Me
demoro en el tema porque para mí el recuerdo de esa época de mi
vida tiene profundo interés. Pero no daré al lector más causas de
queja y me apresuro a terminar. En el camino entre Slough y Eton me
quedé dormido y al romper el alba me despertó la voz de alguien que
estaba de pie a mi lado, mirándome. No sé quién era; tenía mala
catadura, lo cual no significa por fuerza que sus intenciones fueran
malas, o si lo eran supongo que se dijo que no valía la pena robar a
nadie que duerme al aire libre en pleno invierno. Ahora me permito
señalarle, si se encuentra entre mis lectores, que en lo que a mí
respecta esta última conclusión era equivocada. Después de unas
palabras siguió su camino y a mí no me pesó el incidente puesto
que me permitió atravesar Eton antes que la gente estuviese en pie.
La noche había sido fría y nublada; al amanecer cayó una ligera
escarcha y el suelo y los árboles se cubrieron de hielo. Pasé por
Eton inadvertido, me lavé y arreglé mis ropas, en lo posible, en
una pequeña taberna de Windsor y a eso de las ocho de la mañana me
encaminé a Pote's. Antes de llegar me encontré con unos alumnos de
los primeros años a quienes hice unas preguntas: un etoniano es
siempre un caballero y, a pesar de mis prendas tan raídas, me
respondieron cortésmente. Mi amigo Lord [Altamont] había partido a
la Universidad de [Cambridge]. «Ibi omnis effusus labor!» Tenía
otros amigos en Eton, pero quien se halla en apuros no se presenta de
buena gana a todos los que en la prosperidad se llaman amigos suyos.
Tras pensarlo un instante pregunté por el conde de D[esart] ante
quien no tenía reparo en presentarme en cualquier circunstancia, por
más que mi relación con él no fuese tan íntima como con algunos
otros amigos. Todavía se encontraba en Eton si bien creo que a punto
de salir para Cambridge. Fui a verlo, me recibió amablemente y me
invitó a desayunar con él.
Aquí
me permito detenerme un momento para evitar que mi lector llegue a
conclusiones falsas: si bien he tenido ocasión de referirme de paso
a varios amigos aristócratas, no debe suponerse que tengo la menor
pretensión de ser noble o de sangre ilustre. No es así, a Dios
gracias: soy hijo de un comerciante inglés común y corriente,
estimado mientras vivió por su integridad ejemplar, gran aficionado
al ejercicio literario (como que fue, anónimamente, autor de un
libro); de haber vivido hubiera llegado a ser muy rico, pero al morir
prematuramente dejó sólo unas 30.000 libras a siete herederos
distintos. Me honro al mencionar las dotes aún mayores de mi madre;
no ha aspirado nunca al título ni a los honores de la literata,
pero me atrevo a llamarla una mujer intelectual
(lo que no son muchas literatas) y creo que si un día se reuniesen y
publicasen sus cartas se encontraría en ellas un buen sentido fuerte
y masculino, expresado en un inglés tan castizo, tan lleno de la
gracia y frescura del uso idiomático como puede hallarse en
cualquiera de nuestras colecciones de cartas, con la posible
excepción de las de Lady M. W. Montagu. Estos son los honores de mi
ascendencia; no tengo otros y he dado sinceras gracias a Dios por no
tenerlos ya que, a mi juicio, una posición que eleva demasiado al
hombre por encima del prójimo no es la más favorable para las
cualidades morales o intelectuales.
Lord
D[esart] puso ante mí el más espléndido desayuno. En verdad lo era
y a mis ojos su esplendidez se triplicaba por ser la primera comida
normal, la primera «mesa bien provista» a la que me sentaba después
de meses. Sin embargo, por raro que parezca, apenas probé bocado. El
día que recibí el billete de diez libras había comprado un par de
bollos en una panadería: la misma tienda, por cierto, que dos meses
o seis semanas antes contemplara con deseo tan intenso que recordarlo
me era casi una humillación. Tenía presente la historia de Otway y
temí que fuera peligroso comer con demasiada rapidez. Mas no tenía
por qué alarmarme, había perdido el apetito y sentí náuseas antes
de comer la mitad de lo que había comprado. Durante semanas me
ocurrió lo mismo cada vez que tomaba algo que se pareciese a una
comida: aunque no sintiera náuseas devolvía siempre parte de lo que
había comido, a veces con una sensación de acidez y otras de
inmediato y sin acidez alguna. En la presente ocasión, sentado a la
mesa de Lord D[esart], no me encontré mejor que de costumbre y en
medio de los más sabrosos manjares no sentí el menor apetito. En
cambio, no me dejaba ni un momento, para mi desgracia, un vivo deseo
de beber vino; expliqué mi situación a Lord D[esart] y le hice un
breve relato de los males por que había pasado, y él, tras
escucharme con compasión, ordenó que trajesen vino. Beber me daba
placer y alivio momentáneos y no dejaba de hacerlo cada vez que se
me presentaba la ocasión; entonces adoraba el vino como luego he
adorado el opio. Estoy convencido de que esta afición al vino
contribuyó a agravar mi enfermedad ya que, si bien el tono del
estómago parecía muy decaído, es probable que con un régimen
mejor me recobrara antes y quizá con mayor seguridad. Espero que no
fuese el amor al vino lo que me hizo demorarme en compañía de mis
amigos de Eton: yo me convencí entonces
de que lo hacía por no pedirle a Lord D[esart], con quien no tenía
suficiente confianza, el favor tan especial que me había traído a
Eton. De otra parte me resistía a dar por perdido el viaje y acabé
por decidirme. Lord D[esart] me había acogido con una bondad sin
límites por la compasión que le inspiraba mi estado y por la íntima
amistad que me unía con parientes suyos, no porque examinase con
rigor la razón que me asistía, pero no estuvo a la altura de mi
petición. Reconoció que no le gustaba tener ningún trato con
prestamistas y expresó el temor de que una transacción de esta
clase llegase a oídos de sus relaciones. Por lo demás, siendo sus
expectativas mucho más restringidas que las de Lord A[ltamont],
dudaba que a mis no bautizados amigos les bastara su firma. Tampoco
deseaba mortificarme con una negativa absoluta y, tras pensarlo un
poco, me prometió que me daría su garantía con arreglo a ciertas
condiciones. Lord D[esart] no había cumplido entonces dieciocho
años: al recordar la prudencia y buen sentido que demostró en esta
oportunidad, así como la cortesía de su trato (cortesía que en él
se iluminaba con la gracia de la sinceridad juvenil) he dudado muchas
veces que un hombre de estado —aun el más viejo y avezado en la
diplomacia— hubiera podido portarse mejor en tales circunstancias.
Más aún, en casi todos los casos no sería posible presentarse a
alguien con una propuesta semejante sin ganarse una mirada tan adusta
y poco propicia como la de esas cabezas de sarracenos que cuelgan a
la puerta de las posadas.
Animado
por esta promesa, que no era lo mejor que hubiese podido desear
aunque sí mucho más de lo peor que había imaginado, regresé en
coche de Windsor a Londres tres días después de mi partida. Llego
ahora al final de mi historia: los judíos no accedieron a las
condiciones de Lord D[esart]; no sé si sólo querían ganar tiempo
para hacer averiguaciones y hubiesen terminado por aceptarlas;
surgieron muchas demoras, pasó el timpo, el pequeño fragmento de
billete que me restaba acabó por disolverse enteramente y me vi a
punto de recaer en mi anterior estado de postración sin haber
logrado cerrar ningún trato. De pronto, en medio de esta crisis, se
presentó casi por accidente la posibilidad de reconciliarme con mis
amigos. Salí apresuradamente de Londres para dirigirme a un remoto
rincón de Inglaterra; pasado cierto tiempo ingresé en la
universidad y sólo después de muchos meses me fue posible visitar
de nuevo los lugares que habían llegado a ser tan entrañables para
mí, y hasta el día de hoy lo siguen siendo, ya que fueron el
principal escenario de mis desventuras juveniles.
Entretanto
¿qué había ocurrido con la pobre Ann? He guardado para ella mis
últimas palabras: tal como lo habíamos convenido, mientras estuve
en Londres la busqué todos los días y fui a esperarla cada noche a
la esquina de la calle Titch-field. Pregunté por ella a todo el que
podía conocerla y durante las últimas horas de mi estancia en
Londres puse en juego todos los medios de encontrarla que me sugería
mi conocimiento de la ciudad y me permitía el alcance limitado de
mis posibilidades. Conocía la calle, aunque no la casa, donde había
vivido Ann, pero al cabo recordé que, según me contara, el
propietario la trataba mal, por lo que probablemente se había mudado
antes de separarnos. Ann tenía pocas relaciones y, por lo demás,
casi todas las personas a las que acudí pensaban que el fervor de mi
búsqueda se debía a razones que les inspiraban risa o menosprecio;
otros, creyéndome a la caza de una muchacha que me había robado
algo, se negaban, como es natural y disculpable, a darme cualquier
indicio de su paradero si es que acaso podían dármelo. Por último,
a modo de recurso desesperado, el día que dejé Londres puse en
manos de la única persona que (estoy seguro) conocía de vista a
Ann, ya que nos acompañó una o dos veces, las señas de…… en
……shire, donde entonces residía mi familia. Pero
hasta hoy no he oído una palabra de ella. Entre
las muchas penas que todos encontramos en la vida ésta ha sido mi
más honda aflicción. Si vive no hay duda que a veces nos hemos
buscado en el mismo instante a través de los poderosos laberintos de
Londres; tal vez hemos estado a pocos pasos uno del otro; ¡no es más
ancha la barrera en una calle de Londres y muchas veces equivale a la
separación por toda la eternidad! Durante años tuve esperanza de
que viviera y supongo que, en el sentido literal y no retórico de la
palabra miríada, puedo decir que en mis distintas visitas a Londres
he mirado muchas miríadas de rostros de mujeres con la esperanza de
encontrarla. La reconocería entre mil con sólo verla un instante
pues, aunque no era hermosa, tenía una expresión de dulzura y un
gracioso porte de cabeza que le era propio. La busqué, he dicho, con
esperanza. Así fue durante años pero ahora tendría miedo de verla:
y su tos, que me entristeció al separarme de ella, es ahora mi
consuelo. Ya no quiero verla: prefiero pensar en ella como alguien
que descansa desde hace tiempo en la tumba; en la tumba, espero, de
una Magdalena arrebatada antes de que los agravios y la crueldad
borrasen y transfigurasen su naturaleza inocente o que las
brutalidades de los rufianes completasen la ruina que habían
empezado.
Parte II
Así
pues, calle Oxford, ¡madrastra de corazón de piedra! Tú que
escuchaste los suspiros de los huérfanos y bebiste las lágrimas de
los niños, al cabo fui despedido de tu presencia, llegó por fin el
momento en que no volvería a recorrer lleno de angustia tus aceras
interminables, en que ya no soñaría ni me despertaría otra vez en
el cautiverio de los tormentos del hambre. Sin duda, Ann y yo tuvimos
demasiados sucesores que desde entonces marcharon sobre nuestras
huellas, herederos de nuestras calamidades: otros huérfanos que no
eran Ann suspiraron, otros niños vertieron lágrimas, y tú, calle
Oxford, resonaste desde entonces con los gemidos de innumerables
corazones. Pero en mi caso se diría que la tempestad a que sobreviví
trajo consigo una promesa de buen tiempo y que con mis sufrimientos
prematuros pagué por adelantado el rescate de muchos años por venir
y el precio de una larga inmunidad al dolor, y si volví a caminar
por la calle de Oxford, solitario, contemplativo, fue casi siempre
sereno y con el corazón en calma. Y aunque es cierto que las
desgracias de mi noviciado de Londres se arraigaron tan hondamente en
mi constitución física que más tarde brotaron y florecieron otra
vez, follaje nocivo cuya sombra oscureció mi vida, estos segundos
asaltos del sufrimiento encontraron una fortaleza más probada, los
recursos de una inteligencia más madura y los paliativos de un
afecto compadecido, hondo y tiernísimo.
Sin
embargo, cualesquiera fuesen los paliativos, los vínculos sutiles
del dolor, derivados de una raíz común, unieron entre sí años que
estaban muy separados. Aquí propondré un ejemplo de la ceguera de
los deseos humanos y es que la primera vez que viví, tan
tristemente, en Londres, las noches de luna solía ser mi consuelo
(si tal puede llamarse) mirar desde la calle de Oxford en dirección
de todas las avenidas sucesivas que atraviesan el corazón de
Marylebone hasta llegar a los campos y los bosques; allá,
me decía a mí mismo viajando con los ojos por los amplios panoramas
en parte iluminados y en parte en sombra, «allá
está el camino del norte que lleva a……, y si tuviese las alas de
la paloma hacia allá volaría en busca de consuelo». Esto es lo que
me decía, esto es lo que deseaba en mi ceguera; y sin embargo en esa
misma región del norte, en ese mismo valle —¡qué digo!—, en la
misma casa a que apuntaban mis deseos extraviados, surgieron por
segunda vez mis sufrimientos y amenazaron sitiar la ciudadela de la
vida y la esperanza. Allí me persiguieron durante años fantasmas
tan atroces, como los que rodeaban el lecho de Orestes y en algo fui
más desgraciado que él, pues el sueño que a todos trae descanso y
refrigerio derramó un bálsamo bendito1
sobre su corazón herido y su cerebro alucinado, y para mí, fue el
más amargo de los flagelos. Tan ciego era en mis deseos; pero si en
verdad se interpone un velo entre la ignorancia del hombre y sus
futuros desastres, el mismo velo oculta también lo que será su
consuelo, y el dolor que no se temió encuentra el alivio que no se
esperaba. Yo compartía, por así decirlo, todas las congojas de
Orestes (con la única excepción de su conciencia atormentada) y
compartí también sus defensas: como las suyas, mis Euménides se
apostaron a los pies de la cama y clavaron en mí los ojos a través
de los cortinajes; pero junto a la almohada, renunciando al sueño
para acompañarme noche a noche en las duras vigilias, velaba mi
Electra: tú, querida M., querida compañera de esos años, tú
fuiste mi Electra y no permitiste que una hermana griega fuese más
que una esposa inglesa en la lealtad del corazón ni en la infinita
paciencia del afecto. No tuviste en poco inclinarte a los humildes
oficios de la bondad y a las atenciones serviles2
del cariño más tierno, y enjugar el rocío malsano de la frente o
refrescar los labios resecos que ardían de fiebre; y ni siquiera
cuando perdiste la tranquilidad de tus propios sueños —que por la
mucha lástima se contagiaron ante el espectáculo de mi lucha
terrible con fantasmas y sombras enemigas que tantas veces me
ordenaron «no duermas»—, ni siquiera entonces hubo en ti una
queja o un murmullo, ni cesaron tus sonrisas angelicales, ni te
retrajiste al servicio del amor más de lo que en otro tiempo se
retrajera Electra. Pues también ella, aunque griega e hija del rey
de hombres3,
lloraba a veces y ocultaba el rostro en la túnica4.
Pero
estas penas han pasado: el lector tiene ante sí la relación de una
época que para nosotros dos fue tan dolorosa como la leyenda de un
sueño horrible que ya no volverá. Entre tanto he venido otra vez a
Londres: otra vez recorro por las noches la calle de Oxford; a
menudo, cuando me abruman las ansiedades que sólo puedo resistir
acudiendo a toda mi filosofía y al consuelo de tu presencia,
advierto que me separan de ti trescientas millas y tres meses de
tristeza, miro las avenidas que van de la calle de Oxford hacia el
norte, recuerdo las angustiadas exclamaciones de mi juventud y, al
pensar que aguardas sola en el mismo valle, señora de la misma casa
a la que hace diecinueve años se volvía mi corazón en su ceguera,
me digo que aunque en verdad ciegos y en los últimos tiempos
lanzados a todos los vientos, los impulsos de mi corazón se hunden
en un pasado más remoto y cabe buscar en ellos otro sentido; y si me
permitiera retornar a los deseos impotentes de la infancia, me diría
otra vez mientras miro hacia el norte: «Oh, quién tuviera las alas
de la paloma», y con certera confianza en la bondad de tu naturaleza
llena de gracia podría añadir la otra mitad de mi antigua
exclamación: «para volar hacia allá en busca de consuelo».
Los
Placeres del Opio
Hace
tanto tiempo que probé por primera vez el opio que si este hecho
fuera en mi vida un incidente sin importancia habría olvidado la
fecha; pero los acontecimientos decisivos no se olvidan y, por
circunstancias relacionadas con el caso, sé que ello debió ocurrir
durante el otoño de 1804. Me hallaba entonces en Londres, adonde
venía por primera vez desde que ingresara a la universidad. Mi
introducción al opio sucedió de la manera siguiente. Desde temprana
edad estaba acostumbrado a lavarme la cabeza con agua fría por lo
menos una vez al día; una noche sentí un violento dolor de muelas
que atribuí al haber interrumpido, por simple accidente, dicha
práctica; salté de la cama, hundí la cabeza en una jofaina de agua
y me eché a dormir con el cabello mojado. Casi no hace falta decir
que la mañana siguiente desperté con agudísimos dolores reumáticos
en la cabeza y en la cara, que no me dejaron un instante de alivio
durante veinte días. Creo que el vigésimo-primer día, un domingo,
salí a la calle más para huir de mis tormentos, si acaso era
posible, que con ningún propósito definido. Un conocido de la
universidad, encontrado por azar, me recomendó el opio. ¡Opio!
¡Temible agente de placeres y sufrimientos inimaginables! Había
oído hablar del opio como del maná o la ambrosía pero nada más.
¡Qué poco sentido tenía entonces su nombre! ¡Qué solemnes
acordes hace resonar ahora en mi alma! ¡Cómo se estremece el
corazón con recuerdos amargos o felices! Al evocar estos recuerdos
siento que las más leves circunstncias relativas al lugar, la hora y
el hombre (si era un hombre) que me condujeron por primera vez al
Paraíso de los comedores de opio tienen una importancia mística.
Era una tarde de domingo húmeda y triste; no hay en el mundo
espectáculo más aburrido que un domingo lluvioso de Londres. El
camino a casa pasaba por la calle de Oxford y cerca del «augusto
Panteón» (como ha tenido la amabilidad de llamarlo el Sr.
Wordsworth) vi la tienda de un boticario. El boticario, ministro
inconsciente de placeres celestiales, estaba en armonía con el
domingo lluvioso, pues parecía todo lo aletargado y estúpido que
cabe esperar de cualquier boticario mortal un domingo, y cuando le
pedí tintura de opio me la dio como podía haberlo hecho cualquier
otra persona; aún más, al cambiarme una moneda de un chelín me
entregó lo que parecía ser un verdadero medio penique de cobre, que
sacó de un verdadero cajón de madera. Sin embargo, a pesar de tales
indicios de humanidad, perdura desde entonces en mi memoria como la
visión beatífica de un boticario inmortal enviado a la tierra en
misión especial ante mi persona. Confirma mi modo de pensar el hecho
de que, la siguiente vez que vine a Londres, lo busqué cerca del
augusto Panteón y no logré encontrarlo; con lo cual a mí, que
ignoraba su nombre (si es que lo tenía), me quedó la impresión de
que se había desvanecido de la calle de Oxford y no retirado de ella
de manera material. El lector, si así lo prefiere, puede suponer que
posiblemente se trataba tan sólo de un boticario sublunar; bien
pudiera ser, pero mi fe es superior: creo que se esfumó5
o se evaporó, tan poco dispuesto estoy a poner en relación
cualquier recuerdo mortal con esa hora, ese lugar y esa criatura que
por vez primera me dieron a conocer la droga celestial.
Como
es de suponer, al llegar a casa no perdí un momento en tomar la
cantidad prescrita. Naturalmente, nada sabía del arte y misterio del
opio y lo que tomé lo tomé con todas las desventajas posibles. Pero
lo tomé, y, una hora más tarde, ¡oh cielos!, ¡qué cambio tan
repentino!, ¡cómo se elevó, desde las más hondas simas, el
espíritu interior!, ¡qué apocalipsis del mundo dentro de mí! Que
mis dolores se desvanecieran fue, a mis ojos, una insignificancia:
este efecto negativo se hundía en la inmensidad de los efectos
positivos que se abrían ante mí, en el abismo de divino deleite
súbitamente revelado. Esta era la panacea —el (texto griego)— de
todos los males humanos; aquí estaba, descubierto de un golpe, el
secreto de la felicidad sobre el que disputaron los filósofos a
través de las edades; la felicidad podía comprarse por un penique y
llevarse en el bolsillo del chaleco, los éxtasis portátiles
encerrarse con un corcho en una botella de medio litro, la paz del
alma transportarse por galones en coches de correo. Pero si hablo de
esta manera el lector creerá que me estoy riendo, y puedo asegurarle
que n^die ríe mucho tiempo si frecuenta el opio: sus placeres tienen
un carácter grave y solemne; ni siquiera en su estado más feliz
puede presentarse al comedor de opio como un modelo del Allegro:
aun entonces habla y piensa como conviene a Il
Penseroso. Sin embargo, tengo la
costumbre, por cierto muy censurable, de andar con burlas en medio de
mis propias desgracias y, si no me refrenan otros sentimientos más
intensos, mucho me temo que me haré culpable de práctica tan
indecente aun en estos anales del dolor y la delicia. Sea el lector
indulgente ante lo débil de mi naturaleza y, con unas pocas
concesiones de esta clase, trataré de ser tan grave, ya que no tan
soporífico, cual corresponde al tema del opio, que es en verdad
antimercurial aunque no adormecedor como falsamente se le considera.
Para
empezar, una palabra en cuanto a sus efectos corporales, ya que
acerca de todo lo hasta ahora escrito sobre el opio por los viajeros
que han recorrido Turquía (quienes pueden reclamar el privilegio de
mentir como un derecho antiguo e inmemorial) o los profesores de
medicina que hablan ex cathedra
he de pronunciar, con el mayor énfasis posible, una sola crítica:
¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡Mentiras! Recuerdo que en una ocasión, al
pasar ante un puesto de libros, leí estas palabras en las páginas
de un autor satírico: «Para entonces me había convencido de que
los periódicos de Londres dicen la verdad dos veces por semana, a
saber: el martes y el jueves, y que se puede tener fe en ello —cuando
publican la lista de quiebras.» De manera semejante, no pretendo
negar que se hayan comunicado al mundo algunas verdades en lo que
respecta al opio: por ejemplo, los doctores han declarado en varias
oportunidades que el opio es de color castaño oscuro y —dejo
constancia de ello— estoy dispuesto a admitirlo; en segundo lugar,
afirman que es más bien caro y también lo concedo, ya que en mi
tiempo el opio de las Indias Orientales costaba tres guineas por
libra y el de Turquía ocho; y, en tercer lugar, advierten que si lo
come usted en grandes cantidades, muy probablemente se verá obligado
a hacer algo que resulta en extremo desagradable a toda persona de
costumbres morigeradas, o sea morirse6.
Estas ponderosas afirmaciones, todas y cada una de ellas, son
ciertas; no puedo negarlas y la verdad ha sido y será siempre digna
de elogio. Creo, sin embargo, que con estos tres teoremas hemos
agotado todos los conocimientos que el hombre ha acumulado hasta
ahora acerca del opio. Por lo tanto, ilustres doctores, en vista de
que todavía hay lugar para nuevos descubrimientos, háganse ustedes
a un lado y permítanme presentarme a disertar sobre el tema.
En
primer lugar, todo el que formal o incidentalmente toca la cuestión
ni siquiera se molesta en afirmar, sino que da por sentado, que el
opio es, o puede ser, causa de embriaguez. Ahora bien, lector, puedes
estar seguro, meo periculo,
que ninguna cantidad de opio embriagó ni puede embriagar nunca a
nadie. En cuanto a la tintura de opio (comúnmente llamada láudano)
eso sí que puede embriagar, ciertamente, si alguien tiene bastante
resistencia como para bebería en cantidades suficientes; ¿por qué?
Por la cantidad de alcohol y no por el opio que contiene. En cambio
afirmo de modo perentorio que el opio crudo no puede producir en
absoluto ningún estado corporal que se parezca remotamente al que
produce el alcohol: es incapaz de ello no sólo en cuanto al grado
sino también en cuanto a la clase de los efectos: lo que difiere no
es sólo la cantidad sino sobre todo la calidad. El placer que da el
vino va siempre en aumento y tiende a una crisis, pasada la cual
declina; el del opio, una vez generado, se mantiene estacionario
durante ocho o diez horas; el primero, según la distinción técnica
utilizada en medicina, es un placer agudo, el segundo es crónico; el
primero es una llama, el otro un resplandor constante y uniforme.
Pero la diferencia principal estriba en esto, que mientras el vino
desordena las facultades mentales, el opio, por el contrario (si se
toma de manera apropiada), introduce en ellas el orden, legislación
y armonía más exquisitos. El vino roba alj hombre el dominio de sí
mismo; el opio, en gran medida, lo fortalece. El vino perturba y
oscurece el juicio y da una claridad sobrenatural y una exaltación
muy vívida a los desprecios y admiraciones, amores y odios de
bebedor; el opio, en cambio, imparte serenidad y armonía a todas las
facultades, sean activas o pasivas, y con respecto al carácter, y
los sentimientos morales en general, comunica tan sólo esa especie
de calor vital que la razón aprueba y que probablemente acompañó
siempre a toda constitución dotada de una salud primitiva y
antediluviana. El opio, al igual que el vino, acrece en el corazón
los afectos más benignos, pero con esta diferencia notable, que la
súbita expansión de la cordialidad que acompaña a la embriaguez es
siempre más o menos sensiblera, lo cual la expone al menosprecio de
los espectadores. Aquí será el estrecharse la mano, el jurarse
amistad eterna y el echarse a llorar, aunque nadie sepa por qué: el
predominio de la criatura sensual es evidente. En cambio, la
expansión de los sentimientos benévolos característica del opio no
es un acceso febril, sino una saludable restauración al estado que
la mente recobra de modo natural al suspenderse cualquier honda
irritación de dolor que altere y contrarreste los impulsos de un
corazón de por sí justo y bueno. Cierto es que también el vino, en
algunas personas y hasta cierto punto, tiende a exaltar y fortalecer
la inteligencia; yo mismo, que nunca he sido gran bebedor de vino,
encontraba que media docena de vasos afectaban para bien mis
facultades, aclaraban e intensificaban la sensibilidad y daban a la
mente la sensación de ser «ponderibus librata suis»: y sin duda es
absurdo decir, como en la expresión popular inglesa, que alguien
está disfrazado
por el vino cuando, por ell contrario, la mayoría de los hombres
están disfrazados por la sobriedad y sólo al beber muestran su
verdadero carácter, (texto griego) (como dice el viejo caballero de
Ateneo) lo cual seguramente no es difrazarse. Pero el vino suele
llevar al borde del desvarío y la extravagancia y, pasado cierto
límite, volatiliza y dispersa las energías intelectuales, mientras
que el opio parece siempre sosegar lo que estaba agitado y concentrar
lo discorde. En suma, para decirlo todo en una palabra, el hombre que
está embriagado o que tiende a la embriaguez se halla, y siente que
se halla, en unas condición que favorece la supremacía de la parte
meramente humana, y a menudo brutal, de su naturaleza, en tanto que
el comedor de opio (hablo de aquel que no sufre de ninguna enfermedad
ni de otros efectos remotos del opio) siente que en él predomina la
parte más divina de su naturaleza: los afectos morales se encuentran
en un estado de límpida serenidad y sobre todas las cosas se dilata
la gran luz del intelecto majestuoso.
1
Φιλον υπνη θελyητρον επικουρον νοσον.
2
ηδυ δουλευμα. EURIP. Orest.
3
αναξανδρων ’Αyαμεμνων.
4
ομμα θεισ’ ειτω
πεπλων. El
conocedor de los clásicos sabe que en todo este pasaje me refiero a
las primeras escenas de Orestes, una de las más bellas exposiciones
de los efectos familiares que ofrecen los dramas de Eurípides. Tal
vez sea preciso advertir al lector inglés que, al comenzar el
drama, la situación es la de la de un hermano a quien sólo asiste
su hermana mientras dura la posesión demoníaca de una conciencia
afligida (o, en la mitología de la pieza, mientras lo asedian las
furias) en circunstancias de inminente peligro a causa de sus
enemigos y del abandono o indiferencia de quienes eran amigos tan
sólo de nombre.
5
Se esfumó:
esta manera de retirarse de la escena de la vida parece haber sido
muy conocida en el siglo xvn, aunque entonces se consideraba como un
j privilegio privativo de la sangre real y en modo alguno permitido
a los boticarios. En efecto, alrededor del año 1686, un poeta de
nombre más bien ominoso (que, dicho sea de paso, hizo entera
justicia a su nombre) i.e. el Sr. Flat-man,
al hablar de la muerte de Carlos II, expresa su sorpresa ante el
hecho de que un príncipe cometa un acto tan absurdo como morir, y
añade:
Desdeñen
morir los reyes, sólo desaparezcan.
o
sea, que deben fugarse sigilosamente al otro mundo.
6
Se diría,
no obstante, que últimamente la gente más enterada abriga ciertas
dudas al respecto, ya que en una edición pirata de la Medicina
Doméstica,
de Buchan, vista una vez en manos de la mujer de un agricultor que
la consultaba por cuestiones de salud, se hace decir al doctor:
«Póngase especial cuidado en no tomar nunca más de veinticinco
onzas
de láudano al mismo tiempo.» Lo más probable es que el texto
original dijera veinticinco gotas, que equivalen a alrededor de un
gramo de opio crudo.