José
Agustín
nació en Acapulco en 1944. Poco menos de dos décadas más tarde
comenzó a publicar, colocándose a la vanguardia de su generación.
Fue miembro del taller literario de Juan José Arreola, quien le
publicó su primera novela,
La tumba,
en 1964. Ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores y de las
fundaciones Fulbright y Guggenheim. Ha escrito teatro y guión
cinematográfico, ámbito en el que dirigió diversos proyectos.
Entre sus obras destacan
De perfil
(1966), Inventando
que sueño
(1968),
Se está haciendo tarde (final en laguna)
(1973, premio Dos Océanos del Festival de Biarritz, Francia),
El rey se acerca a su templo
(1976),
Ciudades desiertas (1984,
premio de Narrativa Colima),
Cerca del fuego
(1986),
El rock de la cárcel
(1986),
No hay censura
(1988),
La miel derramada
(1992),
La panza del Tepozteco
(1993),
Dos horas de sol (1994),
La contracultura en México
(1996), Cuentos
completos
(2001),
Los grandes discos del rock
(2001),
Vida con mi viuda
(2004, premio Mazatlán de Literatura) y
Armablanca
(2006). Ha publicado ensayo y crónica histórica, destacando los
tres volúmenes de
Tragicomedia mexicana (1990,
1992, 1998).
La
tumba escrito por José Agustín en 1961 abre en México un nuevo
estilo narrativo, con una sensibilidad diferente y escritura
original. El escenario urbano, principalmente del Distrito Federal,
es descrito de manera novedosa junto a los personajes jóvenes que
representan las inquietudes y nuevas maneras de expresarse,
conviertiéndose en símbolos de la época.
En esta obra el autor narra la vida de un muchacho llamada Gabriel Guía, de clase media-alta y su manera de vivir, similar a la de muchos jóvenes contemporáneos, que se preguntan el sentido de su existencia
En esta obra el autor narra la vida de un muchacho llamada Gabriel Guía, de clase media-alta y su manera de vivir, similar a la de muchos jóvenes contemporáneos, que se preguntan el sentido de su existencia
LA TUMBA. FRAGMENTO.
A
Juan José Arreola
Miré
hacia el techo: un color liso, azul claro. Mi cuerpo se revolvía
bajo las sábanas. Lindo modo de despertar, pensé, viendo un techo
azul. Ya me gritaban que despertase y yo aún sentía la soñolencia
acuartelada en mis piernas.
Me
levanté para entrar en la regadera. El agua estaba más fría que
tibia, pero no lo suficiente para despertarme del todo. Al salir,
alcancé a ver, semioculto, el manojo de papeles donde había escrito
el cuento que pidió el profesor de literatura. Me acerqué para
hojearlo, buscando algún error, que a mi juicio no encontré. Sentí
verdadera satisfacción.
Al
ver el reloj, advertí lo tarde que era. Apresuradamente me vestí
para bajar al desayuno. Mordiscos a un pan, sorbos a la leche. Salir.
Mi coche, regalo paterno cuando cumplí quince años, me esperaba.
Subí en él, para dirigirme a la escuela.
Por
suerte, llegué a tiempo para la clase de francés. Me divertía
haciendo creer a la maestra que yo era un gran estudioso del idioma,
cuando en realidad lo hablaba desde antes. En clase, tras felicitar
mis adelantos, me exhortó a seguir esa línea progresiva
(sic),
pero un amigo mío, nuevo en la escuela, protestó:
-—¡Qué
gracia!
—¿Por
qué? —preguntó la maestra—, no es nada fácil aprender francés.
-—Pero
él ya lo habla.
—¿Es
verdad eso, Gabriel?
—Sí,
maestra.
Gran
revuelo. La maestra no lo podía creer, casi lloraba, balbuceando tan
solo:
—Regardez
l'enfant, quelle moque rie!
Mi
amigo se acercó, confuso, preguntando si había dicho alguna
idiotez, mas para su sorpresa, la única respuesta que obtuvo fue una
sonora carcajada. Al fin y al cabo, poco me importaba echar abajo mi
farsa con la francesita.
Salí
al corredor (aunque estaba más que prohibido), y al observar que se
acercaba el maestro de literatura, entré en el salón. El maestro
llegó, con su característico aire de Gran Dragón Bizco del
Ku-Klux-Klan, pidiendo el cuento que había encargado. Entregué el
mío al final, y como supuse, lo hojeó un poco antes de iniciar la
clase. Su cara no reflejó ninguna expresión al ver mi trabajo.
Al
terminar la clase, Dora se acercó con sus bromas estúpidas. Entre
otras cosas, decía:
—Verás
si no le digo al maestro que el cuento que presentaste es plagiado.
Contesté
que me importaba muy poco lo que contara, y comprendiendo que no
estaba de humor para sus bromas, se retiró.
En
la tarde, me encerré en mi cuarto para escribir el intrincado
conflicto de una niña de doce años enamorada de su primito, de
ocho. Pero aunque bregué por hacerlo, dormí pensando en qué me
había equivocado al escribir ese cuento.
En
mi sueño, Dora y el maestro de literatura, escondidos bajo el
escritorio, reían salvajemente al corear:
—Ahora
es tu turno, ven acá.
En
la siguiente clase de literatura, vi que Dora susurraba algo al
maestro y que después me miraba. Inmediatamente supe que Dora había
hecho cierto su chiste. A media clase, el maestro me dijo:
—Mira,
Gabriel, cuando no se tiene talento artístico, en especial para
escribir, es preferible no intentarlo.
—De
acuerdo, maestro, pero ¿eso en qué me concierne?
-—Es
penoso decirlo ante tus compañeros, mas tendré que hacerlo.
—Dígalo,
no se reprima.
—Después
de meditar
profundamente,
llegué a la conclusión de que no escribiste el cuento que has
entregado.
—Ah,
y ¿cómo llegó a esa sapientísima conclusión, mi muy estimado
maestro?
—Pues
al analizar tu trabajo, me di cuenta.
—¿Nada
más?
—Y
lo confirmé cuando me lo aseveró una de tus compañeritas.
—Dora,
para ser más precisos.
—Pues,
sí.
—Y,
¿de quién considera que plagié el cuento, profesor?
—Bueno,
tanto como plagiar, no; pero diría que se parece mucho a Chéjov.
—¿De
veras a Chéjov?
—Sí,
claro —aseguró, molesto.
—Pues
yo no diría, veredicto que jamás pensé que llegara a creer lo que
le dice cualquier niña estúpida.
—Luego,
entonces, ¿afirmas no haber, eh, plagiado, digamos, ese cuento?
—Por
supuesto, y lo demostraré en la próxima clase. Tendré muchísimo
gusto en traer las obras completas de Chéjov.
—Ojalá
lo hagas.
Salí
furioso de la escuela para ir, en el coche, hasta las afueras de la
ciudad. Quería calmarme. Esa Dora, me las pagará. Tenía deseos de
verla colgada en cualquiera de los árboles de por allí.
En
la siguiente clase, me presenté con las obras completas de Chéjov.
Pero, como era natural, el maestro no quiso dar su brazo a torcer y
afirmó que debía haberlo plagiado (ahora sí,
plagiado)
de otro escritor: no me consideraba capaz de escribir un cuento así.
Sus
palabras hicieron que mi ira se disipase para ceder lugar a la
satisfacción. Como elogio había estado complicado, pero a fin de
cuentas era un elogio a todo dar.
Comme
un fou il se croit Dieu, nous nous croyons mortels.
Delalande
En
aquel momento me dedicaba a silbar una tonadilla que había oído en
alguna parte. Estaba hundido en un sillón, en la biblioteca de mi
casa, viendo a mi padre platicar con el señor Obesodioso, que aparte
de mordiscar su puro, hablaba de política (mal).
Mi
padre me miraba, enérgico, exigiendo mi silencio, y como es natural,
no le hice caso. Tuvo que soportar mis silbidos combinados con la
insulsa plática de don Obesomartirizante.
Decidiendo
dejarlos por la paz, murmuré un con permiso que no contestaron, y
subí a mi recámara. El reloj marcaba las once y media: maldije por
levantarme tan temprano. Puesto un disco
(Lohengrin),
lo escuché mirando el proceso de las vueltas. Vueltas, vueltas. Las
di yo también. Al escucharse un clarín, me desplomé en la cama,
viendo el techo azul.
Mi
cuerpo se agitaba como un torrente. Todo era vueltas. En la lámpara
del techo se formó el rostro de Dora y eso detuvo el vértigo. Odié
a Dora, con deseos de despellejarla en vicia. No había logrado verla
desde el incidente con el maestro de literatura.
Me
sentí tonto al estar tirado en la cama a las once del día, mirando
el techo azul y
—¡Pensando
en esa perra!
Telefoneé
a Martín: no estaba, pero recordé que había ido a nadar a su casa
de campo. Tras tomar una chamarra roja y mi traje de baño, salí
apresuradamente.
Partí
a gran velocidad hacia las afueras del Distrito. Encendí la radio:
hablaban de Chéjov. Sonreí al pensar otra vez: ¡No está mal si
mis cuentos son confundidos con los de Chéjov!
La
gran recta de la carretera se perdía al dibujarse una curva a lo
lejos, en una colina. Un coche esport me retaba a correr. Hundí el
acelerador y el esport también lo hizo, pasándome. Sentí una furia
repentina al ver la mancha roja del auto frente a mí. El chofer
traía una gorrita a cuadros. Está sonriendo el maldito. Furioso,
proseguí la carrera con ardor. Había pasado la casa de Martín,
pero insistí en alcanzar al esport.
Llegamos
a la curva. El rival se mantenía adelante al dar la vuelta. Yo,
temiendo darla tan rápido, disminuí la velocidad. El esport no lo
hizo y la dio a todo vapor.
Un
estruendo resonó en mis oídos, mientras la llamarada surgía como
oración maléfica. Frené al momento para ir, a pie, hasta la curva.
El esport se había estrellado con un camión que transitaba en
sentido contrario. Una ligera sonrisa se dibujó en mi cara al
pensar: Eso mereces.
Di
media vuelta.
Al
llegar a casa de Martín, estacioné el coche y caminé hasta la
sala. Martín, preparando bebidas, alzó los ojos.
—¡Hola,
Chéjov!
—Detén
tu chiste, que no estoy dispuesto a soportarlo.
—Calmaos,
niñito.
—Es
que ya me cansó esa tonada.
—Pues
desahógate —y agregó, con aire de complicidad—: ahí está
Dora.
—¿Palabra?
—Yep.
¿Cómo te suena?
—Interesante.
—¿Qué
quieres beber?
—No
sé, cualquier cosa.
Con
un coctel en la mano, entré en un cuarto para ponerme el traje de
baño. Desde la ventana vi a Dora, nadando con los amigos,
aparentemente sin preocupaciones. Maldita esnob, pensé. Vestía un
diminuto bikini que le quedaba bien. Tras morder mis labios, aseguré
vengarme.
Salí
con lentitud de la casa y me detuve un momento en el jardín, en
pose. Ella, al verme, se volvió, aullando:
—¡Hooola,
Chéjov!
Saludé
a todos, incluyéndola, y sin más me tiré al agua. Dora también lo
hizo y nadamos el uno hacia el otro hasta encontrarnos en el centro
de la alberca. Éramos la expectación general. Todos habían dejado
de hablar y nos miraban. Por tercera vez, mis labios sintieron el
contacto de los dientes. Nos miramos. Ella tenía esa sonrisa
sarcástica (¿sardónica?) tan característica en su rostro.
—Nadas
bien, Chéjov.
—No
nado bien ni me llamo Chéjov, querida.
—¿Qué
te pasa? No juegues al enfadado.
—¿Me
crees enfadado?
—Pues,
viéndote ahora, sí.
—Y,
¿qué opinas de eso?
—Que
te ves graciosísimo.
—Mmmm...
Oye, permíteme hacer una pregunta con conmovedora ingenuidad.
—Di.
—¿Por
qué le armaste ese cuento al de literatura?
—Esa
clase es muy monótona, mi estimado Chejovín, necesitaba un poco de
emoción.
—Vaya...
—Además,
tú me dijiste niña estúpida.
—Pero
eso no está tan apartado de la realidad.
—Ahora
soy yo la del
vaya...
—Lo
cual me agrada.
—Entonces,
¿amigos?
—¿Qué
hemos dejado de serlo?
—No
sé, pero de cualquier manera es bueno ratificarlo.
—Sea.
Decidí
terminar esa húmeda conversación haciendo un guiño al nadar hacia
la orilla. Martín se acercó preguntando si había consumado mi
venganza. Le contesté que habíamos ratificado nuestra amistad.
—¡Caramba!
—rio—. ¡Ésa sí es venganza!
Cuando
se aburrieron de nadar, pasamos a la sala. Tras la repartición de
bebidas, se empezó a bailar. Yo tomé mi vaso, decidido a encerrarme
en un completo mutismo, pero no lo logré: Dora vino hacia mí,
riendo. Intercambiamos sandeces y nos levantamos para bailar. Una
ensordinada trompeta hacía un solo mientras nosotros nos
deslizábamos al compás del low-jazz. Dora había estado bebiendo y
cínicamente soltaba incongruencias y palabrotas. Realmente me
divertía, bailaba muy bien y su cuerpo era fuego. Al fin, rompió el
silencio.
—¿No
propones nada? —¿Eh?
—Que
si no propones nada, Chejovito.
—¿Yo?
No, no sé.
—Cómo
eres bruto. Toma un hectolitro de whisky y vamos al jardín.
Con
una botella birlada, salimos. El ocaso se mostraba esplendoroso y así
se lo hice saber. Ella rio.
—No
seas cursi, Chéjov.
Nos
sentamos tras unos arbustos, y bebiendo con rapidez pentatlónica,
inquirió:
—¿Así
vamos a estar? —¿Eh?
—¿Qué
demonios esperas para besarme?
Sintiéndome
humillado, respiré profundamente antes de rozar sus labios con
suavidad, con timidez. De nuevo soltó su carcajada y me besó con
ardor.
El
match duró poco. Yo sentía miedo. Algo inexplicable se apoderó de
mí. Aunque ése no era mi estreno, me sentía extraño a todo, sin
percibir nada y comportándome como idiota.
Dijo
que estaba imposible y que ya sería otra vez.
Cuando
volvimos a la sala, todos se retiraban. Dora cantó
La marsellesa
a tutti volumen. Le narré el incidente con el esport y comentó que
el estrellado debí ser yo, por imbecilito. Eso no me molestó, pues
era cierto. Y al llegar a la ciudad, dijo que la llevara directamente
a su casa, lo que tampoco me indignó, pero me hizo sentir humillado.
Me dijo adiós con sus carcajadas, y tambaleándose, entró en su
casa.
Su
risa estuvo en mi cabeza toda la noche.
Desperté
con los ojos anegados de lágrimas. No comprendí la razón, pero las
gotitas saladas escurrían. Estaba pesado y sin flexibilidad.
Nuevamente,
mi brumosa mirada vio primero el techo. El color azul permanecía.
Tuve una ligera esperanza de que se transformase en un tono malva, o
algo así. El azul se adueñaba de todo formando círculos a mi
alrededor. Debo estar mareado, pensé al levantarme; pero no lo
estaba.
Como
de costumbre, era tarde, y solo haciendo un considerable esfuerzo
quise apurarme para llegar a tiempo, pero no lo logré. (Rien, c'est
la chose qui vient.) Al estacionar el coche frente a la escuela,
tenía ya media hora de retardo. Sentado, con la mirada fija en el
volante, fingía reflexionar y llegué a la inexorable resolución de
no entrar a clases. Lentamente encendí el motor para salir sin
dirección fija, avanzando muy despacio. Un grito me hizo volver.
Dora me llamaba desde una esquina. Metí la reversa, dirigiéndome
hacia allá.
—No
seas flojín, Chéjov, entra a clases.
—Lo
mismo te digo.
Risas.
—¿Hacia
dónde te diriges?
—A
ninguna parte.
—Alors,
¿a dónde me llevarás?
—Al
diablo.
—Eres
imposible.
—Claro.
—¿Vamos
al drive-in?
—Vamos.
Fuente:
2010,
derechos de edición mundiales en lengua castellana: Random House
Mondadori, S. A. de C. V. Av. Homero núm. 544, colonia Chapultepec
Morales, Delegación Miguel Hidalgo, C.P. 11570, México, D.F.