángeles en el extremo de un broche, formas incorpóreas, los polos como puntos inmóviles de una esfera, el cénit y el nadir. Entre «Cosas elementales» encontramos las chispas del fuego, las gotas de agua, el escrúpulo de piedra, el grano de arena, la gema y el átomo; entre las «Cosas Humanas», el embrión, el aborto, el pigmeo y el enano; entre «Animales», la hormiga y la pulga; entre «Plantas», la semilla de mostaza y la migaja de pan; entre «Ciencias», el punto matemático; bajo «Arquitectura», la punta de la pirámide.
La lista no parece tener rima ni razón, como todos los intentos barrocos de encapsular el contenido global de un cuerpo de conocimiento. En Technica curiosa (1664) y en su libro de magia natural Joco-seriorium naturae et artis sive magiae naturalis centuriae tres (1665), Caspar Schott menciona una obra, escrita en 1653, cuyo autor presentaba en Roma un Artificium compuesto de cuarenta y cuatro clases fundamentales: Elementos (fuego, viento, humo, ceniza, infierno, purgatorio, el centro de la Tierra), Entes Celestiales (estrellas, rayos, arcoíris), Entes Intelectuales (Dios, Jesús, discurso, opinión, sospecha, alma, estratagema, espectro), Estados Seculares (emperadores, barones, plebeyos), Estados Eclesiásticos, Artesanos (pintores, marineros), Instrumentos, Afectos (amor, justicia, deseo), Religión, Confesión Sacramental, Tribunal, Ejército, Medicina (médicos, hambre, enema), Bestias Feroces, Pájaros, Reptiles, Peces, Partes de Animales, Mobiliarios, Comidas, Bebidas y Líquidos (vino, cerveza, agua, mantequilla, cera, resina), Ropa, Fábricas de Seda, Lana, Óleos y Otras Fábricas Textiles, Náutica (barco, ancla), Aromas (canela, chocolate), Metales, Monedas, Artefactos Varios, Piedras, Joyas, Árboles, Frutas, Lugares Públicos, Pesos, Medidas, Números, Tiempo, Adjetivos, Adverbios, Preposiciones, Personas (pronombres, títulos como «su Eminencia el Cardenal»), Viajes (heno, camino, salteador).
Podría seguir citando otras listas barrocas, desde Kircher a Wilkins, a cuál más vertiginosa. En todas ellas, la carencia de un espíritu sistemático atestigua el esfuerzo acometido por el enciclopedista para eludir las clasificaciones obsoletas por género y especie4.
Exceso

Desde un punto de vista literario, esas tentativas de clasificación «científicas» ofrecían a los escritores un modelo de prodigalidad, aunque podríamos decir que, al contrario, fueron los escritores quienes ofrecían el modelo a los científicos. Sin duda, uno de los primeros maestros de las listas fugitivas fue Rabelais, que usó esas listas precisamente para subvertir el rígido orden de las académicas Summae medievales.
En este punto, la lista —que en la época clásica había sido casi un pis aller, un último recurso, una manera de hablar de lo inexpresable cuando faltaban las palabras, un tortuoso catálogo que implicaba la silenciosa esperanza de encontrar tal vez una forma que impusiera orden en unos cuantos accidentes aleatorios— se convirtió en un acto poético ejecutado por puro amor a la deformación. Rabelais inició una poética de la lista por la lista, una poética de la lista por exceso.
Solo un gusto por el exceso pudo haber inspirado al fabulador barroco Giambattista Basile, en Pentamerón, el cuento de los cuentos —cuando cuenta cómo siete hermanos se convierten en siete palomas por la fechoría cometida por su hermana—, para expandir su texto con una bandada de nombres de pájaros: milanos reales, gavilanes, halcones, gallinas de agua, becacinas, jilgueros, pájaros carpinteros, urracas, lechuzas, gayas, grajos, cornejas, estorninos, becadas, gallos, gallinas y pollos, pavos, mirlos, tordos, pinzones, petroicas carboneras, chochines, avefrías, pardillos, verderones, piquituertos, atrapamoscas, alondras, chorlitos, reyes pescadores, aguzanieves, petirrojos, pinzones, gorriones, patos, zorzales, palomas torcaces y piñoneros. Fue por amor al exceso que Robert Burton, en su Anatomía de la melancolía (libro II, parte II), describió a una mujer fea acumulando, a lo largo de páginas y páginas, un número atroz de expresiones peyorativas e insultos. Y fue el amor al exceso lo que llevó a Giambattista Marino, en la parte X de su Adonis, a producir un diluvio de líneas sobre los frutos del artificio humano: «Astrolabios y almanaques, escotillas, escofinas y ganzúas, jaulas, manicomios, tabardos, estuches y sacos, laberintos, plomadas y niveles, dados, cartas, pelota, tablero y figuras de ajedrez,y cascabeles y poleas y barrenas de mano, bobinas, carretes, racamentos, relojes, alambiques, garrafas, fuelles, crisoles, mira, bolsas y ampollas rellenas de viento, y burbujas hinchadas de jabón, torres de humo, hojas de ortiga, flores de calabaza, plumas amarillas y verdes, arañas, escarabajos, grillos, hormigas, avispas, mosquitos, luciérnagas y polillas, ratones, gatos, gusanos de seda, y cien extravagancias semejantes de artilugios y animales; todos estos que ves y otros extraños fantasmas de nuevo en cuantiosas categorías»5.
En Noventa y tres (libro II, capítulo III), es un gusto por el exceso lo que lleva a Víctor Hugo, cuando sugiere las mastodónticas dimensiones de la Convención Republicana, a una explosión de nombres página tras página, de modo que lo que pudiera ser un registro archivístico se convierte en una experiencia alucinante. La propia lista de listas excesivas y extravagantes podría convertirse ella misma en extravagante y excesiva.
El desenfreno no significa incongruencia: una lista puede ser excesiva (véase, por ejemplo, el catálogo de juegos de Gargantúa) y sin embargo absolutamente coherente (esa lista de juegos es una enumeración lógica de pasatiempos). Hay, pues, listas que son coherentes en su exceso, y otras que no son excesivamente largas pero que representan un ensamblaje de cosas deliberadamente desprovistas de cualquier interrelación aparente; tanto es así que esos casos se denominan casos de enumeración caótica6.
El mejor ejemplo de una mezcla lograda de desmesura y coherencia tal vez sea la descripción de las flores del jardín de Paradou en la novela La caída del abate Mouret, de Zola. Un ejemplo completamente caótico podría ser la enumeración de nombres y cosas recopilada por Cole Porter en su canción «You're the Top!»: el Coliseo, el Museo del Louvre, una melodía de una sinfonía de Strauss, una gorra de Bendel, un soneto de Shakespeare, el ratón Mickey, el Nilo, la torre de Pisa, la sonrisa de la Mona Lisa, Mahatma Gandhi, el brandy Napoleón, la luz púrpura de una noche de verano en España, la National Gallery de Londres, el celofán, pavo para cenar, un dólar de Coolidge, los ágiles pasos de los pies de Fred Astaire, un drama de O'Neill, la madre de Whistler, el queso camembert, una rosa, el Infierno de Dante, la nariz del gran Durante, una danza en Bali, un tamal caliente, un ángel, un Botticelli, Keats, Shelley, Ovaltine, un estruendo, la luna sobre el hombro de Mae West, una ensalada Waldorf, una balada de Berlín, los botes que se deslizan por el Zuider Zee, un viejo maestro holandés, lady Astor, el brócoli, un romance... Y aun así, la lista adquiere cierta coherencia porque menciona todas las cosas que Porter ve tan maravillosas como la persona amada. Podemos criticar la falta de criterio en su lista de valores, pero no su lógica.
La enumeración caótica no es lo mismo que el monólogo interior. Todos los monólogos interiores de Joyce serían simples conjuntos de elementos completamente anómalos si no fuera porque, para convertirlos en un todo coherente, suponemos que emergen de la conciencia de un personaje concreto, sucesivamente, por medio de asociaciones que el autor no siempre está obligado a explicar.
El escritorio de Tyrone Slothrop que describe Thomas Pynchon en el primer capítulo de El arco iris de gravedad es ciertamente caótico, pero su descripción no lo es. Lo mismo sucede con la descripción del caos en la cocina de Bloom en Ulises. Es difícil decir si la lista desenfrenada de las cosas que Georges Perec ve en un solo día en la place Saint-Sulpice de París (Tentative d'épuissement d'un lieuparisién) es coherente o caótica. La lista está destinada a ser aleatoria y desordenada: la plaza, ese día, fue sin duda escenario de cien mil acontecimientos más aparte de los que Perec percibió o apuntó. Pero por otra parte, el hecho de que la lista contenga solo lo que él percibió la hace desconcertantemente homogénea.
Entre las listas que son excesivas y coherentes, deberíamos incluir también el retrato del matadero en la novela Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin. En principio, ese pasaje debería ser la descripción ordenada de unas instalaciones de procesamiento y de las operaciones que se llevan a cabo en ellas; pero el lector tiene dificultades para percibir el trazado del lugar y la secuencia lógica de actividades, en medio de esa densa aglomeración de detalles, datos numéricos, gotas de sangre y piaras de cerditos asustados. El matadero de Döblin es horrible porque la masa de datos es tan abrumadora que aturde al lector. Cualquier orden posible simplemente se desmorona en medio de ese desorden de bestialidad demente, que alude proféticamente a futuros mataderos.
La descripción que hace Döblin del matadero es como la que hace Pynchon del escritorio de Slothrop: una representación no caótica de una situación caótica. Fue esa clase de listas pseudocaóticas las que me inspiraron cuando escribí el capítulo 28 de Baudolino.
Baudolino y sus amigos están de camino al legendario país del Preste Juan. De repente, llegan al Sambatyón, el río que, según la tradición rabínica, no lleva agua. No hay más que un furioso torrente de arena y piedras que hace un ruido tan ensordecedor que puede oírse a una distancia de un día de camino. Ese flujo pétreo solo cesa al comienzo del sabat, y solo durante el sabat puede cruzarse.
Imaginé que un río de piedras sería bastante caótico, especialmente si las piedras fueran de diferentes tamaños, colores y consistencias. Encontré una maravillosa lista de piedras en la Historia natural de Plinio; los propios nombres de esas sustancias trabajaban en concierto para hacer la lista más «musical». Estos son algunos de los especímenes de mi catálogo:

Era un fluir majestuoso de macizos y terruños, que corría sin pausas, y se podían divisar, en aquella corriente de grandes rocas sin forma, losas irregulares, cortantes como cuchillas, amplias como piedras sepulcrales, y entre una y otra, fósiles, cimas, escollos y espolones.
A igual velocidad, como empujados por un viento impetuoso, fragmentos de travertino rodaban unos sobre otros, grandes fallas se deslizaban por encima, para luego disminuir su ímpetu cuando rebotaban en riadas de guijarros, mientras cantos ya redondos, pulidos como por el agua por ese deslizamiento suyo entre roca y roca, brincaban por los aires, caían con ruidos secos y eran atrapados por esos remolinos que ellos mismos creaban al chocar los unos con los otros. En medio y por encima de ese encabalgarse de moles minerales, se formaban rebufos de arena, ráfagas de yeso, nubes de deyecciones, espumas de piedra pómez, regueros de calcina.
Acá y allá salpicaduras de escayola, pedreas de carbones, recaían en la orilla, y los viajeros debían cubrirse a veces la cara para no quedar desfigurados.
[...]
[...] se había visto surgir en el horizonte una cadena inaccesible de montes altísimos, que al final señoreaban sobre los viajeros, casi impidiéndoles la vista del cielo, encerrados como estaban en una vereda cada vez más estrecha y sin salida alguna, desde donde, arriba en las alturas, se divisaba solo un celaje apenas luminoso que se recomía las cimas de aquellas cumbres.
Aquí, entre dos montes, se veía nacer el Sambatyón de una hendidura, casi una herida: un rebullir de arenisca, un borbotear de toba, un gotear de limo, un repiquetear de esquirlas, un borbollar de tierra que se condensa, un rebosar de terrones, una lluvia de arcillas, se iban transformando poco a poco en un flujo más constante, que empezaba su viaje hacia algún infinito océano de arena.
Nuestros amigos emplearon un día en intentar rodear las montañas y buscar un paso río arriba del manantial, pero en vano.
Decidieron entonces seguir el río [...] hasta que, después de casi cinco días de viaje, y de noches bochornosas como el día, se dieron cuenta de que el continuo retrueno de aquella marea se estaba transformando. El río había ganado más velocidad, se dibujaban en su curso una suerte de corrientes, rápidos que arrastraban trozos de basalto como pajillas, se oía una especie de trueno lejano [...] Luego, cada vez más impetuoso, el Sambatyón se dividía en una miríada de riachuelos, que se introducían entre pendientes montañosas como los dedos de la mano en un grumo de fango; a veces una oleada se sumía en una gruta para luego salir con un rugido de una especie de paso rocoso que parecía transitable y arrojarse rabiosamente río abajo. Y de golpe, después de un amplio rodeo que se vieron obligados a hacer porque las orillas mismas se habían vuelto impracticables, golpeadas por torbellinos de gravilla, una vez alcanzada la cima de una planicie, vieron cómo el Sambatyón, a sus pies, se anulaba en una especie de garganta del Infierno.
Eran unas cataratas que se precipitaban desde decenas de ombornales rupestres, dispuestos en anfiteatro, en un desmedido torbellino final, un regurgitar incesante de granito, una vorágine de brea, una resaca única de alumbre, un rebullir de esquisto, un repercutirse de azarnefe contra las orillas. Y por encima de la materia que la tolvanera eructaba hacia el cielo, pero más abajo con respecto a los ojos de quien mirara como desde lo alto de una torre, los rayos del sol formaban sobre esas gotitas silíceas un inmenso arco iris que, al reflejar cada cuerpo los rayos con un esplendor distinto según su propia naturaleza, tenía muchos más colores que los que se solían formar en el cielo después de una tormenta, y a diferencia de aquellos, parecía destinado a brillar eternamente sin disolverse jamás.
Era un rojear de hematites y cinabrio, un tililar de atramento cual acero, un trasvolar de pizcas de oropimente del amarillo al naranja flamante, un azular de armeniana, un blanquear de conchas calcinadas, un verdear de malaquitas, un desvanecerse de litargirio en azafranes cada vez más pálidos, un repercutir de rejalgar, un eructar de terruño verduzco que palidecía en polvo de crisocola y emigraba en matices de añil y violeta, un triunfo de oro musivo, un purpurear de albayalde quemado, un llamear de sandáraca, un irisarse de greda argentada, una sola transparencia de alabastros.
Ninguna voz humana podía oírse en ese clangor, ni los viajeros tenían deseos de hablar. Asistían a la agonía del Sambatyón, que se enfurecía por tener que desaparecer en las entrañas de la tierra, e intentaba llevar consigo cuanto tenía a su alrededor, rechinando sus piedras para expresar toda su impotencia7.

Hay listas que se vuelven caóticas por medio de un exceso de ira, odio y rencor, cascadas desenfrenadas de insultos. Un ejemplo típico es un pasaje de Bagateiles pour un massacre, donde Céline se explaya en un diluvio de insultos, no contra los judíos, por una vez, sino contra la Rusia soviética:

Dine! Paradine! Crevent! Boursouflent! Ventre dieu! [...] 487 millions! D'empalafiés cosacologues! Quid? Quid? Quod? Dans tous les chancres de Slavie! Quid? De Baltique slavigote en Blanche Altramer noire? Quam? Balkans! Visqueux! Ratagan! De concombres! [...] Mornes! Roteux! De ratamerde! Je me'n pourfentre! [...] Je me'n pourfoutre! Gigantement! Je m'envole! Coloquinte! [...] Barbatoliers? Immensement! Volgaronoff! [...] Mongomoleux Tartaronesques! [...] Stakhanoviciants! [...] Culodovitch! [...] Quatrecent mílle verstes myriamétres! [...] De steppes de condachiures, de peaux de Zébis-Laridon! [...] Ventre Poultre! Je me'n gratte tous les Vésuves! [...] Déluges! [...] Fongeux de margachiante! [...] Pour vos tout sales pots fiottés d'entzarinavés! [...] Stabiline! Vorokchiots! Surplus Déconfits! [...] Transibérie!8
1 Umberto Eco, El péndulo de Foucault, trad. de R.P. revisada por Helena Lozano.
2 No abordaremos aquí el viejo problema de la diferencia específica, en virtud del cual los humanos pueden distinguirse como animales racionales en contraste con los demás animales, carentes de la capacidad de razonar. Sobre esto, véase Umberto Eco, Semiótica y filosofía del lenguaje, cap. 2. Sobre el ornitorrinco, véase id., Kant y el ornitorrinco.

3 Por supuesto, una lista de propiedades también puede tener una intención evaluativa. Un ejemplo de ello sería el elogio de Tiro en Ezequiel, 27, o el himno a Inglaterra («esta isla coronada...») en el acto II de Ricardo II de Shakespeare. Otra lista evaluativa a partir de propiedades es el topos de la laudatio puellae —la representación de las mujeres hermosas—, cuyo ejemplo más noble es el Cantar de los Cantares. Pero también tropezamos con él en autores modernos como Rubén Darío, en su «Canto a la Argentina», que es una verdadera explosión de listas encomiásticas al estilo de Whitman, De forma similar, está la vituperatio puellae (o vituperatio dominae) —la descripción de mujeres feas— como en Horacio o en Clément Marot, Hay también descripciones de hombres feos, como la famosa diatriba de Cyrano contra su propia nariz, en el Cyrano de Bergerac de Edmond Rostand.
4 Véase Umberto Eco, La búsqueda de la lengua perfecta, Barcelona, Crítica, 1999.
5 Se sigue la traducción de María Pons Irazazábal en Eco, El vértigo de las listas.
6 Véase Leo Spitzer, La enumeración caótica en la poesía moderna, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 1945.
7 Eco, Baudolino, cap. 28, trad. de Helena Lozano Miralles.

8 Louis-Ferdinand Céline, Bagatelles pour un massacre. Céline prohibió en su herencia cualquier traducción de esa obra, rabiosamente antisemita.

sábado, 25 de agosto de 2018

UMBERTO ECO. CONFESIONES DE UN JOVEN NOVELISTA.


Forma y lista

No fue hasta más tarde cuando empecé a reflexionar sobre una posible semiótica de las listas, al escribir sobre las «acumulaciones» del artista francés Arman: conjuntos —listas tangibles— de varios tipos de lentes o relojes de pulsera metidos en un contenedor de plástico. En ese momento, reflexioné sobre el hecho de que el primer caso de lista como mecanismo literario está en Homero: el así llamado catálogo de naves en el libro II de la Ilíada1. De hecho, Homero nos ofrece una hermosa contraposición entre la representación de una forma completa y finita y la de una lista incompleta y potencialmente infinita.
Una forma completa y finita es el escudo de Aquiles en el libro XVIII de la Ilíada. Hefesto divide ese inmenso escudo en cinco capas y dibuja dos populosas ciudades. En la primera, retrata una fiesta nupcial y un foro abarrotado donde se está celebrando un juicio. La segunda escena muestra un castillo sitiado; sobre las murallas, novias, muchachas y ancianos observan la acción. Guiadas por Minerva, las fuerzas enemigas avanzan, y cuando la gente se lleva el ganado a un abrevadero, tienden una emboscada. Se produce una gran batalla. Entonces Hefesto esculpe un fértil y bien arado noval que entrecruzan los aradores y sus bueyes; una viña llena de uvas maduras, brotes verdes y vides enredadas en rodrigones de plata, rodeadas de un foso de negruzco acero y un seto de estaño. Los animales pastan a orillas de un sonoro río junto a un sonoro cañaveral. De repente, aparecen dos leones que se abalanzan sobre las vacas y el toro, hiriéndolo y arrastrándolo mientras da fuertes mugidos. Cuando los mancebos se aproximan con sus perros, las bestias salvajes logran desgarrar la piel del animal y se tragan sus intestinos, y los perros no pueden sino ladrarles, impotentes. La tabla final de Hefesto representa rebaños de ovejas en el bucólico paisaje de un valle salpicado de cabañas, potreros y mancebos y doncellas danzantes. Estos últimos van vestidos con túnicas bien tejidas y bonitas guirnaldas; los primeros llevan jubones con sables de oro suspendidos de argénteos tahalíes; y todos dan vueltas y más vueltas como el torno de un alfarero. Mucha gente contempla el baile, llegan tres saltadores que cantan mientras ejecutan sus cabriolas. El enorme río Oceanus rodea todas las escenas y separa el escudo del resto del universo.
Mi resumen es incompleto: el escudo tiene tantas escenas que, a no ser que imagináramos a Hefesto sirviéndose de una orfebrería de tamaño microscópico, resulta difícil contemplar el objeto en toda su riqueza de detalles. Es más, los retratos no solo ocupan un espacio, sino también un tiempo: los distintos acontecimientos se yuxtaponen como si el escudo fuera una pantalla de cine o una larga tira de cómic. La perfecta naturaleza circular del artefacto sugiere que no hay nada más allá de sus límites: es una forma finita.
Homero pudo imaginarse el escudo porque tenía una idea clara de la cultura agrícola y militar de su tiempo. Conocía su mundo; conocía sus leyes, causas y efectos. Por eso fue capaz de darle una forma.
En el libro II, Homero quiere evocar la magnitud del ejército griego, y transmite una idea de la masa de hombres que los aterrados troyanos ven esparcirse por la orilla del mar. Primero, ensaya una comparación con una manada de gansos o grullas que parecen cruzar el cielo como un trueno, pero ninguna metáfora útil le ayuda, y por eso (aquí en la traducción clásica de Luis Segalá y Estalella) pide ayuda a las Musas:

Decidme ahora, Musas, que poseéis olímpicos palacios y como diosas lo presenciáis y conocéis todo mientras que nosotros oímos tan solo la fama y nada cierto sabemos, cuáles eran los caudillos y príncipes de los dánaos. A la muchedumbre no podría enumerarla ni nombrarla, aunque tuviera diez lenguas, diez bocas, voz infatigable y corazón de bronce: solo las Musas olímpicas hijas de Zeus, que lleva la égida, podrían decir cuántos a Ilion fueron. Pero mencionaré los caudillos y las naves todas.

Eso tiene una apariencia de atajo, pero el atajo le toma cerca de trescientas líneas del original griego para reunir una relación de 1.186 naves. Aparentemente, la lista es finita (se supone que no hay más capitanes ni más barcos), pero como no puede decir cuántos hombres sirven a las órdenes de cada comandante, el número al que alude debe considerarse indefinido.

Lo inefable

Con este catálogo de naves, Homero no nos ofrece simplemente un ejemplo espléndido de lista, sino que presenta también lo que se ha dado en llamar el «topos de lo inefable»2. Este topos se produce varias veces en Homero (por ejemplo, en la Odisea, canto IV, verso 240 y ss.: «No os relataré ni enumeraré cuántas proezas están en el haber del sufrido Odiseo...»); y a veces el poeta —enfrentado a la necesidad de mencionar una infinidad de cosas o acontecimientos— decide guardar silencio. Dante se siente incapaz de nombrar todos los ángeles del cielo, porque no conoce su vasto número (en el canto XXIX del Paraíso, dice que eso excede la capacidad de la mente humana). Así que, ante lo inefable, el poeta, en lugar de tratar de compilar una serie incompleta de nombres, prefiere expresar el éxtasis de lo inefable. A lo sumo, para transmitir una idea del incalculable número de ángeles, alude a la leyenda en la que el inventor del ajedrez le pidió al rey de Persia como recompensa por su invento que le diera un grano de trigo por el primer cuadro de la tabla, dos por el segundo, cuatro por el tercero y así sucesivamente, hasta el sexagésimo cuarto, alcanzando así un número astronómico de granos: «...que eran tantos, que más millares cifraban / que los escaques cuando se duplican»3.
En otros casos, ante algo que es vasto o desconocido, de lo que aún no sabemos lo suficiente o de lo que nunca sabremos lo suficiente, el autor propone una lista como muestra, ejemplo o indicación, dejando que el lector imagine el resto.
En mis novelas, hay por lo menos un punto en el que inserté una lista simplemente porque me quedé deslumhrado por la idea de lo inefable. No me paseaba por el cielo, como Dante, pero de una manera más terrestre, visitaba los arrecifes de coral de los mares del Sur. Fue cuando escribía La isla del día de antes, y tuve la impresión de que ninguna lengua humana podía describir la abundancia, la variedad y los increíbles colores de los corales y peces de esa región. Pero aunque hubiera sido capaz de hacerlo, mi personaje de Roberto, naufragado en esas costas en el siglo XVII y probablemente el primer ser humano que veía esos arrecifes, no hubiera podido encontrar palabras para expresar su éxtasis.
Mi problema era que los corales de los mares del Sur proyectan una infinidad de sombras (quien solo haya visto los pobres corales de otros mares no puede hacerse una idea real de lo que esto significa), y me vi obligado a representar colores a través de palabras, por medio del mecanismo retórico conocido como hipotiposis. El desafío consistía en evocar una enorme variedad de colores mediante una enorme variedad de palabras, sin usar nunca dos veces el mismo término y recurriendo a sinónimos.
He aquí un fragmento de mi doble lista de corales (y peces) y palabras:

Durante un trecho vio solo manchas, luego, como quien llega en navío, en una noche de niebla, ante un acantilado, que de repente se perfila a pique ante el navegante, vio el borde del abismo sobre el que estaba nadando.
Quitóse la máscara, vacióla, voiviósela a colocar, sujetándola con las manos, y con lentos golpes de pies fue al encuentro del espectáculo que había vislumbrado apenas.
¡Aquellos eran los corales! Su primera impresión fue, a juzgar por sus notas, confusa y atónita. Hízose la impresión de encontrarse en la ciencia de un mercader de telas, que adereza ante sus ojos cendales y tafetanes, brocados, rasos, damascos, terciopelos, y flecos, borlas y caireles, y luego estolas, capas pluviales, casullas, dalmáticas. Pero las telas movíanse con vida propia con la sensualidad de bailarinas orientales.
En aquel paisaje, que Roberto no sabe describir porque lo ve por primera vez, y no encuentra en la memoria imágenes para poderlo traducir en palabras, he aquí que de improviso hizo erupción una cohorte de seres que, estos sí, él podía reconocer, o por lo menos, parangonar con algo ya visto. Eran peces que se intersecaban como estrellas fugaces en el cielo de agosto, y al componer y surtir los tonos de los dibujos de sus escamas parecía que la naturaleza hubiere querido demostrar cuál variedad de mordientes existe en el universo y cuántos pueden reunirse en una sola superficie.
Había algunos rayados con más colores, cuales a lo largo, cuales a lo ancho, cuales al través, y otros aún a ondas, había unos labrados de taracea con migajas de manchas caprichosamente ordenadas, unos granados y moteados, otros remendados, apedreados, y minutísimamente punteados, o recorridos por vetas como los mármoles.
Otros aún con dibujo de serpentinas, o trenzados con más cadenas. Los había cuajados de esmaltes, diseminados de escudos y rosetas. Y uno, bellísimo entre todos, que parecía totalmente envuelto por cordoncillos que formaban dos filas de uva y leche; y era un milagro que ni siquiera una vez faltare de volver encima el hilo que se habla enrollado por abajo, como si fuere trabajo de mano de artista.
Solo en aquel momento, viendo sobre el fondo de los peces las formas coralinas que no había sabido reconocer a primera vista, Roberto identificaba cepas de plátanos, cestas de hogazas de pan, canastos de nísperos broncíneos sobre los que pasaban canarios y lagartos verdes y colibríes.
Estaba encima de un jardín, no, habíase equivocado, ahora parecía una selva petrificada, hecha de escombros de hongos. No otra vez. Habíanle engañado, ahora eran oteros, berruecos, riscos, quebradas y grutas, un único resbalar de piedras vivas, en las que una vegetación no terrestre componíase en formas aplastadas, redondas o escamosas, que parecían llevar una jacerina de granito, o nudosas, o aovilladas sobre sí mismas. Mas, por cuanto diversas, todas eran estupendas por garbo y hermosura, a tal punto que incluso las trabajadas con simulada negligencia, con hechura ruin, mostraban su tosquedad con majestad, y parecían monstruos, pero de belleza.
O aún (Roberto se borra y se corrige, y no consigue referir, como quien tuviera que describir por vez primera un círculo cuadrado, una ladera llana, un ruidoso silencio, un arco iris nocturno) lo que estaba viendo eran arbustos de cinabrio.
Quizá, a fuer de contener la respiración, habíase obnubilado, el agua le estaba invadiendo la máscara, confundíale formas y matices. Había sacado la cabeza para dar aire a los pulmones, y había vuelto a sobrenadar al borde del dique, siguiendo anfractos y quebradas, allá donde se abrían pasillos de greda en los que introducíanse arlequines envinados, mientras sobre un peñasco veía descansar, movido por una lenta respiración y agitar de pinzas, un cangrejo con cresta nacarada, encima de una red de corales (estos similares a los que conocía, pero dispuestos como panes y peces, que no se acaban nunca).
Lo que veía ahora no era un pez, mas ni siquiera una hoja, sin duda era algo vivo, como dos anchas rebanadas de materia albicante, bordadas de carmesí, y un abanico de plumas; y allá donde nos habríamos esperado los ojos, dos cuernos de lacre agitado.
Pólipos sirios, que en su vermicular lúbrico manifestaban el encarnadino de un gran labio central, acariciaban planteles de méntulas albinas con el glande de amaranto; pececillos rosados y jaspeados de aceituní acariciaban coliflores cenicientas sembradas de escarlata, raigones listados de cobre negreante [...] Y luego veíase el hígado poroso color cólquico de un gran animal, o un fuego artificial de arabescos de plata viva, hispidumbres de espinas salpicadas de sangriento y, por fin, una suerte de cáliz de fláccida madreperla [...]
Ese cáliz le pareció a un cierto punto como una urna, y pensó que entre aquellas rocas recibía sepultura el cadáver del padre Caspar. Ya no visible, si la acción del agua lo había recubierto primeramente de terneza coralina, mas los corales, absorbiendo los humores terrestres de aquel cuerpo, habían tomado forma de flores y frutas de jardín. Quizá al cabo de poco habría reconocido al pobre viejo convertido en una criatura hasta entonces extranjera allá abajo, el globo de la cabeza fabricado con un coco peloso, dos pomas caseras que componían las mejillas, ojos y párpados convertidos en dos níspolas verdecillas, la nariz de cohombro verrugoso como el estiércol de un animal; debajo, en lugar de los labios, higos secos, una betarraga con su raíz apical para la barbilla, y un cardo rugoso en oficio de garganta; y en una y otra sien dos erizos de castaño para hacer guedejas, y como orejas sendas cáscaras de nuez dividida; como dedos, zanahorias; de sandía es el vientre; de membrillo las rodillas4.

Listas de cosas, personas y lugares

La historia de la literatura está llena de colecciones obsesivas de objetos. A veces son de carácter fantástico, como las cosas que, según Ariosto, encontró en la luna Astolfo, que había ido allí a recuperar el ingenio de Orlando. A veces son inquietantes, como las listas de sustancias malignas que usan las brujas en el acto IV de Macbeth. A veces son éxtasis de perfumes, como la colección de flores que Giambattista Marino describe en su Adonis (VI, 115-159). A veces son miserables pero esenciales, como la colección de pecios que permiten a Robinson Crusoe sobrevivir en su isla, o el pequeño y humilde tesoro que, según nos cuenta Mark Twain, reúne Tom Sawyer. A veces son vertiginosamente normales, como la enorme colección de objetos insignificantes en la cocina de Leopold Bioom. A veces son profundas, pese a su inmovilidad museística, casi funeralesca, como la colección de instrumentos musicales descrita por Thomas Mann en el capítulo VII de Doctor Fausto.
Lo mismo vale para los lugares. También en este caso, los escritores confían en los etcétera de la lista. Ezequiel 27 expone una lista de propiedades para dar una idea de la grandeza de Tiro. En el primer capítulo de Casa desolada, Dickens se esfuerza por mostrar Londres con rasgos invisibilizados por la niebla que invade la ciudad. En «El hombre de la multitud», Poe entrena su ojo visionario en una serie de individuos que percibe de manera compacta como «multitud». Proust (Por el camino de Swan, capítulo 3) evoca la ciudad de su infancia. Calvino (Las ciudades invisibles, capítulo 9) evoca las ciudades soñadas por el Gran Kan. Blaise Cendrars (La prosa del Transiberiano) retrata el traqueteo de un tren por las estepas siberianas a través del recuerdo de varios lugares. Whitman —celebrado como el poeta que mejor y más excesivo fue en componer listas vertiginosas— apiló objetos uno sobre otro para celebrar su país natal:

¡El hacha rebota!
La compacta selva tiembla de resonancias fluidas,
ruedan y se prolongan, se elevan y cobran formas:
choza, tienda, embarcadero, jalones,
balancín, carreta, pico, tenazas, alfajía,
balaustrada, horquilla, artesón, palote, paleta de locero,[tablero mural, rueda dentada,
ciudadela, cielorraso, café, academia, órgano, sala de exposición, biblioteca,
cornisa, celosía, pilastra, balcón, ventana, torrecilla, pórtico,
azada, rastrillo, horquilla, lápiz, carruaje, bastón, sierra, garlopa, mazo de madera, cala,
mango de prensa, silla, cuba, esfera, mesa, ventanilla, ala de molino, marco, piso, caja, cofre,
instrumento de cuerda, navío, armadura de edificio y todo lo demás,
Capitolio de los Estados y Capitolio de la nación hecha de Estados,
largas, imponentes ringleras de edificios flanqueando las avenidas, hospicios para huérfanos,
para pobres, para enfermos, vapores y veleros de Manhattan, peregrinos de todos los mares5

A propósito de la acumulación de lugares, en Noventa y tres (parte I, capítulo III), de Hugo, hay una lista singular de localidades de la Vandea que el marqués de Lantenac comunica oralmente al marinero Halmalo para que pase por todas ellas llevando la orden de insurrección. Es evidente que el pobre Halmalo jamás podría recordar esa enorme lista, y sin duda Hugo tampoco espera que el lector la recuerde. La inmensidad de la lista de nombres de lugares tiene simplemente la intención de sugerir la inmensidad de la rebelión popular.
Joyce reúne otra vertiginosa lista de lugares en el capítulo de Finnegans Wake titulado «Anna Livia Plurabelle», donde, para dar una idea del flujo del río Liffey, Joyce inserta centenares de nombres de ríos de todo el mundo, disfrazados de juegos de palabras o palabras híbridas. Para el lector, no resulta fácil reconocer ríos prácticamente desconocidos en nombres como Chebb, Futt, Bann, Duck, Sabrainn, Till, Waag, Bomu, Boyana, Chu, Batha, Skollis, Shari, Sui, Tom, Chef, Syr Darya, Ladder Burn, etcétera. Puesto que las traducciones de «Anna Livia» suelen ser bastante libres, en una edición extranjera, la referencia a un río determinado puede aparecer en un lugar distinto del que ocupa en el texto original, o puede verse alterado por completo. En la primera traducción italiana, elaborada con la colaboración del propio Joyce, hay referencias a ríos italianos como el Serio, el Po, el Serchio, el Piave, el Conca, el Aniene, el Ombrone, el Lambro, el Taro, el Toce, el Belbo, el Sillaro, el Tagliamento, el Lamone, el Brembo, el Trebbio, el Mincio, el Tidone y el Panaro, ninguno de los cuales sale en el texto inglés6. Lo mismo sucede con la primera, histórica, traducción al francés7.
Esta lista da la impresión de ser potencialmente infinita. No solo el lector tiene que hacer un esfuerzo para identificar todos los ríos, sino que uno sospecha que los críticos han identificado más ríos de los que Joyce menciona explícitamente. Y uno sospecha también que, como consecuencia de las posibilidades combinatorias que ofrece el alfabeto inglés, podría haber muchos más de lo que pensaron los críticos de Joyce.
Este tipo de lista resulta difícil de clasificar. Es el resultado de la voracidad, del topos de lo inefable (nadie puede decir cuántos ríos hay en el mundo), y del puro amor a las listas. Joyce tuvo que haberse afanado durante mucho tiempo y con gran esfuerzo por encontrar todos esos nombres de ríos, con la ayuda de mucha gente. Sin duda, no lo hizo a raíz de una pasión por la geografía. Es probable que no quisiera que la lista tuviese un final.
Por último, vislumbramos el lugar de lugares: el universo. En su relato «El Aleph», Borges lo contempla a través de una pequeña grieta y lo ve como una lista destinada a ser incompleta, una lista de lugares, personas e inquietantes epifanías. Ve el populoso mar, el alba y la tarde, las muchedumbres de América, una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, un laberinto roto (era Londres), interminables ojos inmediatos, todos los espejos del planeta, un traspatio de la calle Soler con las mismas baldosas que hace treinta años viera en el zaguán de una casa en Fray Bentos, racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, una mujer en Inverness, su violenta cabellera, su altivo cuerpo, un cáncer en su pecho, un círculo de tierra seca donde antes hubo un árbol, una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio; ve a un tiempo cada letra de cada página, la noche y el día contemporáneo, un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, su propio dormitorio sin nadie, un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin en un gabinete de Alkmaar, caballos de crin arremolinada en una playa del mar Caspio en el alba, la delicada osatura de una mano, los supervivientes de una batalla enviando tarjetas postales, una baraja española en un escaparate de Mirzapur, las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, todas las hormigas que hay en la tierra, un astrolabio persa, un cajón de escritorio que esconde obscenas, increíbles y precisas cartas escritas por su adorada amiga Beatriz Viterbo, un adorado monumento en el cementerio de Chacarita, la reliquia atroz de lo que antaño había sido deliciosamente Beatriz, la circulación de su propia oscura sangre, el engranaje del amor y la modificación de la muerte. Ve el Aleph —uno de los puntos en el espacio que contienen todos los demás puntos— desde todos los puntos, en el Aleph la Tierra, y en la Tierra otra vez el Aleph, y en el Aleph la Tierra. Vislumbra su propia cara y sus propias vísceras, y siente vértigo, y llora, porque sus ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural cuyo nombre usurpan los hombres pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Siempre me han fascinado esas listas, y creo que estoy en buena compañía. Sin duda bajo la influencia de Borges intenté componer una geografía imaginaria en Baudolino. Baudolino está describiendo las maravillas de Occidente al hijo del Preste Juan, un leproso enfrentado a una muerte segura por su enfermedad y que vive recluido en un legendario país de Extremo Oriente. Así, se pone a hablar de los lugares y cosas del mundo occidental de la misma manera fabulosa en que el mundo medieval de Occidente soñaba el Extremo Oriente:

[...] le describía los lugares que había visto, desde Ratisbona a París, de Venecia a Bizancio, y luego, Iconio y Armenia, y los pueblos que habíamos encontrado en nuestro viaje. Estaba destinado a morir sin haber visto nada excepto los nichos de Pndapetzim, y yo intentaba hacerle vivir a través de mis relatos. Y quizá también inventé, le hablé de ciudades que nunca había visitado, de batallas que nunca había combatido, de princesas que nunca había poseído. Le contaba las maravillas de las tierras donde nunca muere el sol. Le hice disfrutar de ponientes en la Propóntide, de reflejos de esmeralda en la laguna veneciana, de un valle de Hibernia, donde siete iglesias blancas se extienden a orillas de un fago silencioso, entre rebaños de ovejas igual de blancas; le conté cómo los Alpes están cubiertos siempre por una mullida sustancia cándida, que en verano se deshace en cataratas majestuosas y se desperdiga en ríos y arroyos a lo largo de pendientes lozanas de castaños; le dije de los desiertos de sal que se extienden en las costas de Apulia; le hice temblar evocando mares que nunca había navegado, donde saltan peces del tamaño de una ternera, tan mansos que los hombres pueden cabalgarlos; le referí de los viajes de san Brandán a las ínsulas Afortunadas y cómo un día, creyendo arribar a una tierra en medio del mar, descendió al lomo de una ballena, que es un pez grande como una montaña, capaz de tragarse una nave entera; pero tuve que explicarle qué eran las naves, peces de madera que surcan las aguas moviendo alas blancas; le enumeré los animales prodigiosos de mis países, el ciervo, que tiene dos grandes cuernos en forma de cruz; la cigüeña, que vuela de tierra en tierra, y se hace cargo de sus propios padres senescentes llevándolos en su dorso por los cielos; la mariquita, que se parece a una pequeña seta, roja y punteada de manchas color leche; la lagartija, que es como un cocodrilo, pero tan pequeña que pasa por debajo de las puertas; el cuclillo, que pone sus huevos en los nidos de otros pájaros; la lechuza, con sus ojos redondos que en la noche parecen dos lámparas, y que vive comiendo el aceite de los candiles de las iglesias; el puerco espín, animal con el lomo erizado de acúleos que chupa la leche de las vacas; la ostra, cofre vivo, que produce a veces una belleza muerta pero de inestimable valor; el ruiseñor, que vela la noche cantando y vive en adoración de la rosa; la langosta, monstruo lorigado de un rojo flamante, que huye hacia atrás para sustraerse a la caza de los que desean sus carnes; la anguila, espantosa serpiente acuática de sabor graso y exquisito; la gaviota, que sobrevuela las aguas como si fuera un ángel del señor pero emite gritos estridentes como los de un demonio; el mirlo, pájaro negro con el pico amarillo que habla como nosotros, sicofante que dice lo que le ha confiado el amo; el cisne, que surca majestuoso las aguas de un lago y canta en el momento de su muerte una melodía dulcísima; la comadreja, sinuosa como una doncella; el halcón, que vuela en picado sobre su presa y se la lleva al caballero que lo ha educado. Me imaginé el esplendor de gemas que el Diácono nunca había visto —ni yo con él—, las manchas purpúreas y lechosas de la murrina, las venas cárdenas y blancas de algunas gemas egipcias, el candor del oricalco, la transparencia del cristal, el brillo del diamante, y luego le celebré el esplendor del oro, metal tierno que se puede plasmar en hojas finas, el chirrido de las cuchillas al rojo vivo cuando se sumergen en el agua para templarlas; le describí cuáles inimaginables relicarios se ven en los tesoros de las grandes abadías, lo altas y puntiagudas que son las torres de nuestras iglesias, así como altas y derechas son las columnas del Hipódromo de Constantinopla, qué libros leen los judíos, sembrados de signos que parecen insectos, y qué sonidos pronuncian cuando los leen, cómo un gran rey cristiano había recibido de un califa un gallo de hierro que cantaba solo cuando salía el sol, qué es la esfera que gira eructando vapor, cómo queman los espejos de Arquímedes, lo espantoso que es ver por la noche un molino de viento; y luego le conté del Grial, de los caballeros que lo estaban buscando en Bretaña, de nosotros que se lo habríamos entregado a su padre en cuanto hubiéramos encontrado al infame Zósimo. Viendo que estos esplendores lo fascinaban, pero su inaccesibilidad lo entristecía, pensé que sería bueno, para convencerle de que su pena no era la peor, relatarle el suplicio de Andrónico con tales detalles que superaran en mucho lo que se le había hecho, las carnicerías de Crema, de los prisioneros con la mano, la oreja, la nariz cortada; hice relampaguear ante sus ojos enfermedades inenarrables con respecto a las cuales la lepra era un mal menor; le describí como horrendamente horribles la escrófula, la erisipeda, el baile de san Vito, el fuego de san Antonio, el mordisco de la tarántula, la sarna que te lleva a rascarte la piel escama a escama, la acción pestífera del áspid, el suplicio de santa Ágata a quien le arrancaron los senos, el de santa Lucía a quien le sacaron los ojos, el de san Sebastián traspasado de flechas, el de san Esteban con el cráneo partido por las piedras, el de san Lorenzo asado a la parrilla a fuego lento, e inventé otros santos y otras atrocidades: cómo san Ursicino fue empalado del ano hasta la boca, san Sarapión desollado, san Mopsuestio atado por sus cuatro extremidades a cuatro caballos encabritados y luego descuartizado, san Draconcio obligado a tragar pez hirviendo [...] Me parecía que estos horrores lo aliviaban, luego temía haber exagerado y pasaba a describirle las otras bellezas del mundo, cuyo pensamiento a menudo era el consuelo del prisionero, la gracia de las adolescentes parisinas, la perezosa venustez de las prostitutas venecianas, el incomparable arrebol de una emperatriz, la risa infantil de Colandrina, los ojos de una princesa lejana. El Diácono se excitaba, pedía que le siguiera contando, preguntaba cómo eran los cabellos de Melisenda, condesa de Trípoli, los labios de aquellas fúlgidas bellezas que habían encantado a los caballeros de Brocelianda más que el santo Grial; se excitaba. Dios me perdone, pero creo que una o dos veces tuvo una erección y sintió el placer de derramar el propio semen. Y aún intentaba hacerle entender lo rico que era el universo de especias con perfumes enervantes, y, como no las llevaba conmigo, intentaba recordar el nombre de las que había conocido así como el de las que conocía solo a través de su nombre, pensando que aquellos nombres lo embriagarían como olores, y le mencionaba el lauroceraso, el benjuí, el incienso, el nardo, el espicanardo, el olíbano, el cinamomo, el sándalo, el azafrán, el jengibre, el cardamomo, la cañafístula, la cedoaria, el laurel, la mejorana, el cilantro, el eneldo, el estragón, la malagueta, el ajonjolí, la amapola, la nuez moscada, la hierba de limón, la cúrcuma y el comino. El Diácono escuchaba en los umbrales del delirio, se tocaba el rostro como si su pobre nariz no pudiera soportar todas esas fragancias, preguntaba llorando qué le habían dado de comer hasta entonces los malditos eunucos, con el pretexto de que estaba enfermo, leche de cabra y pan mojado en burq, que decían que era bueno para la lepra, y él pasaba los días aturdido, casi siempre durmiendo y con el mismo sabor en la boca, día tras día.8
1 En esto puede que me equivocara. Aunque las fechas son inciertas, es posible que la primera lista sea la Teogonía entera de Hesíodo.
2 Véase Giuseppe Ledda, «Elenchi impossibili: Cataloghi e topos de l'indicibilità», inédito; e Ídem, La Guerra della lingua: Ineffabilità, retorica e narrativa nella Commedia di Dante, Rávena, Longo, 2002.
3 Dante, Paraíso, trad. de Luis Martínez de Merlo, Madrid, Cátedra, 2006.

4 Umberto Eco, La isla del día de antes, trad. de Helena Lozano Miralles, Barcelona, Random House Mondadori, 1997. El lector experimentado verá en la última frase un caso no solo de hipotiposis, sino también de écfrasis; describe una típica cabeza pintada por Arcimboldo.
5 Walt Whitman, Hojas de hierba, parte XII, «Canto del hacha», trad. de Armando Vasseur, Valencia, F. Sempere Editores, 1910. Véase en particular el capítulo dedicado a Whitman en Belknap, The List.
6 James Joyce, «Anna Livia Plurabelle», trad. de James Joyce y Nino Frank (1938), reimpreso en Joyce, Scritti italiani, Milán, Mondadori, 1979.
7 James Joyce, «Anna Livia Plurabelle», trad. de Samuel Beckett, Alfred Perron, Philippe Soupault, Paul Léon, Eugéne Jolas, Ivan Goll y Adrienne Monnier, con la colaboración de Joyce, Nouvelle Revue Francaise, 1 de mayo de 1931.

8 Umberto Eco, Baudolino, trad. de Helena Lozano Miralles, Barcelona, Lumen, 2001.

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