sábado, 7 de julio de 2018

JOSÉ AGUSTÍN. LA TUMBA. NOVELA. LITERATURA DE RESCATE.


José Agustín nació en Acapulco en 1944. Poco menos de dos décadas más tarde comenzó a publicar, colocándose a la vanguardia de su generación. Fue miembro del taller literario de Juan José Arreola, quien le publicó su primera novela, La tumba, en 1964. Ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores y de las fundaciones Fulbright y Guggenheim. Ha escrito teatro y guión cinematográfico, ámbito en el que dirigió diversos proyectos. Entre sus obras destacan De perfil (1966), Inventando que sueño (1968), Se está haciendo tarde (final en laguna) (1973, premio Dos Océanos del Festival de Biarritz, Francia), El rey se acerca a su templo (1976), Ciudades desiertas (1984, premio de Narrativa Colima), Cerca del fuego (1986), El rock de la cárcel (1986), No hay censura (1988), La miel derramada (1992), La panza del Tepozteco (1993), Dos horas de sol (1994), La contracultura en México (1996), Cuentos completos (2001), Los grandes discos del rock (2001), Vida con mi viuda (2004, premio Mazatlán de Literatura) y Armablanca (2006). Ha publicado ensayo y crónica histórica, destacando los tres volúmenes de Tragicomedia mexicana (1990, 1992, 1998).
La tumba escrito por José Agustín en 1961 abre en México un nuevo estilo narrativo, con una sensibilidad diferente y escritura original. El escenario urbano, principalmente del Distrito Federal, es descrito de manera novedosa junto a los personajes jóvenes que representan las inquietudes y nuevas maneras de expresarse, conviertiéndose en símbolos de la época. 
En esta obra el autor narra la vida de un muchacho llamada Gabriel Guía, de clase media-alta y su manera de vivir, similar a la de muchos jóvenes contemporáneos, que se preguntan el sentido de su existencia 

LA TUMBA. FRAGMENTO.
A Juan José Arreola
Miré hacia el techo: un color liso, azul claro. Mi cuerpo se revolvía bajo las sábanas. Lindo modo de despertar, pensé, viendo un techo azul. Ya me gritaban que despertase y yo aún sentía la soñolencia acuartelada en mis piernas.
Me levanté para entrar en la regadera. El agua estaba más fría que tibia, pero no lo suficiente para despertarme del todo. Al salir, alcancé a ver, semioculto, el manojo de papeles donde había escrito el cuento que pidió el profesor de literatura. Me acerqué para hojearlo, buscando algún error, que a mi juicio no encontré. Sentí verdadera satisfacción.
Al ver el reloj, advertí lo tarde que era. Apresuradamente me vestí para bajar al desayuno. Mordiscos a un pan, sorbos a la leche. Salir. Mi coche, regalo paterno cuando cumplí quince años, me esperaba. Subí en él, para dirigirme a la escuela.
Por suerte, llegué a tiempo para la clase de francés. Me divertía haciendo creer a la maestra que yo era un gran estudioso del idioma, cuando en realidad lo hablaba desde antes. En clase, tras felicitar mis adelantos, me exhortó a seguir esa línea progresiva (sic), pero un amigo mío, nuevo en la escuela, protestó:
-—¡Qué gracia!
—¿Por qué? —preguntó la maestra—, no es nada fácil aprender francés.
-—Pero él ya lo habla.
—¿Es verdad eso, Gabriel?
—Sí, maestra.
Gran revuelo. La maestra no lo podía creer, casi lloraba, balbuceando tan solo:
—Regardez l'enfant, quelle moque rie!
Mi amigo se acercó, confuso, preguntando si había dicho alguna idiotez, mas para su sorpresa, la única respuesta que obtuvo fue una sonora carcajada. Al fin y al cabo, poco me importaba echar abajo mi farsa con la francesita.
Salí al corredor (aunque estaba más que prohibido), y al observar que se acercaba el maestro de literatura, entré en el salón. El maestro llegó, con su característico aire de Gran Dragón Bizco del Ku-Klux-Klan, pidiendo el cuento que había encargado. Entregué el mío al final, y como supuse, lo hojeó un poco antes de iniciar la clase. Su cara no reflejó ninguna expresión al ver mi trabajo.
Al terminar la clase, Dora se acercó con sus bromas estúpidas. Entre otras cosas, decía:
—Verás si no le digo al maestro que el cuento que presentaste es plagiado.
Contesté que me importaba muy poco lo que contara, y comprendiendo que no estaba de humor para sus bromas, se retiró.
En la tarde, me encerré en mi cuarto para escribir el intrincado conflicto de una niña de doce años enamorada de su primito, de ocho. Pero aunque bregué por hacerlo, dormí pensando en qué me había equivocado al escribir ese cuento.
En mi sueño, Dora y el maestro de literatura, escondidos bajo el escritorio, reían salvajemente al corear:
—Ahora es tu turno, ven acá.
En la siguiente clase de literatura, vi que Dora susurraba algo al maestro y que después me miraba. Inmediatamente supe que Dora había hecho cierto su chiste. A media clase, el maestro me dijo:
—Mira, Gabriel, cuando no se tiene talento artístico, en especial para escribir, es preferible no intentarlo.
—De acuerdo, maestro, pero ¿eso en qué me concierne?
-—Es penoso decirlo ante tus compañeros, mas tendré que hacerlo.
—Dígalo, no se reprima.
—Después de meditar profundamente, llegué a la conclusión de que no escribiste el cuento que has entregado.
—Ah, y ¿cómo llegó a esa sapientísima conclusión, mi muy estimado maestro?
—Pues al analizar tu trabajo, me di cuenta.
—¿Nada más?
—Y lo confirmé cuando me lo aseveró una de tus compañeritas.
—Dora, para ser más precisos.
—Pues, sí.
—Y, ¿de quién considera que plagié el cuento, profesor?
—Bueno, tanto como plagiar, no; pero diría que se parece mucho a Chéjov.
—¿De veras a Chéjov?
—Sí, claro —aseguró, molesto.
—Pues yo no diría, veredicto que jamás pensé que llegara a creer lo que le dice cualquier niña estúpida.
—Luego, entonces, ¿afirmas no haber, eh, plagiado, digamos, ese cuento?
—Por supuesto, y lo demostraré en la próxima clase. Tendré muchísimo gusto en traer las obras completas de Chéjov.
—Ojalá lo hagas.
Salí furioso de la escuela para ir, en el coche, hasta las afueras de la ciudad. Quería calmarme. Esa Dora, me las pagará. Tenía deseos de verla colgada en cualquiera de los árboles de por allí.
En la siguiente clase, me presenté con las obras completas de Chéjov. Pero, como era natural, el maestro no quiso dar su brazo a torcer y afirmó que debía haberlo plagiado (ahora sí, plagiado) de otro escritor: no me consideraba capaz de escribir un cuento así.
Sus palabras hicieron que mi ira se disipase para ceder lugar a la satisfacción. Como elogio había estado complicado, pero a fin de cuentas era un elogio a todo dar.
Comme un fou il se croit Dieu, nous nous croyons mortels.


Delalande


En aquel momento me dedicaba a silbar una tonadilla que había oído en alguna parte. Estaba hundido en un sillón, en la biblioteca de mi casa, viendo a mi padre platicar con el señor Obesodioso, que aparte de mordiscar su puro, hablaba de política (mal).
Mi padre me miraba, enérgico, exigiendo mi silencio, y como es natural, no le hice caso. Tuvo que soportar mis silbidos combinados con la insulsa plática de don Obesomartirizante.
Decidiendo dejarlos por la paz, murmuré un con permiso que no contestaron, y subí a mi recámara. El reloj marcaba las once y media: maldije por levantarme tan temprano. Puesto un disco (Lohengrin), lo escuché mirando el proceso de las vueltas. Vueltas, vueltas. Las di yo también. Al escucharse un clarín, me desplomé en la cama, viendo el techo azul.
Mi cuerpo se agitaba como un torrente. Todo era vueltas. En la lámpara del techo se formó el rostro de Dora y eso detuvo el vértigo. Odié a Dora, con deseos de despellejarla en vicia. No había logrado verla desde el incidente con el maestro de literatura.
Me sentí tonto al estar tirado en la cama a las once del día, mirando el techo azul y
—¡Pensando en esa perra!
Telefoneé a Martín: no estaba, pero recordé que había ido a nadar a su casa de campo. Tras tomar una chamarra roja y mi traje de baño, salí apresuradamente.
Partí a gran velocidad hacia las afueras del Distrito. Encendí la radio: hablaban de Chéjov. Sonreí al pensar otra vez: ¡No está mal si mis cuentos son confundidos con los de Chéjov!
La gran recta de la carretera se perdía al dibujarse una curva a lo lejos, en una colina. Un coche esport me retaba a correr. Hundí el acelerador y el esport también lo hizo, pasándome. Sentí una furia repentina al ver la mancha roja del auto frente a mí. El chofer traía una gorrita a cuadros. Está sonriendo el maldito. Furioso, proseguí la carrera con ardor. Había pasado la casa de Martín, pero insistí en alcanzar al esport.
Llegamos a la curva. El rival se mantenía adelante al dar la vuelta. Yo, temiendo darla tan rápido, disminuí la velocidad. El esport no lo hizo y la dio a todo vapor.
Un estruendo resonó en mis oídos, mientras la llamarada surgía como oración maléfica. Frené al momento para ir, a pie, hasta la curva. El esport se había estrellado con un camión que transitaba en sentido contrario. Una ligera sonrisa se dibujó en mi cara al pensar: Eso mereces.
Di media vuelta.
Al llegar a casa de Martín, estacioné el coche y caminé hasta la sala. Martín, preparando bebidas, alzó los ojos.
—¡Hola, Chéjov!
—Detén tu chiste, que no estoy dispuesto a soportarlo.
—Calmaos, niñito.
—Es que ya me cansó esa tonada.
—Pues desahógate —y agregó, con aire de complicidad—: ahí está Dora.
—¿Palabra?
—Yep. ¿Cómo te suena?
—Interesante.
—¿Qué quieres beber?
—No sé, cualquier cosa.
Con un coctel en la mano, entré en un cuarto para ponerme el traje de baño. Desde la ventana vi a Dora, nadando con los amigos, aparentemente sin preocupaciones. Maldita esnob, pensé. Vestía un diminuto bikini que le quedaba bien. Tras morder mis labios, aseguré vengarme.
Salí con lentitud de la casa y me detuve un momento en el jardín, en pose. Ella, al verme, se volvió, aullando:
—¡Hooola, Chéjov!
Saludé a todos, incluyéndola, y sin más me tiré al agua. Dora también lo hizo y nadamos el uno hacia el otro hasta encontrarnos en el centro de la alberca. Éramos la expectación general. Todos habían dejado de hablar y nos miraban. Por tercera vez, mis labios sintieron el contacto de los dientes. Nos miramos. Ella tenía esa sonrisa sarcástica (¿sardónica?) tan característica en su rostro.
—Nadas bien, Chéjov.
—No nado bien ni me llamo Chéjov, querida.
—¿Qué te pasa? No juegues al enfadado.
—¿Me crees enfadado?
—Pues, viéndote ahora, sí.
—Y, ¿qué opinas de eso?
—Que te ves graciosísimo.


—Mmmm... Oye, permíteme hacer una pregunta con conmovedora ingenuidad.
—Di.


—¿Por qué le armaste ese cuento al de literatura?


—Esa clase es muy monótona, mi estimado Chejovín, necesitaba un poco de emoción.
—Vaya...
—Además, tú me dijiste niña estúpida.
—Pero eso no está tan apartado de la realidad.
—Ahora soy yo la del vaya...
—Lo cual me agrada.
—Entonces, ¿amigos?
—¿Qué hemos dejado de serlo?


—No sé, pero de cualquier manera es bueno ratificarlo.
—Sea.
Decidí terminar esa húmeda conversación haciendo un guiño al nadar hacia la orilla. Martín se acercó preguntando si había consumado mi venganza. Le contesté que habíamos ratificado nuestra amistad.
—¡Caramba! —rio—. ¡Ésa sí es venganza!
Cuando se aburrieron de nadar, pasamos a la sala. Tras la repartición de bebidas, se empezó a bailar. Yo tomé mi vaso, decidido a encerrarme en un completo mutismo, pero no lo logré: Dora vino hacia mí, riendo. Intercambiamos sandeces y nos levantamos para bailar. Una ensordinada trompeta hacía un solo mientras nosotros nos deslizábamos al compás del low-jazz. Dora había estado bebiendo y cínicamente soltaba incongruencias y palabrotas. Realmente me divertía, bailaba muy bien y su cuerpo era fuego. Al fin, rompió el silencio.
—¿No propones nada? —¿Eh?


—Que si no propones nada, Chejovito.
—¿Yo? No, no sé.
—Cómo eres bruto. Toma un hectolitro de whisky y vamos al jardín.
Con una botella birlada, salimos. El ocaso se mostraba esplendoroso y así se lo hice saber. Ella rio.
—No seas cursi, Chéjov.
Nos sentamos tras unos arbustos, y bebiendo con rapidez pentatlónica, inquirió:
—¿Así vamos a estar? —¿Eh?


—¿Qué demonios esperas para besarme?
Sintiéndome humillado, respiré profundamente antes de rozar sus labios con suavidad, con timidez. De nuevo soltó su carcajada y me besó con ardor.
El match duró poco. Yo sentía miedo. Algo inexplicable se apoderó de mí. Aunque ése no era mi estreno, me sentía extraño a todo, sin percibir nada y comportándome como idiota.
Dijo que estaba imposible y que ya sería otra vez.
Cuando volvimos a la sala, todos se retiraban. Dora cantó La marsellesa a tutti volumen. Le narré el incidente con el esport y comentó que el estrellado debí ser yo, por imbecilito. Eso no me molestó, pues era cierto. Y al llegar a la ciudad, dijo que la llevara directamente a su casa, lo que tampoco me indignó, pero me hizo sentir humillado. Me dijo adiós con sus carcajadas, y tambaleándose, entró en su casa.
Su risa estuvo en mi cabeza toda la noche.
Desperté con los ojos anegados de lágrimas. No comprendí la razón, pero las gotitas saladas escurrían. Estaba pesado y sin flexibilidad.
Nuevamente, mi brumosa mirada vio primero el techo. El color azul permanecía. Tuve una ligera esperanza de que se transformase en un tono malva, o algo así. El azul se adueñaba de todo formando círculos a mi alrededor. Debo estar mareado, pensé al levantarme; pero no lo estaba.
Como de costumbre, era tarde, y solo haciendo un considerable esfuerzo quise apurarme para llegar a tiempo, pero no lo logré. (Rien, c'est la chose qui vient.) Al estacionar el coche frente a la escuela, tenía ya media hora de retardo. Sentado, con la mirada fija en el volante, fingía reflexionar y llegué a la inexorable resolución de no entrar a clases. Lentamente encendí el motor para salir sin dirección fija, avanzando muy despacio. Un grito me hizo volver. Dora me llamaba desde una esquina. Metí la reversa, dirigiéndome hacia allá.
—No seas flojín, Chéjov, entra a clases.
—Lo mismo te digo.
Risas.
—¿Hacia dónde te diriges?
—A ninguna parte.
—Alors, ¿a dónde me llevarás?
—Al diablo.
—Eres imposible.
—Claro.
—¿Vamos al drive-in?
—Vamos.
Fuente:
2010, derechos de edición mundiales en lengua castellana: Random House Mondadori, S. A. de C. V. Av. Homero núm. 544, colonia Chapultepec Morales, Delegación Miguel Hidalgo, C.P. 11570, México, D.F.

jueves, 5 de julio de 2018

H E N R I M I C H A U X LA VIDA EN LOS PLIEGUES. (Fragmento).


LITERATURA DE RESCATE.
H E N R I M I C H A U X

LA VIDA

EN LOS PLIEGUES

LIBERTAD DE ACCIÓN
LA SESIÓN DE BOLSA
Escupo sobre mi vida. Me desolarizo en ella ¡
¿Quién no es mejor que su vida?
La cosa empezó cuando era niño. Había un gran adulto
Inoportuno.
¿Cómo vengarme de él? Lo puse én una bolsa. Allí
podía golpearlo n mi antojó. Gritaba, pero yo me hacía
el sordo. No era Interesante.
Conservé cuidadosamente esa costumbre de mi infancia. Desconfiaba de las posibilidades de intervención que
uno adquiere al volverse adulto, además de que éstas
no llegan lejos.
A quien está en la cama no se le ofrece una silla. *
Esta costumbre, he dicho, la conservé justamente, y
hasta hoy la mantuve en secreto. Era más seguro.



Su inconveniente —puesto que hay uno— es que gra*
cías a ella soporto a gente imposible con demasiada facilidad.
Sé que los espero en la bolsa. Eso es lo que da una
maravillosa .paciencia.
A propósito, dejo durar situaciones ridiculas y demorarse a los que no me dejan vivir
La dicha que me ocasionaría ponerlos de patitas en
la calle en realidad es contenida en el momento de la
acción por las delicias incomparablemente mayores de
tenerlos próximamente en la bolsa.- En la bolsa donde
los muelo a palos impunemente y con un ardor que
cansaría a diez hombres robustos que se turnaran metó­
dicamente.
Sin este artecito de mi propiedad, ¿cómo habría pasado mi vida desalentadora, a menudo pobre, siempre
agobiado por los demás?
¿Cómo habría podido continuarla, decenas de años a
través de tantos sinsabores, bajo tantos amos, próximos
o lejanos, bajo dos guerras, dos largas ocupaciones por

un pueblo en armas y que cree en las cosas inmutables,
bajo otros innumerables enemigos?
Pero la costumbre liberadora me salvó. Cierto es que
por un pelo, y resistí a la desesperación que al parecer
no iba a dejarme nada. Mediocres, pelmas, una bestia
de la que habria podido deshacerme cien veces, me los
guardaba para la sesión de bolsa.


LAS GANAS SATISFECHAS
No he hecho daño a nadie en la vida. Sólo tenía las
ganas. Pronto ya no tenía más. ganas. Había satisfecho
mis ganas.
En la vida uno nunca realiza lo que quiere. Por más
que con un asesinato feliz haya suprimido usted a sus
cinco enemigos, éstos todavía le crearán problemas. Y
eso es el colmo, proveniendo de muertos y para cuya
muerte uno se tomó tanto trabajo. Además, en la ejecución siempre hay algo que no estuvo perfecto, en cambio
a mi manera puedo matarlos dos veces, veinte veces y
más. Cada vez, el mismo hombre me entrega su jeta
aborrecida que le hundiré en los hombros hasta que
muera, y, una vez consumada dicha muerte y ya frío
el hombre, si me molestó un detalle, acto seguido lo
levanto y lo vuelvo a asesinar con los retoques apropiados.



Por eso en lo real, como se dice, no hago daño a nadie;
ni siquiera a mis enemigos.
Los guardo para mi espectáculo, donde, con el cuidado
y el desinterés deseado (sin el cual no existe el arte)
y con las correcciones y ensayos convenientes, les ajusto las cuentas.
Por eso, muy poca gente tuvo que quejarse de mí, a
menos que hayan venido groseramente a ponerse en mi
camino. Y aún así
Vaciado periódicamente de su malevolencia, mi corazón se abre a la bondad, y casi sería posible confiarme
a una niñita durante algunas horas. Sin duda, no le
sucedería nada enojoso. ¿Quién sabe? hasta me dejaría con pesar


LA BODEGA DE LOS SALCHICHONES
Me encanta amasar
Te agarro un mariscal y te lo trituro de tal modo que
pierde la mitad de sus sentidos, pierde su nariz en cuyo
olfato creía y hasta su mano, que no podrá llevar más
a su quepis, ni siquiera si todo un cuerpo de ejército
fuera a saludarlo.
Sí, por trituraciones sucesivas, lo reduzco, lo reduzco,
salchichón en adelante incapaz de intervención.
Y no me contento con los mariscales. En mi bodega
tengo una cantidad de salchichones que en otros tiempos
fueron personajes considerables, y aparentemente fuera
de mi alcance.
Pero mi infalible instinto de júbilo venció las dificultades.
Si luego todavía hacen algún escándalo, realmente no
es culpa mía. No hubieran podido ser más amasados.


L I B E R T A D DE A C C I O N 13
Me aseguran que algunos siguen agitándose. Los diarios
lo imprimen. ¿Es real? ¿Cómo lo seria? Están enrollados.
El resto es un epifenómeno como se lo encuentra en la
naturaleza, suerte de misterio del orden de los reflejos y
las exhalaciones y cuya importancia no haría faltar exagerar. No, no hace falta.
En mi bodega yacen, en profundo silencio.

LA HONDA DE HOMBRES
También tengo mi honda de hombres. Se los.puede lanzar lejos, muy lejos. Hay que saber agarrarlos. -
No obstante, difícilmente se los lanza bastante lejos.
A decir verdad nunca se los lanza bastante lejos. Vuelven cuarenta años después a veces, cuando uno por fin
se creía tranquilo, mientras que ellos lo están, volviendo
con el paso regular del que no se apura, que se habría
encontrado allí hace cinco minutos todavía y para volver
inmediatamente después.

Fuente:

H E N R I M I C H A U X

LA VIDA

EN LOS PLIEGUES

traducción de
Vieron G o l d s t e i n
§ f
Ediciones Librerías Fausto
;
Título del original francés
L a VIE DANS LES PLIS
Éditions Gallimard
D iseño de la tapa
O s c a r D íaz
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723
© by e d ic io n e s l i b r e r í a s f a u s t o Buenos Aires - 1976
Impreso en la Argentina Printed in Argentina

PIO BAROJA. (FRAGMENTO. NOVELA. AURORA ROJA).



La Lucha Por La Vida III



Prólogo.

Cómo Juan dejó de ser seminarista.

Habían salido los dos muchachos a pasear por los alrededores del pueblo, y a la vuelta, sentados en un pretil del camino cambiaban a largos intervalos alguna frase indiferente.
Era uno de los mozos alto, fuerte, de ojos grises y expresión jovial; el otro, bajo, raquítico, de cara manchada de roséolas y de mirar adusto y un tanto sombrío.
Los dos, vestidos de negro, imberbe el uno, rasurado el otro, tenían aire de seminaristas; el alto, grababa con el cortaplumas en la corteza de una vara una porción de dibujos y de adornos; el otro, con las manos en las rodillas en actitud melancólica, contemplaba, entre absorto y distraído, el paisaje.
El día era de otoño, húmedo, triste. A lo lejos, asentada sobre una colina, se divisaba la aldea con sus casas negruzcas y sus torres más negras aún. En el cielo gris, como lámina mate de acero, subían despacio las tenues columnas de humo de las chimeneas del pueblo. El aire estaba silencioso; el río, escondido tras del boscaje, resonaba vagamente en la soledad.
Se oía el tintineo de las esquilas y un lejano tañer de campana. De pronto resonó el silbido del tren; luego, se vio aparecer una blanca humareda entre los árboles, que pronto se convirtió en neblina suave.
-Vámonos ya -dijo el más alto de los mozos.
-Vamos -repuso el otro.
Se levantaron del pretil del camino, en donde estaban sentados, y comenzaron a andar en dirección del pueblo.
Una niebla vaga y melancólica comenzaba a cubrir el campo. La carretera, como cinta violácea, manchada por el amarillo y el rojo de las hojas muertas, corría entre los altos árboles, desnudos por el otoño, hasta perderse a lo lejos, ondulando en una extensa curva. Las ráfagas de aire hacían desprenderse de las ramas a las hojas secas, que correteaban por el camino.
-Pasado mañana ya estaremos allí -dijo el mocetón alegremente.
-Quién sabe -replicó el otro.
-¿Cómo, quién sabe? Yo lo sé, y tú, también.
-Tú sabrás que vas a ir; yo, en cambio, sé que no voy.
-¿Que no vas?
-No.
-¿Y por qué?
-Porque estoy decidido a no ser cura.
Tiró el mozo al suelo la vara que había labrado, y quedó contemplando a su amigo con extrañeza.
-¡Pero tú estás loco, Juan!
-No; no estoy loco, Martín.
-¿No piensas volver al seminario?
-No.
-¿Y qué vas a hacer?
-Cualquier cosa. Todo menos ser cura; no tengo vocación.
-¡Toma! ¡Vocación!, ¡vocación! Tampoco la tengo yo.
-Es que yo no creo en nada.
El buen mozo se encogió de hombros cándidamente.
-Y el padre Pulpon, ¿cree en algo?
-Es que el padre Pulpon es un bandido, un embaucador -dijo el más bajo de los dos con vehemencia-, y yo no quiero engañar a la gente, como él.
-Pero hay que vivir, chico. Si yo tuviera dinero, ¿me haría cura? No; me iría al campo y viviría la vida rústica, y trabajaría la tierra con mis propios bueyes, como dice Horacio: Paterna rura bobis, exercet suis; pero no tengo un cuarto, y mi madre y mis hermanas están esperando a que acabe la carrera. ¿Y qué voy a hacer? Lo que harás tú también.
-No; yo no. Tengo la decisión firme, inquebrantable, de no volver al seminario.
-¿Y cómo vas a vivir?
-No sé; el mundo es grande.
-Eso es una niñada. Tú estás bien, tienes una beca en el seminario. No tienes familia. Los profesores han sido buenos para ti..., podrás doctorarte..., podrás predicar..., ser canónigo..., quizá obispo.
-Aunque me prometieran que había de ser Papa no volvería al seminario.
-Pero ¿por qué?
-Porque no creo; porque ya no creo; porque no creeré ya más.
Calló Juan y calló su compañero, y siguieron caminando uno junto a otro.
La noche se entraba a más andar, y los dos muchachos apresuraron el paso. El mayor, después de un largo momento de silencio, dijo:
-¡Bah!... Cambiarás de parecer.
La lucha por la vida III. Aurora roja
-Nunca.
-Apuesto cualquier cosa a que eso que me dijiste del padre Pulpon te ha hecho decidirte.
-No; todo eso ha ido soliviantándome; he visto las porquerías que hay en el seminario; al principio lo que vi, me asombró y me dio asco; luego, me lo he explicado todo. No es que los curas son malos; es que la religión es mala.
-Tú no sabes lo que dices, Juan.
-Cree lo que quieras. Yo estoy convencido; la religión es mala, porque es mentira.
-Chico, me asombra oírte. Yo que te creía casi un santo. ¡Tú, el mejor discípulo del curso! ¡El único que tenía verdadera fe, como decía el padre Modesto!
-El padre Modesto es un hombre de buen corazón, pero es un alucinado.
-¿Tampoco crees en él? Pero ¿cómo has cambiado de ese modo?
-Pensando, chico. Yo mismo no me he dado cuenta de ello. Cuando comencé a estudiar el cuarto año con don Tirso Pulpon todavía tenía alguna fe. Aquel año fue el del escándalo que dio el padre Pulpon con uno de los chicos del primer curso, y, te digo la verdad, para mí, fue como si me hubiesen dado una bofetada. Al mismo tiempo que con don Tirso, estudiaba con el padre Belda, que, como dice el lectoral, es un ignorante profeso. El padre Belda le odia al padre Pulpon, porque Pulpon sabe más que él, y encargó a otro chico y a mí que nos enteráramos de lo que había pasado. Aquello fue como meterse en una letrina. ¡Yo, qué había de sospechar lo que pasaba! No sé si tú lo sabrás; pero si no lo sabes, te lo digo: el seminario es una porquería completa.
-Sí, ya lo sé.
-Un horror. Desde que me enteré de estas cosas, no sé lo que me pasó, al principio sentí asombro; luego, una gran indignación contra toda esa tropa de curas viciosos que desacreditan su ministerio. Luego leí libros, y pensé y sufrí mucho, y desde entonces ya no creo.
-¿Libros prohibidos?
-Sí.
-Últimamente, en la época de los exámenes dibujé una caricatura brutal, horrorosa, del padre Pulpon, y algún amiguito suyo se la entregó.
Estábamos a la puerta del seminario hablando, cuando se presentó él:
«Quién ha hecho esto?», dijo, enseñando el dibujo. Todos se callaron; yo me quedé parado. «¿Lo has hecho tú?», me preguntó. «Sí, señor». «Bien, ya tendremos tiempo de vernos». Te digo que con esa amenaza los primeros días que estuve aquí no podía ni dormir. Estuve pensando una porción de cosas para sustraerme a su venganza, hasta que se me ocurrió que lo más sencillo era no volver al seminario.
-Yesos libros que has leído, ¿qué dicen?
-Explican cómo es la vida, la verdadera vida, que nosotros no conocemos.
-¡Malhaya ellos! ¿Cómo se llaman esos libros?
-El primero que leí fue Los Misterios de París; después, El judío errante y Los Miserables.
-¿Son de Voltaire?
-No.
Martín sentía una gran curiosidad por saber qué decían aquellos libros.
-¿Dirán barbaridades?
-No.
-¡Cuenta! ¡Cuenta!
En Juan habían hecho las lecturas una impresión tan fuerte, que recordaba todo con los más insignificantes detalles. Comenzó a narrar lo que pasaba en Los Misterios de París, y no olvidó nada; parecía haber vivido con el Churiador y la Lechuza, con el Maestro de Escuela, el príncipe Rodolfo y Flor de María; los presentaba a todos con sus rasgos característicos.
Martín escuchaba absorto; la idea de que aquello estaba prohibido por la Iglesia, le daba mayor atractivo; luego, el humanitarismo declamador y enfático del autor, encontraba en Juan un propagandista entusiasta.
Ya había cerrado la noche. Comenzaron los dos seminaristas a cruzar el puente. El río, turbio, rápido, de color de cieno, pasaba murmurando por debajo de las fuertes arcadas, y más allá, desde una alta presa cercana, se derrumbaba con estruendo, mostrando sobre su lomo haces de cañas y montones de ramas secas.
Y mientras caminaban por las calles del pueblo, Juan seguía contando.
La luz eléctrica brillaba en las vetustas casas, sobre los pisos principales, ventrudos y salientes, debajo de los aleros torcidos, iluminando el agua negra de la alcantarilla que corría por en medio del barro. Y el uno contando y el otro oyendo, recorrieron callejas tortuosas, pasadizos siniestros, negras encrucijadas...
Tras de los héroes de Eugenio Sué, fueron desfilando los de Víctor Hugo, monseñor Bienvenido, Juan Valjean, Javert, Gavroche, Fantina, los estudiantes y los bandidos de Patron Minette.
Toda esta fauna monstruosa bailaba ante los ojos de Martín una terrible danza macabra.
-Después de esto -terminó diciendo Juan- he leído los libros de Marco Aurelio y los Comentarios, de César, y he aprendido lo que es la vida.
-Nosotros no vivimos -murmuró con cierta melancolía Martín-. Es verdad; no vivimos.
Luego, sintiéndose seminarista, añadió:
La lucha por la vida III. Aurora roja
-Pero, bueno; ¿tú crees que habrá ahora en el mundo un metafísico como santo Tomás?
-Sí -afirmó categóricamente Juan.
-¿Y un poeta como Horacio?
-También.
-Y entonces, ¿por qué no los conocemos?
-Porque no quieren que los conozcamos. ¿Cuánto tiempo hace que escribió Horacio? Hace cerca de dos mil años; pues, bien, los Horacios de ahora se conocerán en los seminarios dentro de dos mil años. Aunque dentro de dos mil años ya no habrá seminarios.
Esta conjetura, un tanto audaz, dejó a Martín pensativo. Era, sin duda, muy posible lo que Juan decía; tales podían ser las mudanzas y truecos de las cosas.
Se detuvieron los dos amigos un momento en la plaza de la iglesia, cuyo empedrado de guijarros manchaba a trozos la hierba verde. La pálida luz eléctrica brillaba en los negros paredones de piedra, en los saledizos, entre los lambrequines, cintas y penachos de los escudos labrados en los chaflanes de las casas.
-¡Eres muy valiente, Juan! -murmuró Martín.
-¡Bah!
-Sí, muy valiente.
Sonaron las horas en el reloj de la iglesia.
-Son las ocho -dijo Juan-; me voy a casa. Tú mañana te vas, ¿eh?
-Sí; ¿quieres algo para allá?
-Nada. Si te preguntan por mí, dices que no me has visto.
-¿Pero es tu última resolución?
-La última.
-¿Por qué no esperar?
-No. Me he decidido ya a no retroceder nunca.
-Entonces, ¿hasta cuando?
-No sé...; pero creo que nos volveremos a ver alguna vez. ¡Adiós!
-Adiós; me alegraré que te vaya bien por esos mundos.
Se dieron la mano. Juan salió por detrás de la iglesia al ejido del pueblo, en donde había una gran cruz; luego bajó hacia el puente. Martín entró por una tortuosa callejuela, un tanto melancólico. Aquella rápida visión de una vida intensa le había turbado el ánimo.
Juan, en cambio, marchaba alegre y decidido. Tomó el camino de la estación, que era el suyo. Una calma profunda envolvía el campo; la luna brillaba en el cielo; una niebla azul se levantaba sobre la tierra húmeda, y en el silencio de la noche apacible, sólo se oía el estruendo de las aguas tumultuosas del río al derrumbarse desde la presa.
Pronto vio Juan a lo lejos brillar entre la bruma un foco eléctrico. Era de la estación. Estaba desierta; entró Juan en una oscura sala ocupada por fardos y pellejos. Andaba por allí un hombre con una linterna.
-¿Eres tú? -le dijo a Juan.
-Sí.
-¿Qué has hecho que has venido tan tarde?
-He estado despidiéndome de la gente.
-Bueno; ya tienes preparado tu equipaje. ¿A qué hora vas a salir?
-Ahora mismo.
-Está bien.
Juan entró en la casa de su tío, y luego en su cuarto; tomó un saco de viaje y un morralillo, y salió al andén. Se oyó el timbre anunciando la salida del tren de la estación inmediata; poco después, un lejano silbido.
La locomotora avanzó, echando bocanadas de humo. Juan subió a un coche de tercera.
-Adiós, tío.
-Adiós, y recuerdos.
Echó a andar el tren por el campo oscuro, como si tuviera miedo de no llegar; a la media hora se detuvo en un apeadero desierto: un cobertizo de cinc con un banco y un farol. Juan cogió su equipaje y saltó del vagón.
El tren, inmediatamente, siguió su marcha. La noche estaba fría; la luna se había ocultado tras del lejano horizonte, y las estrellas temblaban en el alto cielo; cerca se oía el rumor confuso y persistente del río. Juan se acercó a la orilla y abrió su saco de viaje. Tanteando, encontró su manteo, su tricornio y la beca, los libros de texto y los apuntes. Volvió a meterlo todo, menos la ropa blanca, en el saco de viaje, e introdujo, además, dentro, una piedra; luego, haciendo un esfuerzo, tiró el bulto al agua, y el manteo, el tricornio, la beca, los apuntes, la metafísica y la teología fueron a parar al fondo del río. Hecho esto se alejó de allí, y tomó por la carretera. -¡Siempre adelante! -murmuró-. No hay que retroceder.
Toda la noche estuvo caminando sin encontrar a nadie; al amanecer se cruzó con una fila de carretas de bueyes, cargadas de madera aserrada y de haces de jara y de retama; por delante de cada yunta, con la aijada al hombro, marchaban mujeres, cubierta la cabeza con el refajo.
Se enteró Juan por ellas del camino que debía seguir, y cuando el sol comenzó a calentar, se tendió en la oquedad de una piedra, sobre las hojas secas. Se despertó al mediodía, comió un poco de pan, bebió agua en un arroyo, y, antes de comenzar la marcha, leyó un trozo de los Comentarios, de César.
Reconfortado su espíritu con la lectura, se levantó y siguió andando.
En la soledad, su espíritu atento encontró el campo lleno de interés. ¡Qué diversas formas! ¡Qué diversos matices de follaje presentaban los árboles! Unos, altos, robustos, valientes; otros, rechonchos, achaparrados; unos, todavía verdes; otros, amarillos; unos, rojos, de cobre; otros, desnudos de follaje, descarnados como esqueletos; cada uno de ellos, según su clase, tenía hasta un sonido distinto al ser azotado por el viento: unos temblaban con todas sus ramas, como un paralítico con todos sus miembros; otros doblaban su cuerpo en una solemne reverencia; algunos, rígidos e inmóviles, de hoja verde, perenne, apenas se estremecían con las ráfagas de aire. Luego el sol jugueteaba entre las hojas, y aquí blanqueaba y allí enrojecía, y en otras partes parecía abrir agujeros de luz entre las masas de follaje. ¡Qué enorme variedad! Juan sentía despertarse en su alma, ante el contacto de la Naturaleza, sentimientos de una dulzura infinita.
Pero no quería abandonarse a su sentimentalismo, y durante el día dos o tres veces leía en alta voz los Comentarios, de César, y esta lectura era para él una tonificación de la voluntad...
Una mañana cruzaba de prisa un húmedo helechal, cuando se le presentaron dos guardas armados de escopeta, seguidos de perros y de una bandada de chiquillos. Los perros husmearon entre las hierbas, aullando, pero no encontraron nada; uno de los muchachos dijo:
-Aquí hay sangre.
-Entonces alguien ha cobrado la pieza -exclamó uno de los guardas-.
Será éste -y abalanzándose a Juan le asió fuertemente del brazo-. ¿Tú has cogido una liebre muerta aquí?
-Yo, no -contestó Juan.
-Sí; tú la has cogido. Tráela -y el guarda le agarró a Juan de una oreja.
-Yo no he cogido nada. Suelte usted.
-Registradle.
El otro guarda le sacó el morral y lo abrió. No había nada.
-Entonces la has escondido —-dijo el primer guarda sujetándole a Juan del cuello-. Di, dónde está.
-Que digo que yo nada he cogido -exclamó Juan, sofocado y lleno de ira.
-Ya lo confesarás -murmuró el guarda, quitándose el cinturón y amenazándole con él.
Los chicos que acompañaban a los guardas en el ojeo rodearon a Juan, riéndose. Éste se preparó para la defensa. El guarda, algo asustado, se detuvo. En esto se acercó al grupo un señor, vestido de pana, con pantalón corto, polainas y sombrero ancho, blanco.
-¿Qué se hace? -gritó furioso-. Aquí estamos esperando. ¿Por qué no se sigue el ojeo?
El guarda explicó lo que pasaba.
-Darle una buena azotaina -dijo el señor.
Se iba a proceder a lo mandado, cuando un chico vino corriendo a decir que había pasado a campo traviesa un hombre escotero, con una liebre en la mano.
-Entonces, no era éste el ladrón. Vámonos.
-¡Por Cristo, que si alguna vez puedo -gritó Juan al guardame he de vengar cruelmente!
Corriendo, devorando lágrimas de rabia, atravesó el helechal, hasta salir al camino; no había andado cien pasos, cuando vio de pie, con la escopeta en la mano, al hombre vestido de cazador.
-No pases -le gritó éste.
-El camino es de todos -contestó Juan, y siguió andando.
-Que no pases, te digo.
Juan no hizo caso; adelantó con la cabeza erguida, sin mirar atrás. En esto sonó una detonación, y Juan sintió un dolor ligero en el hombro. Se llevó la mano por encima de la chaqueta y vio que tenía sangre.
-¡Canalla! ¡Bandido! -gritó.
-Te lo había dicho. Así aprenderás a obedecer -contestó el cazador.
Siguió Juan andando. El hombro le iba doliendo cada vez más.
Le quedaban todavía unos céntimos, y llamó en una ventana que encontró en el camino. Entró en el zaguán y contó lo que le había pasado.
La ventera le trajo un poco de agua para lavarse la herida, y después le llevó al pajar. Había allí otro hombre tendido, y, al oír quejarse a Juan, le preguntó lo que tenía. Se lo contó Juan, y el hombre dijo:
-Vamos a ver qué es eso.
Tomó el farol que había dejado la ventera en el dintel del pajar, y le reconoció la herida.
-Tienes tres perdigones. Descansa unos días, y se te curará esto.
Juan no pudo dormir con el dolor en toda la noche. A la mañana siguiente, al rayar el alba, se levantó y salió de la venta.
El hombre que dormía en el pajar le dijo:
-Pero ¿adónde vas?
-Adelante; no me paro por esto.
-¡Eres valiente! Vamos andando.
Tenía Juan el hombro hinchado y le dolía al andar; pero, después de una caminata de dos horas, ya no sintió el dolor. El hombre del pajar era un mendigo vagabundo.
Al cabo de un rato de marcha, le dijo a Juan:
-Siento que por mi causa te hayan jugado una mala partida.
-¿Por su causa? -preguntó Juan.
-Sí; yo me llevé la liebre. Pero hoy la comeremos los dos.
Efectivamente, al llegar al cauce de un río, el vagabundo encendió fuego y guisó un trozo de la liebre. La comieron los dos, y siguieron andando.
Cerca de una semana pasó Juan con el vagabundo. Era éste un tipo vulgar, mitad mendigo, mitad ladrón; poco inteligente, pero hábil. No tenía más que un sentimiento fuerte, el odio por el labrador, unido a un instinto antisocial enérgico. En un pueblo donde se celebraban ferias, el vagabundo, reunido con unos gitanos, desapareció con ellos.
Un día estaba Juan sentado en la hierba; al borde de un sendero, leyendo, cuando se le presentaron dos guardias civiles.
-¿Qué hace usted aquí? - le preguntó uno de ellos.
-Voy de camino.
-¿Tiene usted cédula?
-No, señor.
-Entonces, venga usted con nosotros.
-Vamos allá.
Metió Juan el libro en el bolsillo, se levantó y echaron los tres a andar.
Uno de los guardias tenía grandes bigotes amenazadores y el ceño terrible; el otro parecía campesino. De pronto, el de los bigotes, mirando a Juan de modo fosco, le preguntó:
-Tú te habrás escapado de casa, ¿eh?
-Yo, no, señor.
-¿Adónde vas?
-A Barcelona.
-¿Así, andando?
-No tengo dinero.
-Mira, dinos la verdad y te dejamos marchar.
-Pues la verdad es que soy estudiante de cura y he ahorcado los hábitos.
-Has hecho bien -gritó el de los bigotes.
-¿Y por qué no quieres ser cura? -preguntó el otro-. Es un bonito empleo.
-No tengo vocación.
-Además, le gustarán las chicas -añadió el bigotudo-. Y tus padres, ¿qué han dicho a eso?
-No tengo padre ni madre.
-¡Ah!, entonces..., entonces, es otra cosa...; estás en tu derecho.
Al decir esto, el de los bigotes sonrió. A primera vista era un hombre imponente; pero, al hablar, se le notaba en los ojos y en la sonrisa una gran expresión de bondad.
-¿Y qué vas a hacer en Barcelona?
-Quiero ser dibujante.
-¿Sabes algo ya del oficio?
-Sí; algo sé.
Fueron así charlando, atravesaron unos pinares en donde el sol brillaba espléndido, y se acercaron a un pueblecito que en la falda de una montaña se asentaba. Juan, a su vez, hizo algunas preguntas acerca del nombre de las plantas y de los árboles a los guardias. Se veía que los dos habían trocado el carácter adusto y amenazador del soldado, por la serenidad y la filosofía del hombre del campo.
Al entrar en una calzada en cuesta, que llevaba al pueblo, se les acercó un hombre a caballo, ya viejo, y con boina.
-¡Hola, señores! ¡Buenas tardes! -dijo.
-¡Hola, señor médico!
-¿Quién es este muchacho?
-Uno que hemos encontrado en el camino leyendo.
-¿Lo llevan ustedes preso?
-No.
El médico hizo algunas preguntas a Juan, y éste le explicó adónde iba y lo que pensaba hacer; y hablando todos juntos, llegaron al pueblo.
-Vamos a ver tus habilidades -dijo el médico-. Entraremos aquí, en casa del alcalde.
La casa del alcalde era de esas tiendas del pueblo en donde se vende de todo, y que son, además, medio posadas y medio tabernas.
-Danos una hoja de papel blanco -dijo el médico a la muchacha del mostrador.
-No hay -contestó ella muy desazonada.
-¿Habrá un plato? -preguntó Juan.
-Sí, eso sí.
Trajeron un plato y Juan lo ahumó con el candil. Después cogió una varita, la hizo punta y comenzó a dibujar con ella. El médico, los dos guardias y algunos otros que habían entrado, rodearon al muchacho y se pusieron a mirar lo que hacía, con verdadera curiosidad. Juan dibujó una luna entre nubes y el mar iluminado por ella, y unas lanchitas con las velas desplegadas.
La obra produjo verdadera admiración entre todos.
-No vale nada -dijo Juan-; todavía no sé.
-¿Cómo que no vale nada? -replicó el médico-. Está muy bien. Yo me llevo esto. Vete mañana a mi casa. Tienes que hacerme dos platos como éste, y además un dibujo grande.
Los dos guardias también querían que Juan les pintase un plato; pero había de ser igual que el del médico; con las mismas nubes, y las mismas lanchitas.
Durmió Juan en la posada, y al día siguiente fue a casa del médico, el cual le dio una fotografía para que la copiase en tamaño grande. Tardó unos días en hacer su obra. Mientras tanto, comió en casa del médico.
Era este señor viudo y tenía siete hijos. La mayor, una muchacha de la edad de Juan, con una larga trenza rubia, se llamaba Margarita y hacía de ama de casa. Juan le contó ingenuamente su vida. Al cabo de una semana de estar allí, al despedirse de todos, le dijo a Margarita con cierta solemnidad:
-Si consigo alguna vez lo que quiero, la escribiré a usted.
-Bueno -contestó ella riéndose.
Antes de su salida del pueblo fue Juan a despedirse también de los dos guardias.
-Vas a ir por el monte o por la carretera? -le preguntó el de los bigotes.
-No sé.
-Si vas por el monte, nosotros te enseñaremos el camino.
-Entonces, iré por el monte.
Al amanecer, después de una noche de insomnio, sobre el duro saco de paja, se levantó Juan; en la cocina de la venta estaban ya los guardias. Salieron los tres. Aún no había amanecido cuando comenzaron a subir por el camino en zigzag, lleno de piedras blancas, que escalaba el monte, entre encinas corpulentas de hojas rojizas. Salió el sol; desde la altura se veía el pueblo en el fondo de un valle estrecho; Juan buscó con la mirada la casa del médico; en una de las ventanas había una figura de mujer. Juan sacó su pañuelo y lo hizo ondear en el aire; luego se secó disimuladamente una lágrima... Siguieron andando; desde allá el sendero corría en línea recta por el declive de una falda cubierta de césped en la que los rebaños blancos y negros pastaban al sol; luego, las sendas se divisaban y se juntaban camino adelante. Encontraron al paso un viejo harapiento, con las guedejas largas y la barba hirsuta. Iba descalzo, apenas vestido, y llevaba una piedra al hombro. Le llamaron los dos guardias, el hombre miró de través y siguió andando.
-Es un inocente -dijo el de los bigotes-; ahí abajo vive solo, con su perro
-y mostró una casa de ganado, con una huerta limitada por tapia baja hecha de grandes piedras.
Al final del sendero que atravesaba el declive, el camino se torcía y pasaba por entre pinares, hasta terminar junto al lecho seco de un torrente lleno de ramas muertas. Los guardias y Juan comenzaron a subir por allá. Era la ascensión fatigosa. Juan, rendido, se paraba a cada instante, y el guardia de los bigotes le gritaba con voz campanuda:
-No hay que pararse. Al que se pare le voy a dar dos palos -y después añadía, sonriendo y haciendo molinetes con una garrota que acababa de cortar-: ¡Arriba, chiquito!
Terminó la subida por el lecho del torrente y pudieron descansar en un abrigadero de la montaña. Se divisaban desde allá extensiones sin límites, cordilleras lejanas como murallas azules, sierras desnudas de color de ocre y de color de rosa, montes apoyados unos en otros. El sol se había ocultado; algunos nubarrones violáceos avanzaban lentamente por el cielo azul.
-Tendrás que volver con nosotros, chiquito -dijo el guardia de los bigotes-; se barrunta la borrasca.
-Yo sigo adelante -dijo Juan.
-Tanta prisa tienes?
-Sí, no quiero volver atrás.

-Entonces, no esperes; vete de prisa a ganar aquella quebrada.
Pasándola, poco después hay un chozo donde podrás guarecerte.
-Bueno. ¡Adiós!
-¡Adiós, chiquito!
Juan estaba cansado, pero se levantó y comenzó a subir la última estribación del monte por una escabrosa y agria cuesta.
-No hay que retroceder nunca -murmuró entre dientes.
Los nubarrones iban ocultando el cielo; el viento venía denso, húmedo, lleno de olor de tierra; en las laderas las ráfagas huracanadas rizaban la hierba amarillenta; en las cumbres, el aire apenas movía las copas de los árboles de hojas rojizas. Luego, las faldas de los montes se borraron envueltas en la niebla; el cielo se oscureció más; pasó una bandada de pájaros gritando...
Comenzaron a oírse a lo lejos los truenos; algunas gruesas gotas de agua sonaron entre el follaje; las hojas secas danzaron frenéticas de aquí para allá; corrían en pelotón por la hierba, saltaban por encima de las malezas, escalaban los troncos de los árboles, caían y volvían a rodar por los senderos... De repente, un relámpago formidable desgarró con su luz el aire, y al mismo tiempo, una catarata comenzó a caer de las nubes. El viento movió con rabia loca los árboles y pareció querer aplastarlos contra el suelo.
Juan llegó a la parte más alta del monte, un callejón entre paredes de roca. Las bocanadas de viento encajonado no le dejaban avanzar.
Los relámpagos se sucedían sin intervalos; el monte, continuamente lleno de luz, temblaba y palpitaba con el fragor de la tempestad y parecía que iba a hacerse pedazos.
-No hay que retroceder -se decía Juan a sí mismo.
La hermosura del espectáculo le admiraba en vez de darle terror; en las puntas de los hastiales de ambos lados de esquistos agudos caían los rayos como flechas.
Juan siguió a la luz de los relámpagos a lo largo de aquel desfiladero hasta encontrar la salida.
Al llegar aquí, se detuvo a descansar un instante. El corazón le latía con violencia; apenas podía respirar.
Ya la tempestad huía; abajo, por la otra parte de la quebrada, se veía brillar el sol sobre la mancha verde de los pinares...; el agua clara y espumosa corría a buscar los torrentes; entre las masas negruzcas de las nubes aparecían jirones de cielo azul.

-¡Adelante siempre! -murmuró Juan. Y siguió su camino.

lunes, 2 de julio de 2018

BORGES. Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 26, noviembre de 1936.


WELLS, PREVISOR

El autor del Hombre invisible, de los Primeros hombres en la Luna, de la Máquina del Tiempo y de la Isla del Doctor Moreau (he mencionado sus mejores novelas, que no son por cierto las últimas) ha publicado en un volumen de ciento cuarenta páginas el texto minucioso de su reciente film Lo que vendrá. ¿Lo ha hecho tal vez para desentenderse un poco del film, para que no lo juzguen responsable de todo el film? La sospecha no es ilegítima. Por lo pronto, hay un capítulo inicial de instrucciones que la justifica o tolera. Ahí está escrito que los hombres del porvenir no se disfrazarán de postes de telégrafos ni parecerán evadidos de una sala de operaciones eléctricas ni corretearán de un lugar a otro, embutidos en trajes luminosos de celofán, en recipientes de cristal o en calderas de aluminio. "Quiero que Oswald Cabal (escribe Wells) parezca un fino caballero, no un gladiador con su panoplia o un demente acolchado... Nada de jazz ni de artefactos de pesadilla. En ese mundo más organizado tiene que haber más tiempo, más dignidad. Que todo sea más amplio, más grande, pero que no sea nunca monstruoso". Desgraciadamente, el grandioso film que hemos visto —grandioso en el sentido peor de esa mala palabra— se parece muy poco a esas intenciones. Es verdad que no abundan las calderas de celofán, las corbatas de aluminio, los gladiadores acolchados y los dementes luminosos con su panoplia; pero la impresión general (harto más importante que los detalles) es "de artefacto de pesadilla". No me refiero a la primera parte, donde lo monstruoso es deliberado; me refiero a la última, cuya disciplina debería contrastar con el fárrago sangriento de la primera y que no sólo no contrasta, sino que la supera en fealdad. Wells empieza mostrándonos los terrores del futuro inmediato, visitado de plagas y bombardeos; esa exposición es eficacísima. (Recuerdo un cielo abierto que ennegrecen y ensucian los aeroplanos, obscenos y dañinos como langostas). Luego —lo diré con palabras del autor— "el film se ensancha para desplegar la visión grandiosa de un mundo reconstruido". El ensanche es poco feliz: el cielo de Alexander Korda y de Wells, como el de tantos otros escatólogos y escenógrafos, no difiere muchísimo de su infierno y es todavía menos encantador.

Otra comprobación: las líneas memorables del libro no corresponden (no pueden corresponder) a los instantes memorables del film. En la página 19, Wells habla "de un entrevero de instantáneas que muestren la confusa eficacia inadecuada de nuestro mundo". Como era de prever, el contraste de las palabras confusión y eficacia (para no mencionar el dictamen que hay en el epíteto inadecuada) no ha sido traducido en imágenes. En la página 56, Wells habla del aviador enmascarado Cabal, "destacándose contra el cielo, un alto prodigio". La frase es bella; su versión fotográfica no lo es. (Aunque lo hubiera sido, no correspondería nunca a la frase, ya que las artes del retórico y del fotógrafo, son ¡oh clásico fantasma de Efraim Lessing! del todo incomparables). Hay acertadas fotografías, en cambio, que nada deben a las indicaciones del texto.

A Wells le desagradan los tiranos pero los laboratorios le gustan; de ahí su previsión de que los hombres de laboratorio se juntarán para zurcir el mundo destrozado por los tiranos. La realidad no se parece aún a su profecía: en 1936, casi toda la fuerza de los tiranos deriva de su posesión de la tecnica. Wells venera los chauffeurs y los aviadores; la ocupación tiránica de Abisinia fue obra de los aviadores y de los cbauffeurs —y del temor, tal vez un poco mitológico, de los perversos laboratorios de Hitler.

He censurado la segunda parte del film; insisto en el elogio de la primera, de operación tan saludable en esas personas que todavía se figuran la guerra como una cabalgata romántica o una oportunidad de picnics gloriosos y de turismo gratis.


Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 26, noviembre de 1936. 

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Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

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